VIDENTE
DicEs
 

SUMARIO: I. Un fenómeno actual - II. Videntes y visiones a la luz de la Biblia: 1. En el AT: 2. En el NT: a) Relación entre fe y visión. b) Cristo, suprema y definitiva revelación, c) Visiones y carismas - III. Continuidad y vicisitudes a lo largo de la historia de la Iglesia: 1. Período patrístico: 2. En el Medioevo: 3. En los ss. XVI-XVIII: 4. Del s. XIX a nuestros días - IV. Orientaciones espirituales: 1. Verificar la propia precomprensión: 2. Acoger los signos de Dios en su significado existencial: 3. Referirlo todo a Cristo y a su mensaje.


I. Un fenómeno actual

En nuestro tiempo, no es difícil encontrar personas que creen poseer carismas particulares y dones extraordinarios. Visiones, coloquios, lágrimas. curaciones, profecías y mensajes se suceden a gran ritmo hasta comprobarse una verdadera explosión de carismas extraordinarios o supuestos como tales: "El hecho carismático se ha convertido casi en una costumbre'.

Encontramos videntes que afirman tener apariciones al estilo de las de Lourdes o Fátima; incluso asistimos hoy a una proliferación de apariciones marianas no reconocidas: más de 200 desde 1930 a 1971. Un caso típico es el de la señora Rosa Quattrini, la cual, desde 1964, tendría citas y coloquios regulares con la Virgen en San Damiano Piacentino; son numerosos los peregrinos, sobre todo suizos y franceses, que acuden a este lugar, a pesar de las repetidas prohibiciones del obispo de la diócesis.

Además, a nivel de >religiosidad popular, en la que resulta más difícil distinguir entre fe cristiana y elementos mágico-sacrales, vemos diversos líderes religiosos que crean en torno a sí movimientos más o menos amplios: Giuseppina Gonnella (+ 1927) creía ser como la encarnación de su sobrino Alberto, al cual se tributa culto religioso en Serradace (Salerno). y sosteniendo que hablaba en nombre de aquél, relataba cosas del más allá; Natuzza Evolo de Paravati (Catanzaro) suda sangre, dice que está en contacto con las almas de los difuntos y da a los padres de éstos noticias sobre su vida ultraterrena; en Stornarella (Foggia), desde 1959 un campesino de humilde condición, Domenico Masselli, dice que habla con la Virgen, y una muchedumbre cada vez más numerosa de personas esperan respuesta de la Virgen a los problemas que las angustian.

Finalmente, en una dimensión más colectiva se han formado "cenáculos carismáticos", en los que los videntes reciben mensajes destinados a grupos enteros. Desde 1967, el movimiento neopentecostal católico se ha extendido a más de cien naciones, y cuenta con medio millón de seguidores. En sus reuniones hablan en lenguas, realizan curaciones, hacen profecías y, sobre todo, oran confesando el nombre del Señor Jesús.

Este revival carismático de implicaciones tan complejas no puede pasar desapercibido al cristiano que pretenda vivir según el Espíritu y construir su propia espiritualidad abierto a los signos de Dios en la historia. Habrá de evitarse toda confusión y toda sobrevaloración del fenómeno para no dar en un estado mental ávido de prodigios y mal protegido contra la irrupción de la superstición; guárdese mucho el cristiano del rechazo escéptico o del desprecio hipercrítico de las posibles manifestaciones de Dios en nuestro tiempo, a fin de no convertir en obstáculo lo que podría ser estímulo y ayuda en el camino de la fe. Para una orientación segura, es necesario un cotejo con la palabra de Dios, transmitida en la Iglesia y actualizada a lo largo de los siglos. En la fuente genuina de la revelación será más fácil librarse de los prejuicios corrientes y encontrar la orientación precisa. De acuerdo con el enunciado de la voz, centraremos nuestra reflexión en el vidente, el cual presenta una rica problemática en la Biblia y en la historia de la Iglesia, dejando para la voz >Carismáticos la valoración global de los fenómenos extraordinarios.

II. Videntes y visiones a la luz de la Biblia
VER-OIR

1. EN EL AT - El deseo de ver a Dios es una de las aspiraciones religiosas más persistentes de la humanidad. Por lo mucho que estimaban la vista, "el más agudo de los sentidos permitidos a nuestro cuerpo" (Platón), los griegos fueron de un modo muy particular "un pueblo del ojo" (Rudberg); ver tuvo entre ellos una notable importancia religiosa, hasta el punto de definirse la religión griega como "una religión de la vista"'. De Homero a Plotino, lo divino por su propia naturaleza no es algo que creer o escuchar, sino algo que ver. Si bien los dioses se revelan sólo a unos pocos elegidos, que se sienten presa de un temeroso estupor, falta entre los griegos la idea de que quien ha visto a la divinidad debe morir.

En cambio, la religión del AT es la religión de la palabra escuchada: "La expresión `palabra de Yahvé' es la privilegiada, la más frecuente y significativa para manifestar la comunicación divina. En las teofanías, la manifestación sensible está al servicio de la palabra. Lo principal no es el hecho de ver la divinidad, sino el de oír su palabra... Esta primacía del oír sobre el ver constituye uno de los caracteres esenciales de la revelación bíblica.

La preeminencia del aspecto auditivo sobre el visivo es consecuencia necesaria de la concepción de Dios y del hombre en el AT; existe un abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del hombre, que solamente puede ser salvado por gracia e iniciativa de Dios: "No puede verme hombre alguno y vivir" (Ex 33,20). Ver se relaciona con el eros, es decir, con la tentación humana de tomar posesión de Dios provocando su revelación; oír, en cambio, es una actitud receptiva que respeta la iniciativa de Dios y lleva a la obediencia de fe. Por eso la fe bíblica se expresa en la oración preferida de la piedad judía: "Escucha, Israel" (Dt 6,4), que se traduce en amor y obediencia cordial a Dios (cf Dt 6,5-6).

Sin embargo, también a la vista hay que reconocerle una función dialéctica en orden a la revelación y a la fe. El AT habla con frecuencia de "hombres que se abrogan el privilegio de haber oído al que no se puede oír y de haber visto al que no se puede ver, y del cual se presentan como embajadores". Son los profetas u hombres de Dios, a los cuales se llama también videntes. Samuel goza del don de la clarividencia y la gente va a él para tener informaciones: "Vamos al vidente" (1 Sam 9,11). En un plano más alto, los profetas, en sueños y visiones, entran en contacto con algo que no es de este mundo (Núm 24,4.16-17; 2 Crón 18,18; Am 9,1; Is 6,1-13; Ez 1-3). La forma de visión de Dios más privilegiada la disfruta Moisés. Dice el Señor: "Yo le hablo cara a cara, y a las claras, no en enigmas, y él contempla el semblante de Yahvé" (Núm 12,8). Pero, como para Abrahán, Isaac y Jacob (Ex 6,3) y Elías (1 Re 19,13), tampoco para Moisés se trata de visión directa de Dios, sino de una comunicación particularmente íntima; los textos bíblicos o son procedimientos literarios o atenúan el sentido de la visión inmediata, afirmando que el profeta ve al ángel o la gloria del Señor (Jue 6.11; Sal 27,4; 96,6) o sus espaldas (Ex 33,23) o el lugar en que se encontraba el Dios de Israel (Ex 2410, traducción de los LXX).

Sobre las manifestaciones visibles del AT se perfilan algunas orientaciones significativas: a) Ninguna visión de Dios es capaz de dar una descripción completa del mismo que satisfaga el deseo humano, y menos aún la curiosidad. Dios permanece invisible e inaccesible para el hombre pecador; es el Dios oculto (Is 45,15), y cualquier imagen o visión suya es siempre aproximativa y simbólica. Queda, pues, en pie la afirmación neotestamentaria: "A Dios nadie lo vio jamás" (Jn 1,18). b) El aspecto visivo de la revelación está en función de la comunicación del mensaje; es ocasión o simple fondo sobre el cual Dios da a conocer su voluntad por medio de la palabra. La imagen va siempre acompañada de la palabra, para la cual se reivindica una primacía incuestionable; ella es el distintivo de los profetas, los hombres de la palabra (Re 17,2,8; 18,1; 21.17-28), que comienzan los oráculos divinos con la fórmula: "Así habla Yahvé" (Núm 22,16; Jue 6,8; Os 1,1-2; Am 1,3.6.9.11.13). c) Finalmente, las visiones "no constituyen el objetivo supremo de la piedad y de la fe, la cumbre de la ascesis y de la mística, sino que, por el contrario, son un punto de partida: no el fin, sino la primera intervención de Dios, que se revela con poder a fin de arrastrar a su pueblo en la historia de la salvación"

. Los videntes, después del terror frente a lo divino, son reconfortados, colmados de gracia y encargados de una misión (Gén 15,1; Dan 7,13; Ex 3,10-12; Jue 6,12-14; Jer 1,4-10): las visiones son el origen de la revelación verbal y de la misión. Sólo en algunos textos se perfila la aparición final de Dios (Is 60,2; 40,5; 52,10; y, sobre todo, Job 19,26-27: "Desde mi carne a Dios tengo de ver. Aquel a quien veré ha de ser mío"); pero sólo con muchas limitaciones se puede definir la visión de Dios como acontecimiento escatológico. En todo caso, la manifestación de la gloria de Dios se realiza anticipadamente en la adoración cultual y en la contemplación del Señor en el templo (Sal 63,3; 27,4).

2. EN EL NT - Ver asume un relieve cuantitativo mayor que escuchar (680 veces frente a 425). Este dato estadístico invita a considerar más atentamente el significado del momento visivo en la revelación neotestamentaria, aunque sin atribuirle de entrada un primado cualitativo.

a) Relación entre fe y visión. Si la fe cristiana nace de la escucha (Rom 10,17), supone, sin embargo, la experiencia ocular de los testigos de la palabra (Lc 1,2; 2 Pe 1,8; 1 Jn 1,1). El proceso físico de ver expresa el carácter concreto de la manifestación de Jesús frente a todo docetismo (Jn 7,29; 10,24-28; 12,19), pero resulta en sí mismo insuficiente para producir la fe; puede desembocar en el rechazo de Cristo ("Me habéis visto y no creéis", Jn 6,36) o en acogida del mismo (Jn 1,12), mediante la perfecta comprensión del significado de su persona ("El que vea al Hijo y crea...", Jn 6,40). Los evangelios oscilan entre la valoración de ver como propedéutica de la fe ("Dichosos vuestros ojos, porque ven", Mt 13,16) y su superación por la acogida de la palabra de Jesús sin basarse en los signos (Jn 4,48-53): "Dichosos los que creyeron sin haber visto" (Jn 20,29). Se puede. pues, establecer una graduación ascendente de los varios tipos de fe: la imperfecta, que responde a una búsqueda insaciable de "milagros y portentos" (Jn 4,48); la intermedia, que pasa de los signos a la percepción de la gloria de Dios en Cristo (Jn 1,14); la perfecta, que, sin basarse en los signos, consiste en un encuentro existencial y en un confiado abandono a la persona y palabra de Jesús (Mt 8,10-12; Jn 3,17-18). En definitiva, son dichosos los que captan el contenido del ver, el significado de los acontecimientos; los que, a través de "los ojos de la mente", llegan a un conocimiento más profundo de Cristo y del plan de la salvación (Ef 1.18-23). Aun prescindiendo de la visión como base, la fe mantiene un elemento cognoscitivo y contemplativo. Percepción interior de la persona de Cristo, la fe es una mirada: "Verán al que traspasaron" (Jn 19,37); "Correr..., fijando nuestra mirada en Jesús, el autor y consumador de la fe" (Heb 12.1-2). La condición de fe, y no de visión (2 Cor 5,7), implica un conocimiento opaco e indirecto (1 Cor 13,12), al cual sucederá el conocimiento perfecto y claro en la vida eterna (1 Jn 3,2; 2 Cor 3,18).

b) Cristo, suprema y definitiva revelación. También para el NT Dios permanece invisible (Jn 6,46; 1 Tim 1,17; 6,16; Col 1.15); sin embargo, además de en la creación y en la historia de su pueblo, se revela de modo definitivo en Cristo, "imagen de Dios invisible" (Col 1,15). La gloria divina "brilla en el rostro de Cristo" (2 Cor 4,6), de forma que puede ser contemplada por los discípulos (Jn 1,14); revelación suprema del Padre, Cristo es ya la vía obligada para llevar a El (Jn 14.6-11). Dios ya no es accesible más que en Jesús, único lugar de encuentro con El (Jn 4,21-24); verlo, contemplarlo, es ver al Padre. Por encima de las manifestaciones de Cristo resucitado y de su última aparición (2 Tes 2,8; 1 Tit 6,14; 2,13), puede llegarse a su conocimiento a través de la apertura al Espíritu, la adhesión a su palabra (Jn 14,20-21.23-26) y. sobre todo, mediante el amor: "Al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

c) Visiones y carismas. El NT refiere varias comunicaciones divinas a través de visiones: angelofanías (en los relatos de la infancia, Mt 1,20; 2.13-19; Le 1,11-28; 21,9-13; de la resurrección, Mt 28,2-7; Mc 16,5; Le 24,4-23; Jn 20,12; y de la ascensión, He 1,10...); cristofanías (en la transfiguración, Mt 17,1-8; apariciones de Cristo resucitado, Mt 29,9-10; Le 2415-16.36-51; Jn 20 y 21; a Esteban, He 7,55; a Pablo, He 9,4-5; a Ananías, He 9,10-15); imágenes simbólicas (He 10,9-16: Ap 4.1 - 22,5). Esta larga lista atestigua la importancia que han tenido las visiones en la Iglesia primitiva. Son dignas de consideración "las visiones y revelaciones" de Pablo (2 Cor 12,1-6), especialmente su encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, tan decisivo para su vocación y para su doctrina (He 9,4-5; 22,5-16; 26,9-18; Gál 1,12-17). Todas estas visiones están unidas a un mensaje y a una misión, que constituyen su fin: "Las apariciones van constantemente ligadas a una revelación verbal, y en ningún caso se destaca únicamente el momento visivo. Podemos concluir que la revelación verbal es un elemento constitutivo de las apariciones" Lo mismo los ángeles que Cristo son siempre portadores de un mensaje y hacen un encargo; las visiones llevan al reconocimiento de Cristo y a una fe más auténtica, al testimonio y a la misión. Otras veces se limitan a indicar el camino misionero o el comportamiento que ha de observarse en determinadas circunstancias (He 10,9-16; 16,10; 27,23), o bien comunican los secretos de la historia, el triunfo de Cristo y la condición escatológica de la Iglesia (Apocalipsis).

Respecto a la valoración de las visiones, no existe en el NT parámetro diverso al de los carismas, en particular la profecía, a la que van unidas por implicar siempre un mensaje verbal. San Pablo, beneficiario de visiones y revelaciones personales, se cuida de desconfiar o despreciar los dones provenientes del Espíritu; por eso amonesta: "No extingáis el Espíritu. No despreciéis las profecías" (1 Tes 5,19-20), y positivamente: "Aspirad a los dones espirituales, pero sobre todo al don de profecía" (1 Cor 14,1). Con todo, frente a los corintios, tentados a apreciar sobre todo los dones más espectaculares y a utilizarlos en una atmósfera anárquica, como en ciertas ceremonias paganas, san Pablo da normas precisas:

• Es necesario someter a examen los diversos carismas para verificar su autenticidad a través del "discernimiento de espíritus" (1 Cor 12,10). Criterio fundamental de discernimiento es que el verdadero carisma lleva a confesar que Jesús es el Señor (1 Cor 12.3); es esencialmente cristocéntrico, porque une a Cristo en la fe.

• Se precisa, además, relativizar los carismas, en especial los dones llamativos, porque el "camino superior" (1 Cor 12,31) es la >caridad. San Pablo traza luego una jerarquía de valores, en cuyo vértice se encuentra el amor fraterno. en el que reina la sinceridad, el olvido y el don de sí (1 Cor 13.1-13); viene a continuación la profecía, debido a su utilidad para la asamblea (1 Cor 14,1-5). quedando reservado el último puesto para el carisma más espectacular: la glosolalia (1 Cor 12,28; 14,5). Forzado a gloriarse de sus visiones, Pablo confiesa que eso puede conducir a la soberbia, y sólo con renuencia habla de estas cosas (2 Cor 12,1-6).

• Finalmente, los carismas están ordenados a la edificación de la comunidad (1 Cor 14,12): "A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común" (1 Cor 12,7). Todo don espiritual ha de ser a la vez un servicio responsable para el bien de la Iglesia.

A diferencia de los otros autores del NT, la eclesiología de 1 Jn no contiene la enumeración de muchos carismas. Uno solo es el don: la revelación del Padre en el Hijo por medio del Espíritu (1 Jn 2,20.23); los ministerios son sustituidos por una situación fundamental única: el discipulado, que no tiene necesidad de maestros (1 Jn 2,21): "Se trata de proposiciones extremas, que estarían encuadradas en un contexto que, por desgracia, es difícil de reconstruir; en todo caso, se las entiende como crítica extrema dentro del mismo cuadro eclesiológico y eclesial neotestamentario"

Para concluir, el NT confirma dos datos del AT acerca de las visiones y de su significado: Dios permanece invisible e inaccesible incluso cuando se manifiesta; las visiones están en función del mensaje y de la misión. Además, el NT agudiza la tensión entre fe y visión. contempla la visión de Dios como término definitivo del camino cristiano, presenta a Cristo como imagen del Dios invisible y plenitud de revelación y encuadra los dones extraordinarios en la doctrina de los carismas. Las visiones son apreciadas en el NT. pero su valor es relativo; en efecto, se afirma el primado de la escucha, de la caridad, del ver espiritual y de la visión escatológica.

III Continuidad y vicisitudes a lo largo de la historia de la Iglesia

Los siglos cristianos presentan una serie casi ininterrumpida de videntes. portadores de mensajes y revelaciones. En cambio, es discontinua la valoración de los mismos, la cual pasa del entusiasmo a la desconfianza según los varios periodos.

1. PERIODO PATRÍSTICO - Las comunidades cristianas del siglo II viven el paso de la estructura apostólica-profética a la pastoral-jerárquica. La institución carismática entra en crisis, pero sigue siendo privilegiada y preferida, por ejemplo, por la Didajé, para la cual los obispos y los diáconos "realizan el mismo ministerio que los profetas y los doctores" (XV, 1); el mismo documento supone un número destacado de profetas, ya que pone en guardia contra el falso profeta, al que describe como "alguien que hace comercio con Cristo" (XII, 5). En la línea de la apocalíptica, lo mismo el Pastor de Hermas que la Ascensión de Isaías, los dos de mediados del siglo n. se presentan como relación de visiones, a las que se pide prestar atención para huir de las prevaricaciones precedentes a la parusía (Ase. de Isaías 111, 31); en cambio, hay que evitar al pseudoprofeta, porque obra como un brujo, "que no tiene en sí el Espíritu divino... y no sabe responder a las preguntas que se le hacen más que según la humana vanidad...: ¿es posible que el Espíritu divino se haga pagar para profetizar?" (Pastor, precepto XI).

Hacia el año 172 estalla en Oriente la "nueva profecía" de Montano y de algunas mujeres, los cuales creían que eran visitados de modo único y definitivo por el Espíritu Santo y que hablaban en su nombre durante la agitación extática. Según observa L. Volken,"hubiera sido fácil, so pretexto de combatir eficazmente la nueva profecía, condenar todo viso de profetismo. Pero las iglesias no cedieron a esta tentación". Hacia 180-192, san Ireneo enumera las visiones entre los dones concedidos a los cristianos: "Los verdaderos discípulos del Hijo de Dios, en virtud de su nombre y de la gracia recibida, obran en beneficio de los demás según el don que Jesús ha impartido a cada uno de ellos. Algunos ahuyentan a los demonios..., otros poseen la presciencia del futuro, visiones o palabras proféticas"'. El mismo san Ireneo afirma que aquellos "pobres de espíritu que, por no querer admitir a los falsos profetas, le niegan también a la Iglesia la gracia de la profecía" caen en el pecado imperdonable contra el Espíritu".

A la época patrística, concretamente a san Gregorio Niseno (+ 394), se debe el primer relato de una aparición mariana; la Virgen se habría aparecido a san Gregorio Taumaturgo (+ 270) para instruirle en lo tocante a los misterios de la fe. Las visiones esmaltan la vida de san Cipriano de Cartago (+ 258), el cual atestigua, entre otras cosas, la existencia de niños videntes: "Entre nosotros, la edad inocente recibe del Espíritu Santo visiones nocturnas y otras a pleno día y ve en el éxtasis con sus propios ojos, escucha y dice aquellas cosas por medio de las cuales el Señor se digna amonestarnos e instruirnos'. San Gregorio Magno (+ 604) narra que María se apareció de noche a una niña para anunciarle su próxima muerte; análogamente san Gregorio de Tours (+ 594) refiere dos visiones de la Madre de Jesús, una de ellas a san Martín moribundo; el relato de una aparición mariana se encuentra asimismo en la vida de san Ildefonso de Toledo (+ 567)

2. EN El. MEDIOEVO - El Medioevo es un período particularmente apto para la proliferación de visiones y profecías; encontramos en él abundantes comunicaciones de milagros, leyendas y apariciones. En particular, el movimiento joaquinita, al dar la preferencia a la misión del Espíritu Santo, favoreció el pulular de videntes y profetas, contra los cuales reaccionaron los teólogos de la época. El franciscano David de Augusta observó: "Parece que la revelación de cosas secretas y futuras es cada vez más frecuente, con lo cual muchos se dejan seducir por ella, como ha acontecido en las visiones mencionadas, y creen que es obra del Espíritu Santo lo que han creado por sugestión de los sentidos o les ha sido sugerido por el espíritu del error. Por eso estamos hartos hasta el hastío de los innumerables vaticinios...". Sin embargo, la crédula aceptación de las revelaciones no prejuzga nada sobre su posibilidad y utilidad en la Iglesia: "En todas las épocas —admite santo Tomás— no han faltado jamás hombres dotados de espíritu profético, no ya para desarrollar una nueva doctrina de fe, sino para guiar la actividad humana". Hay que observar que para santo Tomás la profecía más perfecta es la que,tiene lugar mediante el diálogo entre dos personas, como ocurre en las apariciones.

Además del caso de santa Juana de Arco (+ 1431) con sus "voces" y visiones, tuvieron gran resonancia en la Edad Media las revelaciones de varias santas, como santa Catalina de Siena (+ 1380), santa Angela de Foligno (+ 1309), santa Gertrudis (+ 1302) y, sobre todo, santa Brígida (+ 1373). Las revelaciones de esta última ejercieron gran influencia a finales del Medioevo, hasta el punto de ser comparadas a la Sagrada Escritura; provocaron también una disputa teológica entre Gersón (ti 429), canciller de la universidad de París, y Torquemada (+ 1498), maestro de los sagrados palacios de Roma. El primero era contrario a cualquier fanatismo por las revelaciones, mientras que el segundo era favorable a las obras de la mística sueca; ambos elaboraron las primeras exposiciones sistemáticas sobre el discernimiento de las verdaderas revelaciones. Bonifacio IX (1389-1404), al canonizar a la santa, aprobó también sus revelaciones; pero la problemática medieval se prolongaría durante los siglos siguientes.

3. EN LOS SS. XVI-XVIII - En nombre del principio de la "sola Escritura", la Reforma adoptó una postura negativa frente a las revelaciones. Lutero las ridiculizó y se mostró inflexible con ellas: "Ahora que poseemos la Escritura de los apóstoles, no queda nada por revelar después de lo que ellos han escrito. No tenemos necesidad de ninguna revelación particular, ni de milagros". Calvino afirma igualmente: "Es cierto que cuando tenemos la Sda. Escritura nada puede faltarnos; sobre todo en la claridad del evangelio tenemos, como dice san Pablo, la perfección de la sabiduría. Estando así las cosas, los que todavía se sienten adulados por el vano deseo de tener visiones demuestran claramente que no han comprendido lo que es la Sda. Escritura". De distinto parecer es T. Müntzer (+ 1525), quien rechaza el argumento de Lutero: "Casi todos afirman: tenemos de sobra con la Escritura, no queremos creer en ninguna revelación, Dios ya no habla. ¿Crees que si esa gente hubiera vivido en tiempo de los profetas hubiera creído en ellos o los hubiera golpeado hasta matarlos? Sí, están tan obcecados por la Sda. Escritura, que no quieren ver ni oír con cuánta firmeza insiste ella en el hecho de que podemos y debemos ser enseñados sólo por Dios". Precisamente basándose en la Escritura, que refiere muchas visiones, se podría concluir: "Ciertamente, es verdadero espíritu apostólico, patriarcal y profético esperar visiones y obtenerlas con dolorosa tribulación"". La posición müntzeriana se impondría luego a la de Lutero; los movimientos espirituales o iluministas, desde los baptistas a los mormones, los adventistas y los pentecostales, se sucederán en el contexto protestante atrayendo numerosos adeptos.

También en el campo católico se encuentran los dos bandos en pro y en contra de las revelaciones. Los fenómenos extraordinarios salpican la vida de santos como Ignacio de Loyola (+ 1556) y Teresa de Avila (+ 1582), y algunos teólogos sostienen que las revelaciones privadas pueden determinar un asentimiento de fe". En cambio, san Juan de la Cruz (+ 1591) muestra hacia las visiones una severidad casi igual a la de Lutero. Aunque admite la posibilidad y la utilidad de revelaciones particulares como "medio y modo" de camino espiritual, el doctor místico las considera fenómenos no necesarios y que es preciso superar". Un célebre texto de la Subida del Monte Carmelo nos descubre el pensamiento de san Juan de la Cruz: "Pero ya que está fundada la ley en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué El hable ya ni responda como entonces, porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya —que no tiene otra—, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más... Por lo cual el que ahora quisiere preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa alguna o novedad. Porque le podrá responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra,que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte y, si pones los ojos en él, la hallarás en todo...".

El movimiento que reduce el valor de las apariciones y los hechos extraordinarios se nutre de las prescripciones de los concilios Lateranense V (1516) y Tridentino (1563), los cuales reservan al obispo y, en última instancia, a la Sede apostólica el examen de todo nuevo milagro; desemboca en el tratado clásico de Próspero Lambertini, luego Benedicto XIV (+ 1758), según el cual "a las revelaciones, incluso aprobadas por la Iglesia, no se debe ni se puede otorgar un asentimiento de fe católica"

En Francia, la renovación religiosa postridentina adopta una andadura mística, con manifestaciones de gusto por lo maravilloso, e incluso por lo diabólico. La veneración de los fieles envuelve durante el s. xvu a varias místicas, cuyos éxtasis y revelaciones se nos han transmitido: Marie de Valence, Mme. Acarie, Marie des Vallées, sor Inés de Langeac se encuentran entre las más ilustres. A todas las superó en fama santa Margarita María Alacoque con las apariciones del Sagrado Corazón los años 1673-1675. Los autores espirituales de aquellos siglos aceptaron fácilmente relatos de milagros y leyendas; incluso algunos de ellos, como Olier, confían en las visiones y revelaciones como mensajes enviados por Dios para ayudarles a tomar las decisiones precisas". Sin embargo, a partir de 1660 cambia la atmósfera y la posición de los místicos se hace más delicada; el intelectualismo y el psicologismo invaden la piedad, se desconfía de todo lo que no es razón, el espíritu crítico hace tabla rasa de las leyendas medievales y el movimiento unionista pide a los católicos menos credulidad frente a las apariciones ". A finales del s. xvii, la condena de Mme. Guyon, de las Máximas de los Santos, de Fénelon, y de la Mística ciudad de Dios, de María de Agreda, marca el triunfo del antimisticismo y del predominio de la institución sobre los carismas, como puede verse por una frase incisiva de L. Tronson (+ 1700): "El seminario de San Sulpicio no está a favor de visiones, ni de revelaciones. La fe y las reglas comunes de la Iglesia nos bastan".

En Italia, durante el s. xviii, se reanuda la polémica con L. A. Muratori (+ 1750), el cual como gran erudito exhorta a los predicadores a no divulgar "milagros falsos" y a no sobrevalorar los verdaderos, puesto que la Iglesia ha canonizado a los santos por sus virtudes: "Los milagros son lo que menos importa de los santos". En cambio, san Alfonso de Ligorio (+ 1787) es propenso a aceptar relatos o ejemplos de milagros y de revelaciones, como se ve en su conocida obra Las glorias de María; en ella, al presentar una colección de 89 ejemplos, declara y precisa su pensamiento: "Algunos, preciándose de carecer de prejuicios, tienen a honra no creer más milagros que los que han sido registrados en las santas Escrituras, estimando los otros casi como novelas o fábulas de mujercillas. Mas.., así como es debilidad dar crédito a todas las cosas, así por lo contrario rechazar los milagros atestiguados por hombres graves y piadosos, o huele a infidelidad, pensando que son imposibles a Dios, o huele a temeridad, negando crédito a estos autores".

4. DEL S. XIX A NUESTROS DÍAS - Precisamente en este período, que bajo la presión del racionalismo y del control científico hubiera debido registrar un eclipse de las revelaciones, se advierte un aumento de apariciones, algunas de las cuales dan lugar a continuas peregrinaciones y ejercen una profunda influencia en la vida de los fieles. Es la era de las grandes apariciones marianas, examinadas y aprobadas a nivel diocesano, y aceptadas o recomendadas por los romanos pontífices; comienzan con las visiones de santa Catalina Labouré (1803), siguen con las de La Salette (1846), Lourdes (1858), Pontmain (1871). Fátima (1917), Beauraing (1932) y Banneux (1933). Estas apariciones, a diferencia de las lágrimas marianas de Siracusa (1953), no acompañadas de ninguna revelación verbal, van siempre unidas a mensajes y a veces a "secretos"; además, los videntes no pertenecen a las categorías de los apóstoles y profetas como en los primeros tiempos, ni a los religiosos y a las mujeres como desde la Edad Media en adelante, sino que son generalmente niños de ínfima extracción social. Si el pueblo sintonizó inmediatamente con ellos y acogió su mensaje, los teólogos se ocuparon de establecer el tipo de fe que se debía prestar a tales videntes. De ordinario se ha permanecido fieles al pensamiento de Benedicto XIV, el cual admitía respecto a las revelaciones sólo "un asentimiento de fe humana según las reglas de la prudencia"; sin embargo, en 1949 K. Rahner avanza la tesis de que las revelaciones, con demasiada ligereza denominadas privadas, exigen un asentimiento de fe divina: "Según los principios de la teología habitual, no se ve por qué una `revelación privada no se impone a la fe de cuantos han tenido conocimiento de ella y admiten con suficiente certeza que viene de Dios; no se puede exigir para la revelación privada una certeza mayor de la considerada suficiente para garantizar la revelación oficial... No se comprende por qué el origen divino de diversas revelaciones privadas no podría ser reconocido por todos y por qué este reconocimiento no implicaría para todos el derecho y el deber de la adhesión de fe divina". En una perspectiva espiritual se coloca una importante afirmación de Juan XXIII: "Siguiendo a los papas que desde hace un siglo han recomendado a los católicos prestar atención al mensaje de Lourdes, os estimulamos a escuchar con sencillez de corazón y rectitud de espíritu los avisos saludables —y siempre actuales— de la Madre de Dios. No se maraville nadie de que los romanos pontífices insistan en esta gran lección espiritual transmitida por la niña de Massabielle. Constituidos custodios e intérpretes de la divina revelación, contenida en la Sagrada Escritura y en la tradición, es para ellos un deber recomendar a la atención de los fieles —cuando después de maduro examen lo estiman oportuno para el bien común— las luces sobrenaturales que Dios se complace en dispensar libremente a ciertas almas privilegiadas, no para proponer nuevas doctrinas, sino para guiar nuestra conducta..." Habrá que valorizar esta línea de aceptación de los carismas si se quieren evitar actitudes demasiado entusiastas o excesivamente restrictivas.

IV. Orientaciones espirituales

Rara vez ha tenido lugar, frente a los videntes y los relatos de visiones y revelaciones, una contraposición de tendencias tan marcada como la existente en nuestro tiempo. El hombre del s. XX es alérgico a los milagros, considera inverosímil que Dios rompa las leyes naturales por él establecidas; los videntes serían simples visionarios y los fenómenos prodigiosos serían tenidos por tales hasta tanto no se descubra su explicación científica. En cambio, a nivel popular se propende a buscar y admitir tales intervenciones extraordinarias, a propagarlas con convicción entusiasta y a dejarse interpelar por ellas hasta transformar la propia existencia. Para una postura correcta frente a las visiones, según se desprende de la revelación bíblica, de la tradición eclesial y del progreso científico de nuestro tiempo, pueden proponerse las siguientes orientaciones espirituales:

1. VERIFICAR LA PROPIA PRECOMPRENSIÓN - El primer paso a dar es explicarse las razones de la propia cultura y mentalidad, de esa serie de actitudes y de opciones condensadas en la palabra "precomprensión". En las dos tendencias arriba recordadas, la precomprensión posee un carácter restrictivo; en la primera se limita el espacio de intervención de Dios en la historia; en la otra se dejan de lado las mediaciones crítico-científicas. Un encuentro en profundidad exige dos convergencias ideológicas:

a) Es preciso admitir que Dios, señor del universo, es libre de intervenir en la historia, no por el gusto de romper el ordenamiento del mundo o de quebrantar la creación, sino para manifestarse al hombre y atraerlo a un diálogo religioso de salvación. Más que ruptura de las leyes naturales, el milagro es liberación del universo físico de los límites a que está normalmente sometido, para que pueda insertarse mejor en un orden superior y total. "Por una parte, es perfectamente inteligible que el universo físico alcance su sentido habitual en el determinismo de sus leyes; pero, por otra, no es menos comprensible que Dios manifieste, con una iniciativa totalmente gratuita en la historia y en el cosmos, la iniciativa aún más gratuita de la salvación comunicada en Jesucristo". En principio es, pues, posible que Dios se revele a través de visiones, concediendo al hombre la facultad de percibir cosas normalmente inaccesibles a su experiencia visiva y auditiva. Atrincherarse tras la afirmación de que el milagro es un hecho cultural, ligado a la visión particular del mundo y del hombre, contradice la experiencia bíblica de Dios, que es el centro irrenunciable de la revelación veterotestamentaria: "El israelita no tenía la idea de un cosmos con leyes fijas, a la manera de un reloj de cuerda, que sigue solo su curso. Al contrario, tenía vivísima la idea de un Dios que obra en la naturaleza'. Rechazar los gestos insólitos de Dios es, en último análisis, quitarle a Dios la conducción de la historia y hacer de él un ser sin inventiva o indiferente. Todo se reduce en el fondo a esta pregunta: la historia ¿es sólo obra del hombre o es también historia de salvación, en la que Dios, respetando la autenticidad del hombre, es su protagonista? Sólo el que acepta una historia de la salvación puede discernir los signos que en ella Dios ha sembrado. La alergia al milagro debe sustituirse por una apertura a Dios y a los varios modos en que le place revelarse.

b) Se debe, por otra parte, renunciar a todo entusiasmo acrítico. que corre el riesgo de tomar como signos de Dios fenómenos atribuibles a causas del todo naturales, cuando no a errores y engaños. Ya la Biblia pone en guardia contra los falsos profetas (Mt 7,15; Mc 13,22; 1 Jn 4,1), y san Pablo recuerda la necesidad de examinar los carismas (1 Tes 5,12.19-21); el discernimiento es particularmente necesario hoy, cuando el progreso de las ciencias humanas ofrece mayor espacio para una verificación crítica de los fenómenos extraordinarios y un examen psicológico de los videntes. Si la tradición eclesiástica remite a la santidad de la vida, a la ortodoxia del mensaje y a los frutos de vida cristiana para juzgar sobre la veracidad o la falta de veracidad de las apariciones, hoy es preciso atender también a la personalidad, a los condicionamientos y al equilibrio psíquico de los videntes. Partiendo de la totalidad de los fenómenos, se procede a analizar sus diversos elementos y las varias interpretaciones. hasta que, después de un continuo movimiento dialéctico del hecho al contexto, se consigue retener como única hipótesis coherente la de una intervención divina. En el caso de una persona que afirma haber tenido apariciones, el espíritu crítico moderno se hace al punto preguntas: "¿Se trata de un caso de superchería o de engaño? ¿Es un tipo patológico, histérico o mitómano?". La hipótesis del engaño deliberado puede desaparecer después de examinar la sinceridad habitual del vidente en cuestión, la ausencia de fines segundos, tales como el beneficio o la afirmación de sí mismo, así como la convergencia sustancial de sus diversas declaraciones. También el diagnóstico patológico puede arrinconarse si se encuentran en el vidente signos diversos a los de los enfermos psíquicos: sentido de la realidad, serenidad de ánimo, exclusión de exhibicionismo. Con todo, desde el punto de vista fenomenológico está comprobado que "las visiones y audiciones de tipo imaginario no ofrecen en cuanto a su mecanismo ninguna diferencia en el místico y en el alucinado corriente", es decir, entran en el mecanismo alucinatorio, en el cual "el inconsciente del sujeto se expresa utilizando símbolos visuales para manifestar su deseo profundo... Se trata de un fenómeno subjetivo condicionado por todo un mundo cultural, emocional, familiar, inconsciente; fenómeno subjetivo, en el cual el inconsciente se expresa bien aisladamente, bien de modo colectivo y contagioso. Esto se corresponde con mecanismos electroquímicos muy complejos, que tienen lugar en el cerebro y lo modifican a nivel de las células occipitales". Circunscribir estos fenómenos al análisis clínico-psicológico sería, según una comparación de Jung, como estudiar la catedral de Colonia deteniéndose en el análisis químico de las piedras que la componen. Es importante examinarlos en el contexto religioso inmediato, en el cual pueden asumir valor de signos divinos que autentican una misión o coronan una vida santa, lo mismo que en el contexto más amplio del cristianismo como historia de salvación. Aunque siempre faltará una certeza matemática, al creyente le es posible alcanzar la convicción de que un fenómeno, sea o no explicable naturalmente, representa una auténtica intervención de Dios en la historia. Se diferencia de acontecimientos análogos ajenos a la lógica estricta de la fe en su principio y en sus consecuencias. Se nos remite, pues, al contexto general de la historia de la salvación; vidente, mensaje y efectos han de ser un claro testimonio de Cristo y una palabra homogénea con la revelación bíblica.

2. ACOGER LOS SIGNOS DE DIOS EN SU SIGNIFICADO EXISTENCIAL - A veces ha prevalecido en la Iglesia una actitud severa y represiva con los videntes, las apariciones y todo género de profetismo, sobre todo en el período postridentino, en el que había que proteger las instituciones de los posibles abusos del carisma. Después del Vat. II se concede mayor espacio al elemento carismático, puesto que "el Espíritu Santo... distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, `distribuyendo a cada uno según quiere' (1 Cor 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia" (LG 12). Si la Iglesia es criatura del Espíritu, el cual despierta o suscita los carismas en los fieles, negarlos o cerrarse ante ellos equivale a no tener en cuenta el plan de Dios y sus solícitas atenciones. Por eso el Vat. II, aunque recuerda la necesidad de examinar los carismas extraordinarios por parte de la autoridad eclesiástica, invita a una actitud de aceptación prudente y gozosa: "Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad de la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)" (LG 12). Parece, pues, decretado el fin de la lucha negativa con que se reaccionaba ante visionarios, videntes e iluminados. El método represivo, además de no ser evangélico ni estar de acuerdo con la libertad religiosa (DH 1-2), no tiene éxito, puesto que lleva a la formación de sectas o grupos cerrados, y no a su eliminación: además descuida el contenido positivo y los valores de que son portadores los videntes, privando a la comunidad de útiles estímulos para remediar las carencias y anormalidades de la praxis eclesial en una determinada época histórica.

Tales estímulos surgen hoy en la Iglesia ciertamente de aquel nuevo tipo de profetismo que descubre la voluntad de Dios y sus llamadas en los "signos de la tierra". es decir, en los >"signos de los tiempos". Son conocidas las interpelaciones de personalidades religiosas de nuestro siglo que han leído proféticamente en historia, han indicado por anticipado su movimiento y han sacudido las conciencias para que salieran de su tranquila indolencia y adoptaran un compromiso concreto y actual. Porque "llevamos en la sangre la desconfianza, ciertamente nada cristiana, frente a los profetas", hemos de "temer muy seriamente no prestar atención a los profetas, burlarnos de ellos y darles muerte"", contentándonos luego con honrarles mediante una fácil glorificación póstuma. Aunque más problemático para nuestra época secularizada, existe un profetismo de tipo místico. que lee más bien los "signos del cielo"; a la búsqueda laboriosa de la presencia de Dios en la historia prefiere la apertura a los mensajes divinos y la transparencia para interferir lo menos posible su contenido, destinado a los hombres.

En la vida espiritual del vidente, la experiencia de las revelaciones no puede ser desvalorizada o reducida a algo accesorio; marca profundamente el itinerario religioso como un cambio decisivo y determinante. Un ejemplo clásico nos lo ofrece santa Teresa de Avila, a quien bastaba una sola visión para sentirse claramente transformada: "Yo me veía otra en todo... Jamás me podía pesar de haber visto estas visiones celestiales y por todos los bienes y deleites del mundo sola una vez no lo trocara; siempre lo tenía por gran merced del Señor y me parece un grandísimo tesoro y el mismo Señor me aseguraba muchas veces. Yo me veía crecer en amarle muy mucho'''.

Cambios radicales semejantes a éstos tienen lugar en cuantos se ponen en contacto con fenómenos de revelación, siempre que de la impresión inicial se pase a ahondar en el significado profundo de tales acontecimientos: signos interpeladores de Dios, el cual se interesa personalmente por la salvación humana; llamadas de estilo profético, que sacuden de la inercia e infunden esperanza; invitaciones a la conversión y a la vida evangélica y. a menudo, manifestaciones de la maternal solicitud de María por sus hijos en momentos históricos particulares. Responden también a la irreprimible necesidad humana de hechos, de intervenciones concretas y existenciales de Dios en el mundo; a esa sed de prodigios, que es un acercamiento. imperfecto pero auténtico, a la fe exigida al cristiano.

3. REFERIRLO TODO A CRISTO Y A SU MENSAJE - Acoger las interpelaciones de las revelaciones no significa absolutizarlas y aislarlas del conjunto de la vida cristiana; sería dispersivo e irrespetuoso con la jerarquía de valores no vincularlas a la revelación definitiva realizada por Dios en Cristo, palabra última y acontecimiento final, en el cual únicamente está "el camino, la verdad y la vida" (cf Jn 14,16). Efectuando una concentración cristológica. el Vat. II supera la doctrina preconciliar de la clausura de la revelación con la muerte del último apóstol" y afirma que es Cristo "la plenitud de la revelación" (DV 7). Si permanece cerrado el camino a una revelación más perfecta o en contraste con la economía cristiana, que. "por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará" (DV 4), no ha de olvidarse la obra del Espíritu Santo, el cual lleva a la plenitud de la verdad (Jn 16.13), siempre en armonía con el evangelio de Cristo (Jn 14,16). La revelación bíblica sigue siendo normativa, si bien no es un mensaje cerrado, sino un anuncio al que todo cristiano está llamado a darle forma en consonancia con las nuevas exigencias de los tiempos. Por tanto, las apariciones han de resolverse, en última instancia, en un encuentro personal con Cristo y en la plena adhesión a su palabra: "Por esto distinguiréis el espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa a Jesús, el Cristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios" (1 Jn 4,2-3). Un factor discriminante entre las apariciones verdaderas y las presuntas es que las primeras hacen revivir el evangelio; en los santuarios relacionados con ellas se renuevan los prodigios, reaparecen las multitudes, renacen la esperanza y la alegría, se perdonan los pecados, vuelve a escucharse el mensaje de Cristo y se reafirman los compromisos cristianos. Tales apariciones "son como signos y mediaciones espirituales que nos permiten acercarnos y recibir el único don de la gracia en el Señor Jesús. A su modo, nos hacen presente el evangelio".

Los mayores riesgos que amenazan a una espiritualidad nutrida de apariciones son la actitud pesimista y temerosa, y el comportamiento intimista y evasivo. A tales peligros se pone remedio recurriendo asiduamente a las enseñanzas bíblicas sobre la vida filial en libertad y alegría, que ninguna previsión, por tétrica que sea, puede turbar, y sobre la primacía de la caridad con respecto a los carismas y de la fe con respecto a la visión. Sobre todo, no hay que otorgar confianza a videntes o a mensajes que confinan con el "naufragio de la misma presencia individual" o con "la experiencia de ser-manejado-por" los factores propios de la existencia mágica; el recurso a Dios, a María o a los videntes no debe tender a una confianza irresponsable, sino a establecer una comunión de amor que lleve a la realización del reino de Dios en la justicia y en la caridad. La presencia de Dios en el mundo no ha de verse en términos de evasión, sino de realización histórica del hombre y de transformación de la realidad. Si es cierto que "el hombre no vive sin visiones", también lo es que ellas no bastan para la salvación; ésta se alcanza sólo por una fe expresada en el amor (Gál 5,6; 1 Cor 13,1-13), o sea, en una presencia religiosa históricamente significativa.

S. De Fiores

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