SÍMBOLOS ESPIRITUALES
DicEs
 

SUMARIO: Introducción: El lenguaje simbólico - I. Los símbolos fundamentales: 1. Los arquetipos simbólicos; 2. Los símbolos personalizados; 3. Las determinaciones particulares del símbolo - II. Símbolos bíblicos: 1. Premisa; 2. La convergencia de los símbolos en Sión-Jerusalén: a) Sión-ciudad, b) Sión-mujer; 3. Las grandes constelaciones simbólicas: a) La dominante de la verticalidad, b) La dominante de la nutrición. e) La dominante del camino, d) La dominante cíclica; 4. Jesucristo, fuente y centro de toda la simbología: 5. Conclusión - IIl. La función simbólica en la vida espiritual: 1. Simbolismo y dinámica espiritual; 2. La apertura de la expresión simbólica: 3. La función transformante - IV. Simbolismo y vida de fe.


Introducción: El lenguaje simbólico

En el uso actual, la palabra "símbolo" se emplea en muchas acepciones, que hacen referencia al término más genérico de signo convencional: hablamos de símbolos matemáticos o químicos; y los lingüistas, por su parte, definen todo lenguaje como simbólico. En este articulo, en cambio, la palabra símbolo se refiere exclusivamente a la imagen simbólica tal como se utiliza preferentemente para expresar las realidades espirituales; Jesús, por ejemplo, se presenta como pan de vida o como luz del mundo, y sabemos muy bien que el Cantar de los cantares, con sus símbolos de la esposa, de las nupcias, del jardín, de los perfumes, etc., ha inspirado el lenguaje de muchos místicos.

Como imagen, el símbolo nace y se desarrolla a través del contacto del hombre con el ambiente; y dado que este ambiente es al mismo tiempo natural y cultural, el símbolo puede referirse al mundo más primitivo de la naturaleza o bien al mundo social, de la familia y de la técnica. Los símbolos naturales son percibidos desde la infancia y contienen una fuerte carga afectiva, mientras que los otros son más elaborados y aparecen en contextos a veces sofisticados; tampoco faltan descripciones bélicas aplicadas simbólicamente a la lucha espiritual.

Sin embargo, es preciso advertir el contexto totalmente particular que puede asumir el simbolismo cristiano en la medida en que se inspira no sólo en los diversos simbolismos antes descritos, sino también en la historia del pueblo elegido. Efectivamente, a través de los acontecimientos de la historia de la salvación se abre camino un nuevo simbolismo de tipo histórico; así, por ejemplo, la partida de Abrahán y el éxodo se convierten en símbolos de toda llamada divina y de toda liberación. El denominado sentido espiritual de la Sagrada Escritura no es otra cosa que un sentido simbólico, cuya expresión más típica se basa en un simbolismo histórico.

Es propio del lenguaje simbólico partir de la imagen para pasar a otro nivel significativo; la montaña, por ejemplo, se convierte en símbolo del esfuerzo moral o espiritual. En cambio, la alegoría parte del concepto abstracto (el de la justicia, por ejemplo) y busca una traducción plástica del mismo: la diosa con la balanza y la espada. La parábola participa de ambos tipos de expresión; la parábola del sembrador contiene el símbolo de la simiente y se despliega en una alegoría apta para describir las diversas variaciones espirituales de aquellos que reciben la palabra de Dios.

I. Los símbolos fundamentales

La simbología se esfuerza por determinar las grandes estructuras simbólicas que soportan la multiplicidad de las imágenes poéticas, pictóricas, arquitectónicas y místicas. Muchos modelos se han propuesto a este respecto, todos ellos útiles para iluminar aspectos diversos del mundo de las imágenes. Así, Bachelard ha estudiado el valor simbólico de los cuatro elementos primitivos: tierra, agua, aire y fuego; y, en arquitectura, las figuras geométricas simples revisten una gran importancia simbólica: el círculo, el cuadrado, el centro y la cruz.

Sin negar el valor de estas clasificaciones, es mejor basarse, como hace Gilbert Durand, en el sentido profundo de la vida imaginativa. Partiendo, efectivamente, de la consideración de que la función imaginativa y fantástica se encuentra en el punto de contacto entre la conciencia y el cuerpo, Durand basa su tipología simbólica en los reflejos fundamentales en virtud de los cuales el niño, y luego el hombre, toma posesión de su espacio vital. La función imaginativa deriva, pues, "del incesante intercambio entre los impulsos subjetivos y asimiladores y las excitaciones objetivas procedentes del ambiente cósmico y social". Es preciso partir siempre de la presencia del hombre en el mundo para determinar las estructuras simbólicas.

Este origen de la actividad simbólica explica algunas de sus características. Ante todo, el gesto aparece como la actividad simbólica más significativa. Entraña un dinamismo intrínseco e inmediato, que se encuentra en todas las demás figuraciones simbólicas: toda ascensión "eleva" de hecho el alma y toda elevación invita a la ascensión concreta; cuando san Juan de la Cruz representa el Monte Carmelo, lo hace para inducir al lector a realizar el esfuerzo espiritual. Pero hay que advertir que el símbolo no es nunca único; así, por ejemplo, la escalera, la torre, el campanario son símbolos ascensionales, lo mismo que la montaña.

Dado que la actividad simbólica deriva de la presencia en el mundo, expresa un valor afectivo. La afectividad no es otra cosa, en realidad, que la resonancia que produce en la conciencia la situación del que vive en el mundo. Los símbolos del pan o del agua limpia suscitan una reacción positiva, mientras que el monstruo amenazador suscita una reacción negativa.

1. LOS ARQUETIPOS SIMBÓLICOS - Siguiendo el criterio organizativo de Durand, definimos los grandes arquetipos simbólicos basados en los esquemas espaciales. Sin embargo. en vez de reducir estos arquetipos al número de tres, añadiremos un cuarto, basado en el reflejo del caminar. a) En el reflejo de elevarse se apoyan los símbolos de la subida, de la cabeza, del cielo, de la luz y, por lo tanto, los de la separación y del esfuerzo purificador. b) Al reflejo de la nutrición corresponden los símbolos de la bajada, de la intimidad, y, por tanto, del regazo, de la madre, del calor, de la casa y del refugio. c) A la actividad de caminar corresponden los símbolos del camino, la salida, el progreso, el río y los medios de transporte. d) Por último encontramos el esquema cíclico, que corresponde a la sexualidad, con los símbolos de la rueda, del ciclo lunar, del drama de la muerte y de la vida nueva [infra, II, 3, a-d].

2. Los SÍMBOLOS PERSONALIZADOS - En una cierta correspondencia con los arquetipos que acabamos de describir, encontramos otra serie de símbolos basados en las relaciones interpersonales. Su importancia en la simbología religiosa reclama una consideración particularizada. a) Al esquema ascensional corresponde la figura del padre, que expresa bien la religión del Dios celestial. b) Al esquema descendente corresponde el símbolo de la madre. Como figura de la naturaleza, no es solamente positivo, ya que en algunos contextos religiosos el aspecto bío-cósmico contiene un elemento de destrucción junto al de fecundidad. c) El símbolo de la esposa no significa primariamente la fecundidad vital, sino la relación interpersonal de la amistad y del amor. En la espiritualidad judeo-cristiana, basada en la alianza de Dios con el pueblo elegido y con cada persona en particular, adquirirá este símbolo un valor y una extensión privilegiados. d) El símbolo del hijo y del héroe se aplica ante todo al drama de la condición humana, que es lucha vital contra la muerte y por el dominio del cosmos. El significado del símbolo del hijo enlaza con el esquema cíclico, que tendrá su vértice en el drama de la muerte y resurrección de Cristo.

3. LAS DETERMINACIONES PARTICULARES DEL SÍMBOLO - Los esquemas antes expuestos permiten una comprensión genérica del mundo simbólico. Mas es preciso completar el significado genérico con la consideración de las determinaciones particulares, que nacen tanto de la situación individual de la persona que crea o interpreta los símbolos como de su situación cultural.

El psicoanálisis de tipo freudiano ha puesto de relieve que el simbolismo personal se refiere a la historia de la persona; el significado del símbolo se busca en la relación que una determinada imagen tiene con el pasado de la persona. De ahí nacen dos consecuencias. La primera es el aspecto negativo de la actividad simbólica, en cuanto que enmascara los verdaderos deseos. La segunda es la posibilidad de que tenga lugar un cambio de valor de los símbolos religiosos; el del padre, por ejemplo, puede suscitar una reacción negativa en ciertos sujetos.

En contraste con esta interpretación, C. G. Jung insiste en la función prospectiva, y, por lo tanto, positiva, del símbolo; el símbolo se orienta hacia el futuro y hacia los valores elevados. A la desconfianza freudiana sucede una valoración de la actividad simbolizante.

Dedicaremos una mención especial al simbolismo utilizado en la vida espiritual cristiana, que depende del ambiente cultural circunscrito por el uso de la Sagrada Escritura y de los sacramentos.

La Sagrada Escritura es fundamentalmente simbólica en la medida en que los autores sagrados, y especialmente los del AT, estaban integrados en una cultura simbólica, cercana a la que encontramos en la vida religiosa primitiva. La interpretación de sus escritos debe tener presente este tipo de expresión.

La interpretación simbólica no resuelve en sentido negativo el problema de la historicidad de la acción salvífica de Dios y de los relatos de la misma Sagrada Escritura. Antes bien, la revelación judeo-cristiana, independientemente del género literario que utilice, se apoya siempre en acontecimientos históricos, los cuales, sin embargo, contienen un significado expresado a través de símbolos de uso común; las fiestas litúrgicas, por ejemplo, se acercan a expresiones simbólicas de otras religiones.

Resaltemos, por último, que el uso de los libros sagrados en la tradición ha llevado a privilegiar algunos símbolos que se han mostrado más aptos para expresar las realidades del misterio de salvación. La larga historia de Israel ha permitido dar al sentido de Dios una riqueza inmensa, expresada a través de los símbolos del padre, del rey, del pastor, etc. Algunos libros, como los del Exodo o el Cantar de los cantares, han sido fuente siempre fecunda de la expresión simbólica de la vida espiritual cristiana.

Ch. A. Bernard

II. Símbolos bíblicos

1. PREMISA - Dios es un león rugiente (Am 1,2; 3,8), una pantera al acecho (Os 13,7), un esposo celoso (Os 2), un padre lleno de solicitud (Os 11,1ss). La acción del Espíritu se compara al agua, a la lluvia, al viento y al fuego (Jn 3,6-8; 4,14; 7,33-39; cf Is 45,8). ¿Por qué estas imágenes y estos símbolos? La razón es evidente. La Escritura habla del Dios invisible, pero habla de él en su relación con el hombre. Por esta razón, aun hablando de Dios, remite al tiempo y al espacio humano. La palabra de Dios es simbólica en toda la medida en que se proyecta hacia una realidad que —si bien situada más allá de lo sensible— se refleja, no obstante, en ello. Consecuentemente, en la Biblia la espera de Dios se expresa en términos de aurora, sol y mediodía. El lugar del encuentro es el desierto, el Sinaí, la tierra prometida y la Jerusalén celeste. En el punto de encuentro entre simbolismos espaciales y temporales, se presentan los temas de la vida y del camino, de la montaña y de la ascensión, del germen y del crecimiento. La vida nueva se pone en relación con las reacciones biológicas elementales: el hambre, la sed, el sueño y la vigilia. El carácter interpersonal de la relación con Dios se anuncia mediante los simbolismos del padre, de la madre, del esposo, del hijo, del matrimonio y del noviazgo.

Antes de examinar los símbolos bíblicos más importantes, formularemos dos observaciones preliminares: a) Es preciso destacar el estatuto particular del símbolo bíblico en cuanto realidad opuesta al mito. La revelación y el mito hacen amplio uso de la imagen y llegan incluso a encontrarse en la utilización de los mismos elementos figurativos. La Biblia no es la única en hablar del paraíso terrestre, del árbol de la vida, del diluvio, etc. ¿Dónde está la diferencia? Nos atenemos a la opinión de P. Ricoeur y de otros, que distinguen entre los símbolos primarios y los símbolos secundarios'. Hay realidades que el lenguaje es incapaz de expresar si no utiliza términos figurativos. Por ejemplo, el pecado es suciedad, peso, desviación y maldad. Este lenguaje, metafórico en la superficie, es existencial en su intención profunda. Tiende a dar cuenta de una experiencia espiritual representable tan sólo a través de aproximaciones imaginativas. Basta que los símbolos se desarrollen bajo la forma de relatos irreductibles al tiempo y al espacio empíricos, para que pasen al campo del mito. Las imágenes utilizadas en él reciben entonces el nombre de símbolos secundarios, porque todo el relato nace de la imagen en respuesta a un interrogante existencial: ¿De dónde viene la muerte, el pecado, etc.? El símbolo es, en definitiva, más radical que el mito. El lenguaje no puede prescindir del símbolo, mientras que la narración mitológica interviene tan sólo de forma accidental y "secundaria". En compensación, el mito conserva intactos, incluso en sus evoluciones fantásticas, los símbolos que ha asimilado. Sucede así que la Escritura aplica mitos "fraccionados", es decir, fragmentos mitológicos, atendiendo a los símbolos incluidos en ellos. Por ejemplo, Raab. Leviatán, etc., monstruos marinos conocidos en la mitología antigua, sirven a los autores bíblicos para exponer la idea de que Dios tiene perfectamente en sus manos las potencias del mal (Job 40,15-41.26; Sal 89,11; 104,26; Is 51,9; Am 9,3). Desde este punto de vista, Egipto puede identificarse con Raab: "Vana e inútil es la ayuda de Egipto: por esto le doy el nombre de Raab el ocioso" (Is 30,7). Egipto, puesto en relación con el caos informe de Gén 1.2 y con el monstruo Raab, aparece como una forma histórica del mal. El uso de los fragmentos mitológicos sirve de mediación imaginativa para expresar la trascendencia. b) El símbolo no se puede leer aisladamente, sino tan sólo dentro de la red de signos que lo rodean. El fuego en el campo de lo absoluto puede significar el amor más noble o la pasión más baja. La ciencia del símbolo supone el examen de sistemas organizados. Por esta razón nuestra disertación no se ceñirá a una simple nomenclatura de símbolos, sino que presentará imágenes articuladas, cada una de la cuales manifiesta su sentido propio, tan sólo en relación con las demás. El símbolo es un conjunto móvil de relaciones entre varios términos.

Sólo una palabra más sobre nuestro plan de trabajo. Tomaremos como punto de partida una simbología particularmente globalizante a nivel del AT, a saber: la simbología de Sión-Jerusalén. Esta simbología coordina, efectivamente, los arquetipos del monte, la luz, la purificación, la intimidad, el refugio, el camino (Sión es la meta), el ciclo temporal abolido (sobre Jerusalén no caerá más la noche), el padre, la madre, la esposa. etc. De ahí pasaremos a considerar las ramificaciones imaginativas mencionadas más arriba 12/1,1; clasificación de Durand-Bernard]. Por último, llegaremos a una visión unificada, mostrando cómo Cristo es la fuente y el centro de toda la simbología cristiana.

2. LA CONVERGENCIA DF. LOS SÍMBOLOS EN SIÓN-JERUSALÉN - De por si, "Sión" indica solamente la ciudadela de David. Pero muy pronto se extendió este apelativo para indicar el templo, toda la ciudad y la colina que le sirve de apoyo: "Grande es Yahvé, y muy laudable en la ciudad de nuestro Dios. Su monte santo (Sión), colina distinguida, es de toda la tierra la alegría" (Sal 48,2s). Sión-Jerusalén es al mismo tiempo capital religiosa y política. En cuanto capital religiosa merece el nombre de madre de los pueblos: "Se dirá de Sión: madre. porque una y otra nacieron en ella" (Sal 87,5). Sión, ciudad de piedra colocada sobre la montaña, personificada como madre de los hombres y esposa de Yahvé, se encuentra en el punto de convergencia de todos los símbolos del AT.

a) Sión-ciudad. Con Sión-ciudad enlazan los simbolismos del camino y de la montaña. Sión se presenta al término del camino del éxodo como imagen de la estabilidad: "Tú los guías y los plantas en el monte de tu heredad, en el lugar de tu mansión que has preparado, en el santuario que tus manos, oh Yahvé, han levantado" (Ex 15,17). Dios habitará para siempre con su pueblo, ya establecido en la montaña santa (Sal 68,17), tema este espiritualizado por el trito-Isaías "Yo habito una morada excelsa y santa, pero también estoy con el hombre arrepentido y humilde" (Is 57,15), y por el salmo 125: "Los que confían en Yahvé son como el monte Sión: que por nada vacila y es estable por siempre" (v. 1).

El pueblo hebreo experimentó la presencia de Dios mucho antes de la fundación del templo, especialmente durante el éxodo. Además, la tradición de los patriarcas le habituó a la idea de un Dios que supera toda localización (cf 1 Re 8,27) y que acompaña a sus fieles (Dt 26,5-10). A este respecto es interesante advertir que en varios salmos continúa asociada la temática del templo al simbolismo de la vida y del camino (cf Sal 5,8-9; 26,8.11; 31,2-4; 61,3-5; 91,1-11, etc.). Tras la construcción del templo, Dios se hace presente a quienes caminan hacia él: "Envía tu luz y tu verdad, y ellas me guíen y me conduzcan a tu monte santo en pos de tus moradas" (Sal 43,3).

En su calidad más específica de montaña, Sión participa del doble simbolismo de la altura y del centro. Ante todo, la montaña representa un ideal de pureza moral: "¿Quién entrará, Yahvé, en tu casa?, ¿quién morará en tu santo monte? Aquel que anda sin tacha y obra la justicia..." (Sal 15,1-2). También aquí volvemos a encontrar asociados la marcha y la ascensión que tienen como meta la comunión con Dios. El mismo movimiento de pensamiento se expresa simbólicamente en Is 33,15s: "El que camina en la justicia..., ése morará en lugar excelso, cuidadela izada en roca será su refugio".

En otros textos, el simbolismo del centro se une al de la altura:

"Sucederá en los días por venir que el monte de la Casa de Yahvé será afincado en la cima de los montes, y se alzará por encima de los collados. Afluirán a él todas las gentes... Pues de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé" (Is 2,2-4: cf Miq 4,1).

No se trata de la conversión de los pueblos al yahvismo, sino de su reconciliación gracias a la torá. Efectivamente, llegará una época en que las naciones se dirigirán hacia el santuario de Yahvé porque las leyes más sabias emanarán de él. La inspiración procedente de Sión garantizará al universo entero el equilibrio, la armonía y la paz.

Con la montaña de Sión va unida también la idea del juicio y de la separación entre buenos y malos. Yahvé se reviste de la armadura de la justicia para perder a sus enemigos (Is 63,15-19), mientras que para Sión y para todos aquellos que se alegran con ella, Yahvé aparece en calidad de redentor (Is 63,19; 66,10-16).

En el Nuevo Testamento, Sión-Jerusalén tiene el sentido de una etapa última al final de una ascensión dolorosa. Jesús, "al llegar el tiempo de su partida de este mundo, resolvió ir a Jerusalén" (Le 9,51). Según el evangelio de Lucas, todo el misterio de Jesús alcanza su vértice en Jerusalén. Las palabras que se entrecruzan durante la transfiguración en el monte se refieren a la partida que habrá de "verificarse en Jerusalén" (Lc 9,31). Las perícopas siguientes recuerdan periódicamente la intención fijada con antelación (9,51; 13,22; 17,11; 18,31; 19,28), que es la elevación de la cruz. Pero una vez consumado el sacrificio, Jerusalén ya no es centro de atracción, sino punto de difusión. La evangelización parte de Jerusalén. Es allí donde los apóstoles reciben al Espíritu (He 2). Su voz llega primero a Judea y Samaria (He 6) y después hasta los extremos de la tierra (He 1,8; cf Le 24,4ss), representados por Roma (He 28).

La concentración escatológica en Jerusalén (Is 66,18-24; Zac 14,10ss) no es una cuestión de coordenadas geográficas. La nueva Jerusalén, el rostro que asume la creación salvada (Ap 21,1: cf Is 65,17), desciende del cielo. Su misma configuración refleja más su identidad humana que la arquitectónica. Las doce puertas, tres en cada lado mirando hacia los cuatro puntos cardinales y denominadas cada una de ellas con el nombre de un apóstol, los doce mil estadios de longitud, de anchura y de altura, los doce fundamentos, etc. etc., son otras tantas transposiciones al espacio de la realidad de las doce tribus. El Señor mismo ocupa el puesto del templo, mientras el Cordero hace las veces de lumbrera. Desde el trono de Dios y del Cordero fluye el río de la vida. En la gran plaza hay árboles que fructifican doce veces al año. Suspendido el ritmo de los días y las noches, se produce un día permanente y los elegidos reinan por los siglos de los siglos (Ap 21), En definitiva, la Jerusalén celestial representa la síntesis simbólica de todas las esperanzas escatológicas del AT (Is 54; 60; 62; Ez 40; Zac 14). Jerusalén le proporciona su figura a la esperanza cristiana. Todos los datos imaginativos están tomados de la experiencia histórica, de los arquetipos vitales y de las expresiones culturales más prestigiosas.

El futuro escatológico es percibido intuitivamente a partir de la realidad vivida y experimentada. Pero el símbolo, como cualquier otra analogía, afirma y niega al mismo tiempo. Por eso las visiones apocalípticas utilizan con frecuencia la partícula gramatical "como " (Ap 21,2, y también 1,10.13.14.16.17; 4,1.3.7; Ez 1,26.28, etc.). Los símbolos bíblicos más atrevidos introducen la corrección analogizante en sus mismas imágenes. De aquí el "como " o la yuxtaposición de realidades materiales incompatibles. Por ejemplo, Is 60,19s: la luna resplandece junto al sol en un día que no conoce el ocaso.

b) Sión-mujer. Con Sión personificada como mujer enlazan los simbolismos de la madre y de la esposa. Sión reúne a sus habitantes en torno al templo y al rey y los protege contra los peligros exteriores, promoviendo en su interior el respeto de sus derechos. Sólo en un segundo momento la instancia simbolizante pasa de la madre a la esposa para significar la alianza con Yahvé, considerada colectivamente. El hecho de que Sión sea su esposa aporta una corrección de libertad al determinismo del arquetipo materno, naturalmente más instintivo.

Un texto que modula particularmente los dos simbolismos de la madre y de la esposa es Is 54. Sión, caída en desgracia y castigada por sus pecados, recibe la invitación a alegrarse. El sufrimiento ha terminado: "Exulta, estéril, que no has dado a luz..., pues son más numerosos los hijos de la abandonada que los hijos de la casada" (v. 1). Yahvé, asumiendo el papel de goel, es decir, de pariente más próximo, se compromete a suscitar una posteridad a la ciudad desierta de Sión. A decir verdad, Yahvé no ha repudiado a Sión (cf Is 50,1s) ni ésta es verdaderamente viuda —¡Dios no ha muerto!—; pero ha conocido el exilio, la soledad y el desprecio. La explicación última de la redención que se anuncia es la fidelidad de Dios. Sión es la esposa de la juventud, y Yahvé no la puede olvidar (vv. 5-6). El simbolismo conyugal expresa una historia común a Yahvé y a Israel, la historia de una alianza que ha conocido tiempos de crisis y de reanudación. En esta historia común el exilio aparecerá pronto como un paréntesis efímero (vv. 7-8). Nos viene al pensamiento el salmo 30,6: "Dura su cólera un instante, toda la vida su favor".

En la continuación de la composición poética de Is 54, el profeta lleva a cabo un verdadero tour de force imaginativo: Sión es al mismo tiempo una ciudad hecha de piedras preciosas y una mujer que se expande en sus hijos. El texto hebreo, valiéndose de un juego de palabras aparentemente gratuito, pero en realidad muy significativo, pasa de las piedras (abantm, v. 12) a los hijos (banim, v. 13). Esta relación entre piedras e hijos no es un elemento nuevo en la Biblia, y da testimonio de una profunda psicología. En Gén 30,3, Raquel, que hasta entonces había sido estéril, le dice a Jacob: "He aquí mi sierva Bala: entra a ella. Ella parirá sobre mis rodillas y mediante ella yo seré `construida"' (es decir, tendré hijos). La mujer se expande en la maternidad y de alguna forma es "construida" por medio de sus hijos. Del mismo modo, también Sión se adorna de sus hijos (cf Is 19,48). Su transfiguración en una ciudad resplandeciente de piedras preciosas es, en realidad, la representación simbólica del misterio de su maternidad. En el mundo de la mujer, las joyas y los hijos son la prenda y el signo de un amor recibido y correspondido. Por esto Sión se contempla imaginativamente como una mujer adornada de brillantes y de hijos. El mejor modo de leer Is 54,11s consiste, pues, en dejarse encantar por las imágenes y percibir en ellas no ya la expresión de la utopía, sino la epifanía del símbolo.

Otros pasajes del libro de Isaías conocen los temas de Sión como madre y como esposa. Ante todo, Is 1,21-26. Ahí aparece el ejercicio concreto de la maternidad como justicia y como derecho reconocido a los débiles, a la viuda y al huérfano; pensamiento este que es confirmado por Is 60,17: "La paz te pondré por magistrado, y por soberano tuyo, la justicia". Is 62 insiste más en el aspecto nupcial: "Como un joven con una virgen se desposa, así tu constructor se desposará contigo, y como el esposo se recrea en la esposa, así tu Dios se recreará en ti" (v. 5). En esta última composición poética vemos en particular cómo el lenguaje religioso afecta a la experiencia humana. De una forma delicada, pero clara, el texto da a entender que la alegría de Yahvé recuerda la de los esposos que se unen carnalmente por vez primera.

El simbolismo de Sión enriquece por correlación la figura de Dios mismo. Hay nuevas líneas de desarrollo, que se ofrecen a la reflexión teológica. "¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidaría de ti" (Is 49,15). Mientras que todos los afectos electivos nacen de los encuentros casuales de la existencia y están expuestos al desgaste del tiempo dependiendo de las cualidades del ser amado, el amor de las madres se sitúa en el principio mismo de la existencia, es perseverante, no mengua y no es otra cosa que un don. No existe en toda la Escritura un texto que haga percibir más vivamente la profundidad y la gratuidad del amor de Dios. A Sión, que se lamenta de haber sido abandonada, le responde Yahvé que ella sigue siendo madre, suceda lo que suceda, y que es capaz de amar en una forma maternal con aquel amor que sobrevive a todas las pruebas de la existencia. Mejor aún: la desesperación en que se ve sumida Sión constituye para ella la mejor prueba de que el amor verdadero es indefectible. Sión ha perdido a sus hijos y no es capaz de consolarse. La fe le asegura entonces que existe en Dios idéntica ternura maternal y que ella volverá a esperar. Dios se muestra en concreto como el esposo de Sión precisamente porque se solidariza con la causa de los hijos: "Con tus adversarios pelearé yo y salvaré a tus hijos" (49,25).

En el Nuevo Testamento, los simbolismos de Sión como madre y esposa se aplican a la Iglesia, y de forma más velada a la Virgen María. Jesucristo se sitúa en una relación de tipo nupcial con la Iglesia (Ef 5,25; cf Ap 21,2.9s; 22,17). Por su parte, María se ve engalanada con los rasgos de la hija de Sión en cuanto personifica a Israel, que espera al Salvador (cf Lc 1,26-38 con Sof 3,14.16-17).

3. LAS GRANDES CONSTELACIONES SIMBÓLICAS - La convergencia de las imágenes en Sión-Jerusalén ha puesto de manifiesto cómo se desarrollan los símbolos mediante correspondencias incesantemente superadas hacia figuras nuevas. Los símbolos forman constelaciones porque la realidad pretendida no se alcanza nunca. El objeto "se ofrece y huye; en la medida en que se declara, se disimula. Ateniéndonos a la célebre definición de G. Gurvith. `los símbolos revelan velando y velan revelando". La forma más útil de marcar los límites del tema de nuestro trabajo nos parece, pues, presentar las constelaciones y los "paquetes" de imágenes simbólicas. que se constituyen en torno a los ejes de significado catalogados más arriba por Durand y Bernard

a) La dominante de la verticalidad. Cristalizan en torno a este primer eje de simbolización las imágenes de la ascensión, de la cabeza (y del padre), de la luz y de la separación entre el bien y el mal. Un ejemplo especialmente ilustrativo nos lo ofrece el salmo 36,6s (pero cf también Sal 57,11; 71,11):

"¡Oh Yahvé, tu bondad llega hasta los cielos, hasta las nubes tu fidelidad; como los montes excelsos es tu justicia, como profundo mar tus juicios!"

El texto da una dimensión cósmica a cuatro atributos de Dios. Los tres primeros —gracia, fidelidad y justicia—enlazan con el simbolismo de lo "alto": cielo, nubes y montes. El cuarto —el juicio—, que es el triunfo sobre el mal, se une a la imagen del caos, es decir, a la imagen del abismo, el tehóm de Gén 1,2. Yahvé-rey reside en las alturas y eleva hasta sí al justo, rechazando al impío hacia las profundidades:

"Mas Yahvé está en su santo palacio; Yahvé, que tiene su trono en los cielos. Sus ojos están fijos en el mundo, sus miradas exploran a los hombres. Yahvé escruta al justo y al impío... Sobre los malos él lloverá brasas de fuego, azufre y viento abrasador por porción de su copa.
Yahvé es justo y ama la justicia, y los justos contemplarán su rostro" (Sal 11,4-7).
"Retornen los impíos al seol, todos los que se olvidan de Dios" (Sal 9,18).

No le faltan motivos profundos al salmo 19 para asociar himnos distintos, el primero de los cuales se dedica al cielo y al sol (vv. 1-7) y el segundo a la ley (vv. 8-14). En efecto, la ley es luz (cf Sal 119,105; Prov 6,23), desarrolla sus mandatos con la perfección del sol, que recorre los caminos de los cielos y traslada el orden celeste sobre la tierra.

No hace falta citar otros pasajes. Nos limitamos a indicar algunos de ellos (1 Re 8,27; Is 6; 59,1-2; 63,15.19; 64,1.4-5; Dan 2,37).

b) La dominante de la nutrición. Las imágenes son las propias de la intimidad y, por tanto, la de la madre, la del refugio y la de la casa. Ya hemos visto hasta qué punto se actualiza en Sión-Jerusalén esta línea de simbolización. En realidad, Dios no es ni varón ni mujer, pero se revela a través de las figuras del hombre y de la mujer, a quienes él funda en su existencia. Esto explica cómo en la Biblia la imagen de Dios puede presentar rasgos que pertenecen al mundo de la mujer. Por ejemplo:

"Cuando Israel era niño, yo le amaba... Y yo enseñaba a Efraím a caminar... Fui para él como quien alza a un niño sobre su propio cuello, y se inclina hacia él para darle de comer" (Os 11,1-4; cf Jer 31,20).

La imagen del refugio se toma frecuentemente del vocabulario militar (Sal 7; 18,3.31; 27,1; 34,8; 46); pero más de una vez se enriquece con los simbolismos de la nutrición (Sal 23; 36,6-9), que confiere a la figura de Dios una nota de dulzura y de delicadeza. En lacorriente sapiencial, la tendencia a cargar el lenguaje religioso de simbolismos femeninos se acentúa más. La Sabiduría ha construido su casa y ofrece un banquete: "Venid, comed mi pan y bebed del vino que yo he preparado. Dejad la simpleza, y viviréis, y caminad por la senda de la inteligencia" (Prov 9,5s). El mandato de Dios se convierte de alguna forma en educación materna, en persuasión envolvente, que se prodiga en tina atmósfera de ternura.

"Venid a mi los que me deseáis, y saciaos de mis frutos. Porque mi recuerdo es más dulce que la miel, y poseerme más dulce que el panal. Los que me coman quedarán aún con hambre y los que me beban quedarán de mí sedientos. Quien me obedece no será avergonzado, y los que me sirven no pecarán. Todo esto no es otra cosa que el libro de la alianza del Dios altísimo, la ley que nos dio Moisés en heredad" (Eclo y 24,18-23).

c) La dominante del camino. Los simbolismos del camino y de la marcha son adecuados para expresar decisión, estilo de comportamiento y progresividad. En primer lugar, la decisión: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni vuestros caminos mis caminos... Tan altos como el cielo. por encima de la tierra se elevan mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos" (la 55,8-9). En este oráculo, "cielo" indica la trascendencia, mientras que los "caminos" afectan a la actualización de las decisiones divinas en la continuidad de una historia coherente.

Aplicado al hombre, el camino significa comportamiento. También el hombre posee su propio camino. Sus actos, lo quiera o no. le llevan a la felicidad o a la perdición: "Yahvé conoce el camino de los justos, mas la senda de los impíos se pierde" (Sal 1,6).

La misma historia de la salvación ha sido y sigue siendo en cierta medida una migración. Abrahán fue llamado para que dejara su país y se lanzara a la aventura de la fe (Gén 12). Jacob se vio forzado al exilio (Gén 28). Por lo demás,su concepto de Dios es el típico de un pueblo nómada: "Si Dios está conmigo y me protege en este viaje que estoy haciendo y me da pan para comer y vestidos para cubrirme; si yo puedo volver sano y salvo a la casa de mi padre, entonces Yahvé será mi Dios" (Gén 28,20s). La fuerza de las circunstancias impele a José y a sus hermanos hacia Egipto (Gén 37; 42). En realidad, es Dios mismo quien dispuso aquel viaje para salvaguardar al pueblo futuro (Gén 46,5.8). Por su parte, Moisés conoció la desventura del extrañamiento (Ex 2) para convertirse en el mayor caudillo de pueblos (Ex 3ss). Israel, que se había hecho sedentario, siguió siendo sustancialmente nómada. Toda su fe —y la nuestra, que deriva de aquélla— consiste en caminar con Dios en la justicia, en el amor y en la ternura (Miq 6,8).

d) La dominante cíclica. Clasificamos bajo la dominante cíclica los simbolismos vegetales, biológicos y astrales. Todos ellos llevan consigo un aspecto de repetición: ciclos estacionales, ciclos formados de nacimientos y muertes, evolución de los astros. En realidad, según veremos, la concepción bíblica corrige la mayoría de las veces la imagen cíclica con la lineal. Mediante repeticiones y reiteraciones, la salvación avanza en un sentido irreversible. El ejemplo más elocuente nos lo proporciona a este respecto Is 55,10s. "Como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven allá sin empapar la tierra, sin fecundarla y hacerla germinar para que dé sementera al sembrador y pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y sin haber llevado a cabo su misión". El ciclo de las estaciones ha venido a ser en su totalidad anual el símbolo de la historia de la salvación. Esta conoce unos inicios apenas perceptibles, como la vegetación. El grano se pierde en la tierra y germina tímidamente para expandirse después de una floración llena de lozanía. De aquí las imágenes de la germinación que salpican los capítulos 40-55 del libro de Isaías (42,9; 43,19; 45,8). La obra de Dios en el momento actual presenta un aspecto externo modesto. Mas para quien sabe ver las cosas lleva en germen toda la magnificencia de la consumación escatológica.

Una concepción semejante a la que hemos observado en el caso del ciclo de las estaciones, convertido en símbolo de una historia con un fin irreversible, puede encontrarse también a propósito de las imágenes cósmicas. En Os 6,3, Israel espera la venida de Dios como si fuera un fenómeno inscrito en el automatismo de la naturaleza: "Vendrá a nosotros como la lluvia invernal, como la lluvia de primavera, que fecunda la tierra". Yahvé se habría convertido de golpe en una realidad previsible, como el ciclo de las estaciones, a lo cual reacciona él diciendo: "Mi juicio sale como la luz". Los simbolismos cósmicos continúan significando una venida: la venida del juicio que sanciona y concluye la historia. También aquí el elemento cíclico ha cedido su puesto al elemento lineal.

4. JESUCRISTO. FUENTE Y CENTRO DE TODA LA SIMBOLOGÍA - En el Antiguo Testamento se da una convergencia de los simbolismos en Sión. Dios se revela mediante su relación con las instituciones: el templo, la dinastía y la capital. En el Nuevo Testamento, la fuente y el centro de toda la simbología es Jesucristo: "El cual es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque por él mismo fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, las visibles y las invisibles" (Col 1,15s). En Jn 14,9, Jesús responde a Felipe, que desea contemplar al Padre: "El que me ha visto, ha visto al Padre... Yo estoy en el Padre y el Padre en mí". Mediante la encarnación, Jesús realiza en su persona la definición misma del símbolo: imagen, signo, gesto y acontecimiento, cuyo valor significativo supera al que deriva de su existencia puramente fenoménica. En su humanidad y a través de su ser y de su acción, Jesús es epifanía de Dios (Tit 2,11-14), narrador que describe al Padre, a quien únicamente él ha contemplado (Jn 1,18), y realizador de sus obras (Jn 5,17; 9,4; 10,37). En Cristo, primogénito de toda la creación, todas las demás criaturas adquieren su finalidad última y su poder significativo en el orden de la fe. Por un lado, los elementos de la creación contribuyen con su expresividad .a hacer comprender quién es Jesucristo: luz, pan, vida, etc.; por otro, con ser asumidos por Cristo transmiten y representan figurativamente su acción santificadora: los sacramentos. Así, el agua del bautismo, el pan de la eucaristía, el aceite de la unción, etc.

Cristo, fuente y centro de toda la simbología, lleva a su plenitud las dominantes arquetípicas que hemos examinado a nivel del Antiguo Testamento. Toda su vida es un éxodo hacia el Padre (Jn 13,1). Vencedor de la muerte, es entronizado a la derecha de Dios (He 2,36; Rom 14,9; Flp 2,9-11) para ser allí príncipe de la vida (He 3,15; 5,20), dador del Espíritu (Rom 8,11; 2 Cor 1,21s; Ef 1,13s) y cabeza de la Iglesia (Ef 1,22; 4,15; Col 1.18). Este es el sentido de la ascensión: "Subió a lo más alto del cielo para que se cumpliesen todas las cosas" (Ef 4,10). La vida cristiana es correlativamente una marcha hacia la casa del Padre (Jn 14,6). Todo el estilo de vida cristiano no es otra cosa que un "camino" (He 9,2; 18,25; 19,9.23, etc.). Se aplican a la Iglesia de Cristo todos los simbolismos maternos y nupciales (Gál 4,26; Ef 5,21-33; Ap 12). Por último, en Cristo se rompe el círculo vicioso vida-muerte, que hace que toda criatura sea un ser-para-la-muerte, en beneficio de la vida. "Al que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Jn 11,25). En Jesucristo, la filiación no se reduce ya a garantizar la sucesión de las generaciones. El Padre lleva a cabo por medio de Cristo su plan, que sustrae a los hombres a la mortalidad: "¿Dónde está, muerte, tu victoria?...; gracias a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15,55ss). La vida humana recibe de Cristo, alfa y omega (Ap 1,8; 21,8; 22,13), su orientación e incorruptibilidad (Rom 6,8-11; Gál 2,20; 2 Cor 5,14s).

5. CONCLUSIÓN - Tomar conciencia del carácter simbólico de las Escrituras significa: a) Para el intérprete: no traducir el símbolo en nociones y conceptos, sino enriquecerlo partiendo de la experiencia humana. Semejante forma de interpretación, que sabe atesorar la experiencia de la vida, del arte y de la literatura, exige finura, sensibilidad y cultura. Se trata, efectivamente, de dominar las imágenes de la propia época para interponerlas entre el libro y sus lectores. b) Para todo creyente: dejarse llevar por los símbolos hasta las realidades que ellos significan. Todo símbolo auténtico es por su propia naturaleza escatológico. Suscita el deseo, pero no lo puede sastisfacer. Por ello el Evangelio apela a nuestro hambre de riquezas para inducirnos a vender nuestras perlas a cambio de la única perla, que es el reino.

R. Lack

III. La función simbólica en la vida espiritual

1. SIMBOLISMO Y DINÁMICA ESPIRITUAL - La situación concreta del hombre espiritual supone un aspecto dinámico fundamental, que se expresa a varios niveles de la vida: a nivel biológico, en dependencia inmediata de los impulsos corporales; como continuación de éste, a nivel cósmico, que suscita los símbolos elementales, como son el agua, el fuego, el cielo, el mar, etc.; a nivel de las relaciones interpersonales, y, por último, a nivel de los valores religiosos, que en la vida cristiana se condensan en la realidad del reino de Dios en Cristo.

La singular situación de la vida cristiana no reside en el hecho de que exigiría estructuras simbólicas propias, sino en que el mundo espiritual se concibe como un mundo real, a saber: que Dios es verdaderamente Padre, Hijo y Espíritu, y que, encarnándose el Hijo, se ha servido de la realidad cósmica para conferirle una dignidad nueva en el orden de la expresión y en el de la comunicación de vida. La presencia de la gracia santificante en nosotros y la continua acción de Dios que atrae hacia sí al alma, suscitan un dinamismo espiritual análogo al dinamismo vital natural y, por lo tanto, una expresión simbólica del deseo y del alimento espiritual; así decimos que tenemos hambre y sed de Dios y que nos acercamos a la doble mesa de la palabra y de la eucaristía.

Advirtamos, en particular, cómo la relación de alianza vivida en la vida mística apela al símbolo del matrimonio y del amor humano. No se trata solamente de símbolos genéricos, sino de la descripción particularizada de todos los aspectos característicos del desarrollo del amor humano. Siguiendo el ritmo del Cantar de los cantares —búsqueda del amado, mutua complacencia y unión—, muchos místicos han descrito su aventura espiritual aplicando todos los símbolos que están presentes en el poema bíblico.

Pero no basta con decir que los místicos se han aprovechado de las modalidades expresivas ofrecidas por el Cantar: es preciso añadir que su experiencia toma su inspiración del mismo texto en la medida en que han vivido su propia relación con Dios bajo el perfil de una alianza personal.

La frecuencia de este tema en la vida cristiana ha llevado a los doctores místicos, como santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, a hacer de la expresión "matrimonio espiritual" (y su correlativa "noviazgo espiritual") una expresión técnica que define un grado preciso de la unión espiritual. Pero, aun reconociendo el valor de su doctrina, no debemos restringir el uso de tal símbolo a esta expresión técnica, sino conservarle la elasticidad característica de toda expresión simbólica. Dígase otro tanto de la "noche de los sentidos" y de la "noche del espíritu"; el símbolo de la noche (y sus correlativos: tinieblas del pecado y tiniebla de la trascendencia de Dios) se entiende siempre en sentido genérico.

2. LA APERTURA DE LA EXPRESIÓN SIMBÓLICA - Si el símbolo tiene como primera función la de expresar el dinamismo espiritual, deberá contener, como signo expresivo, un aspecto dinámico intrínseco. Y es precisamente éste el carácter que todos los lingüistas resaltan cuando establecen el contraste entre la expresión simbólica y la conceptual, que se concibe como estática. Si decimos, por ejemplo, que Cristo es el buen pastor, incluimos en esta expresión simbólica toda la riqueza del uso veterotestamentario de una imagen primitiva, compendiado en la afirmación de Jesús: "Yo soy el buen pastor" (Jn 10). Y si representamos al buen pastor con una escultura, ésta lleva no sólo a un acto de fe en la protección y en el amor de Cristo, sino también a un impulso afectivo de confianza y de abandono. Ningún concepto podría contener semejante carga expresiva y afectiva.

Del mismo modo ayuda insistir en el sentido simbólico de los números; éste no se reduce al aspecto cuantitativo, sino que sugiere misteriosamente la plenitud (3 ó 7), o la oposición complementaria (2), o la incompleta (6), o la unión (5).

Frente a la expresión conceptual, la simbólica tiene una profundidad que significa el paso de un nivel de significación a otro. Mientras que en el lenguaje conceptual la palabra se define como precisión unívoca por su contexto, el símbolo orienta el espíritu hacia un significado que supera la representación conceptual; el árbol no es considerado según su especie y el uso práctico que de él se hace, sino como símbolo de la vida.

¿Cuál es el origen de esta apertura del símbolo? No proviene del objeto, el cual induce a la inteligencia a una consideración unívoca, sino del sujeto, que posee un dinamismo innato. Podemos decir todavía mejor: el símbolo nace del encuentro entre el dinamismo del sujeto, que intenta expresar la propia vida espiritual, y la realidad objetiva, que proporciona una correspondencia al dinamismo vital. Cuando se trata de la vida espiritual, el dinamismo interior es análogo al de la vida natural, la cual busca imágenes que correspondan a su modo de ser; como el ser vivo debe nutrirse, progresar, tener hambre y sed, descansar, etc., así el hombre espiritual es sujeto de operaciones análogas y las expresa con símbolos de la vida natural.

La creación de símbolos expresivos de la vida espiritual supone, por lo tanto, la percepción de una realidad objetiva que supera la posibilidad de la expresión conceptual y el movimiento hacia esta realidad; así, por ejemplo, el salmista puede decir: "Tiene mi alma sed del Dios viviente" (Sal 42,3). Esta expresión contiene varios aspectos: cognoscitivo, afectivo y funcional; es decir, revela una cierta experiencia espiritual y lleva al alma a revivirla.

El movimiento contemplativo, paralelamente al de la cualidad, supone una cierta sintonía con la expresión simbólica. Quien no tiene ninguna experiencia de la relación con Dios, difícilmente puede captar el significado de la expresión simbólica "sed de Dios". Las disposiciones subjetivas son, pues, de suma importancia en la comprensión simbólica.

3. LA FUNCIÓN TRANSFORMANTE - A través de la función representativa aparece claramente el valor original del simbolismo. Mas esto no basta. Para comprender exactamente su importancia en la vida espiritual, litúrgica y mística, es preciso considerar otra función, cual es la de transformar la conciencia espiritual; guiada por el dinamismo del símbolo, la conciencia asciende al nivel espiritual y se identifica con el objeto espiritual contemplado.

El fundamento de esta función transformante se debe reconocer en el hecho de que la actividad simbólica se apoya en la continuidad de los diversos niveles de la vida. Si no hubiera en ella una cierta continuidad por medio de la unidad de la conciencia, no se comprendería el dinamismo de la expresión simbólica. Ahora bien, semejante continuidad se presupone como fundamento de la unificación de la conciencia, a la quese orienta la actividad espiritual, la cual se propone someter toda la personalidad a los valores espirituales. Si, efectivamente, al comienzo de la vida espiritual se advierte una cierta oposición entre los diversos niveles vitales (corporal, racional, de fe y de caridad universal), el proyecto espiritual se propone llegar a una conjunción cada vez más estricta de los diversos niveles bajo el primado de la caridad.

Así pues, la actividad simbólica se nos presenta como un medio privilegiado para llegar a la continuidad y a la unidad vital; cuando el pan se convierte para nosotros en símbolo de la verdadera vida, el hambre corporal es considerada como el símbolo de un hambre más fundamental, y mediante esta consideración se someten a los valores espirituales los valores biológicos elementales. Por otra parte, la actividad simbólica es el signo de una unidad ya operante; efectivamente, como podemos observar en la literatura mística, el hombre espiritual que ha alcanzado la madurez, se hace capaz de considerar su relación con el universo de la naturaleza y de las personas mediante su relación con Dios; su sensibilidad se orienta hacia la vida espiritual; así se llega a la espiritualización de la sensibilidad. En este punto encontramos la doctrina de los sentidos espirituales, ya esbozada en Juan y desarrollada después por Orígenes y los autores sucesivos. Con la expresión "sentidos espirituales" no nos referimos a nuevas entidades psicológicas, sino a la sensibilidad misma elevada a la dignidad de participante de la vida espiritual.

Podemos prolongar esta perspectiva en dos direcciones.

De un lado, vemos cómo la integración de la conciencia supone una integración en el ambiente cósmico natural. O mejor quizá: el hombre no puede comprenderse plenamente a sí mismo si no se considera en su relación con la naturaleza, a la que está tan profundamente vinculado; el símbolo tendrá la función de significar y de actuar la relación con el mundo de la naturaleza cósmica. El ejemplo insuperable sigue siendo el de san Francisco de Asís en su Cántico de las criaturas. Una vez llegado a la simpatía universal mediante una perfecta unificación de la personalidad, Francisco podía considerar a todos los elementos naturales en su fraternidad universal, tornando así la armonía primitiva; y estimaba, por ello, que su Cántico podía servir para aplacar las disensiones entre hermanos enemigos de las ciudades, que se encontraban en guerra continua.

Por otro lado, la unificación interior lleva a la pacificación de toda la personalidad, tal como se describe al término del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz. También él celebraba mediante su canto la reconciliación con el mundo entero y la unidad interior reconquistada. La señal de esta reconciliación total es la paz, que repercute también en la sensibilidad. "Los cuales (los sentidos) en este estado dice aquí la esposa que descienden a vista de las aguas espirituales, porque de tal manera está ya en este estado de matrimonio espiritual purificada y en alguna manera espiritualizada la parte sensitiva e inferior del alma, que ella con sus potencias sensitivas y fuerzas naturales se recogen a participar y gozar en su manera de las grandezas espirituales que Dios está comunicando al alma en lo interior del espíritu, según lo dio a entender David cuando dijo: `Mi corazón y mi carne se gozarán en Dios vivo' (Sal 83,3)" (Cántico espiritual, 40,5). A esta meta tiende la vida espiritual según el testimonio de los místicos.

Esta valorización de la sensibilidad humana confiere a la experiencia espiritual una dimensión nueva, aportando a toda la humanidad una riqueza inestimable. Según observan psicólogos como Jung y Baudouin, nuestra vida moderna se caracteriza por un grave desequilibrio; mientras que los aspectos racionalizantes y técnicos llevan a un exceso de abstracción (reflejado por el lenguaje técnico y filosófico), disminuye cada vez más la parte de la sensibilidad y la poesía, con la consecuencia de suscitar reivindicaciones de la sensibilidad; por ejemplo, en el erotismo o en la droga. De ahí que, mediante las actividades que se sirven del simbolismo —es decir, las actividades artísticas—, el hombre moderno debería ir a la búsqueda de un mayor equilibrio entre los diversos componentes de su psiquismo. Compete a la actividad simbólica establecer un sano equilibrio en favor de la calidad de la vida humana.

No puede decirse que la vida cristiana no se resienta también de este predominio del racionalismo; así se ve en la formación teológica, demasiado abstracta y orientada a la pura objetividad científica. Por su parte, la vida espiritual intenta contrapesar el exceso de racionalismo de la vida cristiana. En la medida en que, gracias a las actividades simbólicas de la liturgia, del arte sacro, de la expresión poética, etc., el cristiano sea capaz de alcanzar una expresión más concreta y más cercana a la condición encarnada del psiquismo humano, en esta medida asistiremos al logro de un equilibrio afectivo y espiritual.

IV. Simbolismo y vida de fe

Se plantea ahora un último problema: dada la importancia de la realidad simbólica en la vida cristiana, ¿no existe quizá el peligro de reducir la vida cristiana a la actividad simbólica, hasta el punto de olvidar o negar la intervención divina, que nos comunica una vida sobrenatural irreducible a la natural?

La respuesta se articula en dos proposiciones: por una parte, los sacramentos cristianos revisten una condición simbólica, aunque posean una eficacia propia; y, por otra, la encarnación del Verbo hace de la vida de Jesús una manifestación simbólica de la realidad divina.

En los sacramentos no podemos separar, efectivamente, el rito de la palabra, que les confiere plena significación; estos dos elementos constituyen a los sacramentos, de forma que significan lo que realizan y realizan porque significan. Los gestos y las materias sacramentales pertenecen de jure a su significado y los convierte en ritos simbólicos de comunicación de vida divina, expresamente querida y determinada por Dios mismo en Cristo. Desde este punto de vista, la vida litúrgica cristiana crea y mantiene siempre un espacio para la expresión simbólica.

El sentido profundo de los sacramentos cristianos está bastante claro; simbolizan los grandes temas de la vida espiritual del hombre: el nacimiento, el crecimiento, el renacimiento espiritual, la alimentación, la comunión con Dios y con los demás, la purificación, la curación y la santificación de los estados de vida. Ahora bien, estos temas principales son los temas de toda religión; no hay que extrañarse, por tanto, si la misma estructura simbólica determina todos los ritos religiosos. Esto no significa una negación de lo específico de la vida cristiana, que se basa en la intervención histórica de Dios en Cristo, sino solamente en el arraigo de la vida religiosa en las profundidades de la condición humana.

Sirviéndonos del ejemplo del bautismo, vemos cómo se entrelazan los aspectos simbólicos con su relación con la historia de la salvación, de la cual extraen su virtud santificante.

Sumergirse en el agua simboliza el retorno a las aguas míticas portadoras de muerte y de vida y que sugieren la salida del seno materno. A esta significación universal se añade, sin embargo, la relación histórica con el misterio pascual de Cristo. El significado del bautismo cristiano no es, pues, tanto el de ser participación en el rito universal de muerte y resurrección necesario para recibir una vida nueva, cuanto ser participación de la muerte y resurrección de Cristo mediante la adhesión de la fe.

Así pues, el significado del bautismo cristiano se enriquece con todos los valores contenidos en el misterio de la incorporación mística a Cristo, es decir, con todos los aspectos relacionados con la liberación del pueblo hebreo, con la lucha contra el enemigo espiritual y con la agregación al nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia.

En la praxis pastoral, el punto más delicado de la catequesis sacramental consiste en hacer comprender el valor simbólico de los signos queridos por Cristo. Al presente, este valor no lo perciben ya inmediatamente muchos contemporáneos nuestros, que sufren la influencia de la civilización técnica. Resulta por ello necesario adquirir una cierta cultura bíblica, que haga comprender el significado simbólico de los ritos. Lo que se dice del bautismo, que hemos analizado, aplíquese también a los demás sacramentos; es preciso percibir en ellos el sentido simbólico, fundado ya sea en el significado natural de los signos, ya en su significado propio dentro de la historia de la salvación.

La actividad sacramental no agota la función simbólica de la vida cristiana. Es preciso, en efecto, tener en cuenta la actividad contemplativa, centrada en la meditación de la persona y del mensaje de Cristo. Ahora bien, según lo demuestra la praxis de la Iglesia, la contemplación de Cristo supone la percepción de la presencia de Dios en la humanidad de Jesús. Según la frase del evangelio de san Juan: "El que me ha visto a mí. ha visto al Padre" (14,9), Jesús afirma que es la manifestación de Dios Padre, y por ello lo podemos considerar como símbolo de Dios. No es que neguemos en modo alguno la realidad histórica del Verbo de Dios encarnado; más bien queremos insistir en el hecho de que en su vida concreta Jesús de Nazaret es siempre símbolo de una realidad distinta de la que vemos; él revela al Padre, su poder, su bondad, su misericordia, etc.

De una forma misteriosa, al contemplar la vida de Jesús en sus diversos misterios, entramos mediante la fe en la percepción de la presencia activa del Padre, que se revela como sabiduría, vida, luz y amor. Jesús se ha transformado para nosotros en el único camino que conduce a la verdadera vida.

Siendo Cristo plenitud de la revelación del Padre y medio de la comunicación de vida divina, todos los aspectos de nuestra vida espiritual encuentran su justa expresión en él. En consecuencia, todos los símbolos que expresaban la realidad espiritual prometida y deseada bajo la antigua alianza adquieren en Cristo un cumplimiento nuevo: la viña de Yahvé, la luz de la ley, el pastor, etc. Por otra parte, los símbolos que expresan el deseo de la vida eterna se enlazan en Cristo con los símbolos antiguos: el banquete, la ciudad santa, el paraíso. Según la expresión de Juan, siendo el cuerpo de Cristo resucitado el templo verdadero, en él se manifiesta toda la gloria de Dios que resplandecía en el templo de Jerusalén.

En Cristo, el símbolo es verdad: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

Ch. A. Bernard

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