PECADO Y PENITENCIA
EN LA ACTUAL INCULTURACIÓN
DicEs
 

SUMARIO: I. El pecado en el contexto humanístico de hoy - II. El pecado en la actual inculturación teológica - III. Mística del pecado - IV. Pecado del mundo e Iglesia penitente - V. La Iglesia como educadora en la penitencia.


La actividad pecaminosa se expresa en la vida humana ordinaria a nivel personal y comunitario. Esta no se exterioriza como comportamiento independiente de los sentimientos, de las preocupaciones y de las ambiciones propias de una época ni en base a unos reglamentos técnicos extraños a la vida cotidiana. En la acción pecaminosa el hombre vuelca también toda su aspiración interior; en ella refleja su operatividad creativa, imprime sus realizaciones culturales, comunica sus recónditas aspiraciones personales y comunitarias. En el pecado refleja su propio ser y las características del pensar-amar de su época.

Así se comprende que pueda existir un estilo propio y característico de pecar en cada época y en cada civilización. Se podría bosquejar una historia acerca de las expresiones concretas del pecado. Si el hombre se ha visto siempre como pecador, no se ha caracterizado como tal de una manera uniforme. Al presente, en el acto mismo de pecar atestigua ciertos modos de bondad y de maldad que ignoraban los hombres de ayer. Vamos ahora a formular unas indicaciones, pero no sobre el sentido profundo del pecado, ni siquiera sobre su significado permanente de ofensa a Dios o de adhesión desordenada a las realidades creadas [para todo esto: >Pecador/pecado], sino sobre las formas específicamente actuales en las que éste puede manifestarse.

I. El pecado en el contexto humanístico de hoy

Si en el pecado se refleja de forma desordenada la inquietud humanística de cada época. ¿cuál podría ser la de la época presente? ¿Qué ambición antropológico-cultural es la que se encuentra difusa y subyacente en la experiencia pecaminosa de los hombres modernos?

Examinando la manera actual de pecar, se nos descubre como al trasluz la prepotente reivindicación de la autonomía laica. No se considera grande a quien confía su propio destino terrestre a Dios, ni a quien ve su propio obrar como dependiente de una ayuda trascendente, ni a quien estima loable y admirable el contexto cósmico como penetrado por la Providencia divina. Cuando el hombre moderno siente la necesidad de regular su existencia por una norma, no la busca como presente de forma indeleble en los seres creados, sino que la extrae del humanismo cultural que él mismo ha elaborado. La mentalidad de hoy no considera pecaminoso un comportamiento porque descuide el dictamen regulador de Dios, sino porque no se manifiesta como reconstrucción humanística responsable del mundo y de las instituciones públicas; porque no aparece empeñado en recrear la comunidad de una forma cada vez más profundamente libre. Si el pecado ofende a Dios es porque se perfila como acto que no valoriza al hombre; porque no aprecia lo humano en su autonomía responsable y creadora. Se ha instaurado un sentido del pecado menos religioso y menos sagrado, pero más concreto en sus exigencias humanas; menos confrontado con la grandeza de Dios, pero más predispuesto a situarse frente a la humanidad de Cristo.

Para captar las influencias y los aspectos velados que están presentes en la acción pecaminosa, se ha recurrido a las actuales ciencias antropológicas. Una penetración profunda ciertamente desconocida en el pasado. Se llega a registrar las constantes de la conducta pecaminosa, el sentido infrahumano del propio comportamiento, las causas inconscientes que influyen en él, la dinámica estructural que está presente en el acto moral. Todo este esfuerzo, tendente a penetrar en la realidad subjetiva del pecado, nos hace proclives inconscientemente a considerar excusado al pecador y a juzgar el pecado como expresión humanamente comprensible. disminuyendo su carga de mal. Si reflexionamos sobre el modo eminentemente religioso con que antes se consideraba el pecado, más de uno pensará que nos estamos desviando hacia una visión puramente humanística que prescinde de Dios. Para otros, la tendencia actual es una desconfianza inconsciente de lo humano, que se concibe como totalmente invadido de límites, sin una visión de fe sobre la gracia salvífica que opera en la humanidad.

Justamente por el hecho de que la cultura actual nos lleva a considerar el pecado en su dimensión antropológica, éste es pensado y vivido en una escala sumamente politizada. No nos sentimos culpables por el hecho de intentar realizar una reordenación obligada de la propia intimidad, ni porque no se nos vea empeñados en progresar ascéticamente, sino porque se nos juzga negligentes con las estructuras sociales injustas, porque se tiene la conciencia de vivir en una sociedad que todavía margina a los hermanos y porque pueblos y naciones se encuentran en el sufrimiento del subdesarrollo. Es cierto que nos sentimos impotentes frente a situaciones tan amplias y casi irreparables, pero esto no nos exime de ser miembros responsables de una comunidad corrompida.

El aspecto antropológico-político, que caracteriza el pecado moderno, no debe considerarse necesariamente reprobable. Al contrario, puede y debe ser asumido como exigencia de un valor humano cristianizable. Se requiere que la autonomía personal sea purificada de sus manifestaciones exasperantes; que se la viva como una experiencia de la presencia del Espíritu de Cristo en lo profundo del alma: que sea una voluntad de ser libres según la evolución propia del misterio pascual.

De forma similar, la dimensión política de la propia responsabilidad debe ser integrable en el ámbito eclesial caritativo, de forma que se viva el sentido de compromiso público como una expresión de la filiación común respecto al Padre celestial, como una fraternidad de amor en Cristo. La dimensiónantropológico-política puede ayudarnos tanto a comprender más profundamente la malicia difundida en nuestros comportamientos pecaminosos como a descubrir los repliegues de nuestros egoísmos interiores: a hacernos conscientes de las responsabilidades que trascienden los límites de nuestro ambiente particular, y a percibir nuestras relaciones con Dios en Cristo, que han de testimoniarse y vivirse en las relaciones concretas entre nosotros y los hermanos.

II. El pecado en la actual inculturación teológica

El discurso teológico moderno no presenta, por lo general, el pecado como transgresión de la ley moral: lo trata como ruptura del devenir histórico salvífico, como rechazo del acontecimiento pascual de Cristo, como negativa a la gracia del Espíritu. Esta constante en la forma de concebir el pecado, captada dentro del dato bíblico cristológico, recibe una lectura posterior y es integrada también en la precomprensión de tres antropologías actuales: el idealismo, el existencialismo y el marxismo.

La teología actual inculturada en sentido idealístico-evolucionista considera el pecado como momento inevitable del camino del hombre hacia su desarrollo total; como expresión de la incapacidad de la persona para situarse de manera integral. El pecado es ese mal destinado a ser superado y resuelto dialécticamente una vez alcanzada la humanidad completa. Según Teilhard de Chardin, el pecado es el precio humano que debemos pagar porque estamos en camino y no hemos llegado aún "al punto omega", definitivo, último: porque todavía no estamos integrados en la comunión de todos en Cristo. También para Paul Tillich el pecado es la expresión del actual estado imperfecto de la criatura; un estado alienante que tiende hacia Cristo como "Nueva Creación".

La teología actual inculturada en sentido existencialista considera que el pecado aflora en el hombre porque, arrojado en el mundo, acepta su modo común de ver y juzgar las cosas. Según R. Bultmann, el hombre se encuentra en el mundo relegado a un estado de inautenticidad. Inauténtico es el ser que no es él mismo, que no sabe ser consecuente con el proyecto que hace de sí mismo, que ha caído en lo impersonal, y dado que el hombre es por vocación un don viviente de Dios, se encuentra en pecado cuando no sabe situarse en total dependencia del Señor: cuando quiere buscar una seguridad con sus propias manos: cuando no quiere realizarse en la historia con Dios y para Dios. Sólo aceptándose mediante la fe como don totalmente dependiente de Dios en Cristo, puede salir de la inautenticidad. Según K. Rahner, Dios se entrega en Cristo al hombre mediante la gracia y lo hace capaz de un encuentro inmediato e intimo consigo mismo. El hombre, desde su vertiente espiritual, debe valorarse en base a su decisión fundamental frente a la gracia de Dios. El será pecador si rehusa el sentido último de la vida. si se niega a introducirse en el misterio de Dios, si adopta una decisión negativa de cara a la gracia del Señor.

La teología actual en inculturación marxista examina el pecado dentro de una perspectiva escatológica de la saltavión en Cristo. Toda la realidad humana tiende hacia las promesas del futuro universal de Cristo: la experiencia cristiana es como una respuesta a la tensión integral hacia el futuro. Según R. Bultmann y J. B. Metz, el pecado consiste en no esperar, o esperar dentro del ámbito de la sola intimidad propia o en relación con la sola comunidad eclesial, o bien en la voluntad de construir una praxis política no fundada en la promesa de Dios en Cristo. El hombre sale del estado pecaminoso únicamente si se encamina hacia el futuro identificado en Cristo, con todo su ser, llevando a toda la comunidad cívico-eclesial a un mundo renovado.

Subyacentes a estas visiones teológicas sobre el pecado, aparecen ciertos aspectos comunes. Ante todo, se pone de relieve que el pecado se relaciona con Dios exclusivamente mediante Cristo. En toda acción pecaminosa se ignora fundamentalmente la acción salvífica de Cristo: se rechaza la realización de la nueva humanidad según el Espíritu. La ofensa a Dios es actualizable y modificable únicamente confrontándose con el Cristo integral.

En segundo lugar, las teologías inculturadas de nuestros días evidencian la existencia del pecado específicamente distinto de los diversos pecados categoriales: y que en el fondo de todo aspecto pecaminoso se da una configuración constante común del mal, una opción generalizada de malicia. Los pecados particulares son concreciones o realizaciones categoriales de una misma realidad pecaminosa. Si para la inculturación de cariz idealístico-evolucionista el aspecto común del pecado consiste en encontrarse en un momento del camino hacia la maduración sucesiva de la humanidad, para la inculturación existencialista dicho aspecto común se constituye en el hecho de que el hombre se ve relegado a una existencia inauténtica marcada por el límite, mientras que para la inculturación marxista el pecado es señal de que no se ha alcanzado la utopía final esperada.

La inculturación teológica de hoy no nos presenta una visión exhaustiva del pecado. sino solamente alguna que otra reflexión acerca de sus relaciones con Cristo y con una sociedad humana encaminada al futuro feliz adulto del hombre. El pecado ayuda a comprender el estadio provisional e inauténtico en que yace el hombre y, al mismo tiempo, nos hace mirar a un futuro esperado en una dimensión política de bien. Estos aspectos sólo conseguiremos comprenderlos con plenitud contemplando a Cristo como hombre nuevo integrado en el devenir de la historia salvífica.

III. Mística del pecado

Dios, unidad total de amor entre las relaciones intratrinitarias, se nos comunica estimulándonos progresivamente a convertirnos en sus hijos adoptivos. La vocación humana es llamada a la filiación divina. El Verbo encarnado es al mismo tiempo testimonio y sacramento de esta vocación nuestra. Nosotros debemos, mediante la ascesis virtuosa, disponernos a la acción del Espíritu de Cristo, que lentamente nos orienta y nos introduce en esta experiencia caritativa de filiación respecto al Padre: debemos secundar el don inestimable que Dios nos ofrece en Cristo por su gran liberalidad.

Nosotros los cristianos, a pesar de las claras enseñanzas evangélicas, estamos expuestos de hecho a una tentación fundamental: olvidarnos de que "Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar conforme a su beneplácito" (Flp 2,13: Ef 3,20; Heb 13,21). Somos proclives a complacernos en todo lo que hacemos bien; estamos convencidos de que Dios debe agradecer nuestra buena voluntad; pensamos que Dios mismo tiene necesidad de nosotros: creemos que basta poseer una luz interior personal y propia para sabernos orientar espiritualmente.

Frente a esta tentación, profundamente arraigada en nuestro ser, algún que otro espiritualista moderno piensa que la conciencia de comprobar que somos pecadores puede ser providencial. Semejante conciencia habitúa a desprendernos de la seguridad personal de sabernos salvados por nosotros mismos, a erradicar el orgullo de ser principio del bien, a liberarnos de la convicción de estar en posesión de una moral orientadora. Si los fariseos fueron incapaces de adherirse al Evangelio del Señor fue porque se consideraban justos. Contra aquellos "que presumían de ser justos y despreciaban a los demás", Jesús relata sus parábolas de reprobación (Mi 6,1; 23,28; Le 16,15; 18,19). Cada uno debe no sólo sostener que Cristo salva y que salva por un don gratuito de su Espíritu, sino experimentar también en su propia existencia que es realmente Cristo el único Salvador verdadero; que las propias fuerzas son insuficientes para liberarnos del mal y que la maldad aflora de la más recóndita intimidad y la anega por completo. Se debe experimentaren la amargura de la propia existencia la propia limitación. El salmista repite su grito lleno de angustia: "Dígnate, ¡oh Yahvé!, socorrerme; Yahvé, corre en mi ayuda" (Sal 40,14).

Ahora bien. ¿se debe afirmar que es necesario experimentar el pecado? ¿Se puede pensar que uno de los medios providenciales ofrecidos a nuestra santificación sea el hecho de que Dios nos abandone a los pecados? ¿Podemos pensar que Dios se sirva de nuestros pecados para ofrecernos un bien espiritual? ¿No dijo José a sus hermanos: "Vosotros os portasteis mal conmigo, pero Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que hoy estamos viendo, para mantener en vida a un pueblo numeroso"? (Gén 50,20). Cierto que Dios sabe sacar un bien incluso del mal; sabe santificar al pecador, sirviéndose de la conciencia de su estado pecaminoso: sabe potenciar el amor del alma incluso con motivo de una experiencia pecaminosa (cf Le 7.47). Sin embargo, éste no es el camino providencial que él ha trazado para el bien de los hombres. Lo esencial no es la experiencia de los propios pecados cometidos, sino conseguir una conciencia mística del sentido del pecado. Lo que se nos pide no es ya cometer el pecado, que siempre es una experiencia negativa desde el punto de vista espiritual, sino tener conciencia de él según las enseñanzas que interiormente nos hace percibir el Espíritu de Cristo. Cuando un alma, aunque sea inocente, vive participando del misterio pascual del Señor, esa alma percibe y experimenta el auténtico sentido del pecado. Este se revela únicamente en la misericordia de Dios en Cristo.

Encontramos un claro ejemplo de experiencia mística del pecado en la vida de santa Teresa de Lisieux. Aunque no había cometido jamás un pecado mortal, atestigua en los Últimos coloquios (12 de agosto de 1897): "Yo me siento, como el publicano, una gran pecadora. Encontraba al buen Dios tan misericordioso... Es extraordinario haber experimentado esto en el confiteor... ¡Ah!, qué imposible es proporcionarse uno mismo estos sentimientos. Es el Espíritu quien nos los da". La santa no expresa una piadosa mentira por el hecho de declararse una gran pecadora ni asume una falsa pose devocionista. Ella es profundamente consciente de que toda persona humana, por grande que sea, es extremadamente pequeña: está marcada por la limitación en todos sus aspectos, establecida en una imperfección indestructible y como necesitada de deslizarse en pecados. Si ella, la pequeña Teresa, no tuvo una experiencia pecaminosa de este tipo, fue sólo por el amor preveniente de Dios. "Vuestro amor me ha prevenido desde mi infancia. Ha crecido conmigo. Y ahora es un abismo cuya profundidad no puedo escrutar" (Manuscritos C). Con motivo de su experiencia mística, Teresa se siente íntimamente solidaria de los pecadores, como si fuera una de ellos. Si no ha caído en pecados concretos es porque el buen Dios la ha prevenido con su gracia y porque la misericordia divina la ha sostenido a pesar de ella. Cuando en los últimos días de su existencia fue asaltada por continuas tentaciones de incredulidad, tiene conciencia de que en ella aflora la debilidad espiritual interior de su ser humano. Y así ruega al Señor: "Vuestra hija no puede sino decir en nombre propio y en nombre de sus hermanos: Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos pobres pecadores... ¡Oh Señor!, despídenos justificados... ¡Oh Señor!, si es necesario que la sucia mesa colmada de amargura en que comen los pobres pecadores sea purificada para ellos por un alma que Vos amáis, yo quiero comer sola en ella el pan de la prueba hasta cuando os plazca introducirme en vuestro reino luminoso. La única gracia que os pido es la de no ofenderos jamás" (Manuscritos C).

IV. Pecado del mundo e Iglesia penitente

El pecado original comenzó a existir con nuestros primeros padres; fue la insana pretensión de independizarse de Dios. el cual había ofrecido el camino de la salvación en el Verbo. El orgullo del pecado original contaminó a toda persona, toda actividad humana, toda institución y toda la realidad mundana existente. Se constituyó como una especie de atmósfera difusora de mal, en la que respiran todos los seres y todas las criaturas.

Si el pecado original se perfiló en su esencia desde el principio, ha ido también inculturándose en modalidades nuevas a lo largo de los siglos. Todos nosotros estamos implicados y somos responsables de cómo se configura en la actualidad y cómo influye en las estructuras actuales. Los teólogos de hoy hablan del pecado original como "pecado del mundo", que se transmite a manera de contexto general y que se establece como forma común de vivir desviadamente.

El pecado del mundo nos hace comprender que, además de los pecados individuales con repercusiones sociales, existe bien un desorden encarnado en las instituciones y en las estructuras públicas, bien en la actitud pecaminosa comunitaria vivida por el conjunto de los grupos. El Episcopado italiano hace las siguientes observaciones: "La denuncia del pecado colectivo, cuando no es una excusa, cuando no intenta excluir la complicidad personal, marca un verdadero progreso en la conciencia religiosa y moral de la humanidad.

Además del mundo, la misma comunidad eclesial se ve atacada por el pecado. La Iglesia se delinea al mismo tiempo como santa y pecadora, como sacramento de salvación y como institución necesitada de purificación, como comunidad de los que ya han sido redimidos en Cristo y de los que todavía no están santificados por la sangre del Señor, como realidad que inaugura el reino de Dios y como entidad que todavía peregrina en el misterio pascual terreno. El concilio Vat. II afirma que la misma Iglesia debe vivir como penitente, aunque se presente como reconciliada de una vez para siempre en Cristo (Ef 2,15-16; Col 1,19-20). "La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).

El concilio sugiere un aspecto particular de la experiencia penitencial de la Iglesia: ofrecer plegarias y obras para obtener de Dios el perdón de los pecados de los fieles. Una solidaridad esencial para la caridad eclesial. La Iglesia debe caracterizarse como penitente incluso de otras formas. Estando institucionalizada en aspectos integrativos humanos, tiene ella misma necesidad de purificarse de las señales del pecado. Comunidad santa, sigue estando marcada por las consecuencias del pecado: está continuamente obligada a convertirse a la pureza inmaculada de su Señor. Por lo demás. la Iglesia es peregrinante de una forma temporal hacia su realidad celeste en la caridad. Cristo ha inyectado en su Iglesia la penitencia pascual, a fin de orientarla a convertirse en su cuerpo glorioso pneumatizado: la ha dejado en una purificación progresiva para convertirla en signo y presencia histórica de su juicio salvífico. Precisamente porque lleva en sí misma el Espíritu de Cristo, la Iglesia experimenta el sentido más profundo del pecado. Ella es la penitente máxima, puesto que personifica el sacramento del misterio pascual de Cristo. Seria ciertamente una grave tentación para la Iglesia el intentar justificarse en su estado imperfecto en lugar de ser una penitente orientada hacia su propia conversión.

El cristiano desarrolla en todos sus actos penitenciales una penitencia comunitaria en provecho de toda la Iglesia; es pecador-penitente por ser miembro de la Iglesia. Jamás puede prescindir de una constante responsabilidad eclesial. Al mismo tiempo, su penitencia-conversión no puede actualizarse sin que la Iglesia se ofrezca como el sacramento de la penitencia vivido comunitariamente. La comunidad eclesial se autentifica en el misterio pascual de Cristo de esta forma actualizado, hasta el punto de convertirse en signo eficaz de la gracia operante en el penitente. Cuando el pecador se acusa de impenitencia, la comunidad cristiana se siente en él acusada de no haber dado suficiente testimonio de penitencia salvífica; cuando el pecador satisface con seriedad su pecado, es toda la comunidad eclesial la que se concibe a sí misma encaminada hacia la renovación.

V. La Iglesia como educadora en la penitencia

Toda la vida cristiana está llamada a expresarse como penitencial, a pesar de que la penitencia no sea el todo de la vida cristiana. La experiencia penitencial, armonizada con las otras dimensiones esenciales del cristianismo. es el objeto constante de la pastoral católica. La práctica de la penitencia debe inculcarse a todos los fieles de modo conducente a su madurez humana y espiritual, a fin de hacer que cada uno de ellos la aprecie como un don del Espíritu.

La pastoral no se limita a inculcar la penitencia en su catequesis ni la presenta exclusivamente como una verdad que debe creerse. Se compromete a hacerla vivir comunitariamente por todos y cada uno como experiencia irrenunciable, como costumbre cotidiana, como práctica continua. Y aun existen momentos fuertes en los que quiere hacerla amar con renovado empeño. Toda realización penitencial entre los cristianos debe ser considerada como una etapa provisional. La pastoral debe ser crítica sobre cuanto se haya hecho; debe ser creativo-profética acerca de cuanto podría realizarse ulteriormente; y debe orientarse constantemente hacia una penitencia más profunda y más auténtica.

La pastoral penitencial se preocupa de educar a cada uno de los creyentes en la penitencia dentro de un contexto de grupo eclesial, dado que la penitencia cristiana se expresa más auténticamente en un contexto comunitario eclesial. El penitente tiene necesidad de verse apoyado y confortado por la Iglesia al encarar sus propias faltas y la necesidad de obtener el perdón de Dios; necesita educarse progresivamente en el sentido penitencial junto con los hermanos en la fe. La misma admisión al sacramento de la penitencia debe traducirse en un camino de maduración penitencial. El sacramento de la confesión no es tanto un expediente fácil para obtener el perdón de Dios por los pecados personales cuanto un introducirse eclesialmente en la participación del misterio pascual del Señor.

La práctica pastoral y la pedagogía habían imaginado hasta ahora la oportunidad de acercar a los niños a la comunión eucarística mucho antes de la primera confesión sacramental; es necesario "un itinerario lento y una preparación más larga de los niños a la penitencia" que a la primera comunión'. La preparación al sacramento de la penitencia es una de las tareas más comprometidas y delicadas, que únicamente puede realizarse con la cooperación activa de padres y educadores. No debe presentarse a los niños el arrepentimiento motivado por haber transgredido una ley cuyo garante es Dios. En la práctica penitencial se les debe iniciar en una comunión con Cristo, en el gozoso espíritu festivo de la Iglesia, suscitado y creado por la pascua del Señor. Los niños no deben llegar al convencimiento de que van a reconciliarse con el confesor, sino que se deben sentir ayudados a encontrarse con Jesús en la comunidad eclesial. Se va al Señor, que ama a cada uno de nosotros por pecador que sea; que quiere perdonar a cada uno, con tal que verdaderamente desee vivir con él y que penitencialmente se introduzca en un contexto eclesial de plegaria suplicante entre hermanos. Es preciso que desde la infancia los cristianos realicen alguna experiencia gozosa verdadera del encuentro con el Señor, entre los demás y con los demás a propósito de la misma penitencia. "Yo me acuerdo, y derramo dentro de mí mi alma, de cuando iba entre la turba noble hasta la casa de Dios... entre el gentío festivo" (Sal 42,5).

El adolescente tiene una personalidad fundamentalmente narcisista. Su relación dialógica con Dios corre frecuentemente el riesgo de degenerar en un monólogo egocéntrico que proyecte en Dios sus propios deseos insatisfechos de omnipotencia. La educación pastoral, al inculcar sentimientos penitenciales, abre el yo del adolescente a la seguridad de ser perdonado por Dios, y lo introduce en un diálogo con el Señor en la renovación de la alianza, haciéndole percibir el sentido de la dimensión eclesial.

La penitencia sacramental es difícil entre los jóvenes; parece implicar disonancias entre su aspecto de signo de reconciliación y la realidad humana, como si el mundo presente debiera considerarse sólo una ocasión fortuita para conquistar el reino futuro. Los jóvenes maduran en el sentido penitencial cuando pueden considerarlo un estímulo v una ayuda para realizar el mundo en la resurrección de Cristo. Para ellos la iniciación en la penitencia puede realizarse gozosamente si incluye la conversión a la realidad del mundo; si se inserta en la lógica de una carne que ha de resucitar toda entera en Cristo. Los jóvenes exigen que la conversión a Cristo sea vivida como momento del descubrimiento profundo del sentido del mundo, como camino para entregarse a la realidad concreta reconstruida en su autenticidad, como un modo de rehacer la novedad en una continua realización de las cosas creadas, como sentido de solidaridad responsable frente a los males comunes.

La pastoral debe generar el sentido penitencial en armonía con la psicología de las diversas edades del creyente, en correspondencia con sus situaciones espirituales personales y en sintonía con su madurez social y eclesial. La pastoral penitencial es un compromiso prolongado en la Iglesia, tanto porque el creyente se encuentra en un crecimiento psico-social eclesial como porque la penitencia debe ser vivida según la nueva posibilidad humanística; "El contexto cultural en el que vivimos registra una subversión de la jerarquía de los valores, a la que sigue el crecimiento de otra nueva y distinta, que sitúa en cabeza unos valores antes olvidados o relegados a los últimos lugares, mientras que ignora valores que en otro tiempo fueron preeminentes [...]. Por eso la conversión bautismal debe prolongarse en una conversión permanente que, si bien tiene sus momentos predominantes en los sacramentos de la iniciación, deberá extenderse a toda la existencia cristiana".

[Esta voz sirve de natural complemento a las siguientes: >Pecador/ pecado y >Penitente].

T. Goffi

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