PADRENUESTRO
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SUMARIO: I. Orientación exegética - II. Padre (iAbbal) - lll. Que estás en los cielos - IV. Santificado sea tu nombre - V. Venga tu reino - VI. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo - VII. El pan nuestra de cada día dánosle hoy - VIII. Y perdónanos nuestras deudas - IX. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores - X. Y no nos dejes caer en la tentación - XI. Mas líbranos del mal (maligno) - XII. El Padrenuestro, oración universal.


I. Orientación exegética

La oración del Padrenuestro, enseñada por Jesús a sus discípulos, se halla en los evangelios en una doble redacción: la de Mateo (6,9-13) y la de Lucas (11,2-4). En ambas se inserta en el conjunto de las enseñanzas que Jesús imparte a sus discípulos acerca del modo de orar'. Mateo, después de haber presentado a Jesús en escena, y desde el monte, como nuevo Moisés promulga la Nueva Ley: las Bienaventuranzas (5,1-12), que exigen una serie de actitudes, un nuevo estilo de ser: "Habéis oído que se dijo a los antepasados... Pues yo os digo" (5,21-22.27-28.31.32.33.34, etc.). Todo el preámbulo de la narración del Padrenuestro habla de una nueva forma de actuar; cuanto le sigue confirma este nuevo estilo 4. Y en medio de este pequeño evangelio se inserta en la plegaria que los hijos de la Ley Nueva van a dirigir a su Dios, a quien cambiarán el nombre, porque la primicia gozosa aportada por Jesús arranca de él mismo. Un Dios nuevo (Abba), una oración nueva (el Padrenuestro) y una ética nueva: "Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 5,20). Toda esta sección. en la que viene incrustada la oración dominical, se extiende desde el capítulo quinto hasta el octavo, delimitada por una clara inclusión: "Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo..." (Mt 5,1). "Cuando bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre" (Mt 8,1). Al modo de Moisés, Jesús proclama una Ley: la del Evangelio. Esa Ley anuncia un Dios, un culto y una ética, hasta ahora desconocidos.

No es el momento de señalar la vinculación tan estrecha que deja entrever el evangelio de Mateo entre la oración y las actitudes que la deben acompañar, pero sí de no pasarla por alto. El Padrenuestro sólo puede brotar de un corazón nuevo, al igual que ese corazón limpio y transparente es el que se suplica en la oración de Jesús°.

Lucas, por su parte, sitúa el enclave de esta enseñanza en la respuesta de Jesús a la súplica de uno de sus discípulos que le pide un modelo oracional: "Y sucedió que estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar..." (11,1). Aconteció esto en la larga marcha lucana de Jesús hacia Jerusalén. En Mateo precede una introducción explicativa (6,5-8), en la que se resalta la cercanía del Padre con respecto a sus discípulos; en cambio, en Lucas va seguida de un epílogo con similar contenido al de la introducción mateana, pero añadiendo al amor del Padre el de la amistad (11,5-13). Por el contexto se infiere que la oración dominical va a ser presentada como típicamente cristiana.

El Padrenuestro refleja claramente el pensamiento de Jesús sobre la oración, aunque es imposible hoy determinar con precisión sus palabras exactas. Parece que la fórmula de Lucas se aproxima más que la de Mateo a la expresión original, bien que en este punto aún no se ha llegado a la unanimidad entre los exegetas. Aunque sustancialmente las dos redacciones son coincidentes, existen diferencias que orientan en ciertos aspectos la oración hacia perspectivas distintas. Lucas omite, en la invocación al Padre, el posesivo nuestro y la determinación que estás en los cielos, así como las siguientes frases: hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo; mas líbranos del mal (maligno); además, cambia dánosle hoy (chis sémeron) por dándonoslo cada día (dídou to kath eméran).

La versión de Mateo prevaleció en la liturgia de la Iglesia, y en algunos códices y leccionarios suplantó a la tradición lucana. Sin ánimo concordista, hay que sostener que los dos textos se necesitan y complementan mutuamente y nos introducen en el misterio original de la plegaria de Jesús. Por ello nosotros, aunque estructuremos nuestra reflexión teológica sobre el texto de Mateo, tendremos también en cuenta las perspectivas de Lucas.

A lo largo de los siglos los cristianos han descubierto en esta admirable oración todo cuanto habían soñado suplicar a su Dios y jamás se han cansado de encomiarla. Ya Tertuliano la definió como "Breviarium totius evangelii". Y santo Tomás, haciendo suyo el pensamiento agustiniano, escribió: "La oración del Señor es perfectísima; porque, como dice san Agustín, si oramos recta y congruentemente, nada absolutamente podemos decir que no esté contenido en esta oración. Porque como la oración es como un intérprete de nuestros deseos ante Dios, solamente podemos pedir con rectitud lo que rectamente podemos desear. Ahora bien, en la oración dominical no sólo se piden todas las cosas que rectamente podemos desear, sino hasta por el orden mismo con que hay que desearlas; y así esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que informa y rectifica todos nuestros afectos y deseos". Santa Teresa, por su parte, escribe admirada: "Es cosa espantosa cuán subida en perfección es esta oración evangelical, bien como el Maestro que nos la enseña... Espantábame yo hoy hallando aquí en tan pocas palabras toda la contemplación y perfección metida, que parece no hemos menester otro libro, sino estudiar en éste". Un conocido escriturista de nuestros días, que ha estudiado a fondo la oración del Señor, comenta: "Si pretendiésemos recapitular en una expresión los misterios inagotables que encierran las pocas frases del Padrenuestro, la más apropiada sería una que ha ocupado notablemente la investigación neotestamentaria de los últimos decenios: escatología en realización" (J. Jeremías).

II. Padre (¡Abba!)

La oración que Jesús enseñó a sus discípulos es ante todo una invocación o, mejor, una explosión incontenible de gozo y alabanza: ¡Abba! Todas las oraciones que se nos han conservado del Señor comienzan por esta palabra. Aunque muchos siglos antes de él, en las diversas religiones, Dios fue invocado ya con el título de Padre, hay que convenir en que dicho término estaba en relación con el de creador. Esto mismo sucedía en Israel. El mero hecho de que en el AT se denomine al pueblo de Dios, Israel, primogénito entre todos los pueblos, significa que vinculaban su filiación a la creación-elección. En muchos de los textos que poseemos en este sentido, si se leen con la debida detención, podrá observarse que la paternidad atribuida a Yahvé está hondamente marcada por la idea de soberanía (Mal 1,6). Sin embargo, no se puede pasar por alto que existen pasajes —muy pocos— en los que se sitúa la paternidad divina en gran proximidad afectiva con su pueblo. Escribe Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé... Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos... con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer" (11,1.3-4). No menos explícito es Jeremías: "¿Es un hijo tan querido para mí Efraím, o niño tan mimado, que tras haberme dado tanto que hablar tenga que recordarle todavía? Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme" (31,20). "A pesar de todos estos textos conmovedores, el nombre padre dado a Dios no es determinanteen el presenta Generalmente la palabra padre se presenta como apelativo de Señor... La relación se siente a partir de todo el pueblo, y no tanto a partir de cada persona'''.

Su gran sentido de la trascendencia impedía al israelita ahondar individualmente en la idea de paternidad divina, no pasando más allá de la predilección de Yahvé para con su pueblo. Parece seguro que Jesús utilizó un término propio para designar a Dios: "Abba" (Mc 14.36: Gál 4,6: Rom 8,15)". El hecho de que en el NT se haya conservado esta palabra aramea, deja suponer que los autores no encontraron otra que tradujera adecuadamente su contenido.

Jesús se ha sentido vinculado a Dios con tal intensidad, que sólo lo ha podido expresar utilizando la categoría de filiación. El no habla del Padre porque lo sea de Israel o del mundo, sino que a ese Dios que los otros confiesan creador o redentor (goel), él le siente como Padre. En esta confesión intensa de Jesús se vislumbra el mismo misterio trinitario. Sólo desde ahí podrá exclamar y sentir: "Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).

La conciencia humana de Jesús se siente trascendida y ensanchada por esta experiencia en la que se percibe originado en Dios ontológica y afectivamente: es el unigénito y predilecto. Esto le imposibilitaba el dirigirse a Dios con los términos comunes; ni siquiera con las fórmulas sacrales de los profetas podía expresar su interioridad. Su experiencia de filiación desbordaba todo el contenido de la Biblia. Sólo la palabra Abba lograba transmitir lo que le acontecía cuando miraba a Dios. "Abba es sin duda —escribe un autor de nuestros días— la palabra teológicamente más densa de todo el NT, ya que ella nos revela el misterio último de Jesús, que al atreverse a llamar a Dios con este término denotador de la familiaridad más absoluta, nos ha entregado su propia autoconciencia y con ello el secreto de su ser.

La comunidad primitiva siempre tuvo conciencia de esta intimidad de Jesús con Dios. Por ello, cuando pone en sus labios el término Padre, suele añadirle el posesivo mío (Jn 20,17), nunca nuestro. De este modo Dios quedaba definido como el Padre de Jesús. En adelante, Dios no podrá expresarse sino en relación con Cristo; y esto en una doble vertiente: desde él, no se revelará más que a través de Jesús; y desde nosotros, que no podremos definirle y describirle sin referencia a la historia del Señor.

Tanto Mateo como Lucas, que nos han transmitido los evangelios de la infancia, han querida poner de relieve que los orígenes de Jesús son trascendentes: viene de Dios (Mt 1,1-25; Lc 1,26-38; 2,1-38). Esa exclamación al Padre no es fruto sólo de una experiencia profética intensa de intimidad con él, sino que su unidad es tan estrecha que alcanza a su propia ontología.

Lucas resalta que uno de los discípulos interrogó a Jesús acerca de la oración mientras el Señor estaba orando (Lc 11,1), quien al terminar le dio la respuesta. ¿Carecerá de importancia este detalle? Creemos que no. Posiblemente el evangelista pretende insinuar que Jesús instantáneamente, sin un momento de reflexión, transmitió al discípulo la experiencia en que se hallaba inmerso: "¡Padre! (Abba), santificado sea tu Nombre...". En este sentido, huelga el añadido nuestro de Mateo, aunque en aquel evangelio el posesivo no deje de tener sentido, como veremos. Jesús transmite su mismo modo de orar o, mejor, su oración, y le dice al discípulo, que le ha contemplado en actitud orante y que probablemente ha escuchado su plegaria, que él puede hacer otro tanto. El cristiano podrá orar con los mismos sentimientos y palabras de Jesús.

El término usado por el Señor para dirigirse a Dios es un vocablo lleno de ternura y cercanía, el mismo que útilizaban los niños pequeñitos para dirigirse al padre. Aunque el "abba" no era exclusivo de los niños, como ha descubierto recientemente J. Jeremias, denotaba siempre cariño y proximidad con el progenitor. Con esta preciosa palabra Jesús abría una brecha en el misterio de Dios. A partir de ahora, Dios quedaba esencialmente orientado al hombre en la línea de la ternura. Esta experiencia del Maestro pasó a los cristianos, que no la podían sentir sin infinita conmoción. Pablo lo testifica asombrado: "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!" (Gál 4,6).

Con razón añadió Mateo el posesivo nuestro: Padre nuestro. Porque, además de su preocupación litúrgica, la paternidad de Dios se extiende a todos aquellos que acogen y llevan a la práctica las enseñanzas de Jesús, que participan de su Espíritu, el único que puede suscitar en nosotros y hacernos sentir esta inaudita experiencia de filiación, como acabamos de escuchar a Pablo.

La palabra Padre revela la cercanía y proximidad de Dios, su ternura para con el hombre y su cuidado. "Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan. ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?" (Mt 6,26). Los evangelios presentan al Padre tan cercano al discípulo, que parece que siempre le está mirando: "Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí. en lo secreto" (Mt 6.17-18). Es más, se nos avisa de que no seamos locuaces en la oración, pues él sabe todo lo que necesitamos (Mt 6,7-8). Todos los hermosos textos del NT que ponen de manifiesto esa proximidad afectiva de Dios para con los discípulos de Jesús, sus hijos, quedan plasmados en una frase: "Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros" (1 Pe 5.7). Nuestra filiación divina quizá sea la aportación más grandiosa de todo el NT''.

Cuanto venimos diciendo pone en cuestión si el término Padre es la palabra más precisa para traducir a nuestro mundo la experiencia y revelación de Jesús. Desde esa connotación de proximidad, ternura y confianza que emergen del término Abba, posiblemente su traducción más cercana consistiría en la invocación de Dios como Madre. Es posible que la imagen de Dios que nos reveló Jesús se exprese aptamente en la relación de confianza y gozo del niño en brazos de la madre, en cuyo seno materno se ha generado, así como en la dependencia afectiva de la madre con respecto a su tierno retoño, al que siente como un trozo de su mismo ser. Se trata desde luego de una imagen-símbolo, aproximativa sólo de la cercanía del trascendente Yahvé con respecto a su criatura. Esta figura maternal de Dios no es ajena a la Biblia, ni a la doctrina de la Iglesia ; no era viable. sin embargo, en una cultura masculinizada y con tantos prejuicios hacia lo femenino. Sólo era posible enunciarla por modo de excepción. En la mística cristiana nunca ha desaparecido el intento de contemplar al Padre trascendente bajo la figura de una tierna mujer que amamanta, acaricia y lleva de la mano a su hijo. El gran destructor de sensiblerías espirituales, Juan de la Cruz, discretamente la ha insinuado.

El posesivo nuestro de Mateo nos introduce en ese misterio de filiación, participada por todos los bautizados. El mismo Cristo al final de los tiempos se identificará con cada uno de los suyos (Mt 25,31-46). "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús", escribirá Pablo (Gál 3,26). Hecho que fue previsto por el Padre: "Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef 1,5). Sería interminable la lista de textos que proclaman esta realidad. En la invocación de cada uno a Dios como Padre se reconoce la fraternidad de todos aquellos que se han acogido a la gracia de Cristo (Gál 4,4-7). De este modo. el Padrenuestro rezado en privado suena a comunitario, porque lleva escondida en su misma esencia la dimensión universal de la paternidad de Dios.

Bellísimo el comentario de Teresa de Jesús: "¡Oh hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto a la primera palabra?... Pues en siendo Padre nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a él como el hijo pródigo. llanos de perdonar, hanos de consolar... llanos de regalar, hanos de sustentar"".

III. Que estás en los cielos

Circunloquio semita equivalente a celestial, muy característico de Mateo. Vendría a significar: Padre Dios o Padre Yahvé. El Dios de Jesús y el de los cristianos es el Yahvé trascendente, que ahora se ha manifestado en perspectivas de cercanía. A su vez ese epíteto —que estás en los cielos— recordaría al cristiano que, si bien Dios se ha aproximado tanto al hombre, ello no significa que no sea el Otro, el Trascendente, el Misterio. La espiritualidad cristiana siempre ha sabido conjugar admirablemente la piedad filial con el santo temor de Dios. La proximidad y la filantropía del Padre produce en el hombre el temor de ofenderle y el miedo de perderlo. También le recordará que porque él está en la tierra y el Padre en el cielo, los juicios de ambos no serán siempre coincidentes, pues Dios sigue caminos de eternidad y nosotros de tiempo. Por eso se nos prohíbe expresar su ternura para con nosotros en meras categorías terrenas. La confianza del hijo se ha de manifestar muchas veces en la aparente actuación de Dios al margen de su amor para con el hombre. Los lectores de Mateo no necesitaban en este sentido muchas explicaciones, pues el predilecto había sido abandonado, entre terribles tormentos y oscuridades en el suplicio de la cruz, a la ira de sus enemigos. La ternura del Padre no desplaza su misterio ni lo vulgariza a la simple comprensión humana.

IV. Santificado sea tu nombre

En el lenguaje de la Biblia, el nombre expresa la realidad íntima de la persona. Conocer el nombre es entrar en el misterio de quien lo lleva e incluso dominarlo. Discuten los exegetas si cuando Dios reveló a Moisés el tetragrammton sagrado YHWH, quiso manifestarle su nombre o más bien darle una evasiva. De todos modos, los judíos lo entendieron como una manifestación del secreto de Yahvé; por ello nunca se atrevieron a pronunciarlo y en su lugar hacían otras lecturas.

Es costumbre en la Biblia que casi siempre que se escoge a una persona para una misión especial, se le cambie el nombre por otro que explique su nueva dimensión o función en el pueblo. Así aconteció con Abrahán (Gén 17,5), con Jacob (Gén 32,29), con Pedro (Mt 16,18), etc.

Aquí Jesús pide al Padre que sea santificado su nombre, es decir, Dios mismo. Pero ¿qué quiere decir santificar? La Biblia entiende por santidad una cualidad exclusiva de la divinidad que puede ser participada por la criatura. En este sentido, santificar una cosa equivale a sacarla de su uso profano y orientarla y reservarla para Yahvé. Pero no es posible que Jesús pida al Padre que su nombre, o sea, él mismo se reserve para sí, lo que sería un contrasentido. Por ello muchos entienden santificar por exaltar, al modo como la oración judía qaddish lo hacía y como parece deducirse de algunos textos bíblicos en los que se santifica el nombre de Yahvé dándole culto y siguiendo su Ley (Lv 22,31-52) o reconociendo su manifestación en la creación y en la historia (Núm 20,12; Dt 32,15-17; Is 29,23). Resumiendo estos conceptos se Puede decir que santificar el nombre de Yahvé significa vivir conforme a su alianza y preceptos y, desde esa vivencia y sumisión, proclamar que se ha manifestado en la historia de Israel.

Cuando Jesús pide que sea santificado el nombre de Dios, dice algo más y lo mismo. Algo más porque el nombre que él predica de Dios ya no es el de Israel, es el "Abba". Santificar su nombre significa que todos los hombres le acepten como Padre, que se acerquen a él desde esta filiación y que lo proclamen así. Santifican su nombre, según esto, aquellos que acogen a Dios como el Padre de Jesús y de los hombres. El Señor ora y exhorta a hacer lo mismo a sus discípulos para que Dios se revele como Abba, es decir, que manifieste su reino sobre todos (Mt 18,4; Lc 18,17), el reino que se hace presente ya en Jesús y que los hombres rechazan. La petición siguiente no será sino una explicación de ésta. El nuevo nombre de Dios es "Abba" y lo santifica o exalta aquel que lo comprende así y se vive con respecto a Dios desde la filiación. Por ello a nuevo nombre se impone nuevo estilo de santificación del mismo. De este modo todo va constituyendo una novedad en el Padrenuestro.

V. Venga tu reino

Más que de reino, por el contexto se infiere que se trata de reinado. Es el reinado de Dios sobre aquellos que aceptan la persona de su mensajero, Jesús, que revela en el tiempo el proyecto eterno de Dios, concebido desde la eternidad y que ahora ha alcanzado ya su plenitud (Ef 1,4; 1 Cor 2,7; Gál 4,4). Consiste el reinado de Dios en su señorío sobre cada uno de los hombres cuando éstos le dan culto con la ética enseñada por Jesús y le confiesan y proclaman como Abba. El reino se halla en tensión, pues está ya presente, pero todavía no se ha manifestado en todo su esplendor. "Venga tu reino" es la súplica de quien pide que lo que ha comenzado Dios a manifestar en Jesús se consume, y la petición del mismo Jesús de que Dios o, mejor, el Padre siga con su plan adelante, que se manifieste a todos como Padre, que el hombre no se considere ya extraño ni forastero, porque es familiar de Dios (Ef 2,19-22). La oración dominical lleva en sí dimensiones individuales y sociales, pues la transformación del cristiano, que suplica que la verdad de Jesús se haga vida en él (Jn 16,13), conduciría a la sociedad entera hacia su consumación. El reinado de Dios toca primero el corazón del hombre, al que invita a la conversión, y desde allí alcanza el cosmos.

Para aceptar este reinado de Dios hay que hacerse como niños (Mc 10,15), naciendo de nuevo y de lo alto (Jn 3,3). No se olvide que Jesús ha comenzado su oración afirmando que Dios es Padre, lo que significa que solamente acogerá agradecido las súplicas de quienes se dirigen a él considerándole como tal, es decir, orando con actitud de hijos. Desde esa confianza que significa proclamarle Abba se le puede pedir la vida nueva que él promete y anuncia, e incluso en un momento de audacia la consumación final, "porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: 'Desplázate de aquí allá', y se desplazará, y nada os será imposible" (Mt 17,20).

En el primer estadio de composición de la oración dominical, la petición iba orientada a que Dios llevara adelante su proyecto salvador sobre Jesús: después de la resurrección, bajo la iluminación interior del Espíritu, los evangelios abrían aún más las expectativas del reino: se pedía que se consumara en nosotros aquello que ya se había verificado en la resurrección del Señor. El "Marana tha" (1 Cor 16,22) es un grito de fe y un anhelo de esperanza cristológicos. Sólo con esta vuelta de Jesús se implantará de verdad el reinado de Dios, porque únicamente él puede reinar cuando sea todo en todos (1 Cor 15,28). Dios reinará celebrando las bodas de su Hijo con la humanidad (Mt 25,6). Pero el reinado se anticipa cuando el discípulo percibe que le invaden los sentimientos de Jesús (Flp 2,5), practica las bienaventuranzas (Mt 5,1-12) y se siente impelido a invocar a Dios como Abba (Gál 4,6). "Y, en fin, dicho de modo completamente realista —escribe R. Guardini—, el reino de Dios significaría que le perteneciéramos, que fuéramos en cuerpo y alma propiedad suya". La interpretación mística, a su vez, comenta: "El gran bien que hay en el reino del cielo... es ya no tener cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismo, un alegrarse de que se alegren todos, una paz perpetua, una santificación grande en sí mismos, que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre" (Camino de Perfección 52, 2).

VI. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo

Esta petición es exclusiva de Mateo, quien, "remedando probablemente la oración misma de Jesús, quiso interpretar el sentido de la petición anterior: el Padre reina sobre quien hace su voluntad. en quien la realiza 'en la tierra' con la perfección que los ángeles la cumplen 'en el cielo' . Mateo pretende enseñarnos que el cristiano conoce que el reino ha venido a él si hace la voluntad de Dios, si vive adherido a su proyecto. El hombre ha de someterse al plan de Dios; sólo de este modo Dios reina y el reino viene sobre los hombres" Creemos que cuando Mateo emplea la palabra cielo está pensando en los bienaventurados que viven con Dios. Viven ya en la casa del Padre-Dios-Rey, gozosos y en comunión plena con el querer divino.

Pero ¿cuál es la voluntad de Dios?; o mejor, ¿en qué consiste? La voluntad de Dios es Cristo; y consiste en aceptarle y seguir el camino por él trazado: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,6). También Juan parece esclarecernos el misterio de la vida eterna donde los bienaventurados cumplen la voluntad divina: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

En la unión con Cristo, el hombre hace la voluntad de Dios. Pero la unión con el Señor no sólo tiene connotaciones psicológicas. No vale decir: Señor, Señor (Mt 7,21); es necesario cumplir los mandamientos: "Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando" (Jn 15,14). Por otra parte, Jesús siempre hace lo que agrada a Dios, vive pendiente de su mandato, que es vida eterna. Entramos en comunión con la voluntad de Dios comulgando con la de Jesús.

En el momento de Jesús, la petición que comentamos tenía unas características muy concretas; iba orientada a que el proyecto mesiánico del Padre fuera adelante. Mateo y Lucas nos han recordado cómo el tentador quería desviar el mesianismo del Señor y cómo Jesús rechazó la tentación y proclamó que el supremo alimento se halla en la palabra de Dios. Tampoco pasaría por alto a los evangelistas, a la hora de redactar estas frases, la escena de Getsemaní en la que Jesús proclama con su actitud la soberanía de la voluntad del Padre sobre la suya. Así, el cristiano tiene que santificar el nombre de Dios, plegándose en toda circunstancia a su voluntad; entonces Dios es Padre, su nombre es santificado y su reinado viene.

En la tradición espiritual esta petición resume la esencia de la santidad cristiana. La santidad queda reducida al cumplimiento de esta voluntad. Incluso los grandes místicos hallarían aquí el criterio más seguro para determinar la obra de Dios en las personas. Esta misma tradición situaría la voluntad de Dios primeramente en la así llamada imitación de Cristo y más tarde en el seguimiento. El cristiano ahora no tiene que mirar al Padre para descubrir su querer, pues en Cristo se ha expresado con toda claridad. "Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo", escribiría Pablo (1 Cor 11,1). Cristo. pues, es la voluntad de Dios y su expresión viviente. En este mismo sentido y contexto se expresa san Juan de la Cruz: "Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya —que no tiene otra—, todo nos lo habló junto y de una vez"

VII. El pan nuestro de cada día dánosle hoy

En este inciso nos encontramos con alguna divergencia entre la tradición de Mateo y la de Lucas. Mateo dice que se nos dé hoy (sémeron) el pan; Lucas, por su parte, especifica que se nos dé cada día (kath eméran). Además, en ambas redacciones nos topamos con una palabra de difícil traducción y que es prácticamente desconocida fuera del NT. Me estoy refiriendo al calificativo del pan que pedimos, epioúsion. Las versiones de que ha sido objeto se reducen a las siguientes: de cada día, del mañana, necesario, supersustancial, etc.

Joachim Jeremias, apoyado en la autoridad de san Jerónimo, que sostiene que en el Evangelio de los Nazarenos se interpretaba del pan del mañana, acepta esta lectura, y lo interpreta en sentido escatológico: pan de la salvación. Es indudable que el pan puede significar aquí el banquete, la comida, etc., y en el NT se alude a este banquete escatológico. A pesar de ello, este autor no niega que no quede implícito el pan material, el que proporciona al hombre su sustento.

Creo, sin embargo, que no es necesario acudir a tal lectura para llegar a conclusiones similares. Esa palabra extraña, introducida intencionadamente por los dos autores para traducir el pensamiento de Jesús, nos lleva a pensar en un pan especial, cuyo significado se esclarece, a mi parecer, en la respuesta de Jesús al tentador, que le sugiere precisamente convertir las piedras en pan: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4; Lc 4,4). Jesús habla del pan de la palabra como verdadero sustento del hombre, pero por ello no descuida el multiplicarlo para dar de comer a quienes se han olvidado de llevarlo por escuchar su evangelio'. Es el mejor comentario: "No andéis, pués, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?... Pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal" (Mt 6,31-34).

En el pasaje de Mateo, además del pan material o, mejor, junto con él, al mismo tiempo, se pide el espiritual, el reino que viene, la palabra de Dios y el cuerpo de Cristo. Este es el pan necesario. Si sólo se pidiera el material, se podía contradecir al mismo Señor, que nos dice que no sólo de él vive el hombre; si sólo el espiritual, habría lugar para pensar que al Padre no le importa la vida terrena de sus hijos, y se haría una auténtica vivisección en la existencia humana. En el material, sin duda, se incluye el espiritual, pues es su símbolo. Por consiguiente, aun cuando el discípulo sólo pidiera el pan terreno, si vive en el espíritu de Jesús, suspiraría por el del cielo. Un conocido escriturista de nuestros días nos aclara el enigma: "El pan de nuestras mesas —escribe—guarda relación con el 'pan verdadero', de manera que los Padres no sabían si había que interpretar de aquél o de éste aquella petición del Padrenuestro: 'Danos hoy nuestro pan'. Una comida fraternal no deja de guardar cierta relación con el banquete del reino, de la misma manera que dos esposos que se aman viven a su manera el misterio de Cristo y de la Iglesia. Toda comunión humana auténtica es un bosquejo de la última realidad; es ya el reino en su sombra, que se proyecta anticipadamente, en su realidad esperada. Todas las comidas que Jesús celebraba con los suyos, con los pecadores, la multiplicación de los panes entre las turbas que le seguían, todo aquello llevaba consigo el secreto del reino. Sin un vinculo entre los comienzos y la escatología, ¿habría podido Cristo definirse como el verdadero pan, el verdadero esposo? ¿Habría sido el reino el verdadero banquete?". Parafraseando el pasaje de Mateo, podemos traducirlo de la siguiente manera: "Danos el pan necesario, vital: tu palabra, tu cuerpo y por añadidura el alimento sin el cual no entendemos el evangelio de tu palabra ni el gusto de tu cuerpo". Un pan nos invita al otro, y viceversa. No podemos olvidar que, a la hora de redactarse los evangelios, los discípulos vivían la experiencia del resucitado con gran intensidad.

Lucas parece esclarecer el significado de este vocablo al pedir el pan para cada día (kath eméran), alusión velada a aquel otro pan, el maná (Ex 16,4), que el pueblo debía recoger cada día. Su mejor comentario se halla en He: "Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón" (2,46).

Por lo demás, ambos evangelistas parecen esclarecer su pensamiento al hablar de la eficacia de la oración. Mateo afirma que el Padre dará bienes a quienes se los pidan (7,11), y Lucas concreta estos bienes en el Espíritu Santo (11,13). El Padrenuestro —oración de Jesús— debe expresar su pensamiento central: "Breviarium totius evangelii"; por eso debe ser leído en el contexto del mismo. En el Evangelio, como hemos visto, los banquetes en general, y principalmente las comidas de Jesús con sus discípulos, preanuncian el banquete mesiánico. Así ha leído la patrística este pasaje. Se trata del pan de Dios, que "baja del cielo y da vida al mundo... Señor, danos siempre de ese pan" (Jn 6,33-34).

VIII. Y perdónanos nuestras deudas

Jesús sabe que el discípulo puede no responder a las exigencias del reino y a las del Padre, que tan particularmente se le ha revelado. Por ello nos enseña la petición del perdón. La palabra deudas (opheilémata) es un término griego que en su sentido clásico equivale a la deuda material. Por el contexto del pasaje, sin embargo, se ve claro que se refiere a la no correspondencia al don de Dios. Por ello Lucas ha preferido denominar este hecho amartías (pecados). El pecado consiste en no haberse dejado guiar siempre por el espíritu de las bienaventuranzas, que, como dijimos, son la ley evangélica. La constante invitación a la conversión deja entrever que el cristiano se halla en un auténtico combate espiritual, del que no siempre sale tan victorioso como sería de esperar. También la parábola del hijo pródigo manifiesta a las claras esta realidad. Como reconoce el conocido exegeta C. Spicq, todo el NT prevé una segunda metánoia. Estar en deuda con Dios significa no mantener siempre la actitud de hijo, ni comportarse desde la experiencia del Abba, ni haberle imitado "como hijos carísimos" (Ef 5,1-2). No solamente la deuda ha de consistir en la ruptura con el Padre, sino también en la disminución de la intensidad afectiva hacia él, porque "si existen grados en la vida (Jn 10,10), es decir, en la gracia (Rom 5,17) y en la caridad (Lc 7.47), los ha de haber también en el pecado y en la muerte". Gracias a la operación del Espíritu Santo, que hace vivir (2 Cor 3,6), los cristianos "son liberados del pecado y de la muerte" (Rom 8,2); pero en virtud del foco de concupiscencia que permanece en su carne, cada uno de ellos es un herido, un enfermo o, mejor, un convaleciente que necesita explotar las nuevas fuerzas de que dispone para consumar su liberación de la amartía". De todas estas deficiencias y faltas de amor pedimos al Padre nos perdone. Aunque al principio de este apartado decíamos que la palabra deuda es de origen profano, no es desacertado emplearla aquí, pues todo nuestro ser le pertenece; cuando nos lo reservamos se lo adeudamos, estamos en deuda con él".

IX. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores

¿Qué quiere decir "así como nosotros perdonamos"? ¿Será una condición que, de cumplirse, exigiría el perdón de Dios? Casi todos los comentaristas se plantean esta cuestión y la resuelven negativamente. No se trata de una condición desvinculada de la acción divina. Esta condición la pone el mismo Dios en el hombre, ayudándole con el auxilio de su gracia a que se abra a su hermano y le acoja. El Evangelio insiste con mucha frecuencia en este perdón previo con frases muy similares a esta que comentamos. Con lo cual se enseña que el discípulo que se atreve a pedir perdón al Padre para sí, debe él, a su vez, tener entrañas de misericordia para con su hermano; en otros términos, ha de mostrar para con el otro la misma actitud que le gustaría tuviera el Padre hacia él. No puede ser de otro modo, pues, como antes recordábamos, el discípulo tiene que imitar al Padre como "hijo carísimo" (Ef 5,1-2). No se trata, pues, de una condición, sino más bien de una actitud que revela que su plegaria se origina en el Espíritu Santo, pues su alma se halla envuelta en la caridad sin límites hacia los demás.

Sería un contrasentido que alguien se atreviera a pedir perdón al Padre y no lo ofreciera a su vez a los otros hijos de Dios. La petición, además, a mi entender. entraña un claro sentido psicológico. No olvidemos que el Señor está enseñando a orar a sus discípulos y quiere manifestarles las actitudes que él exige: acercarse a la oración perdonando: "si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar. te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda" (Mt 5,23-24).

Pero es más; en el contexto de los evangelios, el perdón no sólo se refiere al hermano, sino que debe alcanzar a todo hombre; ser universal". La palabra deudores tiene aquí el mismo matiz que la deuda del inciso anterior. Todo cristiano se debe a su hermano, y cuando no le corresponde en la línea del Evangelio, se le sustrae y queda en deuda con él.

Como hemos dicho, el perdón debe ser sin límites, siempre que se nos lo suplique (Mt 18,21-22), al igual que el de Dios. De este modo, a través de nuestro perdón llega el del Padre a nuestros hermanos y a todos los hombres.

X. Y no nos dejes caer en la tentación

Reconoce J. Jeremias que esta petición es sorprendente. Además, según el mismo autor, parece que no guarda el paralelismo de las anteriores. En este sentido, escribe: "Este final conciso y de un solo miembro tiene sonido abrupto y duro". Pero la sorpresa se acrecienta si tenemos en cuenta el sentido literal de la misma, que es como sigue: "Y no nos introduzcas en la tentación". Sabido es que el concepto de tentación en algunos textos significa algo muy próximo al pecado (Mt 26,41). Ya Santiago advierte que nadie diga que es tentado por Dios (1,13). Pero en otros pasajes la tentación es sinónimo de prueba; quien la soporta es alabado: "Porque eras acepto a Dios fue necesario que la tentación te probara" (Tob 12,13-14). La palabra introduzcas (eisenegkes) puede y debe ser traducida, como se infiere de textos paralelos, por permitir. Indudablemente se trata de un semitismo. El sentido sería: no permitas que caigamos en la tentación.

La tentación tiene aquí una connotación muy especial. Se refiere principalmente a la prueba definitiva y escatológica; está en la línea de la sufrida por el mismo Jesús al comienzo de su vocación mesiánica, y que podríamos versar por no permitas que caigamos en la tentación de rechazar tu reino que viene.

Junto con esta tentación de marcado carácter escatológico se hallan la otras, las de cada día. que pueden obstaculizar en mayor o menor grado la apertura a ese reino que ya se manifiesta en Jesús, la alegría del hermano y la difusión de la palabra.

Se incluye aquí también la tentación de no llevar a la práctica esas enseñanzas de Cristo que tanto Lucas como Mateo han situado alrededor de la plegaria dominical (Mt 5.13-17; 1,29. Lc 6,27-49; 12,4-48). El cristiano sabe que Satanás no descansa; "¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder de cribaros como trigo" (Lc 22,31); no ignora que anda dando vueltas en torno a ellos. buscando a quien devorar (1 Pe 5.8). De todas estas tentaciones le pide a Dios que le saque victorioso.

XI. Mas líbranos del mal (maligno)

Este inciso final es exclusivo de Mateo. Su última palabra, "mal", puede ser traducida también, y así lo hacen gran número de exegetas, por maligno. Desde un punto de vista lexicográfico, e incluso ideológico, caben ambas traducciones. No pocas veces en el NT Satanás viene designado con este término. Dada su presencia en las tentaciones del Señor que se hallan al fondo de este pasaje, nos inclinamos a pensar que la palabra poneroú se refiere al diablo como ser personal (líbranos del maligno). En esta petición se incluye el deseo de ser librados de todo mal. Satanás personificaría aquí todas las fuerzas que se oponen al Evangelio. El clamor por la liberación del maligno recorre la Biblia de un polo al otro (Gén 3,16; Ap 3,10).

XII. El Padrenuestro, oración universal

Tienen razón Agustín y Tomás: la oración del Señor es perfectísima, pues en ella se hallan expresados los sentimientos de Jesús, de los apóstoles y de la Iglesia entera. Ella recoge el tiempo anterior a Pascua cuando Jesús oraba e invitaba a hacer lo mismo a sus discípulos para que Dios llevara adelante su proyecto mesiánico, viniera su reino y fuera proclamado Abba por todos los hombres. En el Padrenuestro también resuena el clamor de los discípulos, que en los días posteriores a la resurrección y Pentecostés anhelan la vuelta definitiva de Jesús. Venga tu reino significa ahora "Marana tha": Ven, Señor. Eran los tiempos en que san Pablo suspiraba por verse desatado de este cuerpo para estar con Cristo (2 Cor 5,8), o cuando los autores neotestamentarios enseñaban que Dios no retrasaba su llegada (2 Pe 3,9).

Es la oración de la Iglesia de todos los tiempos. En ella se contiene el deseo de la gloria de Dios. En medio de un mundo de ateos y agnósticos, la oración dominical es una melodía extraña que le advierte al cristiano que Dios está cerca, que, aunque a oscuras y en la noche, se deja sentir. Es la oración de la comunidad, en la que, "al partir el pan" de la Eucaristía, Dios responde a la demanda de sus hijos: "el pan nuestro de cada día dánosle hoy", invitándoles, a su vez, a compartir el pan del sustento terreno. Es la oración ecuménica; recitándola, los cristianos se sienten hermanos y las diferencias suenan extrañas. Es la oración del perdón universal, pues cuando pedimos al Padre que olvide nuestros pecados, le ofrecemos el perdón para todo hombre, sin distinción. Es universal también, porque proclamamos el señorío del Padre, la universalidad del pecado, la debilidad del hombre, el deseo de que el cosmos se transforme, la necesidad de vivir en fraternidad. En el Padrenuestro se une lo de arriba (Dios) con lo de abajo (el hombre), el cielo donde se halla el Padre y la tierra donde estamos nosotros. Porque el reino viene de arriba, pero no se implanta sin la colaboración de abajo: Dios y el hombre, la naturaleza y la gracia, la creación y la redención. "Breviarium totius Evangelii": Un compendio perfecto del Evangelio.

S. Castro

 

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