MEDITACIÓN
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SUMARIO: I. Meditación y vida cristiana - II. Las formas de meditación: 1. La práctica medieval: 2. La oración metódica; 5. Las formas ignacianas de la meditación: 4. El paso a la contemplación - III. Conclusión.


El ejercicio de la meditación es una de las formas de la oración contemplativa [>Contemplación II, 2, a]. En la espiritualidad cristiana la meditación indica ordinariamente la forma de contemplación en la que se suceden actos distintos de la inteligencia y de la voluntad, mientras que en la contemplación propiamente dicha la actividad espiritual es mucho más simple. Pero el término no siempre tiene esta acepción concreta y, en la espiritualidad en general, a menudo se lo entiende en el significado amplio de contemplación. Sin embargo, suele estar siempre acompañado de cierto matiz: la meditación presupone una aplicación más enérgica y más metódica del espíritu.

Por lo demás, éste era el significado original del término latino meditari. Según P. Philippe, "en latín como en griego, meditatio (meléte) expresa la idea de un ejercicio. Al principio servía para indicar cualquier clase de ejercicio físico o intelectual, cualquier práctica destinada a preparar y a entrenar al ejercitante; después. el lenguaje reservó exercere para los ejercicios físicos y meditari para los del espíritu. La meditación en su significado etimológico indica una reflexión del espíritu que corresponde a los ejercicios preparatorios y a las repeticiones de los soldados y de los músicos. Se trata de un trabajo de asimilación de lo que el ojo ha leído, de lo que el oído ha escuchado, de lo que la memoria ha retenido; de `masticar' y de rumiar las ideas a fin de empaparse de ellas por completo'. Esta actividad meditativa suele unirse a la . ascesis, de la que constituye una parte esencial.

Cuando aplicamos esta tarea de asimilación al contenido de la fe cristiana, podemos hablar de meditación cristiana.

I. Meditación y vida cristiana

La meditación es una forma de oración contemplativa y no persigue, por consiguiente, un fin distinto del de ésta; el que medita, aplicando el espíritu y el corazón al misterio de la fe, procura dar a su propia fe un carácter cada vez más personal; asimila el sentido y el contenido del misterio de fe meditando uno de sus aspectos particulares; aunque tome como objeto de meditación su propia vida o las decisiones que se dispone a tomar, se mueve siempre dentro de la vida de fe y es la fe lo que se esfuerza en acrecentar.

El cristiano, para garantizar este crecimiento, procede lo mismo que haría en tina disciplina profana. Aplica su inteligencia a los datos del misterio de fe profundiza en su sentido; a su vez, este sentido, mejor asimilado por la inteligencia, le lleva a adoptar unas actitudes prácticas y afectivas más conformes con el mensaje de la revelación.

Ya Hugo de san Víctor había relacionado la meditación religiosa con la de un texto ordinario, hecha para asimilar su contenido inteligible: "La meditación —escribe-- es el pensamiento asiduo y reflejo que intenta con prudencia conocer la causa, el origen, la manera de ser y la utilidad de una cosa. La meditación tiene su principio en la lectura, pero no está sometida a ninguna regla ni precepto en la manera de leer; le gusta correr libremente a través del espacio". La primera observación importante que podemos hacer a propósito de este texto se refiere al carácter "natural" de la actividad meditativa.

Es verdad que nuestro autor le reconoce a la meditación la máxima libertad. Pero pronto se habría de insistir en la idea de que la meditación supone una investigación rigurosa y lo más exhaustiva posible de un misterio de fe. La prolongación práctica de esta intuición será la aparición de los métodos de meditar. Se entenderá por método un esquema estereotipado, aplicable a cualquier objeto de meditación. El fin perseguido será el de guiar el espíritu a la investigación completa de los diversos aspectos del misterio y a la aplicación de la voluntad, del corazón y de la conducta práctica a la enseñanza que se ha meditado.

Así pues, la idea de meditación no tiene de suyo nada de artificial, sino que se basa en la estructura psicológica del hombre racional y da la precedencia al discurso ordenado y hasta metódico. Pero es éste precisamente el punto contra el que se dirigen las objeciones de ciertas escuelas de espiritualidad; al someter la actividad espiritual a un marco racional, ¿no se corre el peligro de frenar la libertad del Espíritu Santo, que actúa a su modo en el alma del fiel?¿Cómo es posible todavía dejar espacio a la inspiración y a la espontaneidad del espíritu, si se lo conduce por caminos rigurosamente trazados? Como se ve, se trata de un problema perfectamente análogo al que vimos cuando se trató de la actividad ascética [>Ascesis I, 2; II].

Sin embargo, en el caso de la meditación el problema es más delicado. En efecto, era relativamente fácil de comprender que el ejercicio de la penitencia corporal no podía menos de disponer para la acogida de las gracias espirituales. Pero cuando se trata de un esfuerzo del entendimiento, tenemos la impresión de estar muy cerca de la actividad del mismo Espíritu Santo. Por lo demás, la experiencia demuestra que a la meditación se le atribuye fácilmente una eficacia inmediata.

Pues bien, la solución es idéntica a la propuesta en el caso de la actividad ascética. Lo mismo que ésta dispone para la acogida de la gracia, así la meditación dispone al espíritu a asimilar el misterio de fe. Se trata sólo de una disposición; sería, por tanto, un grave error atribuir a la actividad meditativa una eficacia en cierto modo mecánica o pensar que la intensidad de la aplicación del espíritu dispone a acoger la gracia en proporción directa. Dios concede sus propios dones con gran libertad. Mas, por otra parte, no se ve por qué el Espíritu Santo no podría actuar dentro mismo de la actividad meditativa y por qué habría establecido en cierto modo obrar sólo en la espontaneidad del espíritu y del corazón. Sin disminuir en lo más mínimo la libertad total del Espíritu, reconozcamos que lo único que podemos enseñar en el campo de la oración es el ejercicio de la meditación; ya se cuidará luego el Espíritu Santo de conducir hasta la contemplación, consistiendo el papel del guía espiritual ante todo en animar al contemplativo y en ayudarle a evitar los escollos que pueden presentarse en su vida de oración.

II. Las formas de meditación

Toda meditación se caracteriza por una actividad más o menos metódica del espíritu, que se aplica a escudriñar un misterio. Por eso mismo podríamos, de suyo, concebir numerosos métodos de meditación; de ellos, algunos insistirían más en la inteligencia, mientras que otros subrayarían el papel de la imaginación o la función de los impulsos afectivos. De hecho, en la historia de la espiritualidad observamos que muchos autores han propuesto formas de meditación que consideraban especialmente adecuadas a la cultura y a la formación de los cristianos de su tiempo. Aquí nos limitaremos a proponer algunas observaciones dispuestas según un esquema histórico.

1. LA PRÁCTICA MEDIEVAL - Los monjes no sólo se dedicaban a la oración litúrgica, sino que intentaban además asimilar el misterio de la fe con la ayuda de la oración mental personal. Para ellos la oración mental se basaba constantemente en la lectio divina. El aspecto más interesante para nuestro propósito es que para ellos la meditación se presentaba como un momento de una actividad contemplativa compleja. Citemos en este sentido a un autor antiguo: "La lectura es la aplicación del espíritu a las Sagradas Escrituras; la meditación es la investigación esmerada de una verdad escondida con la ayuda de la razón; la oración es la tensión devota del corazón hacia Dios para alejar el mal y obtener el bien; la contemplación es la elevación del alma a Dios, de un alma que está atraída por el gusto de los gozos eternos. La lectura busca la dulzura inefable de la vida bienaventurada, la meditación la encuentra, la oración la pide, la contemplación la saborea. Se trata de las palabras mismas del Señor: 'Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá' (Mt 7,7). Buscad leyendo, encontraréis meditando; llamad orando, entraréis contemplando. La lectura lleva el alimento a la boca, la meditación lo mastica y lo tritura, la oración lo saborea y la contemplación es ese sabor mismo que llena de gozo y sacia al alma" (Guigo II, el cartujano). Así pues. la meditación se sitúa entre la lectura y la oración. Respecto a la primera es como una elaboración que debe permitir al espíritu profundizar en el sentido del texto y nutrirse de él. La oración posterior es una petición dirigida a Dios, y sitúa precisamente a la meditación como una disposición para recibir el verdadero alimento espiritual, que no puede ser otro más que un don de Dios.

2. LA ORACIÓN METÓDICA - En la vida orante de los monjes la oración mental comprendía varios grados: lectura, meditación, oración, contemplación; pero estos grados se concebían como momentos sucesivos de una única aplicación del espíritu y del corazón al misterio de la fe.

No resulta difícil imaginarse que también para los monjes la lectura y la meditación podían estar separadas por un intervalo de tiempo. Tal fue el caso habitual de los laicos, cuando al final de la Edad Media empezaron también ellos a dedicarse a la oración mental. La diversidad de sus ocupaciones les obliga a reservar un momento a la oración mental, y no todos tenían a su disposición los textos de la Sagrada Escritura. Se pensó entonces en proporcionarles una ayuda proponiéndoles varios métodos de meditación.

Para que sea utilizable, un método de meditación debe ser sencillo. Por eso los autores intentaron copiarlo de procedimientos retóricos y psicológicos que todos pudieran comprender. Sus propuestas son de muchos tipos.

Cuando se toman en consideración los primeros métodos de meditación que aparecieron al final de la Edad Media, resulta sorprendente su relativa complejidad. Por ejemplo, el primero, que proponía un esquema aplicable a todos los temas de meditación, lo subdividía en veintitrés grados diferentes. Esta complejidad no debe interpretarse en sentido demasiado peyorativo, como si se tratara de imponer unafforma rígida de aplicación del espíritu al misterio. Al contrario, la multiplicidad se presentaba como un medio para facilitar la reflexión. No cabe duda de que los autores consideraban que sus métodos se podían utilizar con cierta libertad.

En el caso que hemos mencionado, se trata sobre todo de regular el uso de la reflexión. Luego, aparecerán otros métodos que concederán especial importancia a la sucesión de las diversas actitudes espirituales características de la oración. Así, san Francisco de Sales insiste en el ejercicio introductorio de la presencia de Dios; la razón de su insistencia debe buscarse, sin duda, en el hecho de que se dirigía a personas laicas que, por llegar de sus ocupaciones cotidianas, tenían que realizar un esfuerzo particular para sumergirse en la oración. La conclusión de la oración pretende ser práctica y contiene, por consiguiente, una serie de actos de acción de gracias, de ofrecimiento y de petición.

La oración sulpiciana pone el acento en la relación con las personas divinas.

En ella ocupa un puesto privilegiado la adoración. Además, es necesario buscar varias maneras de considerar la persona y los misterios de Cristo: de la consideración histórica se pasará a su forma interiorizada para acabar con una consideración más práctica. Como se ve, se trata siempre de esquemas sencillos. San Juan Bautista de la Salle parece un poco más complicado, pero siempre con el fin de asegurar una mejor aplicación del espíritu y del corazón al misterio de la fe; por ello no vacila en multiplicar los diversos actos espirituales que traducen la relación personal con Dios. También él insiste mucho en el recogimiento como preparación para la oración, y recomienda considerar a Dios presente en el lugar donde nos encontramos, en nosotros mismos y, finalmente, en el sagrario de la Iglesia. Este sentimiento de la presencia divina se vivirá con actos de fe, de adoración, de acción de gracias, de humildad, de contrición, etc.'.

3. LAS FORMAS IGNACIANAS DE LA MEDITACIÓN - Podemos detenernos algo más en las formas ignacianas de la meditación, y ello, evidentemente, no porque sean superiores a las demás, sino porque son las más conocidas y las más aplicadas, especialmente en los retiros habituales; la breve panorámica que de ellas vamos a presentar nos mostrará también su variedad.

El más conocido de estos métodos es el de las tres potencias: memoria, inteligencia y voluntad, aplicadas sucesivamente a los diversos aspectos del misterio que se medita. De suyo esta sucesión de los diversos actos es perfectamente natural y respeta el proceso habitual de nuestra reflexión.

Esta presentación de la meditación, aunque perfectamente fundamentada, es, sin embargo, demasiado sumaria y se le puede reprochar que convierte a la oración en una actividad meramente reflexiva. Por eso hay que completarla con ayuda de las indicaciones que nos ofrece el mismo san Ignacio.

Antes de enfrentarnos con el tema de la meditación, hay que respetar los preámbulos necesarios: ponerse en presencia de Dios, purificar la propia intención, fijar la imaginación y señalar el fruto que se intenta sacar de la meditación.

Habitualmente no se mide de manera suficiente la importancia de la consideración imaginativa. No se trata sólo de tener ocupada la imaginación para queno se distraiga la actividad de las otras potencias, sino de hacer que la escena contemplada sea más concreta, suscitando de este modo un interés personal más profundo por la persona de Cristo. San Ignacio, durante su peregrinación a Tierra Santa, quiso ver todos los lugares por donde había pasado Cristo. Todo peregrino sabe muy bien que no hay nada que sustituya a la impresión que deja el contacto con las cosas y con los lugares que llevan aún, por así decirlo, las huellas de la presencia amada. Representarse los lugares de la acción significa ante todo evocar una presencia y reavivar el amor.

Esta preocupación ignaciana de evocar la presencia de Cristo aparece en la recomendación repetida tantas veces en el libro de los Ejercicios sobre la atención a la imaginación, así como en su indicación de que se termine toda oración con un coloquio con las personas divinas y con los santos. Este momento de conversación con las personas es esencial en la oración; suscita la adhesión personal y la entrega concreta al servicio del Señor, y completa la consideración intelectual que, sin él, correría el peligro de quedarse en una especulación abstracta.

Pero no conviene que reduzcamos las enseñanzas de san Ignacio sobre la meditación sólo al modelo de la meditación de las tres potencias. En los Ejercicios espirituales recomienda la contemplación de una escena evangélica en la que miramos a las personas, escuchamos sus palabras y consideramos sus acciones. Esta forma de oración se distingue de la anterior en el hecho de que fija la mirada espiritual sobre todo en las personas y no en las verdades, cuya formulación es abstracta. Requiere un recogimiento habitual más profundo, se adapta mejor a las personalidades más afectivas y va acompañada de una familiaridad habitual con la Sagrada Escritura.

Es muy fácil combinar estos dos modos, tal como hacemos precisamente en la liturgia de la palabra. Pensemos en la liturgia de la palabra que se realiza en cada misa; cuando el texto está suficientemente unificado, contiene la meditación de un texto doctrinal en la epístola; el salmo expresa más bien la invocación y la petición; el relato evangélico se presta muy bien a la contemplación, que debería desarrollarse en la homilía. Esto nos muestra que la forma meditativa de la oración se sigue proponiendo en nuestros días como algo perfectamente natural.

Además de estas formas principales, san Ignacio indica otras que también pueden utilizarse con provecho. Podemos, por ejemplo, rezar meditando un texto bien conocido, esforzándonos en saborear interiormente todas sus palabras. En ese caso hay que conservar una gran libertad en el ritmo de la oración. Según aconseja san Ignacio, hay que procurar ante todo llegar al gusto interior, sin preocuparse de que sea más o menos largo el texto que alimenta la oración. "No el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y gustar las cosas interiormente" (Ejercicios, n. 2).

Otra forma de oración ignaciana nos puede introducir en una mejor comprensión del sentido de una práctica de la meditación, que hoy se recomienda mucho y que procede de las tradiciones orientales. San Ignacio observa que podemos acompasar la oración con la respiración (Ejercicios espirituales, nn. 258-260). En esto consiste precisamente lo esencial de los métodos que hablan del control consciente de los ritmos respiratorios. Las razones de la elección del ritmo respiratorio son complejas: permanece bajo una dependencia satisfactoria de la voluntad; en el aspecto fisiológico, actúa sobre los órganos internos y sobre el sistema neuro-vegetativo; en el aspecto simbólico, expresa el paso continuo de la pesadez corporal a la elevación del espíritu.

¿Por qué tienen hoy tanto éxito estas técnicas procedentes del mundo oriental? La razón parece muy sencilla: intentan sobre todo proponer a los occidentales, en continuo estado de tensión y de dispersión, un medio eficaz para llegar a la concentración, sin la cual no existe una meditación intensa y prolongada. Esta disciplina ofrece a cierto número de almas, deseosas de eludir la dispersión, un medio de encontrar el yo profundo y de descubrir de este modo el sentido de la oración, que no puede ir acompañada de la dispersión.

[Para otras formas de meditación: >Cuerpo II, 2].

4. EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN - Todos los autores admiten que, en la vida de la oración, tras la meditación viene la contemplación. Esta secuencia no es automática o necesaria, pero se verifica muy de ordinario. Uno de los problemas clásicos es también el de saber reconocer las señales que caracterizan este paso de la meditación habitual a la contemplación. Sobre este punto nos limitamos a proponer algunas observaciones que resumen la doctrina comúnmente admitida de san Juan de la Cruz.

En la Subida del monte Carmelo (II, 13) y en la Noche oscura, el santo trata del cambio de régimen en la vida de oración yen la vida espiritual. No resulta fácil discernir la entrada en la vida contemplativa, ya que, ateniéndonos a lo que dice el autor, "la aridez purificadora se sirve a veces de la melancolía o de algún otro estado de ánimo" para conducir al alma a la contemplación. Esta mezcla de elementos naturales y sobrenaturales es en realidad muy frecuente.

Hay dos signos negativos y uno positivo que caracterizan el cambio. Los dos primeros son: la falta de gusto por las cosas de Dios y por las cosas creadas; la imposibilidad de meditar y de discurrir con el sentimiento y la imaginación, es decir, de producir actos distintos de conocimiento y de voluntad. El signo positivo consiste en el hecho de que el alma se complace en estar sola con Dios, amorosamente atenta a él, sin consideraciones especiales, en medio de una paz interior.

El signo positivo es indispensable para valorar un estado que exteriormente es afín a un período depresivo y que difícilmente consigue describir el sujeto. San Juan de la Cruz indica que la atención amorosa dirigida a Dios es casi imperceptible al comienzo del período contemplativo. Sin embargo, comprendemos que se trata de un periodo transitorio cuando comprobamos que la imposibilidad de dedicarnos a la meditación coexiste con un gran deseo de unión con Dios y con una generosidad habitual en la vida espiritual.

En realidad, no hay que exagerar la oposición entre la meditación y la contemplación. Puede suceder muy bien que una persona se ejercite durante largo tiempo en la contemplación y que vuelva luego a otras formas de oración que están más cerca de la meditación que había abandonado.

III. Conclusión

El problema de la meditación y de sus métodos no puede separarse del de la oración contemplativa, de la que constituye un caso particular [>Contemplación]. La vida de oración intenta esencialmente conferir a la fe un carácter cada vez más profundo de adhesión personal al misterio de Dios conocido en Jesucristo. Mientras que la contemplación ejercita la fe de una manera más sencilla, la meditación se esfuerza en hacer que entren en acción todos los recursos imaginativos, intelectuales y afectivos del que medita.

No tenemos que olvidarnos nunca de que la actividad del hombre en oración es una cooperación a la gracia de Dios, que se concede en abundancia. Es la gracia de Dios la que atrae a la oración y es siempre esa gracia la que sostiene la actividad del que ora. Por muchos que sean los esfuerzos realizados durante la oración, no poseen una eficacia mecánica para aumentar en nosotros la vida sobrenatural. Nos disponen únicamente a recibir ese crecimiento de Dios, que está siempre dispuesto a concedérnoslo. líe esta manera el esfuerzo de aplicación del espíritu y del corazón al misterio de la fe que realizamos en la meditación, constituye la preparación más habitual para la recepción de la gracia divina.

En todo caso, ¿cómo prepararnos a una vida más profunda de fe sino por medio de este esfuerzo de oración personal? Si los santos y los autores espirituales han insistido tanto en la importancia de la oración y se han ingeniado en proponer sus mejores métodos para hacerla fructuosa, es señal de que estaban convencidos de que éste es el camino real para crecer en la unión con Dios. Es verdad que la oración que enseñamos constituye solamente el primer peldaño de una ascensión espiritual larga y difícil. Pero es también lo único que nosotros podemos enseñar. Cuando Dios hace entrar en la contemplación, él mismo se cuida de instruir al alma en el sentido de los misterios y en el modo conveniente de orar. El concede a menudo la gracia de la contemplación a aquel que se dispone generosamente a ello con la meditación.

Ch. A. Bernard

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