LIBERTAD CRISTIANA
DicEs
 

SUMARIO: I. La libertad en la conciencia del hombre contemporáneo - II. La libertad en la reflexión bíblica: 1. La dimensión bíblica de la libertad: 2. Los límites de la libertad humana; 3. La libertad y la ley - III. Libertad y liberación en la historia de la espiritualidad cristiana - IV. El camino de la libertad: 1. Por una espiritualidad de la liberación; 2. La libertad en la comunidad cristiana; 3. Los frutos de la libertad cristiana.


1. La libertad en la conciencia del hombre contemporáneo

Juntamente con la justicia, la libertad es considerada por el hombre moderno como valor fundamental de la existencia del individuo y de la sociedad. En esta perspectiva, la historia tiende a aparecer como historia de la libertad y las diversas épocas y culturas son juzgadas en relación con su capacidad de promover y de ampliar la libertad.

Esta atención privilegiada a la libertad es lo que diferencia al Occidente moderno de las demás culturas y de las diversas épocas del pasado. En efecto, el mundo griego sintió vivamente el valor de la libertad, pero siempre de un modo reductivo: como "libertad griega" o "libertad del ciudadano", es decir, del griego o del hombre libre en contraposición con el bárbaro, el extranjero, el esclavo. Tampoco el mundo romano, a pesar de su atención a las formas de garantía jurídica de la libertad, consiguió superar esta perspectiva. Sólo con el cristianismo la libertad se universaliza y se radicaliza: todo hombre, en todos los contextos, está llamado por Dios a lalibertad: "No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer" (Gál 3,28). Inseparable de la existencia misma del hombre, la libertad lo constituye en su ser más profundo y lo hace disponible para escuchar la llamada de Dios y, por tanto, para gozar de la suprema libertad de la fe: "Cristo nos libertó para gozar de libertad" (Gál 5,1).

El vínculo histórico entre cristianismo y mundo moderno se ha visto en algunos momentos oscúrecido, llegándose a afirmar que se daba entre ambos una presunta incompatibilidad radical; sin embargo, la cultura moderna no puede comprenderse más que en la perspectiva de los nuevos horizontes abiertos por el mensaje bíblico de la libertad.

Tampoco la libertad se ha librado de la crisis general del mundo moderno y se ha visto también sometida a discusión. Presentes ya periódicamente en el pasado, han aparecido con nuevo vigor en la reflexión contemporánea ciertas corrientes de pensamiento que niegan de diversas maneras la libertad en nombre de determinismos que se inspiran unas veces en los condicionamientos materiales (marxismo), otras en los culturales (estructuralismo) y otras en los psicológicos (psicoanálisis). Por otra parte, la negación filosófica o psicológica de la libertad hasta ahora no ha arañado la estructura de conjunto de la sociedad, que sigue haciendo de la libertad en sus diversas expresiones la estructura básica de la convivencia civil. Así pues, aunque discutida y amenazada, la libertad puede considerarse actualmente como el punto de referencia esencial de la cultura occidental. Este factor evidencia, a pesar de todo, sus raíces cristianas; sin esas raíces, la "pasión por la libertad", típica del Occidente, resultaría inexplicable.

Aunque históricamente inconcebible sin el influjo cristiano, la libertad como valor tiene una dimensión antropológica y experiencial. La fe no puede fundamentarla por sí sola, sino que en cierto sentido debe presuponerla y provocarla por encima de los condicionamientos que ponen a la libertad el ambiente, la historia, la estructura psicológica y la situación. De aquí la conciencia de que la libertad no es nunca un dato definitivo, sino un valor en devenir, sujeto a caídas y a malas interpretaciones. La libertad es también en cierto sentido liberación, viniendo a calificarse así con el auxilio de tres preposiciones esenciales: libertad de (como liberación de los mecanismos condicionantes que sobre ella actúan), libertad en (o sea, libertad que se encarna, y en cierto sentido se identifica, en los valores, en la verdad, en la belleza, en el bien) y libertad para (o sea, como libertad que se convierte en compromiso para la realización de todos los valores humanos)'.

De aquí el paso, típico también de la cultura moderna, a una concepción dinámica de la libertad, que en gran parte desconocía el mundo antiguo, prisionero de una visión esencialmente racionalista de la misma, siendo precisamente el cristianismo, con su concepción de las relaciones entre el pecado y la gracia, el que introdujo en la libertad el dinamismo de la voluntad, incluso en su potencial contraste con la razón. Superándose el conflicto típicamente medieval entre racionalismo y voluntarismo, se ha ido de este modo afirmando en la espiritualidad contemporánea una visión dramática, por no decir trágica, de la libertad, sobre la que han llamado especialmente la atención las corrientes existencialistas, espiritualistas y fenomenológicas. Así, para Kierkegaard "el sí-mismo que hace al hombre lo que es, es la libertad"; pero se trata de una opción que hay que realizar continuamente, en cuanto que en cada momento el hombre está llamado a escogerse a sí mismo, a "devenir aquello que deviene"2. Y para Emmanuel Mounier "es la persona la que se hace libre, después de haber escogido ser libre", pero con una libertad que no es nunca definitiva para la persona: "Nada en el mundo puede darle la seguridad de ser libre, si ella no se lanza audazmente a la experiencia de la libertad". En resumen, puede afirmarse con.lacques Maritain que "se nos exige hacernos, en nuestro obrar, lo que somos metafísicamente", esto es, personas: aquí está precisamente la "raíz metafísica" de la libertad'.

Esta fundamentación de la libertad es eminentemente filosófica y antropológica; la fe la ilumina al mismo tiempo que es iluminada por ella. Sin esta opción preliminar por la libertad, sin la intuición profunda de que el hombre vive y actúa en la libertad, aunque sea en una libertad situada y condicionada, nunca poseída por completo, la libertad cristiana aparece privada de su fundamento; pero ésta es sólo la base de un edificio cuyo coronamiento hay que buscarlo y encontrarlo en la palabra de Dios.

II. La libertad en la reflexión bíblica

1. LA DIMENSIÓN BÍBLICA DE LA LIBERTAD - Comparando el dato bíblico con lo que podríamos llamar la fenomenología laica moderna de la libertad (y excluyendo los sistemas que la niegan en diversos grados, ya que en esta reflexión hay que dar por presupuesta la existencia de la libertad) pueden señalarse algunos elementos comunes y otros parcialmente diferenciados. Es común la conciencia de la originalidad y radicalidad de la libertad; es distinta su fundamentación última (Dios y el hombre); es distinto su dinamismo de relación (relación con Dios a través de Cristo o exclusivamente relación con los demás hombres y con la naturaleza); es distinta la atención a los condicionamientos tanto internos como externos, sobre todo respecto a la aceptación o la negación del pecado o, mejor dicho, de su reducción o no reducción de dato metafísico a puro dato cultural, psicológico, social. En la primera perspectiva, la repulsa de la libertad es el signo permanente de la índole radical e ineludible del mal; en la segunda, el mal es sólo un incidente histórico al que podrá poner remedio el progreso de la civilización y el afinamiento de las ciencias humanas.

Sin embargo, en conjunto, al menos en el ámbito de las concepciones que reconocen la libertad del hombre y, por tanto, su "responsabilidad" no sólo frente a sí mismo y los demás, sino también frente a Dios, la diferencia entre las diversas concepciones de la libertad es más bien de calidad, de extensión, de acentuación que de estructura. La concepción cristiana de la libertad constituye en este sentido el punto de referencia de las diversas visiones de la libertad y la perspectiva que al mismo tiempo las supera y las trasciende. Siguen en pie algunas antinomias, entre ellas la antinomia fundamental entre "autosuficiencia del hombre" y necesidad de la gracia de Dios para vivir en la libertad °; pero esas discrepancias no son de tal categoría que hagan afirmar una radical incompatibilidad entre libertad humana y libertad cristiana, sobre todo cuando ésta se comprende y se vive con sensibilidad moderna, esto es, atendiendo a los condicionamientos a que está supeditada y superando una visión intimista y reductiva, típica de cierta tradición pietista- insensible al estrecho vínculo que se da entre libertad y liberación.

Sigue siendo característica del planteamiento cristiano la conciencia de que "gracias a la libertad puede el hombre decidirse ante el llamamiento de Dios, pero sólo en cuanto la libertad humana es una participación de la libertad divina", ya que la libertad del hombre encuentra su fuente en la libertad de Dios°. En consecuencia, si la concepción del "libre-albedrío" —esto es, de la capacidad del hombre de autodeterminarse y, por tanto, de ser responsable de su propio destino— no es exclusivamente cristiana, sí que es característica del cristiano una triple libertad que, con Franz BSckle', podría definirse libertad del pecado (mediante la justificación en Cristo, el hombre se libera de la sujeción al mal), de la ley (el que se abre al Espíritu está más allá de la ley) y de la muerte (el amor de Dios es para siempre; por tanto, la muerte ha quedado definitivamente superada: Rom 6,21 ss).

En el aspecto positivo, la liberación del pecado, de la ley y de la muerte hace al cristiano interiormente disponible para "decidir por Dios en el amor"' y le permite pasar de la lex timoris a la lex amoris (S. Th., 1-II, q. 107, a. 1). Aquí encuentra su origen la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,21), prefigurada en la liberación de Israel y definitivamente realizada por Cristo en Dios, aunque colocada para el hombre en el horizonte de la provisionalidad; en este sentido es como "la libertad de los hijos de Dios se encuentra todavía en las condiciones de ocultamiento y de inseguridad propias de la existencia terrena. Por esto se ve expuesta al peligro de servir de pretexto al egoísmo y al libertinaje (Gál 5,13) y tiene necesidad del apoyo de la fuerza externa de los mandamientos, de la autoridad de las iglesias y, sobre todo, de la disciplina interior, también dictada por ese Espíritu que experiencialmente guía a cuantos son hijos de Dios" .

En conjunto, la concepción bíblica de la libertad se caracteriza por un relativo desinterés respecto a su dimensión psicológica y sociológica, para centrarse preferentemente en la libertad como relación entre hombre y Dios. Ya en la perspectiva del AT, pero sobre todo en la visión renovadora del NT, la ley se pone al servicio de la libertad y su elevación de medio a fin es la señal más evidente de la involución religiosa de Israel. No deja de ser significativo que el Génesis, en lugar de fundamentar metafísicamente la libertad de Adán antes del pecado, se detenga en describirla; sin embargo, es una libertad que desde el principio está limitada por la voluntad de Dios, la cual se expresa de forma más positiva que negativa. La orden de no comer del árbol del conocimiento (Gén 2,17) debe leerse en una perspectiva más profunda que la sugerida por el análisis textual, esto es, de manera positiva: "Manifiesta tu libertad en la obediencia a tu Señor". Tal es el sentido de todos los mandamientos, y ante todo el del amor, que quieren ser principalmente una invitación a la libertad.

La calda de Adán marca definitivamente con un signo negativo la andadura de la libertad del hombre y acentúa esta antinomia entre libertad y ley, que sólo será superada por Cristo. El gran teólogo de la libertad, aquel que reflexiona sobre su propia experiencia a la luz de la muerte y resurrección de Cristo, es Pablo. Los ejes de la teología paulina de la libertad son la toma de conciencia de la dramática antinomia entre libertad y ley (Rom 5,12ss; 6,17ss y passim) y, al mismo tiempo, la experiencia de que este contraste sólo puede ser superado por la sobreabundancia de la gracia de Cristo, que coloca al hombre no ya bajo la ley, sino bajo la gracia (Rom 6,14). La libertad no es conquista del hombre, sino don de Dios, recibido y acogido a través de la mediación necesaria de Cristo. El paso del reino de la ley (AT) al reino de la gracia y, por tanto, de la libertad (NT) es "cristológico". Cristo es la plenitud, la verificación y, por tanto, el "fin" de la ley (Rom 10,4): "Cristo nos libertó para gozar de libertad" (Gál 5,1).

En síntesis, la libertad cristiana se caracteriza respecto a la libertad filosófica por una nota de dramatismo existencial (la libertad se encuentra siempre puesta bajo el signo de la posibilidad de pecar, al menos hasta el éschaton) y, sobre todo, por su estrecha vinculación a Cristo. Es él el que, "haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,8), cierra definitivamente el tiempo de la esclavitud y abre el de la obediencia. Sin embargo, una vez más vuelve a proponerse aquí, y al mismo tiempo a reconstruirse, la antinomia: la suprema obediencia de Cristo es la condición de la suprema libertad del cristiano, llamado a ser libre en la obediencia completa al Padre en Cristo. Toda la libertad cristiana queda así situada in Christo (Gál 5,6; Col 1,11; etc.), según la insistente y casi obsesiva fórmula paulina; este arraigo es el que le confiere a la vez su fundamento y su objetivo original de "libertad para Dios", y no de pura y simple "libertad para el hombre". En este sentido, "la libertad cristiana es algo completamente nuevo y desconocido antes de Cristo' e irrepetible después de él, ya que es "libertad en el amor", y no simplemente "libertad en la filantropía", por estar arraigada en el amor de Dios y no simplemente en el amor del hombre.

2. Los LÍMITES DE LA LIBERTAD HUMANA - La libertad cristiana nace de la fe y se sitúa en la fe, según la profunda frase de Lutero: "Esta es, por tanto, la libertad del cristiano: nuestra fe"; pero aquí precisamente manifiesta su dramatismo, ya que la fe del hombre es siempre parcial y limitada, y le acecha siempre lo que Heinrich Schlier ha llamado la tentación de la "autojusticia", a saber, la pretensión de ser justos por nosotros solos y de administrar solos nuestra libertad. La existencia humana aparece "prisionera de sí misma"; la libertad cristiana se perfila entonces como "liberación de esta existencia inevitablemente caída" y condenada, precisamente por haber caído, a recaer continuamente. "¿Por qué la existencia, puesta por cada mandamiento ante el interrogante de si quiere permanecer o no ligada a sí misma, se ve instada por la ley a liberarse de sí misma, pero luego vuelve a caer siempre de nuevo?... La respuesta es la siguiente: porque, al renunciar a Dios, ha renunciado también a la vida, y al caer en la trampa de sí misma, se entrega a la muerte... En el momento en que el hombre no quiere ya tender hacia Dios, sino que se empeña en permanecer en sí mismo —y ésta es la voluntad decidida de su existencia—, es cuando realmente se encuentra —y solamente entonces— cerca de la muerte. Porque la vida es Dios y Dios solamente es la vida. Separada de él, la existencia caída en su propia trampa lleva dentro de sí solamente la muerte. Dirigida sólo hacia sí misma, la existencia se ve rodeada en el fondo de sí misma sólo por la muerte".

De este círculo vicioso se sale únicamente por la fe y la gracia. El contraste insanable entre lo que la libertad siente que tiene que ser y lo que la libertaddel hombre realmente es sólo puede colmarlo la gracia. Este es el sentido de la enseñanza paulina —que resume el mensaje cristiano de la libertad—, caracterizada por un continuo pasar del "indicativo" al "imperativo", de lo que el hombre realmente es y lo que está llamado a ser en la libertad. Igualmente es verdad que el hombre nace libre; pero serlo verdaderamente sólo lo consigue en la gracia. Así pues, la síntesis del pensamiento de Pablo puede expresarse de este modo: "Haceos lo que ya (por gracia) sois"". La gracia es juntamente el fundamento de la libertad y la condición por la que ésta llega verdaderamente a actuarse. Se cierra así el círculo vicioso que lleva de la libertad original al pecado de los orígenes, y del pecado a la caída de la libertad y, por tanto, a la esclavitud y a la muerte.

La libertad cristiana es una libertad con una valencia teológica, no fenomenológica. El hombre es libre, pero no consigue hacerse libre; quiere hacerse portador de libertad y siembra, por el contrario, la opresión. Sólo en la fe y en la gracia la libertad humana supera esta contradicción suya interna. Por este camino, la iniciativa vuelve a Dios; pero no en contra del hombre, sino más bien en el interior del hombre, si es verdad que "Dios es más interior a la voluntad que la voluntad misma"; la interioridad de Dios en el hombre es una interioridad atenta y respetuosa, que no ata su dinamismo ni destruye su autonomía. "La iniciativa de Dios lo es todo —señala Guardini—; por ella, la del hombre se torna completamente libre y poderosa. Al hombre se le exige que se decida ante el mensaje de la salvación. Que siga ese mensaje, que lo oiga y que haya sido tocado por él, es gracia; y gracia es también cuando se abre y cree; pero esta decisión constituye a la vez su acto y responsabilidad más propios... en la unidad indisoluble de un único proceso existencial"l Al hombre se le pide que viva en la fe; pero esta fe, fruto también de la gracia, pasa necesariamente a través de la libertad del hombre.

De aquí el riesgo y la fatiga de la libertad, que al hombre le gustaría muchas veces eludir. Nada expresa mejor que la Leyenda del gran inquisidor esta fatiga de la libertad: "No hay para el hombre —escribe Dostoievski, anticipando un tema predilecto de todo el existencialismo, desde Sartre a Camus—una preocupación más tormentosa que la de encontrar alguien a quien restituir lo antes posible ese don de la libertad que el desgraciado ha recibido en el momento de nacer. Pero sólo puede adueñarse de las libertades de los hombres aquel que tranquiliza su conciencia". "En vez de adueñarte de la libertad de los hombres —es el reproche que le hace a Cristo el gran inquisidor—, ¡la has aumentado todavía más! ¿O es que te habías olvidado de que la tranquilidad y hasta la muerte le resulta más agradable al hombre que la elección libre en el conocimiento del bien y del mal? No hay nada tan halagüeño para el hombre como la libertad de su conciencia, pero no hay tampoco nada tan tormentoso. Y he aquí que, en vez de unos principios seguros que tranquilicen su conciencia de una vez para siempre, Tú has escogido todo aquello que era superior a las fuerzas de los hombres y has obrado entonces como si no los amases lo más mínimo... En vez de adueñarte de la libertad humana, la has multiplicado y has aplastado para siempre con el peso de sus tormentos el reino espiritual del hombre. Tú quisiste el amor libre del hombre; quisiste que te siguiera libremente, encantado y conquistado por ti. En vez de la ley antigua, sólidamente establecida, en adelante fue el hombre mismo el que tuvo que decidir con corazón libre qué es lo que estaba bien y qué es lo que estaba mal, y como guía única tuvo ante sus ojos solamente tu imagen; pero ¿es posible que no se te ocurriera pensar que al final discutiría y rechazaría también tu imagen y tu verdad, si lo oprimías con un peso tan horrible como la libertad de elegir?". Aquí puede medirse la amplitud y lo inmenso del drama de la libertad.

3. LA LIBERTAD Y LA LEY - Así pues, en la relación entre la libertad y la ley se entrecruzan los problemas decisivos del hombre contemporáneo. El rechazo de toda autoridad, por un lado, y el indolente refugiarse en los brazos de la ley, por otro, son las antinomias del hombre de hoy y de siempre. Resuenan inquietantes las preguntas que Karl Barth hacía dando paso a la "teología de la crisis": "¿Quién se atreve no sólo a pensar en la idea de la libertad, sino a vivir mirando a la libertad? Esta es la pregunta que nos plantea la carta a los Romanos. Vivir paulinamente significa vivir libremente: oprimidos en todas partes por Dios y levantados de nuevo por él; constantemente enfrentados con el recuerdo de la muerte y constantemente invitados a la vida; continuamente sacados del antro de nuestras servidumbres, cautiverios y mezquindades humanas y llevados a la visión de lo que es seguro, vivo, eterno; invitados al perdón de los pecados como a nuestra única certeza y a la norma incomparable de nuestra acción; radicalmente sacudidos en nuestra veneración de todas las grandezas, las vigencias y los valores relativos, y por eso mismo puestos en una relación auténtica con ellos; encadenados a Dios, y por lo mismo tranquilos e independientes frente a todas las preguntas, las intimaciones. los mandatos que no pueden venirnos directamente de Dios, de Dios solo".

Este romper todas las ataduras que no sean las de Dios para conquistar de este modo la plena libertad es lo que caracteriza a la actitud espiritual del cristiano. No libertad para un proyecto humano, sea el que sea, sino libertad para Dios y en Dios. Así queda aniquilado todo proyecto humano, y al mismo tiempo absolutizado, ya que se le comprende y en cierto modo se le asume en el proyecto único de Dios. La libertad del cristiano es llamada a hacerse interiormente disponible a ese proyecto en su persona y, al mismo tiempo, en su vida: cultura y política, matrimonio y profesión. Por este camino la libertad del hombre acaba en la persona del creyente, asumiendo la amplitud y la dimensión de la libertad misma de Dios. Lo que sigue distinguiéndola de ella no es ya la cualidad de la libertad ("en esto" es en lo que el hombre será, y es, "semejante a Dios"), sino su provisionalidad, su tener que ser asumida "con miedo y con mucho temblor" (1 Cor 2,3), en la obediencia y en la pobreza radical, en la espera escatológica y en la esperanza.

Aquí queda definitivamente superada la antinomia entre la libertad y la ley a través de la mediación de la conciencia, que interioriza la ley y la actúa en la libertad como voluntad propia y no como imposición ajena. Así pues, libertad y ley, no libertad o ley, aunque se trate siempre de un equilibrio inestable, continuamente amenazado por la arbitrariedad y el fariseísmo y, por tanto, por el mal, frente al cual le cuesta trabajo a la conciencia encontrar el camino de la verdadera libertad del cristiano. Jamais on ne fait le mal si pleinement et si gaiment que quand on le fait par conscience, decía ya Pascal1B. Y un exegeta moderno no duda en denunciar las raíces paganas, y no cristianas, de la frase "para cada individuo su conciencia es su Dios"; la verdad es que para el cristiano la conciencia es existencialmente el juez último; pero la referencia suprema ha de ser aquel que es "Señor y Rey" y al que, por tanto, "debe someterse a la conciencia humana". Soberanía de la conciencia, bajo un aspecto; pero dentro del reconocimiento del señorío eminente de Cristo, raíz conjuntamente de la libertad y de la ley.

III. Libertad y liberación en la historia de la espiritualidad cristiana

En la tradición cristiana están presentes desde siempre las dos dimensiones fundamentales de la libertad ("libertad de" - "libertad para"), o sea, tanto el aspecto de superación de los condicionamientos materiales y espirituales de la libertad, como el de su orientación explícita al servicio de Dios y a la transformación de las relaciones entre los hombres. El gran tema inicial del evangelio de Lucas, la "liberación de los cautivos" como parte integrante de la buena nueva (Lc 4,18), domina en cierto sentido todo el mensaje evangélico y representa una de las claves de lectura esenciales de los milagros y de la misma misión de Cristo; pero no cabe duda de que la conversión y la liberación han estado de hecho separadas a veces en la historia de la espiritualidad cristiana y que acabó prevaleciendo una concepción intimista y privada de la libertad, que ponía poco interés en los condicionamientos exteriores de la misma debidos a las estructuras culturales, políticas y sociales. La historia de la actitud del mundo cristiano frente a la esclavitud es sintomática en este sentido; preocupado de combatir el legalismo farisaico, Pablo considera con relativa indiferencia la -esclavitud como institución social de su tiempo. El gran doctor de la libertad cristiana es el que aconseja a Onésimo que vuelva a sus cadenas. Es verdad que volverá a su amo con un espíritu distinto y que Filemón tendrá que acogerlo "no ya como esclavo, sino como un hermano amado" (Flm 16) para quizá, al final, dejarlo libre; pero todo ello sin romper las estructuras de las instituciones. Es la relación ética, no la jurídica, la que queda éticamente transfigurada, hasta convertirse en algo distinto.

Sin recorrer toda la historia de la espiritualidad para releerla en la perspectiva de la libertad, hay que reconocer que es sobre todo a finales de la Edad Media cuando acaba prevaleciendo una visión exclusivamente interior, y al final deformada, de la libertad cristiana. De la devotio moderna a Lutero, del jansenismo al pietismo (y ninguna de estas corrientes dejó de influir en la espiritualidad católica), se acentúa esta lectura en clave interiorizada de la libertad cristiana, típica por otra parte del oriente bizantino, marcado indeleblemente por esta espiritualidad hasta la revolución rusa.

Elemento común de estas diversas escuelas de espiritualidad cristiana es la preocupación dominante por la libertad interior, entendida como liberación de los condicionamientos que se interponen en el encuentro del cristiano (mejor dicho —y esto es significativo— del "alma cristiana") con Dios. No hay que extrañarse de que, en esta perspectiva, no sea la libertad, sino la r obediencia, la virtud fundamental del cristiano; es verdad que se trata sobre todo de obediencia al Espíritu, o bien a la palabra de Dios; pero también, en definitiva, de obediencia a las autoridades constituidas: religiosas en el campo católico, laicas en el campo protestante y bizantino. Sólo la espiritualidad puritana, no exenta tampoco del riesgo de legalismo, parece haber descubierto el sentido de la libertad cristiana, y está por eso mismo en los orígenes de los grandes movimientos por la libertad política de nuestro tiempo. Pero, en su conjunto, el "mundo cristiano", nacido de la disolución de la cristiandad medieval, posee una visión cada vez más restringida de la libertad; afirmar que el cristiano es siempre libre, aunque su cuerpo esté encadenado, significa precisamente infravalorar el peso de esas cadenas y evitar preguntarse si a la larga le quedará al cristiano un espacio real de libertad, incluso puramente espiritual.

El predominio de una espiritualidad y de una piedad totalmente "interiores" deja al descubierto la cultura cristiana en la época de la revolución industrial. Nuevos instrumentos de análisis de la sociedad y de manipulación de la naturaleza hacen aparecer como hechos históricos, no "naturales", sino evitables y que era necesario evitar, ciertos fenómenos como la sumisión de masas inmensas a unos pocos privilegiados, tanto en el plano político como en el económico, o como la dominación colonial. En la misma época en que una teología cansina se entretiene todavía en justificar de alguna manera el derecho divino de los reyes o las conquistas coloniales con fines de evangelización o de "civilización", una oleada de libertad sacude la conciencia europea. La comunidad cristiana se queda por algún tiempo marginada del curso de la historia, precisamente por su falta de sensibilidad ante las implicaciones estructurales del problema de la libertad.

De esta forma deja poco a poco de aparecer creíble una libertad del cristiano entendida solamente como relación individual del alma con Dios, como escucha y disponibilidad, y no también como inventiva y como compromiso. Hace crisis una obediencia acentuadamente pasiva e inclinada a situarse en relación con la autoridad más que con la libertad. De aquí el paso, típico de nuestro siglo, de una concepción todavía sustancialmente pasiva a una concepción abierta y comprometida de la libertad cristiana; no solamente libertad del pecado, sino también libertad para la actuación del reino de Dios y de su justicia,. incluso en el plano histórico; reo solamente libertad de los caprichos y de las fantasías de cada uno, sino también libertad de una conciencia adulta y capaz de situarse responsablemente delante de Dios sin tener que buscar siempre y en cada momento la mediación de la autoridad. De aquí la aparición gradual de una "espiritualidad de la liberación", que precede significativamente a la "teología de la liberación" y que parece destinada a marcar de forma bastante más duradera y profunda la vida de los cristianos de nuestra época.

En esta perspectiva, el cristiano no es sólo aquel que ha sido liberado por la gracia, sino también aquel que se hace liberador por gracia y que, como Cristo, está llamado a anunciar juntamente la buena nueva a los pobres y la liberación a los cautivos. También en este caso se vislumbra la tentación del reductivismo o, como se dice, del . horizontalismo (cada época cristiana tiene sus peculiares tentaciones), como si la libertad cristiana pudiera reducirse a la mera superación de las estructuras sociales, políticas y culturales que se le oponen, olvidando de este modo el mal radical que anida en el hombre y que le obliga a enfrentarse continuamente con la realidad del pecado. La verdad es que una espiritualidad de la libertad cristiana pasa hoy necesariamente a través de la recuperación del evangelio como fuerza desbaratadora tanto de las estructuras sociales como de los equilibrios psicológicos de los observantés de la ley. En algunos casos será preciso conceder la primacía histórica a la praxis; romper las cadenas del hombre para que pueda hacerse también espiritualmente libre, en vez de predicar la posibilidad (real, pero ordinariamente teórica y abstracta) de seguir siendo libres incluso cuando el cuerpo está encadenado.

Por este camino se va actuando una especie de proceso de democratización de la libertad, típico de nuestro tiempo. La tesis de la indiferencia respecto a los condicionamientos exteriores, a los que se considera incapaces de influir en la conciencia del sabio o del santo, presupone necesariamente una concepción culta y aristocrática de la libertad; el hombre excepcional puede ser libre a pesar de las cadenas; pero el hombre común sigue siendo esclavo, tanto en el cuerpo como en el espíritu. Una espiritualidad democrática y no aristocrática (lo cual significa, en la Iglesia, sobre todo una espiritualidad "mundana" y "laical", esto es, a la medida del hombre corriente, y no sólo monástica o conventual) no puede menos de derrumbar ciertos planteamientos del pasado y partir, para la conquista de la libertad cristiana, precisamente del reconocimiento de que para la mayoría de los hombres la primacía de hecho de los condicionamientos materiales es la regla y no la excepción. Una espiritualidad de la libertad que desee estar al alcance del hombre común, no puede menos de asumir prioritariamente este reconocimiento de la primacía histórica de la praxis, aunque no podrá ni deberá detenerse aquí, sino que tendrá que partir precisamente de la constatación del peso de los condicionamientos materiales para urgir a la libertad a que sea ella misma y empuje a la persona a que "se haga lo que es". Es ésta una observación que vale sobre todo para una Iglesia que quiera ser Iglesia de los pobres; los pobres son precisamente quienes tienen que apartar los obstáculos más pesados del camino de la libertad.

IV. El camino de la libertad

1. POR UNA ESPIRITUALIDAD DE LA LIBERACIÓN - Aquí es donde se inicia el paso de una espiritualidad de la libertad considerada como un dato adquirido a una espiritualidad de la liberación, donde la libertad es más punto de llegada que de partida; liberación vista en función de la libertad, ciertamente; pero, antes que nada, liberación de todo el hombre. Esta es en cierto sentido la piedra de toque de una auténtica espiritualidad de la libertad; de su capacidad o incapacidad para hacer frente a los condicionamientos que se le imponen y para comprometerse a superarlos. Así el círculo se cierra en cierto modo; hecho libre por Cristo, precisamente por ser obediente a Cristo salvador y liberador e imitador suyo en el >"seguimiento", el cristiano se constituye en la historia en protagonista del proceso por la liberación del hombre.

En esta línea, también y sobre todo debido a las solicitaciones del mensaje conciliar, empieza a actuar la espiritualidad cristiana de nuestro tiempo. Es fundamental una lectura en esta perspectiva de la constitución GS, dirigida toda ella a la afirmación de la libertad ("Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección": GS 17) y a la toma de conciencia de la liberación ("las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y libre, digna del hombre": GS 9), así como el decreto DH, sobre todo en su franco reconocimiento de la libertad religiosa ("conforme a la dignidad humana y a la revelación de Dios": DH 12). Hecho libre por Dios, el cristiano se hace en el mundo portador de libertad.

También en el magisterio pontificio (y en el magisterio no menos importante y significativo de los episcopados nacionales y de las iglesias locales) resuena de continuo esta llamada a la libertad en su vinculación inseparable con la liberación. Valga por todas la Evangelii nuntiandi (1975), en la que se subraya el vínculo necesario entre evangelización y liberación del hombre (y de "promoción del hombre, de todos los hombres y de todo el hombre", como ya había dicho con vigorosos acentos la Populorum progressio'•, yse proclama el deber de la Iglesia y de cada cristiano de "anunciar la liberación" y de insertar "la lucha cristiana por la liberación en el plan global de la salvación que ella misma anuncia" (EN 29-30-38-39 y passim).

Por otra parte, se plantea el problema de la capacidad de la comunidad cristiana de hacerse efectivamente lugar de promoción y de liberación del hombre en plena adhesión al mensaje del Señor. Destaca aquí toda la importancia de la educación en la libertad de la comunidad y se perfila con claridad la conciencia de que "la educación religiosa sólo puede tener lugar en la libertad y para la libertad". Educación global a todos los niveles, y no solamente predicación abstracta de la libertad cristiana. Aquí sobre todo se muestra decisiva la unión entre espiritualidad y vida, entre liturgia y compromiso en el mundo, entre teología y praxis pastoral. Pero es, sobre todo, la forma de vivir y, en cierto sentido, de "sentir" la libertad en el plano de la espiritualidad —por la capacidad de hacer del encuentro amoroso con Dios una relación de libre a libre—lo que es decisivo también para una nueva ortopraxis cristiana, para hacer que se acelere el proceso de purificación y de conversión de la comunidad, sobre todo de sus compromisos con el poder". Centrar la vida espiritual en Cristo salvador y liberador (lo cual significa sentirse y ser verdaderamente libres con la libertad de los hijos de Dios) supone necesariamente, más pronto o más tarde, la transformación de la praxis de vida de la comunidad cristiana y de sus diversas estructuras e instituciones, abriendo nuevos espacios, no necesariamente de contestación pero sí de crítica y de innovación, al camino de la ecelesia semper reformanda.

La línea de separación entre la "verdadera" y la "falsa" reforma de la Iglesia pasa probablemente a través de esa capacidad o incapacidad de la comunidad cristiana de abrir animosamente espacios siempre nuevos a la libertad, de suscitar de nuevo entre los cristianos el gusto por el riesgo y la aventura. "Hombres que tienen miedo de saltar: en eso nos hemos convertido —indica amargamente Mounier—: en hombres educados en desconfiar del salto. Todos pasan, y nosotros seguimos impertérritos... ¿Cómo aprender de nuevo el coraje de saltar?". A una comunidad que quiera y sepa educar en la libertad de los hijos de Dios se le pide sobre todo que sepa dar a cada cristiano el coraje del riesgo, de la inventiva, de forma que pueda dar una respuesta positiva a la inquietante pregunta que Dietrich Bonhoeffer formulaba a sus hermanos como examen de conciencia: "¿Ha servido la comunidad para hacerme libre, fuerte, mayor de edad?".

2. LA LIBERTAD EN LA COMUNIDAD CRISTIANA - La libertad del cristiano se sale por este camino del cerco del individualismo, de la relación solitaria con Dios (aunque ésta siga siendo esencial y básica para cualquier relación con los demás) para hacerse empeño y servicio. Desde este punto de vista, el lugar eminente de la libertad cristiana no es la singularidad cerrada del yo, sino el encuentro con los demás en la comunidad. En la ekklesía fundada por Cristo y en la que Cristo está presente encuentra la libertad cristiana a la vez su punto de partida y su punto de llegada. Por consiguiente, es una libertad que se mide por la tradición viva de la comunidad, expresada en la enseñanza y en la vida. En esta perspectiva, el magisterio se presenta no como un límite, sino como un sostén de la libertad cristiana; como un modo a través del cual puede verificar su fidelidad a un pasado que es al propio tiempo presente y futuro; un punto de referencia para la explicación de la libertad no desde fuera ni más allá de la verdad, sino en su interior, dinámicamente, en la dirección de la profundización y del enriquecimiento.

Aquí es donde tienen cabida tanto la libertad en la reflexión teológica como la libertad en la experimentación de nuevas y diversas formas de vida religiosa y de compromiso en el mundo; la libertad en la vida de piedad y de oración, en la liturgia y en el culto. El criterio fundamental es la advertencia paulina de experimentarlo todo para quedarse sólo con lo que es bueno. El mismo magisterio aparece entonces no como la antítesis, sino como el momento de verificación y autenticación de la libertad cristiana. Allí donde no están en juego los valores fundamentales de la fe, se abre un inmenso campo a la experimentación y a la inventiva del cristiano, religioso o laico. La libertad cristiana se siente invitada a convertirse no ya en guardiana de los viejos caminos, sino en pionera de los nuevos. Junto al carisma de la fidelidad al pasado es menester en la Iglesia el de la atención a lo nuevo, siempre que la fidelidad al pasado no se convierta en arcaísmo esclerotizado, ni la atención a lo nuevo en huida de la palabra de Dios, que sigue juzgando día tras día a la misma libertad del cristiano.

Una comunidad que quiera crecer en la fe y ofrecer a los hombres de su tiempo un mensaje capaz de impresionar a sus oyentes, debe saber verificarse continuamente en la libertad y purificarse cada día de los males del autoritarismo, del inmovilismo, de la pereza. La historia de la Iglesia es también ciertamente la historia de estas debilidades, de estos continuos temores a la libertad; pero es también la historia de un continuo reflorecimiento de la libertad cristiana (desde Pablo a Francisco de Asís, desde Catalina a Tomás Moro, desde Newman a Juan XXIII). Se restablece así el equilibrio, constantemente puesto en discusión, entre autoridad y libertad en la vida de la Iglesia. Pero hay que prestar la máxima atención a no marginar la libertad; a no destacar exclusivamente la obediencia, que se convierte en conformismo cuando no está sostenida ni vivificada desde dentro por la libertad [ Contestación profética]. Una vez más el modelo del cristiano sigue siendo Cristo, eminentemente libre y eminentemente sumiso a la vez.

3. LOS FRUTOS DE LA LIBERTAD CRISTIANA - En el horizonte de la historia corresponde a la comunidad cristiana hacerse lugar de libertad en la relación entre los carismas diversos y a veces opuestos de la autoridad y de la libertad, a través de una lúcida comprensión de lo que significa el "servicio" (y con la conciencia de que tanto la autoridad como la libertad son un servicio a la Iglesia y en la Iglesia). En esta perspectiva deben someterse continuamente a discusión, y si es preciso modificarse los esquemas y las normas jurídicas, las reglas y las instituciones. Nacidos para sostener la libertad cristiana, todos estos instrumentos corren el riesgo de convertirse en obstáculos y barreras para su expansión. La libertad es como el vino nuevo, que necesita continuamente odres nuevos (Mt 9,17); cuando la comunidad cristiana no sabe preparar y tener dispuestos oportunamente esos odres nuevos, son inevitables los desgarrones y las rupturas; en cambio, cuando la comunidad sabe correr el riesgo de la libertad, no faltan los frutos y entre ellos, sobre todo, la parresía, la corresponsabilidad y la inventiva.

La parresía es la franqueza cristiana; algo muy distinto del espíritu estéril de crítica, del descaro, de la falta de lealtad. Parresía es sencillez en las relaciones, sinceridad y apertura en el diálogo, capacidad de hablar y de escuchar al mismo tiempo; supone, por tanto, la reciprocidad, una franqueza igual en el que pregunta y en el que es preguntado. De esta parresía tiene necesidad cada día la comunidad cristiana para protegerse del servilismo y de la hipocresía, para ser lugar de auténtica corrección fraterna, para poder renovarse día tras día tanto en quienes tienen el carisma de la autoridad como en quienes tienen el de la obediencia.

La corresponsabilidad es igualmente fruto de la libertad, ya que nace en el cristiano de su conciencia de ser hijo de Dios, llamado por él a responder con la libertad al don del amor. En una Iglesia de hombres y de mujeres libres, la corresponsabilidad es un imperioso deber ético y religioso, antes incluso que un prudente criterio de gestión de la comunidad; de aquí la exigencia de la consulta, la participación en las decisiones, el deseo de compartirlo todo, tanto en el plano espiritual como en el material. En una comunidad sostenida por la libertad cristiana, no queda sitio para que uno piense y decida por todos, aunque siempre existe la tentación de descargarse de una libertad que se ha hecho demasiado pesada y de confiarla a los "grandes inquisidores" de turno a cambio de una aparente serenidad de conciencia.

Finalmente, la inventiva no es más que la creatividad, la capacidad de renovarse y de cambiar. Las épocas de estancamiento, en la vida de la Iglesia lo mismo que en la de todas las instituciones y grupos sociales, son aquellas en que ha fallado la inventiva; en las que ha venido a faltar el coraje de renovar y, antes aún, el de pensar creativamente. Una Iglesia libre es, por el contrario, una Iglesia que tiene el coraje de inventar y, por tanto, de cambiar'. Sin duda, se producirán tensiones entre lo antiguo y lo nuevo, quizá incluso desgarrones profundos; pero todo ello será menos grave que la indolente condescendencia con una tradición ya muerta, incluso fatal, por aceptarla perezosamente sin reactualizarla y, por tanto, renovarla cada día.

Una vez más Cristo es para la Iglesia el supremo modelo de parresía, de corresponsabilidad y de inventiva, pero realizadas dentro de la obediencia a la voluntad del Padre. "Jesús —indica Bonhoeffer— está ante Dios como el obediente y libre a la vez. Como obediente cumple la voluntad del Padre, siguiendo ciegamente la ley que le ha sido impuesta. En cuanto libre, acepta la voluntad con el conocimiento más auténtico, con los ojos bien abiertos y un corazón gozoso; podemos decir que esa voluntad vuelve a renovarse por obra suya. Obediencia sin libertad es esclavitud, libertad sin obediencia es arbitrariedad. La obediencia vincula la criatura del creador, la libertad sitúa a la criatura en su perspectiva de imagen de Dios frente al creador. La obediencia enseña al hombre que debe dejar que le digan lo que es bueno y lo que Dios exige de él (Miq 6,8), la libertad permite al hombre crear el bien por sí mismo. La obediencia sabe lo que es bueno y lo hace, la libertad se atreve a actuar y deja al criterio de Dios el juicio sobre el bien y el mal. La obediencia sigue ciegamente, la libertad tiene los ojos abiertos. La obediencia actúa sin preguntar, la libertad pregunta por el sentido. La obediencia tiene las manos atadas, la libertad es creadora"". Solucionar estas antinomias, asumir a Cristo como modelo de libertad y de obediencia a la vez, tal es el sentido último de la aventura de la libertad cristiana.

Giorgio Campanini

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