JESUCRISTO
DicEs
 

SUMARIO: I. Provocaciones contemporáneas: 1. El Jesús de las nuevas generaciones; 2. El Jesús laico; 3. El Jesús de la religión popular - II. Jesucristo en la vida espiritual a la luz del NT: 1. A la búsqueda de Jesucristo en el NT: a) "Cristología desde abajo", b) "Cristologia desde arriba"; 2. Jesucristo, forma vital de la existencia cristiana: a) "Cristo en nosotros" según Pablo, b) Cristo, "hijo de Dios" y vida del mundo según Juan; 3. Actitudes vitales frente a Jesucristo: a) Creer en Jesucristo, b) Celebrar a Jesucristo, c) Vivir en Jesucristo - III. Para un encuentro vivo con Cristo en nuestro tiempo: 1. Recuperación e inserción del Cristo de la revelación en la vida espiritual de hoy: a) Jesucristo, el determinante absoluto, b) Jesucristo, el viviente en la Iglesia, c) Jesucristo, el significante plenario; 2. Experiencia de Jesucristo hoy: a) En la comunidad eclesial y en los sacramentos. b) En la Palabra de Dios, c) En el hombre, templo de Cristo, d) En la mediación cósmica; 3. Conclusión.

Si "para los cristianos el diccionario es Jesucristo" (A. M. Hunter), la referencia a él es estructuralmente constitutiva de cualquier elemento de la vida cotidiana y, por tanto, se hace indispensable en cada una de las voces de un "diccionario de espiritualidad" que pretenda describir y orientar de modo auténtico la existencia cristiana. En realidad, todos los temas de este diccionario se refieren a Jesucristo, subrayando el contenido cristológico de la espiritualidad vivida hoy en la Iglesia; en particular, la voz cristocentrismo destaca a nivel histórico la referencia ineludible y radical del cristianismo a la realidad de Jesús y presenta modelos antiguos y recientes de espiritualidad cristocéntrica. Aquí intentamos exponer unas consideraciones globales que sirvan de marco a las otras voces que aportan una contribución específica sobre la persona de Cristo y sobre su significado esencial para la espiritualidad del cristiano de nuestro tiempo. Puesto que nuestra perspectiva es decididamente experiencial, partiremos de la presencia de Jesús en el mundo contemporáneo, describiendo un fenómeno rico de estímulos y no exento de ambigüedades o desviaciones (I); miraremos luego en el caleidoscopio de las cristologías del NT para captar las profundidades del misterio de Cristo en su perenne valor normativo (II); por fin, volveremos a nuestro tiempo para insertar más adecuadamente a Jesucristo en el vocabulario del hombre moderno mediante una relectura de la vida actual a la luz cristiana (III). Nuestro intento es el expresado en una página admirable del card. de Bérulle, que sugirió a Bremond la acuñación del término "cristocéntrico": "Un espíritu selecto de nuestro siglo ha sostenido que el sol, y no la tierra, ocupa el centro del mundo... Esta nueva opinión,, poco seguida en la ciencia de los astros, es útil y debe seguirse en la ciencia de la salvación. Jesús, en efecto, es el sol inmóvil en su grandeza y el que mueve todas las cosas... Jesús es el verdadero centro del mundo, y el mundo debe estar en continuo movimiento hacia él. Jesús es el sol de las almas, que de él reciben toda gracia, iluminación e influjo. Y la tierra de nuestros corazones debe girar continuamente en torno a él"'.

I. Provocaciones contemporáneas

Jesucristo constituye un misterio tan profundo que ningún láser logra penetrarlo; tan desconcertante, que despierta el interés de los más indiferentes; y tan rico, que no hay esquema que lo pueda monopolizar.

La fascinante concentración de valores, interrogantes, eventos y promesas en la persona de Jesús de Nazaret explica que hombres de diversas áreas culturales se hayan dirigido a él intentando captar y expresar su misterio según los modos representativos de su tiempo. De ello ha resultado una interminable variedad de interpretaciones, que el trovador medieval Godofredo de Estrasburgo (+ 1220) cantó con acento irónico: "El gloriosísimo Cristo / se pliega como una tela con la que nos vestimos: / se adapta al gusto de todos, / tanto a la sinceridad como al engaño. / Es siempre como se quiere que sea".

Analizando la historia del cristianismo nos damos cuenta de que cada época registra un modo particular de considerar a Cristo y de representarlo. Si los primeros siglos insisten en el Verbo divino portador de salvación, las luchas trinitarias y cristológicas subrayan enérgicamente la divinidad de Cristo, dejando en la sombra su humanidad y su vicisitud evangélica. Después del año 1000, la piedad se orienta hacia la realidad humana y la vida terrena de Cristo con una acentuación especial de las fases del nacimiento y de la pasión; pero aun entonces el Jesús glorificado es despojado de su humanidad, volviendo a ser simplemente la segunda persona de la Trinidad. Comienza así un proceso que eclipsa la función mediadora de Cristo; Dios vuelve a ser el infinitamente remoto; los hombres pecadores, inermes, se ven expuestos nuevamente a su justicia y sienten la necesidad de recurrir a mediadores secundarios. Pese al descubrimiento luterano del Cristo dulcísimo y misericordioso, la concepción del juez severo recorre los siglos a impulsos del jansenismo, siendo contrarrestada por la devoción al Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo. El romanticismo y el racionalismo de los últimos siglos coinciden en ver en Jesús a un hombre excepcional que predicó una moral elevada, pero que se engañó acerca del inminente fin del mundo. El éxito de las numerosas vidas de Cristo denota el interés por la aproximación histórica, que permite encontrarse con el Salvador sin eludir el escándalo de su carne. Contemporáneamente, liturgistas y pastoralistas protestan contra un Cristo demediado e insisten en el misterio pascual, que hace de él el recapitulador y la cabeza del universo, el sacramento del encuentro con Dios y con los hermanos.

Sin detenernos en el Cristo de los literatos, de los dogmáticos y de los misticos, basta echar una rápida mirada a la historia del arte para advertir que "el grácil Salvador de las catacumbas de Priscila, el Pantocrátor de los mosaicos bizantinos, los crucifijos giottescos de las iglesias franciscanas, el musculoso atleta del `juicio de Miguel Angel, el femíneo Sagrado Corazón de Batoni y los Cristos carbonizados de Rouault no sólo marcan las etapas de un itinerario de búsqueda estilística, sino que expresan cada uno una época de la evolución de la espiritualidad cristiana, una actitud de la conciencia colectiva en su situarse ante Cristo.

Añadamos que una lectura sociológica revela a algunos, en los desplazamientos de acento realizados a propósito de la figura de Cristo, la intervención de mecanismos ideológicos de consecuencias desastrosas para la piedad cristiana. Cuando, por ej., Jesús de Nazaret deja de ser representado como el amigo de los pobres para vestirse de emperador, su imagen servirá de cobertura del orden jerárquico establecido; la Iglesia misma "sucumbió a la tentación del poder en estilo pagano, con dominación y títulos honoríficos, aprendidos en las cortes romanas y bizantinas. Toda la vida humilde de Cristo pobre fue releída dentro de las categorías de poder... En vez de sentirse bondadosamente acogidos por el Padre, tuvieron miedo; en vez de inmediatez filial, creció el recelo ante el Cristo-Emperador; en vez de sentirse todos hermanos, se veían insertos en una trama jerárquica que se interponía entre Cristo y los fieles.

En perspectiva de dinámica cultural, pasamos ahora a nuestro tiempo para mostrar el relieve social y religioso asumido por el "fenómeno Jesús". Nuestro sondeo se limita a tres sectores, significativos en su variedad: los jóvenes (1), la cultura laica (2) y la cultura popular (3).

1. EL JESÚS DE LAS NUEVAS GENERACIONES - En el ámbito del movimiento de la contracultura vivido por la juventud hippy surgió, inesperadamente, hacia 1970 un interés nuevo por Jesús, desechando las escorias acumuladas sobre su persona y mensaje. La aproximación a Jesús de los jóvenes de la beat generation, entregada a la droga y al sexo, se manifiesta en una serie de expresiones que van desde las canciones a los espectáculos Jesus Christ Superstar, al manifiesto de búsqueda de Jesús, a los slogans que invitan a acoger a Cristo y a realizar una revolución de amor e, incluso, al lanzamiento de la moda de grabar el nombre de Jesús en los vestidos de los jóvenes. Prescindiendo de algunos signos curiosos o de instrumentalizaciones comerciales, lo que sorprende "es el sentido de alegría que los jóvenes convertidos a Cristo consiguen comunicar, hasta el punto de hacer tolerables incluso las aproximaciones, las ingenuidades y los extremos de fanatismo de que esta alegría va acompañada". Sobre todo es interesante en el Jesus People la superación de los mitos imperantes (como la sublimación de la LSD, la droga, la liberación sexual, la contestación violenta) y el empeño, a veces valeroso, en promover en nombre de Jesús el amor, los valores morales y el evangelio. La figura de Cristo propagada por la Jesus revolution presenta aspectos inéditos, originales, desconcertantes; es un Jesús sin incienso, diverso de ese Jesús hierático de la predicación tradicional; que desciende a los caminos del mundo; más a medida del hombre; más desenfadado y juvenil. La revolución de Jesús —afirma S. Zavoli— rechaza no sólo los valores materiales de la sociedad convencional, sino también la sabiduría dominante de la tradición teológica. Dios vuelve a la tierra en la persona de Jesús porque "el hombre por sí solo no sabe salir del paso, dicen los jóvenes; porque tiene necesidad de milagros". La revolución de Jesús niega las virtudes de la sociedad secular y rechaza un Dios que "siempre se ha movido no se sabe dónde; en cualquier caso, siempre alejado del hombre'. La toma de contacto con estos movimientos y con las nuevas generaciones lleva a comprobar que Jesús es el argumento electrizante de la existencia de muchos jóvenes, que acuden a él como a un ideal de vida Y a una realidad viviente y liberadora.

2. EL JESÚS LAICO - Si recorremos la literatura de nuestro tiempo, nos veremos precisados a suscribir la afirmación de B. Croce: "La polémica antieclesiástica más violenta que sacude los siglos de la edad moderna se ha parado siempre y ha enmudecido reverente ante el recuerdo de la persona de Jesús, sintiendo que la ofensa inferida a él sería una ofensa a sí misma, a las razones de su ideal, al corazón de su corazón" . Es un hecho que, por muy críticos que se sea con la Iglesia, "crédulos o incrédulos —observa A. Oriani—, nadie sabe sustraerse al encanto de su figura [>Jesús], ningún dolor ha renunciado sinceramente a la fascinación de su promesa". El Jesús laico está desvinculado de la mediación eclesial así como de la visión teológica: "Sé con certeza —sostiene L. Lombardo-Radice— que, incluso el día en que ningún hombre creyese ya en una SS. Trinidad ni en una segunda persona divina, la doctrina de Jesús, Hijo del hombre, su vida y su muerte conservarían toda su importancia para la humanidad entera". Permanece Jesús en su humanidad, con sus opciones y sus valores, pero releído desde una óptica secular: "Todos los hechos fundamentales de la vida de Cristo, que se han convertido en símbolos básicos de la fe cristiana, son traducibles en un lenguaje puramente humano y secularizado"". La exclamación de R. Garaudy: "Hombres de Iglesia, ¡devolvednos a Jesucristo!" ", indica el deseo de recuperación del Jesús auténtico, liberado del polvo de los siglos y capaz de dar un significado a la existencia: "Su vida y su muerte nos pertenecen también a nosotros, a todos aquellos para quienes tienen un sentido". El denominador común a que los pensadores marxistas reducen la figura de Jesús es su carácter liberador y desfatalizador de la historia. "A mí me parece que la única enseñanza que nos ha dado irrefutablemente Cristo es precisamente la exigencia de este amor, para el que no poseemos ningún criterio, pero que experimentamos vitalmente como la fuerza que nos hace abiertos. En él, igual que en cualquier otro campo, Jesús aparece como liberador; no en el sentido de que haya intentado enunciar un determinado programa político o moral, sino por haber puesto en cuestión todos los valores hasta entonces vigentes. El rompe con todo sistema constituido. Cargando las tintas, K. Farner presenta a Jesús como "el agitador, el revolucionario por excelencia, que no conoce jerarquías, moralidades tradicionales, ninguna clase de privilegios... el incendiario del espíritu en grado sumo"; en virtud de este criterio, la Iglesia es juzgada y condenada como la institución que reprime o atenúa la protesta contra el falso mundo y transforma a Jesús en el Cristo, al incendiario en el extintor de incendios; sólo se salva una minoría, "el partido desconocido de los sucesores de Jesús", que protesta y no puede callar "frente a la miseria del hombre ni tampoco ante la miseria de la iglesia y de la religión". Algunos marxistas no dudan en contarse entre los legítimos herederos de Jesús y en defender su "causa", entendida como total dedicación al prójimo, sobre todo a los que sufren, a los socialmente deprimidos o débiles: "Si tuviera que vivir, dice hipotéticamente M. Machovec, en un mundo que hubiera olvidado totalmente la causa de Jesús, preferiría no vivir..."".

La lectura marxista de la figura de Jesús, que ha buscado una expresión científica en la exégesis materialista del evangelio de Marcos, efectuada por F. Belo ", no agota la literatura contemporánea. Existen poetas, como Ungaretti, que se elevan líricamente hasta la invocación de fe: "Cristo, pensativo pálpito / Astro encarnado en las humanas tinieblas, / Hermano que te inmolas / Perennemente para reedificar / Humanamente al hombre / Santo, santo que sufre, / Maestro y hermano y Dios que nos sabes débiles..."'. Los testimonios marxistas, sin embargo, adquieren una clara relevancia no sólo por la convergencia (que se debe verificar críticamente) con el Cristo de la teología de la liberación, sino también porque muestran que la cultura atea no ha podido desentenderse de Jesús, sino que ha llegado a declararlo modelo e inspirador de vida comprometida".

3. EL JESÚS DE LA RELIGIÓN POPULAR - El reflorecer de estudios sobre la cultura popular empieza a levantar el velo sobre las diversas expresiones religiosas de que tan rica es su visión orgánica del mundo. Se habla ya de evangelio popular, en el que reviven, como nativos de la región, los personajes evangélicos más conocidos y donde convergen "historias naturalmente morales pero de una moralidad no usual, ni beata; respetuosas con Cristo y María, no carecen de desenfado y a veces de irreverencia para con los apóstoles, en manera especial con Pedro, por no hablar de las autoridades civiles y de sus esbirros". Aún no se ha realizado un trabajo de síntesis sobre la figura popular de Jesús, pero se nos han ofrecido pequeñas muestras que introducen en las perspectivas desde las cuales el pueblo mira a Cristo.

Una serie de relatos presenta los episodios acaecidos a Jesús "cuando andaba por el mundo"; pero el mundo en que se lo sitúa no es Palestina, sino el ambiente y los lugares donde vive el pueblo. El Cristo folklórico es sentido como un maestro de sabiduría contemporáneo y corregional, no lejano, sino inserto en la vida cotidiana. A nivel devocional, la presencia de Jesús entra en la misma casa, donde su imagen implica una participación afectiva y un recurso de oración, sobre todo en los mo mentos difíciles.

El mundo rural halla en Cristo un punto de referencia y una base justificativa y valorativa de su estructura. El cuadro objetivo de negatividad, trabajo,  sufrimiento, pobreza e injusticia se refleja en los cantos y en las leyendas populares, donde Cristo es captado en su humanidad necesitada de alimento, hospitalidad y acogida.

El Cristo folklórico es presentado a veces como el sacralizador de los valores fundamentales de la sociedad campesina; por ej., cuando maldice a quien desprecia el pan, símbolo de la misma supervivencia, y por ello digno de respeto. Se recurre a Cristo incluso para ratificar el orden social injusto y para dar una justificación de una situación de otro modo inaceptable.

Más a menudo Cristo asume una función crítica y liberadora. A un villano que sufre la injusticia de un caballero, el cual le roba la cosecha y hasta la misma mujer, Cristo le aconseja que se haga poeta a fin de poder decir la verdad sin temer a nadie; así se supera la alternativa entre el silencio y la denuncia, imposible en un contexto de dominio y de censura. Otras veces el Cristo folklórico interviene contra el orden vigente, eclesiástico o moral, bien prolongando los días de carnaval para un pastor rezagado, bien legitimando el hurto en circunstancias particulares en favor de los pobres.

En un canto popular siciliano, Cristo se arrepiente nada menos que de su comportamiento no violento y responde a un criado maltratado por el patrón: "¿Es que tienes los brazos paralizados o clavados como los míos? Quien quiere justicia, que se la tome; no esperes que otro lo haga por ti. Si eres hombre y no un cabeza loca, pon en práctica esta sentencia mía: No estaría en esta gran cruz si hubiera hecho lo que a ti te digo".

La contestación social apoyada en Cristo se halla también presente en la tradición popular italiana sobre el "Jesús socialista", surgida en un contexto anticlerical. "El socialismo rural, afirma A. Nesti, se proclama admirador de Cristo, al que define como 'primer socialista', por haber defendido a los pobres y condenado a los ricos. En polémica con los 'clericales' recuerda el episodio de los mercaderes arrojados del templo a latigazos; declara que se inspira en los primeros cristianos, que ponían en común sus bienes, reprobando la propiedad privada defendida por los 'nuevos fariseos'. El Jesús socialista es, en el pensamiento popular, una denuncia de la Iglesia histórica, aliada con los poderosos y olvidada de sus orígenes humildes, al mismo tiempo que una apertura a las propuestas políticas de progreso, igualdad y reparto de los bienes; un modelo cultural diverso del de las clases dominantes.

La imagen de Jesús que emerge de estos sondeos es la de un importante personaje sumamente actual por su enseñanza moral, por su carga liberadora, por su humanidad solidaria. Se trata de un retorno a Jesús sin duda significativo, pero no exento de ambigüedades o unilateralidades; que necesita, en consecuencia, una verificación y una confrontación con el mensaje cristiano primitivo contenido en el NT. A la luz de la Biblia, aparecerá el valor y los límites del Jesús contemporáneo, inspirador de vida, pero demasiado terreno e individualista; poco divino y enteramente separado de la comunidad eclesial. La palabra de Dios nos dirá cuándo un cristiano puede estimar que ha encontrado a Cristo de modo auténtico y le ha dado un espacio adecuado en su vida espiritual.

II. Jesucristo en la vida espiritual a la luz del NT

Quien consulta los libros neotestamentarios no tarda en convencerse de que su punto focal, el centro de su interés, el objeto primario de su anuncio no es una doctrina o una moral, sino una persona: Jesucristo. Desde las cartas de san Pablo, que lo nombran 900 veces, hasta los evangelios, que relatan su vida histórica, y al Apocalipsis, que lo celebra con culto igual que el tributado a Dios (5,13), todo gira en torno a Cristo, centro y cumplimiento del plan salvífico.

Pero el lector del NT se percata también de que la imagen de Cristo delineada por los testimonios escriturísticos está muy diversificada, tanto en los aspectos acentuados o descuidados (misterio pascual, ministerio terreno, concepción virginal, preexistencia), como en los medios expresivos (narraciones, títulos, fórmulas de fe, himnos litúrgicos, figuraciones simbólicas). Este pluralismo se explica no sólo por la personalidad de cada uno de los escritores y por la situación espiritual de las comunidades, sino también debido a la amplitud del misterio de Jesucristo, que ninguna definición puede delimitar, y sólo resulta accesible a través de la multiplicidad de testimonios.

Si queremos recuperar la presencia y la función de Cristo en la vida espiritual del cristiano, parece indispensable delinear al menos los caminos recorridos por las primeras comunidades para profundizar vitalmente el misterio de Cristo (1), discernir los puntos básicos de la cristología bíblica (2) y enuclear, por fin, las actitudes asumidas por los cristianos en respuesta a la aparición de Cristo en la historia salvífica (3).

1. A LA BÚSQUEDA DE JESUCRISTO EN EL NT - El encuentro con Jesucristo se lleva a cabo en la Iglesia de los primeros tiempos mediante dos procedimientos, que dieron origen a la "cristología desde abajo" y a la "cristología desde arriba".

a) "Cristología desde abajo". El primer procedimiento comienza por Jesús de Nazaret con todas sus vicisitudes terrenas para terminar en la fe en Cristo Señor. La trayectoria seguida por los testigos de la vida de Jesús se expresa de modo plástico en el prólogo de 1 Jn, donde, contra las tendencias gnósticas, se afirma el contacto real con Cristo como punto de partida del anuncio cristiano: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos, acerca del Verbo de la vida, sí, la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado; os anunciamos lo que hemos visto y oído para que estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1,1-3). En este fragmento, los verbos sensoriales (oír, ver, tocar) indican una experiencia espiritual que va más allá de los datos fenoménicos y capta su profundo significado; el contacto directo de los testigos sigue siendo, pues, fundamental y sostiene el edificio de la fe (cf Le 1,2).

Los discursos de los Hechos de los Apóstoles, y en forma más extensa los evangelios, presentan este esquema: ministerio terreno de Jesús de Nazaret por medio de los milagros, prodigios y signos; su crucifixión por obra de los hombres; su resurrección por intervención de Dios; proclamación de fe por parte de los testigos: "Dios hizo Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (He 2,36; cf 2,14-39; 3,13-26; 10,36-43; 13,17-41). Está claro en este esquema el paso del Jesús de Nazaret, en su individualidad histórica y en su camino entre los hombres, al Cristo glorificado y hecho señor, salvador y dador del Espíritu. Continuando este camino, se descubre la concepción virginal de Jesús (Mt 1,18-20; Lc 1,34-35), su preexistencia y su relación con el cosmos (Jn 1,1-18).

b) "Cristología desde arriba". El procedimiento seguido por Pablo, profundamente marcado y transformado por la aparición de Cristo en el camino de Damasco, es diverso. A sus ojos lo que destaca es la imagen del Señor, constituido Hijo de Dios en poder (Rom 1,4), vivo, glorificado y penetrante como fuerza personal en su vida (Gál 1,15; 2 Cor 3,12).

Esta concentración en el Cristo pascual y en su presencia viva en la Iglesia le impide a Pablo valorar el Jesús terreno, con sus prodigios y enseñanzas. El hecho de la resurrección arroja luz sobre la muerte de Jesús, que es parte esencial del kerigma: "Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras... y resucitó al tercer día según las Escrituras" (1 Cor 15,3-4). Para Pablo, pues, "lo decisivo es sólo la obra salvífica de la cruz y la resurrección, mediante las cuales Cristo ha alcanzado esa posición de dominador sobre los poderes enemigos de Dios y de Señor sobre su comunidad. Da la impresión de que le falta interés por la actuación terrena de Jesús, por su doctrina y predicación, por sus obras y milagros". Es más, Pablo distingue y opone los dos modos de ser de Cristo, "según la carne" y "según el espíritu" (Rom 1,3-4), significando así la existencia frágil y mortal de Jesús en contraste con la condición inmortal y vivificante del Señor glorificado. Aun invitando a los cristianos a tener "los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Flp 2,5), la vida de Jesús permanece casi enteramente fuera de la óptica paulina; en compensación, Pablo dirige su mirada contemplativa hacia el misterio de Cristo resucitado, fuente de vida para cuantos se unen a él mediante la fe y los sacramentos (Rom 10,9; Tit 3,5).

Punto de convergencia del procedimiento desde abajo y desde arriba sigue siendo Jesucristo proclamado "Señor", título que expresa su estado glorioso y "presupone en quien lo lleva un grado igual al de Dios"; desde este centro, la reflexión se extiende hacia nuevas metas, iluminando lo que Cristo hizo por nosotros durante su vida terrena y lo que él lleva a cabo por la humanidad hasta su vuelta definitiva cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,28).

2. JESUCRISTO, FORMA VITAL DE LA EXISTENCIA CRISTIANA - La imagen de Jesucristo delineada por los autores del NT acentúa uno u otro aspecto, según una perspectiva teológica diferente: hijo de Dios e hijo del hombre (Marcos), Mesías davídico y Señor presente en la comunidad (Mateo), centro de la historia de la salvación (Lucas), Logos encarnado y portador de vida (Juan), Cristo glorificado viviente en la Iglesia (Hechos), testigo fiel y señor de los reyes de la tierra (Apocalipsis), sumo sacerdote (Carta a los Hebreos), etc.. Pero sobre todo en Juan y Pablo encontramos elaborada en perspectiva mística la unidad existente en Cristo y la comunidad y el influjo salvífico del primero sobre la segunda.

a) "Cristo en nosotros" según Pablo. "La cristología paulina, que todo lo enfoca desde la cruz y resurrección de Cristo, tiene, pues, una fuerte orientación soteriológica... Constituye la respuesta al problema de la comprensión existencial y de la salvación del hombre". Para Pablo, en efecto, la cruz tiene valor de expiación vicaria por los pecados (Gál 3,13; 2 Cor 5,14-21) y la resurrección es explosión de vida para todos aquellos que por el bautismo han sido insertados en Cristo (1 Cor 15,45; Rom 8,9-11). Este es el misterio escondido en otro tiempo a los hombres, pero revelado luego en el Espíritu (Ef 3,3-10; Col 1,26-27), y que permite a Pablo definir la vida cristiana como "estar en Cristo" o "Cristo en nosotros". Según Deissmann, la fórmula "en Cristo", que se halla 164 veces en Pablo, indica la comunión más íntima que se pueda pensar con el Cristo glorioso: los cristianos están en Cristo como en un ambiente que los penetra y vivifica. Hoy los exegetas se orientan hacia una concepción más personal que local, estar en Cristo es entrar en íntima comunión con él, ser incorporados a él, participando en los misterios de su muerte y resurrección (Rom 6,4). Los "bautizados en Cristo" (Gál 3,27), inmersos y envueltos totalmente en él, son atraídos por Cristo a su vida personal: él vive y obra en ellos, se ha convertido en su misma vida (Gál 2,20; Flp 1,21; Col 3,3). Más aún, los cristianos están en tan íntima relación con Cristo que forman con él "un solo ser" (Rom 6,5; Gál 3,28). Es la doctrina paulina de nuestra incorporación a Cristo: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12,27; cf Rom 12,4-5; Ef 5,30). Unidos a Cristo en el bautismo, somos liberados del hombre viejo, del cuerpo de muerte y del pecado (Rom 6,6-11; Gál 5,24), e insertados en la vida resucitada del Señor: resucitados y vivificados con Cristo (Col 2,11-12).

La unión mística con Cristo no es sólo una relación objetiva de dimensión ontológica, sino también una relación operativa y moral. "Cristo, con el que es unificado el bautizado, es no sólo el dispensador de fuerzas celestiales, sino al mismo tiempo un modelo moral. Su muerte, en la que el cristiano ha sido sepultado, es suprema acción moral, acontecida por obediencia al Padre celestial (Flp 2,8)... Por eso la comunión mística con Cristo llegó a su plena actuación sólo cuando se convirtió también en una relación religioso-moral; para expresarnos paradójicamente: de la comunión de existencia, recibida como don en el bautismo, debe brotar una comunión ética de vida.
Asi se comprende que Pablo insista en incitar al cristiano a hacerse lo que es, es decir, a llevar una vida según la nueva situación determinada por la incorporación a Cristo. Formula una serie de imperativos que derivan del ser en Cristo:

   
Indicativos Imperativos

Nuestro hombre viejo es crucificado con él, es destruido el cuerpo del pecado (Rom 6,6; 2 Cor 5,14-17).

Despojaos del hombre viejo, con sus acciones (Col 3,9; Ef 4,22).

Los bautizados se han revestido de Cristo (Gál 3,27).

Vestíos del Señor Jesucristo (Rom 13,14).

Cristo habita en vosotros (Rom 8,10; Gál 2,20; Flp 1,21; Col 1,27).

Que Cristo pueda habitar en vuestros corazones (Ef 4,17).

Somos transformados en su imagen (2 Cor 3,18).

Transformaos en el entendimiento (Rom 12,2) y revestíos del hombre nuevo creado según Dios (Ef 4,24).

   

La vida moral es vida de imitación de Cristo para ser conformes a su imagen (Rom 8,29; Col 3,12-15). Se trata de traducir en la existencia los sentimientos de Cristo (Col 3,2; Flp 2,5), viviendo como Cristo hombre nuevo y primicia de la creación (1 Cor 15,20-22), como amados por Dios, elegidos y consagrados (Col 3,10-15); sobre todo, amando como Cristo amó (Ef 5,1-2).

La madurez espiritual consiste en alcanzar la edad perfecta de Cristo, su perfección celestial (Ef 4,13), caminando por la senda de la verdad y del amor.

El ser en Cristo aparece como un estadio transitorio de la vida mística. No es un modo de ser perfecto, pues se caracteriza por un estado de lucha entre el hombre viejo y el hombre nuevo (Col 3,9; Ef 4,22; Rom 6,13). El creyente sigue en la carne, que distancia de Dios: "Mientras habitamos en el cuerpo, caminamos lejos del Señor" (2 Cor 5,6). Estar en Cristo es un estar dinámicamente lanzados hacia una comunión con Cristo más perfecta, que Pablo designa con la expresión: estar con Cristo, habitar con el Señor (Flp 1.23; 2 Cor 5,8). Pasar al existir celestial es con mucho para Pablo lo mejor: estar con Cristo es la expansión mística de la amistad.

El hombre nuevo estará plenamente realizado cuando Cristo "transforme nuestro cuerpo, lleno de miserias, conforme a su cuerpo glorioso" (Flp 3,21). Entonces, vencida la muerte y revestidos de inmortalidad, se podrá exclamar: "Gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15,57).

b) Cristo, "hijo de Dios" y vida del mundo según Juan. Con el IV evangelio la escatología se transforma, más aún que en Pablo, en una mística donde "toda la vida de Jesús es, en el sentido más pleno, una revelación de su gloria.

Lo que generalmente se atribuye a la obra de Cristo, realizada en la Iglesia después de la resurrección, se anticipa a las palabras y a las obras que llevó a cabo mientras estaba en la tierra. Por medio de éstas, de igual modo que por medio de la muerte y de la resurrección, llevó él la vida y la luz al mundo".

Cómo puede Jesús proclamarse vida para la humanidad, sólo se comprende si con Juan se ve en él al "hijo de Dios" (1,49; 3,18; 5,25; 10,36; 11,4-27; 19,7; 20,31) o más simplemente "el Hijo" (unas 19 veces) y "el unigénito" (1,14.18; 3,16.18). "El Cristo joánico —afirma R. Schnackenburg— sólo puede entenderse teniendo en cuenta que estaba anteriormente junto al Padre, que viene de Dios y habla de Dios". Por el hecho de ser Jesús el Hijo, existe una unión perfecta con el Padre: unión en el obrar, en el querer y en el ser (5,17; 10,38; 14,10-11). Desde la eternidad posee él la vida, la gloria y el amor, adquiridos en la fuente originaria, que es el Padre (5,26; 1,14; 17,24).

La vida de Cristo se configura como una venida del Hijo de Dios al mundo para volver de nuevo al Padre (3,13.31; 6,62; 13,1; 16,28), después de haber cumplido su misión de salvación, de revelación y de donación de la vida.

Si a primera vista el evangelio de Juan da la impresión de un cuadro constructivo y nada trágico, no ignora, sin embargo, la situación de fragilidad, de pecado y de muerte en que se halla el mundo (3,5; 8,34.36; 5,24). "La presencia de Jesús es como la luz en la noche, la ayuda inesperada en la necesidad, el pan en la carestía, la resurrección y la vida en la muerte. Por diversos que sean, todos los `signos' del evangelio joánico convergen hacia esta revelación: en un mundo sometido al poder de las tinieblas y de la muerte, la salvación se presenta en la persona de Cristo (3,17; 12,46)" ". Jesús es el salvador (4,42), que con su sacrificio redentor quita el pecado del mundo (1,29), libera a los hombres de la malvada potencia diabólica (8,44; 13,2) y reúne a los hijos de Dios dispersos (11,52).

La salvación del mundo, condenado a la muerte, se realiza con la comunicación de la vida: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (10,10). Al tener la vida en sí mismo desde la eternidad (1,4); más aún, siendo él mismo vida y resurrección (11,25), Jesús puede prometer la vida eterna(11,25-26). Pero tal vida no es sólo un bien futuro; el creyente ya la posee desde ahora: "El que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna, y no es condenado, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (5,24). Se trata de un nacimiento de lo alto, que introduce en la filiación divina (1.12; 1 Jn 3,1) mediante la fe, los sacramentos del bautismo y de la eucaristía y el amor a los hermanos (3,3-16; 6,35-48; 1 Jn 3,14) [Hijos de Dios).

Al dar a los hombres necesitados de redención la vida divina perdida, Jesús se convierte en la manifestación perfecta de Dios y de su amor. El es la luz que brilla en las tinieblas (1,9; 8,12; 9,5), el revelador del Padre (1,18; 14,9) y de su gloria (1,14). Además de camino y vida, Jesús es verdad (14,6), que no puede ser comprendida sino mediante el Espíritu (16,13-15), cuya misión es introducir en el conocimiento de la verdad, es decir, en una experiencia vital que abarca a todo el hombre: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a aquel que has enviado, Jesucristo" (17,3).

3. ACTITUDES VITALES FRENTE A JESUCRISTO - El encuentro con Jesucristo provoca en los creyentes una toma de postura y una respuesta vital proporcionada a la conciencia que cada uno adquiere acerca de la persona y la función del mismo Jesucristo en la historia de la salvación. Como las cristologías, también las actitudes vitales frente a Cristo presentan una grande variedad, ya sea en sí misma, ya en su expresión. Podemos, no obstante, reagruparlas en algunos núcleos- particularmente acentuados.

a) Creer en Jesucristo. La fe constituye el primer paso para llegar a Jesucristo y vivir su misterio; es el principio y el corazón de la existencia cristiana. Implica tener por verdadero y reconocer que Jesús de Nazaret es "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16); el enviado de Dios, que con su vida, muerte y resurrección trae a los hombres los dones del perdón, de la justicia y del Espíritu de santificación (He 2,36; 10,40-42; Rom 1,4; 2 Cor 5,19); el Señor y el único mediador, en cuyo nombre se puede hallar salvación (1 Cor 12,3; 1 Tim 2,5-6; He 4,12). A esto tiende la predicación apostólica y los escritos evangélicos: a suscitar, purificar y confirmar la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, para que creyendo se tenga la vida en su nombre (Jn 20,31).

La fe implica una actitud de apertura y de acogida, o sea, de conversión y de disponibilidad —como la de los niños (Mc 1,15; 10,15)—, sin la cual se corre el riesgo, como tantos contemporáneos de Jesús, de no recibirlo (Jn 1,11). Pero, sobre todo en Juan, "creer en Jesús" (35 veces) exige el empeño fundamental y decisivo, de alcance escatológico. con el cual el hombre decide su destino, por la luz o por las tinieblas, por la vida o por la muerte: "Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna; quien se niega a creer en el Hijo no verá la vida; la ira de Dios pesa sobre él" (Jn 3,36). Creer es un movimiento de adhesión a la persona de Jesús, que incluye ruptura con las tinieblas, la mentira y el pecado (Jn 8,21-24; 9,41; 15,22; 16,8-11), opción fundamental por Cristo y por la vida (Jn 5,24), y hacerse discípulo (Jn 8.31; 15,8) según el ideal del discípulo que Jesús amaba, caracterizado por intimidad amante, fidelidad, acogida y perspicacia espiritual (Jn 13,23-25; 19,26-27; 20,8). A la fe, entendida como don total de sí, podemos reducir otras actitudes, como el amor a Cristo (Jn 14,15-28) y la obediencia a sus mandamientos, centrados en la caridad fraterna (Jn 3,23; 13,34; 1 Jn 1,7; 3,17; 4,7-8).

b) Celebrar a Jesucristo. La fe en Jesucristo se expresa muy pronto en las primeras comunidades cristianas en fórmulas de fe, como respuesta a las fórmulas kerigmáticas. Al anuncio de Jesús crucificado y glorificado sigue la confesión: "Jesucristo es el Señor" (Rom 10,9; 1 Cor 8,6; 12,3; Col 2,6; Flp 2,11), que es el primer credo cristiano.

Sobre todo en el contexto de las celebraciones litúrgicas surgen aclamaciones, doxologías e himnos que proclaman a Cristo e intuyen aspectos todavía inéditos de su misterio. Estos cantos y respuestas no son súplicas, sino alabanzas cristologizadas, en cuanto elevadas a Dios "en nombre de Cristo, en Cristo o por medio de Cristo" (Rom 1,8; Flp 4,20; Ef 1,3; 3,21; Heb 13,15; 1 Pe 4,11), o en cuanto son actos de homenaje y de reconocimiento de la persona y de la obra de Cristo. En esta segunda categoría deben incluirse los tres himnos, de notable dimensión y de altísimo valor espiritual, que celebran a Cristo como cabeza del universo (Col 1,15-20), su humillación y su exaltación (Flp 2,5-11), su papel actual en la creación y en la salvación (Jn 1,16).

Pero, dado que el cristiano es alguien "que invoca el nombre de Jesús" (He 2,21; 9,14; Rom 10,13; 1 Cor 1,2) y debe, como toda criatura, doblar la rodilla ante él (Flp 2,10), surge la necesidad de dirigirle oraciones: Esteban pide a Jesús recibir su espíritu (He 7,59) y Pablo se dirige a Jesús para ser liberado del aguijón de la carne (2 Cor 12,8). Otras veces es la comunidad la que ora: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20; cf 1 Cor 16,22), o la corte celestial, que canta a Cristo, cordero inmolado (Ap 5,9-10; 15,3-4).

La celebración de Cristo tiene su punto culminante en la eucaristía, que hace entrar en comunión con la sangre y el cuerpo de Cristo (1 Cor 10,16). La cena eucarística hace anamnesis de Jesús, puesto que se la celebra por obediencia al mandato del Señor: "Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11,24; Lc 22,19). Según estudios recientes", recordar y conmemorar no significan un volver puramente mental al pasado, sino traer el pasado al presente como fuerza salvífica; la evocación de un acontecimiento pasado se vuelve proclamación de un misterio salvífico realizado: "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1 Cor 11,26). En el memorial eucarístico se recuerda ante todo la muerte del Señor, esto es, el acto redentor de que se benefician todos los participantes del banquete eucarístico. Pero es significativo que, "desde el principio y conscientemente, la anamnesis de esta muerte no se celebrara el día en que tuvo lugar, es decir, el viernes, sino el domingo (He 20,7). Es que no es posible, en el terreno neotestamentario, conmemorar la muerte de Jesús sin conmemorar también su resurrección o sin conmemorar su muerte a la luz de su resurrección" ", Mediante la actualización del misterio pascual se entra en contacto salvífico con la persona de Cristo: "Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él" (Jn 6,56). Por consiguiente, se establece una comunión y una unidad fraterna entre todos aquellos a quienes la cena eucarística une con Cristo: "Porque no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan" (1 Cor 10,17).

c) Vivir en Jesucristo. De la doctrina paulina acerca de la incorporación a Cristo (1 Cor 1,30; Gál 3,27), se sigue que los cristianos deben considerarse introducidos en el ámbito de su soberanía personal como en un nuevo espacio vital donde se opera la salvación religiosa: "Los fieles son transportados, mediante el bautismo, de la región de pecado y de muerte del primer hombre a la región de justicia y de vida del segundo. De tal imagen originariamente local es posible hacer derivar toda la fecundidad de la fórmula en Christo Jesou y de las fórmulas paralelas"

La unidad excepcional de los fieles con Cristo se comprende mejor con la noción de "personalidad corporativa", que implica una íntima comunidad de destino entre los miembros y el personaje fundador de la estirpe". Cristo es personalidad corporativa en cuanto cabeza de fila y representante de la humanidad (Mc 10,45; Gál 2,20; Rom 4,25; 5,8), que en él está contenida, unificada y salvada (Gál 3,28; Rom 12,4; 1 Cor 12,12; Ef 2,16). El cristiano debe tomar conciencia de la situación que deriva de su unión con Cristo y vivir en consecuencia: el que está en Cristo es un elegido y llamado por Dios (Rom 8,28-33; Col 3,12; 1 Tes 1,4; 1 Cor 1,9.27), es un hombre libre del poder del pecado y del mundo (Rom 8,2.38-39), es una nueva creación (Gál 6,15; 2 Cor 5,17).

La tarea fundamental del cristiano consiste ahora en "estar en el Señor" (F1p 4,1; 1 Tes 3,8), acogiendo la acción salvítica de Dios con fe, esperanza y caridad (Gál 1,9; 5,5-6).

En el vocabulario joánico encontramos una fórmula análoga de inmanencia: "vivir en Jesús" (cf Jn 6,56; 15,4-7; 1 Jn 2,6.24.28; 3,6.24). Mediante la eucaristía recibida con fe (Jn 6,56), "el discípulo es en algún modo sustraído a sí mismo y descentrado. Su morada y su centro están ahora en Jesús". En realidad, sólo permaneciendo unido a él, como el sarmiento a la vid, puede el cristiano producir frutos y agradar a Dios (Jn 15,4-8). Permanecer en Cristo no es algo inactivo, sino dinámico: "El que afirma que permanece en él, debe conducirse como él se condujo" (1 Jn 2,6). Mediante una vida de fidelidad al anuncio inicial, de alejamiento del pecado y de observancia de los mandamientos de Dios, nos confirmamos en Cristo y adquirimos seguridad para el día de la parusía (1 Jn 2,24.28; 3,6.24).

El dinamismo de la vida cristiana y el camino en el Señor (Col 1,6) los expresa Pablo con la invitación a "crecer" progresivamente en Cristo: "Viviendo según la verdad en la caridad, crezcamos en el amor de todas las cosas hacia el que es la cabeza, Cristo" (Ef 4,15). El ministerio pastoral de Pablo va dirigido precisamente a conducir a la perfección cristiana, a hacer alcanzar el "estado de hombre perfecto, en la medida que conviene a la plena madurez de Cristo" (Ef 4,13), a "hacer a cada uno perfecto en Cristo" (Col 1,28). A causa de la presencia de Cristo glorificado en los fieles (Jn 6,56; 14,23; Rom 8,10; 2 Cor 13,5), la perfección es proporcional al crecimiento de Cristo en la vida cristiana (Gál 4,19; Ef 4,13) y alcanza su cima cuando el yo carnal es suplantado por Cristo: "Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí" (Gál 2,20; cf Flp 1,21).

En orden a esta identificación con Cristo, es necesario sintonizar con él, seguirlo [>Seguimiento], imitarlo en su comportamiento y asumirlo como modelo inspirador de vida. Pablo exhorta a tener "los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Flp 2,5), a caminar en la caridad a ejemplo de Cristo (Ef 5,2) y hacerse imitadores suyos como él lo es de Cristo (1 Cor 11,1). Jesús mismo invita a sus discípulos a seguirlo renegando de sí mismos (Mt 16,24), en el servicio humilde del prójimo (Jn 13,14-15), en el camino de la luz, que lleva a la vida: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Este simbolismo elocuente indica que el seguimiento no ha de entenderse en sentido literal, sino como un unirse espiritualmente a Jesús, "que ha venido del mundo celestial de la luz y de la vida a este cosmos oscuro de muerte y que llevará allá arriba a todos los que se le unan. Seguirlo significa, pues, definitivamente, subir detrás de él y con él al mundo celestial"".

Estas perspectivas bíblicas acerca del misterio de Cristo son fundamentales; a ellas hay que referirse si queremos vivir una espiritualidad en que la figura de Jesús conserve el relieve que le ha atribuido la revelación neotestamentaria.

III. Para un encuentro vivo con Cristo en nuestro tiempo

Después de la aproximación bíblica, que ha desvelado a nuestra mirada las insondables riquezas del misterio de Cristo (Ef 3,8), ¿podemos limitarnos a las imágenes que de él se vehiculan en la actual cultura occidental? Si querernos ser fieles al kerigma de los primeros testigos, debemos poner en cuestión las diversas elaboraciones culturales de la figura de Cristo, porque fácilmente resultan unilaterales e insuficientes en orden a un encuentro vivo con el verdadero Jesús del NT. No obstante, el encuentro con el Cristo bíblico no debe hacernos olvidar el actual horizonte de comprensión, que nos empuja a descubrir un rostro de Jesús significativo para el hombre de hoy (1). Es justo, por fin, que nos preguntemos cómo intentar una experiencia de Cristo en nuestro tiempo, análoga a la realizada por los primeros cristianos en los diversos siglos y que caracterice indeleblemente todo el ámbito del camino espiritual (2).

1. RECUPERACIÓN E INSERCIÓN DEL CRISTO DE I,A REVELACIÓN EN LA VIDA ESPIRITUAL DE HOY - Si toda cultura o subcultura tiene derecho a encarnar de un modo conforme con ella la figura de Cristo [>Espiritualidad contemporánea II], sin embargo no se le permite contentarse con un Cristo recortado para propio uso y consumo. En el pasado nos hemos fijado tal vez en un Jesús intimista y devocional, o bien, en palabras de Renán, lo hemos cantado como el "personaje eminente que, con su audaz iniciativa y con el amor que supo inspirar, creó el objeto y estableció el punto de partida para la fe futura de la humanidad"''Hoy se piensa en Jesús más bien según los módulos secular e idealizador, que concuerdan en remitirse a él como al prototipo del hombre en el compromiso de liberación o bien en la irradiación de la amistad, de la sonrisa y de la fraternidad. El acento sobre la dimensión humana de Cristo, después de un considerable período de desenfoque monofisita de su figura, es de lo más oportuno para devolverle ese atractivo y esa carga de humanidad que caracterizó su vida terrena y que lo hace cercano a nuestra generación. Con íntimo júbilo se da cuenta el cristiano de que para muchos jóvenes Jesús es una presencia amiga y un modelo de comportamiento; que muchos hombres de nuestro tiempo aceptan y hacen propios los valores y la causa de Jesús, y que no pocas personas de diferentes áreas culturales suscriben el testimonio de Gandhi: "Jesús ocupa en mi corazón el puesto de un gran maestro de la humanidad que ha influido notablemente en mi vida". Aun conservando los aspectos positivos del "fenómeno Jesús", la verificación que deriva de la confrontación con la revelación bíblica orienta a reconocer algunas dimensiones esenciales, en consonancia con las actuales exigencias, de la figura de Jesucristo:

a) Jesucristo, el determinante absoluto. El hecho de que por muchos contemporáneos nuestros sea considerado Jesús en su humanidad (a condición, claro, de que al mismo tiempo no se ponga entre paréntesis todo lo demás: "No puedo, no debo, ni quiero llamarte hijo de Dios, sino hijo del hombre" —canta De André—) como modelo de vida extremamente provocante con su sentido de libertad, su coherencia y su capacidad de amar, no debe estimarse negativamente; la aproximación a Jesús partiendo de su realidad histórica y de su dimensión humana es legítima y corresponde tanto al camino de los primeros discípulos como al pensamiento predominantemente histórico del hombre de hoy.

El encuentro con Jesús de Nazaret en su humanidad ejemplar y en su mensaje es altamente benéfico para nuestro tiempo, porque hace salir a la figura de Cristo de la nebulosa de la indeterminación y de las sutilezas teológicas y la vuelve interpelante por una total disponibilidad hacia el hombre y sus auténticos valores.

El error se introduciría, como hemos dicho, cuando la humanidad de Jesús cesara de representar un trampolín de lanzamiento hacia el reconocimiento de la dimensión única y trascendente del mismo Jesús, o sea, de su misterio. La reducción de Cristo a la esfera intramundana le atribuiría calificaciones humanas excepcionales, que harían de él uno de los guías morales de la humanidad al estilo de Sócrates, Confucio, Buda o Mahoma; Cristo sería uno de tantos, pero no el salvador del mundo.

El hecho discriminante y caracterizador que confiere a Jesucristo un significado único es el acontecimiento de su resurrección, atestiguada no por una comunidad entusiasta y acrílica, sino por testigos que con la máxima convicción y claridad tuvieron la experiencia de Jesús vivo, que se les mostró con una presencia inequívoca, fuente de una nueva comprensión de Jesús mismo y de la existencia humana.

A la luz de la resurrección, los discípulos de Jesús comprenden que él tenía razón; que sus palabras y su causa eran verdaderas, puesto que Dios al resucitarlo se declara en favor suyo: "Jesús, el abandonado de Dios, vive con Dios. Se le ha dado una vida nueva. El es el vencedor. Su mensaje, su comportamiento y su persona son justificados. Su camino es el camino justo... Su persona tiene con ello una significación definitiva y única para todos aquellos que confían en él por la fe: Jesús es el Cristo de Dios, su enviado y su consagrado, la revelación definitiva de Dios, su Palabra hecha carne". Si "sin la pascua, Jesús no es más que una víctima inocente, un exaltado fracasado, motivo y razón no ya de esperanzas, sino de escepticismo y de resignación" (W. Kasper), con el acontecimiento de la resurrección se convierte en el Hijo de Dios glorificado a la derecha del Padre y en el mediador necesario de la salvación (Rom 8,34; Mc 16,19; He 4,12; 1 Tim 2,5).

Esta realidad la tradujeron los primeros cristianos en la fórmula "Jesucristo es el Señor" (Flp 2,11): "Por tanto, el reino actual de Cristo, inaugurado por su resurrección y su elevación a la derecha de Dios, es lo que constituye el centro de la fe del cristianismo primitivo. La afirmación de que Cristo reina desde ahora sobre el universo entero, que se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, tal es el núcleo histórico y dogmático de la confesión cristiana..." Esta proclamación de fe supone un salto cualitativo respecto a las referencias humanísticas a Jesús, porque reconoce en él al "Dios con nosotros" (Mt 1,23), al autor de la vida, al salvador necesario, el valor decisivo y unificante de la existencia humana (He 3,15; 5,31; Heb 2,10.12; Gál 2,20): "Lo particular, lo propio y primigenio del cristianismo es considerar a este Jesús como últimamente decisivo, determinante y normativo para el hombre en todas sus distintas dimensiones. Justamente esto es lo que se ha expresado desde el principio con el título de `Cristo'. No en vano este título, también desde el principio, se ha fusionado, formando un único nombre propio, con el nombre de Jesús"

Es, por ende, indispensable para el hombre de hoy seguir la senda de los primeros cristianos: del Jesús de la historia al Cristo de la fe, reconociendo en Jesucristo el centro del plan salvífico de Dios. Una mera "jesusología" es insuficiente para explicar la relevancia única de Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, en el corazón de la historia.

b) Jesucristo, el viviente en la Iglesia. Es sintomático del actual impacto de Cristo el eslogan "Jesús sí, Iglesia no"; indica una adhesión a Jesús de Nazaret prescindiendo del anuncio eclesial o incluso en posición polémica con la Iglesia institucionalizada, considerada como pantalla más que como transparencia de su fundador. Indudablemente, la Iglesia se reconoce pecadora y necesitada de continua reforma; a veces, en sus hijos y en sus ordenamientos, más bien ha ocultado que revelado el verdadero rostro de Cristo; por ello se puede, con Teilhard de Chardin, sentir la urgencia de "salvar a Cristo de las manos de la burocracia eclesiástica, a fin de que el mundo se salve". Pero, como el mismo autor, hay que sentir la "necesidad del Cristo de la Iglesia" y "aceptarlo tal como la Iglesia lo presenta46, a pesar de los limites de tal anuncio.

En realidad, la aproximación a Cristo no puede eludir la referencia a la Iglesia, ya sea porque la fe en él está permanentemente ligada al testimonio apostólico, transmitido y actualizado en la comunidad eclesial, ya porque Cristo es inseparable de su Iglesia.

De la Sagrada Escritura se deduce de modo palmario que Jesús no es sólo nuestro hermano y maestro de vida, sino también principio de nuestra justificación y cabeza de la Iglesia. En su vida terrena se rodea de un círculo de discípulos, entre los cuales se encuentran los "doce", y declara que el Padre se ha complacido en dar el reino a este "pequeño rebaño" (Lc 12,32). A ellos, llamados alguna vez "mi Iglesia" (Mt 16,18), Jesús les revela los misterios del reino (Mt 13,10-17); a esta Iglesia le da responsables dotados de amplios poderes (Mt 16,18-19; 18,18) y con el encargo especial de enseñar, bautizar, perdonar los pecados y perpetuar la cena pascual (Mt 28,19; Jn 20,23; Lc 22,20). El se identifica con ellos: "Quien os escucha a vosotros a mí me escucha, quien os desprecia a vosotros me desprecia a mí" (Lc 10,16), y les garantiza su presencia perenne: "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Jesús ruega por la unidad de sus discípulos (Jn 17,20-21) y muere para reunir a los hijos de Dios dispersos (Jn 11,52).

Reflexionando sobre las primeras comunidades cristianas y en continuidad con el pensamiento de Cristo y de los apóstoles (He 5,11; 8,3), Pablo describe a la Iglesia como pueblo de Dios (Rom 9,25-26: 2 Cor 6,16), cuerpo de Cristo (Col 1,22-24; 1 Cor 12,12-27; Rom 12,5: Ef 1.22-23) y templo del Espíritu Santo (2 Cor 6,16; Ef 2,22). En relación con Cristo, la Iglesia es definida como "su cuerpo" (Ef 1,23), colmado de las riquezas de la vida divina; correlativamente Cristo es presentado como "la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia" (Col 1,18). De aquí se sigue una indisoluble relación entre Cristo y la Iglesia: Cristo está presente en la Iglesia, de modo particular, porque derrama sobre ella vida y salvación en el Espíritu y forma un todo único con ella; por su parte, la Iglesia es la incorporación de la presencia de Cristo en el mundo y, por tanto. es inseparable de él. A nadie, pues, le está permitido disociar a Cristo de su Iglesia; sino que más bien los cristianos "bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1 Cor 12,13), deben conservar "la unidad en el Espíritu por medio del vínculo de la paz" (Ef 4,3). Resumiendo: la existencia de los cristianos es esencialmente comunitaria y ha de vivirse en la Iglesia.

A esta luz se comprende que muchos cristianos a la pregunta: "¿Por qué permanecer en la Iglesia?", sepan ver en el plan de Dios y en la historia las razones para permanecer en ella. H. U. von Balthasar responde que sigue en la Iglesia actual porque en ella se descubre aún el rostro de la antigua catholica, con sus dones de gracia y sus humillaciones; porque "ella sola, como Iglesia de los apóstoles... puede darme el pan y el vino de la vida"; porque "ella es la Iglesia de los santos", los cuales demuestran la posibilidad de la plenitud cristiana; en lugar de detenerse en una crítica exhibicionista, "me toca a mí, a nosotros —termina von Balthasar- proceder de modo que la Iglesia corresponda mejor a su verdadera naturaleza". También para H. Küng es necesario permanecer en la Iglesia, porque "las alternativas —otra Iglesia sin Iglesia— no convencen: las evasiones llevan al aislamiento del individuo o a una nueva institucionalización; pero, sobre todo, "porque la causa de Jesucristo convence y porque, pese a los fracasos y en medio de ellos, la comunidad eclesial ha seguido —y debe seguir— al servicio de la causa de Jesucristo".

Puesto que Jesús es fundador y cabeza de la Iglesia, no debemos aislar al primero de la segunda, sino vivir nuestra relación de fe, de amor y de vida con Cristo en la comunidad de los hermanos, convertida en la más manifiesta mediación histórica del Resucitado y "como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1).

c) Jesucristo, el significante plenario. No es sólo un Cristo envuelto en la gloria de la resurrección y constituido cabeza de la Iglesia lo que encontramos en los libros neotestamentarios. Si se recurre a ellos partiendo de la existencia humana global con sus problemas, exigencias y expectativas, se descubra que Jesús condensa en su persona tal riqueza de significados, que escucha los deseos humanos más profundos y ofrece un amplio abanico de estímulos, interpelaciones e inspiraciones.

Indudablemente aquí se da pie a interpretaciones diversas, a veces fundadas y en algunos casos extravagantes. Las cristologías modernas presentan a Jesús como "el nuevo ser" (Tillich), "el centro de la historia de la salvación" (Cullmann), "el abandonado del Padre" (Pannenberg). el "ser-para-los-otros" (Bonhoeffer), "el rostro humano de Dios" (Robinson); pero existen también tentativas de actualizar a Cristo en calidad de revolucionario político o de reformador social, con evidente extrapolación de la imagen bíblica. Basta un mínimo conocimiento del evangelio para llegar a la conclusión de "que un fusil en las manos del Redentor del mundo no sería un sacramento apropiado"". Pero, aparte de estas exageraciones, es legítimo verificar cómo y en qué medida Jesús es significativo para el hombre de hoy y para la solución de sus problemas individuales y sociales.

Quien se acerca con ánimo bien dispuesto a los textos del NT descubre con gozo que Jesús de Nazaret no ofrece respuestas parciales para resolver cuestiones contingentes, sino perspectivas que abarcan toda la vida en sus dimensiones de fondo y le confieren un significado global. Tales perspectivas pueden ser formuladas así:

• Por medio de Jesús el hombre descubre el auténtico rostro de Dios. El deseo de penetrar la inaccesibilidad de Dios y de conocerlo de modo auténtico recibe de Cristo la respuesta definitiva: "A Dios nadie lo vio jamás; el Dios unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). Jesús hace penetrar en los secretos de la vida íntima divina, revelando que Dios no es un solitario, sino donación en plenitud y comunión de amor entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Dios de Jesucristo es un Dios que ama sin discriminaciones y perdona a los hijos desbandados. "Frente a un Dios sometido y encerrado en el ordenamiento minucioso de la ley... inquilino exclusivo de las dependencias del templo y a merced de las prescripciones rituales, Jesús abre unas ventanas que orientan a un nuevo horizonte: él ha venido a anunciar... a un Dios que es cercano y familiar y que es invocado por el hombre con una confianza ilimitada (Abba), que sale al encuentro de cualquiera en el amor y en la fraternidad..."50. El Dios de Jesucristo es un Dios que interviene en la historia enviando a su Hijo entre los hombres para inaugurar el reino de los cielos y resucitándolo de entre los muertos, después de haberlo sostenido con poder en su itinerario terreno. El Dios de Jesucristo es un Dios de futuro, que juzga por el amor a los hermanos más pequeños y prepara a sus hijos un reino eterno. Con este Dios, que ama y lo puede todo, la vida adquiere el punto más firme de referencia y se hace un camino hacia los brazos de un Padre.

• En Jesús el hombre recorre la trayectoria de su supremo destino. "Jesús de Nazaret no expone un tratado sobre lo que es el hombre. Con su modo de tratarlo, con la revelación de sus relaciones con Dios, con el ideal que señala para las relaciones de los hombres entre sí, manifiesta lo que el hombre es a los ojos de Dios; lo cual, según la perspectiva bíblica, es lo único que vale plenamente cuando se trata de definir lo que es el hombre en sí". Jesús subraya el valor del hombre y su puesto central en los ordenamientos humanos: Dios se preocupa, cuida de los hombres (Lc 12,22-34), los escucha independientemente de su bondad o malicia (Mt 5,43-48), quiere que no sean instrumentalizados, sino que toda ley vaya en favor suyo (Mc 2,23-28; 7,1-23). Jesús, no obstante, no cierra los ojos ante la condición humana; conoce las miserias del hombre, sus enfermedades, opresiones y culpas, su destino de muerte; se inclina sobre él y le ofrece comprensión, curación, perdón e inmortalidad. Está a favor de la vida y del desarrollo del hombre, y a los materialistas de su tiempo les dice que el verdadero Dios es el Dios de los vivos (Mt 22,30). Pero es, sobre todo, en la vida de Jesús donde el hombre recorre la trayectoria de la salvación definitiva; una vida de amor y servicio, que pasa a través de la crisis y la muerte, y llega a la glorificación final en el reino eterno. En Jesús el corazón humano se abre a un horizonte de inmortal esperanza.

• Con Jesús el hombre asume compromisos de solidaridad y de liberación. El recuerdo de Jesús obra siempre como crisol purificador; es un "recuerdo subversivo" (J. B. Metz), porque evoca la historia de un marginado que por la acción de Dios se libra de la muerte y vence definitivamente a las fuerzas del mal. Toda la vida de Jesús constituye un grito de libertad y un compromiso de liberación (Le 4,16-30); él es el "libertador" y el "hombre solidario" que proclama la igualdad de los hijos de Dios, rechaza toda discriminación, emancipa la conciencia oprimida por el peso de las prescripciones legales, sana a los enfermos, perdona los pecados, convierte a los pecadores sacándolos del nido de su egoísmo y promete liberación de la muerte. Entabla una lucha diaria contra la religión confinada en el culto y abre a una actitud de amor concreto e incómodo en lo relativo al próximo necesitado. Disfruta estando "en malas compañías" y trata con los publicanos, prostitutas, samaritanos y leprosos para demostrar que todos los hombres son destinatarios de la salvación liberadora. Esta realidad, que supera la imagen de un Jesús reducido a pura interioridad y cerrado en una piedad individualista, representa para los cristianos un elemento de perenne crítica y provocación: "La crítica de la Iglesia desde dentro es Jesús mismo. El es la crítica de su noverdad, ya que es el origen de su verdad... Para decidir si en una sociedad dividida, opresora y alienante, la Iglesia se vuelve o no alienante, dividida y cómplice de la opresión de otros hombres, el criterio primero y último consiste en aclarar si Jesús le resulta extraño o si, en cambio, es el Señor quien determina y especifica su existencia y estructura". Jesucristo, en lucha contra la hipocresía y comprometiéndose incansablemente por el hombre, se convierte en desafio y apelación a comprometerse con él para liberar al mundo de todas las miserias e injusticias y establecer en él la fraternidad y la paz.

2. EXPERIENCIA DE JESUCRISTO HOY - Si de los grandes hombres permanecen los recuerdos, el ejemplo y la doctrina, "de Jesús queda algo más que un mensaje y un testimonio; queda una presencia; una presencia viva, continua, inquietante". La singularidad histórica de Cristo consiste en que él "ha estado siempre presente en millares de conciencias. En cada generación ha suscitado seres que se adherían a él con más vigor que a sí mismos y que tenían en él el principio de su vida. Llamamos a esos seres con la palabra usual de santos. Creo que muy bien podemos decir —continúa J. Guitton— que, según las apariencias, Jesús ha sido y es el único ser en la historia que ha tenido el privilegio de engendrar santos"".

Los santos han tenido una profunda experiencia de Cristo: los mártires ofrecieron su vida por él y los místicos llegaron a celebrar unos desposorios espirituales con él. Su consagración total a Jesucristo y su identificación con él llena de admiración por las metas espirituales alcanzadas y los influjos humanitarios operados. Sin embargo, la experiencia de los santos va a menudo acompañada de fenómenos extraordinarios o extáticos, que parecen alejados del horizonte cotidiano actual. Cuando leemos que Jesús intercambia con santa Catalina de Siena el corazón y la voluntad o que san Ignacio de Loyola fue introducido en el misterio de Cristo mediante muchas visiones corporales, se despierta en nosotros el sentimiento de la admiración más bien que el deseo de la imitación.

En cambio, nos parece más accesible la experiencia de Cristo que se realiza mediante el amor y la observancia de los mandamientos (Jn 14,20-21) y que puede efectuar la comunidad: "¿No reconocéis [= conocimiento experiencial] que Jesucristo está en vosotros?" (2 Cor 13,5). Ahora bien, si por experiencia se entiende "el conjunto de los hechos que constituyen la toma de posesión de un objeto, la realización de una presencia, la adquisición de una estructura vivida", se sigue que sólo se podrá realizar una experiencia de Cristo si se logra establecer contacto y comunión con su presencia.

Aquí se vuelve a plantear con renovada insistencia el problema:

"¿Dónde podemos hallar a Cristo hoy?". Está claro que la respuesta sólo puede darla la fe, por la cual somos adoctrinados acerca de las mediaciones históricas elegidas por Cristo mismo para hacer posible el contacto experiencial con él. En general, se puede afirmar que, estando Cristo directamente implicado en la creación, el universo es en cierto sentido su sacramento; cada ser lleva su impronta y lo revela, y toda "la historia está grávida de Cristo" (san Agustín). En la amplitud de este contexto es posible acentuar una u otra realidad, elegir este o aquel medio para realizar el encuentro con Cristo, sin alterar, por otra parte, la jerarquía de valores propuestos autoritativamente por la revelación. A nosotros nos parece que la experiencia de Cristo quedaría empobrecida si no se efectuase en algunas mediaciones particularmente significativas y actuales:

a) En la comunidad eclesial y en los sacramentos. Si Cristo está presente en su cuerpo, que es la Iglesia (Ef 1,23), es en el seno de esta comunidad de amor y de oración donde se puede tener experiencia de él. En ella, en efecto, hay una serie de mediaciones que hacen viable un encuentro espiritual con Cristo: la oración en común, que hace presente a Jesús en la asamblea (Mt 18,20); las personas de los ministros, que obran en nombre de Cristo (Le 10,16; 22,20); los sacramentos y, sobre todo, la eucaristía, en que Jesús está realmente presente (Mt 26,26-28; Jn 6,53-58). La estructura cristológica de los sacramentos nos obliga a considerarlos no sólo como medios de salvación, sino como encuentro personal con Cristo, que prolonga en el tiempo sus gestos salvíficos de liberación del pecado, de perdón, de donación del Espíritu, de comunicación de vida o de consuelo. De estas perspectivas brota una espiritualidad eclesial cuya meta es conducir a una unión íntima, perseverante y sentida con Cristo.

b) En la Palabra de Dios. Desde que los evangelios y los escritos apostólicos fueron aceptados en la Iglesia como Palabra de Dios, el recurso a ellos se ha convertido en praxis habitual de los cristianos. La frecuente lectura bíblica es un acceso a la "sublime ciencia de Jesucristo" (Flp 3,8), ya que "la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo" (san Jerónimo). La meditación de la vida de Jesús ha sido a menudo un trámite para percibirlo interiormente, imitarlo e identificarse con él. La tensión hacia Jesús modelo de vida, concretizado históricamente en el más conocido de los libros de edificación, La imitación de Cristo, es una tarea primordial del cristiano; pero la imitación debe estar liberada de toda concepción mimetizante o materialmente repetitiva. "La verdadera imitación de Cristo —precisa con acierto K. Rahner— consiste en hacer que la ley interior de su vida obre en cada diversa situación personal. La imitación de Cristo es digna de vivirse, no cuando meramente se intenta multiplicar su vida —sin posibilidad de lograr más que aguadas copias—. sino cuando realmente se la prolonga"

c) En el hombre, templo de Cristo. Si Cristo es el templo de Dios, donde habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2,9), también el cristiano, mejor, todo hombre, es templo de Dios y del Espíritu, y también morada de Cristo (1 Cor 3,16-17; 6,9; He 10,45-47; Jn 14,23). La famosa escena del juicio final demuestra que el prójimo es sacramento de Cristo, porque éste se identifica con los hermanos más pequeños y considera como hecho a sí mismo todo acto de amor dirigido a ellos. De aquí se sigue que "encontramos al Señor en nuestros encuentros con los hombres, en particular con los más pobres, marginados y explotados por otros hombres"". En el ejercicio diario del amor fraterno podremos también descubrir en el prójimo necesitado el rostro de Cristo y percibir su presencia, como los discípulos de Emaús reconocieron al Señor en el peregrino que partía el pan con ellos (Le 24,31).

d) En la mediación cósmica. No se puede restringir al hombre la presencia de Cristo, si "todas las cosas han sido creadas por medio de él y para él" (Col 1.16) y con su resurrección él ha superado las limitaciones espaciales, extendiendo una presencia más íntima en el universo (Ef 1,9-10; Col 1.13-20: Rom 8,28-30). Teilhard de Chardin ha podido hablar del "Cristo cósmico" como meta de la evolución natural del ser; pero aun sin entrar en su perspectiva específica, el cristiano debe profesar a Cristo como principio, fin y sostén de todas las cosas y tratar de entrar en comunión con él también mediante el cosmos. Es significativo que el antiguo evangelio apócrifo de Tomás ponga en los labios de Cristo resucitado estas palabras: "Yo soy la luz que está sobre todas las cosas. Yo soy el universo. El universo salió de mí y retornó hacia mí. Corta un pedazo de leña y yo estoy allí dentro; levanta una piedra y yo estoy debajo de ella". En consonancia con esta perspectiva, los monjes del monte Athos suelen aplicar el oído al pavimento de la Iglesia para escuchar las palpitaciones de Cristo y afirmar su señorío cósmico. Menos sujeta a la materialización y más actual que la precedente, puede parecer la técnica que nos ofrece el zen cristiano: en lugar de una meditación ligada a imágenes y conceptos, propone una aproximación intuitiva al Cristo cósmico, que es un misterio y una realidad que escapa a las representaciones. Fe, amor y silencio místico pueden percibirlo mejor.

3. CONCLUSIÓN - Estas orientaciones sientan las bases para la elaboración de una espiritualidad específicamente cristiana, en la cual la relación con Jesucristo constituya el núcleo esencial y la característica permanente. Aquí se detiene el discurso genérico y deja espacio a una reestructuración de la vida cristiana que tenga en cuenta el puesto central de Jesucristo y de los carismas de cada persona. Cada uno debe acoger a Cristo en su propia existencia, penetrar progresivamente en su misterio, identificarse cada vez más íntimamente con su persona. En este camino coextensivo a la vida, múltiples medios y condiciones favorecen el encuentro con Cristo; a las mediaciones expuestas arriba se añaden otras, vigentes en el pasado o redescubiertas hoy, que abren una ventana a la experiencia cristiana; la contemplación creyente de los iconos de Cristo, la invocación del nombre de Jesús según la tradición oriental, la devoción a María y la oración mariano-cristológica del rosario, el ejercicio del "viacrucis", el retiro o el desierto, etc. Pero en la base de todas estas mediaciones está la obra del Espíritu Santo, que ha de acogerse con docilidad; a él le corresponde hacernos comprender las palabras de Jesús (Jn 14,25; 16,13-15), promover en nosotros la vida filial en Cristo (Rom 7,6; 1 Cor 6,17; Gál 5,16-25), hacernos cada vez más conformes con el Señor (2 Cor3.18) hasta vivificar nuestros cuerpos mortales (Rom 8,11).

Espiritualidad cristiana, hoy más que nunca, dada la actual crisis de identidad, debe significar, de modo inequívoco y actualizado, un encuentro personal, íntimo, perseverante, experiencial con Jesucristo, el Señor glorificado, cabeza de la Iglesia y presente en el universo, el determinante absoluto y el significante plenario para el hombre que camina hacia Dios, realidad suprema que sacia su corazón inquieto.

S. De Fiores

BIBL.—Una de las cosas que llama la atención es la serie de cristologías publicadas después de! Vat. II. Damos algunas de las que nos parecen más importantes para nuestros lectores: AA. VV., Jesucristo en la historia yen la fe, Sigueme, Salamanca 1978.—Barth, K, Ensayos teológicos, Herder, Barcelona 1978.—Boff, L, Jesucristo y la liberación del hombre, Cristiandad, Madrid 1981.—Bonhoeffer, D, ¿Quién es y quién fue Jesucristo? Su historia y su misterio, Ariel, Barcelona 1971.—Duquoc, Ch, Cristología. Ensayo dogmático, Sigueme. Salamanca, 1969-1972 (2 vols. Después se ha publicado en un volumen).—González de Cardedal, O, Jesús de Nazaret, BAC Maior, Madrid 1975.—González Filas. J. 1, La Humanidad nueva, 2 vols., Apostolado Prensa, Madrid 1974.-González Gil, M, Cristo, el misterio de Dios, 2 vols. Ed. Católica. Madrid 1976.—Guerrero, J.-R, El otro Jesús, Sígueme, Salamanca 1976.—Kasper, W, Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 1976.—Latourel, R. A Jesús el Cristo por los evangelios, Sígueme, Salamanca 1982.—Machovec, M, Jesús para ateos, Sigueme, Sala-manca 1974.—Pikaza, X, Los orígenes de Jesús. Ensayo de cristología bíblica, Sígueme, Sala-manca 1976.—Rovira Tenas, J, Jesús contra el sistema, Desclée, Bilbao 1976.—Schillebeeckx, E, Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981.—Segundo, J. L, El hombre de hoy ante Jesús de Nazareth, 3 vols., Cristiandad. Madrid 1982.—Sobrino, J, Cristología desde América Latina, CRT, México 1976.—Tillich, P, La existencia y Cristo, Sigueme, Salamanca 1981.