ECUMENISMO ESPIRITUAL
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SUMARIO: I. La Iglesia católica en el movimiento ecuménico: 1. De un ecumenismo "católico" a la participación de los católicos en el ecumenismo; 2. P. Couturier y la oración por la unidad; 3. "Ecumenismo espiritual" - II. Más allá del ecumenismo espiritual: 1. Del "ecumenismo espiritual" a una espiritualidad ecuménica; 2. La aportación de las confesiones a una espiritualidad ecuménica: a) Las iglesias orientales, b) Iglesias y comunidades eclesiales de la Reforma - III. Las dimensiones de una espiritualidad ecuménica: 1. Conversión; 2. Diálogo: a) El diálogo como momento de espiritualidad cristiana, b) La Iglesia, signo de fraternidad dialogante; 3. Servicio.

La táctica del Espíritu Santo revela una constante: su procedimiento gradual. "Firmiter et suaviter". No sigue el camino de la violencia, sino el de la suavidad. No por ello su acción es menos eficaz. Un test de los más evidentes es la transformación de la Iglesia bajo el soplo del ecumenismo. Nada de torbellino y terremoto, sino brisa ligera; sin embargo, el hielo acumulado durante siglos se ha deshecho irrevocablemente.

La asimilación de la mentalidad ecuménica ha producido transformacionesen todos los campos de la vida de las iglesias cristianas: desde el edificio doctrinal a la práctica del culto y a las relaciones cotidianas de los pertenecientes a confesiones diversas. También la espiritualidad se ha visto invadida por ella; de ahí se ha seguido una renovación superior a toda previsión. Durante demasiado tiempo, en efecto, fue precisamente la espiritualidad uno de los mayores factores de división. La absoluta identificación con la propia confesión y el distanciamiento de las demás era una de las exigencias fundamentales que ponía cada iglesia a sus fieles. Fue la "espiritualidad" la que hizo que la Ortodoxia Oriente cristiano] se estructurase como iglesia de la tradición, eleprotestantismo como comunidad de la Biblia y el catolicismo como la iglesia de los sacramentos y de la jerarquía. La voluntad de dar a la propia confesión una fisonomía bien patente e inconfundible llevó a aislar algún aspecto, a privilegiarlo de manera exclusiva, a agigantarlo en detrimento de otros.

El viento primaveral del ecumenismo ha traído el deshielo. Sin detrimento de la identidad confesional, los cristianos han aprendido a estimar el patrimonio de las otras confesiones, que se deriva de la fuente evangélica común. El enriquecimiento no ha llegado sólo por aportaciones de fuera. Aceptando al otro en cuanto otro, los cristianos han aprendido también a conocer mejor la propia tradición confesional; encaminándose unánimemente hacia Cristo, han aprendido el arte espiritual del diálogo; su servicio común al mundo le ha dado al mensaje evangélico un impacto y una credibilidad mayores.

I. La Iglesia católica
en el movimiento ecuménico

1. DE UN ECUMENISMO "CATÓLICO" A LA PARTICIPACIÓN DE LOS CATÓLICOS EN EL ECUMENISMO - El camino de los discípulos de Cristo en la historia está marcado por heridas inferidas a la fraternidad y por desgarrones de la unidad. Algunos fueron temporales; otros abrieron entre las comunidades cristianas fosos aparentemente insalvables. Sin embargo, la esperanza de la unidad jamás abandonó por completo a la Iglesia; la historia de las divisiones tiene como paralelo una serie correspondiente de tentativas dereunificación'. Con la constitución del Movimiento Ecuménico, las intervenciones esporádicas adquirieron carácter orgánico. La utopía de la unidad de la Iglesia se convirtió en fuerza creadora. Una serie de instituciones ha dado cuerpo a la inspiración ideal de los pioneros: el Consejo Internacional de las Misiones, Vida y Acción, Fe y Constitución y, finalmente, como coronamiento, el Consejo Ecuménico de las Iglesias'. La orientación ecuménica se iba extendiendo contagiosamente a las diversas confesiones cristianas. Finalmente, también la Iglesia católica superaba su desconfianza frente al Movimiento Ecuménico y se adhería a él cordialmente con el Vat. II.

La afirmación de la idea ecuménica en la Iglesia católica fue lenta. Durante muchos años el magisterio pontificio reafirmó con intransigencia una concepción de la reunificación basada en el "retorno" de los herejes y cismáticos ("No se puede fomentar la unidad de los cristianos de otra manera que procurando la vuelta de los disidentes a la única verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día lamentablemente se alejaron", Mortalium animos, de 1928)'. Todavía en 1949 una instrucción del Santo Oficio ponía en guardia a los fieles católicos contra los peligros del ecumenismo. La participación en asambleas mixtas, en conferencias y en reuniones de oración se desaconsejaba sin términos medios: "No intervengan los fieles en esas reuniones sin un permiso especial de la autoridad eclesiástica"; para participar en tales reuniones era siempre necesario "el permiso preventivo y especial en cada caso de la Santa Sede". El documento indicaba también que los criterios con que se podían conceder tales autorizaciones eran de lo más restrictivos: "Pues como la experiencia enseña que las grandes reuniones de este género dan poco fruto y entrañan gran peligro, no se deben permitir si no es después de un examen atentísimo'.

Más que las implicaciones teológicas de estas proclamaciones de orden doctrinal, nos interesa la actitud espiritual que las dictaba. Mientras la Iglesia católica se inspiró en el campo ecuménico por la ideología del "retorno", siguió encerrada en sí misma como un castillo inexpugnable. Si se abría algún puente levadizo era para invitar a volver a los que se habían alejado; nunca para ponerse ella en camino. Las exhortaciones al retorno contenidas en las encíclicas"ecuménicas" de Pío XI y Pío XII suenan intolerablemente duras. "El Papa se dirigía a los herejes y a los cismáticos, les tendía la mano y les conjuraba paternalmente a entrar de nuevo en el seno de la Iglesia. ¡Cuántas heridas ha causado este estilo, inspirado de buena fe en la parábola del hijo pródigo, sin preocuparse no sólo de las leyes de la psicología, sino incluso de la verdad! Como si las respónsabilidades iniciales no hubieran sido comunes; como si los hijos de los reformadores pudieran ser hoy `culpables': como si no estuvieran unidos en comunidades a las que son deudores de su conocimiento de Jesucristo y de su ideal cristiano, en las cuales, por consiguiente, hay que confiar para restablecer la unión".

Este planteamiento del "ecumenismo" perduró en el ámbito católico hasta el Vat. II. Incluso Juan XXIII, a pesar de todo el impulso de su caridad y de su voluntad de diálogo, permaneció sustancialmente firme en la concepción tradicional. El esquema decretal discutido en la segunda sesión conciliar se movía aún en esta órbita; la Iglesia católica hablaba del ecumenismo partiendo de sí misma, considerada como centro; a las demás iglesias y comunidades cristianas se las comparaba con su "plenitud" y se las juzgaba cuantitativamente (es decir, a una comunidad separada se la medía por el número de elementos católico-romanos que aún posee o que ha descartado).

Esta concepción chocó con la propugnada por las iglesias reunidas en el Consejo Ecuménico de las Iglesias y defendida por unos pocos ecumenistas católicos de vanguardia; podemos llamar a la segunda "ecumenismo de diálogo". Esta fue la que prevaleció en el concilio, hasta el punto de que nunca en el decreto se recurre al término o al concepto de "retorno". Desde el punto de vista doctrinal, esto implicaba la renuncia a un ecumenismo "católico" alternativo al promovido por las otras iglesias cristianas. Se abandonaba así la enseñanza oficial de la Iglesia católica, según la cual existían dos movimientos ecuménicos totalmente diversos: el de la Iglesia católica, que tenía como fin la vuelta de los hermanos separados, y el de las otras iglesias, que tendía a la recuperación de la unidad mediante la integración recíproca.

El decreto conciliar rechazó el paralelismo de un doble ecumenismo. La posición quedó sancionada al cambiarse el título del primer capítulo, de acuerdo con las propuestas formuladas durante la discusión en el aula en la segunda sesión. En su redacción final, el capítulo no se titula ya "Principios del ecumenismo católico", sino "Principios católicos sobre el ecumenismo". Este desplazamiento de una palabra no es una corrección estilística; es más bien la renuncia por parte católica a un ecumenismo administrado como propiedad. Quiere decir que existe un solo ecumenismo, en el que, sin embargo, hay diversos puntos de partida, ya que son diversas las bases históricas y doctrinales de las varias iglesias. Por eso la Iglesia católica se reserva participar en este movimiento de acuerdo con lo que explícita en los "principios" derivados de su propia eclesiología; pero reconoce en el movimiento mismo algo diverso de la "vuelta a Roma" tanto tiempo postulada. La aspiración ecuménica se define como "movimiento cada día más amplio, surgido también entre nuestros hermanos separados, por la gracia del Espíritu Santo, para restablecer la unidad de todos los cristianos" (cf UR 1). De mayor peso son para nosotros las implicaciones espirituales de esta opción ecuménica concreta del Vat. II. La idea de ecumenismo que la Iglesia católica ha hecho propia constituye un salto cualitativo enorme respecto al pasado incluso próximo. Alguien ha hablado de "revolución copernicana". La imagen es de lo más apropiado. El que habla de ecumenismo de "retorno" coloca su propia confesión en el centro, como la tierra en el sistema tolemaico; las otras agrupaciones cristianas giran alrededor, a mayor o menor distancia. En cambio, después de la revolución copernicana, el centro del universo cristiano no lo ocupa ya la propia Iglesia, sino Cristo. Y todas las iglesias adquieren la condición de planetas, que reciben luz de la estrella fija, Cristo, "luz de las gentes". No se trata sólo. de un cambio teológico, sino de una verdadera revolución de la actitud espiritual más profunda. Tal es el supuesto indispensable de una espiritualidad ecuménica.

2. P. COUTURIER Y LA ORACIÓN POR LA UNIDAD - La apertura de la Iglesia católica al ecumenismo de diálogo no se produjo de la noche a la mañana. Ciertos hombres profetas prepararon el cambio. Fueron grandes conciencias cristianas, en las que ardía la pasión por la unidad de la Iglesia; consumieron suvida por la Una Sancta y su llama encendió otras llamas.

Los profetas del diálogo ecuménico llevaron una vida dificil en la Iglesia y sufrieron hostilidades y censuras. Sin embargo, la causa ecuménica se afirmó precisamente porque ellos consiguieron comunicar a la Iglesia entera con su testimonio la pasión por la unidad de los cristianos. Unos lo hicieron con contactos (véase el caso ejemplar del P. Portal y de lord Halifax); otros con sus escritos (como el P. Congar con su libro fundamental Cristianos desunidos); otros, en fin, con la oración. A este último grupo pertenece la luminosa figura del sacerdote Couturier.

El P. Congar ha dado un vibrante testimonio sobre la aportación de Paul Couturier a la causa ecuménica: "A cada uno su cometido y su camino en la historia santa que Dios escribe. Para cada uno, lo más bello es lo que se le ha asignado; sólo desempeñándolo fielmente será de veras grande, fecundo y, finalmente, feliz. No nos engrandecemos disminuyendo a los otros y envidiando su destino, sino, al contrario, abriéndonos y comunicando gozosamente lo que Dios ha querido que seamos y realicemos. Yo he recibido quizá —icon otros!— el cometido de un servicio doctrinal al ecumenismo... La gracia y la vocación del sacerdote Paul Couturier fue abrirle al ecumenismo el camino espiritual, darle su corazón de amor y de oración". En este humilde sacerdote de Lyon han reconocido muchos al profeta de la unidad cristiana que el siglo xx necesitaba, suscitado por Dios como aquellos "hermanos universales" —Francisco de Asís, Vicente de Paúl, Carlos de Foucauld— que marcan los grandes cambios de la historia del Espíritu.

El nombre de P. Couturier está ligado sobre todo a la "Semana de la oración universal por la unidad". No fue él propiamente el fundador, sino su revolucionador. Lo que existía precedentemente era un "Octavario por la unidad de la Iglesia", del 18 al 25 de enero, iniciado por Paul Wattson, aprobado por Pío X y dotado de indulgencias por sucesivos pontífices. El octavario estaba concebido como una especie de cruzada espiritual para la conversión de los no católicos. La perspectiva era explícitamente la del "retorno" de todas las ovejas descarriadas al único redil de Pedro. Día tras día los católicos oraban por la "conversión" y el "retorno" de todos los cristianos disidentes, lo mismo que por la "conversión" de los musulmanes, de los paganos y de los judíos. Evidentemente, tal oración no podía ser una oración verdaderamente ecuménica, en el sentido de ser una oración de todos los cristianos; no podían unirse a ella aquellos cuya conversión se pedía. El sacerdote Couturier revolucionó la semana de oración, liberándola de la perspectiva controversista y de proselitismo, sin caer por ello en el indiferentismo temido por el magisterio.

El mismo P. Couturier difundió su pensamiento en dos importantes artículos aparecidos en la Revue apologétique. Proclamaba necesario que la oración, para ser verdaderamente ecuménica, garantizase un espíritu con el que todos los cristianos se sintieran a gusto: "Entendemos este octavario como una convergencia de oraciones de todas las confesiones cristianas en plena libertad e independencia, hacia el Cristo que amamos, adoramos y predicamos... Hacer el octavario es prepararse espiritualmente a la reunión que se suplica; prepararse a ella a través de esta misma súplica... El octavario tiene por fin la reunión de todos, de la cual no sabemos otra cosa sino que Dios la quiere, puesto que Cristo oró por la unidad. Se trata de hacer un acto de completo abandono y de absoluta confianza en la infinita bondad y en el infinito poder de Cristo resucitado".

Para Couturier no existe más que una sola acción adecuada a la altura del ideal de la unidad querida por Dios en Cristo: "la acción de la oración". Se trata, pues, de que cada cristiano se deje guiar por una fe viva en la persona de Cristo; pero cada uno en su propia confesión, es decir, allí donde ha aprendido a amar a Cristo. El centro de la oración ecuménica no puede ser el cristiano particular, sino Cristo mismo o, mejor, la oración misma de Cristo por la unidad. Cristo orante, Cristo que hace su oración sacerdotal, es el lugar en que podemos encontrarnos todos los cristianos.

El cambio realizado por el P. Couturier estriba en el hecho de que no se reza ya por la vuelta de los "otros", sino por la "santificación" de todos. El problema ecuménico, reducido a su esencia, es que todos nos acerquemos más a Cristo mediante la conversión del corazón, fieles al conocimiento de Cristo que se tiene en la propia Iglesia. Lo que se le pide a cada uno es que llegue hasta el final de su propia fidelidad, tal como al presente la vive. Todo discípulo de Jesús puede entrar en esa oración, que se hace entonces verdaderamente universal, ecuménica, dejando de ser un proselitismo enmascarado. Y esta oración convergente y unánime comienza ya, a pesar de las divisiones, a realizar el milagro de la unidad. "Porque —escribía en uno de los opúsculos preparados anualmente para la semana— es vano querer que se realice primero la unidad de los espíritus en la verdad y luego la unidad de los corazones en la caridad. La caridad es el heraldo de la verdad".

3. "ECUMENISMO ESPIRITUAL" - La Visión ecuménica de P. Couturier tuvo una resonancia excepcional. A partir de 1933 inició la oración por la unidad a la cual hubieran podido unirse todos los cristianos con plena independencia espiritual. A su muerte, en 1953, la oración universal había conquistado multitudes de cristianos de todas las confesiones, difundiéndose progresivamente por todo el mundo. Se había revelado como uno de los canales privilegiados para la difusión de la exigencia ecuménica; a través de ella, la unidad había pasado del ámbito de los pioneros y de los teólogos a las masas cristianas.

Al mismo tiempo, la oración por la unidad había puesto en marcha una concepción específica de la unidad de la Iglesia. Esta se aparta del planteamiento doctrinal que aborda la unidad cristiana partiendo del problema de las divergencias doctrinales e institucionales, que es preciso comprender y conciliar. Es verdad que nosotros no podemos prescindir de nuestras convicciones particulares ni se nos ha pedido renunciar a la fidelidad a nuestra confesión. Mas cuando nos acercamos a la oración de Cristo, adquirimos conciencia de que su intención supera todo lo que nosotros, individual y eclesialmente, podamos pensar. En consecuencia, la oración ecuménica no puede postular la reducción de los otros a nuestra unidad, sino que Dios realice "la unidad que quiera a través de los medios que quiera". Esta fórmula concisa resume mejor que cualquier otra el dinamismo que la oración del sacerdote Couturier supo imprimir a la concepción ecuménica de la unidad de la Iglesia.

Para los cristianos divididos se trata de volver a unirse, mas no en el punto en que se separaron. Deben más bien progresar paralelamente, intentando hacer más auténtica su propia vida cristiana mediante un contacto renovado con la fuente única. Las miradas de nuestros hermanos de confesiones diferentes, al posarse en nosotros nos obligan a descubrir los puntos precisos en los que se debe llevar a cabo una purificación. La reabsorción de las divisiones sólo se producirá cuando los cristianos, avanzando paralelamente al encuentro del Señor en una conversión progresiva y estimulados por contactos recíprocos, hayan entrado plenamente en la oración del mismo Cristo por la unidad de su Iglesia.

La práctica de la "Semana de oración universal para la unidad cristiana" y la concepción eclesiológica subyacente a la misma han adoptado el nombre de ecumenismo espiritual'. El mismo Vat. II, en el decreto sobre el ecumenismo, hizo suya esta terminología: "Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y con toda verdad pueden llamarse ecumenismo espiritual" (UR 8).

II. Más allá del ecumenismo espiritual

1. DEL "ECUMENISMO ESPIRITUAL" A UNA ESPIRITUALIDAD ECUMÉNICA - Ningún cristiano sensible a los problemas de la Iglesia podrá negar la preciosa contribución de la corriente de pensamiento y de acción conocida con el nombre de "ecumenismo espiritual" a la causa ecuménica en general. Se ha impuesto la costumbre de considerarlo como una aportación a la unidad de los cristianos específica e irreductible a las otras formas de actividad ecuménica, a saber: los encuentros institucionales y las discusiones teológicas. La aportación del "ecumenismo espiritual" es indiscutiblemente relevante. Está, ante todo, el hecho mismo de la semana de oración, que moviliza cada año al mundo cristiano. Católicos, anglicanos, protestantes y ortodoxos viven un "tiempo fuerte" espiritual, que pone ante sus ojos la responsabilidad de todos los cristianos frente a la unidad y frente al mundo, el cual sigue estupefacto, y hasta escandalizado, por sus divisiones. La semana hace comprender que ninguna confesión tiene derecho a aprovecharse de la desgracia de la ruptura. La oración de cada Iglesia es auténtica cuando brota de un espíritu penitencial.

La práctica de la oración por la unidad, en el sentido que le dio el sacerdote Couturier, ha sido uno de los elementos que mayormente han contribuido a difundir en todos los niveles del pueblo cristiano el rechazo del "eclesiocentrismo". Las iglesias han dejado de considerarse a sí mismas como centro del universo religioso y de medir a las demás con su propia medida. Han colocado en el centro a Cristo y, al medirse por su gracia y sus exigencias, se han encontrado todas deficientes.

Finalmente, al ecumenismo espiritual le debemos la profundización de la idea misma de unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia como "misterio", y no como "problema"; la unidad de los cristianos como participación de la unidad trinitaria: "En el misterio del ser mismo de la Iglesia es donde los cristianos deben `comunicar': no sólo para vivir en la unidad, sino más exactamente para vivir de la unidad. Por eso todo cristiano está obligado a afirmar: la unidad no me es extraña. No es una riqueza que habré de conquistar, con la alegría de repartirla entre hermanos. La unidad constituye mi mismo ser cristiano, igual que el suyo; estoy comprometido en ella, como ellos. Es imposible objetivarla perfectamente para someterla a mi albedrío y al suyo. De ella vivo; de ella quiero vivir; como quiero que los otros vivan de ella; como los otros quieren vivir de ella".

Sin embargo, todos estos méritos innegables del ecumenismo espiritual no logran impedir ciertos interrogantes críticos sobre él. Surgen reservas sobre la terminología. En efecto, parece abusivo monopolizar el término "espiritual" para algunas de las actividades específicas que forman parte del compromiso ecuménico. Todo el ecumenismo es "espiritual", es decir, fruto del Espíritu. Explícitamente lo ha reconocido el Vat. II al atribuir a la gracia del Espíritu Santo el surgir de un "movimiento cada día más amplio para restablecer la unión de todos los cristianos" (UR 1). En este sentido, las actividades sociales de SODEPAX, por citar un ejemplo, no son menos "espirituales" que la semana de oración. Esta última se ha difundido elogiosamente. Puede decirse que no hay hoy parroquia católica o comunidad religiosa que no la celebre. La oración por la unidad se ha convertido en una práctica de piedad habitual. Pero puede que su mismo éxito haya llevado a restringir el alcance del ecumenismo y a reducirlo a una práctica de piedad más; a confinarlo en los grupos de devotos; a hacer de los que oran por la unidad una especie de "monasterio invisible", para usar una expresión del sacerdote Couturier.

No se trata de proscribir el "ecumenismo espiritual" ni de negarle a la oración su carácter central en la vida cristiana. El mismo Vat. II, según lo hemos visto, define este compromiso espiritual como "el alma de todo el movimiento ecuménico". La única preocupación es la de evitar una expresión que puede tener resultados restrictivos y que, en cualquier caso, no es adecuada para expresar todo lo que ha llegado a ser el ecumenismo.

Positivamente, nos parece poder afirmar que en la escuela de la oración los cristianos han adquirido una comprensión más profunda, más "espiritual" —es decir, más en consonancia con el Espíritu de Jesús—, de su propia existencia. No basta rezar; hay que rezar "bien". De esto tenían conciencia los discípulos cuando le pidieron a Jesús: "Señor, enséñanos a orar" (Le 11,1). Evidentemente, no buscaban una fórmula mejor que las otras; acaso mejor que las oraciones que Juan Bautista había enseñado a sus discípulos. Pedían un "espíritu"; el que vislumbraban en la vida y en la oración de Jesús y que sentían como totalmente diferente de su propio "espíritu".

Los cristianos han orado mucho por la unidad de la Iglesia. Pero con frecuencia han orado mal. Y han orado mal porque vivían mal su referencia a Cristo. Mas en nuestro tiempo se ha otorgado la gracia: "El Señor de los siglos, que sabia y pacientemente continúa el propósito de su gracia sobre nosotros, pecadores, ha empezado recientemente a infundir con mayor abundancia en los cristianos desunidos entre sí el arrepentimiento y el deseo de unión" (UR 1). Lo ha hecho también mediante la oración de hombres de oración. Y esta oración suya ha sido escuchada muy por encima de lo que los orantes solicitaban. A la Iglesia entera se la ha otorgado gracia según la medida evangélica: colmada, apretada y rebosante.

Uno de los mejores frutos de la oración es precisamente el hecho de que quienes oran se ven empujados a un compromiso más global que el de la sola oración. El "ecumenismo espiritual", en cuanto actividad específica que busca la unidad, está llamado a superarse. La "espiritualidad" entera —es decir, la vida de fe, esperanza y amor en el Espíritu de Cristo— debe adquirir una dimensión ecuménica.

Sin embargo, la fidelidad confesional está muy lejos de carecer de sentido. Cada tradición particular, al dar la preferencia a ciertos valores, ha conferido una fisonomía inimitable al modo concreto de traducir en la vida el evangelio. El primer paso hacia una espiritualidad ecuménica consiste en aceptar la pluralidad de las espiritualidades, conocerlas, apreciarlas y asimilarlas en la medida de lo posible. La espiritualidad ecuménica hacia la que se sienten impulsadas las iglesias no es una reducción al mínimo común denominador cristiano, con la que se perderían las características singulares de las diversas confesiones. Es el Vat. II el que nos invita precisamente a tener en la mayor consideración las espiritualidades de las otras confesiones.

2. LA APORTACIÓN DE LAS CONFESIONES A UNA ESPIRITUALIDAD ECUMÉNICA - "Para unirse hay que amarse", solía decir el cardenal Mercier; y continuaba: "Para amarse hay que conocerse". El amor de Cristo da la limpidez de mirada necesaria para conocer al otro en su misterio; pero el amor mismo se nutre de conocimiento, si no quiere degenerar en vago sentimentalismo. Este elemento intelectual es parte integrante de una verdadera espiritualidad ecuménica.

No se trata de conocer sólo la doctrina de las otras iglesias. Según el Vat. II, "hay que conocer la disposición de ánimo de los hermanos separados... Los católicos debidamente preparados deben adquirir un mejor conocimiento de la doctrina y de la historia, de la vida espiritual y cultual, de la psicología religiosa y de la cultura propia de los hermanos" (UR 9). Una iglesia es más que un acervo de doctrinas; por eso conocerse es distinto de una confrontación de tesis. De los otros cristianos se invita a los católicos a conocer su animus, o sea su espíritu y su mentalidad; hay que estudiar su historia y los restantes aspectos, puesto que en ellos se expresa el animus. Por eso el acercamiento requerido es diverso del que basta para un conocimiento puramente nocional. No es posible acercarse a la doctrina del otro como a un simple problema que resolver, sino como al aspecto de un misterio profundo de la gracia de Dios y de fidelidad humana a Cristo, que se expresan en la vida concreta de las otras iglesias.

a) Las iglesias orientales. A los católicos les pide el concilio una "especial consideración" de las iglesias orientales (UR c. III, p. 1). De ellas nos viene el testimonio más explícito sobre el papel del Espíritu en el conjunto de la experiencia cristiana. El Oriente cristiano está polarizado en la experiencia del Dios bíblico, que se revela en Jesucristo y se comunica mediante el Espíritu Santo. La idea oriental de Dios es trinitaria; se expresa dinámicamente en aquel círculo misterioso que brota de la unidad y desemboca de nuevo en la unidad divina.

El movimiento que fluye plácidamente del seno inefable del Padre alcanza su plenitud en el Espíritu Santo. Como en el Espíritu se cierra el círculo divino, él es el portador de la belleza madura y plena de Dios. El mundo ortodoxo es consciente de que, al igual que no es posible analizar el perfume de una flor, lo mismo el Espíritu Santo es indefinible. El creyente no puede captarlo y comprenderlo; sólo puede adorarlo y cantar en su presencia. En el Oriente cristiano la penetración del misterio del Espíritu Santo ha sido tal, que encontramos plenamente justificada la afirmación de Bulgakov: "La ortodoxia es el Espíritu Santo".

La "teología" —el canto de la plenitud rebosante de la vida trinitaria— la hace posible la "economía", la sabia disposición de Dios de revelarse al hombre. Dios, intangible en su trascendencia, se hace inmanente en el cosmos, su trasparencia, y en el hombre, imagen del Logos. La encarnación del Hijo eleva al mundo a la maravillosa vecindad de Dios y le ofrece su definitivo coronamiento. Todas las acciones de Jesús están repletas del perfume de la santidad de Dios, que se difunde en el mundo ya desde el momento mismo de la encarnación. La aparición de Cristo en este mundo —enseñanza, actividad milagrosa, muerte en cruz y resurrección— tiende toda ella al proceso de divinización del hombre ("theosis"): participación de la vida divina, visión de Dios.

La divinización alcanza su expresión más radiante en la resurrección. Esta es contemplada por las iglesias de Oriente como un hecho cósmico: en Cristo también nosotros hemos resucitado, la vida divina triunfa y el júbilo pascual llena a todas las criaturas. Un investigador de las religiones, muy sensible, ha percibido atinadamente el puesto central que ocupa la fe en la resurrección dentro de la sensibilidad espiritual del cristianismo oriental: "La fe en el más sublime y profundo misterio cristiano de la salvación, que constituye el latido de la cristiandad ortodoxa, es tan vital, fuerte e iluminador, que no se ha convertido en objeto de la especulación teológica. La agudeza penetrante y la hábil dialéctica, propias de la cristología dogmática de los griegos, se han cubierto la cabeza ante este misterio de los misterios, en silencio de adoración; la teología ha cedido aquí a la viva devoción. Precisamente en este constante silencio ante el misterio de la resurrección, que la liturgia oriental canta y celebra con júbilo ininterrumpidamente, se manifiesta toda la grandeza de la teología oriental, la cual indaga el misterio de la revelación hasta donde se lo puede indagar, y el misterio imposible de indagar lo deja a la Iglesia orante"

La corriente infinita de vida que fluye de la Trinidad desembocando en el Espíritu Santo, consagra la humanidad de Jesús mediante la divinidad. La vida divina inunda también a los creyentes, que están injertados en Cristo. Así, el Espíritu Santo, la gracia increada, el aliento viviente de la divinidad, realiza la filiación divina de los hombres. Guiado por el Espíritu hasta el centro del corazón de Dios, el creyente recibe ahora una misteriosa vibración al ritmo de la vida trinitaria, en espera de poder contemplar la luz divina sin velos.

Con la fe en el reino futuro, la mirada fija en lo eterno, el impulso vital hacia la transfiguración y la voz jamás desfallecida del servicio divino que celebra la eucaristía con los ángeles, la Iglesia oriental recuerda a los cristianos de cualquier confesión que mediante la belleza de su gloria es como ha salvado Dios al mundo.

b) Iglesias y comunidades eclesiales de la Reforma. También las iglesias nacidas de la reforma protestante poseen su patrimonio espiritual, que han sacado del evangelio común y que brindan a todos los discípulos de Cristo por encima de las delimitaciones confesionales. Hay que admitir que el mundo católico es poco sensible a las riquezas espirituales del protestantismo. La polémica ha estructurado las relaciones entrecatólicos y protestantes hasta el más reciente pasado. Nos hemos dejado guiar por la mentalidad apologética, que sólo conoce las luces de la propia casa y las sombras de la ajena. No es éste el espíritu que anima al decreto conciliar sobre el ecumenismo. Podemos comprobarlo en los párrafos que el decreto dedica a las iglesias y comunidades eclesiales separadas de Occidente en el c. lll. El último de los cuatro párrafos, que tratan de los puntos fundamentales que unen a las iglesias de la Reforma y a las iglesias de cuño católico, se ocupa de la vida en el Espíritu (UR 23).

Del cristianismo protestante se dicen cosas sumamente positivas, atribuyéndolas a la obra de la gracia. No se trata, en el fondo, más que de la aplicación coherente del principio establecido en la primera parte del decreto: las iglesias y comunidades eclesiales no carecen de significado en el misterio de la salvación; de ellas se sirve el Espíritu de Cristo como de instrumentos de la gracia divina para los hombres (cf UR 3). Tampoco la santidad de vida que puede admirarse en estas iglesias florece "a pesar de" las iglesias, sino "en ellas" y "gracias a ellas". También en las iglesias separadas de la sede romana está presente con su eficacia la única Iglesia de Cristo para producir frutos de vida cristiana, tanto en el ámbito individual como en el social. Entre las más destacadas de estas riquezas, el concilio señala la fe en Cristo, ayudada por la gracia del bautismo y por la escucha de la palabra de Dios, la oración privada, la meditación de la Biblia, la vida de la familia cristiana y el culto de la comunidad reunida para alabar a Dios.

A esto hay que añadir el vivo sentido de la justicia y la sincera caridad con el prójimo. "Esta fe activa —observa el decreto conciliar— ha producido no pocas instituciones para socorrer la miseria espiritual y corporal, para cultivar la educación de la juventud, para humanizar las condiciones sociales de la vida, para establecer la paz en el mundo" (UR 23).

Sería falsear la intención del concilio ver en las afirmaciones sobre la "fe activa" una intención polémica, como si se quisiera atribuir a las iglesias protestantes, a pesar de su doctrina de la "sola fe", una justicia que viene de las obras. El lenguaje del concilio es más bien un estímulo para que los católicos comprueben si los clisés corrientes de la doctrina de la justificación atribuida a los protestantes corresponden verdaderamente al pensamiento y a la práctica de nuestros hermanos. Es cierto que algunos discípulos de Lutero han llevado hasta el extremo su rechazo del sistema religioso-moral de la teología bajo-medieval, la cual hacía de la acción humana una condición de necesidad para la salvación divina. Por el camino de este rechazo, Nicolás de Amsdorf llegó hasta la tesis de que las buenas obras son incluso nocivas para la salvación. Esta es la imagen caricaturesca que más circula en el ambiente católico. Pero no era ése el pensamiento de Lutero y de los otros reformadores. Puede decirse que fe y buenas obras son contempladas como inherentes entre sí, de manera que sin las buenas obras no se consigue la salvación, si bien no se gane la salvación por medio de las buenas obras. En todo caso, es cierto que los protestantes no entienden el principio de la "sola fe" como si la fe no hubiera de mostrarse fecunda en la vida del creyente.

Es indiscutible, por lo demás, que las diversas oleadas de "renacimiento" que históricamente han recorrido el mundo protestante se han ocupado de dar a la existencia cristiana una dimensión también social y humanitaria. El compromiso por la justicia social se vio incrementado por el impulso del protestantismo liberal, el cual tendía a hacer al cristianismo inmanente a este mundo como religión social. El protestantismo conoció también un movimiento social análogo al producido por el catolicismo a partir de finales del siglo pasado. A él se debe la creación de obras benéficas de toda clase, encaminadas todas a combatir las plagas sociales en favor de los más desheredados: la infancia, los prisioneros, los enfermos (desde la fundación de la Cruz Roja Internacional en Ginebra en 1868, por obra del calvinista H. Dunant, hasta la institución de enfermeras para asistir a los soldados heridos, las nurses de Florence Nightingale). No deja de ser significativo el que una de las figuras más conocidas del mundo protestante y representativas de su vida espiritual sea el doctor A. Schweitzer, premiado por su hospital africano de Lambaréné.

Esta estela de caridad que los cristianos de la Reforma han dejado detrás de sí, en Europa como en los países de misión, la contempla la Iglesia católica sin envidia, sino más bien dando gracias a Aquel que sigue derramando su Espíritu en el mundo a través de los creyentes de todas las comunidades confesionales que obran en su nombre.

Gracias a las aportaciones de todas las tradiciones confesionales es posible inaugurar ahora el inicio de una época en que la cristiandad sabrá vivir la diferencia bajo el signo del pluralismo que enriquece. La vida espiritual de los creyentes tendrá un aliento más amplio; será ecuménica. De esta espiritualidad en formación podemos entrever ya sus rasgos más característicos. Los agrupamos bajo los tres exponentes de conversión, diálogo y servicio.

III. Las dimensiones de una espiritualidad ecuménica

1. CONVERSIÓN - En el curso de medio siglo de ecumenismo han surgido progresivamente diversos aspectos de la búsqueda de la unidad eclesial. Nos hemos percatado de que ésta conlleva un diálogo doctrinal sobre el contencioso teológico antiguo y reciente, un servicio común de los cristianos al mundo, especialmente a los pobres, y la oración de todos para que Cristo mismo restablezca la unidad visible por los caminos que quiera. Son éstas dimensiones permanentes del movimiento ecuménico. Pero cada vez más se siente la necesidad de encontrarle al ecumenismo un centro de gravitación. Ahora que la causa ecuménica ha pasado a ser, de trabajo de una élite, la preocupación de una multitud de cristianos; ahora que la multiplicación de las actividades ecuménicas hace temer el riesgo de una evaporación del espíritu en un "activismo ecuménico"; ahora que los jóvenes dentro mismo de la Iglesia suscitan discusiones radicales, se hace necesaria una concentración en lo esencial.

El decreto conciliar sobre el ecumenismo viene en ayuda de esta preocupación. Al hablar del ejercicio del ecumenismo (c. II), trata de todo lo que puede hacerse juntos, desde los diálogos teológicos especializados a la cooperación en el plano social; pero con gran acierto antepone a esta enumeración las debidas consideraciones sobre el ecumenismo como reforma de la Iglesia y como renovación de los cristianos individuales. Y así recuerda que el ecumenismo, antes que un cúmulo de "cosas que hacer", es una actitud interior, un espíritu, una disposición de ánimo. Tal es el núcleo del ecumenismo, su centro de gravitación. Sin esta sal, cualquier actividad ecuménica se corrompe más pronto o más tarde. Se nos pone así en guardia frente a un cierto "triunfalismo ecuménico", que podría infiltrarse si nos damos por contentos con algunas manifestaciones solemnes y exteriores de unidad que no se traduzcan en la asunción de una nueva mentalidad. "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la renovación interior, de la abnegación propia y de la libérrima efusión de la caridad de donde brotan y maduran los deseos de unidad" (UR 7).

La conversión que madura en el seno de la espiritualidad ecuménica no se limita a la transformación moral de las costumbres. Se relaciona más bien con ese hecho espiritual que el griego del NT llama metanoia, la cual comprende el abandono de la humana autosuficiencia y de la búsqueda de sí, la radical orientación a Dios por la pronta disposición a cumplir su voluntad, el cambio del modo de pensar y la inversión, a partir de la fe, de la jerarquía de valores. En este nivel, el ecumenismo se presenta como un movimiento que es espiritual en su esencia íntima; "espiritual", o sea obra del Espíritu. La metanoia no es producto de la buena voluntad del hombre, y hay que impetrarla en la oración.

Renovación, reforma, conversión, santidad, comunión con Dios: todo esto, y nada menos que esto, se le pide a la Iglesia que acepta caminar por el sendero del ecumenismo. Veremos más fácilmente que esto es lo esencial de una espiritualidad ecuménica si consideramos que la conversión, traducida a lo positivo, significa concentración en Cristo. Así ocurre ya con la metanoia evangélica: quiere decir cambiar el rumbo de la vida para ir en pos de Jesús que llama [Conversión II-I11]. En el lenguaje de los teólogos, esta actitud que debe animar a las iglesias abiertas al ecumenismo se llama "cristocentrismo".

La preocupación por asegurar a Cristo el puesto central en la doctrina, en la predicación y en la vida de la Iglesia es uno de los frutos más preciosos de la espiritualidad ecuménica. La orientación cristocéntrica no se asegura contentándose con repetir las fórmulas venerandas de la fe cristiana establecidas por los concilios de los ss. tv y v, sobre las cuales existe un acuerdo sustancialentre las diversas confesiones cristianas. Las formulaciones doctrinales sobre Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre en una sola persona han de convertirse en el punto de partida y en el comienzo de una comprensión nueva y actual de su persona y de su obra. Todas las iglesias han de responder con honradez intelectual a la pregunta: ¿Quién es para nosotros "'Jesucristo hoy?

Las viejas polémicas confesionales resultan absolutamente anacrónicas cuando los cristianos se sitúan ante el problema que les concierne a todos: cómo llevar juntos al mundo actual, en su propio lenguaje, el anuncio de la salvación de Jesucristo. Para proclamar con fidelidad y credibilidad el mensaje de la salvación cristiana al mundo de hoy, se precisa la unión de las fuerzas de toda la cristiandad. La conversión ecuménica del corazón hace posible la superación del celoso particularismo con que cada confesión conserva sus dones propios y la apertura a la integración de otros cristianos.

2. DIÁLOGO - a) El diálogo como momento de espiritualidad cristiana. No nos proponemos presentar la doctrina católica sobre el diálogo ecuménico en su totalidad. El decreto conciliar y, sucesivamente, los documentos elaborados por el Secretariado para la unidad de los cristianos han puntualizado con claridad los principios doctrinales y las normas prácticas que regulan el encuentro entre cristianos de confesiones diversas. Queremos aquí más bien considerar el diálogo ecuménico desde el punto de vista de la espiritualidad cristiana. Excluimos una concepción "elitista", que quería ver en el diálogo una actividad de especialistas, reservada a los dedicados a los trabajos, o una especie de lujo espiritual, privilegio de almas elegidas. El diálogo ecuménico es tarea de todos los cristianos. Es una escuela exigente, en la cual se aprenden las leyes fundamentales de la existencia "en el Espíritu". El diálogo es un lugar privilegiado, en el que el cristiano se descubre como "nueva criatura", engendrado por el don del Espíritu Santo, y aprende a conocer las "reglas del juego" que rigen toda experiencia religiosa que se mueve en pos de las huellas de Cristo.

La primera característica del diálogo es su carácter interpersonal. Es un encuentro entre personas; se funda en elreconocimiento del valor y de la dignidad del otro en cuanto persona. "En el reconocimiento y en la aceptación del otro como persona tiene lugar el acontecimiento interpersonal, que implica como base una actitud de apertura y de comprensión, una situación de reciprocidad en la sinceridad y la generosidad, un mutuo enriquecimiento y, fundamentalmente, un clima de libertad y de respeto. Un encuentro entre dos personas es un acontecimiento interpersonal porque se da el encuentro de dos conciencias y de dos libertades que se erigen y se realizan como conciencia y como libertad precisamente en ese encuentro"". La reciprocidad de escuchar y responder, de interrogar y de dejarse interrogar, de ponerse a disposición y de acoger implica por igual a los partners del diálogo.

Sólo puede existir reciprocidad si nos colocamos en una base de igualdad. El mismo decreto conciliar sobre el ecumenismo es el que usa la expresión "de igual a igual". Esto no quiere decir que a los participantes en el diálogo se les pida la renuncia a la convicción íntima de una mayor autenticidad y plenitud de la propia Iglesia. La condición para el diálogo no es el indiferentismo doctrinal, sino abstenerse de formular juicios sobre la voluntad de fidelidad de unos y otros al evangelio. Antes bien, los interlocutores se reconocen recíprocamente incorporados a Cristo y en una cierta comunión recíproca". Paridad desde el punto de vista del diálogo quiere decir que a todos corresponde la misma posición: ninguno es privilegiado.

El proceso espiritual puesto en marcha por estas comprobaciones no debe agotarse en la árida formulación de reglas empíricas para un buen diálogo, con el fin de evitar que una parte se imponga a la otra. La reciprocidad, que se deriva del carácter interpersonal del encuentro, nos abre más bien al misterio. En la reciprocidad, en efecto, tiene lugar el acontecimiento fundamental de la experiencia religiosa: el encuentro en la fe con Dios que se revela. La constitución sobre la revelación divina del Vat. II ha recurrido justamente a categorías de tipo personalista para describir la naturaleza de la revelación: "En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía" (DV 2). La lógica del diálogo es, pues, la lógica misma del colloquium salutis que Dios mantiene con el hombre.

Para comprender al otro es necesario un ánimo bien dispuesto y una actitud de simpatía y de disponibilidad. El que no renuncia a una actitud de poder y de autoafirmación jamás llegará a establecer un verdadero encuentro. Y no hay que trivializar esta exigencia del diálogo, pensando que se trata, en el fondo, sólo de un poco de buena voluntad por una y otra parte. A esta disposición espiritual se llega solamente mediante la ofrenda de uno mismo al Espíritu de Dios, el único que puede cambiar de signo la tendencia natural del hombre a referirlo todo a sí mismo. Sólo la metanoia, ya expuesta como eje básico de la espiritualidad ecuménica, hace posible la transformación interior, indispensable para encontrar al otro en cuanto otro.

El primer fruto de esta renovación espiritual de conversión es la renuncia a la apologética prepotente, que encubre las culpas y los errores de la propia Iglesia, pero los pone de manifiesto en las otras. Forma parte de la espiritualidad ecuménica el reconocimiento de las propias culpas. Siguiendo el ejemplo de Pablo VI —en el discurso de apertura de la segunda sesión del Vat. II y, algunas semanas más tarde, en una alocución a los observadores no católicos—, la Iglesia católica entera ha entrado en la actitud penitencial de demanda y ofrecimiento de perdón (cf UR 7).

El diálogo ecuménico constituye la mejor escuela de conversión. Por una parte, según hemos visto, el diálogo exige la conversión como condición preliminar para encontrar al otro en su verdad. Por otra, precisamente dialogando se aprende lo que es concretamente conversión. Esta requiere acercarse al otro renunciando a colocarse a sí mismo —a la propia Iglesia, a la propia teología, a la propia espiritualidad— como parámetro de confrontación. Se comprende la conversión a través de su contrario, que es la tentación a constituirse en centro, a referirlo todo a uno mismo. "El verdadero diálogo —que no es simple intercambio de puntos de vista, sino búsqueda y comunicación de los valores esenciales de nuestra vida— puede dar innumerables frutos de gracia. Conduce a una auténtica conversión de la persona y de la comunidad. Sólo a través del ejercicio continuo y paciente del diálogo, con cuanto él implica de preparación, de escucha, de don, de reflexión,se puede llegar a la comunión"15. Es el diálogo, pues, el que descubre el sentido de la experiencia cristiana fundamental, a saber, de la conversión.

Finalmente, el conocimiento del otro que se consigue con el diálogo sitúa al creyente en una dimensión de crecimiento. También en esto es el diálogo la antítesis de la polémica. En la polémica se atribuye por prejuicio al propio pensamiento la cualidad de ser justo. Por eso nunca se advierte en los polemistas esfuerzo alguno por superar el pensamiento propio. En cambio, el diálogo se orienta hacia el futuro abierto. Demoliendo prejuicios y clisés, permite adquirir mejores informaciones sobre el otro: sobre su fe, sobre sus tradiciones, sobre sus riquezas de vida cristiana.

"De este diálogo brotará un conocimiento más claro del verdadero carácter de la Iglesia católica" (UR 9). A través del diálogo se llega al mismo tiempo a un mejor conocimiento de uno mismo. El diálogo posee en si una dinámica superadora de los límites subjetivos. Al conocer al otro, se toma conciencia de que este o aquel aspecto del patrimonio propio es unilateral y que debe ser completado por otros aspectos mejor valorados por las demás iglesias. Gracias al diálogo, las iglesias caminan hacia una mayor perfección. La iglesia que responde al deseo de unidad de Cristo será diversa de las imágenes históricamente condicionadas que ahora conocemos. La unidad plena se preparan los cristianos a acogerla como el gran don que Dios sólo habrá de conceder del modo y en la hora que él lo quiera; sin embargo, el conocimiento recíproco madurado en el diálogo hace progresar a las iglesias en la participación de este misterio de unidad.

También bajo este punto de vista el diálogo enseña algo esencial sobre la estructura de la fe cristiana. En cuanto llamados a la esperanza escatológica, los discípulos de Cristo están inmersos en un movimiento que les hace trascender las expresiones históricas contingentes de la fe. La actualización de la "memoria" de Cristo en cada época es una tarea jamás concluida. Parafraseando las palabras de Jesús a Natanael (cf In 1,50), podemos decir que el diálogo es un eco de la promesa: "Cosas mayores que éstas veréis".

b) La Iglesia, signo de fraternidad dialogante. El diálogo, nota característica de la Iglesia que ha seguido la escuela de Juan XXIII, ha llevado a un crecimiento cualitativo de la misma Iglesia. Dialogando, la Iglesia ha tomado conciencia de manera adecuada de su propio misterio. La vivencia eclesial del diálogo es de algún modo análoga a la de la oración. Orando —orando "bien", a saber, en el Espíritu de Cristo—, la Iglesia ha comprendido mejor lo que era el misterio de unidad sobre el cual estaba fundada y al que estaba llamada. Los cristianos han comenzado rezando para que los otros se adaptaran a su modelo y han terminado comprendiendo que orar significa entrar en el dinamismo del Espíritu, el cual quiere hacer a todos más semejantes a Cristo. Algo análogo ha ocurrido con el diálogo. Es difícil negar que muchos cristianos entendieron inicialmente el diálogo como una táctica. Lo adoptaron como el instrumento adecuado a los tiempos para poder continuar la misión de la Iglesia. Mas, una vez entrados en el juego del diálogo, la misión misma de la Iglesia se les reveló en una luz diversa. Intentemos ver más de cerca este proceso.

El diálogo puede parecer que se impone a la Iglesia desde fuera, como una necesidad en la actual coyuntura cultural. Los cristianos de diferentes confesiones no pueden pensar ya en renovar las guerras de religión (allí donde parece que ocurre así, como en Irlanda, se trata en realidad de conflictos sociales enmascarados). Ni siquiera la polémica sistemática es ya concebible en una sociedad estructurada de manera pluralista. La secularización amenaza por igual a todas las iglesias. No se trata ya sólo de intentar coexistir pacíficamente, sino de hacer frente unidos al dramático problema de la supervivencia. Los mismos supuestos culturales hacen anacrónica la postura de rechazo desdeñoso o de competencia de la Iglesia con el "'mundo. La humanidad del hombre está tan amenazada, que es absolutamente improrrogable el frente común de todas las diversas formas de humanismo, religioso o laico. El diálogo como forma normal de acercamiento entre sistemas religiosos e ideológicos diversos parece que ha ocupado el lugar de la guerra, ya sea fria o caliente.

Sin embargo, esta concepción del diálogo, por lícita y válida que sea en sí misma, no parece dar razón de toda la realidad antropológica del diálogo. Ya en el campo filosófico se ha defendido el valor absoluto e incondicionado del diálogo, que, en un plano ético, no recibe justificación extrínseca, sino que se autojustifica por la exigencia incoercible que cada persona tiene de ser comprendida y de comprender al otro. En la vertiente teológica, el documento sobre el diálogo del Secretariado para los no creyentes (28 de agosto de 1968) parece sintonizar con esta concepción. El diálogo no se ve como un medio para alcanzar los fines apostólicos de la Iglesia; posee más bien su propia autojustificación, inscrita en la naturaleza misma del hombre: "El diálogo debe brotar del deber moral universal de buscar en todas las cosas, y especialmente en las cuestiones religiosas, la verdad". El deber moral de buscar la verdad se traduce, pues, en el deber moral de dialogar. Esto no implica que el diálogo exija preliminarmente poner entre paréntesis la verdad o desplazarla al fin hipotético de la búsqueda. El diálogo no se desarrolla a la luz crepuscular del escepticismo. "Del hecho de que los diversos interlocutores —prosigue el mismo documento— estimen poseer la verdad no se sigue que el diálogo sea inútil; en efecto, esta persuasión no es contraria a la índole del diálogo. El diálogo se entabla partiendo de dos proposiciones diversas con el propósito reciproco de elaborarlas y, en la medida de lo posible, acercarlas; por eso es suficiente que cada uno de los interlocutores mantenga que el conocimiento de la verdad que posee puede crecer mediante el diálogo con el otro.

Del diálogo con todos los hombres de buena voluntad, la Iglesia espera no sólo "un reconocimiento más pleno de los valores humanos", sino también "una inteligencia más profunda de los problemas religiosos". Para la Iglesia, el problema religioso por excelencia es la inteligencia de su propia misión. El Vat. II ha colocado a la Iglesia católica en estado de reflexión sobre su propio misterio, ad intra, y sobre su cometido en el mundo, ad extra. Precisamente la fidelidad al mandato originario de "hacer discípulos a todos los pueblos" (Mt 28,19) es lo que la obliga a reconsiderar su misión en los contextos culturales concretos en los que se encuentra viviendo. De ahí que la urgencia actual de fundar la convivencia humana en el diálogo y la reflexión ético-filosófica de las mentes más avisadas, las cuales ven en el diálogo el rasgo específico de la antropología, lleven a la Iglesia a integrar esta categoría en su propio intento de autocomprensión. Por este camino se lanzó bien a las claras el Vat. II con la constitución pastoral Gaudium et spes. Al término del documento encontramos la afirmación explícita de que el diálogo con el mundo contemporáneo, tal como se inauguró en ese texto, no quiere ser un episodio aislado, sino un aspecto específico de la actividad de la Iglesia: "La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en signo de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero" (GS 92). No es arbitrario atribuir a la palabra "signo", en este contexto, valencias sacramentales. La Iglesia, que se comprende a sí misma como sacramento fundamental de la salvación, osa atribuirse el cometido de ser algo análogo a un "sacramento del diálogo". No pretende tener su monopolio ni administrarlo; quiere más bien mostrarlo y servirle con el mismo impulso con que se siente enviada a dar su contribución a la humanidad del hombre. Para la Iglesia, el diálogo se funda, teológicamente, en la paternidad de Dios: "Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo" (GS 92). La Iglesia, pues, no usa el diálogo sólo como un medio. Se siente constituida para el diálogo. Y el diálogo no se agota en una relación vacía y formal con el mundo; forma cuerpo con la praxis, y la paz le es consustancial.

3. SERVICIO - Si los cristianos se comprometen, mediante la conversión y la reforma, la oración común y el diálogo, a hacer más verdadera y más visible la unidad de la Iglesia, no es por su propio confort espiritual, ni para sentirse mejor juntos. La unidad de la Iglesia está orientada al mundo, como testimonio y como servicio al hombre. El movimiento ecuménico, al reflexionar sobre la oración de Jesús ("Que todos sean una sola cosa, para que el mundo crea que tú me enviaste", Jn 17,21), ha colocado en el primer plano los conceptos de martyria (testimonio) y diakonia (servicio), como finalidad intrínseca de los esfuerzos por la unidad. Por eso el ecumenismo tiende por su naturaleza a traducirse en acción yen signos visibles.

Muchos cristianos se preguntan hoy si en el ecumenismo no se habla demasiado y se actúa demasiado poco. Hay una serie de objetivos en el campo de la común confesión de fe y de la cooperación en el campo social, que podrían conseguirse juntos, incluso en el actual estado de división entre las iglesias.

La confesión de fe es un testimonio dado a través de la palabra. Los contenidos de fe comunes a todos los cristianos —misterio trinitario, encarnación salvífica, esperanza escatológica del reino— son los más fundamentales; aquellos cuyo "nexo con el fundamento de la fe cristiana" es más estrecho. En el testimonio común de la fe le corresponde a la Escritura un puesto privilegiado. La traducción y la difusión común de la Biblia es el esfuerzo práctico primordial común a todos los cristianos. Por desgracia, todavía está vivo el recuerdo del tiempo en que las librerías católicas estaban herméticamente cerradas para las biblias protestantes; más aún, la difusión de la Biblia aparecía como la actividad típica de los evangélicos; casi como su monopolio. Muchos prejuicios quedan por abatir y mucho tiempo perdido por recuperar.

Una ocasión única para una pastoral ecuménica en tal sentido la brinda hoy la traducción común de la Biblia, la primera en lengua italiana. La traducción se lleva adelante por iniciativa y bajo la responsabilidad de la Alianza bíblica universal y del Centro catequístico salesiano de Turín-Leumann. El primer fruto del trabajo común presentado al público fue un opúsculo con la traducción de la Carta de Santiago, titulado "Pobres y ricos" (1974). Algunos párrocos han venido distribuyéndolo en las visitas domiciliarias a sus fieles, aprovechando la oportunidad para hacer una catequesis sobre la Biblia y para informar sobre la relación de las iglesias cristianas con la Escritura. El ejemplo más autorizado de una catequesis bíblico-ecuménica lo ofreció el mismo Romano Pontífice, distribuyendo el opúsculo a los peregrinos reunidos en Roma para el año santo de 1975. La edición completa del NT en la traducción interconfesional apareció en 1976 y su difusión ha sido superior a toda expectativa.

La cooperación en el campo social es el otro modo de testimoniar al mundo la fe única que vincula a los cristianos por encima de sus divisiones confesionales. Si para todos los hombres, y para loscreyentes en particular, la condición del hermano oprimido o necesitado es una invitación al compromiso, para el cristiano este servicio es una exigencia de la misma fe en Cristo: "Esta cooperación de todos los cristianos expresa con viveza la unión que ya los vincula entre si y expone a más plena luz el rostro de Cristo siervo" (UR 12). Los cristianos cumplen mejor este mandato cuando prestan un servicio al hombre no divididos confesionalmente, sino en un trabajo común. La Iglesia aparece así como una comunidad de servicio en seguimiento de Cristo. Por esta vía de la emulación fraterna en lavar los pies de los últimos, siguiendo el ejemplo de Cristo, los creyentes se acercan recíprocamente y descubren una unidad que las divergencias doctrinales no permitirían suponer.

Las posibilidades de esta colaboración son ilimitadas; sin número, como las necesidades siempre nuevas de los hombres, y sin límite, como la fantasía creadora guiada por el amor. Sin embargo, resulta difícil hacer sugerencias concretas de validez universal. Más bien es a nivel local como hay que distinguir las necesidades y proponer los objetivos a conseguir en cooperación, proporcionalmente a la madurez ecuménica lograda localmente. La iglesia local es el lugar en que se particulariza y concretiza la orientación ecuménica general de la Iglesia universal.

En este contexto, es necesario recordar que el mundo evangélico italiano manifiesta la tendencia a posiciones radicales en el terreno político. Los jóvenes, en particular, declaran explícitamente que quieren vivir juntamente militancia marxista y profesión de fe cristiana. Las posturas más extremas son las que se expresan a través de la revista "Gioventti evangelica", del grupo "Movimento studenti cristiani", y el semanario "Com-Nuovi Tempi". Estas posturas maximalistas establecen una hipoteca sobre la posibilidad de encuentro dentro de las instituciones eclesiales tradicionales. Sin embargo, incluso estas contestaciones tienen su utilidad. Las voces que proclaman que se ha entrado en el "postecumenismo" invitan a las iglesias a interrogarse sobre si han tomado en serio el ecumenismo mismo. Se ven obligadas a darse cuenta de que no pueden limitarse a añadir la dimensión ecuménica como un apéndice a la propia estructura, dejando sin cambiar todo el resto. El movimiento ecuménico se universaliza a expensas de su carácter eclesiástico. La nueva vía implica una apertura al mundo entero habitado por los hombres, sin limitar el servicio efectivo de la Iglesia al mundo en cuanto habitado por cristianos. Ser ecuménico hoy exige entrar en esta nueva sensibilidad, que, por lo demás, es el horizonte cristiano originario. En efecto, desde el principio el evangelio fue destinado a .la oikumene, es decir, a todo el mundo habitado.

S. Spinsanti

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