CIENTÍFICO
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SUMARIO: 1. Introducción - 11. El método científico - III. La vocación del científico - IV. La misión del científico - V. Los resultados de la investigación científica - VI. Perspectivas de la ciencia.

 

1. Introducción

Nos toca hablar aquí del científico como uno de los protagonistas más notorios y quizá más responsables de nuestro mundo moderno, dominado por los avances vertiginosos de la técnica y, consecuentemente, enmarañado y complejo en sus diversos aspectos y de dificil interpretación en sus caminos y en sus metas. Un tema así no es nada sencillo; tanto más que el término "científico" nos recuerda la distinción entre los roles de "hombre de ciencia" y "hombre de fe" y nos plantea, además, la cuestión de su coexistencia armónica o quizá antagónica en una misma persona. Además de examinar la figura del científico bajo la faceta específica de su trabajo y de sus deberes para con la sociedad humana, nos proponemos también considerar cómo debería realizarse en cuanto cristiano y qué parte le toca en un mundo que la ciencia ha transformado profundamente, para bien o para mal, y de la cual espera en gran medida verse curado de sus males. Estimamos que, para proyectar algo de luz sobre todos estos aspectos, bastará con examinar las principales atribuciones del científico, compendiándolas en los conceptos siguientes: el método, la vocación, la misión, los resultados y las perspectivas.

Cada uno de estos elementos será contemplado en función de las dos actitudes que distinguen respectivamente al científico y al creyente. En su confrontación aflorará algún que otro peligro de malentendido, de desacuerdo y de incomprensión, pero también, en un grado quizá insospechado, obtendremos abundante materia para un perfecto entendimiento y una armonía prometedora.

II. El método científico

La ciencia, entendida modernamente —como aquí la consideramos—, tiene por modelo a la física, si bien abarca más o menos estrictamente, comenzando por la química y la biología, todas las restantes disciplinas, que son igualmente objeto primordial del desarrollo tecnológico presente del mundo, y que se caracterizan por el mismo tipo de investigación empírico-racional y el empleo metódico del análisis matemático. Es sabido que el método experimental-inductivo de estas ciencias va de la comprobación de los hechos a la hipótesis y a la verificación y tiende a la formulación de leyes destinadas a formar en su conjunto una "imagen del mundo" coherente y cada vez más vasta. Sabemos cuán preciosas dotes de positividad y de realismo desarrolla en el investigador el ejercicio de este método, so pena de fracasar. De la objetividad escrupulosa en la comprobación de los hechos al discernimiento atento y al espíritu crítico para cribarlos y relacionarlos; desde el humilde empeño por adaptarse lo más posible al estilo de la naturaleza, incluso cuando al filo de la imaginación se buscan hipótesis válidas y funcionales, hasta el recurso final a experimentos decisivos para verificar si de las causas hipotéticas se siguen los efectos previstos, hacen falta dotes que son el orgullo del científico, pero que constituyen también el distintivo de las sólidas virtudes y de la honradez intelectual características de todo auténtico cristiano. En realidad, son los requisitos de una investigación fructífera de la verdad en todos los órdenes: en el campo de las ciencias naturales, donde los resultados son verificables; en el campo filosófico, donde por faltar una verificación tangible sólo es posible fiarse del recto equilibrio de la razón; en el campo teológico, en fin, donde se quiere explicar las premisas racionales de la fe cristiana, reconocer las fuentes de la revelación y los motivos precisos de una elección entre tantas religiones existentes. Bajo este aspecto, la adquisición de una mentalidad verdaderamente "científica" no puede menos de servir de ayuda al establecer las bases de una fe plenamente convencida y coherentemente vivida.

¿Cómo se explica entonces que muchos hombres de ciencia permanezcan alejados de este ideal y se sientan incapaces de una adhesión a la fe por su misma formación científica? Baste advertir que, a diferencia de una economía de la fe, que implica una autoridad, un mensaje divino y una regla de vida, la investigación científica se centra en un sector de actividad muy delimitado y dejado por completo a la libre iniciativa del hombre, que no comporta principio alguno de autoridad, aceptación de verdades dogmáticas ni principios éticos autónomos. Es una diferencia fácilmente comprensible, que nos da la clave para eliminar todo malentendido. Si subsisten tantas dificultades se debe en gran parte a numerosos factores educativos y ambientales. La compaginación entre actividad científica y vida de fe se realiza de una forma ideal cuando ambas experimentan una evolución armónica y paralela durante todo el período de formación; en cambio, se ve irremediablemente comprometida cuando, por carecer de elementos equilibradores, la mente acaba por cerrarse en un horizonte puramente científico.

Aparecen entonces los efectos deletéreos de ese vicio profesional que se llama "mentalidad especialista". Si el científico se siente propenso a este vicio, rehuirá toda actividad intelectual que rebase su restringido campo de investigación y rechazará toda ampliación de horizontes en el campo de la ciencia misma, especialmente en sentido interdisciplinar. Sobre todo se opondrá a ocuparse de conceptos que saben a filosofía o a teología, aunque sólo ellos podrían ofrecer una base sólida a sus convicciones de fe. En cambio, si el que adolece de este mal es el investigador teórico, el que elabora teorías —el tipo de científico en el que dormita el filósofo—, acabará por absolutizar las nociones científicas que le son familiares, las elevará al rango de principios universales del ser y del conocer, se limitará a desarrollar unilateralmente su personalidad de hombre y perderá el sentido de las realidades metafísicas y de una verdad trascendente. Dejará entonces de resonar en su espíritu el reino superior de las realidades espirituales: alma inmortal, existencia y acción de Dios en el mundo, redención, iglesia y obligaciones que de ello se derivan. Lo más grave es que nos arriesgamos a emitir juicios de valor que son propios de una posición filosófica, sin percatarnos de que ya no estamos en el campo de nuestra competencia, el único en que se podía dictaminar con autoridad.

Errores semejantes, avalados en apariencia por la ciencia o por representantes suyos de una cierta categoría, han podido engañar a no pocos científicos y filósofos. Un caso bastante importante es la concepción mecanicista y determinista de la naturaleza, que se fue imponiendo desde la época de Galileo gracias a los éxitos de la mecánica, lo mismo en el campo astronómico que en el molecular. Se llegó, en efecto, a la concepción de un mundo-máquina, terminando por pensar que también los organismos vivos y el hombre mismo no eran otra cosa que meras máquinas. En todo esto se apoyaron durante siglos los promotores de un materialismo ateo, o al menos de una idea distorsionada de Dios, proclamando la inutilidad de la oración, la imposibilidad del milagro, la negación de toda libertad. Cuando, más adelante, con el descubrimiento de los "cuantos" (Planck, 1900) y de la teoría de la relatividad (Einstein, 1905), una poderosa ráfaga de novedad conmovió a la física, el viejo cientifismo revistió formas nuevas no menos mortíferas.

Ante todo, el indeterminismo microfisico cuantista de Heisenberg pareció destruir el principio de causalidad (hasta el punto de que filósofos como Ores[ano pensaron que las pruebas de la existencia de Dios fundadas en dicho principio perdían su valor) y se teorizó hasta la saciedad sobre un mundo no dominado ya por leyes férreamente necesarias, sino abandonado al capricho de la pura casualidad. En cuanto a la teoría de Einstein, a muchos se les antojó que la demostración de la relatividad de las medidas de espacio y de tiempo según el estado de movimiento del que mide implicaba una verdadera relatividad filosófica, es decir, el reconocimiento de la inexistencia de un valor inmutable o de una entidad absoluta cualesquiera. El primero de estos errores, debido al impacto de novedades sorprendentes no profundizadas suficientemente, fue corregido por el mismo Heisenberg, quien demostró que el indeterminismo no podría ofrecer una base epistemológica válida para la negación de la causalidad física'. En lo que respecta al segundo error es bien sabido que el reconocimiento de ciertas realidades físicas relativas no ha hecho otra cosa que trasladar el carácter de absolutividad (invariabilidad) de estas realidades a otras.

Hubo también negaciones más radicales, como la del neopositivismo (de Viena y de Chicago), que, reduciendo la física a mero formalismo de proposiciones, a puro análisis lingüístico, a lo puramente observable, con exclusión de todo concepto y entidad de tipo metafísico, terminó arrastrando a idéntico desastre a la realidad del mundo material y a la misma física que estudia sus leyes. Este punto de vista ha sido ampliamente refutado y se condena a sí mismo por su misma excesiva negatividad'. Es evidente que los errores mencionados han podido turbar la fe de la gente sencilla y servir de cómodos pretextos y evasiones para la incredulidad, pero nunca han sido una causa determinante.

Para cerrar estas observaciones sobre el método, queremos insistir no tanto en las preciosas afinidades destacadas entre espíritu científico y espíritu religioso cuanto en la necesidad de integrar el primero en el espacio más amplio del segundo, dotado de dimensiones más vastas. Las afinidades no bastan de por sí para hacer reconocer —incluso pueden inducir a negarlo, cerrándose en una posición "cientista"— ese "más" que integra y da plenitud a una auténtica vida de fe. Si no se puede justificar mediante el método científico el contenido intrínseco de las verdades de fe (dogmas); se deberá admitir por lo menos, en sana lógica, que esas verdades, aunque inaccesibles a la razón, han de aceptarse porque no tenemos otro camino que la revelación para poseerlas de una forma segura.

III. La vocación del científico

El mundo material es para el cristiano expresión del pensamiento de Dios, reflejo lejano de su belleza y don de su amor. Por eso es normal que nos dediquemos a la ciencia, cuyo cometido es investigar el universo para descifrar su plan, como atraídos por la fascinación de una verdad misteriosa que se esconde en las cosas. ¿Cómo no hablar de "vocación" en el caso de quienes se sienten atraídos por la ciencia hasta el punto de dedicarle toda la vida, y cómo no temer que esta opción se realice por motivos menos dignos? Tan sólo a retazos aparece esta fascinante verdad en los sectores más diversos, pero no es tanto su traducción en aplicaciones técnicas cuanto su coordinación en una síntesis cada vez más amplia lo que sacia el intelecto. Ella resarce mucho mejor a la sociedad del dispendio y de los sacrificios que la empresa científica lleva consigo en conjunto. Más aún, un trabajo de investigación que no vaya seguido o acompañado de un esfuerzo de reelaboración mental que permita comprender a la gran masa de los no especialistas los resultados y la problemática a que se entregan los científicos, privaría a la tarea científica de una de sus finalidades esenciales.

Cumplen con este deber cuantos se dedican a la llamada "divulgación científica", trabajo de capital importancia porque sensibiliza con los problemas de la ciencia a amplios estratos de la sociedad y los hace partícipes de sus logros. El arte del divulgador, científico y a la vez un poco filósofo, debería ofrecer una síntesis de los resultados más significativos despojados de todo tecnicismo, haciendo también revivir los afanes y el dramatismo de la investigación, así como la profunda alegría del descubrimiento. A muchos científicos de hoy, volcados en su esfuerzo cotidiano y conscientes de la enorme distancia existente entre todo campo restringido de investigación especializada y una visión global, les parece anacrónica semejante idea, y les suena a poesía de otros tiempos perdida en la jungla de la ciencia moderna.

A esa "poesía" se contrapone la condición concreta en que actúa el investigador experimental; condición prosaica, si se tiene en cuenta la necesidad de fijarse siempre objetivos muy restringidos y la rigurosa atención a mil detalles técnicos particulares que reclaman una paciencia infinita, un trabajo y una dedicación sin límites: "Paciencia, paciencia..., cada átomo de silencio produce el don de un fruto maduro". Sólo a este precio se consigue aportar un pequeño grano de arena al gran edificio del conocimiento. Muchas veces el investigador se especializa en un solo aparato (Wilson en la cámara de niebla, Aston en el espectógrafo de masas...), "nuevo quizá, pero perfeccionado de continuo según un determinado pensamiento..., lo construye con celoso cuidado, con una paciencia de benedictino, con una precisión de relojero..., se aficiona a él y forma cuerpo con él", trabaja en él durante toda la vida y es increíble el tiempo que debe emplear en perfeccionar cada detalle'. Si le acontece descubrir algo, muchas veces no sabe que ya lo había previsto otro teórico, porque de hecho no tiene tiempo para leer ni la forma mentis para entender las obras de los teóricos (así sucedió a Davisson y a Germer con la difracción de los electrones prevista por De Broglie, y a Anderson con el positrón ya previsto por Dirac).

Y así, como lo hemos enunciado en el caso del método, la vida del investigador resulta muy semejante a la ascesis cristiana por la austeridad y el sacrificio. Sólo la dedicación a una causa noble, aunque no sea más que la conquista de una brizna de verdad, puede justificarla. Realmente, "allí donde existe algo bueno debe existir el respaldo de una fuerza espiritual"', por eso bastará referir estas verdades particulares a su fuente primitiva para reconocerlas como don de Dios que irradia sobre nosotros y sentirnos incitados al verdadero ascetismo cristiano. El Vat. II ha subrayado la vigencia de estos valores humanos en orden a su recuperación en Cristo. En su Espíritu —nos dice— somos vivificados y reunidos mientras "caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio" (GS 45). Esta ha sido siempre la conciencia de la Iglesia según las palabras de Pablo: "Recapitular todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra" (Ef 1,10), ya desde mucho antes del Concilio: "A pesar del pecado original, todo conserva el sello divino. Todo puede ser orientado, utilizado —como el herido puede ser curado y trabajar—. Originariamente, todo ha sido redimido por Cristo. La bendición de Dios se ha derramado sobre las cosas, los seres y las actividades humanas. Jamás pensó la Iglesia que las cosas fuesen malas. La maldad reside en el corazón del hombre que de ellas abusa, haciéndolas gemir bajo el peso de una perversa dominación. Los cielos cantan continuamente la gloria de Dios. El hombre ha recibido y conserva la vocación de hijo de Dios. El esfuerzo humano está destinado a perfeccionar el universo y a redimir las almas. Las realidades, los valores temporales pueden estar heridos y ser peligrosos, pero de suyo son siempre inocentes y dignos de ser amados".

Mas entonces, precisamente desde una situación que podría parecer prosaica y en virtud de la lógica superior del Evangelio —"si el grano de trigo... no muere queda solo, pero si muere produce mucho fruto" (In 12,24)—, reflorece la poesía íntima que precede de lejos a la estación de los frutos. Pero estos frutos saciarán nuestra sed de conocimiento tan sólo encuadrados en una síntesis, en una visión de conjunto que hay que contemplar. Hablaremos nuevamente de ello al referirnos a los resultados. Aquí nos limitamos a observar que se trata de cuadros que captan aspectos de una visión del mundo en distintos niveles, a manera de otras tantas representaciones pictóricas de una realidad idéntica, inagotable en sus aspectos y nunca explorada por completo. Así pues, el científico cristiano está llamado a trabajar como artista con una sensibilidad redoblada por las dos nobilísimas cualidades que personifica. Está llamado a comunicar el mundo de maravillas y de belleza que ha descubierto. Esta es la esencia de su vocación a nivel de conocimiento: transmitir esa alegría de conocer la sabiduría que hay en las cosas y que hace de este mundo creado un don de amor inefable.

IV. La misión del científico

La religión tiene un objetivo benéfico con respecto al ser humano: hacer que consiga plenamente su fin; en consecuencia, al científico cristiano le incumbe una misión salvifica correlativa frente a la sociedad humana. El universo material es para el pensamiento cristiano una realidad consagrada, porque es obra de un Dios infinitamente adorable, personal y trascendente; de un Dios que ha dejado impresos en su obra los rasgos reconocibles de su unicidad, sabiduría, bondad, amor y alegría en un grado inefable; de un Dios, sobre todo, que ha creado al hombre a su imagen, es decir, como ser consciente y dotado de voluntad, y le ha conferido un dominio cognoscitivo y operativo sobre el universo cada vez más pleno para remodelarlo y humanizarlo. En cuanto creación a la que él mismo está llamado a cooperar, este mundo grandioso está lejos de ser para el cristiano un aparato monstruoso y fatal, indiferente al bien y a los destinos humanos. Al revés de lo que sucede en cualquier otra religión, para la cristiana las vicisitudes del tiempo no son un desplegarse en el vacío ni un "eterno retorno" inexpresivo y cíclico, sino una historia, un desarrollo lineal y un imperativo de progreso hacia una meta.

Si el contorno preciso de esta meta se difumina en el misterio escatológico, el valor de las promesas justifica las más radiantes esperanzas. Cierto que la sombra del pecado oscurece el reino de la naturaleza y del hombre, pero el encuentro con Cristo nos ofrece una capacidad de rehabilitación verdaderamente sublime. En el hecho de la encarnación se realiza una síntesis de las entidades que parecían más opuestas; no sólo se citan en ella la materia y el espíritu, sino también la naturaleza y la gracia, el ser creado y el Creador, el hombre y Dios. Es un hecho de implicaciones y consecuencias profundísimas, que está lejos de haber sido explorado. En él se rescatan la naturaleza y el hombre; y las mismas actividades humanas, entre ellas la construcción de la ciencia y de la técnica, adquieren un valor impensable en cualquier otra concepción de la realidad. Se explica entonces suficientemente el hecho comúnmente admitido de que la ciencia físico-matemática haya tenido origen exclusivamente —y no por mera casualidad— en un ambiente profundamente imbuido de ideas cristianas'. Sorprende, efectivamente, que una ciencia matemático-experimental de la naturaleza no haya surgido en ninguna de las grandes civilizaciones del pasado. Ni entre los griegos, tan buenos matemáticos, astrónomos y filósofos, ni entre los chinos o los indios, ni entre los hebreos. Ni siquiera entre los árabes y los egipcios, que habían cultivado tanto las matemáticas y habían desarrollado la alquimia, se vio nacer aquel tipo de investigación empírico-racional de base matemática que caracteriza a la ciencia moderna y que ha condicionado su éxito. Se admite generalmente que fueron determinantes en este desarrollo los elementos antes indicados del pensamiento cristiano tal como se vivieron intensamente en el periodo escolástico medieval. Este largo período de dominio de la lógica y de la teología, presidido por el sentido de una racionalidad inexorable, por el concepto del orden y de la legalidad, proporcionó indiscutiblemente al nacimiento de la ciencia una base ideal.

Estos elementos fueron —repitámoslo una vez más— el agudo sentido de la racionalidad de la naturaleza (y, por tanto, de Dios y del hombre), el sentido de la historia y de la realidad progresiva del tiempo y, por último, el reencuentro de la dignidad del mundo material (que con la encarnación del Verbo llega hasta la resurrección de los cuerpos, a su glorificación final y a la misma transfiguración última del mundo material en "nueva tierra y nuevos cielos"), gracias a los cuales el universo no sólo puede, sino que debe ser conocido y manipulado por el hombre, y éste espoleado a tomar iniciativas laboriosas, ya que toda acción contingente tiene reflejos irrepetibles en el más allá. La ciencia moderna no es más que una estructura mental en perfecta consonancia con este imperativo. Si es cierto que no surgió sin contrastes y polémicas, todo sucedió dentro del horizonte cristiano, ya que la casi totalidad de sus protagonistas fueron y quisieron continuar siendo creyentes. Una vez creado este poderoso instrumento, se lo reconoce como providencial, puesto que gracias a él la misma concepción cristiana resulta incomparablemente más profunda y amplía sus horizontes a planos de realidad inalcanzables por otros caminos. En efecto, de un mejor conocimiento de lo creado se llega a un mejor conocimiento de Dios; y, por otra parte, la cooperación en la obra de la creación no puede tener otra meta que la de humanizarla; es decir, orientar el desarrollo tecnológico en un sentido favorable al hombre, con pleno respeto de sus finalidades extraterrenas.

Pero hay más: si el cristianismo ha favorecido el nacimiento de la ciencia, ¿no sabrá también, mediante sus más dignos exponentes, mantener la ciencia misma en su autenticidad frente a todas las sofisticaciones que la amenazan? Distorsiones deformadoras nos parece que puede sufrirlas la ciencia en tres momentos de su desarrollo. Al principio, cuando los presupuestos son erróneos o concretamente falsos o los propósitos no son éticamente lícitos; en el curso de su desarrollo, cuando se lleva a cabo con metodologías mal fundadas, arriesgadas o discutibles; en su conclusión, cuando se extraen consecuencias que rebasan las premisas o se realizan extrapolaciones más allá de los límites de validez de un determinado campo de investigación. Estos errores no sólo constituyen la base del "cienticismo" de quienes dan por válidas en otros campos, muchas veces incluso sin limitación alguna, teorías científicas más o menos comprobadas, sino también, con mentalidad análogamente descaminada, de una cierta "tecnolatrla" que propugna normas de acción en el campo social muchas veces inmorales y que son causa de daños incalculables (por ejemplo, un birth control basado en valoraciones erróneas y realizado con prácticas abortivas).

Volveremos sobre esta peligrosa ilusión de creer que la ciencia y la técnica pueden bastar para resolver todos los problemas del hombre, pero ya desde ahora se insinúa esta pregunta: ¿Qué se puede pedir al respecto del científico cristiano? Deberá proponerse orientar el mundo tecnológico actual hacia metas más humanas. Para ello es necesario que acepte sin reservas su misión, que actúe como científico con pleno rigor metodológico, dando ejemplo de honestidad profesional en un mundo que cede al compromiso y se doblega fácilmente ante la demagogia. Es preciso también que viva su fe con verdadera plenitud, con compromiso y con sentido de responsabilidad en el plano del pensamiento y de la acción.

V. Los resultados de la investigación científica

Veamos ahora cómo se integran los resultados de la ciencia en una visión cristiana del mundo. Nos preguntamos: ¿Qué verdades religiosas puede, por analogía, evocar, expresar o destacar mejor una visión científica del mundo? Con ejemplos que se podrían multiplicar, veremos que evoca algunos rasgos característicos de una concepción cristiana del mundo, de Dios y del hombre. El cristiano, por ejemplo, debe oponerse siempre a la idea del origen del universo como ordenación, debida quizá al ocaso de una materia informe preexistente. Pues bien, la física ha realizado enormes progresos en el campo del análisis microscópico de la materia y nos dice que está esencialmente ordenada desde sus estructuras más diminutas y desde su más íntima constitución: "El que la ha ordenado, la ha creado también, la ha ordenado creándola, la ha creado en el orden. Creador y ordenador son un solo ser, dice la ciencia. No podía ordenar lo íntimo del ser sino quien lo creó".

Asimismo, la fe nos dice que Dios creó el mundo como realidad destinada al hombre para que obtuviera de él posibilidades de vida y luz de conocimiento. Ahora bien, esta luz proyecta destellos vivísimos, según lo testifica lo ilimitado del saber, tanto en el campo inmenso de la ciencia como en las sólidas construcciones de la filosofía, y todo se ha realizado partiendo de la observación inmediata de lo que resulta directamente accesible a los sentidos. Se ha procedido desde lo visible a lo invisible, desde lo tangible a lo inaccesible, desde lo diminuto a lo inconmensurable. Se ha llegado al reino de lo inmaterial, al mundo de los valores y de la metafísica. Pero una vez que, con la combinación de instrumentos complejos y de razonamientos matemáticos, se ha conseguido penetrar en los dos extremos opuestos del microcosmos y del macrocosmos, la física se ha encontrado con algo alucinante y desconcertante. En el corazón del átomo descubrimos todo un bullir inaprensible de corpúsculos y de ondas que se suceden rebeldes a nuestros intentos de delimitar con precisión su identidad tan huidiza. En el orden de lo que estimamos las más profundas raíces del ser, vemos que se esfuma la solidez y diafanidad confortable que caracteriza al mundo de nuestra experiencia inmediata, como lo ha establecido inexorablemente el principio de indeterminación de Heisenberg. Pero ¿no se derrumba también de esta forma el mundo de la experiencia común, y con él todo el edificio de la ciencia y de los valores que habíamos construido en él? Además, ¿qué hay de estable en la macroestructura del universo? Minada por una expansión precipitada y general, esta misma inmensidad material va dispersándose como destinada a desvanecerse en la nada. Más aún, precisamente en cuanto totalidad cósmica, como estructura espaciotemporal en rápida evolución, no logramos formarnos una imagen clara y distinta del estado actual del universo independientemente de su historia. Pero todo esto refleja bien el concepto que tenemos del mundo como contingente, antológicamente inestable y creado de la nada. Incluso el hecho ya reconocido de constar de entidades simétricamente opuestas, "partículas" y "antipartículas" (materia y antimateria), destinadas a suprimirse mutuamente, da una sensación muy viva de ello.

Volviendo al indeterminismo subatómico, nos podemos preguntar qué sentido tiene la imposibilidad de sondear a fondo las raíces más sutiles del mundo físico. Para ver, efectivamente, los componentes mínimos del átomo debemos iluminarlos, alterando con ello posiciones y movimientos. A este nivel se rebasan, como es lógico, los límites del conocimiento sensible. Para seguir adelante se necesita una luz más fina, más inmaterial: la del intelecto, que "lee dentro"; es la metafísica, que reemplaza a la física. Aquí está el fallo de la pretensión cientista, incluso limitada a la realidad material, de la autosuficiencia del método científico. Este no puede escudriñarla hasta el fondo, hasta tocar al término de sus exploraciones los sólidos pilares de la arquitectura del universo. Ahora bien, estos pilares, que confieren al mundo su consistencia y lo hacen cognoscitivamente accesible al hombre —y esto desde siempre, mucho antes de que aprendiéramos a fabricar microscopios, cámaras de Wilson y sincrotrones—, son de orden metafísico y reposan a su vez en los datos de la observación común. Podrá resultar paradójico, pero fue el mismo Heisenberg quien lo advirtió: "Los conceptos del lenguaje natural, aunque vagamente definidos, parecen ser más estables en la expansión del conocimiento que los términos precisos del lenguaje científico obtenidos como idealización de un grupo de fenómenos muy limitados". Ello se debe a que los primeros, "formados en conexión inmediata con la realidad..., representan a la realidad misma", mientras que los segundos tienen con ella un contacto más remoto por los razonamientos interpuestos. Se trata, en el fondo, del retorno de un pensamiento familiar a san Agustín para subrayar el finalismo general de la creación, es decir, de un mundo hecho para el hombre y dado al hombre como medio de elevación; las cosas, en el fondo, no tienen naturaleza; si poseen una realidad que les es propia, en la medida en que sirven para el uso cotidiano, la pierden apenas la inteligencia se apresta a explicarlas.

Análogas dificultades, decíamos, aparecen cuando la atención se dirige al otro polo del mundo, al macrocosmos. Aquí, sin embargo, no sólo tropezamos con un principio de indeterminación análogo al que rige en la microfísica, sino también —como ha advertido el cosmólogo McCrea, que lo ha introducido— con un principio de compensación. En efecto, mientras que a causa de la evolución cósmica ocurrida obtenemos informaciones cada vez más inciertas sobre los estadios originarios del universo observando las regiones más lejanas y, por lo tanto, más antiguas, sin embargo, cuanto más inciertos son estos datos tanto menos los necesitamos para deducir la evolución cósmica subsiguiente hasta el estado actual ". Si esto es verdad, podemos deducir por vía racional lo que no nos es dado conocer por vía de observación: que este universo, todavía en fase de expansión, debe haber tenido un comienzo unitario; y que, además, según había observado con acierto Lemaitre, se ha desarrollado como desde una semilla en toda su grandiosa complejidad, desde una partícula única, desde un átomo, modelo acabado de todas las especies atómicas subyacentes nacidas de él y que comprende todas las potencialidades futuras de la materia. Nos encontramos aquí en el desenlace final —en espera de metas todavía más significativas—de una tendencia sistemáticamente operante en el seno de las diversas ciencias, como veremos a continuación.

Nos basta de momento comprobar que este desenlace final nos remite a la unidad de la causa y a la orientación finalista que la acompaña, es decir, a Dios, que en el universo revela su naturaleza y sus intenciones con respecto al hombre; efectivamente, podemos abarcar el universo en su inmensidad y reconocer sus rasgos generales. Tanto más que, según avanzaba la investigación científica, hemos visto caer sucesivamente todas las barreras que un racionalismo miope había fijado preconcebidamente al conocimiento humano. Es sabido que los límites reconocidos devisibilidad de los microscopios ópticos se han visto imprevisiblemente superados por el ultramicroscopio y, después, mucho mejor y más imprevisiblemente gracias al descubrimiento de L. de Broglie (de la onda asociada a las partículas corpusculares), por el microscopio electrónico, el protónico, etc. Es sabido también que apenas el positivista A. Comte había proclamado la imposibilidad de conocer la composición química de los cuerpos celestes, cuando, gracias al espectroscopio, se pudo desarrollar una auténtica y verdadera "química de las estrellas". Todas las ciencias se han enriquecido con conocimientos antes insospechados: la estructura interna de la tierra se nos revela mediante las ondas sísmicas, se descubren astros invisibles por la perturbación de los movimientos de los visibles y se consigue conocer la composición interna de las estrellas y los planetas y fotografiar, mediante los rayos infrarrojos, el núcleo de nuestra galaxia, sustraído a nuestra vista por una cortina opaca de nebulosas. Si el universo se extendiera infinitamente en el espacio y en el tiempo, nos resultaría prácticamente incognoscible en su totalidad. Se habló a este respecto de una frontera de Olbers, como de un límite de observabilidad (más allá del cual las galaxias, por alejarse a velocidades superiores a la de la luz, serían inobservables). Ahora bien, la nueva cosmología reconoce que el universo sólo puede ser finito y accesible a la observación hasta en sus más extremas distancias y en sus más primitivos orígenes".

Pero hay más todavía: a esta posibilidad de conocimientos, la relatividad einsteiniana añade el descubrimiento, todavía más sorprendente, de una posibilidad de presencia, al menos de derecho, hasta en las más remotas zonas del vasto universo 1'. Lejos, pues, de avalar ciertas renuncias ya reseñadas de una ciencia sin Dios, como en el "ignorabimus" spenceriano, el cristiano ve cómo la ciencia moderna confirma estas jubilosas posibilidades, que puede captar perfectamente y que parecían tan lejos de sus sueños más audaces.

VI. Perspectivas de la ciencia

El cristiano que navega en el gran velero de la ciencia podrá contar, pues, con vientos muy propicios, aunque deba tener cuidado con los escollos insidiosos. Veamos ahora la ruta que sigue y cuáles pueden ser sus metas por el camino del conocimiento y de la acción.

En cuanto al primero, no pretendemos extendernos en el tema de las "pruebas" de la existencia de Dios, que no tienen por qué inquietarse ahora por parte de la ciencia, la cual incluso puede conferir a esas pruebas clásicas una mayor viveza y efectividad. Pasaremos, pues, por alto las bellezas deparramadas por los tres reinos de la naturaleza, tan saturados de maravillas, de sorprendentes invenciones, tan sabiamente organizados, tan armónicamente coordinados, tan admirablemente lanzados a una aventura grandiosa de largo alcance, orientada a preparar en el planeta Tierra, sobre el fondo general de un universo inmenso y a través de la acción ingente de las eras geológicas, un habitáculo confortable para el hombre. Aun perdiendo de vista este cuadro general tan sugestivo, el hombre de ciencia encontrará motivo para asombrarse en su mismo campo de investigación y para alimentar su fe con una analogía que se impone y sorprende. En la naturaleza encuentra por doquier constantes físicas numéricamente bien definidas (constante h de acción, g de gravitación, e de carga eléctrica elemental, c de velocidad de la luz, etc.); encuentra mecanismos que funcionan y leyes precisas, es decir, un deber ser que apela a una mente de orden superior que decide y gobierna. Un espectáculo impresionante lo ofrece el camino ascendente de la ciencia desde lo múltiple a lo simple. Ya en el ocaso del s. xvii, Newton había asombrado al mundo con su teoría de la gravitación universal. Después vinieron los grandes principios de conservación (de la materia, de la energía y de la electricidad) y de degradación de la energía. A continuación, en el espacio de un siglo o poco más, todas las ramas de la ciencia se vieron invadidas por las teorías unitarias que venían a interrelacionar dominios que antes se consideraban heterogéneos y dispersos: la teoría de Maxwell agrupaba en el electromagnetismo todas las formas de la energía radiante; la cinética abarcaba el comportamiento termodinámico de la materia; la química, iniciada por Mendelejeff y profundizada más tarde por la física moderna nuclear, encontraba una unidad de diseño estructural y, por lo tanto, una íntima relación de parentesco entre las más diversas especies de materia, aquí igual que en los más remotos rincones del universo.

Es un gran movimiento global, que implica en una conexión progresiva y cada vez más radical a la totalidad de las ciencias, que hemos visto culminar en una cosmogonía unitaria: la del "gran estallido inicial" (el big bang o primeval fireball) y que coincide, aunque con posibles variantes, con la cosmogonía lamaitriana del átomo primitivo, o sea una monogénesis de átomos, de estrellas y de radiaciones. Advirtamos que a esta cosmogonía se ha llegado a través del desarrollo de las modernas teorías relativistas y por la superación de las teorías opuestas de los "ciclos cósmicos" (de Dauvillier, Bonnor y Sandage) y del "estado constante" (de Bondi, Gold, Hoyle). Y tampoco será ésta el último pronóstico; porque, como cualquier otra teoría bien fundamentada, aunque no sea desmentido, quedará englobado en otros más comprensivos ubicados en un plano de conceptualización de orden superior. Tal es el camino seguido por la cosmología, que, si se basaba inicialmente sólo en datos sensoriales y posteriormente instrumentales, camina hoy hacia modelos más abstractos, menos intuitivos, más conceptuales, como el que actualmente se encuentra en elaboración sobre la base de una nueva "relatividad proyectiva""

Un fenómeno ascensional unitario análogo se puede advertir también en biología y en matemáticas, por limitarnos a dos ciencias madres tradicionales. Respecto al mundo biológico, tan caracterizado por una multiplicidad extrema de formas y por la amplitud en el espacio y el tiempo, de todos es sabida la enorme fascinación que ha ejercido la idea evolucionista de una unidad de origen y descendencia de las especies vegetales y animales. Ignoramos hasta qué punto es plausible esta teoría; lo cierto es que existe un plan orgánico grandioso y preciso en todo ello y que una mente poderosa controla y mueve todo el mundo biológico desde dentro en un amplísimo proyecto cuyas metas lejanas deconocemos, al igual que una gran parte de su mecanismo. La idea clave de este mecanismo ha quedado clara en los últimos años, dato este especialmente sugestivo para nosotros, que vivimos en la edad de las computadoras: se trata del hecho de la programación, admirablemente condensada —según se ha descubierto— en el corazón de cada célula viviente, en la estructura cromosómica, en el ADN que define precisamente el código genético de todo ser viviente.

Por lo que respecta a la matemática, según decíamos, también le ofrece al creyente poderosos estímulos para la elevación del pensamiento, participe en el gran movimiento unificador de toda la ciencia, avanza de lo sensible a lo puramente racional y nos coloca ante un dualismo de aspectos que en su inseparabilidad refleja las dos caras de la realidad reconocibles en todas partes en sus aspectos complementarios: materia y espíritu, inmanencia y trascendencia, imagen y concepto. Tomemos, por ejemplo, la representabilidad, mediante la geometría analítica, de las figuras geométricas por formas algebraicas. ¿No es maravilloso este poder acaparador de la fórmula, que en una ecuación de m incógnitas y de grado n encierra una figura genérica de orden n de un espacio m-dimensional? Se da así el caso de que en el concepto de una fórmula sola (pudiendo m y n asumir todos los valores numéricos desde cero al infinito), en la que los coeficientes sean particularizados de todos los modos posibles, se contengan todas las infinitas figuras geométricas e hipergeométricas posibles, pasando de las más complejas inimaginables a las más sencillas, hasta superficies como el cuadrado y el plano, a curvas cúbicas, cónicas hasta llegar a la recta y al punto. Tenemos aquí un ejemplo admirablemente expresivo de cómo dentro de un concepto único, simple y unitario, se puede compendiar una infinita multitud de entes extremadamente diversos. Ello nos da una idea analógica bastante aproximada de cómo el pensamiento divino puede abarcar la totalidad de lo existente y de lo posible en un acto simplicísimo y unitario.

Llegamos con esto a un concepto tan familiar para el pensamiento cristiano como el de la complementariedad, que se ha impuesto en las matemáticas y en la física. Efectivamente, muchas cosas que parecen contradictorias (materia y espíritu, naturaleza y gracia...), quedan conciliadas en una síntesis de orden superior. Esta noción, que nos remite en el fondo al sentido del misterio y de la trascendencia, penetró en física con el binomio materia-energía, con el de espacio-tiempo de la relatividad y con el doble aspecto corpúsculo-onda de las partículas elementales. De manera nueva aparece en el paso del mundo inorgánico al mundo de lo vivo, en la coordinación de los fenómenos físico-químicos con los biológicos y en niveles superiores como el de la conciencia. En matemáticas se encuentra este concepto en el hecho sorprendente de no poder dar una coordinación unitaria al mundo de las formas geométricas ni al de las formas algebraicas sin apelar a elementos que trascienden la intuición, como los puntos impropios y los puntos imaginarios. Así, ni el reino de las formas geométricas ni el de las realidades sensibles podrían tener unidad, terminación y significado sin un trasfondo recóndito inaccesible a los sentidos. He aquí, pues, las perspectivas del progreso científico: el reconocimiento de una unidad suprema, de un pensamiento supremo, que va desde el mundo de los sentidos al mundo invisible de la razón, desde el ser al deber ser y desde el mundo creado al creador.

Pasemos, por fin, del campo del conocimiento al campo de la acción. Si la ciencia tiene orígenes cristianos y, según hemos visto, está toda ella penetrada del pensamiento cristiano, se debe únicamente a que "es obra de la razón y a que Cristo ha abierto más que nadie al ser humano los ojos de la razón". La misma racionalidad deberían inspirar las aplicaciones de la técnica. En efecto, su fin supremo es aligerar las fatigas del hombre, multiplicar su poder, defenderlo de las enfermedades, ayudarle a realizarse y, por lo tanto, a vivir más libre y más feliz. Por este camino, la técnica ha aportado inmensos beneficios: amplios poderes de manipulación de la materia y del ambiente, rapidez de transportes y comunicaciones, difusión de la cultura, etc.

Pero sabemos a costa de qué nuevas presiones y sufrimientos se han obtenido tales conquistas: "Todo lo que el hombre inventa para liberarse termina por esclavizarle"17. En los países de elevada industrialización existen condiciones de trabajo y de vida muy duras, porque se han introducido otras finalidades y presiden el desarrollo técnico: intereses egoístas, sed de lucro, espíritu de superchería. La crisis de la civilización tecnológica actual consiste en una serie de desequilibrios que ponen seriamente en peligro la paz y el porvenir del mundo. El desequilibrio entre países ricos técnicamente evolucionados y países pobres subdesarrollados y hambrientos. Por otra parte, no es menos grave el hecho de que, allí donde se desarrolla a ritmo pleno, este progresotécnico adquiere caracteres de invasión, escapa de las manos del hombre y del control de toda ley moral y rompe el equilibrio entre los diversos valores culturales (ciencia, técnica, filosofía) y entre la cultura misma y la religión, que antes se mantenía celosamente.

Tendremos que dedicarnos con el máximo empeño a la reconstrucción de estos equilibrios que con su desarreglo amenazan terriblemente a la sociedad humana. Corresponde a los especialistas de la ciencia apelar a los recursos más avanzados de la misma ciencia y de la técnica para restañar esta situación, que se ha visto comprometida por un uso arbitrario y sin escrúpulos de la misma técnica. No obstante, la empresa estarla destinada al fracaso si no se tuviera en cuenta el carácter global de los problemas, que tienen también una dimensión moral y espiritual, por lo cual le incumben de manera particular al científico cristiano.

Dejando al margen otros aspectos de tan compleja cuestión, examinemos brevemente cómo se contempla desde una perspectiva cristiana y con qué esperanzas de solución el fenómeno verdaderamente alarmante del neomaltusianismo. La situación que preocupa a los neomaltusianos: el espectro del hambre que amenaza cada vez más a la humanidad, la contaminación cada vez mayor del medio ambiente ecológico como consecuencia del ritmo creciente del desarrollo industrial, etc., es, desde luego, una situación preocupante; pero más alarmante aún es la preocupación por los remedios que proponen los neomaltusianos. El fenómeno básico es la "explosión demográfica" producida después de 195018 y los remedios propuestos para una rigurosa limitación de los nacimientos a base de esterilización o aborto (todos ellos moralmente ilícitos). Malthus, como se sabe, había sostenido que la población mundial crece a un ritmo más rápido que el de los medios de subsistencia, por lo cual está condenada a poblar la tierra en una medida insoportable y a morir de hambre. Si sus previsiones se hubieran verificado, la tierra, que entonces (fin del siglo mí) tenía mil millones de habitantes, albergaría hoy día a más de cien mil millones de seres, mientras que sólo tiene cuatro mil millones (finales de 1976). Hubo, pues, un error descomunal en cuanto al ritmo de crecimiento de la población, que, como es sabido, sufre variaciones cíclicas de consideración dependientes de factores complejos muy difíciles de valorar19.

Otro error grave se refiere a la estimación de los recursos alimenticios, para los cuales se puede establecer un ritmo de aumento bastante más rápido y capaz de reequilibrar (si se quiere) en poco tiempo la grave situación actual. Se ha observado que el total de terrenos cultivados hoy se eleva a poco más de la extensión de Australia; muy poca cosa, ciertamente, en relación con el total de las tierras firmes20. Si se considera también que las cifras pesimistas dadas por la FAO en 1957 yen 1969 acerca de la necesidad mínima de calorías (2.300 diarias por persona, en lugar de 1.600 como sostiene Colín Clarke) y, por tanto, sobre la gravedad de la penuria alimentaria en los países del tercer mundo resultan notablemente erróneas 21, se abren perspectivas mucho mejores sobre la disponibilidad de recursos alimenticios, a los que se les abren las siguientes vías de progreso: 1) utilización más extensa e intensiva de la tierra; 2) explotación del mar y de las hidroculturas; 3) recurso a las posibilidades de la química y de la bioquímica. Respecto al primer punto, no se puede ignorar la importancia de los progresos de la agronomía y los incrementos que podrían aportar a la producción en terrenos ya cultivados mediante el uso racional de la maquinaria, los fertilizantes y los cultivos más apropiados (se recuperan terrenos que antes se utilizaban para la producción de goma, colores de anilina, fibras textiles, etc., que hoy día se pueden preparar por vía sintética), con nuevas semillas de mayor rendimiento y mejor calidad obtenidas por procesos de hibridación y selección genética ("revolución verde"). Se calcula que siete mil millones de hectáreas (es decir, la mitad de las tierras firmes) son cultivables con métodos de agricultura clásica, y hay quien piensa que con los actuales recursos científicos toda la tierra es cultivable; la dificultad está en obtener que se pongan en práctica estas posibilidades, por lo menos en una medida que las haga también económicamente ventajosas, y que el campo no sea sistemáticamente abandonado. En segundo lugar, está todavía por realizar en gran parte la llamada "revolución azul", es decir, explotar el gigantesco potencial de alimentos contenido en el mar y en las aguas interiores. Esta riqueza, diseminada en tres cuartas partes de toda la superficie terrestre, proporciona hoy apenas el dos por ciento de las calorías y el diez por ciento de las proteínas animales consumidas por el hombre, siendo así que es con mucho superior a la que se puede obtener en las tierras firmes. Por último, está en pleno desarrollo el sector de las síntesis químicas relativas a la producción de sustancias alimenticias (proteínas y aminoácidos) a partir, por ejemplo, del petróleo (sustancia demasiado preciosa desde el punto de vista químico para seguir derrochándola como combustible). En definitiva, cabe decir que no se ha explotado más que una milésima parte de las posibilidades que ofrece la tierra para saciar el hambre de sus hijos; por lo cual nada justifica científicamente el recurso inhumano al "control de los nacimientos". El incremento demográfico no es la causa del hambre, sino que el hambre y la desnutrición, por una defensa providencial de la especie amenazada de extinción, desencadenan un aumento de fecundidad y, por tanto, de natalidad". Como se ve, este tema del hambre en el mundo es un problema perfectamente solucionable con los medios científicos actuales. No es un problema técnico, sino un problema moral y un problema político; mas en estos terrenos la razón no consigue en demasiadas ocasiones imponerse, lo cual explica que subsistan tantos desequilibrios, desniveles, incongruencias, psicosis de odio y guerras de exterminio. Sigue siendo cierto, como había dicho Einstein, que la política es mucho más difícil que la física.

Estas son, en resumen, las perspectivas que la ciencia y la técnica nos ofrecen y que, aun teniendo en cuenta la gravedad de los problemas que nos oprimen, creados en su mayoría por la inconsciencia y los errores de los hombres, siguen siendo netamente positivas. Y lo son porque constituyen expresiones realistas de una visión de fe que tiene en su vértice al mismo Dios, la realidad más poderosa, más imperiosa y más bienhechora de todas.

V. Arcidiacono

Notas—17 "El hombre tiene conciencia de su aspiración a la libertad y del fracaso de esta aspiración... El hombre inventa la máquina. Con ella logra prolongar su cuerpo y centuplicar su rendimiento... De este modo afirma su señorío sobre el universo e inaugura su liberación. Pero, de hecho, la máquina hace que el trabajo sea más inhumano... El hombre inventa el cine..., germen de una gloriosa esperanza... De hecho, harto de imágenes violentas y espectáculos inmorales, entregado a sus nervios y a su sensibilidad, el hombre se embrutece y deja que este estupefaciente colectivo embote lo que le queda de aspiración hacia una libertad interior" (J. Mouroux, o.c. [nota 6], 149-151).—(18) Este fenómeno no fue ocasionado por el aumento de la natalidad, sino por la drástica disminución de la mortalidad gracias a los progresos de la medicina, antibióticos, insecticidas, etc. Cf Josué de Castro, A Explosáo demografica e a forme mundial, en "Civ. Macchine", 4 (1968), 23-24.—(19) Algunos de éstos se incluyen en el cuadro de la llamada "teleonomia", que mantiene los equilibrios en el mundo biológico.—(20) Cf H. de Farcy SJ, L'umanitá lotterá veramente contro /afame?, en "Civiltá Cattolica", 1 (1975).—(21) Dice Clarke: "He desafiado al profesor Ehrlich para que demuestre su afirmación de que año tras año va disminuyendo la producción de alimentos con respecto al aumento de la población, y le he obligado a retractarse. En contra de su idea, en el conjunto de los paises en vía de desarrollo la producción ha crecido a mayor velocidad que la población y ahora supera en un 6 por 100 a la de los años cincuenta. Allí donde ha disminuido (como en Cuba y en Argelia) se debe al mal gobierno... En 1969 el director general de la FAO afirmó que la mitad de los paises en vías de desarrollo estaban subalimentados (anteriormente, otro director había dicho que dos tercios de la población mundial pasan hambre); le pedí las pruebas y no las tenia" (cf el art. de Silvestre Theisen en "Osservatore Romano", 14 marzo 1973).—(°R) Así sucede que entre los supervivientes de la guerras se da penuria de alimentos y de ahí el aumento de la natalidad. Por otra parte, Daniélou advertía certeramente con John Nef que es preciso desacreditar el mito de que la guerra sea instrumento de progreso técnico. Lejos de hacer que progrese la técnica, le impide desarrollarse en otros sentidos más fecundos (cf Rischi e responsabilitá nel progresso scientifico, en "Civ. Macchine", 1 119641, 19-34). Se afirma también que el aumento de la población provoca una mayor contaminación, pero Theisen observa lo siguiente: "Si una nave tiene avería, ¿se arroja al mar a los pasajeros o se procede a su reparación? El automóvil es una de las causas más importantes de la contaminación. Si lo que se ahorra en reducir bocas que alimentar se invierte en más coches, aumentará la contaminación. Somos demasiado ricos para servirnos de los residuos". Los residuos se pueden quemar para poder producir energía y las aguas residuales se pueden utilizar para sacar de ellas gas combustible y el resto para regar. No cabe duda de que la física y la química están hoy día capacitadas para resolver este problema.

BIBL.—AA. VV., Ciencia y fe, en "Iglesia Viva", 76 (1978).—AA. VV., Los intelectuales en la Iglesia, en "Concilium", 101 (1975).—Barbour, 1. G, Problemas sobre religión y cientia, Sal Terrae, Santander 1971.—Horkheimer, M, Crítica de la razón instrumental, B. Aires 1973.—Legaut, M, Búsqueda, fracaso y plenitud, Verbo Divino, Estella 1974.—Miret Magdalena, E, Violencia y agresividad ante la ciencia y la fe, Narcea, Madrid 1982.—Moeller, Ch, Literatura del siglo XX y cristianismo, Gredos, Madrid (varios volúmenes. El V publicado en 1975).—Moeller, Ch, El hombre moderno ante la salvación, Herder, Barcelona 1969.—Moeller, Ch-Colombo, C, Cultura y fe cristiana, Paulinas, Madrid 1969.—Waal, A. M, Religión y cultura, Verbo Divino, Estella. 1974.—Weber, M, El político y el científico, Alianza Editorial, Madrid 1981.