CELEBRACIÓN LITÚRGICA
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SUMARIO: Introducción - I. Vida del culto y culto de la vida: 1. Liturgia como misterio: a) La religiosidad cristiana, b) Liturgia cristiana como celebración de los "misterios"; 2. Liturgia como acción salvifica: a) Los sacramentos como acción, b) Los sacramentos como encuentro, c) Un vistazo a la historia - II. Celebración y misión: 1. Vida, liturgia y misión; 2. Liturgia y vida: a) Liturgia y vida de la Iglesia, b) Liturgia y vida de las vocaciones, c) Liturgia y vida de testimonio; 3. Contemplación y liturgia - III. Celebración y diálogo: 1. Celebración y diálogo con Dios; 2. Celebración y diálogo con los hombres.

 

Introducción

Hasta hace pocos decenios, todo acercamiento o confrontación entre las celebraciones cristianas y las de otras religiones era fuente de desconfianza, e incluso de claro rechazo; lo mismo se puede afirmar de la comparación entre las celebraciones del Antiguo y las del Nuevo Testamento, cosa inevitable por pertenecer ambos contextos celebrativos a una única religiosidad bíblica; en esta comparación era inevitable la necesidad de poner de relieve las deficiencias de la primera alianza y la enorme superioridad de la segunda. Semejante actitud de desconfianza se apoyaba en convincentes justificaciones. Entre los estudiosos de historia de las religiones hubo quienes, inspirados en criterios ideológicos más que en los hechos de la revelación, creían poder sostener la existencia de una matriz mítica única, absolutamente indiferenciada, para todo gesto celebrativo religioso. Consecuentemente, las efectivas e innegables diferencias existentes en los diversos contextos de celebración eran consideradas como algo marginal, debidas a las variantes culturales o sociológicas y, sobre todo, a la diversidad de las épocas en que surgieron. Por este motivo hubo un período, en los primeros decenios de nuestro siglo, en que se llegó a considerar como canon casi científico establecer un paralelismo muy estrecho entre algunas celebraciones cristianas y las realizadas por la religiosidad babilónica (panbabilonismo), o, más frecuentemente, los cultos mistéricos practicados en algunas regiones de la cuenca mediterránea en épocas precristianas o en períodos inmediatamente posteriores a éstas.

Mas por encima de estas explicaciones y de su presunta documentación científica, predominaba la apriorística convicción de que las celebraciones y todas las actividades rituales en general eran siempre expresiones de civilizaciones totalmente primitivas, de situaciones de subcultura o, al máximo, de folklore, destinadas como tales a desaparecer con la llegada de civilizaciones avanzadas, de culturas evolucionadas y de una vida emancipada. La hipótesis de que la celebración tuviese un sólido fundamento antropológico y de que, por consiguiente, hundiese sus raíces no sólo en la misma realidad del hombre y de su mundo, sino también en la naturaleza específica de la relación religiosa Dios-hombre, ni siquiera se tomaba en consideración. Entonces, que el mundo cristiano rechazase enérgicamente la pretensión de incluir sus celebraciones en el ámbito de la mitología y que protestase por el intento de reducir la celebración a un hecho de subcultura y de folklore, es del todo comprensible. Las matrices de las celebraciones cristianas son otras y muy diversas.

Sin embargo, tampoco sería legítimo que el mundo cristiano, para no sufrir indebidas reducciones o alteraciones de su patrimonio litúrgico, rehusase tomar en cuenta el fundamento antropológico real de la actividad celebrativa. Precisamente ese fundamento, mientras, por una parte, le permite a la ritualidad cristiana conservar invariada toda su verdadera originalidad, por otra, le ayuda a ser intérprete cualificado de toda ordenada religiosidad natural. La cultura contemporánea todavía no ha eliminado totalmente sus prejuicios sobre un efectivo valor antropológico de la actividad celebrativa; incluso se podría decir que tales prejuicios llegaron en algunos casos a un alto grado de exasperación. Sin embargo, hoy día ya no son esporádicas y culturalmente marginales las corrientes de pensamiento que redescubren y revalorizan la función formativa del acercamiento y de la interpretación simbólica de lo real. En este contexto, el simbolismo no se encasilla ya en la categoría de lo irreal, de lo no verdadero o fútil, sino que viene a ser una manera nueva y más profunda de ver y experimentar la realidad y de situarse cada uno en una relación más constructiva con las cosas, con los hombres y con Dios mismo; e incluso puede llegar a ser la protesta más eficaz contra una mentalidad eficientista que, después de haber desfigurado el mundo, ha instrumentalizado en buena medida al hombre [ / Símbolos espirituales].

1. Vida del culto y culto de la vida

Desde hace algunos siglos, el hombre está acostumbrado a mirar la realidad principalmente desde el punto de vista del lucro y el poder; y frente a la realidad que lo circunda, después de preguntarse "qué es" esta realidad, se plantea en seguida una segunda cuestión: "¿Para qué sirve?". Sin embargo, ante algunas experiencias bastante amargas (ver, por ej., el problema ecológico [,Ecología]), el hombre contemporáneo empieza a darse cuenta de que tales puntos de partida no son tan convincentes como parecían y va abandonando la inicial certeza de que el único modo inteligente de acercarse a lo real para favorecer el programa es el de su eficiencia. Se trata de un empobrecimiento que en distintos niveles y en grado diverso de profundidad, atraviesa ya el frente de la investigación científica y de la técnica y se acerca en forma cada vez más evidente al campo de la filosofía, de la sociología y de las ciencias del hombre en general.

Además, para palpar la importancia y la amplitud que tiene el simbolismo en la esfera de la existencia humana, baste pensar en la dimensión totalmente nueva y distinta que los mismos hechos biológicos asumen a nivel humano. Por ejemplo, la acción de comer del hombre es algo más y diverso del comer de un animal; y es sintomático que el comer asuma su forma más claramente humana en el banquete; es decir, en un contexto en el que la acción biológica de tomar alimento permite al hombre expresar y realizar su ser "con" las demás personas mediante y "con" los manjares de que se alimenta. En el "ritual" del banquete, donde el hombre se solidariza con las cosas para solidarizarse con sus semejantes, se crea comunión; y, viceversa, una comunión ya en acto encuentra la posibilidad, en el banquete, de significarse y realizarse ulteriormente. En otras palabras, en el núcleo de la dosis simbólica del banquete —y esto se puede afirmar de cualquier otro gesto simbólico— el hombre percibe, expresa y realiza una interpretación muy profunda de su ser y de su existir, a pesar de que en la mayoría de los casos ninguno de los comensales sepa formularlos en forma refleja. En este contexto el hombre se da cuenta de que su razón de ser y el sentido de su "existir con los demás" no los encuentra en sí mismo, sino en un doble "con": "con las cosas", y "con las personas"; y que este doble "con" se funda, a su vez, en un tercer "con", que pertenece a la misma estructura del hombre, el cual es un espíritu "con" un cuerpo y un cuerpo "con" un espíritu. Cuanto hemos intentado decir sobre el valor simbólico del banquete vale también de todo gesto con que el hombre trata de expresar y realizar su situarse dentro de una corriente de vida cósmica.

Mas dentro de esta única corriente de vida surge el último y supremo "con", que da sentido a todas las cosas sin excepción y que constituye la más alta, pero también la más indispensable razón de la actividad simbólica humana: el ser "con" Dios. Si por medio del simbolismo el hombre se asume y se expresa como un ser "situado" en un conjunto de relaciones que concretizan y dan sentido a su existencia, también por medio de él asume y expresa sobre todo su relación con la trascendencia, en la cual halla justificación y sentido no sólo la realidad y la existencia de su ser individual, sino también toda la realidad cósmica e histórica. No existe religión en el mundo que no haya intentado expresar a través de gestos simbólicos su interpretación global y unitaria de lo real y que haya creído posible prescindir de la celebración para vivir sus relaciones con Dios.

Llegados a este punto, se hace indispensable subrayar que, si todas las religiones convergen en vivir y expresar simbólicamente su relación religiosa, son divergentes radicalmente, sin embargo, en el contenido de sus gestos simbólicos; los gestos significantes pueden ser casi idénticos en las diversas religiones, pero el significado del gesto significante es notablemente diverso. La no exacta interpretación de esta convergencia-divergencia ha conducido, como lo hacíamos notar más arriba [ / Introducción], tanto a la afirmación equivocada de una efectiva identidad entre la celebración cristiana y las paganas, como a una no menos errónea negación de todo origen común, incluso remoto, entre una y otras. Sin embargo, aunque contrastantes, estas dos tesis tienen en común un peligroso desconocimiento de la dimensión antropológica de la celebración; y así, la primera —en nombre de un presunto cientificismo—convierte toda celebración en un hecho no humano por alienante o la rebaja a una señal de subcultura porque supone una interpretación no "científica" de lo real; y la segunda, para defender su originalidad y sublimidad, cree indispensable aislar las celebraciones cristianas de aquellas bases que la acercan a toda otra celebración, al menos en la medida en que corresponden a la íntima naturaleza del hombre y a los mismos orígenes de la relación transcendencia-inmanencia. Si se tiene en cuenta la convergencia-divergencia a que hemos aludido, es evidente que ubicar la celebración cristiana dentro del ámbito humano y cósmico no significa despojarla de su originalidad de contenidos y de su sobrenaturalidad de origen y eficacia; significa simplemente no establecer rivalidad entre el aspecto humano y el aspecto divino de la celebración. Significa impedir que los esfuerzos hechos por la tradición cristiana para leer en clave de auténtica alianza el misterio de la encarnación (un único Cristo que es a la vez verdadero hombre y verdadero Dios) resulten ficticios e inútiles precisamente en el seno de la liturgia, que esla fuente y la cumbre de la vida cristiana. En nombre de esta lógica de alianza, reconocer en la vida del culto un auténtico culto de la vida no es hacer una reducción de la integridad cristiana, y menos aún afirmar algo que meroscabe su dignidad.

1. LITURGIA COMO MISTERIO - El aspecto más característico y específico de la liturgia cristiana frente a la liturgia de cualquier otra religión consiste en ser "celebración" de los misterios de la historia de la salvación. Sin embargo, esta afirmación, aunque sea clara, resulta inadecuada para hacer resaltar lo específico de nuestra liturgia, si antes no la situamos y releemos en el cuadro más amplio de la religiosidad cristiana.

a) La religiosidad cristiana. Las grandes religiones, comprendidas las positivas —que en cierta medida tienen algunas relaciones con la revelación sobrenatural—, están fundadas principalmente en una religiosidad cósmica; en cambio, la liturgia cristiana está basada en una religiosidad histórica. La religiosidad cósmica es la base de la teorización de las relaciones Dios creador-hombre creatura, Dios dominador y soberano-hombre súbdito y servidor. En el seno de esta relación, la historia es asumible sólo desde la vertiente humana y no implica para nada a la divinidad. Las doctrinas con las que el hombre teoriza su relación religiosa; la ética con que codifica las normativas divinas; los ritos con que honra a la divinidad, celebra su condición de súbdito y trata de conseguir los favores y la benevolencia divina, pueden variar en el curso de la historia y, de hecho, tienen una historia; en cambio, en el ámbito de la religiosidad cósmica, la relación hombre-Dios permanece sustancialmente inmutable: Creador-creatura. Si perfecciona sus actitudes religiosas, el hombre podrá obtener de Dios mayores favores; pero nunca podrá llegar a ser algo más o diverso de una simple creatura. En cambio, la religiosidad histórica, como la bíblica en general y la cristiana en particular, aun reconociendo como fundamental la acción divina creadora, admite que es resultado de una serie de intervenciones de Dios en la historia. Estas intervenciones, además de relacionarse con aquella acción primera como un conjunto de hechos concatenados entre sí por una única lógica salvífica, constituyen una trama histórica única donde se desarrolla la relación entre los dos protagonistas, Dios y el hombre, y sin olvidar la primera relación Creador-creatura, se establece además la relación Padre-hijo.

De esta manera, el verdadero significado de la religiosidad no nos lo da la primera intervención de Dios, sino la última, que en una visión retrospectiva aclara el sentido y el fin de todo lo acontecido anteriormente. En nuestro caso, el acontecimiento cumbre es Cristo, en el que Dios se relaciona profundamente con el hombre y se compromete con la historia hasta entrar a formar parte de ella como sólo puede hacerlo un Dios que es también verdadero hombre. Pero el acontecimiento de Cristo considerado en su totalidad (el Cristo pascual), además de ser la cumbre de la historia de la salvación, además de darle su sentido pleno, indica la economía que la dirige y, por consiguiente, cuáles son las características de su religiosidad y de la celebración cristiana en sus varias facetas.

Y, en primer lugar, puesto que Cristo es una realidad histórica en la cual el hombre se encuentra definitivamente con Dios hasta el punto de ser ya ambos inseparables, la religiosidad cristiana se define exactamente como una religiosidad de alianza. El misterio de Dios no es ya sólo un hecho transcendente, sino también un hecho de la historia; los misterios divinos no son sólo verdades sobrenaturales que el hombre acepta por la autoridad de Dios que se revela, sino también el fundamento de una historia. En otras palabras: la verdad salvifia ya no es teorizable como un principio o una serie de principios teóricos a los que deba adecuarse la historia, sino que pertenece a la misma trama histórica. Para los cristianos, la verdad es Cristo; hasta tal punto que, según un correcto procedimiento de reflexión teológica cristiana, no se parte de Dios para entender a Cristo, sino de Cristo para entender a Dios.

Además, esta historia tan profundamente modificada (nueva manera de ser), que debe ser considerada como el "locus" de la acción y de la presencia divina, presenta otras dos características. La primera es su gratuidad. La historia de la salvación y Cristo, su vértice, no son fruto de una conquista humana, sino de la iniciativa divina. Sin embargo, el hombre y su historia no son sólo un instrumento pasivo de la acción divina; no son algo ficticio y umbrátil donde la libertad, la autonomía y el compromiso humano histórico son sólo máscara de une voluntad divina y trascendente que domina a placer y se sirve de los hombres como instrumentos. La fe cristiana ha defendido siempre la autenticidad de la dimensión humana de Cristo contra quienes la reducían a una apariencia; en caso contrario, la misma historia humana habría perdido todo su valor; si el encuentro de Dios con el hombre y con la historia hubiese sido posible sólo al precio del aniquilamiento de uno y de otra, entonces tampoco la relación religiosa hubiera podido ser de alianza, sino de instrumentalización paternalista. La gratuidad de la historia de la salvación no es sinónimo de futilidad e inconsistencia, sino más bien de amabilidad, amor y entrega; significa, además, que el estilo con el que el hombre puede construir positivamente su historia debe estar en consonancia con el de Dios mismo cuando interviene en la historia. También desde este punto de vista la figura de Cristo es altamente significativa; Cristo, que es el don supremo de Dios al hombre, es a la vez el hombre que se entrega totalmente en su muerte de cruz, la cual, aunque pueda parecer una efectiva derrota histórica, es, en realidad, el momento más constructivo de la historia.

La otra característica de la historia de la salvación es su orientación escatológica. Si el vértice de la historia es el Cristo pascual, es decir, el que en su gloriosa resurrección conquista un estado que trasciende la historia, entonces también la historia de la salvación hallará su plena realización en una meta que está fuera y más allá de la misma historia. También la afirmación de la orientación escatológica de la historia parece que conlleva un juicio de desvalorización de la historia; pero, en realidad, como lo demuestra el sorprendente desarrollo que en estos últimos tiempos ha tenido el tema de la /esperanza cristiana, la tensión escatológica [/Escatología] fundamenta el compromiso del cristiano en el mundo y en la historia y le anima a vencer la tentación de refugiarse en sucedáneos de la vida futura o de bloquear la historia con actitudes conservadoras que entrarían en contradicción con su fe en un futuro, hacia el cual no terminará nunca de caminar.

b) Liturgia cristiana como celebración de los "misterios". Precisada así la religiosidad cristiana en sus elementos estructurales (alianza, gratuidad,tensión escatológica), es más fácil comprender el significado y la importancia que tiene el hecho de que la liturgia sea una celebración de "misterios". Para la comunidad cristiana, la celebración y el culto no se fundamentan en una ideología y menos aún en una concepción mágica de la relación religiosa, sino que nacen de la historia; las actividades celebrativas fundamentales (los sacramentos) son el momento en el cual el fiel, como participe de los misterios de la salvación, está inserto en una nueva historia. Gracias a la inserción en la historia de la salvación, que tiene su economía y su lógica de desarrollo, el cristiano deduce las normas éticas que regulan su conducta y el tenor de vida que lo contradistingue en el modo de construir su historia. Este es el motivo de llamar en el lenguaje cristiano a estos momentos de celebración "memorial": de la memoria del hecho salvifico del ayer se deduce una comprobación para el hoy y las normas operativas para el mañana.

En conclusión, si se quisiera resumir el ritmo de desarrollo de la religiosidad cristiana y, por consiguiente, la exacta ubicación de la celebración dentro de ella, se podría afirmar que, sobre la base de una experiencia histórica de gracia recibida en la fe, la religiosidad cristiana revive esta experiencia en la celebración, de la cual extrae los criterios orientativos para una correcta gestión de la historia: desde la experiencia a la celebración y desde la celebración a la obediencia. Sin embargo, el ritmo tiene al mismo tiempo una fase de retorno; porque, mientras la vida vivida según las normas éticas y la lógica de la historia de la salvación constituye el elemento que da consistencia y autenticidad a la celebración cultual cristiana, la celebración proporciona a su vez la clave para una lectura de fe de la historia y, por consiguiente, para la experiencia de la vida como gracia: desde la obediencia a la celebración y desde la celebración a la experiencia. La celebración vista de este modo viene a hallarse en el centro de la trama histórica y, aunque en su condición de rito conserve la apariencia de un momento desconectado de toda actividad directamente encauzada a la construcción de la historia, es, sin embargo, el factor conexivo más importante. Así mirada, la liturgia viene a ser la fuente y el alma de una espiritualidad que, además de evitar el peligro de un intimismo y deun individualismo exasperados, anda a la búsqueda de una relación con Dios que comprenda en un único vínculo de solidaridad la relación con los hermanos y con toda realidad creada. No obstante, para sintetizar mejor las características de una espiritualidad litúrgica, es necesario profundizar todavía más la relación liturgia-salvación.

2. LA LITURGIA COMO ACCIÓN SALViFICA - Aunque los datos que poseemos sobre las celebraciones de la comunidad apostólica y postapostólica son muy escasos, sin embargo resultan suficientes no sólo para documentar lo que hemos dicho hasta aquí sobre la dimensión mistérica de la liturgia cristiana, sino también para darnos una idea adecuada de la salvación que los cristianos deseaban alcanzar mediante sus celebraciones. Pues bien, las celebraciones de aquella época, simples, muy cortas, sin muchas complicaciones rituales, son sobre todo celebraciones de iniciación cristiana (bautismo, confirmación, eucaristía). El significado de estos ritos, tal como resulta de la predicación apostólica, es el de ofrecer a los hombres la salvación que Cristo vino a traernos; en cambio, su función es la de ofrecer la salvación al mismo tiempo que la describe. Teniendo en cuenta las estructuras y los diversos componentes del gesto ritual, no es difícil darse cuenta de que si la salvación cristiana puede describirse también en términos discursivos y tan detallados que permiten elaborar una noción teórica y sistemática de ella, sin embargo ninguna descripción es tan viva y rica como la que nos proporcionan los gestos simbólicos que, al representarla, nos dan una experiencia inicial y germinal, aunque fundamental. En la práctica, las estructuras básicas de los ritos sacramentales son dos: la acción, que se especifica como encuentro. La noción de salvación cristiana se define en torno a estas dos coordenadas.

a) Los sacramentos como acción. Los ritos sacramentales, aunque se sirven de cosas, no son una cosa, sino una acción. Cuando la teología, al hablar de los sacramentos, los define como "instrumentos" y "signos", no se aleja de la verdad; pero no se inmuniza suficientemente contra el peligro —en el que se ha incurrido muy a menudo— de someter los sacramentos a un proceso de cosificación. Si los sacramentos son un signo, su valor significativo no se lo dan las cosas, sino el uso que de ellas se hace; si los sacramentos son un "instrumento" de santificación, no lo son a la manera de un utensilio o un mecanismo, sino como lo es un gesto simbólico, que, además de la materialidad de las formas, implica una acción tan profunda que sólo puede ser expresada o percibida simbólicamente. A título sólo de ejemplo, podemos pensar en el cúmulo de gestos simbólicos que necesita el amor para expresarse y construirse. Desgraciadamente, el proceso de cosificación de los sacramentos es notablemente peligroso, porque además de empobrecer la noción de sacramento y determinar consecuentemente un proceso análogo de cosificación de la "justicia" cristiana, será la razón principal de la escisión entre espiritualidad y liturgia, a la cual aludiremos más adelante. Pero, después de calificar a la celebración sacramental de acción, debemos añadir que es una acción ministerial y comunitaria. La característica de ministerial se ve con particular evidencia, por ejemplo, en la celebración del bautismo. La praxis ablucional como símbolo de purificación y de penitencia estaba muy en uso también en el contexto judío precristiano; pero, mientras que en este caso se trata de un gesto con el cual el hombre expresa simbólicamente su esfuerzo personal de conversión (el penitente podría también administrarse él solo la ablución), en el gesto cristiano es ante todo la expresión simbólica de una acción de Dios. El rito se realiza en nombre y por la autoridad de Dios; el que administra la ablución es sólo ministro de un actor principal y más real; y el que recibe la ablución sabe que se somete a una acción que no es de un hombre, sino de Dios mismo. Por otra parte, ya sea porque la acción de Dios tiene como fin la edificación salvífica del individuo en una comunidad, ya porque el sentido de la respuesta del hombre a la acción de Dios no lo establece la persona, sino la comunidad en la que está inserto, la acción ritual es siempre comunitaria. Además, la misma ministerialidad de la acción sacramental, si, por una parte, indica que se trata de una acción de Dios, por otra, significa que se trata de un gesto realizado en nombre de una comunidad.

b) Los sacramentos como encuentro. Ahora bien, la acción litúrgica cristiana se estructura y se especifica como encuentro; en el lenguaje teológico contemporáneo, la definición de los sacramentos como encuentro es aceptada comúnmente. Mediante un análisis, aunque sea sumario, de los elementos que constituyen el rito sacramental, es fácil darse cuenta de que en la celebración se encuentra el hombre con la palabra de Dios, que le anuncia y le promete la salvación, y con la comunidad eclesial, en la cual se realizan las promesas salvíficas. Además, como la palabra de Dios halla su plenitud solamente en Cristo cuando la comunidad está constituida y reunida en torno a él, se sigue que la acción sacramental es fundamentalmente un encuentro con Cristo y con sus misterios.

En las formulaciones doctrinales de toda la tradición cristiana, la justificación y la salvación se describen a menudo y más detalladamente como remisión de los pecados, concesión de la gracia y prenda de la vida eterna; hay que convenir, sin embargo, en que la descripción que nos da la celebración litúrgica, aunque menos sistemática, es más global y vitalmente más rica; y más todavía si tenemos en cuenta que en la acción litúrgica se subraya siempre el factor fundamental de justificación y de salvación, a veces olvidado en los tratados sistemáticos, que es el Espíritu de Cristo. En la medida en que el hombre se deja realmente involucrar en una celebración que es "acción-encuentro", no puede ya imaginarse la justificación y la salvación solamente como la anulación de una deuda o absolución de una culpa en sentido jurídico, y ni siquiera como la concesión de un don que hay que custodiar celosamente para alcanzar la felicidad eterna. La celebración proclama en voz alta que la justicia cristiana es una nueva relación con Dios, con los hermanos y con toda la realidad proveniente de una vida nueva suscitada y vivida en el Espíritu del Señor. Lo que hace del justo un hombre nuevo no es sólo una entidad nueva superpuesta a su naturaleza, sino una vida que transforma todo su ser. La espiritualidad cristiana viene a ser, pues, un camino de progresiva personalización de la relación con Dios, con Cristo en sus misterios y con la comunidad bajo la acción del Espíritu. El ejercicio de toda virtud [Santo], la práctica de la.ascesis cristiana, cualquier forma de testimonio y de -->apostolado tiene como piedra de toque de su autenticidad esta triple relación significada y establecida por la acción litúrgica. Las modalidades de ejercicio de la virtud,del testimonio y del apostolado pueden variar, como de hecho varían las mismas formas de existencia histórica; pero la espiritualidad cristiana tiene en cualquier caso una única convergencia en la relación y en el encuentro dinámico con la palabra, con Cristo y con la Iglesia. En este sentido y por este motivo la espiritualidad cristiana es una espiritualidad dialogal; no sólo porque nace y está dirigida a un encuentro, sino también porque une en la celebración los dos momentos típicos de un encuentro dialógico. La misma acción celebrativa, que es el signo eficaz de una propuesta y de una intervención salvífica de Dios, es siempre también el signo con el que el cristiano ofrece a Dios, en acción de gracias y en alabanza, la novedad de vida que en realidad está viviendo; la acción litúrgica es siempre y simultáneamente medio de santificación y de culto.

c) Un vistazo a la historia. Desgraciadamente, con el correr de los años y bajo el influjo de algunos fenómenos históricos de mucha trascendencia, como, por ejemplo, la cristianización de masas y la incidencia de culturas no siempre idóneas para una fiel interpretación del hecho cristiano, se llegó a crear un proceso de excesiva separación entre la salvación y la historia (la justa afirmación de que la salvación trasciende la historia no debe hacernos olvidar la profunda relación que une el tiempo con la eternidad y la historia con la escatología) y, correlativamente, un proceso de reducción de la salvación a dimensiones prevalentemente individuales y subjetivas. Las consecuencias ulteriores derivadas de estos datos fueron muchas; pero aquí nos interesa subrayar la ruptura entre liturgia y espiritualidad. En la medida en que se entendió la salvación no sólo como hecho que trasciende la historia, sino también como realidad sin ninguna conexión directa con el tiempo presente, las celebraciones litúrgicas, y en particular los sacramentos, se convirtieron sólo en "medios" necesarios para producir la gracia, es decir, la entidad indispensable para poder acceder al premio eterno. En consecuencia, la acción litúrgica, aun cuando siga siendo un momento importante de la vida y de la praxis cristiana, dejará de ser el alma, el punto de partida y el criterio comprobatorio. La vida cristiana más que por la liturgia estará acompañada por la ética, entendida muy a menudo más comoconjunto de normas que como una nueva lógica de existencia. La espiritualidad, por medio de la ascética, hallará así un número mayor de conexiones con la moral que con la liturgia y, en último término, experimentará el doble proceso de privatización y deshistorización, a que se había relegado también la misma noción de salvación. Dentro de este clima, la espiritualidad buscará su alimento en las devociones privadas [Ejercicios de piedad] más que en la liturgia de la Iglesia; tanto más que, desde los últimos tiempos de la Edad Media, esta espiritualidad devocional condicionará la liturgia e incluso influirá en cierta medida negativamente en ella. En esa época, el calendario litúrgico vio prevalecer el "santoral" sobre el "temporal", hasta consentir que los misterios de la vida de Cristo, fuente y norma suprema de toda santidad, fueran oscurecidos por la floración de otros modelos, sin duda valiosos, pero menos inspiradores de vida cristiana. Incluso cuando la espiritualidad haga referencia a los misterios de la vida de Cristo, recurrirá a prácticas devocionales notoriamente desconectadas de la liturgia, que a veces hasta la sustituyen. Las mismas grandes escuelas de espiritualidad, a las cuales no se puede seguramente acusar de haber contribuido a la ruptura entre espiritualidad y liturgia, en la práctica no estuvieron inmunes del peligro de especificarse y distinguirse entre sí más por su orientación devocional que por el diverso modo de testimoniar en la vida su fidelidad al único misterio salvífico celebrado por la Iglesia.

Para hallar una clara tentativa de retorno a las fuentes, habrá que esperar al nacimiento del movimiento litúrgico, que, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta el día de hoy, además de promover las más luminosas reformas litúrgicas sancionadas por el Vat. II y de introducir las correcciones indispensables para canalizar la piedad popular hacia la práctica litúrgica, tuvo el mérito de contribuir al florecimiento de una auténtica espiritualidad litúrgica. En este punto debemos subrayar que el retorno de la espiritualidad a la liturgia ha causado un evidente despertar cualitativo, aunque no siempre cuantitativo, de vida cristiana; además, aun prescindiendo de las nuevas orientaciones dadas también a las diversas formas del arte y de la arquitectura relacionadas directamente con la celebración cristiana, no podemos dejar en segundo plano el influjo ejercido por la liturgia en la eclesiologia, en la misionología y en los diversos ambientes testimoniales del mundo de nuestro tiempo.

II. Celebración y misión

1. VIDA. LITURGIA Y MISIÓN - El benéfico acercamiento de la liturgia a la vida cristiana, promovido y realizado por el movimiento litúrgico, no ha tenido fuerza suficiente para impedir en tiempos recientes la divulgación de algunas tesis exasperadas de la teología de la secularización, que pretendía atribuir a Cristo y a la religiosidad cristiana una actitud de rechazo radical no sólo del ritualismo, sino también de los mismos ritos.

La fidelidad de Cristo al hombre, a su mundo y a su historia (el saeculum en sentido latino) se teorizaba como movimiento de total "profanación" (reducción a lo profano) de la noción de lo sagrado y de toda actividad ritual, a la cual estaba vinculada la noción de sagrado. Estas exasperaciones carecían de un sólido fundamento y están al presente superadas; sin embargo, es interesante hacer notar que, aunque hayan llegado a conclusiones opuestas, derivan de la misma raíz de la que había nacido el proceso de cosificación de los sacramentos, es decir, la incapacidad de encontrar en la liturgia una efectiva conexión con la vida; más aún, la fuente y el punto de partida para la programación de la existencia cristiana. Entre las razones remotas, pero no menos determinantes, de la crisis de los sacramentos, debemos recordar la praxis de aquellos fieles que, satisfechos con con-seguir en la celebración cuanto es indispensable para garantizarse la vida eterna, hicieron de los mismos más una meta que un punto de partida. Si la vida cristiana no sabe encontrar otra praxis distinta de la ritual, no nos maraville que haya sido posible hablar de practicantes no creyentes y de creyentes no practicantes.

Pero, además de esta situación de hecho, debemos recordar, en conexión con el rechazable divorcio establecido entre liturgia y vida, la otra no menos lamentable separación entre vida cristiana y misión. En efecto, incluso quienes no han reducido la práctica cristiana al ritualismo se olvidan de que en la celebración nos sumergimos en una historia nueva fundada en los misterios de lavida de Cristo, y pueden creer que el único compromiso de vida consiste en el esfuerzo para conservar la gracia recibida y, como lógica consecuencia, para observar los preceptos morales. El convencimiento de que la vida cristiana se debe desarrollar como testimonio de los acontecimientos salvíficos de que hemos sido protagonistas, disminuye y pasa a segundo plano; la vida cristiana, que en realidad es misión para dar testimonio, se convierte en simple coherencia; y la tarea de misionar, que es un deber de todos, pasa a ser trabajo de unos pocos que con heroica generosidad han asumido un compromiso estrictamente no necesario para conseguir la salvación. Aun prescindiendo del hecho de que esta perspectiva ha contribuido, en conexión con otros factores, a institucionalizar la excesiva contraposición entre clero y laicado [Laico II], es decir, entre quien tiene el deber misionero y quien no lo tiene, conviene no olvidar que esta concepción ha suscitado un proceso degenerativo de la noción misma de misión y de apostolado. Separados del testimonio, tanto las misiones como el apostolado (apostolado significa justamente envio) se han visto como simple obra de proselitismo; y como, a fin de cuentas, el proselitismo lo pueden hacer también aquellas personas que no son coherentes con la doctrina de su propaganda, el apostolado y la acción misionera han podido perder, a veces, su necesaria conexión no sólo con el testimonio, sino también con la coherencia. La recuperación de la dimensión misionera de la liturgia es, por lo tanto, verdaderamente fundamental; no sólo para la vida y la espiritualidad de cada cristiano, a fin de que tengan autenticidad sus actitudes, sino también para la misma comunidad eclesial.

2. LITURGIA Y VIDA - a) Liturgia y vida de la Iglesia. La famosa expresión del n. 10 de la constitución SC del Vat. II, donde se afirma que "la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza", ha tenido gran aceptación y ha dado pie para hacer un número indefinido de consideraciones. Sin embargo, si no se quiere abusar de esta frase y convertirla en un slogan o un enunciado sugestivo en la forma pero bastante indeterminado respecto de los contenidos; si no se pretende darle una interpretación excesiva o, al revés, reductiva,es indispensable confrontarla con lo que el Vat. II nos manifiesta en la LG, cuyo objeto es el tema de la Iglesia "misterio-sacramento". Lo que constituye a la Iglesia en su naturaleza específica y en su razón de ser en el mundo y en la historia, radica en su propiedad de ser evento y realidad histórica suscitada por la acción salvifica divina y no por una simple decisión humana. Es Dios quien hace de la Iglesia una comunidad reunida en Cristo mediante la acción del Espíritu Santo para ser "signo", es decir, punto de encuentro significativo y efectivo con la presencia continua de Cristo en medio de nosotros. En otras palabras, el origen trascendente de la Iglesia no está en función de la afirmación de sí misma o de hacer de ella una comunidad privilegiada frente a cualquier otra sociedad, sino en función de su servicio al género humano. La constitución de la Iglesia está en relación con su misión, y si su constitución es extraordinaria es porque su misión lo es también.

Todo esto está claramente indicado en la Sagrada Escritura; el texto de Mt 28,19, por no citar otros, ha constituido siempre la base de la que la Iglesia ha deducido sus reflexiones doctrinales y sus opciones operativas misioneras. No obstante, sigue siendo verdad que la misma palabra de Dios, que vincula la vocación misionera de la Iglesia a la voluntad explícita de Cristo, establece una profunda conexión entre la liturgia y la vida-misión de la Iglesia. A este propósito, en los textos del NT son evidentes dos filones de pensamiento muy interesantes. El primero, en el que pueden catalogarse, además del texto de Mateo, ya citado, todos aquellos en los que se alude al derecho-deber de la Iglesia de administrar los diversos sacramentos, hace resaltar que la acción litúrgica, aun sin agotar la actividad misionera de la Iglesia, constituye un aspecto fundamental y, por lo tanto, un sector de máxima importancia. El segundo, evidente sobre todo en los textos que narran la institución de la eucaristía y que ilustran la praxis eucarística de la comunidad primitiva, subraya que la naturaleza de la acción misionera y la animación con que debe conducirse son clarificadas por la acción litúrgica. Entre los textos más relevantes en este sentido podemos recordar 1 Cor 11,26 y Lc 22,44 y ss. El texto paulino, después de haber precisado que las actitudes egoístas con que los corintioscelebraban el ágape eucarístico contradicen el significado de la celebración de la muerte del Señor, que es un misterio de amor y de entrega, añade que la celebración existe en función de un anuncio: "Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que venga".

Siguiendo la misma línea lógica de las enseñanzas paulinas, la actual liturgia eucarística prescribe, inmediatamente después de la consagración, la triple aclamación: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús". La acción litúrgica, por lo tanto, proclama que la naturaleza de la acción misionera de la comunidad cristiana no consiste simplemente en la difusión de un mensaje, aunque éste sea divino, sino sobre todo en el anuncio-testimonio de uri acontecimiento histórico que ha modificado la historia y que ha proporcionado un nuevo modo de dirigirla. La representación, en los sacramentos, del misterio pascual confiere a cuantos participan en ellos la misión de testimoniar con la vida que la historia humana ha cambiado efectivamente y que se desarrolla según la lógica desconcertante a la que corresponde el mismo misterio pascual. La novedad de vida que nace de la participación sacramental en los misterios de la vida de Cristo no es monopolizable para fines salvíficos meramente personales, dado que es siempre una misión para testimoniar la realidad del hecho salvifico celebrado. El compromiso misionero de la Iglesia es mucho más que la simple fidelidad a un precepto; es la razón de su misma existencia; la Iglesia existe para dar testimonio, y lo que debe testimoniar es aquello que ha dado origen a su ser.

El texto de Lc, a su vez, además de hacernos captar en la eucaristía la razón última de la identidad entre vida cristiana y misión, además de orientarnos sobre cómo debemos llevar a la práctica la acción misionera, nos hace percibir en la eucaristía la fundación cristológica de la naturaleza y de las características de la misionalidad de la Iglesia. Para comprender en su totalidad la enseñanza de este texto escriturístico, hay que tener en cuenta que Lc, al dar a la narración del antagonismo de los apóstoles una ubicación diversa de la transmitida por los demás sinópticos, tiene una doble y clara intención teológica: hacernos captar el verdadero significado del gesto eucarístico y, más radicalmente, del mismo misterio de la encarnación. A los apóstoles, que en seguida después de la institución de la eucaristía discuten entre sí para establecer quién es el mayor, Jesús les da una lección que no es sólo de humildad, sino que expresa el criterio al que se ajusta toda su actuación, incluida la acción eucarística, y su misma condición de Hijo de Dios encarnado. Mientras los poderosos de esta tierra afirman su grandeza haciéndose servir, Cristo afirma la suya poniéndose al servicio de todos. Mediante la institución de la eucaristía, en la cual Jesús lleva la lógica del servicio hasta el límite extremo de hacerse alimento de los hombres, nos da un doble testimonio: en primer lugar, que la razón de la presencia de un Dios-hombre en la historia no es la de dominar esa historia y servirse de ella, sino la de servirla salvándola; en segundo lugar, que el hecho de su "estar" en el mundo es fruto de una "misión" que le encomendó el Padre, a saber, testimoniar que el modo de afirmar el Dios cristiano su trascendencia y su señorío no es el aislamiento o la imposición, sino la entrega. Por todo esto, la celebración eucarística ocupa el centro de un doble dinamismo significante. Por un lado, se afirma que el ser y el existir del misterio de Cristo es ya una misión-testimonio y que el ejercicio de esta misión se expresa en el servicio yen la entrega de sí mismo; por otro lado, proclama que la misión de la Iglesia, antes que una actividad que desarrollar, es una novedad de vida que da testimonio de Cristo como él lo dio del Padre, y que el estilo con que se debe testimoniar a Cristo es el del servicio. Pero la celebración eucarística nos da un tercer dato: siendo la eucaristía banquete de comunión con Cristo y, en El, con todos los hermanos, se sigue que la primera misión-testimonio de la Iglesia consiste en hacer comunión, o sea, en saber ser una en la multiplicidad, y, además, en saber expresar su testimonio del único Cristo mediante la multiplicidad de las vocaciones cristianas.

b) Liturgia y vida de las vocaciones. Los diversos carismas de los que tuvo experiencia la comunidad cristiana durante la época apostólica eran algo muy diverso de lo que llamamos nosotros hoy "vocaciones" cristianas. Se trataba entonces de gracias extraordinarias, que constituían una prueba visible de la eficacia renovadora de la acción salvífica realizada por Dios en Cristo mediante el don del Espíritu. Sin embargo, los documentos del NT se cuidan de subrayar que estas gracias extraordinarias tenían ya una estrecha relación tanto con la acción litúrgica como con el compromiso misionero. Por ejemplo, el Libro de los Hechos nos testimonia en diversas circunstancias que las manifestaciones carismáticas tenían en la mayoría de los casos conexión con la administración del bautismo; por su parte, san Pablo, en 1 Cor 12-14, después de haber enseñado que los carismas no deben ser motivo de antagonismos de ninguna clase, subraya que si verdaderamente se quiere hablar de jerarquización de los carismas y tratar de establecer cuáles son los más importantes, el criterio que se debe usar es el de la caridad y la mutua edificación. Los carismas más importantes son los más edificantes, o sea, los que tienen una finalidad misionera más evidente; ¿de qué sirve poseer el don de lenguas, si en la comunidad no hay nadie que pueda decir "amén", o sea, capaz de interpretar cuanto se ha dicho para bien de los demás?

La experiencia de los carismas extraordinarios duró muy poco tiempo; pero la historia demuestra que la Iglesia halló siempre innumerables formas de manifestar las riquezas de su vida y de su compromiso misionero. Sin embargo, un historiador que leyese el hecho cristiano sin la justa perspectiva de la fe podría dar a estas múltiples manifestaciones de vida y de apostolado una interpretación muy reductora. La tentación de atribuir todo esto a la simple iniciativa de los hombres que, según las exigencias del momento, saben hallar las soluciones más propicias, es muy fuerte; y con mayor razón al constatar que en el seno de la vida de la Iglesia se ha registrado a través de los siglos, primero, un progresivo alejamiento por parte de las vocaciones de las celebraciones sacramentales y, consecuentemente, un proceso de reducción de la noción misma de vocación.

El progresivo alejamiento por parte de las vocaciones de los eventos sacramentales se inició cuando, según recordábamos antes, la justificación y la novedad de vida recibida en los sacramentos fue progresivamente considerada como un don personal y, por lo tanto, sólo como una entidad sobrenatural de que poder disponer para conseguir la salvación escatológica. En este contexto, mientras la vida cristiana se desentendía cada vez más de un compromiso testimonial que no fuese la observancia de los deberes morales, el testimonio perdía su natural relación a los misterios de la vida de Cristo celebrados en los sacramentos. Las consecuencias de este hecho se fueron notando lentamente, pero no por ello en un grado menos decisivo. Las obligaciones morales a las que el cristiano trataba de ser fiel, en la medida en que perdieron su directa referencia a los misterios de la vida de Cristo y a la nueva lógica que había animado a estos misterios, sufrieron en forma notable el desgaste de los diversos contextos culturales en los que penetraba la cultura cristiana, y en muchos casos asumieron las dimensiones de una ética natural sin duda buena, pero desprovista de las animaciones cristianas más significativas y específicas.

También en estas situaciones de cristianismo bastante anónimo siguieron floreciendo las vocaciones; pero, en vez de identificarlas en cualquier estado de vida en el que el cristiano es tal por los eventos sacramentales, se las percibió progresivamente sólo en aquellas decisiones que suponían la práctica no sólo de los preceptos, sino también de los consejos evangélicos. Ahora bien, prescindiendo del hecho de que de este modo no sólo se legitimaba en términos explícitos una distinción real entre preceptos y,,/consejos evangélicos más de lo permitido por el espíritu del Evangelio, sino que incluso se la institucionalizaba; prescindiendo del hecho de que la vocación se convirtió en un privilegio de pocos más que en un llamamiento a todos, lo cierto es que se favoreció el equivoco de que la búsqueda de la perfección era deber sólo de algunos, y no de todos los estados de la vida cristiana. De este modo, mientras por una parte se podía pensar que la fidelidad al bautismo, a la que están invitados todos los fieles, correspondía sólo a un programa mínimo de vida cristiana, por otra, al atenuar la relación entre perfección y bautismo, se podía involuntariamente olvidar que la perfección y su búsqueda sólo pueden configurarse como realización y clarificación plena de la realidad y de la potencialidad recibidas en el bautismo.

c) Liturgia y vida de testimonio. Pero, además de todo esto, parece justo destacar otras dos consecuencias que, en conexión con otros factores aparentemente más vistosos y más determinantes, se han derivado de la desvinculación entre las vocaciones y el testimonio cristiano y la acción litúrgica. Nos referimos a la alteración de la noción de testimonio y a la progresiva depauperación del significado del sacramento de la confirmación.

Al quedar oscurecida su relación natural con el bautismo, la noción de testimonio se desfigura; pues al oscilar entre un programa mínimo (consistente en hacer que toda actividad' cotidiana corresponda a las exigencias de la ética cristiana) y un programa máximo (consistente en salirse de la vida común para dedicarse a algo extraordinario), no permite percibir el verdadero sentido del testimonio cristiano y, en último análisis, el verdadero significado de la presencia de la comunidad de salvación en el mundo. El primer programa descalifica el testimonio, porque podría hacer olvidar que el estilo de vida cristiano, aun siendo válido para algunas obligaciones que van más allá de las exigencias de una simple moral natural, en realidad se cualifica sobre todo por la animación amorosa que debe regirlo. Cristo pudo presentarse como el que lleva la ley a su plenitud no tanto por haber añadido nuevos preceptos al decálogo, sino por haber enseñado el modo de observar los preceptos con un espíritu nuevo. Por otra parte, este espíritu nuevo no implica necesariamente la realización de obras extraordinarias; y, además, realizar tales obras no está conforme con el espíritu del evangelio; en este sentido, la noción de testimonio queda descalificada del segundo programa. La razón por la que muchos han podido afirmar que una vida moralmente honesta es suficiente para llamarse cristianos, y, viceversa, la razón por la que otros muchos han sostenido que no podían llamarse cristianos en el trabajo o en el ejercicio de la profesión, está también en esta alteración de la noción de testimonio. Además, esta alteración ha podido hacer pensar a los no creyentes que no es necesario ser cristianos para vivir honestamente y que la obra de cristianización que la Iglesia intenta hacer en el mundo consiste más que en un servicio para una adecuada realización de los justos valores creaturales, en dar caza al mundo y en intentos de arrebatar las actividades humanas a la esfera de la justa autonomía de la que deben disfrutar para la construcción del mundo.

Pero si la alteración y el empobrecimiento de la noción de testimonio son una consecuencia de su escisión de la acción litúrgica, el empobrecimiento de la noción de testimonio ha determinado a su vez el empobrecimiento de aquella particular acción litúrgica que es el sacramento de la confirmación. En efecto, las primeras manifestaciones de la crisis de la praxis (y de la teología) de la confirmación coinciden con el afianzamiento del proceso de privatización de la salvación y de la justicia cristiana y con la consiguiente reducción de los sacramentos a simples medios productivos de la gracia. Si los sacramentos pierden su primera y fundamental característica de celebración de los misterios de la vida de Cristo en orden a su actualización en el testimonio, entonces quedan reducidos al rango de medios de producción o de aumento de la gracia, y la confirmación pasa a ser un sacramento casi inútil. Conferida en el bautismo, la gracia puede ser aumentada en la eucaristía; y quien la haya perdido por el pecado la puede recuperar por medio del sacramento de la penitencia; en conclusión, no se ve claramente el papel efectivo del sacramento de la confirmación. El famoso discurso de Fausto, obispo de Rietz, que es considerado como el punto de arranque para una reflexión teológica sistemática sobre la confirmación, registra un clima de poco aprecio de este sacramento ya al final del siglo V: "Después del misterio del bautismo, ¿para qué puede servirme el misterio que me confirma?". Es bien sabido que Fausto de Rietz, con la intención de superar esta mentalidad distorsionada, se esforzó en presentar la confirmación como el sacramento que, al hacernos soldados de Cristo, confiere la fortaleza necesaria para una profesión clara de la fe y el valor indispensable para defenderla y difundirla. Pero, aun prescindiendo del hecho de que esta teología de la confirmación contribuyó en buena medida a que se identificara la misión con el proselitismo y el testimonio con el buen ejemplo, lo cierto es que determinó una ofuscación ulterior de la característica más típica de la confirmación, a saber, la de ser el sacramento de las vocaciones cristianas. El don del Espíritu, que en el bautismo hace del hombre un hijo de Dios, es "confirmado" en el segundo acontecimiento sacramental para indicar que todo hijo de Dios ha recibido, y por lo tanto debe buscar y encontrar, el papel específico para el que ha sido "llamado" a formar parte de la única gran familia eclesial. La comunidad de salvación, que es "una" a causa de la fraternidad en Cristo y de la animación del único Espíritu, sólo en la "multiplicidad" de las vocaciones halla la capacidad de testimoniar, actualizándola, la infinita riqueza del misterio de Cristo y del don del Espíritu. En otras palabras, al relacionarlas con el sacramento de la confirmación, las vocaciones cristianas y su espiritualidad redescubren tanto su original finalidad dirigida a dar testimonio como la justa dimensión eclesial que impide reducir lo vocacional a un ámbito de privilegio reservado a una élite.

3. CONTEMPLACIÓN Y LITURGIA - De todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre la relación que une la liturgia con la vida de la Iglesia y, más exactamente, con su misión y, por consiguiente, con las diversas vocaciones y testimonios cristianos, parece inevitable concluir que la espiritualidad litúrgica, al menos en la medida en que presiona hacia un encuentro con Dios en la historia, es una espiritualidad orientada a la acción. En esta perspectiva, la espiritualidad litúrgica vendría a colocarse en el centro del ciclón del tan debatido problema sobre la relación entre contemplación y acción [ Contemplación 1, 2; II, 3]. Pero, además de esta cuestión previa, la espiritualidad litúrgica fue clamorosamente discutida hacia el final de los años cincuenta (cf Raisa y Jacques Maritain, Liturgie et contemplation en Spiritual Llfe, 1959) y acusada de no poder salvaguardar suficientemente algunos valores cristianos como la interioridad, la oración personal, la meditación y, en particular, la contemplación. Esta aparente antinomia entre liturgia y contemplación fue ya desmentida, aunque de modo indirecto y en forma alusiva, por algunos documentos del magisterio, como la Mediator Dei (c. 1, & 2), de Pío XII, la constitución SC del Vat. 11, n. 12, y la Institutio generalis de la liturgia de las horas n. 9; además, en una visión teológicamente correcta de la liturgia es posible hallar numerosos elementos que favorecen una espiritualidad contemplativa. Baste recordar que la liturgia está entre los caminos más seguros de acceso a la contemplación del Dios invisible, es coparticipación en el silencio de Dios y profunda experiencia de las gratificaciones divinas.

La visión de Dios es la esencia misma de la felicidad eterna; pero esta metasólo se alcanza después de la muerte. En la vida presente, la visión de Dios constituye el objeto principal de la virtud de la esperanza y de un profundo deseo natural, del cual se habla ya en la teología clásica, aunque con mucha imprecisión; entre tanto, Dios puede ser contemplado sólo en una visión refleja, como en un espejo (1 Cor 13,12). La historia de la salvación registra numerosas "epifanías" de Dios: desde la creación hasta la vocación de Abrahán y de los patriarcas; desde los hechos de la liberación y de la formación del pueblo de Dios a las revelaciones proféticas, hasta llegar a la máxima epifanía que se realizó en Cristo y en la efusión de su Espíritu para la "recreación" de los hombres y de la tierra. Estas manifestaciones, aunque de naturaleza e importancia diversas para los fines del encuentro Dios-hombre, tienen todas en común un doble factor: el de ser manifestaciones de Dios mediante la realidad creatural, que se hace signo de una presencia trascendente, y el de ser legibles sólo a la luz de la fe. Estas manifestaciones, incluso cuando se revisten de formas visibles extraordinarias y parecen legibles incluso con la sola luz de la experiencia, en realidad para su comprensión, no sólo adecuada sino sobre todo salvífica, necesitan la fe. La fe está, pues, en el centro de este dinamismo salvífico; mientras, por una parte, impulsa al hombre a ir más allá de la realidad significante para captar la realidad significada (Dios, su presencia y su acción salvífica), por otra, mueve al hombre a solidarizarse al máximo con la realidad creada para no desaprovechar nada de cuanto pueda ser medio de significación y de encuentro. La animación de la fe, por lo tanto, a la vez que tiende a la inmediatez y a la interiorización de la relación con Dios, es también exigencia de un contexto experiencial que hace verificable la relación misma. En último análisis, se trata de aquella tensión dialéctica que en el capítulo sexto de Juan se describe como tensión entre la carne y el espíritu. Es necesario comer la carne de Cristo como único acceso a la vida con Dios: "Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (6,53); por otra parte: "El Espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen" (6,63-64); comer y beber sin el espíritu de fe no tiene ningún significado salvífico. La contemplación puede tener momentos intensos, que parecen arrancar al hombre de su condición histórica, y es comprensible que el hombre los busque con profunda nostalgia; pero, en realidad, ninguna contemplación, a no ser la visión beatífica, es posible sin alguna mediación creada. Pretender lo contrario sería imposible y peligroso; como lo sería la reducción de la salvación a la fe y de la fe a la gnosis. Por esto la celebración litúrgica, sin obstaculizar en modo alguno los momentos de contemplación más intensa —la experiencia de muchos santos lo demuestra—, sin pretender ser el único contexto de experiencia contemplativa, proporciona las connotaciones más importantes para el ejercicio de una contemplación auténticamente cristiana. Es indudable que no todas las formas con que se expresa la celebración litúrgica tienen la misma capacidad de fomentar la contemplación; pero éste es un problema que atañe al carácter ritual y no a la esencia de la acción litúrgica. Por encima de todo esto, la liturgia está en estrecha relación con la contemplación en virtud de su dimensión mistérica, que nos introduce en el gran silencio de Dios. Y aunque establezca un encuentro dialógico en el cual el hombre se abre a la palabra de Dios que lo ilumina y a la acción divina que lo santifica, la acción litúrgica sigue siendo un encuentro misterioso con un Dios misterioso. Hasta las celebraciones mejor logradas y que más exactamente responden a la naturaleza de la religiosidad cristiana dejan amplio margen de insatisfacción; cuanto más logren las acciones litúrgicas establecer un encuentro intersubjetivo y permitan en alguna medida experimentar la riqueza y la fascinación, más nos acercan al encuentro escatológico, que será totalmente realizador porque ya no tendrá necesidad de mediaciones simbólicas. El Dios que encontramos en la celebración sacramental y la acción salvífica que de El nos llega son sólo meramente una pregustación; son una degustación auténtica, pero sin constituir una experiencia plena. La experiencia sacramental, por tener que sufrir el impacto de la experiencia histórica que parece contradecir a la primera, obliga a una comprobación más profunda; por esto el encuentro con un Dios y con una salvación misteriosos no bloquean, sino que estimulan el camino hacia la visión.

Además, a pesar de su fisonomía dinámica y gestual, el contexto litúrgico manifiesta su afinidad con la contemplación por otros dos motivos. El Dios que hallamos en la liturgia es un Dios misterioso, como aquel de que nos habla el libro de Job (40,1-4); un Dios que demuestra su fidelidad al hombre sin permitir que se lo encasille dentro de los esquemas de la especulación y de la curiosidad humana. Es un Dios que, denunciando la presunción del hombre, que pretende saber y determinar cómo Dios debe ser y comportarse, enseña al hombre que la mejor alabanza es el silencio: "Tibi silentium laus" (Sal 65,2 vers. de Aquila). La liturgia sabe ritualizar también el silencio; pero conviene no olvidar que el lenguaje y los gestos rituales, en su simbolismo, son una "alogia", es decir, una expresión típica de quien sabe que no puede expresarse; un comunicar algo que rebasa la posibilidad de los medios usados por la comunicación; son, en fin, el silencio elocuente de quien se encuentra y comprende en una amorosa y mutua aceptación. En este sentido y por esta razón, la acción litúrgica responde a la lógica gratuita del juego y, mientras hace posible, como en la contemplación, la experiencia de innumerables gratificaciones con las que Dios enriquece al hombre y de las que le hace gozar, transforma la actitud del hombre en una acción de gracias no menos de cuanto pueda suceder en cualquier otro momento contemplativo.

III. Celebración y diálogo

Ya al inicio de este articulo, al tratar de destacar los aspectos que unen la celebración cristiana con la actividad celebrativa humana en general hasta poder afirmar que la vida del culto es también el culto de la vida, hacíamos observar que la celebración cristiana, a pesar de esta convergencia, se especifica claramente frente a cualquiera otra celebración en virtud de su originalidad inconfundible. El factor más determinante de esta originalidad está en el hecho de que la celebración cristiana nace de una religiosidad histórica de alianza, y no simplemente de una religiosidad cósmica. Las celebraciones rituales de una religiosidad cósmica son unidireccionales; se mueven sólo en una linea vertical y, además, ascendente: de abajo hacia arriba, del hombre hacia Dios. En este contexto, la actividad celebrativa, además de nacer sólo de la iniciativa humana, expresa únicamente la dependencia del hombre de Dios y el esfuerzo del hombre para establecer una relación correcta y, a ser posible, óptima, con una realidad que lo trasciende y domina. Por este motivo, la actividad celebrativa no cristiana es sólo culto en el sentido más restringido del término; es profundamente sacralizante en el sentido menos aceptable de la palabra, y, en conclusión, no es dialógica.

En cambio la actividad celebrativa cristiana, además de moverse en línea vertical, no solamente ascendente sino también descendente, tiene una clara dimensión horizontal. La celebración cristiana, en la medida en que dice relación a un hecho salvífico, es decir, a una presencia, a una acción y a un efectivo compromiso de Dios en la historia, nace de una iniciativa divina antes que de una iniciativa humana. No es la tentativa aleatoria con la cual el hombre trata de hacerse aceptar por Dios, sino un abrirse del hombre a la gratuita iniciativa divina, que sale al encuentro del hombre en la historia para salvarlo. La celebración cristiana es un "sí" del hombre a una interpelación divina que precede a este "sí"; sin esta interpretación divina, el sí humano no tendría ni sentido ni justificación; es un movimiento ascensional del hombre a Dios, y en este sentido es también un gesto cultual; pero ante todo es un movimiento descendente, una oferta de gracia. La celebración cristiana es teocéntrica, no antropocéntrica; es "eucarística", es decir, una acción de gracias a quien ha ofrecido la gracia; es, en fin, un hecho decisivamente dialógico. Pero lo que hace de la celebración cristiana un hecho dialógico en sentido vertical, la convierte en dialógica también en sentido horizontal. El mundo cristiano celebra una iniciativa salvífica divina, que está dirigida a todos los hombres indistintamente; y todos los que en la celebración, y consecuentemente en la vida, dan una respuesta afirmativa a la interpelación divina, se hallan hermanados en virtud de su común convergencia hacia un Dios único, que es igualmente salvador para todos. Por nacer de una convergencia hacia un Dios que es único para todos, la fraternidad y la mutua capacidad dialógica entre los hombres halla en la celebración cristiana una base y una garantía mucho más válidaque la que pueda ofrecer cualquier otro factor histórico (la raza, la cultura, la ideología, el compromiso, etc.) y está al margen de todo peligro de discriminación.

1. CELEBRACIÓN Y DIÁLOGO CON DIOS - La iniciativa de Dios, de la cual es una señal y un punto de encuentro la celebración, consiste sobre todo en el ofrecimiento de su palabra, portadora de una promesa salvífica, y en el ofrecimiento de su Cristo, que realiza la palabra llevando a cabo la promesa. La relación anuncio-celebración es muy estrecha; el Libro de los Hechos testimonia abundantemente que, ya desde la edad apostólica, el kerygma no es sólo una premisa didáctica de la celebración y que, a su vez, la celebración no es sólo un gesto de obediencia al kerygma. El anuncio de la palabra puede hacerse también fuera de una celebración; pero ninguna celebración puede prescindir del anuncio, porque la Palabra de Dios es un elemento esencial de la celebración. Este detalle es importante no sólo para impedir que palabra y sacramentos sean concebidos como vías alternativas de salvación e incluso contrapuestas, sino también para salvar la naturaleza dialógica (de alianza) de la misma salvación cristiana y de la celebración.

El encuentro salvífico primero y fundamental es el que se realiza entre la palabra de Dios y la fe del hombre; pero la naturaleza dialógica de este encuentro es muy profunda. La fe no es sólo una respuesta dada por el hombre a una palabra divina aceptada y comprendida; si fuese así, la fe sería de alguna manera una conquista humana; en realidad, la fe antes que una respuesta humana es ya un don de Dios; en la palabra de Dios, que trae el ofrecimiento de la salvación, está ya contenida la salvación, y el hombre que responde con la fe y en la fe ha sido ya alcanzado por ella. El Concilio de Trento enseña muy oportunamente que la fe es el "fundamento y la raíz de toda justificación" (DS 1532). Por otra parte, si es verdad que la palabra de Dios libera y eleva las facultades humanas haciéndolas capaces de expresarse en la fe, también es verdad que la fe libera la palabra, porque ésta se hace totalmente comprensible y realmente eficaz sólo en quien la acoge con fe. Indudablemente el diálogo entre Dios y el hombre en la fe se realiza ampliamente también fuera de la celebración; con todo, es indudable queen la celebración halla un momento de actuación muy intenso y, sobre todo, una garantía de autenticidad que no puede alcanzar fuera de ella. La celebración, en efecto, en la medida en que es un hecho eclesial que compromete no sólo la fe del individuo, sino también la de toda la comunidad, explicita los significados más profundos de la palabra de Dios y confiere a esta explicitación un grado de certeza que ninguna persona aisladamente puede poseer; por la misma razón, también la respuesta del hombre asume en la celebración una relevancia que no puede lograr en ningún otro contexto. Pero, además, el diálogo de fe que se verifica en la celebración es del todo excepcional, porque está destinado a convertirse en una verdadera comunión de vida. La palabra de Dios, aunque es ya salvífica, conserva su característica de vehículo de la promesa; la celebración, en cambio, por representar a Cristo y sus misterios de salvación, es su actuación. La respuesta de fe que el hombre da a la palabra es ya la respuesta de un ser salvado; pero la que da en la celebración es la respuesta misma de Cristo. La relación santificación-culto, aunque tiene otras posibilidades de actuación, halla en la liturgia su máxima expresión por dos motivos: ante todo, porque ningún otro contexto implica tan activamente la presencia de Cristo, el cual es simultáneamente fuente de salvación y pontífice supremo del culto más perfecto que los hombres puedan tributar a Dios; en segundo lugar, porque la acción litúrgica, si se entiende y se vive en el sentido más auténticamente cristiano, se constituye en norma también del diálogo que los fieles deben mantener con toda la humanidad y con toda otra realidad creada.

2. CELEBRACIÓN Y DIÁLOGO CON TODOS LOS HOMBRES - Para hallar en la celebración cristiana la fuente de una espiritualidad dialógica, no sólo con Dios sino también con los hombres y con la realidad creada, bastaría ver lo que hemos dicho desde el principio sobre la vida del culto y el culto de la vida. Pero este tema tiene mayores posibilidades de desarrollo en otras dos consideraciones.

Siendo la celebración cristiana expresión de una religiosidad que no consiente la separación entre Dios y el hombre, y, al mismo tiempo, fundamento de la misionalidad, que consiste en testimoniar a Cristo introduciendo su lógica en todos los sectores de la vida, nunca podrá ser sólo un punto religioso de llegada. Por otra parte, así como toda forma de existencia y toda actividad ejercitada según la medida de Cristo da gloria a Dios y hace actual también la vida considerada profana, la celebración logra su autenticidad cuando llega a ser también punto de convergencia y expresión simbólico-ritual de una vida vivida no ritualmente. La celebración cristiana, en fin, se caracteriza como un dinamismo que es simultáneamente centrífugo y centrípeto, y que anteriormente (--a- 1, 1] hemos descrito como un movimiento que va de la celebración cultual a la obediencia histórica y de la obediencia histórica a la celebración cultual. Esta verdad se podría reformular en términos más accesibles, pero igualmente expresivos, diciendo que, dada la estrecha relación que existe entre la liturgia y la vida, no basta introducir la liturgia en la vida, sino que es necesario introducir la vida en la liturgia. Las posibilidades de describir las conexiones de la liturgia con la vida y, por lo tanto, con una inserción en la historia que permita dialogar con la comunidad humana y con la realidad creatural, son múltiples; creo que bastará recordar tres indicaciones que proceden de la literatura patrística.

"Si alguien es adúltero, ladrón, mentiroso, que se convierta. En esto consiste la verdadera celebración del sábado" (Justino, Diálogo con Tritón 12,3). La doctrina bíblica hace resaltar desde las primeras páginas que el pecado del hombre, además de ser una ruptura con Dios, encierra siempre una ruptura con los hermanos, y que el terreno en el que es posible verificar la propia capacidad de honrar a Dios es aquel en el que se elimina todo motivo de división, de discriminación y de lucha entre los hombres. Las opciones y la actividad con que el hombre debe superar su egoísmo, que es la base de toda división, no son reducibles seguramente a un rito; pero el hecho de que toda celebración cristiana —incluida la eucaristía— tenga siempre un aspecto penitencial confirma que la justificación del hombre, vinculada a la celebración de misterio de Cristo y derivada de ella, no puede prescindir de un compromiso de repacificación universal. Si el mundo cristiano celebra la penitencia no es para hallar un camino fácil de normalización de las propias relaciones con Dios y con elprójimo, sino para deducir las normas que se han de seguir para transformar una historia equivocada en una historia justa. La celebración le dice al hombre que el paso de la injusticia a la justicia es siempre un don de Dios antes que una conquista humana, y que los criterios para construir una historia de paz no son deducibles de la sola experiencia, sino también del misterio de Cristo, del cual nos ha hecho partícipes la celebración.

Además, el diálogo con los hombres, del cual la celebración es al mismo tiempo signo y estímulo, no se limita a la eliminación de toda forma de contraste. La paz no es sólo superación de la guerra, sino también construcción de la justicia; es creación de un mundo más justo y más pleno, porque el mismo progreso en el campo de la realidad creatural se entiende, se busca y se verifica también con vistas a una mayor humanización del hombre y a una situación histórica de mayor fraternidad. San Ireneo de Lyón ve justamente en el descanso cultual un signo claro de aquella "tranquillitas ordinis" (es la definición que da de la paz la teología clásica), que es fruto del ejercicio diario de la justicia. "No existe un mandamiento de no hacer nada durante un día de descanso para quien observa el sábado todos los días, o sea, para quien rinde culto a Dios en el templo de Dios que es el cuerpo del hombre y practica la justicia todos los días" (Demostración de la doctrina apostólica, 96). En esta perspectiva, las celebraciones cristianas desarrollan sus constantes connotaciones penitenciales en una actitud eucológica y doxológica. Tiene un profundo sentido el hecho de que la liturgia eucarística, cumbre de toda la celebración cristiana, recupere junto con la letra el espíritu y la animación religiosa de la "berakah" judía: "Bendito seas tú, Señor, Dios del universo; de tu bondad hemos recibido este pan (vino), fruto de la tierra y del trabajo (vid) del hombre; te lo presentamos para que se convierta para nosotros en comida (bebida) de vida eterna". Todo el itinerario de la acción salvífica cristiana está claramente descrito tanto en sus aspectos fundamentales como en su lógica de desarrollo: todo viene de Dios y, por lo tanto, todo es gracia; pero la gratuidad de las intervenciones divinas, empezando por la creación, sólo se experimenta en el compromiso-trabajo del hombre: por otra parte, este compromiso-trabajo debe volver a hacer referencia a Dios, porque la suprema gratuidad divina sólo podrá ser experimentada en un nivel que trascienda la historia y el compromiso del hombre.

Un último aspecto que caracteriza la celebración y que es al mismo tiempo punto claro de referencia al estilo de vida cristiano es el de la festividad. "La vida en continuo acuerdo con el Logos divino no es una fiesta parcial, sino la fiesta completa e ininterrumpida" (Orígenes, Contra Celsum 8,23). La celebración está siempre en el centro de la fiesta, porque indica simbólicamente la lógica profunda a la cual corresponde la festividad. El tiempo de la fiesta es un tiempo de gratuidad y de libertad, que permite al hombre vivir en comunión con su prójimo y buscar la comunión por sí misma por encima de cualquier otro interés. Por esto el clima festivo es una de las formas más agradables de la religiosidad y constituye un punto indispensable de referencia para toda sociedad que quiera darse un sentido humanamente logrado. "La sociedad puede revisar el sentido que tiene de sí sólo si se reúne" (E. Durkheim). Una de las principales funciones de la celebración cristiana es la de codificar mediante el rito la economía salvífica tal como nos ha sido revelada en Cristo y se ha hecho normativa para toda forma de existencia cristiana. Cristo, además de ser la máxima expresión del amor gratuito con que Dios se ha comprometido en la historia, se coloca en el centro de ella, inspirando todas sus opciones no en el egoísmo o en el criterio de eficiencia, sino en la lógica de la gratuidad. El es el hombre totalmente libre porque se afirma con su entrega; la suya es una "libertad para", o sea, una libertad que no es una exaltación del individualismo sino de fraternidad. La celebración le dice al creyente que su vida está sintonizada con la del Logos divino hecho hombre cuando se inspira en el criterio de la gratuidad para la edificación de la comunidad. La gloria de Dios está en hacer fraternidad; y una fraternidad que es gloria de Dios puede ser también celebrada.

E. Ruffini

 

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