MISIÓN (Teología de la)
DicEc
 

La misión de Jesús se prolonga en la de sus propios enviados, los Doce, que por esta razón se les da el nombre de >Apóstoles. Han de predicar el Evangelio y curar (Lc 9,1s.), que es la misión personal de Jesús. Son los obreros enviados a la siembra por el Maestro (Mt 9,38; cf Jn 4,38); los servidores enviados por el rey para conducir a los invitados al banquete nupcial de su Hijo (Mt 22,3). Estos enviados tendrán la misma suerte que El: «Quien os escucha, a mí me escucha, quien os rehúsa, a mí me rehúsa y a quien me ha enviado» (Lc 10,16). «Quien os recibe a mí me recibe y recibe a Aquel que me ha enviado» (Jn 13,20). En efecto, la misión de los apóstoles radica de forma estrecha en la de Jesús: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (20,21). Esta expresión aclara el sentido profundo de la misión final de los Doce: «Id...». Por esto anuncian el evangelio (Mc 16,15), hacen discípulos de todas las naciones (Mt 28,29) y llevan hasta el fin de la tierra su testimonio (He 1,8).

Para realizar esta misión, los apóstoles realizan esta tarea gracias a la fuerza del Espíritu Santo, puesto que «el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre os enseñará todas las cosas» (Jn 14,26; cf 15,26; 16,7). En este contexto se sitúa Pentecostés como manifestación inicial de esta misión del Espíritu que durará todo el tiempo que permanezca la Iglesia (He 1,8). La misión es pues una tarea que incumbe a toda la Iglesia en virtud de su carácter esencial, es decir, en tanto que es comunidad de salvación de Cristo, y en virtud de su lugar en la historia de la salvación, situada como está entre la ascensión y la parusía final. De ahí que su catolicidad sea una expresión de esta misión esencial y universal que le es propia. Por esta razón, toda situación del mundo que aparezca como un desafío a su catolicidad se convierte por sí misma en una llamada irresistible a la misión.

La misión de la Iglesia se ha realizado en la historia concreta, pero sin duda ha sido a partir del Vaticano II cuando la Iglesia ha tomado conciencia más explícita de tal misión. De ahí la novedad e importancia decisiva de la constitución Gaudium et spes para una comprensión de la eclesiología contemporánea, unida al Decreto Ad gentes (>Misión) y a los más importantes documentos posconciliares sobre este puntó: la Evangelii nuntiandi (1975) (>Evangelización) y la Redemptoris missio (1990).

El Sínodo extraordinario sobre el Vaticano II de 1985 valoró así la constitución Gaudium et spes: «La Iglesia como comunión es sacramento para la salvación del mundo. Por ello, los poderes en la Iglesia han sido conferidos por Cristo para la salvación del mundo. En este contexto afirmamos la gran importancia y la gran actualidad de la constitución pastoral Gaudium et spes. Pero, a la vez, advertimos que los signos de nuestro tiempo son parcialmente distintos de los que había en tiempo del Concilio, habiendo crecido las angustias y ansiedades. Pues hoy crecen por todas partes el hambre, la opresión, la injusticia y la guerra, los tormentos y el terrorismo y otras formas de violencia de cualquier clase. Esto obliga a una reflexión teológica nueva y más profunda, que interprete tales signos a la luz del Evangelio» (D 1).

Nótese que el adjetivo «pastoral» dado a la Gaudium et spes para el Vaticano II no representa un minusvalorar su fuerza sino subrayar su función de Constitución que quiere estar atenta al mundo en forma de diálogo y por esta razón representa una importante novedad para la teología y la eclesiología. En esta línea no es extraño que se acentúe la cuestión de los « signos de los tiempos» como referente para el diálogo atento a nuestro mundo. Es sabido que esta expresión, enraizada en los evangelios (Mt 16,4; Lc 12,54-56), fue usada por Juan XXIII para la convocatoria del Vaticano II (1961) y para la encíclica Pacem in terris (1963). Pablo VI la repitió en su encíclica programática Ecclesiam suam (1964).

La Gaudium et spes lo emplea en tres textos capitales, el primero de los cuales dice: «Para alcanzar este fin (la misión de Jesucristo de servir y no ser servido), la Iglesia tiene el deber de escrutar en todas las épocas los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del Evangelio, de manera que puedan responder de una manera adaptada a cada generación, a las cuestiones eternas de los hombres sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la relación de una con la otra» (n 4, y 11.44; cf PO 9; UR 4; AA 14). A partir de estos usos la categoría «signos de los tiempos» ha entrado de lleno en la teología y la eclesiología por razón de la viva conciencia que tiene la Iglesia de que existe y realiza la misión de Jesucristo dentro de un proceso histórico.

El importante decreto conciliar Ad gentes empieza con una definición emblemática: «La iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera» (n 2). La verdadera actividad misionera pues, incluye todo lo que la Iglesia debe realizar por mandato del Señor, como continuadora de su misión y de su Espíritu. La AG además precisa: «La misión de la Iglesia se cumple por la operación con la que, obediente al mandato de Cristo y movida porla gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos con el ejemplo de su vida y la predicación, con los sacramentos y los demás medios de gracia a participar plenamente en el misterio de Cristo» (n 5). Cristo es, pues, la clave de explicación de la misión, y entre los medios de esta no sólo se piensa en la «evangelización» como primer anuncio, sino en el testimonio, la predicación, los sacramentos y demás medios de gracia. Es una descripción totalmente teológico-cristológica de la misión.

El decreto Ad gentes, además, parte de una clara eclesiología de la comunión, hasta tal punto que la famosa expresión «>communio ecclesiarum» es usada por primera y única vez en el Vaticano II precisamente en este Decreto (n 38), aunque su locus theologicus más característico se encuentre en el binomio Ecclesia in et ex ecclesiis de LG 23. Por esto, en el capítulo III de AG se subraya que cuando una Iglesia local está ya «plantada», no termina su misión, ya que «la Iglesia particular está obligada a representar del modo más perfecto posible a la Iglesia universal; debe reconocer que también ella ha sido enviada». Más aún, se afirma que «es muy conveniente que las Iglesias jóvenes participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el evangelio por toda la tierra» (n 20).

Esta eclesiología de comunión abre nuevos horizontes a la misión, ya que los valores de las Iglesias locales «pueden servir para fomentar ese sentido de comunión con la Iglesia universal», puesto que debe «mantenerse la íntima comunión de las Iglesias jóvenes con toda la Iglesia» (n 19). Así pues, la categoría communio ecclesiarum coloca a todas las iglesias —aun a las jóvenes (AG 16.18.21.22)—en un mismo nivel, teniendo en cuenta la comunión con el centro de unidad que es la Iglesia de Roma: «Las nuevas Iglesias particulares, adornadas con sus tradiciones, tendrán su lugar en la comunión eclesiástica, permaneciendo íntegro el primado de la cátedra de Pedro, que preside toda la asamblea de la caridad» (n 22).

El fin de la misión de la Iglesia viene bien sintetizado en uno de los textos más profundos de AG, donde aparece la dimensión cristocéntrica, eclesiológica y escatológica: «La actividad misionera es, en última instancia, la manifestación del propósito de Dios o epifanía y su realización en el mundo y en la historia, en la que Dios, por medio de la misión, perfecciona abiertamente la historia de la salvación» (n 9). De ahí deriva claramente la necesidad de la Iglesia para la salvación y su función en la historia de la salvación, puesto que «aunque Dios, por los caminos que él sabe, puede traer a la fe, sin la cual es imposible complacerle, a los hombres que sin culpa propia desconocen el evangelio, incumbe, sin embargo, a la Iglesia la necesidad, a la vez que el derecho Sagrado, de evangelizar, y en consecuencia, la actividad misionera conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad» (n 7).

La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI es quizá la que ha tenido mayor repercusión en la Iglesia posconciliar. En efecto, sus aportes más significativos son claros:el nuevo concepto de evangelización, la relación entre evangelización y promoción o liberación humana, el tema de la Iglesia local/particular, la unión entre Espíritu y evangelización... Así, presenta una visión integral de la evangelización como un proceso global y siguiendo la reflexión posconciliar ve misión y evangelización como sinónimos. He aquí una afirmación central: «De ahí que se haya podido definir la evangelización en términos de anuncio de Cristo a aquellos que lo ignoran, de predicación, de catequesis, de bautismo y de administración de otros sacramentos. Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible comprenderla si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales» (EN 17).

En los números 20ss. de la EN se describe el doble momento de la evangelización: «esencial, y en general el primero, es el testimonio» y «el anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús», ya que «la buena nueva proclamada por el testimonio de la vida deberá ser, pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de la vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida y las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios».

Sobre la misión evangelizadora en la encrucijada de la historia, la EN en el capítulo III examina detenidamente tal cuestión con una claridad quizá aún no superada por ningún documento posterior. Así, se reconoce que el mensaje que lleva la evangelización afecta a toda la vida (n 29), es un mensaje de liberación (n 30), ya que «entre evangelización y promoción humana —desarrollo, liberación—existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, lazos de orden teológico y vínculos de orden eminentemente evangélico como el de la caridad» (n 30). La Iglesia aunque «rechaza la sustitución del anuncio del reino por la proclamación de liberaciones humanas» (n 34), «asocia» liberación humana y salvación en Jesucristo, aunque no la identifica, (cf n 35), y «se esfuerza por inserir siempre esta lucha cristiana por la liberación en el designio global de salvación que ella misma anuncia» (n 38) (>Teología de la liberación).

Con ocasión del vigésimo quinto aniversario del decreto conciliar Ad gentes Juan Pablo II publicó la encíclica Redemptoris missio. El centro de este documento es el relanzamiento de la «misión ad gentes» (n 3). En efecto, dificultades externas e internas han debilitado el impulso misionero de la Iglesia hacia los no cristianos y por esto entre las finalidades de la encíclica una es «disipar dudas y ambigüedades sobre la misión ad gentes» (n 2). Todo el capítulo IV de la RMi tiene como subtítulo: «La misión ad gentes conserva su valor». De hecho, afirmar que toda la Iglesia es misionera no excluye la especificidad de la misión ad gentes; al igual que decir que todos los católicos deben ser misioneros, no excluye que haya «misioneros ad gentes y de por vida, por vocación específica» (n 32). Dentro de la misión única de la Iglesia la RMi describe tres tipologías: la primera se refiere a las comunidades cristianas formadas sólidamente y que viven con fervor: en ellas se desarrolla la actividad «pastoral» que es la forma concreta de realizar la misión de la Iglesia; la segunda, en países de antigua cristiandad o en iglesias jóvenes, donde se ha perdido el sentido de la fe y las exigencias del Evangelio: en este caso es necesaria una «nueva evangelización»; en tercer lugar, la «actividad propiamente misionera» se dirige a pueblos y grupos humanos donde Cristo y su evangelio no son conocidos o donde faltan comunidades suficientemente maduras como para poder encarnar la fe y anunciarla a otros: «Esta es propiamente la misión ad gentes» (n 33), y tiene como peculiaridad que se dirige a los no cristianos, ya que la Iglesia «ha sido enviada a todos los pueblos» (n 34).

La encíclica además subraya la identificación de Jesús con el reino de Dios, que «no puede ser separado de Jesús ni de la Iglesia», ya que no es un concepto sujeto a libre elaboración, sino que ante todo es una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret (cf n 18). A su vez, se recuerda la profunda unidad entre Jesucristo y el Espíritu Santo, ya que «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu» (n 29). Por esto, recuerda que, «aun cuando no se excluyan mediaciones (salvíficas) parciales de cualquier tipo y orden, estas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias» (n 5). En esta línea eclesiológica se comprende la afirmación no sólo sobre el deber que tiene la Iglesia de hacer todo lo posible para desarrollar su misión en el mundo, sino también del derecho que le asiste, dado por Dios para realizar su plan (cf n 39).

1) El eje cristológico: la teología de la cruz y del misterio pascual: el texto sinodal interpreta la teología de la cruz en clave de misterio pascual puesto que «en esta perspectiva pascual, se afirma la unidad de la cruz y de la resurrección. No se trata pues de pesimismo, sino de realismo de la esperanza cristiana», ya que «la Iglesia y los cristianos no pueden "afincarse" en el triduo pascual: su puesto no está ni delante ni detrás de la cruz. Su puesto está en ambos lados: mirando de un sitio al otro, pero sin afincarse en ninguno de los dos» (H. Urs von Balthasar). Esta teología de la cruz resitúa la teología de la creación y de la encarnación, los ejes más tradicionales para hablar de la misión en el mundo a veces vistos de forma demasiado «lineal», y le da una perspectiva más «dramática» a imagen del misterio pascual.

2) El eje antropológico: la atención al hombre, a su historia, a su cultura, conllevan en formulación del Sínodo un constante aggiornamento y una necesidad de «inculturación» que tenga presentes los valores verdaderamente humanos, especialmente la dignidad de la persona humana, la paz, la libertad de las opresiones, de la miseria y de la injusticia. De ahí la necesidad de evangelizar la cultura misma o las mismas culturas a partir de la Buena Nueva. Para realizar estaarticulación el texto sinodal hace referencia a la perspectiva clásica de la gracia como purificadora (la gratia sanans de la cual hablaba san Agustín) y como elevadora (la gratia elevans de los escolásticos del siglo XIII), ya que «la salvación integral sólo se obtiene si estas realidades humanas son purificadas y ulteriormente son elevadas á la familiaridad con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo» (D 3).

3) El eje dialogal: el diálogo con las religiones no cristianas y los no creyentes es otro de los ejes de la misión de la Iglesia hoy. Este diálogo parte por un lado de la conciencia de que «Dios en su Providencia tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer claramente a Dios pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez» (LG 16). Pero, por otro lado «no hay que oponer el diálogo a la misión. El auténtico diálogo tiende a que la persona humana abra y comunique su intimidad al interlocutor. Ulteriormente todos los cristianos han recibido de Cristo la misión de hacer a todas las gentes discípulos del mismo Cristo (cf Mt 28,18). En este sentido, Dios puede usar el diálogo entre los cristianos y los no cristianos y los no creyentes como camino para comunicar la plenitud de la gracia» (D 5).

4) El eje diaconal: «Después del Vaticano II, la Iglesia se ha hecho más consciente de su misión al servicio de los pobres, los oprimidos y los marginados. En esta opción preferencial, que no debe entenderse como exclusiva, brilla el verdadero espíritu del Evangelio. Jesucristo declaró bienaventurados a los pobres (cf Mt 5,3; Lc 6,20), y Él mismo quiso ser pobre por nosotros (1Cor 8,9)» (D 7a). Esta formulación que proviene de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Puebla de 1979 (CELAM), se ha convertido en paradigmática y ha sido retomada articuladamente por Juan Pablo II, especialmente en la encíclica Sollicitudo rei socialis de 1987 (nn 42ss).

El texto sinodal concluye este punto con una afinada formulación sobre la relación entre misión salvífica y promoción humana. En efecto, «la misión de la Iglesia no se reduce a un monismo, de cualquier modo que este se entienda. En esta misión ciertamente se da una distinción entre los aspectos materiales y los de la gracia, pero, de ninguna manera, una separación. Esta dualidad no es dualismo. Las falsas e inútiles oposiciones, como por ejemplo, entre la misión espiritual y la diaconía a favor del mundo, deben ser apartadas y superadas» (D 6). Estas observaciones finales tienen como punto de referencia de nuevo el eje cristológico, aun sin citarlo explícitamente, puesto que el lenguaje utilizado recuerda claramente el del concilio de Calcedonia al hablar de las dos naturalezas de Jesucristo, unidas en una sola persona «sin confusión ni separación» (inconfuse et indivise). De esta forma el eje diaconal posibilita la recuperación del primado de Cristo sobre el Cosmos y a su vez sitúa en su lugar más propio a la Iglesia entendida como sacramento de la comunión con Dios y con los hombres para su misión universal de la salvación del mundo y de la historia (cf LG 1.9.48.59; SC 5.26; GS 42.45; AG 1.5).