MÁRTIR
DicEc
 

La palabra «martirio» (martyrion) significara originariamente «testimonio». Su significado moderno puede detectarse ya en los escritos tardíos del Nuevo Testamento (Ap 6,9; 17,6; 20,4). La realidad es anterior, como podemos ver en los casos de Esteban, cuyo testimonio le costó la vida (He 7,56-60), y de Santiago (He 12,2). Del martirio de Pedro y Pablo en Roma hacia el 67 d.C. no hay constancia en el Nuevo Testamento, aunque hay una alusión a la muerte de Pedro (Jn 21,18-19).

Hacia el 110 d.C. >Ignacio de Antioquía escribe a los romanos pidiéndoles que no obstaculicen su martirio. En este texto hay ya una visión mística de la muerte cruel y violenta del verdadero testigo: «Dejadme, os lo ruego, ser alimento para las bestias, porque son ellas las que pueden abrirme el camino hacia Dios. Yo soy su trigo, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Halagad más bien a las fieras, para que se conviertan en sepulcro mío y no dejen rastro de mi cuerpo. (...) Entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo». El amor es el principal motor de los mártires.

El martirio en el Imperio romano fue esporádico hasta el llamado «edicto» de >Constantino; dependía de la actitud del emperador y del capricho de los oficiales romanos del lugar. La persecución podía por tanto desencadenarse en cualquier momento y en cualquier lugar. El punto central en los procesos de los mártires solía ser más su negativa a tomar parte en el culto oficial al imperio o al emperador que la proscripción de la religión cristiana en cuanto tal (> Persecución).

La época de los mártires dio origen a un nuevo género de literatura cristiana: las exhortaciones al martirio. Los escritores animaban a los que eran perseguidos a mantenerse firmes en su resolución. Surgió también una espiritualidad del martirio.

Los relatos de los martirios más conocidos se encuentran en tres tipos de documentos. Están en primer lugar las acta, es decir, las actas oficiales de los procesos, que incluyen las preguntas al acusado, las respuestas de este y la sentencia. En segundo lugar están las passiones o martyria, es decir, relatos del martirio redactados por testigos oculares o contemporáneos. Y en tercer lugar están las leyendas edificantes escritas con posterioridad; tienen poco valor histórico, pero a veces contienen una teología y una espiritualidad del martirio significativas.

La reflexión sobre el martirio se desarrolla en varias direcciones. En un pasaje característicamente oscuro, parece que >Hermas afirma el derecho de los mártires a sentarse junto a los presbíteros, al menos en la Iglesia celeste. En Eusebio encontramos otra expresión casi técnica: se dice de los cristianos que son admitidos a la herencia de los mártires (kléron tón martyrón)". Poco después del 250 encontramos mártires pidiendo un trato favorable para los que han caído (lapsi) en cartas conocidas con el nombre de libellus. Aunque aceptada al principio, la práctica de la presentación de la carta del mártir acabaría por crear desórdenes, especialmente en Cartago (>Reconciliación, > Confesores).

El culto a los mártires es la primera manifestación de veneración a los > santos. Se celebraba la misa en el lugar de su sepultura o de su muerte, en conmemoración del «día de su nacimiento» (dies natalis), el día en que habían entrado en la gloria. San Agustín expresa una convicción general de la Iglesia en el período patrístico cuando dice: «La Iglesia no reza por los mártires; más bien se encomienda a sus oraciones».

A lo largo de la época patrística encontramos el desarrollo de una teología sobre el martirio. Eusebio recuerda que el Espíritu está presente en los mártires". El martirio cristiano es para Ireneo prueba de que el espíritu de los profetas perdura en la Iglesia". Como católico y como montanista, Tertuliano afirma que Cristo mismo mora y sufre en los mártires, y es el Espíritu mismo quien los entrena para el combate". El martirio requiere el don bíblico de la entereza.

Desde los primeros siglos se consideró que el martirio producía los mismos efectos que el bautismo: los catecúmenos que morían por su fe eran venerados como mártires, ya que habían recibido el «bautismo de sangre». Los que eran martirizados por el nombre de Cristo se entregaban realmente a él, entrega que se hacía ritual en el bautismo. En los tiempos patrísticos encontramos también el martirio «blanco», es decir, la vida ascética, y en la Iglesia celta, el martirio «verde», o sea, la supresión de las pasiones y la penitencia continua.

En el período escolástico se produce cierta intensificación de la teología del martirio. La enseñanza de santo Tomás es sucinta: el martirio supone permanecer firme en la fe y, por consiguiente, es un acto virtuoso; el acto del martirio es una negativa a renunciar a la fe o a la justicia; su motivo más alto es el amor, y es de hecho la suprema manifestación del amor; la muerte forma parte de la perfección del amor; el mártir puede dar testimonio de la fe directamente o por medio de actos que suponen implícitamente la fe, como en el caso de Juan Bautista, que murió por condenar el adulterio; a menos que esté relacionado con Dios, el patriotismo no es causa de martirio.

Próspero Lambertini, el futuro Benedicto XIV (1740-1758), aclaró el tema del martirio, como había hecho con otras muchas cuestiones relativas a los >santos: «El martirio es el sufrimiento o aceptación voluntaria de la muerte por causa de la fe en Cristo o de otro acto virtuoso relacionado con Dios» (voluntariam mortis perpessionem seu tolerantiam propter fidem Christi, vel alium virtutis actum in Deum relatum).

Es central en la teología del martirio el hecho de la libertad: el mártir no es alguien que tiene que morir, sino que elige morir por la fe, o actúa por la fe y Dios de tal modo que la muerte se produce como una consecuencia. Hay cierta ambigüedad en las personas que buscan el martirio. Aunque son muchos los ejemplos de búsqueda de la muerte para dar un testimonio voluntario y explícito de la fe, la tradición afirma también fuertemente que en caso de persecución se puede, y a veces se debe, huir (cf Mt 10,23; He 9,25). Muchos de los grandes mártires, como Policarpo y Cipriano, primero escaparon y luego, cuando los apresaron, confesaron su fe. A no ser que se haya recibido un gran carisma, probablemente es presuntuoso pretender ofrecer la propia vida en martirio; ¿quién puede estar seguro de que se mantendrá firme hasta el final? El martirio es en definitiva un don del Espíritu.

El martirio pertenece a la vida interna de la Iglesia: el mártir procede de la comunidad de la Iglesia y, en nombre de la Iglesia, da testimonio de palabra o de obra, alentando así a todos los miembros de la Iglesia a perseverar en la fidelidad.

El Vaticano II hizo algunas declaraciones notables acerca de los mártires y el martirio: los mártires son conmemorados en la liturgia (SC 104), en la que se unen (SC 50); son testigos excepcionales de la fe de la Iglesia (GS 21) y dan testimonio supremo de amor (LG 42); la espiritualidad misionera incluye la disposición a derramar la propia sangre por el evangelio (AG 24; cf DH 14); a veces es preciso resistir a las autoridades civiles hasta el punto incluso del martirio (DH 11). Antes del Vaticano II los teólogos eran reacios a reconocer la existencia de auténtico martirio fuera de la Iglesia católica: se consideraba que al testimonio de los otros cristianos le faltaba la integridad y plenitud de la fe católica. En un primer borrador de la Lumen gentium se hablaba de martirio entre los otros cristianos, pero, dado que el significado del martirio no era unánime entre los teólogos, se prefirió la frase «hasta la efusión de la sangre» (LG 15). Después del concilio ha habido menos dudas a la hora de reconocer como mártires a muchos cristianos no católicos. Significativo en este sentido fue el acto celebrado en Canterbury el 29 de mayo de 1982, en el que el papa Juan Pablo II y el arzobispo de Canterbury encendieron siete velas, en honor de Maximiliano Kolbe, Dietrich Bonhoeffer, Janani Luwum, María Skobtsova, Martin Luther King, Oscar Romero y «los mártires desconocidos de nuestro tiempo». Aunque no llegan a venerar a los mártires en el sentido de pedir su intercesión, los protestantes están en la actualidad más abiertos a reservar a los mártires un lugar de honor, y en este sentido están redescubriendo algunas raíces de la Reforma.

En el siglo XX hemos vivido una nueva época de los mártires y se ha reflexionado mucho sobre el tema. Ha habido mártires especialmente en las Iglesias de la Europa del Este antes de 1989 y en muchos lugares de América Latina, así como en muchos países de Africa y Asia, particularmente en China. Quizá no sean más de veinte las Iglesias en todo el mundo en las que no haya habido mártires en el siglo XX. Los mártires han fecundado todas las Iglesias, y constituyen un vínculo de unidad, nuevo y radical, entre los cristianos. A menudo resulta difícil discernir si se trata de un verdadero martirio cuando otros motivos, por ejemplo, políticos, figuran entre las causas de la muerte. En América Latina especialmente vemos a muchas personas que mueren de manera violenta, no siempre explícitamente por un principio de la fe, sino más bien por su compromiso con los derechos humanos; pero los actos que los han llevado a la muerte estaban basados en el ineluctable dato de la revelación acerca de la dignidad humana y los derechos inalienables de la persona. Algunas figuras del siglo XX abogan en favor de una interpretación más amplia del martirio. La canonización en 1950 de santa María Goretti (1890-1902) fue considerada en su época la canonización de una mártir en virtud de que había preferido la muerte a perder la castidad. Titus Brandsma (1881-1942) fue beatificado como mártir tras su muerte en el campo de concentración de Dachau; había sido detenido porque, como representante de la jerarquía holandesa y siguiendo instrucciones suyas, se opuso a la propaganda nazi en la prensa católica y se negó a aceptar la expulsión de los niños judíos de las escuelas católicas. San Maximiliano Kolbe (1894-1941) dio su vida en sustitución de otro prisionero de Auschwitz; fue beatificado como >confesor, pero Juan Pablo II, desatendiendo el parecer contrario de sus cardenales, lo canonizó como mártir (1982). En todos los tiempos la Iglesia ha sabido que el testimonio supremo de los mártires la hacía fecunda y la edificaba.

No se puede determinar el número exacto de los mártires: los historiadores hablan de entre 10.000 y 100.000 mártires durante los primeros siglos (y podrían contarse muchos más en los siglos posteriores). Sólo una pequeña fracción de los mártires que ha habido están recogidos en el registro litúrgico, conocido como Martirologio, los primeros ejemplos del cual datan de los tiempos patrísticos.

[La carta apostólica de Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente de 1994 ha relanzado con fuerza el tema del martirio en el n 37, pues subraya que «al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires... Es un testimonio que no hay que olvidar». De hecho ya el mismo Juan Pablo II poco antes hizo una afirmación profética al referirse a los «mártires de la justicia e indirectamente de la fe» (Sicilia, Italia, 9 de mayo de 1993), suscitando una renovada reflexión sobre el concepto de mártir y un cierto ensanchamiento del mismo. La misma Tertio millennio adveniente además trata del «ecumenismo de los mártires» (n 37), posteriormente relanzado por la carta apostólica Orientale lumen de 1995, n 25.]