Teolepto de Filadelfia

 

 

Renuncia a recuerdos y pensamientos

Cuando hayáis suprimido, en lo exterior, las distracciones, cuando hayáis, en lo interior, renunciado a los pensamientos, vuestro espíritu despertará a las obras y a las palabras espirituales. El comercio con vuestros prójimos y amigos será cambiado por vuestra relación con las distintas virtudes. No existirán más los vanos discursos inseparables de las relaciones mundanas: la meditación y la elucidación de las divinas palabras impresas en vuestro espíritu iluminará e instruirá a vuestra alma.

El relajamiento de los sentidos es una cadena para el alma; cuando son sujetados ella recobra su libertad. Cuando Cristo se aparta del alma es como el sol que se pone trayendo la noche; ella es, entonces, invadida por las tinieblas y desgarrada por bestias invisibles y, así como las bestias salvajes retornan a sus cubiles al levantarse el sol, cuando Cristo se eleva en el firmamento del alma en oración, todo trato con el mundo se desvanece, se borra la amistad con la carne y el espíritu se dedica a su obra: la meditación sobre las cosas divinas. El no inscribe en límites temporales la práctica de la ley espiritual, no le basta con que sea cumplida en una cierta medida, sino que la extiende hasta la llegada de la muerte y la liberación del alma. En esto pensaba el profeta cuando decía «¡Oh, cuánto amo tu ley, todo el día es mi pensamiento!» (Sal 118, 97). El día era, para él, todo el curso de la vida terrestre.

Detened entonces las frecuentaciones con lo exterior y batallad en vuestro interior con los pensamientos hasta haber hallado el lugar de la oración pura, la casa donde habita Cristo; él os iluminará por su ciencia, os deleitará por su visita y os hará encontrar alegría en las pruebas sufridas por él y por haber rechazado, como lo hubierais hecho con la amargura, los placeres del mundo.

La tempestad levanta las olas del mar y, en tanto no cesen los vientos, las olas no se calman ni el mar se aplaca. Los soplos del mal levantan, del mismo modo en nuestra alma negligente, el recuerdo de los parientes, de los conocidos, de los festines, de las fiestas, los espectáculos y todas las imágenes del placer. Le sugieren mezclarse con ellos con los ojos, con la conversación, con el cuerpo entero, tratando de hacerle malgastar la hora presente. Luego, os encontraréis solos en vuestra celda, con el alma devorada por el recuerdo de lo que habéis visto y escuchado. De este modo, la vida de un monje transcurriría perfectamente inútil.

Las ocupaciones mundanas imprimen recuerdos en el alma de la misma forma que los pies dejan su huella sobre la nieve. Si nos damos como alimento a las bestias, ¿cuándo las haremos morir? Si en la práctica vagamos con nuestros pensamientos alrededor de ataduras frecuentemente irrazonables, ¿cuándo haremos morir el sentido de la carne? ¿cuándo viviremos la vida según Cristo que hemos abrazado? Las huellas de los pasos en la nieve se desvanecen con los rayos del sol o son borradas por una buena lluvia; del mismo modo, los recuerdos que nuestra inclinación al placer y nuestros actos habían impreso en nuestra alma se desvanecen cuando Cristo, en la oración, se eleva en el corazón en medio de una brillante lluvia de lágrimas.

Así, entonces, el monje que no se conduce según el orden de la oración ¿cuándo borrará la suma de impresiones y tendencias acumuladas en su alma? Abandonando la sociedad del mundo se cumple materialmente la práctica de las virtudes. Pero para grabar en vuestra alma los buenos recuerdos, para lograr que las palabras divinas fijen allí voluntariamente su residencia, es necesario, mediante oraciones sostenidas y acompañadas de compunción, borrar de nuestra alma el recuerdo de acciones anteriores. La iluminación producida por el recuerdo perseverante de Dios, unido a la contrición del corazón, corta los malos recuerdos como una navaja. Imitad la prudencia de las abejas. Cuando ellas perciben un enjambre de abejorros volando a su alrededor, se mantienen en su colmena y escapan así al perjuicio de sus adversarios. Por abejorros, entended las relaciones mundanas: huidles con el mayor cuidado, permaneced en la colmena de vuestro monasterio y, desde allí, esforzaos por penetrar en el «castillo» interior del alma, en la mansión de Cristo donde reinan, sin contradicción, paz, alegría y quietud. Estos son los dones, los rayos mediante los cuales nuestro sol espiritual, Cristo, recompensa al alma que lo acoge con una liberal generosidad.

 

Análisis de la oración

Sentados en vuestra celda, recordad a Dios, elevad vuestro espíritu por encima de todas las cosas y prosternaos en silencio ante él; desparramad a sus pies todos los sentimientos, toda la disposición de vuestro corazón, adhiriéndoos a él por un amor de caridad.

El recuerdo de Dios es la contemplación de Dios atrayendo hacia él la mirada y el deseo ardiente del espíritu, e iluminándolo con su propia luz.

El espíritu que se vuelve hacia Dios suspende todos los conceptos y ve entonces a Dios sin imagen y sin forma; y en la incognoscibilidad suprema, en la gloria inaccesible, él ilumina su mirada. No comprende -pues su objeto es incomprensible- y sin embargo conoce, en verdad, a aquel que es, en esencia, el único que posee aquello que sobrepasa al ser. En la desbordante beatitud que brota de este conocimiento alimenta su amor y conoce así un reposo bienaventurado y sin límites. Tales son los caracteres del verdadero recuerdo de Dios.

La oración es una conversación de la inteligencia con el Señor. La inteligencia discursiva recorre las palabras de la súplica en tanto que el espíritu permanece totalmente orientado hacia Dios. La inteligencia no cesa de sugerir el nombre del Señor; el espíritu aplica intensamente su atención a la invocación del santo nombre mientras la luz de la ciencia divina extiende su sombra sobre el alma.

El verdadero recuerdo de Dios es seguido del amor y la alegría. «Cuando de Dios me acuerdo, gimo» (Sal 77, 4). La oración pura es seguida de la ciencia y de la compunción: «Cuando yo clame: sé bien que Dios estará por mí» (Sal 56, 10); «Mi sacrificio, oh Dios, es mi espíritu contrito» (Sal 51, 19). En efecto, cuando el espíritu y la inteligencia se mantienen ante Dios con una intensa atención y una ardiente oración, surge la compunción.

Cuando el espíritu, la inteligencia y el pneuma se mantienen prosternados ante Dios, el primero por la atención, la segunda por la invocación, el tercero por la compunción y el amor, el hombre interior sirve íntegramente al Señor según su mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón... » (Lc 10, 27).

Quiero, además, que sepáis esto, a fin de que no arriesguéis, creyendo que oráis, a alejaros de la oración y a «correr en vano» (Gál 2, 2).

Sucede a menudo en la salmodia vocal que, mientras la lengua pronuncia los versículos, el espíritu se deja llevar a otra parte y se dispersa entre pasiones y objetos, perdiéndose de esa forma la significación de la salmodia. Lo mismo ocurre con la inteligencia, ya que a menudo, mientras recorre las palabras de la oración, el espíritu no la sigue, no fija su mirada en Dios, interlocutor del diálogo, como requiere la oración. Si se deja, descuidadamente, desviar por ciertos pensamientos, la inteligencia pronuncia las palabras por rutina, en tanto el espíritu deja escapar el conocimiento de Dios. El alma se encuentra confusa y fría, por el hecho de que el espíritu se dispersa entre las imágenes y vaga según los objetos que lo han sorprendido o que ha buscado.

Si la ciencia falta a la oración, si aquel que ora no está presente ante aquel que puede consolarlo, ¿cómo podrá el alma sentir dulzura? ¿cómo podrá alegrarse un corazón que parece orar, pero que no se entrega a la verdadera oración? «¡Júbilo al corazón de los que buscan a Yahvé!» (Sal 105, 3). El que busca al Señor es aquel que, con una inteligencia íntegra y una afección cálida, se prosterna ante Dios y rechaza todo pensamiento mundano por la ciencia y el amor de Dios que brotan de la oración sostenida y pura.

Para mayor claridad, propondré una doble imagen: la del ojo para la contemplación del recuerdo de Dios en el espíritu y la de la lengua para la dignidad y el oficio de la inteligencia en la oración pura.

La pupila es para el ojo y la emisión de la palabra es para la lengua, lo que el recuerdo y la oración son, respectivamente, para el espíritu y la inteligencia.

El ojo goza de la sensación visual del objeto visible sin mediación de la palabra; él percibe, en la experiencia visual misma, el conocimiento del objeto visto. Así, el espíritu que se acerca a Dios amorosamente por el recuerdo, con la adhesión de un sentimiento ardiente y el silencio de la intelección soberanamente simple, es iluminado por la irradiación divina y toca los umbrales del esplendor futuro.

Por su lado la lengua, emitiendo palabras, manifiesta, a quien la escucha, la intención secreta del espíritu. Del mismo modo la inteligencia, profiriendo con asiduidad y fervor las breves palabras de la oración manifiesta la demanda del alma al Dios que lo sabe todo con perseverancia e insistencia de la contrición del corazón. La contrición abre las entrañas afectuosas del Misericordioso y recibe la abundancia de la salvación. El profeta dijo: «Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51, 19).

Un ejemplo para guiaros hacia la oración pura es la actitud que adoptáis ante un emperador de la tierra. Si os sucede obtener una audiencia ante él, os mantenéis erguidos, le rogáis con vuestra lengua, fijáis los ojos en él. Así, cuando, con vuestros sudores os unáis, en el nombre del Señor, a la salmodia vocal, agregad la atención del espíritu a las palabras y a Dios, conscientes de aquél a quien os dirigís y que os acuerda audiencia. Cuando la inteligencia se dedica a la oración con impulso y pureza, el corazón goza una alegría inviolable y una paz indecible.

Luego, cuando os encontréis en vuestra celda, dedicaos a la oración de la inteligencia, con el espíritu atento y el pneuma contrito, entonces la contemplación extenderá sobre vosotros su sombra gracias a la vigilancia, la ciencia habitará en vosotros por la oración y la sabiduría descenderá en vosotros por la contemplación, expulsando todo placer irrazonable y reemplazándolo por el amor divino.

Creedme: es verdad lo que os digo. Si en todas vuestras ocupaciones no os separáis jamás de la oración, madre de todo bien, al poco tiempo ella os mostrará la cámara nupcial, os introducirá en ella y os colmará de una alegría y un gozo inexpresable, pues ella quita todos los obstáculos, allana el camino de la virtud y lo vuelve cómodo para el que busca.

Escuchad ahora los efectos de la oración de la inteligencia. La conversación con Dios destruye los pensamientos apasionados; la fijación del espíritu en Dios pone en fuga las ideas mundanas; la compunción del alma arroja la amistad de la came. Esta oración consiste en repetir, silenciosamente, el nombre divino, y se evidencia como la armonía y la unión del espíritu, de la razón y del alma, pues, «donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). He aquí cómo la oración atrae a los poderes del alma dispersos entre las pasiones, los une entre ellos y con ella, y reúne el alma trina con el Dios único en tres personas.

En primer lugar, por la conducta virtuosa, ella borra del alma la fealdad del vicio, luego reproduce la belleza de los rasgos divinos a través de la santa ciencia que posee en sí misma, y presenta al alma ante Dios. El alma inmediatamente reconoce a su creador y es reconocida por él, pues «el Señor conoce a los suyos» (2 Tim 2, 19). Ella lo reconoce en la pureza de la imagen, pues toda imagen remite a su modelo; ella es conocida por él gracias a la semejanza de las virtudes que, a la vez, le hacen conocer a Dios y la hacen conocer por él.

Aquel que quiere obtener la benevolencia divina puede alcanzarla de tres maneras: suplicando con palabras, manteniéndose silencioso, prosternándose ante aquel que puede venir en su ayuda.

La oración pura hace converger espíritu, inteligencia y pneuma; mediante la inteligencia invoca el nombre de Dios; mediante el espíritu se dirige sin distracción hacia el Dios que consuela; por el pneuma manifiesta su contrición, su humildad y su amor inclinándose ante la eterna Trinidad y único Dios: Padre, Hijo y Espíritu santo.

La variedad de comidas despierta el apetito. Igualmente la variedad de virtudes despierta la diligencia del espíritu. Mientras recorréis el camino de la inteligencia repetid sin cesar las palabras de la oración, sin dejar de invocar, siguiendo el ejemplo de la viuda inoportuna. Entonces marcharéis según el espíritu, no prestaréis atención a los impulsos de la carne y no interrumpiréis la continuidad de vuestra oración con pensamientos mundanos. Cuando cantéis a Dios sin distracción, os convertiréis en el templo de Dios y penetraréis en las profundidades del espíritu; veréis al invisible en mística contemplación y serviréis a Dios, sólo a él, en la unión de la ciencia y las efusiones del amor.

Si notáis que vuestra oración decae, recurrid a un libro y leedlo atentamente para penetrar su significado; no os contentéis con recorrer superficialmente las palabras, escrutadlas con vuestra inteligencia y atesorad el sentido. Luego reflexionad acerca de lo que habéis leído para afectar agradablemente vuestra inteligencia con su significado y hacerlo inolvidable. Las santas reflexiones inflamarán así cada vez más vuestro fervor... Como la trituración de los alimentos hace agradable la degustación, las palabras divinas, vueltas una y otra vez en el alma, otorgan a la inteligencia unción y alegría.

 

Pensamientos diversos

El espíritu que huye del mundo exterior y se concentra en el interior vuelve a si mismo; se une de ese modo a su verbo mental natural y, mediante ese verbo esencialmente inherente, se une a la oración. Por la oración se eleva a la ciencia de Dios con todo el poder y todo el peso de su amor. Entonces se desvanece la ambición de la carne, cesan todas las sensaciones de placer, las bellezas de la tierra ya no tienen atractivo para él... el alma se compromete con la belleza de Cristo... ella ve a Cristo, lo tiene presente ante sí, conversa con él en la oración pura y goza de sus delicias... Pues Dios -por ser así amado, por ser así nombrado, por ser así llamado en ayuda- recibe el lenguaje de la oración y concede al alma que ora una alegría inexpresable. El alma que «se acuerda de Dios» en la conversación de la oración «es alegrada por el Señor» (Sal 77, 4).

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Una vez rechazadas las sensaciones tu abolirás el placer de los sentidos; huirás de las imaginaciones; te liberarás del atractivo de los pensamientos. El espíritu que se conserva puro de imaginaciones, no admitiendo la mancha ni la marca de una conducta voluptuosa, ni los pensamientos de la codicia, se encuentra en la simplicidad. Trascendiendo todo lo sensible y lo inteligible, eleva su pensamiento hacia Dios, sin murmurar en sus profundidades otra cosa que el nombre del Señor unido a su recuerdo ininterrumpido, como el niño pequeño que llama a su padre.

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Adán surgió del polvo por las manos divinas y se convirtió, bajo el sopío de Dios, en un alma viviente. Del mismo modo el espíritu, modelado por las virtudes, sufre la transformación divina gracias a la invocación asidua del Señor murmurada en una inteligencia pura y un sentimiento ferviente: encuentra en la ciencia y el amor de Dios, vida y deificación.

Cuando una oración continua y sincera os haya apartado de la ambición terrestre, cuando -ese será vuestro sueño- hayáis eliminado todo pensamiento extraño y estéis totalmente fijados en el solo recuerdo de Dios, entonces se elevará en vosotros, como un auxiliar, el amor de Dios. Pues la exclamación tierna de la oración hace brotar el amor de Dios que, a su vez, despierta al espíritu para mostrarle sus secretos. El espíritu entonces, conjugado con el amor, da su fruto: la sabiduría y, mediante la sabiduría, anuncia las realidades inefables. Dios, el Verbo, tiernamente nombrado por la oración, retira del espíritu su intelección, como una costilla, le da el conocimiento y reemplaza el espacio libre por la buena disposición, le otorga la virtud, edifica el amor iluminador y lleva al espíritu, como a una presa, hacia el éxtasis, calmo y liberado de toda ambición terrestre.

El amor es auxiliar del espíritu en reposo, al que libera de toda atadura irrazonable a lo sensible despertándolo a las palabras de la sabiduría. El intelecto lo percibe, se regocija y anuncia, en un derroche de elocuencia.., las disposiciones secretas de las virtudes y las operaciones invisibles de la ciencia.

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Al hombre que se aplica a observar los mandamientos, persevera en el paraíso de la oración y se mantiene ante Dios con un recuerdo ininterrumpido, Dios lo sustrae a las influencias voluptuosas de la carne, a todos los movimientos de los sentidos, a todas las «formas» de la inteligencia y, haciéndolo morir al pecado, le hace comulgar con la vida divina.

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Si conocéis lo que salmodiáis, recibiréis el conocimiento superior. El conocimiento superior os procurará la inteligencia. La inteligencia tiene como hija a la práctica, y la práctica, como fruto, al conocimiento habitual. El conocimiento tomado de la experiencia produce la verdadera contemplación, de la cual surge la sabiduría que, bajo los rayos de la gracia, llena la atmósfera interior y manifiesta al profano las cosas ocultas.

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El espíritu, en primer lugar, busca y encuentra; luego se une a aquello que ha encontrado; conduce su búsqueda por medio de la razón pero opera por el amor. La búsqueda de la razón se efectúa en el orden de la verdad; la unión del amor en el de la bondad.

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Vosotros sois débiles, (por lo tanto) no dejéis la oración un solo día en tanto haya aliento en vosotros. Escuchad a aquel que dijo: «Cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10). No renunciéis a las genuflexiones, cumplid con cada una de ellas invocando interiormente a Cristo.