XVI CONFERENCIA
EXPLICACIÓN DE ALGUNAS PALABRAS DE SAN GREGORIO CANTADAS EN LA SANTA PASCUA
166. Con gusto les voy a decir algunas palabras sobre las estrofas que hemos cantado, para que no se vean distraídos por la melodía, y para que su espíritu se ponga en consonancia con el sentido de las palabras. ¿Qué es lo que acabamos de cantar?
Hagamos de nosotros mismos una ofrenda.
Antiguamente, en sus fiestas o asambleas, los hijos de Israel presentaban dones al Señor, según la Ley: sacrificios, holocaustos, ofrendas de las primicias, etc. San Gregorio nos exhorta a hacer, como ellos, una fiesta al Señor; nos invita diciendo:
Es el día de la Resurrección, es decir, es el día de la santa fiesta, es el día de la asamblea divina, es el día de la Pascua de Cristo. ¿Qué es la Pascua de Cristo? Los hijos de Israel realizaron la Pascua, el paso, cuando salieron de Egipto, pero ahora la Pascua que San Gregorio nos pide celebrar es aquella que realiza el alma que sale del Egipto espiritual, es decir del pecado. El efecto, cuando ella pasa del pecado a la virtud, realiza el paso en honor del Señor, según la palabra de Evagrio: "La Pascua del Señor es la salida del mal".
167. Hoy por lo tanto es la Pascua del Señor, día de fiesta resplandeciente, es el día de la Resurrección de Cristo, que ha clavado el pecado en la cruz, que ha muerto por nosotros y ha resucitado. Llevemos también nosotros dones al Señor, ofrezcamos sacrificios y holocaustos, no ya de bestias sin razón, ya que Cristo no los desea. Pues está escrito: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas de animales, no te han agradado los holocaustos de terneros ni de ovejas (Hb 10, 5-6; cf. Sal 39, 7). Y en Isaías: ¿De qué me sirven la multitud de vuestros sacrificios?, dice el Señor (Is 1,11). Pero como el Cordero de Dios ha sido inmolado por nosotros, como dice el Apóstol: Cristo nuestra Pascua, ha sido inmolado por nosotros (1 Co 5, 7) a fin de quitar el pecado del mundo, y como se ha hecho por nosotros maldición, según la palabra: Maldito quien cuelga del madero, a fin de arrancarnos de la maldición de la Ley (Ga 3, 13), y de hacer de nosotros hijos (Ga 4, 5), debemos por nuestra parte ofrecerle un don que le agrade. Pero para agradar a Cristo ¿qué don, qué sacrificio debemos ofrecerle en este día de la Resurrección, ya que él no quiere sacrificios de animales irracionales? San Gregorio nos lo enseña, ya que después de decir:
Es el día de la Resurrección, agrega: hagamos de nosotros mismos una ofrenda.
El Apóstol dice en el mismo sentido: Ofreced vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios; este es el culto que vuestra razón os pide (Rm 12, 1).
168. ¿Cómo debemos ofrecer a Dios nuestros cuerpos como víctima viva y santa? No haciendo las voluntades de la carne y de nuestros pensamientos (Ef 2, 3), sino marchando según el Espíritu, sin cumplir los deseos carnales (Ga 5,16). Esto es mortificar los miembros terrenales (Col 3, 5). Y a esta víctima la llamamos viva, santa y agradable a Dios. ¿Por qué la llamamos víctima viva? Porque el animal destinado al sacrificio es degollado y muere al instante, mientras que los santos que se ofrecen a sí mismos a Dios se sacrifican vivos cada día, como dice David: Por tu causa somos llevados a la muerte cada día, semejantes a ovejas de matanza (Sal 43, 22). Es lo que dice San Gregorio: Hagamos de nosotros mismos una ofrenda. Es decir, sacrifiquémonos, matémonos cada día, como todos los santos, por Cristo nuestro Dios, por El que ha muerto por nosotros. Pero ¿cómo se han dado muerte los santos? No amando al mundo ni lo que es del mundo, según lo dicen las epístolas católicas (1 Jn 2, 15), renunciando a los deseos de la carne, a la concupiscencia de los ojos, y al orgullo de la vida (1 Jn 2, 16), es decir, amor al placer, al amor al dinero y a la vanagloria, tomando la cruz y siguiendo a Cristo (cf. Mt. 16, 24), crucificando el mundo a nosotros mismos, y crucificándonos al mundo (cf. Ga 6, 14). Respecto de esto dice el Apóstol los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Ga 5, 24). Esta es la forma en que los santos se dan muerte.
169. Pero ¿cómo se ofrecen? No viviendo más para sí mismos y sometiéndose a los mandamientos divinos, renunciando a sus voluntades por el mandamiento y por el amor a Dios y al prójimo. He aquí que hemos dejado todo y te hemos seguido, decía San Pedro (Mt 19, 27, ¿Qué había dejado? No tenia ni bienes, ni riquezas, ni oro, ni plata. No poseía más que su red, y como dice San Juan Crisóstomo, bien gastada. Pero ha renunciado, tal como dice, a todas sus voluntades a todo deseo de este mundo; y es evidente que si hubiese tenido riquezas o cosas superfluas, las habría despreciado. Entonces, tomando su cruz, siguió a Cristo, según la palabra: No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi (Ga 2, 20). Esta es la forma en que los santo se han ofrecido, mortificando en ellos todo deseo y toda voluntad propia y viviendo sólo para Cristo y sus mandamientos.
170. De esta manera, también nosotros. Hagamos de nosotros mismos una ofrenda, como nos exhorta San Gregorio. Quiere que seamos lo más precioso de Dios.
Sí, en verdad, de todas las creaturas visibles, el hombre es la más preciosa. Las otras, el Creador las ha hecho existir con una palabra: ¡Que exista!, y fue hecho. ¡Que surja la tierra!, y ella apareció. Que aparezcan las aguas, etc. (cf. Gn 1, 3.11.20). Pero al hombre lo hizo y formó con sus propias manos y puso todas las otras creaturas para que le sirvieran y para su provecho, haciéndolo rey de ellas, y le concedió gozar de las delicias del paraíso (cf. Gn 2). Y cosa más admirable todavía, cuando el hombre cayó de su condición por su propia falta, Dios se la devolvió por la sangre de su Hijo único. De esta manera, de todas las creaturas visibles, el hombre es la cosa más preciosa para Dios, y no sólo la más preciosa, sino, continúa San Gregorio, la más cercana, porque dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1, 26). Y también: Dios creó al hombre. Lo hizo a su propia imagen (Gn 1, 27), y sopló sobre su rostro un soplo de vida (Gn 2, 7). Nuestro Señor mismo al venir a nosotros, tomó la naturaleza del hombre, una carne humana, un espíritu humano, en una palabra se hizo hombre en todo menos en el pecado, introduciendo por ello al hombre en su familiaridad y apropiándoselo por así decir. Es por lo tanto muy justo que San Gregorio haya dicho del hombre que él es para Dios la cosa más preciosa y la más cercana.
Devolvamos a la imagen su calidad de imagen.
¿Cómo hacer esto? Aprendámoslo del Apóstol: Purifiquémonos, dice, de toda mancha de la carne y del espíritu (2Co 7,1). Hagamos pura nuestra imagen, tal como la habíamos recibido; lavémosla de toda mancha de pecado, a fin de que su belleza resplandezca en las virtudes. David decía acerca de esta belleza en su oración: Señor, por tu amor, has dado resplandor a mi belleza (Sal 29. 8). Purifiquemos entonces nuestra calidad de imagen, ya que Dios la quiere tal como nos la ha dado sin mancha ni arruga ni nada de eso (Ef. 5, 27).
Devolvamos a la imagen su calidad de imagen.
Reconozcamos nuestra dignidad.
Veamos con qué bienes inmensos hemos sido agraciados y a imagen de quién hemos sido creados. No ignoremos los dones magníficos que hemos recibido de Dios en virtud de su sola bondad, y no por nuestros méritos. Sepamos que hemos sido hechos a imagen de Dios.
No insultemos la imagen de Dios, según la cual hemos sido hechos. ¿Quién, queriendo pintar el retrato de un rey se atrever a poner colores apagados? Seria despreciar al soberano y atraerse un castigo. En cambio usar colores preciosos y brillantes, dignos del retrato real agregando incluso láminas de oro. Tratar de poner, en la medida de lo posible, todos los ornamentos del rey, a fin de que viendo la semejanza de ese retrato perfecto, se crea estar viendo al modelo, al mismo rey, por lo magnifico y reluciente de la imagen. También nosotros cuidémonos de deshonrar el arquetipo. Somos la imagen de Dios. Hagamos nuestra imagen pura y preciosa. Pues si se castiga al que deshonra el retrato de un rey, que no es más que un ser visible y de nuestra naturaleza, ¿cuánto más deberemos sufrir si despreciamos la imagen divina que hay en nosotros y no le damos la pureza de su calidad de imagen, tal como lo dice San Gregorio? Honremos pues el arquetipo.
172. Conozcamos el sentido del misterio, y por qué murió Cristo.
El sentido del misterio de la muerte de Cristo es éste: por nuestro pecado habíamos borrado nuestra condición de imagen, y nos habíamos dado la muerte, como dice el Apóstol, por nuestras transgresiones y faltas (Ef 2,1). Pero Dios, que nos había hecho a su imagen, movido de compasión por su creatura y su imagen, se hizo hombre por nosotros y aceptó la muerte por todos, a fin de hacernos volver, a los que estábamos muertos, a la vida de la que habíamos caído por el pecado. El mismo, subido a su santa cruz y crucificando el pecado que nos había valido el ser expulsados del paraíso, llevó cautiva la cautividad, tal como dice la Escritura (Sal 67, 19; Ef 4, 8).
¿Qué quiere decir: llevó cautiva la cautividad? A causa de la transgresión de Adán, el enemigo nos había hecho cautivos y nos tenia en su poder. Cuando salían de su cuerpo, las almas humanas eran llevadas al infierno, ya que el paraíso estaba cerrado. Pero Cristo, subido a lo alto de la santa y vivificante cruz, nos arrancó por su propia sangre de la cautividad a la que nos había reducido el enemigo debido a la transgresión. En otras palabras, nos arrancó de las manos del enemigo, y en cambio, nos lleva cautivos, después de haber vencido y derrotado a aquel que nos tenia cautivos. Esto es lo que significa llevar cautiva la cautividad. Ese es el sentido del misterio: Cristo murió por nosotros para llevarnos a la vida, a nosotros, que estábamos muertos, como lo dice el santo . Fuimos arrancados del infierno por el amor de Cristo, y desde entonces está en nuestro poder el entrar en el paraíso. El enemigo no es más nuestro señor y no nos tiene más en esclavitud como antes.
173. Estemos por lo tanto atentos, hermanos, y guardémonos de pecar. Se los he dicho con frecuencia: el pecado cometido nos hace nuevamente esclavos del enemigo, ya que de pleno grado nos sometemos y nos ponemos a su servicio. ¿No es una gran vergüenza y una gran desdicha el ir nuevamente a echarnos en el infierno, después que Cristo nos libró por su sangre y que nosotros sabemos todo eso? ¿No somos acaso dignos de un castigo mucho peor y despiadado? ¡Que Dios en su amor tenga piedad de nosotros y nos conceda tener el espíritu despierto para comprender y ayudarnos a nosotros mismos, a fin de encontrar un poco de misericordia en el día del juicio!