XI CONFERENCIA

DE LA PRONTITUD EN REPRIMIR LAS PASIONES ANTES DE QUE EL ALMA SE HABITÚE AL MAL

113. Consideren con atención, hermanos, cómo son las cosas, y sean cuidadosos para no caer en negligencia ya que aun una pequeña negligencia puede llevarlos a grandes peligros. Acabo de visitar a un hermano a quien encontré saliendo apenas de una enfermedad. Hablando con él me enteré de que no había tenido fiebre más que siete días. Sin embargo, a cuarenta días de esto todavía estaba en camino de recuperación. Ya ven, hermanos, qué desgracia es perder el equilibrio de la salud. No nos preocupan los pequeños desórdenes y no nos damos cuenta de que, por poco que se esté enfermo, sobre todo si se es de natural delicado, son necesarios mucho tiempo y cuidados para reponerse. Ese pobre hermano tuvo fiebre durante siete días y vemos que después de tantos días, cuarenta, todavía no había podido restablecerse.

Lo mismo pasa con el alma: se comete una falta leve, y ¿duran cuánto tiempo ser necesario verter nuestra sangre antes de levantarnos.? En lo que se refiere a la debilidad del cuerpo podemos esgrimir diversas razones: o bien los remedios no surten efecto porque son viejos, o bien el médico no tiene experiencia y receta un remedio por otro, o quizás el enfermo no es dócil y no sigue lo prescripto. Pero cuando nos referimos al alma, no sucede lo mismo. En efecto, no podremos decir que el médico no tiene experiencia ni que no haya dado los remedios convenientes, puesto que el médico de nuestras almas es Cristo mismo, que todo lo sabe y que da a cada pasión el remedio adecuado, quiero decir sus mandamientos, sea la humildad en contraposición a la vanagloria, la templanza contra la sensualidad, la limosna contra la avaricia; en síntesis, cada pasión tiene como remedio el mandamiento que le corresponde. El médico, entonces, no es falto de experiencia. Por otra parte, no puede tampoco decirse que los remedios sean ineficaces por ser demasiado viejos. Los mandamientos de Cristo no envejecen nunca, incluso se renuevan en la medida en que son utilizados.

No hay entonces ningún obstáculo para la salud del alma, salvo el propio desarreglo.

114. Cuidemos de nosotros mismos, hermanos, vigilemos mientras estamos a tiempo. ¿Por qué descuidarnos? Practiquemos el bien a fin de encontrar auxilio en tiempos de prueba. ¿Por qué estropear nuestra vida? ¡Escuchamos tantas enseñanzas!; sin embargo poco nos importan, las despreciamos. Ante nuestros ojos desaparecen nuestros hermanos, y no prestamos atención, sabiendo que nosotros también nos aproximamos poco a poco a la muerte. Desde que nos sentamos para conversar pasaron dos o tres horas de nuestro tiempo y nos hemos aproximado más a nuestra muerte, pero vemos esa pérdida de tiempo sin temor ¿Cómo es que no recordamos estas palabras de un anciano: "Aquel que pierde oro o plata podrá encontrarla, pero aquel que pierde el tiempo no lo encontrar jamás"? De hecho podremos buscar, sin encontrar ni siquiera una sola hora de ese tiempo. ¿Cuántos desean oír una palabra de Dios y no lo consiguen? Y nosotros que la oímos tan frecuentemente, la despreciamos y no salimos de nuestra torpeza. Dios sabe qué estupefacto estoy por la insensibilidad de nuestras almas.

Podemos ser salvados y no lo queremos. En efecto, podemos arrancar nuestras pasiones cuando comienzan, pero no nos preocupamos. Las dejamos endurecerse en nosotros hasta llegar al último grado del mal. Se lo he dicho a menudo: una cosa es arrancar de raíz una planta que se saca de una sola vez y otra sacar de raíz un gran árbol.

115. Un gran anciano estaba con sus discípulos en un lugar donde se encontraban cipreses de diferentes tamaños, pequeños y grandes. Dijo a uno de sus discípulos: "Arranca ese ciprés". El árbol era muy pequeño y enseguida el hermano lo arrancó con una sola mano. Luego el anciano le mostró otro ciprés mas grande que el anterior diciéndole: "Arranca también aquel". El hermano lo arrancó sacudiéndolo con sus dos manos. Entonces el anciano le señaló otro más grande, que el hermano apenas pudo arrancar. Le indicó luego otro aún más grande: el hermano lo sacudió mucho y no pudo arrancarlo sino a costa de mucho esfuerzo y sudor. Finalmente el anciano le mostró otro árbol todavía más grande y esta vez el hermano ni aun con mucho trabajo y sudor pudo arrancarlo. El anciano, viendo su impotencia, ordenó a otro hermano levantarse y ayudarlo. Entre los dos consiguieron arrancarlo "Así pasa con las pasiones, hermanos" dijo entonces el anciano. "Cuando son pequeñas podemos reprimirlas fácilmente, si queremos. Pero si las descuidamos por parecernos pequeñas, se enquistarán en nosotros y cuanto más se endurezcan más difícil será arrancarlas. Y si han echado raíces profundas, no lograremos ni aun con esfuerzo, deshacernos de ellas; será preciso el auxilio de los santos que, cerca de Dios, velan por nosotros".

Vean, hermanos, qué fuerza tienen las enseñanzas de los santos ancianos. Y el Profeta nos da sobre esto la misma lección cuando dice en el Salmo: Hija de Babilonia, miserable, feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste, feliz quien pueda agarrar y estrellar tus niños contra las peñas (Sal 136, 8-9)

116. Examinemos ahora estas palabras una por una. Por Babilonia el Profeta entiende la confusión; lo interpreta así a través de Babel, que precisamente es Siquem. Por hija de Babilonia entiende la iniquidad porque el alma entra primeramente en confusión y luego comete el pecado. Llama miserable a esta hija de Babilonia porque el mal no tiene ni ser ni sustancia, como ya se los he dicho anteriormente. Es nuestra negligencia la que lo saca del no-ser y nuestra enmienda quien lo hace desvanecerse en la nada. El santo Profeta continúa dirigiéndose a la hija de Babilonia: Feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste. Veamos ahora lo que hemos dado nosotros, lo que hemos recibido a cambio, y aquello que debemos devolver. Hemos dado nuestra voluntad y hemos recibido a cambio el pecado. Son proclamados felices aquellos que devuelven el pecado: devolver es no volver a cometerlo. Feliz, continúa el salmista, quien pueda agarrar y estrellar tus niños contra las peñas. Esto significa: Feliz aquel que desde el comienzo no deja que sus brotes, es decir, los malos pensamientos, crezcan y lo lleven a realizar el mal, sino que enseguida y cuando son todavía pequeños, y antes de que hayan crecido y se hayan fortalecido en él, los agarra, los estrella contra la piedra que es Cristo, y los aniquila refugiándose cerca de Cristo.

117 Así ven, hermanos, cómo los Ancianos y las Sagradas Escrituras Están unánimemente de acuerdo en proclamar felices a aquellos que luchan por reprimir las pasiones cuando apenas comienzan, antes de llegar a la experiencia de su dolor y amargura. Hagamos todo esfuerzo, hermanos, para conseguir misericordia. Luchemos un poco y encontraremos mucha paz. Los Padres han dicho cómo todos debemos purificar nuestra conciencia diariamente examinando cada noche cómo hemos pasado el día y cada mañana cómo hemos pasado la noche, y luego hacer penitencia ante Dios por todos los pecados que hayamos cometido. En verdad, nosotros que cometemos tantas faltas, necesitamos, ya que olvidamos fácilmente, examinarnos cada seis horas a fin de revisar cómo las hemos pasado y en qué hemos pecado. Que cada uno de nosotros se pregunte entonces: "¿Habré dicho algo que haya herido a mi hermano? Viéndolo hacer alguna cosa, ¿lo he juzgado o despreciado? ¿O he hablado mal de él? ¿No he murmurado contra el mayordomo porque no me entregaba lo que le pedía? ¿No he humillado y entristecido al cocinero haciendo notar que sus comidas no eran buenas! O bien, ¿no he murmurado en mi interior por mal humor?". Porque también es pecado el murmurar interiormente. Y más aún: "Si el encargado de la salmodia u otro hermano me ha hecho alguna observación, ¿la he soportado bien? ¿No le he contestado mal?". Es de esta manera , hermanos, como debemos interrogarnos al final del día, cuando examinamos en qué forma lo hemos pasado. Y hay que repetir un examen semejante con respecto a la noche. ¿Nos hemos levantado diligentemente para la vigilia? ¿No nos hemos impacientado contra el encargado de despertarnos y hemos murmurado contra él? Porque es preciso reconocer que aquel que nos despierta para las vigilias nos presta un gran servicio y nos consigue grandes bienes. Nos despierta para que podamos dialogar con Dios, rogar por nuestros pecados y ser iluminados. ¡Cuán agradecidos deberíamos estarle! En cierta forma podríamos considerarlo como el instrumento de nuestra salvación.

118. Voy a contarles con respecto a esto una maravillosa historia que oí sobre un gran anciano visionario. En la iglesia, cuando los hermanos comenzaban a salmodiar, él veía un personaje resplandeciente que salía del santuario con un pequeño vaso que contenía agua bendita y una cuchara. Sumergía la cuchara en el vaso y pasando delante de todos los hermanos, marcaba a cada uno con una cruz. De los lugares que encontraba vacíos, marcaba algunos y dejaba otros. Cuando la salmodia estaba por terminar el anciano lo veía nuevamente salir del santuario y repetir los mismos gestos. Un día lo retuvo y arrojándose a sus pies le suplicó que le explicara lo que hacía y quién era. "Soy un ángel de Dios", le dijo el personaje resplandeciente, "y he recibido la misión de marcar así a aquellos que se encuentran en la iglesia al comienzo de la salmodia y a aquellos que permanecen hasta el fin, a causa de su fervor, de su celo y de su buena voluntad". "Pero ¿por qué marca usted los lugares de algunos ausentes?", preguntó el anciano. Y el santo ángel respondió: "Todos los hermanos fervorosos y de buena voluntad, que Están ausentes por una enfermedad grave y con el consentimiento de los Padres, o que Están ocupados por alguna orden, reciben también la marca, porque Están de corazón con aquellos que salmodian. Es solamente a aquellos que podrían estar allí y que Están ausentes por negligencia, a los que tengo orden de no marcar, ya que ellos mismos se hacen indignos".

Ya ven, hermanos, qué servicio les presta el encargado de despertar cuando los llama para el oficio de la iglesia. Hagan todo lo posible, hermanos, para no verse privados nunca de la marca del santo ángel. Si sucede que un hermano está distraído y otro lo llama a su deber, que no se irrite sino que, atento al bien que recibe, agradezca a su hermano, quienquiera que sea.

119. Cuando estaba en el monasterio (de abba Séridos), el abad, por consejo de los ancianos, me dio el cargo de hospedero. Yo acababa de levantarme de una grave enfermedad. Los huéspedes llegaban y se cuidaba de ellos hasta la noche. Después era el turno de los camelleros: yo debía proveer a todas sus necesidades. Y a menudo, después de haberme acostado, se presentaban nuevas necesidades que me obligaban a levantarme. Mientras tanto llegaba la hora de la vigilia. Yo había dormido sólo un poco y el encargado de la salmodia venia despertarme. Me sentía destrozado y como vencido a consecuencia del trabajo o de la enfermedad, porque aún tenia accesos de fiebre. Agobiado por el sueño le contestaba: "Bien, Padre, ¡que te sea tenida en cuenta tu caridad, y que Dios te la recompense! A tus órdenes ¡ya voy, Padre!". Pero apenas se iba volvía a caer dormido, y me afligía mucho llegar con retraso a la vigilia. Como el encargado de salmodia no podía permanecer constantemente a mi lado, pedía a dos hermanos que uno me despertara y que el otro no me dejara adormecer en la vigilia. Y créanme, hermanos, yo los miraba como a los autores de mi salvación y sentía casi veneración por ellos. Tales son los sentimientos que ustedes deben tener con respecto a aquellos que los despiertan para el oficio de la iglesia o para cualquier otra obra buena.

120. Decíamos antes que uno debe examinar cómo ha pasado el día y la noche. ¿Hemos estado atentos durante la salmodia y el rezo? ¿Nos hemos dejado atrapar por pensamientos apasionados? ¿Hemos escuchado bien las lecturas divinas? ¿No hemos abandonado la salmodia y hemos salido de la iglesia por ligereza de espíritu? Si nos examinamos así cada día, aplicándonos a arrepentirnos de nuestras faltas y a corregirnos, comienza a disminuir la frecuencia del pecado: por ejemplo, ocho veces en vez de nueve. De tal modo progresando poco a poco y con la ayuda de Dios, impediremos que las pasiones se fortalezcan en nosotros. Porque es un grave peligro caer en el hábito de una pasión. Aquel que ha llegado a eso, vuelvo a repetirlos aun deseándolo ya no es capaz de dominar la pasión por si solo, a menos que reciba la ayuda de algunos santos.

121. ¿Quieren que les hable de un hermano que había contraído una pasión como hábito? Escuchen su historia muy lamentable. Cuando yo estaba en el monasterio (de abba Séridos) los hermanos, no sé por qué, tenían gusto en hacerme confidente de sus pensamientos con toda franqueza. Se decía que el mismo abad, por consejo de los ancianos, me había encargado escucharlos. Un día uno de los hermanos vino a decirme: "Perdóname y ruega por mi Padre, porque robo para comer. ¿Por qué? -le pregunté- acaso tienes hambre? Si, no como lo suficiente cuando comparto la mesa con los hermanos y además no puedo pedir más. ¿Por qué no se lo dices al abad? Tengo vergüenza ¿Quieres que se lo diga en tu nombre? Como tú quieras, Padre".

Fui a exponer el caso al abad y él me contestó: "Por caridad cuida de él lo mejor que puedas". Lo tomé entonces a mi cargo y hablé de él al mayordomo: "Ten la bondad de servir a ese hermano todo lo que desee, no importa a qué hora: si te viene a buscar no le rehuses nada. ¡Comprendido!, respondió el mayordomo. El hermano, después de algunos días, volvió a decirme: Perdóname, Padre, he vuelto a robar ¿Por qué? -le pregunté- ¿El mayordomo no te da todo lo que le pides? Si, él me da todo lo que quiero, pero yo siento vergüenza ante él. ¿Sientes también vergüenza conmigo? ¡No! Entonces, cuando quieras algo ven que te lo daré yo, ¡pero no robes más!".

Yo estaba encargado de la enfermería. El hermano venia a buscarme y recibía todo lo que deseaba. Pero algunos días después, volvió a robar. Vino afligido a verme: "Robo todavía. ¿Por qué, hermano? le dije ¿Acaso no te doy todo lo que necesitas? Si. ¿Te da acaso vergüenza recibir algo de mi? No. Entonces, ¿por qué robas? Perdóname, pero no sé por qué. Robo así, sin razón. Dime seriamente, ¿qué haces con lo que robas? Se lo doy al asno".

Y se descubrió en efecto que este hermano robaba habas, dátiles, higos, cebollas, en síntesis todo lo que encontraba. Lo escondía bajo su estera o afuera. Finalmente no sabiendo qué hacer y viendo que las cosas se echaban a perder, las tiraba o se las daba a los animales.

122. Ya ven, hermanos, lo que es tener una pasión como hábito. Qué desgracia, qué miseria, ¿no es cierto? Ese hermano sabia que obraba mal, sabia que hacia el mal, estaba desolado, lloraba, y sin embargo el desdichado era arrastrado por el mal habito que su anterior negligencia había enraizado en él. Como bien dice abba Nisteros: "Quienquiera que es arrastrado por una pasión se convierte en esclavo de la pasión".

Que Dios en su Bondad nos arranque de los malos hábitos para que no tenga que decirnos: ¿De qué vale mi sangre, el que yo baje a la tumba? (Sal 29, 10). Ya les he explicado anteriormente cómo se cae en el hábito. Porque no se llama colérico a aquel que se encoleriza una sola vez, ni impúdico a aquel que comete una sola impureza, así como no se llama caritativo a aquel que da una sola vez limosna. Son la virtud y el vicio practicados de manera continua los que engendran un hábito en el alma y este hábito procura sea el castigo sea la paz del alma. Hemos dicho en otra ocasión que la virtud proporciona la paz al alma y hemos visto cómo el vicio la castiga. Y es porque la virtud es natural en nosotros, está en nosotros. "Su germen es indestructible". Entonces habituarse a la virtud por la práctica del bien es recobrar su propio estado, es volver a la salud, así como se recobra la vista normal después de una enfermedad en los ojos, o su salud natural, propia, después de no importa qué enfermedad. Pero no pasa lo mismo con el vicio. Por la práctica del mal adoptamos un hábito extraño a nosotros, contra nuestra naturaleza, contraemos una especie de enfermedad crónica. Y no podremos recobrar la salud sin un auxilio abundante, sin muchas oraciones y lágrimas que logren despertar la misericordia de Cristo en favor nuestro.

Y así también lo constatamos en nuestro cuerpo. Algunos alimentos, por ejemplo, producen melancolía: el repollo, las lentejas, etc. No por el hecho de comer una o dos veces repollo, lentejas y otra cosa semejante se engendrar un humor melancólico, pero si los tomamos continuamente aumentar ese tipo de humor, provocar en el individuo fiebres ardientes, así como le acarrear mil inconvenientes. Lo mismo sucede con el alma: si se persevera en el pecado nace en el alma un habito vicioso y este hábito llevar en sí mismo su castigo.

123. Es preciso por lo tanto, hermanos, que ustedes sepan esto: puede suceder que un alma sienta inclinación por alguna pasión. Si se deja llevar una sola vez a ponerla por obra, corre el riesgo de caer inmediatamente en el hábito de esa pasión. Lo mismo ocurre con el cuerpo. Si alguien ya es de un temperamento melancólico a consecuencia de su dejadez pasada, uno solo de estos alimentos podrá quizá excitar e inflamar enseguida ese humor.

Es necesario entonces cuidado, celo y temor continuos, para no caer en un mal hábito. Créanme, hermanos, el que tenga una sola pasión como hábito está condenado al castigo. Puede pasar que obre diez buenas acciones por una sola mala según su pasión, pero esta única acción proveniente de su hábito vicioso llevar ventaja sobre las otras diez buenas. Es como si un águila se hubiera desprendido de una red que la atrapaba quedando solamente una garra prendida: por este lazo insignificante, toda su fuerza es aniquilada. Porque por mucho que se encuentre libre de la red, si una sola de sus garras queda enganchada, ¿no sigue acaso presa de la red? Y el cazador, ¿no podrá acaso derribarla cuando quiera? Así pasa con el alma: si tiene una sola pasión hecha hábito, el enemigo la derriba cuando le parece; la tiene en su poder gracias a esa pasión. Por eso es que no ceso de decirles, hermanos, que no dejen que una pasión cree hábito en ustedes. Luchemos más bien pidiendo a Dios noche y día no caer en la tentación.

Si llevamos desventaja, como hombres que somos, y nos deslizamos en el pecado, apresurémonos a levantarnos enseguida. Hagamos penitencia. Lloremos ante la divina bondad. Velemos, combatamos y Dios, viendo nuestra buena voluntad, nuestra humildad y nuestra contrición, nos tendera la mano y tendrá misericordia de nosotros. Amén.