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El
mal no está en la naturaleza, y nadie es malo por
naturaleza, pues Dios no hizo nada malvado. Cuando
alguien, por su ambición, lleva al estado de forma
aquello que carece de sustancia, esto comienza a ser lo
que su voluntad le hace ser. Es Importante entonces, en
una preocupación constante por el recuerdo de
Dios, despreciar el hábito del mal, ya que la
naturaleza del bien es mucho más fuerte que el
hábito del mal, puesto que una es, mientras que la
otra sólo tiene existencia en el acto.
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El
libre arbitrio consiste en la disposición de la
voluntad razonable a moverse hacia su objetivo.
Persuadámosla, entonces, a no tener
disposición más que hacia el bien, a fin de
destruir en todo momento, mediante los buenos
pensamientos, el recuerdo del mal.
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La
ciencia es fruto de la oración y de una gran paz,
unidas a una completa ausencia de inquietud; la
sabiduría es fruto de la humilde meditación
sobre la palabra de Dios y, sobre todo, de la gracia del
dispensador, Cristo.
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Reconoceremos
entonces, sin riesgo de equivocación, la calidad
de la palabra divina, cuando nos consagramos, durante las
horas en que no debemos hablar, a un silencio libre de
preocupaciones, acompañados por un ardiente
recuerdo de Dios.
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Escuchad
el abismo de la fe y él alzará sus olas,
consideradlo en una disposición de simplicidad,
eso es la alabanza. El abismo de la fe, el leteo donde se
olvidan los pecados, no tolera ser considerado por
pensamientos indiscretos. Naveguemos en sus aguas con
simplicidad de espíritu y así arribaremos
al puerto de la voluntad divina.
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Purificándonos
por una oración ardiente entraremos en
posesión del objeto deseado; gracias a Dios, con
una experiencia más plena.
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El
combatiente debe en todo tiempo conservar quieta su
inteligencia a fin de que el espíritu pueda
discernir los pensamientos que la sostienen, encerrar
aquellos que son buenos y enviados por Dios en los
tesoros de la memoria y rechazar fuera de los
depósitos de la naturaleza los pensamientos
funestos y demoníacos...
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Muy
raros son aquellos que conocen exactamente sus propias
caídas y cuyo intelecto jamás deja de
embelesarse con el recuerdo de Dios...
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Si
su divinidad (la del Espíritu santo) no ilumina
poderosamente los tesoros de nuestro corazón, es
imposible que podamos gozarlos con un sentimiento
indecible, es decir, con una total
disposición.
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El
sentimiento es la captación segura, por el
intelecto, del objeto discernido...
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Cuando
nuestro intelecto comienza a percibir el consuelo del
Espíritu santo, entonces, durante el reposo
nocturno, en el momento en que tendemos hacia una especie
de sueño muy ligero, Satanás consuela al
alma con un sentimiento de falsa dulzura. Si el intelecto
se encuentra vigorosamente fortalecido por un recuerdo
ardiente del santo nombre del Señor Jesús,
y si hace de ese santo y glorioso nombre una arma contra
la ilusión, el artesano de la mentira se retira
para emprender una guerra abierta contra el alma. El
intelecto reconoce entonces el fraude del maligno, sin
tomar en cuenta que progresa, también, en la
experiencia del discernimiento.
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El
buen consuelo se produce, sea que el cuerpo vele, sea que
se disponga a entrar en una especie de sueño,
cuando alguien adhiere, por así decir, al amor de
Dios con un ardiente recuerdo. El consuelo
engañoso se produce siempre, ya lo he dicho,
cuando el combatiente es tomado por un ligero
sueño sin tener más que un semirecuerdo de
Dios. El primero, siendo de Dios, viene, evidentemente,
para un alivio profundo, para invitar al amor al alma del
combatiente de la devoción. El segundo, cuya
naturaleza consiste en soplar sobre el alma una brisa
engañosa, intenta despojarla, a favor del
sueño del cuerpo, de la experiencia que vive aquel
que conserva intacto el recuerdo de Dios.
-
Si
el intelecto se encuentra, como he dicho, en un recuerdo
atento del Señor Jesús, armado de la gracia
y de la fiereza que le da su experiencia, disipa esta
brisa de falsa dulzura del enemigo y, alegre, emprende el
combate contra él.
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Si
el alma, con un movimiento seguro y sin imágenes,
se inflama de amor por Dios llevando, por así
decirlo, al cuerpo mismo hasta las profundidades de ese
amor indecible - ya sea que el cuerpo del que está
movido por la santa gracia, vele o entre en el
sueño - sin otro pensamiento que el término
del movimiento que lo lleva, sabed que esto es obra del
Espíritu santo. Pues, colmado totalmente por esta
inexpresable suavidad, le es imposible concebir nada, en
tanto que es raptado por una alegría
inexpresable.
-
Si
el intelecto concibe, en esta moción, la menor
duda o algún pensamiento impuro, incluso si
recurre al santo nombre para rechazar el mal y no
únicamente por amor de Dios, es necesario concluir
que este consuelo, bajo su apariencia de alegría,
viene del mentiroso. Esta alegría indecisa y
desordenada es la del que viene para llevar el alma al
adulterio. Cuando él ve el intelecto fuerte
hundirse en esa experiencia sensible, por ciertos
consuelos engañosos conduce al alma, para que,
relajada por esta yana y cómoda dulzura, no
reconozca la mezcla de mentira. Nosotros debemos
discernir el espíritu de verdad del
espíritu de mentira. Pues es imposible gustar
íntimamente la bondad divina y experimentar
conscientemente la amargura del demonio si no se tiene la
certidumbre absoluta de que la gracia estableció
su morada en lo profundo del intelecto, mientras que los
espíritus malvados circulan alrededor de los
miembros del corazón. Esto es lo que los demonios
ocultan a los hombres a cualquier precio, a fin de que el
intelecto, debidamente informado, no pueda precaverse
contra ellos con el recuerdo de Dios.
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* *
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Que
nadie espere, a través del sentimiento o del
intelecto, una visión de la gloria de Dios.
Decimos que el alma, una vez purificada, siente, con una
sensación inexpresable, el consuelo divino; no
decimos que se le aparecen objetos invisibles, pues
«caminamos en la fe y no en la clara
visión» (2 Cor 5, 7). Si alguno de los
combatientes ve una forma ígnea o una luz, que no
acepte esa visión ya que es un engaño del
enemigo, del que muchos, por ignorancia, han sido
víctimas y que los ha apartado del camino
recto.
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Es
imposible dudar que el intelecto, cuando comienza a ser
frecuentemente tocado por la luz divina, deviene
transparente por entero, hasta el punto de ver su propia
luz en alto grado. Esto se produce cuando la potencia del
alma se adueña de las pasiones. Pero todo lo que
se muestra al intelecto bajo una forma cualquiera, luz o
fuego, proviene de las maquinaciones del adversario. El
divino Pablo nos lo enseña claramente cuando dice
que «él se disfraza de ángel de
luz» (2 Cor 11, 14). Que nadie abrace la vida
ascética impulsado por una esperanza de tal
naturaleza... que su fin único sea llegar a amar a
Dios en la intimidad y con toda la plenitud del
corazón...
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La
vista, el gusto y los otros sentidos debilitan la memoria
del corazón cuando nos servimos de ellos sin
discreción. Nuestra madre Eva nos lo
enseña. En tanto ella no mira con complacencia al
árbol prohibido, guarda cuidadosamente el recuerdo
del mandato divino. Es que, todavía al abrigo de
las alas del amor divino, ella ignoraba su desnudez. En
cambio, cuando ella miró al árbol con
complacencia, lo tocó con ambición y,
finalmente, gustó su fruto con vivo placer; al
instante fue presa del deseo de la unión carnal,
entregándose con pasión al hecho de su
desnudez. Ella se abandonó al deseo de gozar de
las cosas presentes, mezclando a Adán en su propia
caída por la dulce apariencia del
fruto.
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He
aquí por qué el intelecto humano debe
recordar a Dios y a sus mandamientos. En cuanto a
nosotros, no dejemos de fijar nuestros ojos sobre el
abismo del corazón en un recuerdo incesante de
Dios, recorriendo esta vida amiga del engaño como
si fuéramos ciegos. Es propio de la
sabiduría verdaderamente espiritual cortar sin
cesar las alas de nuestro deseo de ver. Job, el hombre
que sufrió mil pruebas, nos lo enseña:
«Mi corazón corrió tras de mis
ojos» (Job 31, 7). Esta disposición es un
indicio de perfecta temperancia.
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Aquel
que, en todo tiempo, habita en su corazón, se
aparta por entero de los encantos de esta vida. Marchando
según el espíritu, no puede conocer la
codicia de la carne. Hace sus idas y venidas en la
fortaleza de las virtudes, y las virtudes son las
guardianas de la fortaleza de su pureza. Por eso las
maquinaciones de los demonios son impotentes contra
él...
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Escaparemos
a las tibiezas y a la molicie si imponemos a nuestro
pensamiento límites muy estrechos,
fijándolo únicamente en Dios. Sólo
apoyándose en su fervor el intelecto podrá
liberarse de toda agitación
irrazonable.
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El
intelecto, cuando hemos cerrado todas sus salidas por el
recuerdo de Dios, exige, absolutamente, una actividad que
ocupe su diligencia. Se le dará entonces el
«Señor Jesús» por única
ocupación y para que responda por entero a su fin.
Está escrito: «Nadie puede decir Jesús
es el Señor si no es en el Espíritu»
(1 Cor 12, 3). Que ella no deje de considerar con todo
rigor estas palabras en su morada interior para no
desviarse en imaginaciones. Pues cualquiera que repita
sin descanso ese nombre santo y glorioso en las
profundidades de su corazón, llegará a ver,
algún día, la luz de su intelecto.
Reteniéndolo con cuidadosa severidad en su
interior él consumirá todas las manchas en
la superficie de su alma con un sentimiento poderoso.
«Tu Dios, dice la Escritura, es fuego
abrasador» (Dt 4, 24). Por eso es que el
Señor invita a un poderoso amor a su gloria. Ese
nombre glorioso, totalmente deseable, fijado en el
corazón, ardiente por la memoria del intelecto,
hace nacer una disposición para amar en todo
tiempo su bondad, sin encontrar impedimentos. He
aquí la perla preciosa que se puede comprar
vendiendo todos los bienes y cuyo descubrimiento procura
una alegría inenarrable.
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La
alegría del principiante es distinta de la de
aquel que llegó a la perfección. La primera
no está exenta de imaginación, la segunda
tiene el poder de la humildad. A mitad de camino se
encuentra el apesadumbrado, amado de Dios, y las
lágrimas sin dolores... Es porque el alma debe
ser, en primer lugar, llamada al combate por la
alegría inicial, después retomada y probada
por la verdad del Espíritu santo, por los pecados
que ha cometido y por las disipaciones de las que
todavía se siente culpable. Probada, por
así decirlo, en el crisol de la divina reprimenda,
el alma adquirirá, en un ferviente recuerdo de
Dios, la operación de la alegría sin
fantasmas.
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Cuando
el alma es turbada por la cólera, oscurecida por
los vapores de la ebriedad o atormentada por una tristeza
malsana, el intelecto es incapaz aunque se lo violente,
de dominar el recuerdo del Señor Jesús.
Cegado totalmente por la violencia de las pasiones, se
convierte en un extraño a sus propios ojos. Su
deseo de Dios no encuentra dónde aplicar su sello
para que el intelecto conserve así, presente, la
imagen de su meditación, pues el alma se ha
endurecido por la presión de las
pasiones.
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Sin
embargo, aun cuando el objeto de su deseo le ha sido
arrebatado al alma por el olvido, muy pronto el
intelecto, con su diligencia acostumbrada, retorna a la
búsqueda de ese objeto soberanamente deseado y
salvador; entonces llega al alma la gracia que la impele
a clamar: «Señor Jesús»; tal como
ocurre con el niño a quien su madre enseña
a repetir, mientras toma su alimento, la palabra
«papá» hasta que la criatura adquiere el
hábito de llamar a su padre aun cuando duerme y de
preferencia a cualquier otro balbuceo. Como dice el
apóstol: «Igualmente, el Espíritu
viene en ayuda de nuestra flaqueza cuando nosotros no
sabemos qué pedir para orar según conviene;
porque es el mismo Espíritu quien intercede por
nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26).
Nosotros también estamos en la infancia respecto a
lo que es la virtud de la oración y necesitamos
siempre su ayuda para que todos nuestros pensamientos
sean contenidos y conducidos por su suavidad
inexpresable, para que volquemos enteramente nuestro
corazón hacia el recuerdo y el amor de Dios,
nuestro Padre. En él clamamos sin tregua:
«¡Abba! ¡Padre!» (Rom 8,
15).
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* *
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Muy
a menudo nuestro intelecto soporta difícilmente la
oración, a causa de la extrema limitación
de la virtud de la oración; en cambio se entrega
con alegría a la teología, dada la
inmensidad de los espacios librados a la
contemplación divina. Para impedirle que caiga en
el deseo de hablar en exceso y no permitirle, en su
alegría, volar más allá de sus
posibilidades, apliquémonos más a menudo a
la oración, a la salmodia, a la lectura de las
santas Escrituras, sin desdeñar las
investigaciones de los sabios cuyas palabras dan
garantía de su fe. Haciendo esto no mezclaremos
nuestras propias palabras en el lenguaje de la gracia y
no dejaremos por vanagloria, que nuestro espíritu
se comprometa en la agitación de una verbosidad
excesiva. Por el contrario, en el momento de la
contemplación, le mantendremos al abrigo de toda
imaginación y acompañaremos con
lágrimas casi todos nuestros pensamientos. El
intelecto entonces, a la hora del retiro, descansado y
penetrado sobre todo por la dulzura de la oración,
no solamente escapará a todas las desviaciones,
sino que se renovará cada vez más para
entregarse a los pensamientos divinos prontamente y sin
pena, al mismo tiempo que progresará en la
contemplación en una disposición de muy
humilde discernimiento. Es necesario saber, sin embargo,
que existe una oración más allá de
toda libertad: es la de aquellos que han sido colmados
por la santa gracia en un sentimiento de certidumbre
absoluta.
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Cuando
el alma se encuentra en la abundancia de sus frutos
naturales prefiere la oración vocal e inflama su
salmodia. Cuando está movida por el
Espíritu santo, salmodia, con dulzura y total
entrega, únicamente en su corazón. La
primera disposición está acompañada
por una alegría mezclada con imaginación;
la segunda, por lágrimas espirituales y una
alegría profunda, ávida de silencio. Pues
el recuerdo (de Dios), conservando su fervor gracias a la
discreción de la voz, prepara el corazón
para producir pensamientos mezclados con lágrimas
y dulzura. Es entonces cuando se siembran con
lágrimas, en la tierra del corazón, las
semillas de la oración en la esperanza de cosechas
futuras. De todos modos, cuando estamos agobiados por una
gran tristeza, es necesario elevar un poco el tono de
nuestra salmodia haciendo vibrar el alma bajo el arco
feliz de la esperanza, hasta que esa pesada nube se
disipe gracias a los acentos de la
melodía.
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La
palabra de ciencia nos enseña que existen dos
razas de espíritus malvados. Unos son sutiles, los
otros, más materiales.
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Los
más sutiles atacan al alma, los otros cautivan la
carne por medio de abundantes consuelos. Sin embargo,
existe una hostilidad recíproca y constante entre
los demonios que atacan al cuerpo y aquellos que atacan
al alma aun cuando comparten el mismo designio de
perjudicar a la humanidad. Cuando la gracia no habita en
el hombre, ellos anidan en las profundidades del
corazón, como serpientes, y no permiten que el
alma dirija la mirada hacia su deseo del bien; cuando la
gracia se esconde en el intelecto, ellos atraviesan las
partes del corazón semejantes a nubes con el
aspecto de pasiones pecaminosas y multiformes, a fin de
arrancar al intelecto de su familiaridad con la gracia
distrayendo la memoria. Cuando los demonios para
turbarnos enciendan las pasiones del alma, en especial el
orgullo, padre de todos los pecados, debemos humillar la
exaltación de la vanagloria considerando la futura
disolución de nuestro cuerpo. Del mismo modo
debemos actuar cuando los demonios enemigos del cuerpo se
dediquen a despertar en nuestro corazón la
fermentación de los deseos malvados. Ese solo
pensamiento, unido al recuerdo de Dios, basta para anular
todos los tipos de malos espíritus...
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*
* *
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En
lo profundo del corazón se generan los buenos
pensamientos y aquellos que no lo son. No es que
él lleve en su naturaleza los pensamientos que no
son buenos, pero ocurre que ha contraído, como
continuación del primer extravío, el
hábito del recuerdo del mal, recibiendo la mayor
parte de los malos pensamientos de la malicia de los
demonios... Pues en aquel que se complace en las ideas
que le sugiere la malicia de Satanás y que graba,
por así decir, su recuerdo en el corazón,
se producirán luego, es evidente, esos malos
pensamientos.
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* *
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La
gracia, al comienzo, esconde su presencia al bautizado
aguardando la resolución del alma. Una vez que el
hombre está enteramente convertido al
Señor, entonces, por un sentimiento inefable,
manifiesta al corazón su presencia.
Después, nuevamente, espera el movimiento del
alma; ella permite a los intentos del demonio penetrar
hasta lo íntimo de sus sentidos para hacerle
buscar a Dios con una resolución más
ardiente y en una disposición más
humilde.
-
Cuando
el hombre comienza a progresar en la práctica de
sus mandatos y a invocar incansablemente al Señor
Jesús, entonces el fuego de la santa gracia gana
los sentidos más externos del corazón
consumiendo la cizaña de la tierra de los hombres
con un sentimiento de certidumbre. En adelante, los
ataques de los demonios no llegarán sino a
distancia de estos parajes, casi sin herir,
arañando apenas la parte apasionada del
alma.
-
Una
vez que el combatiente ha revestido todas las virtudes,
sobre todo la perfecta pobreza, la gracia ilumina por
doquier toda su naturaleza con un sentimiento aún
más profundo, inflamándola de un gran amor
de Dios. Los ataques del demonio se extinguen entonces
antes de haber alcanzado los sentidos corporales y la
brisa del Espíritu santo conduce al corazón
hacia los vientos pacíficos deteniendo los dardos
del demonio mientras todavía están en el
aire.
-
*
* *
-
Si
vosotros os mantenéis, una mañana de
invierno, en un lugar expuesto y miráis hacia el
oriente, la parte delantera de vuestro cuerpo será
calentada por el sol, mientras vuestra espalda no
recibirá ningún calor, ya que el sol no cae
a plomo. Igualmente, aquellos que están
todavía al comienzo de la operación del
Espíritu sólo tienen el corazón
parcialmente calentado por la santa gracia.
-
Asimismo,
mientras el intelecto comienza a producir el fruto de los
pensamientos espirituales, las partes visibles del
corazón continúan pensando según la
carne, ya que los miembros del corazón no
están todavía totalmente iluminados por la
luz de la santa gracia, en lo intimo y sensiblemente. He
aquí por qué el alma concibe, al mismo
tiempo, pensamientos buenos y pensamientos malos tal como
el individuo de mi comparación experimenta, al
mismo tiempo, el golpe del frío y la caricia del
calor.
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-
Pues,
desde el día en que nuestro intelecto se orienta
hacia una doble ciencia se encuentra, necesariamente,
produciendo, al mismo tiempo, pensamientos buenos y
malos, sobre todo si ha llegado a la sutileza del
discernimiento: como se esfuerza siempre en pensar bien,
el malvado le lleva a su memoria el hecho de que, a
partir de la desobediencia de Adán, la memoria se
escindió en un doble pensamiento.
-
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Por
consiguiente, si nos dedicamos a ejercitar con fervor los
mandamientos de Dios, la gracia iluminará nuestros
sentidos con un sentimiento muy profundo,
consumirá nuestros pensamientos y aliviará
nuestro corazón por la paz de una inexpresable
amistad, disponiéndonos a pensar cosas
espirituales y no ya camales. Es lo que no cesa del
producirse en aquellos que se acercan a la
perfección y guardan ininterrumpidamente en el
corazón el recuerdo de Jesús.
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*
* *
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El
intelecto debe en todo tiempo dedicarse a la
práctica de los divinos mandatos y al recuerdo
profundo del Señor de la gloria.
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*
* *
-
Cuando
el corazón recibe con una especie de dolor
acuciante los dardos de los demonios, hasta el punto de
sentirlos clavados en si, el alma debe aborrecer las
pasiones pues está en el comienzo de su
purificación, y si ella no sufre vivamente la
impudicia del pecado no podrá conocer la
alegría desbordante inspirada por la belleza de la
justicia.
-
-
Por
consiguiente, aquel que quiere purificar su
corazón no cese de abrasarlo con el recuerdo de
Jesús. Que sea ese su único ejercicio y su
trabajo ininterrumpido. Cuando se quiere rechazar la
propia miseria no puede haber un momento de
oración y un momento de no oración; es
necesario dedicarse a ella en todo instante, guardando el
intelecto incluso cuando se encuentra fuera de la casa de
oración. Si aquel que purifica el mineral de oro
tan sólo apartara un tiempo su hoguera, el mineral
que quiere purificar retomaría su dureza.
Igualmente, aquel que a veces se acuerda de Dios y a
veces no, pierde por la interrupción aquello que
creyó obtener por la oración. El hombre que
ama la virtud es aquel que no cesa de purificar, mediante
el recuerdo de Dios, el elemento terrestre de su
corazón, a fin de que, poco a poco, lo malo se
consuma en el recuerdo del bien y el alma vuelva
perfectamente a su esplendor natural y
glorioso.