15 de julio

San Buenaventura (1218-1274): Los caminos de Dios

por Juan Martín Velasco

El símbolo del camino

El camino es una imagen frecuentísima para expresar la relación del hombre con Dios. Se encuentra en las tradiciones orientales y en las religiones monoteístas. Tao, el nombre para lo supremo en una de las religiones de China, significa camino. El hinduismo propone un triple camino -marga-, el de las obras, el del conocimiento y el de la devoción amorosa. El Antiguo Testamento describe los designios de Dios como caminos: «Los caminos de Dios no son nuestros caminos», y el conocimiento y la obediencia del hombre a Dios como seguir sus huellas, sus caminos o sus sendas. Para los cristianos, Jesús es el camino por excelencia al Padre, y, según el Libro de los Hechos, el cristianismo se llegó a conocer como «el camino». «Por un solo camino, decía el pagano Simmaco, no se puede llegar a tan alto misterio».

No es extraño que los santos se hayan servido del símbolo del camino para designar y describir la experiencia de Dios. Vías, es decir, caminos llama santo Tomás a los cinco procedimientos con los que muestra que la afirmación de Dios es razonable. San Buenaventura es el autor que con más frecuencia utiliza en sus escritos la imagen del camino para explicar la relación con Dios. Su obra más importante -que es una de las obras cumbre de la espiritualidad cristiana- lleva por título Itinerario de la mente a Dios. Pero escribió, además, un tratado titulado Sobre el triple camino y en casi todas sus obras remite a la metáfora del camino y las múltiples etapas para explicar el conocimiento humano de Dios, su punto de partida, los obstáculos que comporta, las etapas que contiene, el progreso que exige su recorrido.

Como todos los grandes símbolos, el del camino contiene un apretado haz de significados superpuestos. Significa que la relación con Dios no se consigue en un momento aislado, que requiere un proceso continuado en el que hay pasos y etapas; en el que caben progresos, estancamientos y retrocesos. «Camino» significa, además, que se trata de un recorrido que hacer, de unos pasos que dar. Que el conocimiento de Dios no consiste en saber sobre él; en conocer los pasos que hay que dar, sino en darlos efectivamente. Claro que, tratándose de Dios, ésta como todas las imágenes necesitan ser transignificadas. Los caminos de Dios son sus caminos hacia nosotros, y los que nosotros recorremos siempre tienen algo de vuelta, de respuesta, de retorno. Por otra parte, no imaginemos que porque hay caminos y el camino conduce a Dios que es el Misterio, el infinito, la trascendencia, tengamos que recorrer largas distancias para llegar a su encuentro. En el caso de Dios, el camino no nos conduce desde un lugar donde no esté Dios a otro en el que él more. Con Dios siempre sucede lo que constataba Jacob: «Dios está aquí y yo no lo sabía». Con las palabras de san Buenaventura: «Dios está presentísimo al alma y por eso puede ser conocido por ella». El camino conduce, pues, desde una situación en la que el sujeto ignora la presencia de Dios a otra en la que toma conciencia de esa presencia y consiente a ella. Por último, no hay un camino, sino tantos como caminantes: «Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol, y un camino virgen Dios» (León Felipe).

La figura de san Buenaventura

Son muchos los casos en los que el fundador de un movimiento espiritual, persona carismática, pero poco dotada para la organización, tiene a su lado o tiene tras él a un seguidor y discípulo que presta al movimiento la estructura, la organización indispensable para su permanencia. San Buenaventura es, de alguna manera, el refundador del movimiento franciscano, y lo es sobre las huellas de san Francisco, cuya biografía canónica escribió aportando a la tarea sus dotes de maestro y doctor. Un maestro franciscano, que escribió su tratado característico, el Itinerario de la mente a Dios en el monte Alverna, donde Francisco había llegado a la cima de la contemplación. Un doctor, cuyas páginas de tal forman rezuman sabiduría y amor de Dios, que es conocido como Doctor Seráfico. Un maestro y doctor en quien no tenía aplicación posible el dicho de los franciscanos "espirituales": «París ha matado Asís».

En las páginas de san Buenaventura confluyen aguas que proceden de tres manantiales: la Escritura y sobre todo la pasión de Cristo; san Agustín que le presta el marco de pensamiento y muchas de sus ideas capitales, y san Francisco que le sirve de ejemplo permanente y ha dejado en ellas la huella de su estilo inconfundible.

No hay en la juventud de Juan Fidanza, nacido en Bagnoregio, cerca de Viterbo, en 1221, y que recibió más tarde el nombre de Buenaventura, noticias de experiencias que señalen el comienzo de una conversión. Tal vez, porque como decía su maestro Alejandro de Hale, Buenaventura era un hermano «en quien Adán parecía no haber pecado». Muy pronto «predestinado» a ser franciscano, sabemos que estudió artes y teología en París hasta llegar a maestro de la Universidad en 1257. Todo indica que su formación universitaria fue al mismo tiempo su formación franciscana, y que ésta le llevó a unir al saber sobre Dios el amor de Dios sin el que toda ciencia parece vana. «Hay pocos ejemplos de doctores que hayan sabido traducir en síntesis teológica y de una forma tan integral el ideal religioso que había motivado su vocación. Francisco de Asís había cantado la creación reconociendo en todas las cosas la mano creadora de Dios... Buenaventura está todo él impregnado del Cántico de las criaturas». «Todas las criaturas -escribe- proclaman a Dios. ¿Qué haré yo? Cantaré con ellas. El bordón de la cítara no tiene de suyo un sonido muy hermoso, pero unido a las otras cuerdas, crea armonía». Como teólogo, Buenaventura «descubre a Dios en todas las cosas y de todas las cosas se remonta a Dios. Ahí está la originalidad de su pensamiento» (J. G. Bougerol). Ahí, y en el lugar central de Jesucristo y su pasión en su síntesis teológica; y en el clima y el ritmo trinitario de su reflexión sobre Dios; y en la síntesis perfecta de especulación, sabiduría, contemplación y amor de Dios que transparentan todos sus escritos. Es bien sabido que san Buenaventura ocupa un lugar importante en la historia del pensamiento. Pero su visión unitaria y jerarquizada del saber, que le lleva a proponer la «reducción de las artes -es decir, las letras, las ciencias, la filosofía- a la teología», convierte su obra en una «metafísica de la mística» (E. Gilson).

Del estilo franciscano de su persona y su obra es buena muestra esta «florecilla» conservada por sus biógrafos:

«¡Cuántas gracias os ha concedido Dios!», dice el sencillo e iletrado Fray Gil a Buenaventura, ya Ministro general de la Orden. «Pero ¿qué podemos hacer para salvamos nosotros, los simples y sin letras?». «Si Dios no concediera al hombre otra gracia más que la de poder amarle, le bastaría», le contesta Buenaventura. «Pero, replica el hermano, ¿puede un hombre simple amar a Dios tanto como un doctor ilustre?». «Por supuesto», contesta el santo. «Una pobre viejecilla puede amar a Dios tanto como un doctor en teología». Y Fray Gil, arrebatado por el fervor, comienza gritar: «Alégrate, pobre viejecilla analfabeta, que puedes amar a Dios tanto como un doctor en teología».

Buenaventura ocupa un lugar en la historia de la espiritualidad por su santidad de vida. Pero su contribución decisiva a la misma es su sólida, luminosa y fervorosa doctrina sobre la experiencia cristiana. Recorramos sus rasgos característicos.

La condición humana

La teología espiritual de san Buenaventura se basa en una peculiar comprensión de la naturaleza humana, así como de los pasos que han de darse para llegar a su plena realización. Como para tantos otros autores medievales, el hombre es un «compuesto» de tres niveles o dimensiones: el nivel sensible que comporta los sentidos y la imaginación; el espiritual que abarca la razón y el entendimiento; y un tercer nivel que constituye la mente y abarca la inteligencia y ese fondo de sí mismo al que se refieren los místicos y que san Buenaventura designa como ápice o cima de la mente. La naturaleza humana, creada por Dios, está orientada a la contemplación de Dios como su fin último, capaz de procurarle la felicidad perfecta. De ellas disfrutaba el hombre antes de la caída. Pero tras la falta original, que supone una especie de «aniquilación» moral de la persona, todas las facultades han quedado deformadas; su inteligencia se ve sometida a la ignorancia; su elemento carnal a la concupiscencia. Todo el hombre necesita, pues, para poder reorientarse hacia su destino, ser restaurado por la gracia. «La Trinidad, que creó, dando la naturaleza, recrea dando la gracia».

Recreada la condición humana en su dignidad de imagen, está el hombre en condiciones de emprender la peregrinación hacia Dios en la que está llamada a consistir su vida. Esta peregrinación, este itinerario es descrito por san Buenaventura una y otra vez en sus escritos con toda clase de detalles. Por una parte, aparece como una ascensión que se inicia en el descubrimiento de los vestigios de Dios en el mundo sensible; se continúa con la búsqueda y el descubrimiento de la imagen de Dios en la propia alma; y culmina en el trascendimiento de las cosas creadas, en la contemplación de Dios y el disfrute de las alegrías místicas que comporta. Pero a esa primera descripción del itinerario «a gran escala», que señala sus grandes etapas, siguen numerosas descripciones a escala reducida que indican con profusión de detalles los pasos concretos de cada una de ellas. Recreada el alma por la gracia sobrenatural, dispuesta a la perfección por los dones y las bienaventuranzas, guiada en todos sus pasos por los mandamientos, queda el alma en disposición de iniciar el ascenso espiritual cuyo modelo es san Francisco en el Alverna (E. Longpré).

Etapas del itinerario hacia Dios

Este ascenso pasa por tres etapas indispensables: la de la progresiva purificación (vía purgativa); la de la iluminación (vía iluminativa); y la de la vía unitiva. Cada una de estas etapas comporta la práctica de unos ejercicios indispensables y comunes a las tres vías: la meditación, la oración y la contemplación. A ellas acompañan la práctica de determinadas virtudes, como la humildad, y de ejercicios minuciosamente especificados, como el examen de conciencia, la mortificación, la reforma de vida, la contrición de los pecados, en la vía purgativa; la imitación de Cristo, la práctica de los consejos evangélicos y la devoción a la Virgen, en la vía iluminativa; y el ejercicio del amor, la adoración como forma peculiar de oración, la devoción, la vida eucarística y la contemplación en sus formas más perfectas en la vía unitiva.

No es posible detallar aquí la ríquísima doctrina espiritual desarrollada en la descripción bonaventuriana de los muchos pasos que comporta el itinerario. Basta señalar que constituyen un verdadero «libro de ejercicios espirituales» que pone de relieve la complejidad, la riqueza de matices, las exigencias que comporta ese ejercicio de la totalidad de la existencia que resumimos en los términos de «vida espiritual», «experiencia de fe», «encuentro con Dios», «camino de perfección», etc. La lectura de las páginas en que se describen todos estos pasos pone de relieve la ilusión que supone proponerse realizar la experiencia de Dios sin el cultivo de las indispensables predisposiciones y sin la voluntad de dar efectivamente los pasos que comporta. Esa lectura pone de manifiesto la razón más frecuente del fracaso de tantos buenos pero irreflexivos propósitos.

El final del itinerario, el estado propiamente místico, es descrito por el Doctor Seráfico por medio de una amplia gama de categorías que son presentadas como grados sucesivos, pero que también tienen mucho de aspectos diferentes de una experiencia densa, sublime como ninguna otra de las que vive el hombre, y por eso inagotable para cualquier descripción, incluso la que tiene su origen en la experiencia de quien la intenta. Así, esa última fase es descrita como contemplación intelectual y sapiencial; como éxtasis de la inteligencia y la voluntad; como rapto y muerte mística en cuanto cesación del uso de las facultades.

Sin pretender agotar su contenido, podemos aproximamos a lo que en esa experiencia sucede, destacando algunos principios fundamentales. El primero subraya que tal experiencia no saca al sujeto del régimen de la fe en que se mueve mientras vive: «La fe -afirma expresamente- es el fundamento que establece, la luminaria que ilumina, la puerta que introduce a todas las iluminaciones sobrenaturales, mientras peregrinamos hacia Dios». Eso comporta que la contemplación no puede consistir en una visión de Dios convertido en objeto de ninguna de nuestras facultades. En esta experiencia última del Dios en que vivimos, de quien procedemos y a quien nos orienta como una fuerza gravitatoria la tendencia, el amor, que él mismo ha puesto en nosotros, la inteligencia, pero lo mismo puede decirse de la voluntad y del ser todo del hombre, es elevado hacia Dios -sursumactio in Deum- por un conocimiento que no se realiza bajo la «forma de la compresión», sino bajo la «forma del exceso». En este segundo tipo de relación, Dios no es objeto de la facultad humana que ésta sea capaz de comprender, sino la realidad que comprende y abarca al hombre y sus facultades.

Tal encuentro con Dios puede describirse de la forma menos inadecuada como una experiencia, no intelectual, sino afectiva y fruitiva, no de la gracia de Dios, sino de Dios mismo, en la que el sujeto se percibe y se vive en Dios y desde Dios; se percibe, por así decirlo, con los ojos mismos de Dios a los que su mente se ha hecho transparente; una experiencia en la que la voluntad quiere con la voluntad misma de Dios a la que el sujeto, por fin, ha consentido plenamente. Experiencia, pues, que puede ser calificada de conocimiento en la medida en que es posible un conocimiento sin representación, experiencia afectiva caliginosa, en la tiniebla, por contacto de amor con Dios en la cima de la mente (E. Gilson).

En la época en la que escribía san Buenaventura, concluye E. Longpré, el impulso hacia las alturas y el infinito inspiraba a los arquitectos góticos la maravilla de las catedrales. «La doctrina del Doctor Seráfico ha surgido de la misma inspiración. Esa doctrina es la subida vertiginosa hacia Dios, el éxtasis, la sursumactio más alta y flamígera del pensamiento medieval».

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Algunos textos de San Buenaventura

Desligado de todo, sin deseos terrenales y despreciadas todas las criaturas, ocúpate de tu Creador, con tanto vigor de espíritu y deseo tan fervoroso, que, olvidando las cosas de la tierra, todo cuanto hagas, en dondequiera que estuvieres, en todas tus ocupaciones, de día y de noche, en todo instante y en toda hora, tengas a Dios presente en tu memoria, creyendo y pensando que verdaderamente estás en su presencia y que Él te mira en todas partes.

Esto piénsalo con gran reverencia, temor y temblor, y al mismo tiempo con suma discreción y ardentísimo amor;
unas veces, postrado a los pies de su inmensa majestad, pídele perdón de tus pecados con el corazón contrito;
otras, postrado ante la cruz, traspasado de compasión y herido con Cristo, gime y llora la sacratísima pasión del Hijo de Dios;
otras, medita la vida toda de Cristo para convertirla en norma de tu vida torcida;
otras, repasa en tu espíritu los innumerables e inmensos beneficios que de Él has recibido y dale rendidas gracias;
otras, herido ardentísimamente por los estímulos de su amor, contemplále en todas las criaturas, considerando ora su potencia, ora su sabiduría, ora su bondad, ora su clemencia, a fin de alabarle y ensalzarle en todas sus obras;
otras veces, atraído por el deseo de la patria celestial, anhela por Él con gemido y suspiros;
otras, considerando las entrañas de su inestimable caridad, derrítete de gozo y excesiva admiración hasta desfallecer tu corazón y tu espíritu en Dios;
otras veces, considera ora tu caída, ora tu huida, cuando Él te retenía, te levantaba, te atraía; ora tu continua ingratitud, a pesar de que el seno inefable de la misericordia divina siempre está abierto para recibirte, y, arrastrado de ardentísimo amor, arrójate a Él deshaciéndote en lágrimas;
otras veces fija tu atención en los decretos de su justicia soberanamente ocultos, profundos, admirables, misteriosos y extremadamente maravillosos,
reverenciándolos todos con gran amor y a la vez con gran temor y temblor, fiel, constante, discreta, suplicante y humildemente; y, por encima de todo, renueva constantemente en tu espíritu y en tu cuerpo la viva memoria de su sacratísima pasión.

(Veinticinco memoriales de perfección, 22)

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El que con tantos esplendores de las cosas creadas no se ilustra, está ciego; el que con tantos clamores no se despierta, está sordo; el que por todos estos efectos no alaba a Dios, ése está mudo; el que con tantos indicios no advierte el primer Principio, ese tal es necio.

Abre, pues, los ojos, acerca los oídos espirituales, despliega los labios y aplica tu corazón para en todas las cosas ver, oír, alabar, amar y reverenciar, ensalzar y honrar a tu Dios, no sea que el mundo se levante contra ti.

(Itinerario del alma a Dios, I)

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Aun cuando con el favor de la gracia divina hubieres hecho bien todas las cosas, reconociéndote como siervo inútil y pecador, júzgate indigno de todo beneficio de Dios; conserva, no obstante, robustísima tu fe, con el corazón lleno de amor, esperando con gran confianza que el Padre de las misericordias te abrirá su seno misericordioso.

Haciéndolo así, echarás incansable los cimientos de la fe, inconmovibles por lo profundo de tu humildad; sobre ellos levantarás los muros resplandecientes de una continua e intensa caridad, adornados con la belleza de todas las virtudes; y el techo de la esperanza bienaventurada cubrirá gloriosamente los muros.

Una vez terminado el edificio, el supremo morador de los cielos y dulce huésped de las almas fieles, cuyas delicias son el vivir con los hijos de los hombres, se dignará morar en ti por la gracia en este destierro, hasta que, acabada la presente vida, merezcas contemplar con júbilo en compañía de todos los santos, vestido de la gloriosa estola de la inmortalidad perpetua, el resplandor de su rostro en la patria bienaventurada del cielo, donde está la felicidad suprema, la bienaventuranza eterna, el fin y realización de todos nuestros deseos.

(Veinticinco memoriales de perfección, 25)

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El Unigénito de Dios, como Verbo increado, es el Libro de la Sabiduría, y en la mente del sumo Artífice, la Luz llena de razones vivas y eternas; como Verbo inspirado, irradia en las inteligencias; como Verbo encarnado, alumbra las almas conjuntas a la carne. Y así, la multiforme Sabiduría de Dios, de Él y en Él reverbera por todo el reino, como de un espejo de belleza comprensivo de toda especie y de toda luz, y como en libro donde, según los profundos arcanos de Dios, se encuentran descritas todas las cosas.

¡Oh!, si yo pudiese hallar este Libro, cuyo origen es eterno; su esencia, incorruptible; su conocimiento, vida; su escritura, indeleble; su meditación, deseable; fácil su doctrina; dulce su ciencia; inescrutable su profundidad; inefables sus palabras, y todas sus palabras un solo verbo. En verdad quien halla este Libro, hallará la vida y alcanzará del Señor la salud.

(El árbol de la vida, 46)

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Rogamos, pues, al clementísimo Padre por medio de ti, su Unigénito, hecho hombre por nuestro amor, crucificado y glorificado, que de sus tesoros envíe sobre nosotros el Espíritu de la gracia septiforme, el cual descansó en ti en toda su plenitud.

El espíritu de Sabiduría para que gustemos el fruto del árbol de la vida que eres Tú y los sabores que recrean la vida.

El don del Entendimiento con que sean esclarecidos los ojos de nuestra mente.

El don del Consejo para caminar, siguiendo tus pisadas, por las sendas de la rectitud.

El don de la Fortaleza para triunfar de la violencia de los enemigos que nos combaten.

El don de la Ciencia para que, alumbrados con los fulgores de la sacra doctrina, hagamos juicio recto del bien y del mal.

El don de la Piedad para vestimos de las entrañas de misericordia.

El don de Temor con que, apartándonos de todo lo malo, dulcemente reposemos en la sujeción reverencial a tu eterna Majestad.

Estas cosas nos enseñaste a pedir en la oración del Padrenuestro, y éstas te suplicamos ahora, por tu cruz, nos alcances para gloria de tu santísimo nombre, al cual con el Padre y el Espíritu Santo sea todo honor y gloria, el hacimiento de gracias, el loor y el imperio por infinitos siglos de siglos. Amén.

(El árbol de la vida, 49)

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Deseado Jesús, tú solo bastas, tú solo salvas, tú solo eres bueno y suave para los que te buscan y aman tu nombre.

Tú eres redentor de los redimidos, esperanza de los desterrados, fortaleza de los que trabajan, dulce consuelo de las almas, cetro y corona de los triunfadores, único premio y alegría.

[Juan Martín Velasco,
Los caminos de Dios,
en Cuadernos de oración n. 167 (1999) 4-11]