Las cinco festividades del niño
Jesús
Por
San Buenaventura
Dado
que, según el parecer y la doctrina de aquellos hombres venerables que la
irradiación divina más ampliamente ilustró en la Iglesia de Dios, y más
abundantemente encendió la devoción celeste, la meditación del dulce Jesús y
la devota contemplación del Verbo encarnado deleita el alma devota con más
suavidad que la miel y que la fragancia de los más exquisitos perfumes, la
embriaga más dulcemente, y con mayor perfección la consuela y conforta; de
aquí que, habiéndome sustraído un poquito al tumulto de molestos
pensamientos, reflexioné en silencio, dentro de mí mismo, qué pudiera yo
meditar en este tiempo sobre la Encarnación para recibir algún consuelo
espiritual, en el cual gustara por espejo la divina dulzura en este valle de
lágrimas, de manera que, una vez gustado en algo dicho consuelo, me fastidiara
toda consolación temporal y fantástica.
Y
de lo secreto de la mente me saltó la idea de que el alma devota podía renovar
en sí el misterio de la Encarnación, y por virtud del Altísimo, mediante la
gracia del Espíritu Santo, podía espiritualmente concebir, dar a luz y poner
nombre al Verbo bendito e Hijo unigénito de Dios Padre; buscarlo y adorarlo con
los santos Magos y, finalmente, presentárselo a Dios Padre, conforme a la ley
de Moisés, felizmente en el templo. De esta forma el alma, como verdadera
discípula de la religión cristiana, viene a celebrar en sí devotamente las
cinco festividades que del niño Jesús celebra la Iglesia. Y como humildemente
lo imaginé, así con humildes palabras lo compuse, omitidas las autoridades por
amor de la brevedad.
Si
alguno, leyendo o meditando este trabajo breve y humilde, se mueve un poco a
devoción del dulcísimo Jesús, a él solo, autor, fuente y principio de todos
los bienes, alabe, glorifique y bendiga. Mas si no concibiere ningún afecto,
culpe al escritor de insuficiente e indigno, si ya no es suya la culpa por haber
leído con poca devoción y humildad.
1. En primer lugar, purificado el entendimiento
con el agua de la contrición, y encendido y elevado el afecto con la chispa del
amor, consideremos casta y devotamente la manera como este bendito Hijo de Dios,
Cristo Jesús, es concebido espiritualmente del alma piadosa.
Cuando
el alma devota, movida y estimulada o por la esperanza del galardón del cielo,
o por el temor del eterno suplicio, o por el hastío de morar por más tiempo en
este valle de lágrimas, comienza a ser visitada con nuevas inspiraciones,
santos afectos la inflaman y altos pensamientos y consideraciones del cielo la
congojan, pero, rechazados y despreciados los antiguos defectos y los deseos de
antes, es espiritualmente fecundada con el espíritu de la gracia por el
Padre de las luces, de quien proviene toda dádiva preciosa y todo don perfecto[i],
con la decisión de una nueva forma de vivir. ¿Y qué significa esto, sino que descendiendo
la virtud del Altísimo y la sombra del celestial refrigerio, que mitiga las
concupiscencias carnales, conforta y ayuda a ver a los ojos del alma, el Padre
vuelve grávida y fecunda el alma con una suerte de semilla celeste? Tras esta
sacratísima concepción, el alma empalidece en el rostro por la verdadera
humildad en el comportamiento, experimenta desgano por el alimento y la bebida,
y desprecio y rechazo totales por las cosas del mundo; cambian los deseos en los
afectos a raíz del propósito y la intención de bienes diferentes, y a veces
también comienza a debilitarse y enfermar en el reniego de la propia voluntad.
Ya anda triste y turbada por la perpetración de los pasados delitos, por el
tiempo perdido, por la compañía y la conducta de los hombres que todavía
viven en el mundo según los criterios del mundo. Poco a poco, ya comienza a
resultarle pesado y tedioso todo lo que está y se ve afuera, porque se da
cuenta de que desagrada a Aquél que ella percibe y siente presente en el
corazón.
2. ¡Oh feliz concepción, de la cual se consigue
semejante desprecio del mundo y tan gran apetito por las operaciones del cielo y
las ocupaciones divinas! Ya, habiendo gustado el alma aunque más no sea un poco
de la suavidad del espíritu, pierde el sabor toda carne con gemido, ya el alma
comienza a subir a la montaña con María, porque después de tal concepción
molestan las cosas terrenas y se desean las celestes y eternas. Ya comienza a
huir de la compañía de aquellos que sólo encuentran sabor en lo terreno, y
anhela la familiaridad de aquellos que suspiran por lo celeste. Ya comienza a
servir a Isabel, es decir, a aquellos que ilumina la sabiduría divina y la
divina gracia más enciende por el amor. Y esto es muy importante, porque es la
exigencia de muchos que, cuanto más se apartan del mundo, tanto más amigos y
familiares se vuelven de los hombres buenos, de manera que tanto más insípida
se les vuelve la compañía de los malos, cuanto más dulcemente los aficiona y
los enciende la vida honesta de los buenos y los espirituales. Porque, según el
bienaventurado Gregorio,
“cuando alguien se une a un hombre santo, sucede que, de verlo con frecuencia,
de oír sus palabras y del ejemplo de su vida, se enciende en el amor a la
verdad, huye de las tinieblas de los pecados y se enardece en el amor de la luz
divina”[ii].
De donde Isidoro:
“Procura la compañía de los buenos. Sucederá, en efecto, que si te haces
compañero de su vida, serás también compañero de sus virtudes”[iii].
Considere aquí el alma fiel, cuán castos, cuán santos y cuán devotos fueron
los diálogos de aquellos santos, cuán divinos y cuán salutíferos sus
consejos, cuán admirable la santidad y cuán grande la obra de su mutua
compañía, cuando cada uno provocaba al otro, con el ejemplo y la palabra, a
cosas siempre mejores.
3. Eso mismo has de hacer tú, alma devota, si
sientes haber concebido del Espíritu nuevos deseos de vida celestial. Huye de
la compañía de los malos, asciende con María, busca los consejos de hombres
espirituales, trata de imitar las huellas de los perfectos, contempla las
palabras de los buenos, junto a sus obras y a sus ejemplos. Huye de los
venenosos consejos de los perversos, que siempre buscan pervertir, desean
impedir, no desisten de lacerar los nuevos deseos del Santo Espíritu, y muchas
veces, bajo apariencia de piedad inoculan el virus de la impía tibieza,
diciendo: “lo que empiezas es demasiado grande, lo que te propones es
demasiado arduo, nadie puede resistir lo que haces; no te darán las fuerzas, te
faltan las virtudes naturales, perderás la cabeza, se te destruirán los ojos,
te prepararás mil enfermedades distintas: tisis, parálisis, cálculos, mareos
de cabeza, cataratas en los ojos; perderás los sentidos, se te obnubilará la
razón, y te abandonarán todas las fuerzas. Todo esto te sucederá si no
desistes de lo comenzado, si no atiendes más al bienestar de tu cuerpo. Estas
cosas no están bien para tu estado, te hacen perder honor e imagen”. Ves
cómo ya se hizo maestro de disciplina y médico del cuerpo el que ni sabe
componer las propias costumbres ni es capaz de curar la enfermedad de su propia
mente. Ay, ay… ¡Cuántos y cuántos cayeron por las zancadillas de los
malditos consejos de los mundanos, y mataron al Hijo de Dios que había sido
concebido en ellos por el Espíritu Santo! Esta es la miserable poción y la
mortífera persuasión diabólica, que impide en muchos la concepción
espiritual, y en muchos más elimina y aborta lo que ya está concebido y
formado por el propósito, o lo que ya está hecho por el deseo.
4. Pero también hay otros que parecen buenos y
religiosos -y quizá lo son-, mas, salvada su reverencia, son demasiado
miedosos, sin darse cuenta de que no se
empequeñeció la mano del Señor, de manera que ya no pueda salvar[iv],
ni fue disminuida la piedad del Altísimo, que quiere y puede ayudar; tienen celo
de Dios, pero indiscreto[v],
al alejar a los hombres de las obras de perfección por compasión de la
aflicción corporal, o tal vez por temor del desfallecimiento natural, viendo
hacer a otros con resolución lo que ellos mismos ya habían considerado bueno y
santo, pero no se habían atrevido a empezar. Disuaden de todo aquello que
exceda la norma de la vida común, destruyen los santos consejos de la divina
inspiración; y los consejos de estos tales, cuanto más autorizados son en
razón de su vida, tanto más peligrosos resultan.
5. A veces dicen éstos, objetando astutamente
con el arte del antiguo enemigo: “Haciendo todo eso te considerarán santo,
buen religioso, devoto. Y como aún no se halla en ti aquello que dicen los
otros, a los ojos del supremo Juez, que conoce tus grandes, graves y horrendos
pecados, serás culpable y perderás los méritos de tus obras, y serás juzgado
como un simulador o un hipócrita”. Ellos dicen que tales ejercicios son para
aquellos que nunca hicieron nada malo, aquellos que siempre llevaron una vida
santa e inocente, que dejaron todo por el Señor, y que todo el tiempo de su
vida vivieron perfectamente unidos a Dios.
6. Pero tú, oh alma devota amada por Dios,
guárdate bien de ellos; sube al monte con María. Pablo no había vivido sin
pecado, y todavía no había servido por mucho tiempo a Dios cuando fue
arrebatado al tercer cielo y vio a Dios cara a cara[vi].
María Magdalena, toda soberbia, toda ambiciosa, toda vuelta a las vanidades del
mundo y toda volcada a los placeres de la carne, no mucho después se sentó
entre los apóstoles a los pies de Jesús, y escuchó con devota intención la
doctrina de la perfección; mereció en poco tiempo ver a Dios antes que todos
los demás y anunció con constancia a todos las palabras de la verdad. Dios,
en efecto, no hace acepción de personas[vii]
, no se fija en la nobleza de linaje, ni en la cantidad de tiempo, ni en
la multitud de obras, sino en el fervor más grande y en el mayor amor del alma
devota. No se fija en cómo fuiste alguna vez, sino en cómo empezaste a ser
ahora. Por eso los consejos de quienes te aconsejan de este modo serían muy
reprensibles si no los excusara la simplicidad; pero no deben ser aprobados.
7. Si no puedes ser salvada por la inocencia,
entonces, procura ser salvada por la penitencia; si no puedes ser Catalina o
Cecilia, no desprecies el ser María Magdalena, o María la Egipcia. Así pues,
si tú sientes haber concebido con un santo propósito al dulcísimo Hijo de
Dios, huye de aquellos mortíferos venenos y apresúrate, anhela y suspira, como
una mujer en su último mes, por llegar felizmente al parto.
1. En segundo lugar, atiende y considera de qué
manera el bendito Hijo de Dios, ya espiritualmente concebido, nace
espiritualmente en el alma. Nace, en efecto, cuando después de un sano consejo,
después de un examen suficientemente maduro, después de haber invocado la
ayuda de Dios, el propósito se pone en marcha; cuando el alma ya comienza a
poner por obra aquello que había analizado en su mente pero que siempre temía
empezar, por miedo de fracasar. En este felicísimo nacimiento los ángeles se
alegran, glorifican a Dios, anuncian la paz, ya que, mientras se lleva a efecto
lo que antes había sido concebido en el alma, la paz vuelve a formarse en el
hombre interior[viii].
En efecto, en el reino del alma no cunde la paz buenamente cuando la carne lucha
contra el espíritu y el espíritu contra la carne[ix]
; cuando la soledad afecta al espíritu y la muchedumbre a la carne;
cuando Cristo deleita al espíritu y el mundo a la carne; cuando el espíritu
busca el descanso de la contemplación con Dios, y la carne ansía el honor de
los puestos en el siglo. Por el contrario, cuando la carne se somete al
espíritu, una vez que se lleva a cabo la obra buena, que antes impedía la
carne, vuelve a formarse la paz y la exultación interior. ¡Oh, qué feliz
nacimiento el que engendra un júbilo tan grande en los ángeles y en los
hombres! “¡Oh qué dulce y deleitable sería obrar según la naturaleza si
nuestra locura lo permitiese, sanada la cual, la naturaleza sonreiría de
inmediato a los naturales!”[x].
Entonces, comprobaría la verdad de lo que dice el Salvador: Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es suave,
y mi carga ligera[xi].
2. Mas aquí has de notar, oh alma devota, que si
te deleita este jubiloso nacimiento, primero debes ser María. “María”, en
efecto, significa mar amargo, iluminadora
y señora[xii]
. Sé pues, un mar amargo por la contrición de las lágrimas,
doliéndote muy amargamente de los pecados cometidos, gimiendo muy profundamente
por los bienes omitidos, y afligiéndote incesantemente por los días
malgastados y perdidos. Sé, en segundo lugar, iluminadora por la vida honesta,
por la acción virtuosa y por la diligente dedicación en afianzar a los otros
en el bien. Sé, por último, señora de los sentidos, de los deseos de la
carne, de todas tus acciones, para que todas tus obras las hagas según el recto
juicio de la razón y en todas ellas anheles y procures tu propia salvación, la
edificación del prójimo y la alabanza y la gloria de Dios.
Después
de esta feliz navidad, conoce y gusta cuán
suave es el Señor Jesús[xiii].
Suave, en verdad, cuando es nutrido con santas meditaciones, cuando es bañado
en la fuente de devotas y tiernas lágrimas, cuando es envuelto en los pañales
de los castos deseos y cuando es alzado en brazos del santo amor, colmado de
besos por los afectos de devoción y abrigado dentro del seno del propio
corazón. Así, pues, nace el niño espiritualmente.
Festividad
III
Cómo el niño Jesús ha de ser nombrado espiritualmente del alma
devota
1. En tercer lugar debemos considerar de qué
manera este tan bendito bebé nacido espiritualmente, ha de ser nombrado. Y
pienso que no podría recibir un nombre más apto que Jesús, pues está
escrito: Será llamado Jesús[xiv].
Este es el nombre más sagrado, profetizado por los profetas, anunciado por el
ángel, predicado por los apóstoles, deseado por todos los santos. ¡Oh nombre
virtuoso, gracioso, gozoso, delicioso, glorioso! Virtuoso, porque vence a los
enemigos, repara las fuerzas, renueva las almas. Gracioso, porque en él tenemos
el fundamento de la fe, la firmeza de la esperanza, el aumento de la caridad, el
complemento de la justicia. Gozoso, porque es “júbilo en el corazón,
melodía en el oído, miel en la boca”, esplendor en el alma. Delicioso,
porque “rumiado nutre, pronunciado deleita, invocado unge”[xv],
escrito recrea, leído instruye. Nombre en verdad glorioso, porque dio la vista
a los ciegos, el andar a los cojos, el oído a los sordos, la palabra a los
mudos, la vida a los muertos. ¡Oh nombre bendito, que tan grandes efectos de
virtud ostenta! ¡Oh alma, ya escribas, ya leas, ya enseñes, ya hagas cualquier
otra cosa, nada te agrade, nada te deleite sino Jesús. Llama pues, a tu bebito,
engendrado espiritualmente en ti, Jesús,
es decir, salvador en el destierro y la miseria de esta vida; y que te salve de
la superficialidad del mundo que lucha contra ti; de la falsedad del demonio que
te corrompe; de la fragilidad de la carne que te atormenta.
2. Grita, alma devota, en medio de los tantos
flagelos de esta vida: ¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, tú que por
tu cruz y tu sangre nos redimiste; ayúdanos, Señor Dios nuestro!. Salva
-diré-, dulcísimo Jesús, confortando al débil, consolando al afligido,
ayudando al frágil, consolidando al que vacila.
3. ¡Oh, cuánta dulzura sintió muchas veces
después de aquella bendita imposición del nombre la feliz madre natural y
verdadera madre espiritual, María virgen, cuando percibió que en este nombre
se expulsaban los demonios, se acumulaban los milagros, se iluminaban los
ciegos, se sanaban los enfermos, se levantaban los muertos! Pues de la misma
manera tú, alma que eres espiritualmente madre, con razón debes gozar y
exultar cuando percibes en ti y en los otros que tu bendito Hijo Jesús pone en
fuga a los demonios en la remisión de los pecados, ilumina a los ciegos en la
infusión del verdadero conocimiento, levanta a los muertos en la colación de
la gracia, cuida a los enfermos, sana a los cojos, endereza a los paralíticos y
contrahechos en el robustecimiento espiritual, de manera que ya se vuelvan
fuertes y viriles por la gracia los que antes eran débiles y frágiles por la
culpa. ¡Oh, cuán feliz y bienaventurado el nombre que mereció tener tan
grande poder y eficacia!
1. Sigue la cuarta solemnidad, que consiste en la
adoración de los magos. Una vez que el alma concibió espiritualmente por la
gracia a este dulcísimo niño, lo dio a luz y le puso nombre, los tres reyes,
es decir las tres potencias del alma -con razón llamadas reyes, porque ya se
enseñorean de la carne, dominan los sentidos, y se ocupan, como corresponde,
solamente en las cosas de Dios-, juzgan que el niño, que ya les fuera revelado
de múltiples maneras, debe ser buscado en la ciudad real, esto es, en todo el
mundo universo. Buscan en las meditaciones, rebuscan con los afectos, preguntan
con devotos pensamientos: ¿Dónde está
el que ha nacido? Vimos su estrella en oriente[xvi]
; vimos su claridad refulgente en la mente devota, vimos su esplendor
radiante en lo secreto del alma, escuchamos su voz dulcísima, gustamos su
dulzura delicadísima, percibimos su aroma suavísimo, experimentamos su
deliciosísimo abrazo. Respóndenos de una vez, Herodes, haznos ver al amado,
muéstranos al bebito deseado. Él es a quien deseamos y buscamos.
2. Oh dulcísimo y amantísimo niño eterno,
recién nacido y antiguo ¿cuándo te veremos, cuándo te hallaremos, cuando
estaremos ante tu rostro? Fastidia gozar sin ti, deleita gozar contigo y llorar
contigo. Todo lo que para ti es adverso para nosotros es molesto; y lo que te
agrada es nuestro deseo indefectible. ¡Oh, si tan dulce es llorar por ti,
cuánto más dulce ha de ser gozar por ti![xvii].
¿Dónde está, pues, el que buscamos? ¿Dónde está el que deseamos en todo y
por sobre todo? ¿Dónde está el que ha
nacido rey de los Judíos, ley de los devotos, luz de los ciegos, guía de
los miserables, vida de los que mueren, salud eterna de todos los que
eternamente viven?[xviii].
3. Sigue la respuesta justa: En
Belén de Judá; Belén significa casa
del pan, Judá confesión[xix].
Cristo es hallado allí donde, después de la confesión de los crímenes, se
escucha, se rumia y se retiene en la mente devota el pan de vida celeste, es
decir, la doctrina del Evangelio, para realizarla en las obras y proponerla a
los otros para ser vivida. El niño Jesús es hallado con María, la madre[xx]
, allí donde, después de la dolorosa contrición del llanto, después
de la fructuosa confesión, se disfruta la dulzura de la contemplación celeste
y del consuelo, a veces entre abundantísimas lágrimas, cuando la oración que
se comienza casi desesperada, se deja llena de gozo y segura del perdón[xxi].
¡Oh feliz María, por quien es concebido Jesús, de quien nace y con quien tan
dulce y gozosamente es hallado Jesús!
4. Pero también vosotros, reyes, es decir
potencias naturales del alma devota, buscad con los reyes de la tierra para adorarle
y ofrecerle dones[xxii]
. Adorad con reverencia, porque es el creador, el redentor y el
remunerador: creador en la formación de la vida natural, redentor en la
reformación de la vida espiritual, remunerador en la entrega de la vida eterna.
Oh, vosotros, reyes, adorad con reverencia, ya que es rey poderosísimo; adorad
con decencia, ya que es maestro sapientísimo; adorad con alegría, ya que es
príncipe liberalísimo.
Y
no os deis por satisfechos con la adoración, si no la sigue la oblación.
Ofreced -diré- el oro del amor más ardiente, ofreced el incienso de la
contemplación más devota, la mirra de la contrición más amarga: el oro del
amor por los bienes otorgados, el incienso de la devoción por los gozos
preparados, la mirra de la contrición por los pecados cometidos; ofreced oro a
la Divinidad eterna, incienso a la santidad del alma, mirra a la pasibilidad del
cuerpo. Así, pues, buscad, adorad y ofreced vosotras, almas.
1. En quinto y último lugar, considere el alma
devota y fiel de qué manera el bebé recién nacido por la consumación de las
obras divinas y nombrado por la dulzura de la degustación de las cosas
celestes, y buscado y hallado, adorado y honrado por la oblación de dones
espirituales, ha de ser presentado en el Templo, ofrecido al Señor, y esto por
la devota, humilde y debida acción de gracias.
Después
de que la feliz María, madre espiritual de Jesús, ha sido purificada por la
penitencia en la concepción de este bendito hijo, después de haber sido ya
confortada en algo por la gracia en el nacimiento, después de haber sido
íntimamente consolada por la imposición del bendito nombre, y finalmente
informada por Dios en la adoración con los reyes, ¿qué otra cosa queda sino
llevar a la Jerusalén celeste, al templo de la Divinidad y presentar a Dios, al
Hijo de Dios y de la Virgen?
2. Sube, pues, María en el espíritu, no ya a la
montaña, sino a las moradas de la Jerusalén celeste, a los palacios de la
ciudad superna. Arrodíllate allí humildemente ante el trono de la eterna
Trinidad y de la indivisa Unidad; allí presenta a Dios Padre a tu hijo,
alabando, glorificando y bendiciendo al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo.
Alaba con júbilo a Dios Padre, por cuya inspiración concebiste el buen
propósito. Glorifica en la alabanza a Dios Hijo, por cuya información llevaste
a cabo el bien que te habías propuesto. Bendice y santifica a Dios Espíritu
Santo, por cuya consolación perseveraste hasta ahora en el buen ejercicio.
3. Oh alma, glorifica a Dios Padre en todos sus
dones y en todos tus bienes, porque él es quien te llamó del siglo por oculta
inspiración, diciéndote: Vuelve, vuelve,
Sunamita, palabras cuyo comentario busca aparte, en otro tratado, en la
primera meditación[xxiii].
Engrandece
a Dios Hijo en todos sus santos. Él es, en efecto, quien te liberó de la
servidumbre del demonio por su secreta información, diciéndote: Toma
sobre ti mi yugo; rechaza el yugo del demonio. El yugo del demonio es
amarguísimo, mi yugo es suavísimo; a su yugo seguirá suplicio eterno y
tormentos, a mi yugo seguirá fruto suavísimo y descanso opulento. Si su yugo
muestra a veces cierta dulzura, es falsa y momentánea; cuando mi yugo procura
alegría, es verdadera y salvadora. Él a veces levanta un poco a sus
servidores, mas para confundirlos eternamente; el que me honra, por el
contrario, si por un momento es humillado, es para reinar y gloriarse
eternamente. Esta fue la enseñanza que te dio el Hijo de Dios, a veces por sí
mismo y a veces por sus doctores y amigos, y te liberó de la falsa persuasión
del demonio, y de la blanda decepción de la carne y del mundo.
Bendice
y santifica siempre a Dios Espíritu Santo, oh alma, que te confirmó en el bien
por su dulcísima consolación, diciéndote: Venid
a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré[xxiv]
. ¿Cómo, en efecto, oh alma delicada y frágil, acostumbrada a las
delicias del mundo, embriagada con las alegrías de este siglo como los cerdos
con el mosto del vino, cómo habrías podido, entre tales y tantas redes del
antiguo enemigo, entre tantos falsos consejos, entre tan variados obstáculos,
entre tan innumerable multitud de amigos, parientes y otros conocidos que te
apartaban del camino del amor y entre las flechas de los que te herían,
perseverar en el bien, amarrada con los lazos de tantos pecados, y cómo
progresar en el bien, si no hubieras sido ayudada misericordiosamente por la
gracia del Espíritu Santo y tantas veces dulcemente consolada y sostenida? A
él, pues, debes referir todas tus obras, sin retener nada para ti.
4. Di con pura y devota intención de la mente: Todas
mis obras las realizas tú, Señor[xxv]
; ante ti nada soy, nada puedo; es don tuyo que subsista, sin ti no puedo
hacer nada. A ti, clementísimo Padre de las misericordias, te ofrezco lo que te
pertenece, a ti lo encomiendo, a ti lo confío, indigna e ingrata de todos tus
dones, que reconozco humildemente entregados a mí. A ti la alabanza, a ti la
gloria, a ti la acción de gracias, o felicísimo Padre, majestad eterna, que
por tu infinito poder me creaste de la nada.
Te
alabo, te glorifico, te doy gracias, oh felicísimo Hijo, claridad del Padre,
que me liberaste de la muerte por tu eterna sabiduría.
Te
bendigo, te santifico, te adoro, o felicísimo Espíritu Santo, que por tu
bendita piedad y clemencia me llamaste del pecado a la gracia, del siglo a la
vida religiosa, del exilio a la patria, del trabajo al reposo, de la tristeza a
la jocundísima y deliciosísima dulzura de la bienaventurada fruición; la cual
nos conceda Jesucristo, Hijo de María Virgen, que vive y reina con el Padre y
el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
[i]
St 1,17.
[ii]
S. Gregorio Magno, Homil.
In Ezech. 5,6.
Buenaventura altera levemente el texto.
[iii]
S. Isidoro
de Sevilla, II Synonymorum
44 (c.8): “Ponte al lado del bueno, anhela la compañía de los buenos,
busca la amistad de los buenos; adhiérete personalmente a los santos. Si te
haces compañero de su conducta, lo serás también de sus virtudes”.
[iv]
Cf. Is 59,1.
[v]
Cf. Rom 10,2.
[vi]
Cf. 2Cor 12,2-4.
[vii]
Hch 10,34.
[viii]
Cf. Lc 2,13s.
[ix]
Cf. Gal 5,17.
[x]
Guillermo
de Saint Thierry, Epistola
ad fratres de monte Dei (inter opera Bernardi) 1,8,23. Cf. S.
Bernardo, In Vigilia
Nativitatis Domini S. 6,6: “Es
algo siempre nuevo, algo que renueva continuamente nuestro espíritu. No
imaginemos jamás vetustez alguna en aquello que no cesa de dar fruto, que
no se marchita nunca. Este es el Santo, al que nunca se le permitirá
conocer la corrupción. Es el hombre nuevo que, incapaz de aguantar rastro
alguno de decrepitud, infunde la auténtica vitalidad nueva en aquellos
huesos ya consumidos”.
[xi]
Mt 11,29.
[xii]
S. Jerónimo,
De nominibus hebraicis, Mt: “Mariam
plerique aestimant interpretari: illuminant
me isti, vel illuminatrix, vel
smyrna [myrrha] maris; sed mihi nequaquam videtur. Melius autem est, ut dicamus,
sonare cam stellam maris, sive amarum
mare; sciendumque quod Maria sermone syro domina
nuncupetur”.
[xiii]
Sal 33,9; cf. Sb 12,1.
[xiv]
Lc 2,21.
[xv]
S. Bernardo,
In Cantica Canticorum S. 15,6;
15,5.
[xvi]
Mt 2.2.
[xvii]
Ps.
Bernardo, Lamentationes
in passionem Christi 3; Cf. S. Anselmo,
Meditationes 14,3; Orationes 2.17.
[xviii]
Mt 2,5.
[xix]
Cf. S.
Bernardo, In Vigilia
Nativitatis Domini S. 1,6: “Por último, fíjate que nace
en Belén de Judá. Procura tú mismo llegar a ser Belén de Judá.
Entonces no desdeñará tu acogida. Belén es la casa
del pan. Judá significa confesión.
Tú sacia tu alma con el alimento de la palabra divina. Y aunque indigno,
recibe con fidelidad y con la mayor devoción posible ese pan que baja del
cielo y que da la vida al mundo: el cuerpo del Señor Jesús. De este modo,
la carne de la resurrección renovará y confortará al viejo odre de tu
cuerpo. Así, mejorado por este sedimento, podrá contener el vino nuevo que
está en el interior. Y si, en fin, vives de la fe, nunca te lamentarás de
haber olvidado de comer tu pan. Te has convertido en Belén, y digno, por
tanto, de acoger al Señor; contando siempre con tu confesión. Sea, pues,
Judá tu misma santificación. Revístete de confesión y de gala;
condición indispensable que Cristo exige a sus ministros. Para concluir, el
Apóstol te pide estas dos cosas en breves palabras: que
la fe interior alcance la justicia y que la confesión pública logre la
salvación (Rom 10,10). La justicia en el corazón, y el pan en la casa.
Ese es el pan que santifica. Felices los que tienen hambre de justicia, porque serán saciados (Mt
5,6). Haya justicia en el corazón, pero que sea la justicia que brota de la
fe. Unicamente ésta merece gloria ante Dios. Y ya, con toda confianza,
recibe a aquel que nace en Belén de
Judá, Jesucristo, el Hijo de Dios”.
[xx]
Cf. Mt 2,11.
[xxi]
S.
Bernardo, In
Cantica Canticorum S. 32,3: “¡Cuántas veces la oración, al que
recibe desesperado, lo deja exultante y seguro del perdón!”
[xxii]
Cf. Mt 2,11.
[xxiii]
Ct 6,12. Buenaventura
comenta este mismo pasaje en Soliloquium
1,37-38: “Puesto que, depurado el ojo de la contemplación, ya conoces, oh
alma, la gracia de la divina redención, con la que tu Esposo te liberó del
pecado original, te haré ver ahora cómo, por la divina clemencia, fuiste
liberada del pecado actual. Dirige el rayo de la contemplación al beneficio
de la justificación y considera la gracia del Señor Dios tuyo; con qué
entrañas de Padre, por ocultas inspiraciones, te apartó del pecado; con
cuánta dulzura y amor, hablándote interiormente, te llamó diciendo: Vuelve, vuelve, Sunamita, es decir, tú, oh alma miserable, cautiva
del pecado. Vuélvete a mí, pues soy tu creador; vuélvete, que soy tu
redentor; vuélvete, que soy tu consolador; y si aun te parecen poco estos
beneficios, vuélvete a mí, por último, que soy tu generoso remunerador.
Vuélvete a mí, repito, a mí; yo soy quien te creé con tanta nobleza.
Vuélvete; yo soy quien, con mi muerte acerbísima, te libré de la muerte
eterna misericordiosamente. Vuélvete a mí; yo soy quien te enriquecí de
tantos bienes espirituales y corporales. Vuélvete, finalmente, a mí, oh
alma, pues en cuanto de mí depende, ya te he premiado generosamente con la
bienaventuranza, que te tengo preparada. Vuelve del pecado de pensamiento,
vuelve del pecado de palabra, vuelve del pecado de obra, vuelve del pecado
de costumbre. Vuélvete a mí, oh alma, los santos te aguardan con vivas
ansias. Vuélvete: a tu venida se regocijan los ángeles. Vuélvete: te
espera toda la celeste corte del paraíso. Oh alma, date prisa a volver; te
llama con las manos extendidas en la cruz Jesucristo. Ven, tu vuelta espera
la Trinidad beatísima. Oh alma, esta fue la voz con la que te invitaba el
amado”.
[xxiv]
Mt 11,28.
[xxv]
Cf. Is 26,12.