Trinidad
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SUMARIO: Mensaje y vida de Jesús: El Padre. El Hijo. El Espíritu. Conclusión.


La concepción de Dios como Trinidad es rasgo típico y único de la fe cristiana. Dicho de otro modo: la Revelación de Dios como Uno y Trino tiene su origen y fundamento en Jesús.

Ello, sin embargo, no equivale a decir que Jesús habló sin más y con toda claridad a sus oyentes palestinos de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo tal como luego ha confesado la Iglesia; mucho menos aún que les llamase «personas divinas» o de otra manera más o menos semejante y que afirmase la unidad esencial o consusbstancial de los tres.

Para un cristiano actual aun sólo ligeramente informado sobre su fe no ha de resultar difícil aceptar que Jesús no proclamase algo parecido a «Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo», «Yo soy el Hijo de Dios e igual a Él», «aparte de mí hay un tercero en Dios que es el Espíritu Santo», «somos iguales y somos tres y uno a la vez», etc.

Desde luego frases de algún modo equivalentes o parecidas a éstas aparecen en los Evangelios -sobre todo en el de Juan- como expresiones de Jesús. Pero han sido puestas en su boca por los primeros cristianos, comunidades y evangelistas. Si se toman como palabras directas del Maestro -«ipsissima verba lesu» es la expresión técnica- es que no se entienden los Evangelios ni cómo se escribieron y, con ello, el fundamento de la fe no es sólido, porque se apoya en algo inexacto. Este punto debe quedar muy claro desde el principio, lo que no equivale a negar que la concepción de Dios como Uno y Trino carezca de base en Jesús. Sólo que las cosas son más complejas. Un breve esquema expositivo sería, más o menos, en orden cronológico inverso y de más claro a menos, el siguiente sólo a partir del Primer Concilio de Constantinopla, el segundo ecuménico, (año 381) podemos hablar de que existiese una básica doctrina dogmática clara de la Trinidad, con la definición de la divinidad del Espíritu Santo, previamente, en el Concilio de Nicea (año 325), se había establecido la doctrina de la divinidad del Hijo «consubstancial» con el Padre. En los siglos anteriores (II y III) las cuestiones relativas a lo que luego habría de ser la doctrina trinitaria completa habíanse tratado amplia y polémicamente en la Iglesia a propósito de las que luego se han llamado controversias trinitarias. Evidentemente estas doctrinas tienen su base principal en las afirmaciones del Nuevo Testamento. En sus páginas encontramos muchos textos que hablan del Padre, Hijo y Espíritu, unas veces juntos, otras por separado, unas veces mencionando a los tres, otras sólo a dos de ellos. Lo cual sucede tanto en las cartas paulinas como en la obra de Juan y en los Evangelios Sinópticos.

Tales textos ofrecen muchos datos para poder hablar con fundamento sobre la Trinidad divina. Pero sabemos que mucho de lo que dicen los mismos Evangelios no es una exacta reproducción, más o menos taquigráfica, de las palabras de Jesús, sino que es elaboración que las comunidades primitivas y los autores neotestamentarios hicieron de las enseñanzas y acciones del Maestro. Elaboración sin duda fiel, pero que explicitaba más y formulaba más claramente lo que Jesús dijo e hizo de manera menos patente.

Por tanto, si queremos saber (más o menos) lo que Jesús dijo e hizo que fuera fundamento de las posteriores formulaciones trinitarias, hemos de ser cuidadosos en el discernimiento de los textos neotestamentarios y nuestras expectativas sobre los resultados han de ser forzosamente modestas.

MENSAJE Y VIDA DE JESÚS

Dentro de lo que podemos saber, ¿qué dijo, enseñó, hizo Jesús durante su vida que diera origen a las posteriores formulaciones trinitarias tanto en el Nuevo Testamento como en la tradición? ¿Cómo hablaba de Dios? ¿Qué base tiene en la predicación de Jesús la fe de la comunidad cristiana en un Dios uno y trino?

El Padre

Es bastante probable -o al menos posible- que el origen de la confesión neotestamentaria de la Trinidad tenga su origen en uno de los datos más sólidos y seguros de la predicación de Jesús, considerada desde el punto de vista histórico: la presentación que él hizo de Dios como «Abbá». Esta es una de las aportaciones centrales, más nuevas y originales del mensaje «teológico» de Jesús de Nazaret. Y hasta puede considerarse el centro de su mensaje en lo referente directamente a Dios. Dejar la palabra en arameo -el lenguaje de Jesús- aun en contextos culturales donde resultaba incomprensible y había de traducirse (Gal 4,6; Rm 8,15; Mc 14,36) es un indicio de la impresión que causó esta forma de hablar de Jesús.

«Abba» no significa sólo «padre», aunque ésa sea la traducción más corriente. Es una forma del substantivo «padre» (estado «enfático»), que destaca los aspectos que en nuestras lenguas modernas están presentes o connotadas en el término «papá». Es la manera en que los niños pequeños se dirigían a su padre. Aun fonéticamente la palabra aramea parece imitar los balbuceos iniciales de los bebés. Indica cercanía, confianza, seguridad, ternura... una intimidad sin precedentes en ninguna visión religiosa anterior.

Nunca antes Dios había sido visto con estas características tan acusadas. Algún pasaje del Antiguo Testamento (Os 11,1-9) se acerca algo a esa visión y no es imposible que Jesús se inspirara en él. Pero no es la forma corriente de concebir a Dios. No se puede explicar la visión de Dios que late en la expresión de Jesús por un simple desarrollo lineal del concepto de Dios veterotestamentario. Otros rasgos predominan en esa imagen, que no será preciso exponer aquí. No se trata únicamente de que Jesús insistiera en esa visión de Dios como padre/papá con formulaciones concretas. De otras expresiones suyas emerge algo semejante. Sin llamarle explícitamente Abbá en la parábola de los dos hijos (Lc 15,11-32) -incorrectamente llamada «del hijo pródigo»- sugiere lo mismo una figura paterna que acepta incondicional y gratuitamente, por puro amor, a hijos no merecedores en absoluto de tal acogida.

Un resumen no inexacto del mensaje central de Jesús, latente también en la predicación del Reino, es decir, que Dios está incondicionalmente a favor de los seres humanos y, de modo especial, de los más necesitados por diversos motivos: pobres, pecadores, etc. Lo cual es otro modo de afirmar la paternidad de Dios.

Pero esta presentación de Dios hunde sus raíces, como no puede ser menos, en la experiencia personal de Jesús.

Hay indicios importantes de que Jesús se dirigió a Dios no sólo como Abbá de los seres humanos, sino como a su propio Abbá/Padre. El texto más significativo es Mc 14, 16 en la oración del huerto y su paralelo Lc 23,46 aunque en este último haya desaparecido el término arameo. Difícilmente, dado todo el contexto, habría la tradición «inventado» la expresión sin base en la actuación del propio Jesús.

Pero no se trata de palabras aisladas. La manera de proceder de Jesús a lo largo de su vida pública tiene como trasfondo al menos una cierta percepción de Dios como Padre suyo de un modo particular. Cuando exhorta a la total confianza en el Padre en las peticiones (Mc 11,25; cfr. Mt 6,32; Lc 12,30) está suponiendo que Él mismo tiene ese sentimiento de seguridad ante su propio Padre.

De hecho la vida de Jesús muestra que afronta las crecientes dificultades y se encamina hacia su destino apoyado en un Dios al que considera Padre suyo pese a esas dificultades.

Esta relación de Jesús con Dios es tan especial que hay varios textos evangélicos en que Jesús aparece hablando de «mi Padre» (vg. Mt 7,21; 11,27; 18, 10.13.19.35; Lc 10,22; 22,29) y en otros en que dice sólo «vuestro Padre» (vg. Mt 5,16.45.48; 6,1.8.14; 7,11; 10,29; Mc 11, 25.26; Lc 8,36; 12,32). Una síntesis tardía comunitaria de esta distinción podría ser Jn 20,17 donde expresamente se distingue «mi padre» de «vuestro padre».

Ello sugiere que Dios es visto como Padre de Jesús de forma única y diferente del modo cómo es Padre de los demás seres humanos; que la relación que Jesús tiene con Dios es distinta de ésta, aunque ambas están relacionadas entre sí, porque no en vano se usa el mismo vocablo de «Padre» y el correspondiente de «Hijo/hijos» para designarlas.

Se confirma esta impresión con algún texto donde la relación entre padre e hijo expresada en los típicos términos semíticos de conocimiento se restringe a ellos dos excluyendo a todos los demás seres humanos: nadie es capaz de conocer al Padre sino el Hijo (Mt 11,27 y par Lc 10,22).

El Hijo

Ahora bien, es obvio que la noción de Dios Padre de Jesús está unida totalmente a la de Jesús como Hijo de Dios, dado que son conceptos mutuamente relativos. Mucho de lo dicho más arriba sobre este punto es válido también ahora y no será necesario repetirlo por menudo.

«Hijo de Dios», aplicado a Jesucristo en su sentido más fuerte, es un título fundamentalmente postpascual. Por ello, aun cuando aparezca con frecuencia en los Evangelios difícilmente puede tomarse como dato de la vida de Jesús, sino como expresión de la fe de los primeros cristianos en Él. Muy típico en este sentido, por ejemplo, es el primer versículo de Marcos: «Comienzo del evangelio de Jesucristo Hijo de Dios» Mc 1,1.

Jesús, sin embargo, durante su vida, hubo de producir ciertamente una impresión de alguien vinculado y unido con Dios de una forma extraordinaria. Puesto que en el Antiguo Testamento, y aun en otras religiones, no era tan inusual designar como «hijos de Dios» a personas que tenían una especial relación con Dios (Os 11,1; Jr 3,19; Dt 14,1; Sal 73,15; 2 Sm 7,14; Sal 2,7...), no se puede excluir que algunos de sus seguidores le aplicasen esta designación, aunque no nos consta con certeza. Y aunque no llegasen a hacerlo es innegable la relación mencionada percibida por seguidores y también, de algún modo, quizás por él mismo, porque no es verosímil que las primeras comunidades cristianas hubiesen tan pronto y tan constantemente aplicado a Jesús este concepto si no hubiese habido base histórica alguna en su propia vida.

Otra cuestión es la de la propia conciencia de Jesús. Hay actuaciones suyas, verosímilmente históricas, que apuntan en la dirección de que Jesús se sentía, como mínimo, tan unido con Dios que podía permitirse perdonar pecados, hablar ennombre de Dios, pretender estar por encima de la Ley - ¡de Dios!- y del Templo y pensar y decir que sus obras hacían presente el Reino de Dios. Quizás de alguna forma Jesús debió de tener idea de que su relación personal con Dios era especialmente fuerte. ¿Llegaría a imaginarla como análoga a la de un hijo con su padre? Dada su visión de Dios como Padre de los seres humanos y suyo (cfr. apartado anterior), no es inverosímil asumirlo.

Hay algún texto, que aun reconociendo su probable reformulación postpascual, es tan clave e importante que no se puede pasar por alto en cuanto a un cierto valor histórico y nos sugiere lo que Jesús pensaba de sí mismo. Se trata de la respuesta al Sumo Sacerdote en Mt 26,63-64 y Mc 14,6162: «¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito? Jesús respondió: Yo lo soy...» en la formulación de Marcos.

En todo caso es patente que, después de la Resurrección, los cristianos comenzaron muy pronto a hablar de Jesucristo como Hijo de Dios. Los textos son abundantísimos, muy primitivos y se encuentran en todas las tradiciones, algunas de ellas prepaulinas (vg. 1 Tes 1,10; 1 Cor 9,1; 2 Cor 1, 19; Gal 1, 16; 2, 20; 4, 1, 6; Rm 1, 3.4.9; 5, 10; 6,3.29.32; Ef 4,13; cfr. Flp 2,6-11; Sinópticos (passim), Hch 9,20 y Cuarto Evangelio en muchos lugares, así como 1 Jn y Hebreos). Es cierto que la concepción de lo expresado posteriormente como consubstancial o igualdad esencial con el Padre no aparece claramente en todos ellos. Pero ya hay una base más que suficiente para aceptar que Jesús tiene una relación única e irrepetible con Dios, adecuadamente expresada diciendo que es el Hijo Unigénito. De momento, es cierto que tal designación es ambigua como por ejemplo la de Rm 1,3-4: «...acerca de su hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido hijo de Dios en poder según el espíritu de santidad en la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro señor». Hasta llegar a las claras formulaciones posteriores tiene lugar un proceso que puede vislumbrarse en el Nuevo Testamento y hasta en las controversias trinitarias posteriores.

Por otra parte, además, el llamar a Jesús «el Hijo» va unido con las otras formas de reconocimiento que los primeros cristianos van formulando, como: Señor, Mesías/Cristo, Palabra/Verbo/Logos, Hijo del Hombre, etc. con los que aparece unido frecuentemente en los textos neotestamentarios.

La Resurrección de Jesús, aceptada por la fe, es indudablemente el factor que comienza a hacer comprender a los seguidores de Jesús el misterio de su filiación divina. Es la confirmación por parte de Dios de las pretensiones de Jesús sobre su persona, mensaje y obra; es la revelación sobre su naturaleza. A partir de ella no hay dificultad ninguna en reconocer a Jesús como Hijo de Dios y proclamarlo de ese modo, como muestran los Evangelios en tantos lugares y el resto del Nuevo Testamento.

La proclamación de Jesús como Hijo de Dios se convierte en el centro de la fe cristiana.

El Espíritu

Es más difícil encontrar menciones claras del Espíritu que podamos remontar hasta el mismo Jesús. El proceso de aparición de esta expresión aplicada a Dios es mucho más complejo que las dos anteriores.

Por un lado tiene precedentes en el Antiguo Testamento, donde, partiendo del símbolo del «viento», «soplo» se habla repetidas veces del «espíritu de Dios». Puede resumirse el panorama de lo referente al Espíritu de Dios diciendo que con esa expresión se quiere designar una fuerza divina que transforma a los seres humanos (jueces, reyes, profetas, el Mesías, el Siervo del Señor y aun el mismo pueblo) y les ayuda en sus respectivas misiones, a actuar y, en especial, a hablar y dar testimonio en nombre y de parte de Dios. Viene a ser como la presencia activa de Dios que llega a los seres humanos, individual ycolectivamente; sus efectos son múltiples y maravillosos: santificar, dar valor, revelar, consagrar para algo... Es también una forma de decir que Dios, por transcendente que realmente es, no está aislado o lejano del mundo y de los seres humanos sino próximo y cercano a ellos, ya desde la misma creación, que crea la vida y que irrumpe en la existencia humana transformándola.

En el Nuevo Testamento aparecen ciertamente muchas menciones del Espíritu, no pocas de ellas referidas a la vida de Jesús. Pero, del mismo modo que ocurría en lo relativo al Hijo, esas referencias son, en su práctica totalidad, fruto de la reflexión postpascual.

En cuanto al mismo Jesús histórico, es de suponer que Jesús conocía la tradición del «espíritu de Dios» veterotestamentaria. En ese sentido no es inverosímil que decisiones suyas, sentimientos, acciones personales, etc. las atribuyera al espíritu de Dios, con el que estaba especialmente en contacto dada la especial relación que con Dios le unía (cfr. más arriba). Si no se aplicó a sí mismo el texto de Is 61,1-2 («el espíritu del Señor está sobre mi... para dar la buena noticia a los que sufren... para proclamar la amnistía a los cautivos...») tan explícitamente como aparece en Lc 4,18, no hubo de faltar mucho para que lo hiciera.

Por otra parte, en la misma línea de total confianza en Dios y en su presencia activa, también es muy posible que, a la vista de su prevista desaparición de este mundo, creyera que sus seguidores y la comunidad por ellos formada, habrían de seguir teniendo un contacto con Dios semejante al suyo, o sea, que tendrían también el Espíritu del Señor que les ayudaría, como a El mismo, en el cumplimiento de su misión.

Todo ello se confirma, amplía y formula claramente después de la Resurrección, una vez que la primera comunidad ha comenzado a tener experiencia directa del Espíritu en ella misma.

En lo referente al mismo Jesús se dice que ha sido concebido por el Espíritu (Mt 1,20; Lc 1,35), que el Espíritu de Dios ha descendido sobre él en su Bautismo (Mt 3,11; Mc 1,10 y par. Mt 3,16; Lc 3,22; Jn 1,32). Además sus acciones se consideran y presentan como inspiradas y guiadas por el Espíritu; así cuando afronta las tentaciones (Mc 1,12, y par. Mt 4,1; Lc 41) o comienza su ministerio en Galilea (Lc 4,14). Así también Lucas ve su alabanza al Padre (Lc 10,21) como acción inspirada por el Espíritu Santo. Otras veces el mismo evangelista -el que más habla del Espíritu Santo en su doble obra, tanto en su Evangelio como en Hechos de los Apóstoles- dirá que la «fuerza de Dios» estaba en él (Lc 5,17; 6,19; 8,46...) lo que podría considerarse como otro modo de hablar del «espíritu» de Dios presente y activo en Jesús.

En una palabra, la comunidad contempla una especial relación de unión con Dios por parte de Jesús que describe diciendo que tiene el Espíritu del mismo Dios, que es inspirado y movido por este Espíritu.

Todo ello son formulaciones postpascuales, inspiradas tanto por la tradición del Antiguo Testamento, la vida de Jesús, su muerte y resurrección y la propia experiencia de la primera comunidad.

Expresado de forma simple, en los primeros tiempos cristianos la Iglesia/comunidad experimenta una serie de vivencias dentro de ella misma, de diferentes tipos, que no puede explicarse por una simple referencia y apelación a Jesús y a su predicación. Es una presencia viva y nueva de Dios actuando dentro de ella, en plano individual y, sobre todo, colectivo, en la línea de las conocidas actuaciones de Dios en el Antiguo Testamento (cfr. más arriba) y en la vida de Jesús. Son vivencias que tienen ciertamente que ver con Jesús, pero que, de alguna forma, van más allá del mero recuerdo. La forma de expresar tal vivencia es decir que tienen el Espíritu de Dios o el Espíritu de Jesús. Es un convencimiento total por parte de laprimera comunidad. Ello aparece con plena claridad en el libro de los Hechos, comenzando por la narración de la venida del Espíritu en Pentecostés (Hch 2,1-13). Aun cuando esta obra sea fruto de una formulación lucana posterior, nos muestra básicamente estas experiencias de los primeros tiempos, que fueron la base de las formulaciones más tardías. También las cartas de Pablo, anteriores cronológicamente a los evangelios y a Hechos, testimonian abundantemente este convencimiento de los primeros cristianos (cfr. v.g. 1 Tes 1,5.6:4,8; 5,19; Gal 3,2.5; 4,6; 5,5.16-25; 1 Cor 12 3-11; 2 Cor 13,13; Rm 8; etc.)

Como esta primera comunidad era consciente de que la presencia del Espíritu en ella procedía de Jesús llegan a hablar más tarde de la promesa que el mismo Jesús hace del Espíritu (cfr. Jn 14,15-26; 15,26-27; 16,5-15).

Conclusión

Cabe hacer algunas consideraciones generales sobre la Trinidad con la base de todo lo dicho hasta ahora.

No aparece una preocupación de Jesús por hablar sistemáticamente de Dios como Uno y Trino mencionando lo que, posteriormente, se designó con el nombre de «personas ('hypostaseis' en la terminología original griega) divinas». Más bien habla de «Padre», «Hijo» o «Espíritu» según los contextos lo requieren; otras veces vincula a dos de ellos Padre e Hijo, Padre y Espíritu y, más raramente, Hijo y Espíritu.

Todavía más que las mismas referencias directas de Jesús a la Trinidad, ésta aparece en los escritos posteriores, es decir, en el Nuevo Testamento, aunque de forma menos sistematizada que en la teología de los siglos siguientes. La perspectiva general de las menciones neotestamentarias es la de la Trinidad económica o funcional.

Es decir, no hay interés especulativo y ontológico alguno en cuanto a exposición teórica sobre Dios. Más bien encontramos que Jesús habla del Padre, del Hijo o del Espíritu en su relación con la humanidad o con los seres humanos individuales. Relación que evidentemente es para salvarlos.

También del lenguaje trinitario puesto en boca de Jesús -por ser expresión humana- vale la consideración que siempre ha de hacerse cuando el ser humano habla de Dios. No se trata de un lenguaje exacto sino analógico. Realmente llamar a Dios «Padre», «Hijo» y «Espíritu» es lenguaje simbólico. Se aplican a Dios categorías humanas que sólo valen de él aproximadamente, nunca de tal manera que podamos creer que hablamos adecuadamente. Para caer en la cuenta de lo cierto de esta afirmación basta tener en cuenta que sólo se habla de Dios como «Padre» o «Hijo» que son términos de sexo masculino, cuando es evidente que en Dios no hay género ni sexo. De hecho en algún pasaje bíblico se insinúa la presentación de Dios como Madre, pero como este tema no aparece directamente relacionado con el mensaje de Jesús hemos de dejarlo fuera de la presente consideración.

Finalmente: si bien, como hemos dicho repetidamente, la formulación más o menos clara de la Trinidad sea posterior a Jesús, El es quien pone en marcha esta reflexión y es, en último término, y por así expresarlo, el último responsable de una concepción de Dios uno y trino como aparece en el cristianismo. Sin El, sin su concepción de la divinidad y de sí mismo, así como de las relaciones del ser humano con Dios, no es verosímil que se hubiera elaborado esta doctrina.

BIBL. — L. AloNSO SCHÓKEL, Al aire del Espíritu, Santander Sal Terrae 1998; L. ALONSO SCHÓKEL, Dios Padre, Santander Sal Terrae 1991; S. FUSTER PARELLÓ, Misterio trinitario. Dios desde el silencio y la cercanía, Salamanca Secretariado Trinitario 1997; M. HENGEL, El Hijo de Dios. El origen de la Cristología y la historia de la religión judeo-helenística, Salamanca Sígueme 1978); J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca Sígueme 1988; L. LADARIA, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1998; J. M. ROVIRA BELLoso, Tratado de Dios Uno y Trino, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1993; SEMANAS TRINITARIAS, Dios es Padre, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1991; J. SCHLOSSER, El Dios de jesús, Salamanca, Sígueme 1995; E. SCHWEIZER, El Espíritu Santo, Salamanca Sígueme 1984.

Federico Pastor