Sembrador, Parábola del
DJN
 

Los dos elementos fundamentales de la parábola (Mt 13, 3-9.18-23; Mc 4, 1-9. 13-20; Lc 8,4-15) son la semilla y la tierra en que se siembre. La semilla es única, la tierra es cuádruple. Las características de estas cuatro clases de tierra nos dan una fotografía de la tierra de Palestina en tiempos de Jesús.

1) Hay zonas en que la tierra, dividida en pequeñas parcelas, está cruzada por veredas y senderos transitados por agricultores y ganaderos.

2) Hay también tierra rocosa, es decir, tierra asentada en roquedales, carente, por tanto, de profundidad para que la semilla pueda echar raíces.

3) Por la incuria de los agricultores, y por la misma aspereza de la tierra, hay superficies llenas de maleza, de cardos y de espinos.

4) Y hay, por fin, áreas fértiles.

Estas cuatro clases de tierra pueden darse juntas en una misma parcela.

El sembrador esparce a boleo la semilla, la misma siempre. Parte cae en el camino, en las veredas. No importa. Después será cubierta por el arado. Las bandadas de gorriones y otros pájaros se la comen. Parte en tierra asentada sobre rocas; brota enseguida, pero enseguida se seca, pues no puede echar raíces. Parte cae entre la maleza que la ahoga y no la deja crecer. Las tres clases de tierra han sido sembradas en vano. La semilla, que ha caído en ellas, se ha perdido.

Y he aquí el contraste. La semilla, que cae en tierra buena, da un fruto insospechado, inaudito: el ciento, el sesenta, el treinta por uno. Es bien claro que estas cifras están exageradas, son irreales. Se trata de acentuar, al máximo, la enorme diferencia entre unas tierras y otra.

En unos sitios (Belén, Hebrón) lo normal es de tres o cuatro por uno. En otros, los más fértiles (Esdrelón) puede llegar, algún año muy bueno, casi al veinte por uno. La media es de siete por uno. En Gen 26,12 se dice que Isaac sembró en Guerar y cosechó el ciento por uno, pero es, a todas luces, una desmesurada hipérbole.

La parábola está explicada por Jesús, por tanto, su interpretación no ofrece dificultad alguna.

La semilla es la Palabra de Dios. El sembrador es Dios, Jesucristo, sus discípulos y sus seguidores que predican el evangelio. Las cuatro clases de tierra son las cuatro clases de oyentes que escuchan la Palabra.

1) La primera clase de oyentes son los que únicamente oyen la Palabra, pero no la escuchan, no ponen esfuerzo alguno para comprenderla. Oyen la Palabra, pero sin que provoque en ellos la más mínima reacción espiritual de acogida, no reflexionan, ni lo más mínimo, sobre ella, no la siembran en la tierra de su corazón, la dejan al descubierto y así no puede germinar; se la comen los pájaros (Mt 13, 4) o se la lleva el Diablo (Lc 8,12). A esta clase de personas se refiere San Pablo cuando dice esto: «No basta con oír la ley..., hay que cumplirla» (Rom 2,13).

2) La segunda clase es la de los oyentes superficiales. Reciben la Palabra con alegría, pero al mismo tiempo con frivolidad. En un principio se muestran entusiasmados, pero eso es cosa de un momento, enseguida lo dejan, son inconstantes. No siembran la palabra en el interior de su corazón. Tienen poca tierra, es decir, no tienen una voluntad firme, son superficiales. Su entusiasmo se desvanece con la misma celeridad con que la manifiestan, son débiles en la fe.

3) La tercera clase es la de los oyentes que acogen la Palabra con el corazón abierto, deseoso de ella. La Palabra germina y crece, pero no la cuidan como es debido, no escardan la tierra, y así, junto a ella crece también la maleza, los vicios, concretados en «la solicitud de este mundo», en todo lo que cae fuera del Reino de Dios y que la primera carta de Juan (2,16) concreta en estas tres cosas: Las pasiones carnales (la orientación equivocada y perversa de los impulsos humanos en sus diversas manifestaciones; Los deseos de los ojos (El ansia de las cosas, el apetito insaciable de bienes, el afán incontenido de poder, las miradas lascivas); el alarde de las riquezas (la arrogancia del rico, el amor al dinero).

4) La cuarta clase es la de los que reciben la Palabra, la siembran en las profundidades de su alma y la cuidan con toda solicitud. La semilla germina, crece y fructifica ubérrimamente. Igual que hay tres clases de tierra mala, hay tres clases de tierra buena. Una da el ciento por uno, otros el sesenta por uno y otra el treinta por uno. Esta diferencia se debe al cuidado que se ha tenido con la Palabra, la cual no actúa de manera mágica, al margen de la voluntad del hombre. La palabra es siempre la misma y la clase de tierra es también igualmente buena, pero produce más o menos en función de cómo haya sido cultivada. Para que produzca más, hay que mullir bien la tierra, abrir los poros del alma para que la palabra entre hasta el más profundo centro de la misma y luego seguir cuidándola de una manera constante y esmerada -con fe, con esperanza y con amor-. La diferencia en el fruto producido -las buenas obras de fe y de caridad- está en relación directa con los cuidados que se hayan tenido con ella. Sin la cooperación del hombre la Palabra no fructifica por sí sola.

La explicación de la parábola, puesta en boca de Jesucristo, viene a ser una homilía de la primitiva comunidad cristiana sobre algunos aspectos del Reino de Dios. Esa es, por otra parte, la finalidad de todas las parábolas

Los principios del Reino son muy modestos y muy pobres, muy débiles y muy pequeños, casi invisibles; pero esa pequeñez inicial culminará en una grandeza inimaginable: cien veces más de lo que fue al principio, es decir, la plenitud total, a la que el Reino de Dios llegará, a pesar de las dificultades que encuentra en su desarrollo.

La Palabra de Dios produce efectos diferentes en proporción directa con la diversidad de las disposiciones con las que se recibe y se cuida. No basta con que la tierra sea buena y fértil, hay que cultivarla, en entrega absoluta, con todos los esfuerzos, sin regatear sacrificio alguno. ->palabra de Dios; reino de Dios; perseverancia.

Evaristo Martín Nieto