Magnificat
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Es la primera palabra latina con que comienza el cántico o himno de alabanza y acción de gracias que profirió la Virgen María al visitar a Isabel (Lc 1,46-55). El himno habla de la misericordia de Dios, de su preferencia por los pobres y por los humildes, de su fidelidad a las promesas. María canta la gracia y la generosidad de Dios para con ella, su misericordia y su poder, manifestados en la historia de la salvación. Este cántico es un resumen de la Biblia, la síntesis de la historia de la salvación.

Al reflexionar sobre el Magnificat, más que pensar en una composición de María, con ocasión de la visita a su pariente Isabel, los estudiosos de la Biblia creen que es un cántico sagrado que viene de la primitiva comunidad judeo-cristiana y que expresa la fe de aquellos primeros seguidores de Jesús que ya se sentían también enamorados de su madre.

Aunque el Magnificat no haya sido compuesto por María, nos basta saber que el evangelista le atribuye tales sentimientos. Esto ofrece una base sólida para describir la figura teológica de la Madre de Jesús y la importancia que este cántico ha tenido y tiene en la piedad de la Iglesia.

El Papa Juan Pablo II escribe que el cántico del Magnificat ha salido de la fe profunda de María en la Visitación y que en él se vislumbra "su experiencia personal, el éxtasis de su corazón. En estas sublimes palabras resplandece un rayo del misterio de Dios, la alegría de su inefable santidad, el eterno amor que, como don irrevocable, entra en la historia del hombre".

El Magnificat es el cántico del alma henchida de agradecimiento que en la austeridad de una vida sencilla pone su dicha en sentirse predilecta de Yahvéh. El Magnificat celebra la pobreza de María, la predilección de Dios por los hambrientos, los humildes, los pobres..., la fidelidad de Dios.

El Magnificat es como la fotografía del corazón y del alma de la Virgen. Es el espejo más fiel de su alma, el secreto de su inefable grandeza y de su humillación insondable. Si ella ha sido elevada tan alta en los planes de Dios, se debe a que ha sabido colocarse en el último lugar, entre los anawim del pueblo de Yahvéh. Cada cristiano ha de hacer suya esta actitud de María y es llamado a hacer propio este cántico, el cántico del pobre, del verdadero hombre de fe.

María se expresa como una persona habituada en la oración a la contemplación del plan salvífico de Dios, familiarizada con su palabra y abandonada plenamente a su voluntad.

El Magníficat es, en su primer substrato, fruto del alma profundamente contemplativa de la Virgen de Nazareth. En él se nos manifiesta María, la orante, la mística (Lc 2,19.51). Es el canto de la alegría y la gratitud a la fidelidad del Padre, que obra siempre maravillas en los pobres.

El alma contemplativa de la madre de Jesús se nutre de la Palabra y por eso engendra la Palabra que debe ser anunciada.

El Magnificat nos descubre el alma entera de la Virgen. Es un reflejo fiel de la palabra de Dios de la que alimentaba su mente y su corazón. Podemos verificar hasta gráficamente cómo vivía la palabra de Dios y hasta qué punto estaba penetrada del lenguaje divino, ya que sus expresiones y efusiones parecen transparencias del eco de la voz de Dios en su alma.

Un himno compuesto enteramente de textos bíblicos no es original, pero sólo puede crearlo quien desde su infancia ha vivido en la atmósfera religiosa de la Biblia. La Virgen guardaba la palabra de Dios en su corazón y vivía todo lo que ahora proclamaba; por eso el Magnificat es el cántico de su corazón. Allí está la originalidad de este cántico que brota de un tirón desde el hondón del alma piadosa de la madre de Jesús.

El texto del Magnificat es como un bello mosaico de citas y alusiones al antiguo testamento que ella ha escuchado muchas veces en la sinagoga de Nazareth y que ha meditado frecuentemente hasta asimilarlos en su corazón, y que ahora se reproducen con una fuerza inusitada ante el inesperado anuncio del ángel. Y las palabras inspiradas de Isabel la acaban de conmocionar de tal manera que se abren sus labios para proclamar las grandezas de Dios. María es el prodigio máximo de las divinas misericordias que después de volcarse sobre ella llegan hasta nosotros de generación en generación. Ya no se trata de promesas de futuro, sino de una realidad presente cumplida en la Virgen, quien alborozada desgrana un himno de inmensa gratitud.

El Magnificat, y en especial los versículos 51-53, es la más profunda definición de Dios que brota, no de las entrañas viscerales de un guerrero, sino del corazón lleno de ternura y de limpieza de María, ese corazón que conserva la memoria y el gozo que manifestaba su hijo cuando enseñaba que el Dios que se oculta a los poderosos y a los sabios, se ha revelado a los pobres y a los marginados (Mt 11,25), a los excluidos como se dice en Ecuador.

Capacidad contemplativa de los pobres y de María

Los pobres tienen una especial capacidad contemplativa y de agradecimiento; su corazón está más sereno y abierto, porque se ve libre de ambiciones y ataduras. Viven gozosamente en Dios, saborean su presencia y pueden así, mirar en su luz un mundo que les pertenece.

En esta línea se encuentra el papel de María en la teología de la liberación; y en los documentos episcopales del CELAM se afirma que el Magnificat es uno de los textos del nuevo testamento de contenido político liberador más intenso: "El porvenir de la historia va en la línea del pobre y del explotado; la liberación auténtica será la obra del oprimido mismo; en él el Señor salva la historia".

Cantar el Magnificat de nuestra Señora nos abre caminos de esperanza. Pero sólo si con un corazón pobre como el suyo estamos abiertos a la acción del Todopoderoso y a la necesidad de los hombres.

El Magnificat expresa un sentido liberador, típico del evangelio de san Lucas, que es el evangelio de los pobres, y nos asegura que el mismo Dios del Éxodo seguirá actuando en favor de los oprimidos, ya que derriba de sus tronos a los poderosos y enaltece a los humildes, y da pan a los hambrientos mientras que despide vacíos a los ricos.

Hay que descubrir el significado profundo y revolucionario, en el mejor de los sentidos, de este canto mariano y ponerlo con toda justicia dentro del contexto de la teología de la liberación integral.

Toda la razón de ser de la grandeza de la Virgen y de su lugar eminente en la Iglesia y en la historia de todos los tiempos tiene su base en que "el Señor miró la bajeza de su esclava".

Dios ha puesto sus ojos en la "tapeinosis" de su esclava: pequeñez ante Dios y ante sí, pequeñez social.

Así la Virgen, en el Magnificat, anticipa la predicación de las Bienaventuranzas. Su humildad es el sello de su maravilloso equilibrio humano. Sabe que es un vaso de barro lleno de tesoros (2 Cor 4,7). No se declara la más indigna de las criaturas (las fórmulas exageradas nacen de un secreto orgullo), sino que con esa reserva en los sentimientos, que dice tan juiciosamente qué insignificante es lo excesivo, su expresión es moderada y más bella: esclava del Señor y colmada de las maravillas por el Todopoderoso.

La grandeza de María no se funda en sus glorias, sino en su bajeza; no es la plenitud del don la causa de su bienaventuranza, sino el vacío aceptado por ella y que hace posible la plenitud. Su gloria está en proporción con su humildad. Su humildad -la verdadera que es caminar en la verdad, como escribe santa Teresa de Jesús- no tiene el peligro de convertirse en orgullo ante los dones del Todopoderoso. Este ha sido el peligro que experimentaron algunos santos. Otros, como la santa de Lisieux, eran conscientes de la gracia de Dios en ellos y hablan con tanta confianza de su cielo futuro y de lo que harán allí, que nos ayudan a comprender el Magnificat en el que la Virgen canta su gloria futura.

Al igual que Jesucristo, la única vez que se propone como modelo para que le imitemos, se refiere a su pobreza (en efecto, el término subyacente al pral kai tapeinos", manso y humilde de corazón (Mt 11,29), es el hebreo anaw, o el arameo anwana: pobre; así pues creemos que la Virgen con el término tapeinosis (Lc 1,48) nos describe su alma de pobre, al hablarnos de su bajeza de esclava. Esta palabra parece constituir el núcleo central del cántico; con ella se nos descubre el alma, el espíritu de humildad de la Virgen.

Dios ha mirado la bajeza de su esclava. "Mirar Dios es amar y hacer mercedes", dirá san Juan de la Cruz. Esta actitud de mirar la situación aflictiva de sus fieles se atribuye a Yahvéh en el antiguo testamento. Es un antropomorfismo que ilustra con la imagen de un gesto afectuoso la ternura con que lo ama, y expresa que va a intervenir en su favor.

Lo que Yahvéh ha hecho en María adquiere categoría de ley divina a través de su modo de proceder con toda clase de gente pobre y sin prestigio humano alguno. La elección de todos ellos, antepasados de la Virgen, ha sido enteramente gratuita, fruto del amor. Dios los eligió, como afirma san Pablo, antes de la constitución del mundo (Ef 1,4), desde el seno materno (Gál 1,15), porque su amor es eterno y su llamada no depende de los méritos o cualidades del ser humano, sino únicamente del amor divino.

Esta es la ley, y en ella pone su ideal el verdadero israelita: "Conocerme, porque Yo soy Yahvéh, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra y en eso me complazco" (Jer 9,23). Jeremías, al igual que otros profetas (Os 2,22) sintetiza la religión verdadera en el "conocimiento de Yahvéh". Pero los judíos dieron a este texto una interpretación nomista, legalista, fundados en la versión de los LXX, que había omitido el "yo" y cambiado el sujeto del verbo hacer; de ese modo ya no era Yahvéh, sino el hombre, el que hacía merced, derecho y justicia, es decir, que el judío se constituía en el autor de su propia salvación; podía gloriarse en sus obras, causa de su propia justificación.

San Pablo, abogado celoso de la gloria de Dios, negará en el hombre toda kaugesis -suficiencia, glorificación- (Gal 2,16; Rom 3, 21-28) y añadirá machaconamente: "pues habéis sido salvados por la gracia, mediante la fe; y eso no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe "(Ef 2,8.9).

Dios ha elegido lo pobre, lo débil, lo frágil, lo irrelevante, lo sin prestigio y sin influjo (1 Cor 1,27-31); por eso, el ser conscientes de nuestra debilidad es motivo de gran confianza, ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la flaqueza (2 Cor 12,9). Santo Tomás de Aquino profundiza en este obrar divino, afirmando que un artista recibe tanta mayor gloria cuanto más frágil y deleznable es la materia con la que hace su obra de arte; de este modo nuestra miseria engrandece la obra de Dios.

Ser conscientes de nuestra tapeinosis, de nuestra bajeza, no es ignorancia de los dones que continuamente recibimos; es la conciencia y aceptación de nuestra constante indigencia. En la medida que crece la convicción de nuestra pobreza, de nuestra nada, aumenta nuestra capacidad de recibir los dones de Dios. Hay que saber asumir nuestra incapacidad y miseria para que de este modo podamos recibir la gracia, como algo gratuito y no como un derecho adquirido.

Todo es gratuito, tanto don, sin que podamos gloriarnos de nada por nuestra parte. Hay que excluir toda autosuficiencia, toda glorificación (Rom 3,27.28) pero es necesario el conocimiento de dichos dones y la gratitud. Tanta gracia exige un corazón humilde, que es lugar preferido por el Señor para habitar en él (Is 66,1.2). Y sólo a los humildes, a los pequeños revela sus secretos (Lc 10,21).

En María encontramos el mejor ejemplo de humildad-verdad, como canta en el Magnificat: Dios se ha fijado en su humilde condición, en su pequeñez, en su bajeza. Su elección no es un premio a su humildad. No es la virtud de la humildad lo que ha movido a Dios para llenarla de su gracia, pues de tal modo se destruiría toda gratuidad. Es verdad que Dios ha visto la humildad de María, el sentimiento que ella tiene de su pequeñez, pero la Virgen sólo sabe de su bajeza e insignificancia. El verdadero humilde no se reconoce como tal; el perfume de esa virtud sólo lo percibe Dios, no la persona que lo emana. María ve su bajeza, Dios mira su humildad. -> María; pobres.

R. López Melús