Logos
/ palabra
DJN
 

Los términos griegos logos y rema, que son prácticamente sinónimos y significan "palabra", aparecen en el NT respectivamente 330 y 68 veces. Esta frecuencia, unida a la de los verbos "decir" (lego/eipon) y "hablar" (laleo), que se cuentan entre los más usados en los escritos neotestamentarios, da idea de la importancia, que en línea de continuidad con la tradición del AT, tiene la palabra en aquellos escritos. Por lo que respecta a los Evangelios, el principal sujeto del "decir" es en ellos Jesús de Nazaret; consecuentemente, es sobre todo su "palabra" la que importa. La palabra de Jesús se presenta con mucha frecuencia como palabra eficaz y significante; tales cualidades le vienen del hecho de que antecede y pone en marcha las acciones del maestro de Nazaret (cf. Mc 8,26; Mt 8,8 = Lc 7,7; cf. además Lc 4,36; Mt 8,16) o bien de que acompaña (o sigue) dichas acciones descubriendo su significado más profundo; esto último ocurre particularmente en el caso de los milagros, cuyo valor significativo señalan todos los evangelistas, pero sobre todo S. Juan. La palabra de Jesús es además, especialmente en los Sinópticos, palabra de instrucción, de enseñanza al pueblo y a los discípulos; precisamente en estos casos es donde se habla de su "palabra" (Mc 2,2; 4,33) o de sus "palabras" (Mt 7,28; 19,1; 26,1; cf. Lc 9,28). Estas son tan determinantes que es preciso escucharlas y ponerlas en práctica (Mt 7,24; Lc 6,47); lo cual significa cumplir la voluntad del Padre (Mt 7,20). En cuanto tales, las palabras de Jesús tienen un valor inquebrantable y permanente (Mc 13,31), de modo que de la actitud frente a ellas dependerá la que adopte el propio Jesús frente a los humanos en el juicio definitivo (Mc 8,38). La autoridad y la eficacia de la palabra de Jesús, que es en definitiva palabra sobe el Reino de Dios que se hace presente a través suyo (M7 13,19), justifica que en algunos casos los evangelistas lleguen casi a identificarla con la palabra de Dios (Lc 8,21 y 10,39). El Cuarto Evangelista avanza en la misma línea, explicitando la citada identificación y, sobre la base de la cristología de la filiación divina de Jesús y de la fuerte relación con el Padre que la funda (Jn 14,9), identifica de forma expresa la palabra de ambos: "la palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado", dice Jesús en Jn 14,24. Como consecuencia de ello, no es posible mantenerse indiferente ante dicha palabra: se la puede acoger y permanecer en ella (8,31), pero también se la puede discutir (10,19) e incluso rechazarla (6,60).

Con todo, la máxima aportación de la tradición joánica a la teología de la palabra halla expresión en el famoso himno que encabeza el Cuarto Evangelio y que el evangelista ha adaptado de una composición precedente: apoyado en las afirmaciones del AT sobre la palabra creadora de Dios, la sabiduría y la Torá, en la reflexión del judaísmo tardío sobre los mismos temas y, particularmente, en la de Filón sobre la palabra (? oyoc), aprovechando también de algún modo las concepciones del estoicismo sobre el mismo ? oyoS como principio racional del universo, y, por encima de todo, en la contemplación de la gloria del Hijo Unico del Padre hecha visible en Jesús de Nazaret, se afirma abiertamente el carácter personal del Logos, que se hizo carne en Jesucristo (1,14). A esta afirmación sobre la encarnación del X,oyoS preceden otras que la preparan y la llenan de sentido: la primera de ellas, que encabeza el conjunto, afirma su preexistencia a toda la creación: "al principio", es decir, cuando "Dios creó el cielo y la tierra" (Gn 1,1), ya existía la Palabra; mediante un uso singularísimo del verbo "ser" en la forma del imperfecto, que suele denominarse "imperfecto de eternidad", aquella existencia de la Palabra, se presenta además como trascedente a todo tiempo e internada en la misma eternidad de Dios: "la Palabra existía" desde siempre "junto a Dios"; este último sintagma añade a la idea de eternidad la de una estrecha e íntima relación personal de la Palabra con Dios, nacida de la condición divina del propio Logos: éste era "Dios", distinto del Padre, sin duda; pero Dios como él. Lejos de tratarse de una afirmación de carácter metafísico sobre el Hijo Unico de Dios, el título logos que le aplica el Prólogo parece fundarse más bien en la contemplación de su actividad o, más en concreto, en su condición de instrumento adecuado de la actividad de Dios hacia fuera: el Verbo aparece así como instrumento primero en la obra de la creación (1,3.10) y luego de la revelación divina (1,4-5.10), que alcanza su punto culminante en la encarnación del logos, que se ha hecho carne (1,14); esta última afirmación implica que el Verbo ha asumido plenamente la naturaleza humana en su dimensión de realidad frágil y caduca. Al hacerlo nos ha hecho partícipes de los dones de la verdad y de la vida (1,6.17) que él poseía en plenitud (1,4a.14b); o, más todavía, que se identificaban de algún modo con él (cf. 14,6). -> encarnación; hermenéutica.

Juan Miguel Díaz Rodelas