Iglesia, Jesús y la
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El interés por la relación entre Jesús y la Iglesia se ha presentado de diversas maneras a lo largo de la historia del cristianismo. También hoy necesitamos conocer los diversos aspectos de esta relación tanto desde el punto de vista de los orígenes históricos de la Iglesia como en el orden teológico, espiritual y testimonial. Ordenamos el contenido del artículo con el siguiente sumario:

1. La Iglesia ante Cristo Jesús en el panorama bblico. 1.1. Las expectativas de una convocatoria de reunión del Pueblo de Dios en Israel. 1.2. La Iglesia como comunidad histórica de los seguidores de Jesús. 1.3. La Iglesia como Misterio de salvación.-2. Variedad de enfoques en el tratamiento del tema. 2.1. Planteamiento teológico. 2.2. El derecho divino. 2.3. Enfoque histórico. 2.4. La Iglesia, testimonio evangélico. - 3. Pasos históricos desde Jesús en el proceso de la formación de la Iglesia. 3.1. La proclamación del Reino de Dios. 3.2. Los discípulos y los Doce. 3.3. Jesús ante Israel y los paganos. 3.4. La Ultima Cena y la Cruz de Jesús. 3.5. La comunidad pospascual de Cristo Jesús Resucitado. 3.6. Reflexión final.


1. La Iglesia ante Cristo Jesús en el panorama bíblico

En esta primera parte pretendemos presentar los diversos aspectos de la Iglesia en los que aparece relacionada con Cristo Jesús dentro del amplio panorama bíblico tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

1.1. Las expectativas de una convocatoria de reunión del Pueblo de Dios en Israel

La denominación de «iglesia» en las lenguas románicas tiene su procedencia cercana en el término griego ekklésía utilizado en el griego extrabíblico para designar la «asamblea» o «junta del pueblo» o el «lugar de reunión» (ver He 19, 32. 39). En los escritos del Nuevo Testamento adquiere un sentido propio para designar la «comunidad» o «Iglesia» de los seguidores de Jesús. Ese mismo término ekklésía había sido utilizado ya con sentido religioso normalmente (unas 80 veces) en la versión griega del Antiguo Testamento de los Setenta para traducir el término hebreo deuteronomista de qahal (convocatoria, bando, de qol, «voz»), y así expresar la reunión del pueblo de Israel en el desierto, sobre todo como comunidad de la Alianza convocada con fines cultuales (ver Dt 4, 10; 9, 10; 10, 4; 18, 6; 23, 2-9; comparar con He 7, 38). Otro término hebreo sacerdotal, edah (comunidad convocada o reunida, de yaad, determinar), es traducido habitualmente como synagóghé, «sinagoga», que es también (21 veces) traducción de gahal. Los seguidores de Jesús se quedaron con el término ekklésía, completado varias veces como ekklésía Zeou, o ekklésía Kyriou (Iglesia de Dios o Iglesia del Señor), expresiones con que los LXX traducían el qahal-yahveh del texto hebreo. La autodenominación de Iglesia por parte de los cristianos llevaba consigo la conciencia de ser el Pueblo de Dios en su convocatoria definitiva.

Al llegar la época intertestamentaria, el Israel de esta época del Judaísmo tenía incorporada, como consecuencia de las vicisitudes de su experiencia histórico-salvífica, la conciencia de ser el Pueblo de Dios, propiedad de Dios, elegido de Dios, del que Yahvé es el familiar que libera (goel), que ejerce en él la misericordia, la fidelidad y el perdón. Los destierros y la diáspora hacen resonar, en esta época intertestamentaria, el anhelo de una reunión final de Israel, vista como cumplimiento de la salvación (ver Sal 106, 47: «¡Sálvanos, Yahvé, Dios nuestro, reúnenos de entre las naciones, para dar gracias a tu santo nombre y honrarnos cantando tu alabanza!».

Después del juicio del Señor, el «resto» del Pueblo de Dios renovado será una semilla que dará origen a todo el futuro pueblo de los salvados, sobre quienes se derramará el Espíritu del Señor (ver Is 65, 8-12; JI 3, 1-5; Dan 12, 1); ese Pueblo comprenderá también a los paganos (Is 66, 19; Zac 9, 7). Los escritos proféticos y apocalípticos hacían pensar en el Reino de Dios (Dan 7, 14. 27) como promesa de reunificación y como acción escatológica del Dios salvador (ver Os 2, 1-3; Miq 4, 8; Zac 9, 10).

Para esta reunión, Dios convocará a Israel como comunidad escatológica, que será la comunidad santificada (Ez) que escucha y obedece la Palabra de Dios y celebra su alabanza.

1.2. La Iglesia como comunidad histórica de los seguidores de Jesús

Ya en el saludo de Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses, el primer escrito cristiano (1 Tes 1, 1), Pablo se dirige «a la Iglesia de los Tesalonicenses, en Dios Padre yen el Señor Jesucristo»; poco más adelante, en la misma carta, se refiere a «las Iglesias de Dios que hay en Judea en Cristo Jesús» (1 Tes 2, 14). Este primer uso paulino del término «iglesia» o «iglesia de Dios» aplicado a las comunidades locales de los seguidores de Cristo Jesús, se hará normal en todo su epistolario (por ejemplo, 1 Cor 1, 2; 4, 17; 7, 17...; Gál 1, 2; Rom 16, 1).

También otros escritores del Nuevo Testamento conocen el sentido de «iglesia» aplicado a las comunidades locales de los discípulos de Jesús: el Evangelio de Mateo (Mt 18, 18); la carta de Santiago (Sant 5, 14); la Tercera Carta de Juan (w. 6. 9. 10); el Apocalipsis (Ap 1, 4. 11. 20), sin que falten textos que se refieren al conjunto de toda la Iglesia como luego veremos.

Esta aplicación del término Iglesia a las comunidades cristianas es generalmente reconocida como prepaulina, anterior a la conversión de Pablo y procedente de la Iglesia de Jerusalén. El reconoce repetidamente haber perseguido a la Iglesia de Dios (1 Cor 15, 9; Gál 1, 13; Flp 3, 6). La cultura bíblica, el clima escatológico y el ambiente arameo-helenista de la comunidad de los seguidores de Jesús en Jerusalén, facilitaron el paso hasta la misma designación de ekklésía Zeou, de modo análogo a como la comunidad de los esenios en el desierto de Qumrán se reconocía como la edah mesiánica.

Pablo además designa como «iglesia» a la asamblea cultual en que la comunidad de Corinto se reúne (1 Cor 11, 18; 4, 19. 28. 34). Este uso del lenguaje permite reconocer la importancia de la asamblea cultual de la Cena del Señor, la Eucaristía, como señal de identidad de la Iglesia que es Comunidad de la Nueva Alianza (1 Cor 11, 20. 25). «Al principio, aquella comunidad estaba en Jerusalén. Pero luego, puesto que todos tenían que comer aquel pan y beber de aquel cáliz, otras comunidades cristianes de Judea (y luego del mundo) celebraron la eucaristía pronunciando las mismas palabras. Pues bien: el momento en que se pronunciaban aquellas palabras era verdadero «día de la ekklésía» como el día del Sinaí (ver. Dt 4, 10; 9, 10; 18, 16). La comunidad que celebraba la eucaristía era, por tanto, verdadera ekklésía Zeou» (J. Sánchez Bosch).

Jerusalén es el punto de partida geográfico de las comunidades eclesiales. La comunidad primera de Jerusalén es la referencia histórica imprescindible para describir el origen de la Iglesia. Hubo un antes y un después; la Iglesia tiene un proceso fluido y prolongado de origen, formación y crecimiento. Pero los elementos integrales constituyentes se asocian históricamente allí, en Jerusalén, en el tiempo después de la Pascua de la Muerte y Resurrección de Cristo Jesús, para dar paso al fenómeno histórico y acontecimiento salvífico que es la Iglesia de Jesús. Así es como lo presenta San Lucas, al ofrecernos los orígenes de la Iglesia en su síntesis de la Historia de la Salvación que son los Hechos. Lucas como Marcos y Juan, no así Mateo, excluyen el uso del término Iglesia de sus respectivos evangelios. Lucas, en el libro de los Hechos, comienza por designar a los seguidores de Jesús, congregados y dirigidos por los apóstoles, como «hermanos» (He 1, 15) y «creyentes» (He 4, 32). Lucas emplea por primera vez el término «iglesia», aplicado a la comunidad de Jerusalén, en el libro de los Hechos 5, 11: «Un gran temor se apoderó de toda la Iglesia y de todos cuantos oyeron esto». Y lo seguirá empleando con naturalidad, tanto refiriéndose a la Iglesia de Jerusalén (He 8, 1. 3; 11, 22..) como a otras comunidades locales: de toda Judea, Galilea y Samaría (He 9, 31), de los «cristianos» de Antioquía (nueva denominación que marca diferencias con el Judaísmo y la Gentilidad) (He 11, 26; 13, 1), de las Iglesias de Cilicia (He 14, 23; 15, 41; 16, 5). Estas son Iglesias locales integradas por cristianos tanto procedentes del Judaísmo como de la Gentilidad.

Lucas también conoce la aplicación del mismo término a la Iglesia en el conjunto de su Misterio, en un texto de densidad teológica y trinitaria, cuando Pablo habla a los presbíteros de la Iglesia de Efeso reunidos en Mileto (He 20, 28): «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo». La precisión y diligencia habitual de Lucas (Lc 1, 3), nos invita a considerar los antecedentes históricos y literarios inmediatos de este primer empleo del término Iglesia (He 5, 11), aplicado a la comunidad de Jerusalén. Hemos de considerar las circunstancias de los acontecimientos previos, las características de la comunidad y, muy particularmente, los contenidos de los denominados sumarios (He 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16), en los que el autor pretende reunir los rasgos constituyentes idealizados de aquella Iglesia.

La comunidad postpascual de los seguidores del Jesús Crucificado y Resucitado, ha de cubrir una primera etapa en Jerusalén, antes de ampliar el testimonio de Jesús «en toda Judea, Samaria, y hasta los confines de la tierra» (He 1, 9). Por el momento, los Apóstoles, continuando la misión de Jesús, se dirigen sólo a Israel (He 2, 23; 3, 15; 2, 36, como Casa de Israel), buscando su conversión. Centran su atención en la persona de Jesús Crucificado y Resucitado más que en el Reino de Dios. La continuidad del testimonio sobre la vida y resurrección del Señor Jesús en los discípulos y apóstoles, de palabra y de obra, y el mantenimiento, en éstos, del número real y simbólico de Doce (He 1, 21-22) es vital para transmitir la enseñanza y la praxis de Jesús a la comunidad de Jerusalén (He 2, 42; 3, 16; 4, 33; 5, 15-16). El cumplimiento de la Promesa (ver el texto de Joel en He 2, 17-21) con la venida extraordinaria del Espíritu Santo a partir de Pentecostés, introduce el dinamismo de esta potencia divina creativa «para vosotros y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (He 2, 39).

Los sumarios subrayan algunos aspectos de la vida de la comunidad que la significan como seguidora de Jesús de Nazaret: la oración, la comunión fraterna, la fracción del pan, el desprendimiento en favor de los necesitados, la alegría incluso durante la persecución, el favor y beneficio a los otros, la simpatía de todo el pueblo, el crecimiento del grupo con la adhesión de israelitas mediante la conversión y el bautismo. Y también el conflicto con las autoridades religiosas del Judaísmo.

La parte creyente de Israel se convierte en Iglesia al mismo tiempo que los dirigentes de un Israel incrédulo se endurecen en relación con el «camino» de Jesucristo. Una atención cuidadosa sobre el uso lucano de laos, término técnico para designar a Israel como pueblo de Dios, en los últimos capítulos del Evangelio y en los primeros del Libro de los Hechos, descubre que, según la teología redaccional lucana, primero Jesús y luego su comunidad de Jerusalén, están rodeados de la admiración del pueblo y más tarde reciben la incorporación de los creyentes de este pueblo hasta llegar luego a «procurarse entre los gentiles un pueblo para su nombre» (He 15, 14, en boca de Santiago; ver también He 18, 10).

En esta primera etapa de Jerusalén, se comienza a dar una separación de esta Iglesia, aun manteniéndose dentro de aquel polifacético y plural Judaísmo con sus distintas sectas. Esa separación se expresa en algunas segregaciones institucionales que fomentaban la vida propia de la joven comunidad cristiana: la continuidad de los discípulos de Jesús con María, su Madre, el reconocimiento del Siervo Jesús como Mesías Crucificado y viviente Resucitado, Señor y Cristo, el bautismo en su nombre, la oración y la celebración de la Cena del Señor el día primero de la semana en las casas privadas, la aceptación de los Doce como guías propios. Pronto llegarán las libertades mayores ante la Ley y el Templo de parte de los « creyentes» helenistas, como Esteban y más tarde Pablo.

Por el momento, es un grupo que se mantiene dentro del Judaísmo y que sigue acudiendo al Templo de Jerusalén. En la unidad de aquella Iglesia de Jerusalén, se manifiesta también la pluralidad del judaísmo contemporáneo, de lengua aramea y griega, que acudía a las distintas sinagogas de la ciudad (Ver en He 6, 1-6 las quejas de los helenistas contra los hebreos y la designación de los Siete). «El número de los discípulos se multiplicaba considerablemente en Jerusalén: también una gran multitud de sacerdotes iba aceptando la fe» (He 6, 7).

La permanencia en Jerusalén estaba justificada por la continuidad de la misión de Jesús en Israel, la interpretación de las promesas de que la Ciudad Santa sería el lugar de reunión de los pueblos paganos, y la expectativa de la venida del Señor en su parusía. La lengua aramea dejaba su huella en la oración «Marana tha», «Ven, Señor» (1 Cor 16, 22; Apoc 22, 20).

1.3. La Iglesia como Misterio de salvación

La Iglesia se descubre progresivamente como magnitud histórica autónoma a medida que avanza en su misión universal y profundiza simultáneamente en su relación salvífica con el Misterio de Cristo Jesús.

Las críticas de Esteban y del grupo helenista de la Iglesia de Jerusalén con respecto al Templo y a la interpretación judía de la Ley, provocan una nueva persecución, hacia el año 33: «Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Todos se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría, a excepción de los apóstoles» (He 8, 1). Ya en este momento, el pueblo (laos) hace causa común con los ancianos, escribas y el Sanedrín frente a Esteban y los suyos (He 6, 12; 7, 54). La posterior persecución (año 42) de Herodes Agripa (He 12, 1-17) afectó ya directamente a los apóstoles (a Lucas ya no le interesa mantener la denominación de Doce, una vez abierta la actuación ante la Gentilidad): Santiago, hijo del Zebedeo, el hermano de Juan, murió martirizado; y Pedro, que se había distinguido por su función dirigente en la Iglesia de Jerusalén y su entorno, fue apresado, ante el agrado y las expectativas del «pueblo de los judíos» (He 12, 11). Pedro, liberado de la prisión, «salió y marchó a otro lugar», mientras Santiago, el hermano del Señor, dirigente de los hebreos de la comunidad de Jerusalén, quedó al frente de la Iglesia de aquella ciudad hasta su martirio, mandado lapidar por el Sumo Sacerdote Anán (año 62).

Pablo en el año 51 decía a los cristianos de Tesalónica (1 Tes 2, 14-16): «Vosotros, hermanos, habéis seguido el ejemplo de las Iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, pues también vosotros habéis sufrido de vuestros compatriotas las mismas cosas que ellos de parte de los judíos; éstos son los que dieron muerte al Señor y a los profetas y los que nos han perseguido a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, impidiéndonos predicar a los gentiles para que se salven». Sin embargo, a pesar de éstas y otras posteriores persecuciones, la separación de la Iglesia respecto de las instituciones judías no es todavía total: el mismo Pablo, en Pentecostés del año 58, acudía con sus ofrendas al Templo de Jerusalén, donde fue arrestado por instigación de algunos judíos que amotinaron a la multitud (He 21, 27). Mientras tanto, sobre todo a partir de la Asamblea de Jerusalén (alrededor del año 50) (Gál 2, 1-9, He 15, 5-29), las Iglesias habían ido integrando a un mayor número de pagano-cristianos.

Tres razones históricas influyeron decisivamente en el reconocimiento de la autonomía religiosa y social de la entidad de la Iglesia cristiana: la apertura a la misión universal, sobre todo en el sector paulino de la Iglesia; el distanciamiento progresivo del Judaísmo oficial contemporáneo, y más a partir de la destrucción del Templo de Jerusalén (año 70) con hegemonía farisea en el Judaísmo; y la convicción cada vez más extendida de la dilación de la Parusía del Señor, que antes se había previsto como cercana. No todos los grupos e Iglesias caminaron con el mismo ritmo; las Iglesias judeocristianas, fueron, por ejemplo, más lentas. La «comunión», sin embargo, de las Iglesias mantiene su unidad apostólica propia dentro de la pluralidad. La decisión creyente, dirigida por el Espíritu Santo, afronta la determinación de instituciones permanentes ministeriales y sacramentales. La mirada profunda de la fe, iluminada por las Escrituras, descubre el sentido teológico de la Iglesia como obra de Dios en la Historia de la Salvación.

En los distintos escritos del Nuevo Testamento que van elaborándose y dándose a la luz, comenzando por las tradiciones evangélicas y las cartas paulinas, podemos descubrir las diferentes eclesiologías que van configurándose al mismo tiempo que se profundiza en la Cristología de Jesús Crucificado y Glorificado junto a Dios Padre. H. SCHUER en su Eclesiología del Nuevo Testamento (ya en 1973, Mysterium Salutis, vol IV /1) nos daba una muestra de estas diferentes eclesiologías, junto a una síntesis final de los principios directivos comunes en cuanto realidades determinantes del crecimiento de la Iglesia.

De esta síntesis eclesiológica integrada por doce elementos, destacamos aquí únicamente dos: la relación de la Iglesia con Jesucristo y su relación con Israel.

«La Iglesia es obra de Dios, eternamente prevista y predestinada por él; pero se funda en la entrega de Jesucristo, que resucitó después de crucificado, se apareció resucitado y se hace actual por su exaltación. Se puede también decir que el origen de la Iglesia es la acción de Dios en la cruz de Jesucristo, el cual está constantemente presente como Kyrios en virtud de su resurrección de entre los muertos. Esta afirmación atraviesa todo el NT, pero se expresa con la mayor claridad en la carta a los Efesios».

Esta Iglesia supone previamente a Israel. «Este hecho se ve desde diversas perspectivas: Israel es el pueblo de Dios, que en su acción y su palabra prefigura a la Iglesia; el fundamento de ésta es el «resto» de Israel; el relevo de Israel lo toma el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia de los judíos y los gentiles, que se presenta como el verdadero Israel o el Israel de Dios». Podemos recordar aquí el texto con el que Pablo culmina su reflexión sobre Israel ante la Iglesia de Roma (Rom 9-11): «No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así todo Israel será salvo» (Rom 11, 25). El lapso de tiempo concedido para el anuncio del Evangelio a los paganos es el plazo antes del retorno de Israel y del juicio definitivo.

Esta doble conexión del misterio de la Iglesia con Cristo y con Israel, explican que, junto a las frecuentes expresiones de «Iglesia de Dios» e «Iglesia del Señor», aparezca también la de «Iglesias de Cristo» (Rom 16, 16).

2. Variedad de enfoques en el tratamiento del tema

Hemos visto cómo se situaban los diversos momentos y concepciones de la Iglesia y de su relación con Cristo Jesús, en el panorama bíblico y, particularmente, en los escritos del Nuevo Testamento. En éstos, siempre desde una visión creyente, aparece la comprensión que tiene la misma Iglesia tanto de sus propios orígenes como de su teología, en su relación con Jesús de Nazaret.

Nos corresponde ahora recordar cómo se ha enfocado, a lo largo de la historia del cristianismo el tratamiento de la relación entre la Iglesia y Jesús. Ha existido una variedad de enfoques según las necesidades y posibilidades de cada época. Presentamos aquí en forma sintética lo que otros autores citados en la bibliografía proponen de una manera más amplia (S. Pie Ninot, C. Floristán).

2.1. Planteamiento teológico

A partir de los tiempos de los Padres de la Iglesia, el tema de los orígenes y formación de la Iglesia se nos ofrece como un planteamiento teológico. Este enfoque teológico se mantiene como preferente prácticamente hasta la Ilustración y el debate del modernismo a principios del siglo XX. El Concilio Vaticano II reasume con amplitud este tratamiento teológico en su dimensión trinitaria (LG 2-5); de este tratamiento entresacamos algunos párrafos: «El Padre... estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza (cita a Cipriano, Hilario, Agustín y Cirilo de Alejandría), constituída en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos» (LG 2). «Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn 19, 34)» (LG 3), simbolismo utilizado en su tiempo por Ambrosio y Agustín. «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18)» (LG 4).

2.2. El derecho divino

En la Edad Media, con motivo de las luchas eclesiásticas por el poder, se introduce el concepto de ius divinum (derecho divino) como garante de la fidelidad histórica fundacional de las instituciones jerárquicas desde Jesús a la Iglesia. Es un concepto que tuvo suma importancia en el Concilio de Trento y en la Contrarreforma y que el Concilio Vaticano 1 aplicó a la institución del Primado que Pedro ejerció sobre la Iglesia universal.

El Vaticano II situará este concepto en el marco eclesiológico y ecuménico de una renovada comprensión de la Escritura y de la Tradición (DV 7-9). De «derecho divino» es una realidad de institución divina positiva para la que puede invocarse una referencia bíblica, sea que proceda del mismo Cristo o bien de la Iglesia apostólica guiada por el Espíritu Santo. En la actual comprensión de este derecho divino se incluye la mediación de formas históricas guiadas por la acción del Espíritu del Señor. Así vienen formulando este derecho divino varias declaraciones ecuménicas postconciliares (luterano-católica, Malta 1972; anglicano-católico romana, Windsor 1981).

2.3. Enfoque histórico

El enfoque histórico de una «singular fundación de la Iglesia por Jesús de Nazaret» viene planteado por el Magisterio eclesial frente a la Ilustración y la controversia modernista. Los distintos autores, desde H. S. Reimarus (1694-1768) a O. Linton (1932), pasando por Harnack, Loisy, Bultmann... fueron formulando sus posiciones propias acerca de la interpretación escatológica de la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios, junto al posterior surgimiento de la Iglesia cristiana al margen de la voluntad de Jesús. Frente a estas posiciones, como resumen del insistente magisterio eclesial, el juramento antimodernista hacía repetir a las sucesivas generaciones de quienes recibían encomiendas eclesiásticas desde 1910: «La Iglesia fue instituida inmediata y directamente por Cristo mismo, verdadero e histórico mientras vivía entre nosotros». Los manuales de Eclesiología anteriores al Concilio Vaticano II dedicaban amplio espacio a probar esta «fundación de la Iglesia» por parte del Jesús histórico.

Dos factores influyeron decisivamente en una evolución de posiciones en el planteamiento de la relación histórica entre Jesús y la Iglesia: a) en la investigación bíblica, las sucesivas revisiones de posturas entre estudiosos de muy diversa índole, que utilizaban los mismos métodos científicos, y daban paso a sucesivos consensos: católicos (por ejemplo, E M. Braun, E. Benoit, R. Schnackenburg, A. Vógtle, H. Schlier, H. Fries, W. Trilling, G. Lohfink...) y no católicos (E. Kásemann, Manson, Taylor, Leenhardt, Goppelt, J. Jeremias...). b) la acogida en el Magisterio del Vaticano II (DV 19) de una concepción histórico-literaria de los Evangelios más flexible, que incluye el proceso de su parcial y definitiva elaboración postpascual «con la mayor comprensión que les daban (a los Apóstoles) la resurrección gloriosa de Cristo y la enseñanza del Espíritu de la verdad». El Vaticano II acogía así las directrices de la Instrucción Sancta Mater Ecclesia, publicada por la Comisión Bíblica en 1964.

El Concilio Vaticano II (LG 5) expone «el misterio de la santa Iglesia (que) se manifiesta en su fundación (fundatio)» en forma de un proceso gradual que se inicia por la proclamación de la llegada del Reino de Dios realizada por nuestro Señor Jesús y prosigue a lo largo de toda actividad del Jesús terreno y culmina, después de su Cruz y Resurrección, con la efusión del Espíritu: «Derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. He 2, 33). Por esto la Iglesia, enriquecida por los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino».

La fundación de la Iglesia en forma procesual y su realización por parte de Jesús mediante diversas acciones prepascuales y pospascuales es novedad característica del Magisterio del Vaticano II. La Comisión Teológica Internacional continuará esta misma línea del Concilio y precisará diez etapas en la formación de la Iglesia en el documento aprobado en octubre de 1985, añadiendo este comentario: «Ninguna etapa, tomada aparte, es totalmente significativa, pero todas las etapas, puestas una tras otra, muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse como un proceso histórico de la revelación» (n. 4).

Del documento de la misma Comisión Teológica del año 1986 sobre «La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión», entresacamos estas dos frases que hacen referencia a nuestro tema (3, 2): Las parábolas de Jesús y las imágenes de que se sirve para hablar de los que ha venido a convocar, llevan consigo una «eclesiología implícita». No se trata de afirmar que esta intención de Jesús implique una voluntad expresa de fundar y establecer todos los aspectos de las instituciones de la Iglesia tal y como se han desarrollado en el curso de los siglos. Es necesario, por el contrario, afirmar que Jesús ha querido dotar a la comunidad que ha venido a convocar entorno a sí de una estructura que permanecerá hasta la consumación del Reino.. Hay que mencionar aquí, en primer lugar, la elección de los Doce y de Pedro como su jefe (Mc 3, 14 ss)... Cristo tenía conciencia de su misión salvífica. Esta implicaba la fundación de su ecclesia, es decir, la convocación de todos los hombres a la «familia de Dios». La historia del cristianismo reposa, en último término, sobre la intención y la voluntad de Jesús de fundar la Iglesia.

2.4. La Iglesia, testimonio evangélico

La mirada de los cristianos y de la Iglesia hacia la persona de Cristo Jesús siempre ha venido acompañada de la aspiración y de la exigencia por incorporar en la vida personal y común los valores morales, espirituales y operativos que están, en cada época, al servicio del Reino de Dios según el Evangelio. Seguimiento, vida en Cristo, obediencia al Espíritu, vida evangélica o apostólica, imitación de Cristo, revestimiento de Cristo, santidad cristiana... son expresiones que caracterizan, con matices propios, la novedad de la vida cristiana en el ámbito personal. Otras expresiones como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo o Templo del Espíritu Santo implican la presencia de esos valores de la «nueva humanidad» en el ámbito comunitario eclesial.

Es admirable poder encontrar ya en el primer escrito paulino y cristiano cómo la Iglesia de los Tesalonicenses ha acogido comunitariamente la palabra del Evangelio del Crucificado y Resucitado como modelo (typos), ya vivido por el Apóstol, y la ha plasmado en su existencia de Iglesia que es testigo de la fe: «Por vuestra parte os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya» (1 Tes 1, 6-7; ver Fip 3, 17).

Más que del deber de continuidad histórica con Jesús el fundador histórico, la Iglesia ve en él algo más decisivo: el fundamento viviente y siempre actual de su crecimiento, ya que éste se apoya en la fuerza pneumática de Jesús y en su palabra y sacramentos dispensados eficazmente gracias a esa presencia. Jesucristo es el único cimiento (fundamento) que está ya puesto (1 Cor 3, 11), sobre el cual hay que construir el edificio eclesial de modo coherente con él.

«La verdad y la credibilidad de la Iglesia depende de que ésta afronte siempre honestamente el «peligro» de ese recuerdo del Jesús histórico, de que esté dispuesta a «convertirse» de tantas tendencias a la autosuficiencia individual e institucional y a recorrer a todos los niveles el camino de Jesús hacia la comunidad perfecta del reino de Dios. Sólo con esta condición puede apelar a Jesucristo como fundamento sin la apariencia de una manipulación ideológica de la historia» (M. Kehl).

La insistencia en la Iglesia-testigo es particularmente importante y urgente en este comienzo histórico del Tercer Milenio. El Espíritu del Señor ha proporcionado a la Iglesia de nuestro tiempo un tesoro doctrinal inigualable para responder a su vocación de testigo fiel ante el mundo: 1) la eclesiología del Vaticano II sobre la Iglesia como «sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano en Cristo» (LG 1, 1; ver también LG 7; SC 6 y GS 22; 32 y 45); 2) la llamada a la Evangelización que ha de ir acompañada de la autenticidad del testimonio evangélico de la comunidad eclesial que para evangelizar «comienza por evangelizarse a sí misma» (Pablo VI principalmente en Evangeli Nuntiandi 15; 26; 41; 46 y 76); y 3°) la convocatoria insistente de Juan Pablo II a «abrirse a Cristo» para una urgente «nueva evangelización, centrados en la persona de Cristo Jesús (ver toda la encíclica Novo Millennio Ineunte, especialmente su capítulo IV, «Testigos del amor»).

3. Pasos históricos desde Jesús en el proceso de la formación de la Iglesia

La actuación de Jesús fue determinante en el proceso histórico de la formación de la Iglesia. Hemos dejado voluntariamente abierto hasta el final ese espacio en el que actúa Cristo Jesús: entre las promesas de la Nueva Alianza del Pueblo de Dios y las expectativas de la acción del Espíritu creador por una parte y, por otra, la germinación visible y progresivo crecimiento de la Iglesia de Dios de las raíces de Israel. Tratamos, por tanto, de responder a esta pregunta: ¿cuáles fueron los pasos más decisivos que dio Jesús en la «preformación de la Iglesia» (A. Descamps, H. Schlier, A. Antón)?

Tenemos presentes como marco general las líneas trazadas en el Vaticano II (LG 5) y las etapas indicadas por la Comisión Teológica Internacional (1985). Nos guiamos más cercanamente de los convergentes, pero diferenciados, criterios teológicos y los estudios exegéticos de S. Pié Ninot, B. Sesboüe, J. Regal, M. Kehl, J. A. Estrada, G. Lohfink, R. Aguirre, E. P. Sanders, J. J. Bartolomé, J. Fitzmyer, etc. No podemos olvidar la peculiar estructura literaria y teológica de cada uno de nuestros Evangelios.

3.1. La proclamación del Reino de Dios

«Reino de Dios» es expresión simbólica y central en el mensaje y en la actuación de Jesús. Tiene sus precedentes en la historia de Israel y en las expectativas escatológicas del Judaísmo contemporáneo. Significa una actuación soberana y definitiva de Dios, Salvador de su pueblo, y suscita esperanzas de una humanidad transformada y feliz con el Dios de Israel que reina. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios!» (Is 52, 7).

La expresión es al mismo tiempo suficientemente ambigua como para necesitar de las clarificaciones de Jesús, de palabra y de obra. Coincide con Juan Bautista en el anuncio del Reino (Mt 3, 2 y 4, 17) y del juicio de Dios; pero dulcifica el común mensaje profético, mostrando el rostro paterno de Dios que reina y ejercita la misericordia y el perdón. Con la persona de Jesús el Reino está haciéndose ya presente y abriéndose hacia un futuro: las obras de Jesús enfrentándose al espíritu del mal, curando enfermos, acogiendo a pobres y marginados son señales y prodigios características del tipo de Reino que él proclama y realiza (Mt 9, 9ss: Lc 7, 18-28, 19, 1 ss). También Jesús emplea la inmersión en el agua como signo purificador y escatológico para la incorporación de discípulos (Jn 3, 22-27).

La actitud crítica de Jesús ante la interpretación farisaica de la Ley (Mc 2, 1-3, 6; 7, 1-3; 8, 15) y ante las formas aceptadas por los dirigentes sacerdotales en el culto del Templo (Mc 11, 15-19; 27-33), le enfrentan a la práctica judaica vigente de la religión de Israel: anuncia el juicio de Dios sobre el Templo (Mc 13, 1-4), la venida del Hijo del Hombre con una nueva convocatoria del Pueblo elegido (Mc 13, 24-27; 14, 22) y una época nueva del Reino de Dios: «Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día que lo beba nuevo en el Reino de Dios» (Mc 14, 25). Fiel continuador del espíritu de los Profetas, proclama la hora de un culto no limitado en los templos, en el que «los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 25). La proclamación del Reino pide conversión y acogida cordial de las gentes de su pueblo. Las parábolas de Jesús sobre el Reino implican unos destinatarios, unas gentes que acogen libremente su proclamación: el sembrador, la cizaña, la mostaza, el tesoro, la perla, la red (Mt 13), el rebaño, el banquete... El Reino anunciado debe ser también un «reinado» de personas que lo constituyen; el Reino debe aparecer también en la imagen visible de los acompañantes de Jesús que lo representan con él en la tierra.

3.2. Los discípulos y los Doce

Los cuatro Evangelios están de acuerdo en hacer constar que Jesús, desde una primera fase de su actuación, está acompañado de discípulos. En el esquematismo de los relatos de vocación aparece que de Jesús procede la iniciativa de la llamada definitiva (no solía ser así en los grupos que se formaban alrededor de los rabinos) y que la respuesta de los discípulos va acompañada del «seguimiento», el compartir el estilo de vida de Jesús, con una austeridad y exigencias que otros no se atreven a asumir (Mt 8, 18-22). Estos discípulos son los primeros destinatarios de la solemne presentación del programa de ética radical y generosa que hace Jesús (Mt 5, 1 ss y Lc 6, 20ss). En muchas controversias son ellos el blanco inmediato de las acusaciones de los fariseos por haber asumido los criterios «ilegales» de Jesús (ver Mc 2, 1-3, 6).

Entre los discípulos se destacan los Doce (Mc 3, 14; 6, 7; Mt 10, 6) un número real de doce hombres, que incluye al traidor Judas, con el simbolismo representativo de las doce tribus de un nuevo Israel en vías de restauración: «Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 28). Estos Doce ocupan un lugar preferente entre los discípulos: los cuatro evangelistas los mencionan, incluso Juan (6, 67-71; 20, 24); los tres sinópticos dan sus listas, fundamentalmente coincidentes (Mt 10, 1-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16); y el mismo Lucas la repite en Hechos (1, 13) para mostrar la continuidad de Doce en los orígenes de la Iglesia. Tres de ellos, Simón Pedro y Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, son los acompañantes preferidos de Jesús en situaciones importantes como la Transfiguración, Getsemaní y la resurrección de la hija de Jairo. Aparecerán como los principales dirigentes de la comunidad agrupada después de la Resurrección de Jesús. Simón Pedro es el portavoz y prototipo del discípulo; el sobrenombre de Cefas, «Piedra, Roca» le había sido impuesto por Jesús.

Hay elementos comunes en el tratamiento de los Doce y los discípulos en los sinópticos: todos hablan de su cercanía a Jesús y de la colaboración al ser enviados a proclamar el Reino como extensión de la actividad de Jesús: «No vayáis a regiones de paganos, ni entréis en los pueblos de Samaría. Id más bien a las ovejas perdidas del pueblo de Israel». Son enviados (apóstoles) para proclamar que «el Reino de Dios está próximo» y para curar y expulsar demonios (Mt 10, 5-15; ver Mc 6, 7-13 y Lc 9, 1-6). Marcos subrayará su torpeza de comprensión, especialmente en el camino hacia el desenlace dramático de Jerusalén (ya antes en Mc 6, 47-52); Lucas hablará además de la misión de otros 72 discípulos, de dos en dos (Lc 10, 1-6).

Entre los seguidores de Jesús, todos los evangelistas señalan también a un grupo de mujeres con sus nombres propios: la madre de los hijos de Zebedeo; María, la madre de Santiago y José, la mujer de Cusa, el administrador de Antipas, Susana, Salomé, y especialmente a María Magdalena. Por la fidelidad de este grupo de mujeres en los episodios de la Pasión y Resurrección, resaltamos el texto de Mc 15, 40-41 que añade: «...que le seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén».

Hay además otros discípulos y discípulas, no itinerantes como Marta, María y Lázaro en Betania, José de Aritmatea... y otros que se situarían entre «los más de quinientos a la vez» a quienes Jesús también se apareció después de su muerte, según la tradición que nos transmite Pablo en 1 Cor 15, 6.

3.3. Jesús ante Israel y los paganos

Con Jesús el Reino de Dios está presente (Mc 1, 15; Lc 10, 9; 11, 20) en medio de su Pueblo. La actividad de Jesús se concentra en territorio hebreo y entre judíos, con algunas excepciones. Esta concentración en el pueblo de Israel explica por qué Jesús evita realizar su misión en cualquiera de las numerosas ciudades helenistas que podían encontrarse en su camino (Tiberias, Séforis, Cesarea...) y solamente bordee el territorio de Tiro y Sidón o de la Decápolis. Concebía su misión personal como enviado «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24), como también la misión contemporánea de sus Doce apóstoles: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6). «Las ovejas perdidas» atraen a Jesús hacia los marginados de todo tipo, hacia los publicanos y las prostitutas: son la población de frontera espiritual del pueblo de Israel. La misión propia de Jesús y de los Doce es la convocatoria de la reunión escatológica de Israel.

No faltan contactos de Jesús con paganos. Mc 7, 24-30 nos refiere la curación de la hija de la mujer sirofenicia; el diálogo revela la situación un tanto forzada para Jesús: «El le decía: Espera que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 27). En el lugar paralelo de Mt 15, 21-28, se subrayará explícitamente la concentración de la misión personal de Jesús («No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel») y la grandeza de la fe de la mujer («Mujer, grande es tu fe, que te suceda como deseas»). También en el caso del siervo del centurión curado por Jesús, este admira su fe: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y rechinar de dientes» (Mt 8, 5-13; ver Lc 7, 1-10 y Jn 4, 46-33). Añadamos los relatos de las curaciones del geraseno (Mc 5, 1-20, con sus paralelos sinópticos), del sordomudo (Mc 7, 31-37) y los episodios joánicos de la samaritana (Jn 4, 1-41, con su final: «Sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo») y de los griegos que subían a adorar en la fiesta (Jn 12, 20 ss). Este material, más bien escaso, de los contactos directos de Jesús con extraños a los judíos, es transmitido por evangelistas situados ya en el contexto de la misión gentil, que seguramente hubieran deseado encontrar un material más abundante. Este hecho a nosotros nos confirma en el conocimiento de la conciencia de Jesús sobre su misión personal concentrada en Israel, al mismo tiempo que muestra su visión de un Reino también abierto a la fe de los paganos (Sanders). El evangelista Mateo, situado ya en el contexto de una Iglesia realizada entre paganos y rechazada por el Judaísmo, ha marcado con el lenguaje de su teología redaccional las palabras de Jesús (21, 41 y 22, 1-10). En el proyecto del Reino en Jesús entraba que el Israel renovado representado por los discípulos fuera luz del mundo y sal de la tierra como signo escatológico de atracción para los pueblos paganos, según las promesas de los profetas y las esperanzas de muchos judíos de su tiempo (Is 2, 2-5; Jer 3, 17; Zac 8, 20-23).

Las palabras de Jesús de condena sobre Israel (por ejemplo, contra Jerusalén, Lc 13, 34s; contra esta generación, Lc 11, 29-32. 49-51) parecen corresponder a una fase avanzada de su ministerio cuando sus adversarios proyectan su muerte violenta. Son palabras de denuncia profética con hipérboles amenazantes. «Israel ha entrado en la crisis definitiva de su historia, aunque todavía hay una última esperanza de que los oyentes comprendan su situación (Lc 12, 54-57)» (Lohfink). Pero Jesús no ha roto con Israel.

3.4. La Ultima Cena y la Cruz de Jesús

De la semana última que Jesús y sus discípulos vivieron en Jerusalén —la semana preparatoria de aquella Pascua del 14 de Nisán— destacamos dos acontecimientos: la Ultima Cena y la Crucifixión de Jesús, condenado a muerte por Pilato. Son dos episodios que, en los relatos de los cuatro evangelios, suceden en 24 horas y aparecen interconexionados entre sí.

Varias líneas dibujan el marco histórico y simbólico de esa jornada de enorme densidad de historia salvífica: a) las serias controversias de Jesús con los grupos fariseos, herodianos y saduceos y sus discrepancias con quienes querían hacer de él un Mesías temporal antirromano, habían pasado a ser ya graves conflictos con la máxima autoridad de Israel representada en el Sanedrín (Mc 11, 27-33; 14, 1-2 y paralelos); b) Las sombras del incierto y peligroso futuro se proyectaban en las instrucciones que Jesús ofrecía a sus sorprendidos discípulos, que debían aprender ante todo a servir sin pensar en grandezas (Mc 10, 32-45 y paralelos); c) la conspiración de «los sumos sacerdotes y escribas (que) buscaban cómo prenderle con engaño y matarle» (Mc 14, 1 y paralelos), habían encontrado una oportunidad en la traición y complicidad para entregárselo por parte de Judas Iscariote, «uno de los Doce» (Mc 14, 10). Otras circunstancias que rodeaban a esos acontecimientos, les daban hondura de sentido y fuerza de simbolismo religioso: a) la comensalidad de Jesús a lo largo de su ministerio con publicanos y pecadores (Mt 11, 18s) apuntaba hacia la nueva era del banquete mesiánico, como lo significa la comparación del Reino de Dios con el banquete de bodas (Mt 22, 1-14) con su trasfondo profético recibido en el Judaísmo (Is 25, 6-10); d) El ambiente circundante de la fiesta de la Pascua israelita, con la memoria profética del cordero victimado y del Dios liberador (Ex 12, 1-28), invitaba a elevar la mirada hacia una historia salvífica trascendente. Este doble trasfondo colaborará a profundizar en el sentido de la Ultima Cena y de la Crucifixión en los distintos relatos y reflexiones de la tradición cristiana sobre ambos acontecimientos. Nosotros nos limitamos a situarlos en el proceso que nos lleva desde Jesús a la Iglesia.

En los relatos de la Ultima Cena adquiere particular relieve el gesto de la voluntaria entrega de Jesús a la muerte, que está significada por la «institución de la Eucaristía» (transmitido por los tres sinópticos y por 1 Cor 11, 23-25, más afín al texto lucano). La presencia de los Doce está subrayada en el relato, con su peculiar representatividad del todo Israel en vías de restauración a pesar del rechazo oficial: «Judas Iscariote, uno de los Doce»; «al atardecer, llega él con los Doce»; «uno de los Doce que moja conmigo en el mismo plato» (Mc 14, 10. 17. 20; ver Mt 26, 14. 20; Lc 22, 3, 22, 14 «con los apóstoles» por su particular preferencia hacia la equivalencia entre «los Doce» y «los apóstoles», sobre todo a lo largo de Hechos).

Es una acción significativa en la trayectoria del Reino de Dios: «Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día que lo beba nuevo en el Reino de Dios» (Mc 14, 25). De forma parecida en Mt 26, 29, «en el Reino de mi Padre»; lo mismo Lucas en 22, 18, que poco antes había escrito (v. 16): «Porque os digo que ya no la comeré (la Pascua) hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios». Son alusiones al banquete escatológico.

El sentido salvífico de la Cena y de la Muerte de Jesús se expresa de forma diferente en los distintos relatos de la Cena, pero todos mantienen el sentido de muerte expiatoria con carácter de Alianza. Marcos dice: «Esta es mi sangre de la alianza que es derramada por muchos» (Mc 14, 24). Mateo explicita más: «...mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26, 28). La nueva Alianza es aludida en el texto transmitido por Pablo y por Lc 22, 19-20: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros... Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros». Pablo hará más expresiva la relación con la muerte de Jesús: «Cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11, 26).

«Como antaño, en el Sinaí, la sangre de las víctimas selló la alianza de Yahvé con su pueblo, Ex 24, 4-8, ver Gén 15, 1, así también, sobre la cruz, la sangre de la víctima perfecta, Jesús, va a sellar entre Dios y los hombres la alianza «nueva», ver Lc 22, 20, que anunciaron los profetas, Jer 31, 31. Jesús se atribuye la misión de redención universal asignada por Isaías al «Siervo de Yahvé», Is 42, 6; 49, 6; 53, 12 ver 42, 1; Heb 8, 8; 9. 15; 12, 24. (Nota de la Biblia de Jerusalén a Mt 26, 28 b).

Los relatos de la Pasión nos dan con detalle el sufrimiento y entrega de Jesús hasta la muerte de Cruz para cumplir la voluntad del Padre, sin renegar de su misión en Israel: oración y agonía en el Huerto de los Olivos, traición de Judas, prendimiento y juicios, huida y negaciones de los discípulos, juicios del Sanedrín y de Pilato, actitud confiada en Dios Padre expresada por la tradición evangélica con las oraciones desde la Cruz, con los salmos: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Sal 22, 2) y «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Sal 31, 6). Quedaba cerca el grupo de mujeres (Mc 15, 40-41) que serían testigos del retorno del Justo glorificado por Yahvé a la «asamblea»: «Contaré tu fama a mis hermanos, reunido en asamblea (panal, ekklésía) te alabaré» (Sal 22, 23).

3.5. La comunidad postpascual de Cristo Jesús Resucitado

A cualquiera le sorprende volver a encontrar reunidos en Jerusalén, a los pocos días de la Crucifixión, a los seguidores poco antes huidos y fracasados ante la Muerte de Jesús. El movimiento de Jesús está representado nuclearmente, después de aquella Pascua, por unos seguidores reagrupados alrededor de los Doce, que asumen de palabra y de obra la causa de Jesús y dan la cara con libertad y valentía por la causa del Crucificado de quien atestiguan estar vivo.

Este hecho social y testimonial de un movimiento religioso singular que nace en Galilea y Jerusalén y se propaga hacia distintos lugares de la provincia romama de Judea y de otros lugares del Mediterráneo, es atestiguado por distintas fuentes cristianas, de diversa índole literaria y cronológica, y, en menor número, por otras fuentes no cristianas.

El centro de su fe es la proclamación de que Jesús de Nazaret, que fue crucificado y murió por la humanidad, vive resucitado por Dios Padre. Este eje de la fe vertebra toda la vida de las comunidades de sus seguidores y les ofrece la firme esperanza de hacerles superar también a ellos el abismo de la muerte. El anuncio de esta realidad fundamental de la Glorificación de Jesús se apoya en el testimonio temprano de sus mismos discípulos, los mismos que le habían abandonado y que sólo con dificultades llegaron a aceptar la verdad e identidad de Jesús Resucitado. Eso sí, fue una verdad que aceptaron con todas sus gratas e ingratas consecuencias y que proclamaban como Evangelio, gran noticia que comprometía toda su vida.

Tratamos de ver qué significó y significa la Resurrección de Jesús para esta comunidad pospascual que a partir de un determinado momento comienza a tener conciencia de ser y llamarse Iglesia de Dios. (Ver 1, 2, «La Iglesia como comunidad histórica de los seguidores de Jesús»).

Veamos ante todo la muestra de un testimonio que nos lleva hasta la primera comunidad pospascual. Pablo apóstol recuerda (en el año 57) a los cristianos de Corinto, el Evangelio que les había transmitido (años 50 a 52) y que él mismo había recibido (probablemente en Jerusalén hacia el año 37): «Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, que soy como un aborto» (1 Cor 15, 3-8).

Hemos destacado la afirmación fundamental de la fe, en la que, junto a los hechos narrados, se da su interpretación salvífica. Por la vía de otras confesiones de fe (v. gr. 1 Tes 1, 9. 10; Rom 10, 9; 4, 24; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 4, 14), los autores (J. Gnilka, Krammer, S. Vidal) llegan a ver la expresión más antigua de ellas en una acción de gracias primitiva: «Bendito sea Dios Padre que resucitó (égeiren, levantó, despertó) a Jesús de entre los muertos».

Hay aquí una oración agradecida a Dios Padre que, como sujeto activo, ha salido en defensa del Justo Jesús y ha confirmado su inocencia y su causa en medio de su pueblo y, según la escatología apocalíptica judía, ha adelantado en Jesús los acontecimientos del final de los tiempos. ¡Todo lo suyo es verdad!

La acción resucitadora de Dios en Jesús tiene también su repercusión en la animación de la fe de los testigos que lo han «visto», a quienes se ha «dejado ver» (ofzé), es decir, que lo han experimentado vivencialmente, como «el mismo» de antes. Les queda también la señal externa del sepulcro vacío. Todos los Evangelios, en sus «relatos de las apariciones del Resucitado» (Mc 16, 1-20; Mt 28, 1-20; Lc 24, 1-49 y He 1, 1-11; Jn 20 y 21), dedican amplio espacio a los encuentros de los creyentes individuales con el Resucitado: las dos Marías, María Magdalena y los discípulos de Emaús. «Tratan de escenificar su llegada a la fe en la resurrección, ofreciéndonos ejemplarizado el camino posible para rehacer la experiencia pascual» (J. J. Bartolomé).

Estos mismos relatos contienen además, en las apariciones a los discípulos en grupo, los últimos elementos constituyentes del proceso fundacional de la comunidad eclesial. Situados al final de cada Evangelio como culminación de los relatos de la Pasión, están redactados en una época (último tercio del siglo primero) en la que la Iglesia había tenido ya un amplio recorrido en la historia y se había abierto a la Gentilidad. Por sus coincidencias podemos emparejar a Mc-Mt (Galilea) y a Lc-Jn (Jerusalén y -Jn en el epílogo- Galilea).

- Jesús Resucitado, en todos ellos, con plena autoridad, transmite a la comunidad de los Once, la misión universal de salvación (Mt 28, 18-19; Mc 16, 15-16; Lc 24, 46-48; Jn 20, 21-23).

- Jesús glorificado les seguirá acompañando en su misión (Mt 28, 20; Mc 16, 17-19; Lc 24, 49).

- Jesús les garantiza el Espíritu Santo creador e intérprete de las Escrituras para comprender y realizar su obra (Lc 24, 45. 49; Jn 20, 22-23).

- Jesús les manda bautizar y transmitir sus enseñanzas y mandatos (Mt 28, 19. 20; Mc 16, 16).

- En la misión de los discípulos, Jesús destaca la función pastoral de Pedro: (Jn 21, 15-17) al que conviene añadir Mt 16, 18-19 «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», considerado actualmente de forma generalizada por los exégetas como un logion pospascual, que el Evangelio de Mt, tendente a la sistematización, ha anticipado a la confesión de fe de Cesarea de Filipo.

En la trayectoria de la comunidad de los seguidores de Jesús hay elementos de continuidad y de discontinuidad. En la comunidad pospascual siguen los discípulos y los Doce que han acogido la venida del Reino de Dios proclamada por Jesús y prosiguen su anuncio ante Israel; pero el centro de su mensaje lo ocupa ahora Cristo Jesús Crucificado y Resucitado como primicia del Reino y de la obra de la salvación. Continúan sintiéndose parte del Pueblo de la Alianza y leen la Palabra de las Escrituras; pero son ya la comunidad de la nueva Alianza y adoptan el nombre de Iglesia, realidad escatológica del Pueblo de Dios. El Bautismo con agua y la comida con el Señor pasan a signos de la unión con Jesús el Señor Crucificado y Resucitado.

La novedad de la presencia activa de Jesús Resucitado y de la donación del Espíritu Santo les anima a la proclamación del kerygma, a pesar de las persecuciones y les abre a la hora de la misión entre paganos. La memoria del Jesús viviente y la conciencia de ser habitados por el Espíritu Santo les mueve a leer las Escrituras que les hacen penetrar en el Misterio de Cristo y de la Iglesia. Acogen así la guía y la autoridad de los apóstoles con Simón Pedro al frente, para adoptar las nuevas formas institucionales de la Iglesia.

3.6. Reflexión final

La múltiple relación de Jesús con la Iglesia se enriquece con reciprocidad. El trasfondo veterotestamentario y el contexto del Judaísmo contemporáneo iluminan la figura de Jesús de Nazaret y nos ayudan a comprender mejor a la Iglesia como obra del plan salvífico de Dios. La contemplación de la persona de Cristo Jesús Muerto y Resucitado nos abre el camino hacia el Misterio de Cristo en la Iglesia y el Misterio del Dios trinitario como nos los ofrecen los textos maduros neotestamentarios y el Concilio Vaticano II.

El planteamiento histórico desde Jesús a la Iglesia sigue interesándonos mucho en el mundo contemporáneo. Pero donde se plantea la tarea más urgente hoy es en el logro de que la Iglesia sea y aparezca como verdadero testimonio de Jesús de Nazaret.

BIBL. - R. AGUIRRE, Del movimiento de jesús a la Iglesia cristiana, Estella, Verbo Divino, 1998; J. A. ESTRADA, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, Verbo Divino, 1999; C. FLORISTÁN, jesús, el Reino y la Iglesia, en 10 palabras clave sobre jesús de Nazaret, Estella, Verbo Divino, 1999, pp. 249-293; M. KEHL, La Iglesia. Eclesiología católica, Salamanca, Sígueme, 1996; G. LOHFINK, La Iglesia que jesús quería, Bilbao, DDB, 2' ed. 1986; S. PIÉ NINOT, Iglesia: II. jesús y la Iglesia en R. LATOURELLE y R. FISICHELLA (eds.), Diccionario de Teología Fundamental, Madrid, Paulinas, 1992, pp. 629-640; E. P. SANDERS, La figura histórica de jesús, Estella, Verbo Divino, 2000.

José Angel Ubieta