Enemigos de Jesús
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SUMARIO: 1. Prehistoria. - 2. Los origenes. - 3. La base de los escribas: Escuelas; Tradición. Escribas laicos; Las sinagogas. - 4. Aparicion de los grupos: La escisión. - 5. Saduceos inmovilistas. - 6. Esenios radicales. - 7. Fariseos centrados: Doctrina y práctica: el templo; La torá; El sábado. - 8. Los celotas. - 9. El fin. - 10. Resumen final.


Desde la perspectiva cristiana suele llamarse enemigos a los grupos judíos que se opusieron a Jesús y su evangelio. «Grupo», o facción, tendencia, «partido» dice de los fariseos el historiador judío Flavio Josefo, y el libro de los Hechos «partido» y «secta» en el mismo contexto (He 23, 9; 26, 5): no hay denominación común específica, y aquí se usará una u otra indistintamente. Estos grupos trataremos de verlos coherentemente desde sus raíces hasta su nacimiento y desarrollo, y en lo posible partiendo de sus propias fuentes o desde fuentes judías, como la del citado Josefo. En aquella época surgieron también otros grupos que no se cuentan entre los enemigos. De todos daremos también una breve noticia, ya que hay entre ellos conexiones que sin duda ayudan a la comprensión del cuadro íntegro, y en particular de los grupos que nos interesan. En la segunda parte intentaremos ver la naturaleza y trascendencia del conflicto que plantearon con Jesús y su mensaje.

1. Prehistoria

La prehistoria de estos grupos hay que buscarla en la semilla que se sembró en los años del destierro en Babilonia y que dio lugar al nacimiento del Judaísmo. Aquella experiencia, la más terrible sufrida hasta entonces por el pueblo de Israel, fue un escarmiento que no se olvidaría y profundizó una lenta reflexión sobre su causa y su remedio. Siendo la causa la infidelidad del pueblo a la alianza con Dios por la transgresión y profanación de sus instituciones sagradas, en particular la Torá y el Templo, el remedio no podía ser otro que la restauración de los orígenes mediante una estricta e intransigente depuración de esas instituciones. De ahí nacerá el árbol que más tarde se dividirá en las diferentes ramas.

La tarea de purificación empezó ya durante el destierro. Alli aunque se había perdido casi todo, en particular la patria y la imprescindible presencia del Templo, el pueblo conservaba todavía el tesoro básico de sus tradiciones, ya en parte plasmadas en el Libro sagrado. El sacerdocio; que estába al frente de los desterrados, era el depositario de ese tesoro, y el que concentró la reflexión sobre él, en la que la Torá propendía a dominar decididamente sobre los demás libros, hasta el punto de terminar incluyéndolos, casi como un complemento suyo, bajo su propia denominación.

En efecto, la Torá, como una verdadera carta magna, era y debía ser la norma única que regulara todo el ordenamiento político, jurídico, religioso y social, es decir la totalidad de la existencia tanto presente como futura de este pueblo, según su fe en su destino mesiánico. En el destierro se convertía, pues, en una verdadera «patria portátil». El término Torá significa «instrucción», con un sentido pregnante de inmersión en la Ley y en todas sus derivaciones y extensiones. Su traducción por «Ley» no responde a toda esa complejidad del hebreo; sin embargo, dado que los evangelios dicen siempre «ley», aquí se usarán indistintamente los dos, según los casos.

La Torá regula también el régimen del Templo, con el sacerdocio y el culto. Pero el Templo destaca aparte su singular significación: por ser la sede del arca de la Alianza, es el símbolo del compromiso mutuo de Dios con su pueblo, que confiere a éste su condición de pueblo santo, es el único lugar donde éste puede ofrecerle la respuesta del sacrificio legítimo, y por todo ello se alza como el núcleo visible y la referencia de su unidad e identidad. De ahí que llegue a ponerse al mismo nivel de la Torá. De hecho las dos instituciones constituyen los pilares en que se asienta el orden teocrático judío, que se hallan ensamblados como en un arco de bóveda, si bien la prioridad lógica compete en todo caso a la Torá. El Templo incluye el sacerdocio y, a través de él, forma con la Torá como un círculo virtuoso, ya que si ésta es el conjunto de especificaciones que desarrolla el núcleo de la legislación mosaica, todo ello se ha conservado y elaborado y fundamentalmente en los santuarios y medios sacerdotales, y en coherente respuesta ella misma no se olvida de conferir al sacerdocio la facultad de su custodia, estudio y enseñanza (Dt 31, 9-13).

Junto a estas dos instituciones destaca, en fin, el sábado, obviamente regulado también en la Torá. Ese día sagrado viene a ser como el complemento o extensión del Templo en el cuerpo de la sociedad, canalizando la respuesta de cada familia y cada individuo por medio de la instrucción en la Torá y el culto de la oración.

2. Los orígenes

El árbol procedente de aquella semilla sembrada en el destierro nacía a la vuelta a la patria, favorecido por la política benigna de los persas. El pueblo retornó conducido por el mismo sacerdocio que lo había preparado, el cual, como es obvio, intensificó su programa con la Torá y el Templo como núcleo aglutinante. En los siglos siguientes de ocupación persa y griega, una vez que con el destierro desapareció también la monarquía, el sacerdocio sigue representando y ejerciendo la autoridad suprema de la nación. Bajo su guía, como describen los libros de Esdras y Nehemías, se reconstruye el Templo, se renueva la Alianza y se repite con gran solemnidad el juramento de fidelidad a la Torá. Esta impone su imperio sobre toda la existencia y acapara todos los cuidados, empezando por el de su propia y definitiva codificación.

El alma de esta gran restauración que da lugar a un nuevo orden al que llaman Judaísmo es el sacerdote Esdras. El le impone sus notas distintivas, principalmente el prurito de pureza cultual y legal en el interior del país, y la preservación de todo contacto contaminante con el exterior. Todo ello se marca todavía más a fuego por la primera experiencia que se sufre de la hostilidad de los vecinos samaritanos. Y aunque el propósito que lo impulsa tiene una innegable altitud de miras, no es menos innegable el germen de corrupción que lleva dentro, y que en su momento explotará. Las ramas de los grupos que brotarán de este árbol, todas ellas con el afán de asegurar la identidad de estos orígenes, compartirán sus buenas intenciones lo mismo que sus riesgos.

3. La base de los escribas

«Doctor e intérprete de la Ley entre los hebreos», como con precisión define el diccionario, escriba es nombre de profesional, no de militante ideológico. Con este o con otro nombre la profesión o especialización existió de hecho en Israel al menos desde que empezaron a reunirse las tradiciones y a redactarse las Escrituras. Dentro de su ámbito y con sus peculiaridades, los escribas equivalían a los influyentes secretarios y cronistas que había en todas las cortes reales y en los santuarios del mundo circundante. La peculiaridad en Israel era su exclusiva dedicación a la Torá o Escritura. No eran, por tanto, como el nombre podría sugerir, meros escribientes, eran los intelectuales de la época, y en una situación como aquella de generalizado analfabetismo, sobresalían y se imponían fácilmente sobre la población. Los escribas son, por tanto, anteriores a los grupos, y, cuando éstos aparezcan, podrán no sólo militar en uno o en otro según sus ideas, sino formar fácilmente entre sus dirigentes.

En consecuencia, en virtud de su especialización y maestría en aquello que, sobre todo a partir del destierro, era el alma y la razón de ser del pueblo elegido, debieron ser los grandes conductores y responsables del Judaísmo. El modelo de esta figura de sacerdote y a la vez escriba parte del mismo Esdras, que se hace así también el patrón de los escribas. Esdras venía siendo, en efecto, encargado de los asuntos judíos o «de la Ley del Dios del cielo» (Esd 7, 11. 21) en la corte persa y, como «escriba versado en la Ley de Moisés» (7, 6) señaló el programa del Cuerpo: el estudio de la Torá, su lectura y explicación al pueblo (Neh 8, 8), y el control sobre su cumplimiento estricto, en suma la implantación del «imperio de la Ley». Y ello en sentido practicamente literal, ya que el escriba, además de teólogo y jurista, era el juez que dilucidaba y aplicaba la ley en cada caso, es decir en toda la existencia religiosa del judío.

La significación y ascendencia ante el pueblo que conferían tantas atribuciones podrían reflejarse en la variedad de nombres con que los evangelios los designan, en los cuales nunca se olvida incluir la razón que lo sustenta, esto es la Ley o la Escritura; «maestros de la Ley» (Lc 5, 17; etc.); «legistas, doctores de la Ley» (Lc 7, 30; etc.) y, el más frecuente, «letrados, escrituristas» (Mc 1, 22p; 2, 6. 16; Mt 7, 29; etc.). Y el horizonte de tal significación era un buen estímulo para afrontar los largos años de aprendizaje que requería el dominio de la profesión. El ideal pedía dedicación completa, como encarece la semblanza del Eclesiástico, que la enaltece por encima de cualquier otra ocupación (38, 24-39, 11). Pero como eso presuponía disponer de medios, sean bienes propios o ayudas de donativos, cosa que no estaba siempre al alcance, a menudo tenían que olvidarse de ese ideal y valerse de algún oficio para subsistir. En ocasiones su ejercicio podía exigir incluso el sacrificio de la propia vida (ver Dan 11, 33-34).

Las sinagogas. El medio habitual de actuación de los escribas era la sinagoga, si bien tampoco se prohibían intervenir en la vida ordinaria del pueblo. La sinagoga como institución tiene también su origen en el tiempo del destierro, cuando, carentes del núcleo aglutinante que era el Templo, los sacerdotes-escribas impartían su instrucción, a la vez que la oración y el culto, en el curso de reuniones de fieles que, como sucede en toda obra que empieza, no tenían aún un lugar específico fijo. Al regreso a la patria siguieron el mismo método en los núcleos de población dispersos, hasta que empezaron a construirse locales apropiados, más o menos suntuosos. Reunión o concurrencia se dice en griego, y se consagró cuando ésta se hizo la lengua «común» o internacional, synagoga y, con la misma evolución que el vocablo ekklesía, del contenido, o sea la reunión o asamblea, pasó a denominar el continente físico o edificio.

La sinagoga nace, pues, y se desarrolla como sustituto representación del Templo de Jerusalén, durante el destierro porque éste no existía y en la patria porque se hallaba lejos. La misma razón de asegurar, a falta del Templo, el imprescindible servicio de oración e instrucción en la Torá explica su implantación en las comunidades de la diáspora judía. Esta evolución de las sinagogas va ligada al propio desarrollo del Cuerpo de escribas, y, siempre con la finalidad de cumplir el ideal de la enseñanza de la Torá, se extienden por todo el país. En tiempo del Evangelio puede decirse que había una en cada pueblo de cierta entidad. Esta evolución no se parará: cuando el Templo desaparezca definitivamente, la sinagoga, con los escribas al frente, quedará como la institución que concentre y aglutine la religiosidad del pueblo judío a lo largo de la historia. En fin, por una curiosa evolución semántica, que se produce también en el caso de la iglesia, el nombre volverá también al sentido primigenio de comunidad de fieles, pero abarcando ya a toda la comunidad como institución universal —en principio, ya que otro ramal de esa evolución puede limitarlo a la jerarquía dirigente-, cuando tanto el Judaísmo como el Cristianismo empiecen a denominarse respectivamente la Sinagoga y la Iglesia.

Escuelas. Tradición. Escribas laicos. Con el fin de asegurar su continuidad como Cuerpo, y naturalmente su poder, los escribas tienen buen cuidado de crear escuelas, generalmente en las mismas sinagogas, donde formar discípulos a su medida. Los discípulos se forman «a los pies de los maestros», como Saulo de Tarso a los pies de Gamaliel (He 22, 3), o sea sumisos en una inmersión permanente en el libro de la Torá y en toda la doctrina que ha ido formándose en torno a ella. En efecto, las escuelas tienen tambíény quizá como objetivo principal, el cometido de conservar las enseñanzas que han venido acumulando y transmitiendo de generación en generación los grandes maestros.

A ese depósito, que guarda una línea de continuidad magisterial reuniendo las explicaciones, interpretaciones, precisiones en casos dudosos, formulación según otros nuevos, aplicación de las normas con ejemplos concretos, en fin toda la experiencia del pasado con las sentencias lapidarias de los doctores más insignes, lo llaman «la Tradición de los antepasados (o de los padres)». Pero lo trascendental es que no se trata de un monumento para mera contemplación o estudio, sino que, por el hecho de referirse únicamente a la Torá con la finalidad de ponerla en claro y así asegurar un cumplimiento auténtico, poco a poco va incorporando el carácter santo de ésta y, con ello, su mismo valor normativo y obligatorio.

Anotemos, por último, que a la vuelta del destierro no era posible en el ámbito rural mantener la profesión de escriba exclusivamente, y reservada al sacerdocio, ya que éste se concentraba en torno al Templo y solía residir en el área de Jerusalén. Por otro lado a nadie se le prohibía, todo lo contrario, dedicarse al estudio de la Torá. Y con la prestancia y autoridad que su dominio confería, quedaban francas las puertas para el acceso de los laicos a la profesión. Como además el sacerdocio en Israel era privativo de la tribu de Leví, mientras que los laicos podían provenir de todas, era de prever que por vocación, por promoción y por excelencia, los escribas laicos terminaran imponiéndose a los procedentes del clero, particularmente en esos medios rurales. Obviamente entre los sacerdotes había también escribas, y muchos fueron miembros del sanedrín. Puede decirse por todo ello que estos doctores de la Ley constituyen la base del Judaísmo desde su promotor Esdras, y serán sin duda los principales conductores de las diversas tendencias que surjan dentro de él.

4. Aparición de los grupos

Estas reuniones de gente especialmente sensible a su identidad como pueblo suelen formarse por reacción en momentos de crisis, sean debidas a violencia del exterior o a desviaciones graves en el interior. De grupos especialmente inquietos al respecto hay algún antecedente, por ejemplo los "netineos", donados o separados, (Neh 10, 29; ver Mal 3, 16). Pero un primer grupo que hiciera historia no apareció hasta la violenta persecución del rey seléucida Antíoco Epífanes, que trató de helenizar el país y llegó hasta saquear el Templo y profanarlo ofreciendo sacrificios a Zeus Olímpico. Este grupo, llamado de los Jasidim, asideos, esto es «piadosos», organizó en torno al sacerdote Matatías una enfervorizada resistencia arrostrando muchos el martirio, y luego formó la élite en la guerra llevada a cabo por su hijo Judas Macabeo. Vencido y expulsado el seléucida, se dedicó de nuevo el Templo y se restituyó el sacerdocio y el culto. Era el objetivo fundamental, ya que ello representaba la liberación del pueblo y su reconducción por la senda de la Torá señalada por Dios (ver 1 Mac 2, 42ss; 2 Mac 14, 6ss; Dan 11, 32).

En este tiempo de persecución y crisis surge también, como en terreno abonado, la literatura apocalíptica (representada en el libro de Daniel y en multitud de apócrifos), que traslada la realización de la salvación, hasta entonces reducida al ámbito intramundano, al fin de los tiempos. Los fracasos aparentes, por ejemplo de los mártires, hacen avanzar la conciencia y la revelación hacia la creencia en la resurrección de los muertos y la retribución en un mundo futuro, que se espera o se anhela como inminente, con la aparición del «hijo del hombre» (ver Dan 7, 13), un ser celestial, ahora oculto, que vendrá como juez y salvador en nombre de Dios.

La escisión. Aquella persecución de Antíoco y en particular su profanación del Templo era demasiado hasta para el judío más tibio. Sin embargo, la helenizacion, que también pretendía y que sin duda era más destructora, iba ya infiltrándose por sí sola y sin presiones, sobre todo en la aristocracia y la clase acomodada de Jerusalén, entre la que se contaban las familias sacerdotales influyentes, en especial las de los sucesivos Sumos sacerdotes. Aquello era la modernidad, muy tentadora para los tibios, de modo que entre estas clases de vida muelle no dejó de arraigar generosamente.

Para los celosos esto era intolerable y venía ya gestando una drástica reacción. La chispa estalló pronto, cuando Jonatán, hermano y sucesor de Judas, y por tanto de estirpe sacerdotal, unió a su magistratura civil la de sumo sacerdote. Este maridaje nunca fue bien visto en Israel, pero además venía a suplantar a la rama tradicional de pontífices. En consecuencia el grupo de los asideos rompió con todo ese estamento oficial, si bien él mismo se escindió a su vez, según F. Josefo hacia el año 150 a. C., en dos ramas: esenios y fariseos. Algunos autores sitúan la escisión más tarde, cuando durante la dinastía de los asmoneos se unieron en la misma persona los títulos de rey y sumo sacerdote. En cualquier caso, el motivo era semejante y la reacción seguía la línea y el espíritu de los asideos, esto es la defensa de la pureza de las instituciones patrias, de modo que en este propósito fundamental coincidían los dos grupos. La diferencia, que llegó a ser odio mutuo, estaba en el modo de entenderlo y practicarlo.

5. Saduceos inmovilistas

El estamento oficial, sin embargo, se mantuvo como estaba en su cómodo estatus, que consistía en atenerse a las posiciones religiosas del pasado. Curiosamente, tan avanzados en su mundana extranjerización, eran, en cambio, conservadores, o más bien inmovilistas en las instituciones vigentes, y además contaban con su poder para blindarse en su posición.

Probablemente no habrían formado facción si no hubiera sido por reacción contra los escindidos. Al formarla se llamaron saduceos, bien por referencia al sacerdote Sadoc, el para ellos «legítimo» que apoyó y ungió rey a Salomón frente al «usurpador» Abiatar que apoyaba a Adonías (ver 1 Re 1), o porque otros les dieran ese nombre. Estancados en lo que, al decir de F. Josefo, parece epicureísmo, creen en la santidad de Israel, pero la suponen suficientemente garantizada con que se ofrezcan en el Templo los sacrificios que prescribe la Torá, los únicos que son legítimos para expiar los pecados y santificar al pueblo. Como «tradicionales» a ultranza, la Torá en la que creen es sólo la original, o sea el Pentateuco, nada de otros libros de la Biblia y menos de tradiciones humanas. Y como no figura en esa única Escritura, no creen en la resurrección de los muertos ni en la vida de ultratumba ni en los ángeles (ver Mc 12, 18p; He 23, 6-8). La salvación, que depende de la obra humana y no de la predeterminación de Dios, se verifica dentro de la historia. No abriga, pues, esperanzas escatológicas o apocalípticas.

Finalmente, en política aspiran a un Estado nacional semejante al del tiempo de David en el que el sacerdocio ocupa la suprema magistratura religiosa., y admite a su lado la civil. Con esa autonomía religiosa pasaron todo el período asmoneo.

Bajo el mandato de Herodes perdieron significación, debido más que nada al absolutismo de este rey. Pero con los gobernadores romanos que, salvo rara excepción, respetaban su coto religioso, convivieron pacíficamente, de forma que en todo el siglo 1 hasta la desaparición del templo y del Estado judío, todos los Sumos sacerdotes fueron del partido saduceo.

6. Esenios radicales

Sobre los esenios tenemos la rica documentación de sus manuscritos llamados de Qumran o del Mar Muerto. El grupo venía sin duda formándose en torno a un líder, un sacerdote llamado por ellos «Maestro de justicia» (o «justo», como «Padre santo»), y cuando se escindió lo hizo drásticamente retirándose al desierto de Qumran. Persuadidos de ser el resto santo de Israel destinado a salvar al pueblo, fundaron allí un monasterio con el fin de preparar, en el espíritu de los profetas, en especial de Is 40, 3, esa restauración escatológica que, siguiendo la apocalíptica asidea, creían inminente. El modo era una aplicación rigurosa de lo ordenado en las instituciones de Israel.

Lo primero, el Templo. Esta comunidad tiene, en efecto, una impronta estrictamente sacerdotal, con vistas a una radical regeneración. Ante todo, su retiro es «segregación», como se segrega todo lo que se dedica al culto divino, y la organización funciona bajo la presidencia y control de sacerdotes y levitas. Como resto escogido, reproducen el modelo de las doce tribus con un «Consejo de los doce», y en él puede haber laicos, pero en todo caso bajo la batuta clerical. En lugar del Templo material, profanado, ponen su templo espiritual legítimado por la pureza y rigor de sus ritos: abluciones periódicas en sus instalaciones para baños, comida ritual con vestiduras blancas, y demás ritos que remedan toda la liturgia del Templo.

El descanso sabático es rigurosísimo, con prohibiciones nimias, como la de ayudar al ganado en el parto, sacar del foso a un animal caído en él, etc. Y lo mismo el resto de prescripciones de la Torá. Para ello se entregan a su estudio intenso en la magnífica biblioteca que crean al efecto, y tampoco descuidan la conservación y transmisión de los libros sagrados con una atenta labor de copia en su escritorio, donde también redactan sus propios escritos.

Su modelo de restauración mesiánica es también el más puro: será anunciada por el profeta previsto en Dt 18, 18 y realizada por los dos mesías, el de Aarón y el de Israel, es decir el sacerdote y el rey, por ese orden de prelación, como un trasunto de la época dorada de David.

7. Fariseos centrados

Los fariseos forman el grupo que más nos interesa por su gran intervención en los evangelios y también porque sin duda es el más numeroso de todos: según E Josefo, unos 6.000, que en un tiempo, aunque probablemente ya no en el evangélico, se organizaban en cofradías dispersas por el país. En su rotura con el sacerdocio de Jerusalén, más o menos simultánea de la de los esenios, ellos tomaron el camino del medio quedándose entre el pueblo, pero preferentemente en la zona del norte. El fariseísmo es un movimiento de laicos, y allí, en Galilea y, en parte, también en Samaria, encontraban el terreno preparado por los escribas laicos, seguramente opuestos también a aquel sacerdocio, y podían llevar a cabo juntamente con ellos el programa de su partido, que era intensificar y extender la inmersión de las masas populares en la Torá según los principios del Judaísmo original. Tenían sin duda líderes que, como en la política, no debían ser necesariamente técnicos, pero es razonable pensar que casi todos los escribas no sólo militaran en el partido, sino que se contaran entre sus dirigentes. Esto sucedía, por lo demás, en estas áreas rurales y, como presencia de escribas laicos entre los diri

gentes de un colectivo también laico, es, en una sociedad teocrática como la judía, una interesante innovación del fariseísmo. Y, en lo que respecta al progreso religioso del pueblo, menos extrema y más eficaz que el esenismo, como corrobora su perpetuación en la historia.

Doctrina y práctica: el templo. Pero el distanciamento del sacerdocio no significa rechazo de aquel pilar esencial que era el Templo. Al contrario, lo mismo que los esenios, los fariseos lo llevan en el corazón, seguramente acuden a él por Pascua o en el Kippur, Fiesta de la expiación, como todo buen israelita, pero al no poder ofrecer en él el culto ordinario, lo trasladan a la vida cotidiana. Tal sentido tienen los actos de pureza ritual que realizan obligatoriamente y hasta con más rigor que en el propio Templo, como abluciones, lavado de manos y utensilios, y otros gestos materiales: las vestiduras con las orlas o borlas cosidas a sus puntas o las filacterías que, siguiendo a la letra textos de la Torá) llevaban sujetas en los brazos o en la frente. Este sentido cultual de la vida, sin duda otro gran hallazgo del fariseísmo, impone también diferentes limitaciones, privaciones y ejercicios obligatorios, y no debe negársele seriedad y buena intención, pues en todo caso se orienta a la santificación del pueblo y a un digno culto de adoración a Dios. No obstante, tanto gesto exterior, lleva sin duda también un peligroso germen de superficialidad y rutina.

La Torá. Es lógico que la privación del Templo refuerce más, si cabe, por compensación, la significación de la Torá. Si ella es la expresión de la voluntad de Dios, obviamente para que se cumpla, el culto es la repuesta del pueblo como cumplimiento primero y paradigmático. Y ya que no puede ser en el Templo, que lo sea en los actos de la vida cotidiana también regulados. La Torá se convierte así en el faro central que ilumina y controla la vida entera. Pero el fariseísmo no olvida tampoco la Tradición de los antepasados que los escribas han creado. Si acaso elevan su rango de obligación semejante a la de la Torá, y a veces hasta contraria a ella (ver Mc 7, 5-8).

De esta divinización de la Tora y la Tradición, como encarnación de la voluntad de Dios procede el dogma principal y más trascendente para la existencia del judío: el que establece su cumplimiento como única norma canónica y vía de salvación. Se trata de un cumplimiento en su integridad y hasta en los pormenores. Y de él deriva a su vez, para hacer lo posible, la necesidad de conocer la Torá y por tanto la obligación de estudiarla según las rectas interpretaciones de la Tradición. El reverso de este dogma es el que declara pecadores y malditos a los que, por ignorar la Ley, incumplen sus reglas, en particular las de pureza legal. Por ello son impuros, su contacto contamina, y el fariseo debe evitarlos y marginarlos.

A éstos los llaman en general «el pueblo de la tierra». Fariseo (parush, con f si se aspira) significa «separado», lo que supone e implica un afán -o una persuasión- de pureza y santidad, ante todo cultual, como es santo y puro lo que se segrega (qadosh) para el culto divino. Tal separación puede entenderse: o de los asideos -sería como el retoño de su tronco-, o de los esenios -como hermanos separados, aunque en este punto coinciden-, pero lo más probable es que sea de este «pueblo de la tierra». Denominación que aquí no debe restringirse a la gente rústica o plebeya, aunque así puede entenderse en parte, pero primando sobre la rusticidad la ignorancia que se supone que la acompaña. En el concepto entran, pues, los que viven desentendidos de la Ley: pobres, enfermos expulsados de la sociedad, prostitutas y gente de mala vida, extranjeros y quienes colaboran con ellos, como los publicanos o recaudadores de impuestos, dados además a la extorsión y usura: todos son considerados pecadores, malditos, impuros, réprobos, cuyo mero contacto contamina. Pero lo grave es que la separación de ellos no es un gesto moral particular de soberbia o altivez, sino una obligación impuesta por la misma Ley, por tanto tiene una motivación teológíca o dogmática, y la infracción incurriría en herejía. Es la mera consecuencia del dogma de la salvación por el cumplimiento de la Ley.

Debe subrayarse el aspecto de desentendimiento de la Ley porque, de otro lado, precisamente entre esas capas bajas los fariseos pueden tener muy buena clientela, la gente sencilla pero fiel, diríamos los fieles creyentes, que pueden ignorar pero no desentenderse, que más bien viven literalmente colgando de ellos, de su magisterio, de su dirección y guía, sujetos a su omnímoda autoridad. En este aspecto, no es exagerado decir que bajo esta dictadura que imponen de la Torá, que aherroja al hombre de manera absoluta, los líderes y doctores que presumen de conocerla y aplicarla rectamente y por ello gozan de un prestigio y ascendencia incontestables, son los dueños desde luego de sus militantes, pero sobre todo del alma popular.

De cualquier forma, tanto en esta aplicación como ya en general en el nivel de interpretación de la Torá, incluyendo junto a ella la autoridad de la Tradición, hay diferencias o disensiones que dan lugar a escuelas, la liberal y la rigorista. En tiempo de Jesús destacaban dos maestros famosos: Hillel por la tendencia moderada, y Shammai por la extremista. Esta última se toca ya con la facción de los celotas.

El sábado. Dentro de la Torá, el sábado tiene la especial relevancia que ya conocemos, no diferente de la de los esenios, pero involucrando más al pueblo. Si la pureza ritual abarca la vida cotidiana, el sábado, en la sinagoga pero también fuera de ella, es el día santo y puro por antonomasia, acorde con la importancia que le da ya el mismo Decálogo y luego desarrolla la Torá: él es la respuesta o contraprestación de Israel al don de su alianza con Dios, su expresión permanente y signo de identidad a través de los tiempos. Institución, por tanto, divina y de cumplimiento insoslayable, a la que tampoco deja de añadirse la casuística de la Tradición con nimiedades como la discusión sobre si se puede comer un huevo puesto por una gallina en sábado. Día, en fin, dedicado a un culto de oración, lecturas y enseñanza de la Biblia en las sinagogas, en el que está prohibido todo trabajo.

Tocante a expectación mesiánica, los fariseos siguen la herencia de los asideos, si bien con cierto escepticismo sobre su inminencia, y debido a los sucesivos desengaños; digamos que, sin tenerlo muy claro, tampoco lo descartan del todo. Creen en la resurrección de los muertos y en la vida después de la muerte, así como en la retribución según las obras de cada uno, cuyos méritos se acumulan en una especie de «fondo» particular en el cielo (idea semejante en Mt 6, 20; Lc 12, 33-34p). No todo, sin embargo, depende de la obra humana o de la justicia propia; según Josefo, también hay sitio para la misericordia de Dios, a la que es necesario acogerse. En cuanto al modo, ese futuro lo protagoniza la venida del Mesías-rey, procedente de la estirpe de David, quien librará a Israel de la tribulación y la opresión presente y establecerá la era de su esplendor definitivo.

Por último, en el marco de la política y el gobierno de la nación, los fariseos tuvieron menos protagonismo que los saduceos. En algún período, como el de la reina Salomé Alejandra (76-67 a. C.), gozaron de mayor poder en la capital y lograron introducir algún miembro suyo en el Sanedrín. Pero en general se centraron en la dirección y control de la población rural. Lo cual les compensó granjeándoles un gran respeto y deferencia por parte del sacerdocio y los saduceos.

8. Los celotas

Como movimiento independiente, la facción celota parece que surgió como reacción contra el censo ordenado en Judea por el legado romano de Siria Quirino y ejecutado por el gobernador Coponio hacia el año 6 p. C. Sus líderes eran dos fariseos sin duda extremistas, llamados Sadduc y Judas. Este, a quien Josefo llama «sofista», o sea quizá escriba, era de la Galaunítide, pero le apodaban «el Galileo», lo cual podría denotar cierta extensión del movimiento en Galilea. Su celo y su lucha tienen siempre una motivación teológica: la libertad del pueblo significa el honor de Dios, y por tanto su opresión representada entonces por el censo como signo de soberanía romana, es una ofensa, un sacrilegio contra Dios. Este celo extremista e insobornable se opone a la postura de los fariseos moderados, que podían aceptar como mal menor la soberanía extranjera siempre que dejara inmune y no se inmiscuyera en el ámbito religioso, cosa de la que, por otra parte, los romanos, salvo raras excepciones, solían guardarse. Su celo es también de carácter social, ya que promueven la liberación de los oprimidos, incluso a costa, si es preciso, de renunciar ellos a los bienes y comodidades, lo que les granjea una especial simpatía entre el pueblo. Pero el celo por un nuevo orden les lleva también a la violencia, si llega el caso a la guerra santa (se les llama también sicarios por la sica o puñal curvo romano que solían utilizar), y no temen arrostrar la muerte, que para ellos es un martirio que anuncia la cercanía del reinado de Dios, un reinado, por supuesto, glorioso en el Israel restaurado. Desgraciadamente, en lugar de esa gloria, lo que consiguió el celo de estos extremistas con sus sucesivas explosiones fue conducir al pueblo al desastre.

En la época de Jesús y en particular durante su predicación pública, estos últimos grupos continúan más o menos en las condiciones descritas. Mientras tanto, los celotas no han dejado de enardecer a las masas populares, hasta que, exasperados por las arbitrariedades de algunos gobernadores, consiguen un levantamiento general en el año 66. Para aplastarlo llegan las tropas de refuerzo de la legión romana de Siria. Ante su avance por la ruta del Jordán, los esenios, antes de dispersarse y desaparecer como grupo, se apresuran a esconder sus preciosos manuscritos en las cuevas del entorno, donde se conservarán milagrosamente hasta su casual descubrimiento en 1947.

Los romanos ponen cerco a Jerusalén que cae en el año 70. Arrasan la ciudad y destruyen el gran baluarte del Templo. Todas las instituciones ligadas a él y al gobierno -el sacerdocio, el culto, el grupo saduceo- desaparecen. Los últimos celotas con sus familias, y quizá algunos esenios, en número total de unos 3. 000, se refugian en la casi inaccesible fortaleza de Masada, próxima a Qumran, donde después de resistir un largo asedio de tres años, se degüellan unos a otros antes de entregarse. La nación judía llega así a su fin.

De todo lo que había no queda más que el grupo fariseo, disperso y camuflado entre las capas bajas del pueblo donde dominaba. Sus doctores parece que es por esta época cuando empiezan a adoptar el nombre de Rabb -rabinos-, que hasta entonces era meramente un título honorífico que se había dado también a otros, entre ellos a Jesús (Mc 10, 51; Jn 3, 2 13, 13; 20, 16 etc.). Y en esta situación, que es peor que la del destierro de Babilonia, como hiciera el sacerdocio entonces, ellos administran la supervivencia, recogen el tesoro que les queda, la «patria portátil» -para serlo ya secularmente- la Tora con el Libro santo y la tradición, y logran desarrollar algunos importantes focos intelectuales por el país donde los conservan y estudian. El pueblo de Israel, que con Esdras empezó a ser el Judaísmo, viene a ser ahora este judaísmo de color fariseo. Y hay que decir que esa herencia sagrada que conserva es fiel a su legado histórico y, excepto el Templo y el sacerdocio perdidos, mantiene bien firmes los pilares que subsisten de su Credo, esto es la Torá y el sábado.

10. Resumen final

En lo que nos interesa de fe religiosa, queda claro en una visión global que todos los grupos se mantienen dentro del marco del judaísmo. Puede haber diferencias entre ellos, pueden darse reformas o variantes, pero sin salirse nunca de esos límites. Reformas sí, pero no roturas. Para todos por igual son eternas e inamovibles las repetidas tres instituciones fundamentales del ordenamiento judío. Creen que Israel es el pueblo elegido en exclusiva por Dios y fundado sobre esas instituciones. Los demás pueblos podrán beneficiarse de este privilegio, pero a condición de que se integren en el pueblo judío y se sometan a su ordenamiento. Mientras sufren opresión por la ocupación extranjera, el efecto no es sino la intensificación de esa fe y de la expectación en la próxima y gloriosa restauración de Israel.--conflicto; contexto; instituciones.

BIBL. - MANUEL REVUELTA SAÑUDO, Enemigos de Cristo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1960; JACQUES DUQUESNE, Jesús, Seix Barra], Barcelona. 1996; JOACHIM GNILKA, jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona 1993; W. RUNDMANN (dirs.), Los judíos de Palestina y el fin de la guerra judaica, en El mundo del Nuevo Testamento, 1, Madrid 1973, 159-304.

Manuel Revuelta Sañudo