UNAMUNO
DC


SUMARIO: I. Itinerario hacia el ateísmo.—II. «Crisis religiosa».—III. ¿Etapas hacia el encuentro con Dios?


Desde hace unas décadas se habla en teología de un «giro antropocéntrico». Es una última manifestación del rumbo que tomó la cultura occidental en los días del humanismo en su intento progresivo de ir desplazando a Dios para situar en su puesto al hombre. M. de Unamuno ha sido un heredero de esta cultura humanista. El tema de Dios es ciertamente central en su pensar y en su vivir. Pero siempre con referencia a otro centro de atracción todavía más importante para él: el propio yo con sus ineludibles exigencias. La máxima de ellas, la exigencia de ser, de ser siempre, de ser eterno: la INMORTALIDAD. Es en busca de un asidero firme y seguro para su anhelo de inmortalidad cuando a Unamuno se le hace el tema de Dios ineludible. Sólo el Ser Eterno podría dar pervivencia a su ser temporal, abocado a la nada.

Hemos señalado en estas breves líneas la última y más larga etapa del pensar y del vivir de Unamuno en Dios. Se prolonga desde los 34 años hasta el final de sus días, a los 72. Fue precedida de otras que hay que tener presentes, para mejor comprender lo característico de esta última: la perenne búsqueda de Dios por aquella alma inquieta. ¿Lo llegó a encontrar?

Desde una perspectiva religiosa, la que aquí nos interesa, señalamos en la vida de Unamuno tres etapas con dos rupturas. La primera etapa es la de su fe ingenua, vivida intensamente hasta su ingreso en la universidad de Madrid, año 1880, a los 16 años. La segunda etapa se abre con la primera ruptura en la que pierde éste su fe ingenua y llega claramente a hacer suyo el ateísmo filosófico ambiental. Dura esta etapa desde 1881, segundo año de universidad, hasta la crisis de 1897. Con mayor o menor intensidad Unamuno vive dieciséis años de ateísmo. La tercera etapa se abre de nuevo con una ruptura, la crisis mentada de 1897. En esta crisis Unamuno se inserta definitivamente en el tema religioso, centrado en Dios. Desde entonces hasta su muerte hará de Dios su tema primario y fundamental. Sobre todo, en cuanto soporte de su ansia de pervivencia, de su anhelo de no morir.


I. Itinerario hacia el ateísmo

Si a la primera etapa de fe ingenua sucede una segunda de ateísmo interesa conocer cómo tuvo lugar esta ruptura. De ello tenemos un testimonio autobiográfico del mismo Unamuno en su novela: Paz en la guerra. Bajo el personaje Pachito Zabalbide escribe de sí mismo: «La labor de racionalizar la fe íbala carcomiendo, despojándola de sus formas y reduciéndola a sustancia y jugo informe. Así es que al salir de misa un domingo se preguntó qué significaba en él tal acto y lo abandonó desde entonces, sin desgarramiento sensible»'. Un insaciable deseo de saber, muy propio en todo joven universitario abierto a la cultura, inició a Unamuno a enfrentar su fe con su razón. No hubo pecado en su entusiasmo juvenil por la razón. Lo malo fue su desmesura por la que presuntuosamente exigió pruebas tangibles del misterio de Dios. Y al no hallar las pruebas que su razón le pedía, se repliega sobre sí. Y sin desgarramiento sensible, juzga que el ateísmo es una exigencia de su pensar. En esta vía anda tranquilo unos años, aunque siempre minado por una sensación de vacío que le hace añorar sus creencias religiosas.

Dos agentes muy importantes influyeron en la defección religiosa de Unamuno: uno interno y otro externo. El agente interno fue el sentirse durante sus años universitarios en desamparo y soledad. Años más tarde así describe esta su situación: «Las gentes pasan, no las conozco, no me conocen... He aquí que me hallo sólo dentro del mar humano, mar de misterio». Pero el alma de Unamuno necesitaba amparo. Bien lo dice en su pequeño poema: Tu mano es mi destino. En él leemos: «Me faltan fuerzas para andar, apoya tu mano en mi hombro y así, a tu contacto, me volverán las fuerzas».

Tres causas podemos señalar de esta soledad y desamparo. La primera fue que Unamuno tuvo que vivir alejado de su tierra natal, de la que siempre sintió mucha querencia. A su vez, le daba en rostro el nauseabundo tejido de lubricidad que impregnaba el clima de su vida diaria, tejido en que, según frase propia, se sofoca el alma, aleteando en vano. La segunda causa fue su carencia de amigos. Alma sensible a la amistad, no halló amigo con el que formar yunta para hacer la mejor sementera del vivir, la de la juventud. La tercera causa, quizá la más influyente en su pérdida de Dios, fue el no haber tenido un alma sacerdotal que le diera la mano en medio de aquel diluvio de impiedades sabias que atosigaban su conciencia juvenil.

A esta falta de ayuda sacerdotal, que le era tan necesaria, se unió un agente exterior de muy pernicioso influjo en el eclipse de Dios que entenebreció la mente de Unamuno. Fue el clima universitario que tuvo que respirar. Cuál fue el influjo recibido por Unamuno lo dice él mismo, hablando de su doble, Pachito Zabalbide: «Concurría en esta tarea en la que la fe se iba desnudando a sí misma en su mente, la brusca invasión en esta de mil ideas vagas y resonantes, de retazos de Hegel y de positivismo, recién llegado a Madrid y que era lo que más le penetraba»'. Este texto, que espeja a Unamuno llegado a la universidad, es clave para penetrar en las sinuosidades de su mente juvenil. Testifica aquí Unamuno que fueron los filósofos quienes moldearon su mentalidad juvenil. En primera línea, Hegel y los positivistas. Entre éstos, no sintió predilección por el fundador del positivismo, A Compte, al que apenas menta, sino por los ingleses que dieron consistencia a la tesis evolucionista: Ch. Darwin y H. Spencer.

A quien sea sensible a la historia de las ideas le parecerá extraño que dos direcciones mentales tan opuestas como el idealismo de Hegel y el positivismo de Spencer se hayan avenido en la mente del joven Unamuno. Ante tal avenencia advertimos que éste vio vigente en uno y otro la idea fuerza de aquel momento histórico: el evolucionismo. Esta idea, asumida en esta etapa en que se torna incrédulo, la mantendrá toda su vida. Ella hará de él un racionalista radical, pese a su irracionalismo posterior, desde el que lanzará hirientes ataques a uno y otro. Pero de uno y otro asumió para siempre el deseo de explicarlo todo con su razón. Este deseo de explicación total le alejó primeramente de Dios, por parecerle que su pretendida omnipotencia no daba razón de nada. Más tarde en la hora de su gran crisis espiritual, verdadera llamada de Dios, este terco y total racionalismo imposibilitó a Unamuno el encontrarse definitivamente con su Dios.

Otros dos sistemas, al margen de posibles influjos menores, deben mencionarse para mejor penetrar en la conciencia religiosa de Unamuno: el krausismo y Kant. El influjo del krausismo en Unamuno atrae hoy la atención de los investigadores. En mis reflexiones he llegado a esta conclusión. El krausismo vino a ser para Unamuno una escuela de introversión. De ello hay motivo para alegrarse, pues hay correlación, como método mental, entre esta introspección y la de nuestros místicos. Lo malo del caso fue que en la polémica religiosa de Unamuno le puso en mano múltiples ataques y objeciones contra la Iglesia institucional, lo que facilitó que Unamuno desorbitara el tema hasta hacerlo acre, injusto.

Por lo que toca a Kant una reflexión meditada obliga a un paralelismo entre ambos pensadores, pese a sus enormes diferencias. En ambos, Dios no es tema de la razón pura, la cual declara a Dios meramente posible, según Kant, mientras que, según Unamuno, las pruebas racionales excluyen netamente la existencia de Dios. Pero Kant, al Dios posible de la razón pura, lo declara existente, porque lo exige la razón práctica. En una especie de réplica, con más colorido pasional, Unamuno afirma que el sentimiento, la voluntad, la suprema exigencia del ser y de ser siempre, piden a gritos que Dios exista, porque sencilla y llanamente lo necesitan.

Ante este cuadro de los influjos que pesaron sobre la mente de Unamuno se hace explicable su pérdida de Dios durante los 16 años señalados. En esta pérdida fue decisivo el influjo del evolucionismo, tanto positivista como idealista. Contra lo que a veces se ha escrito, el influjo de Kant y del krausismo no se hace sentir en su pérdida de Dios sino en la manera de cuestionarlo en la tercera etapa de su vida. En los días de su pérdida de Dios estos dos sistemas van dando contextura a su mente. Pero no le impelen a la sima del ateísmo.


II. Crisis religiosa

Esta crisis en la que Unamuno se sintió hundido, suscitó en él la crisis más agónica y decisiva de su vivir religioso: la de 1897. Él mismo la describe con emocionado lenguaje, diciéndonos que una noche de finales de marzo de aquel año 1897 creyó hallarse «en brazos del ángel de la nada». Le salvó en aquel momento la serena y prudente mujer que tenía a su lado, la cual, con cariño materno, se vuelve hacia él para dulcemente increparlo: «¿Pero qué es lo que te pasa, hijo mío?» Unamuno, después de comentar con palabras de ternura este gesto materno de su fiel esposa, prosigue anotando que de mañana se retira al convento de Dominicos donde pasa tres días de reflexión. Allí recibe invitación para irse los inmediatos días de Semana Santa entre los Oratorianos de Alcalá de Henares. Allá va a prolongar su retiro para mejor oír la voz de Dios que le seguirá hablando en aquellos días, impregnados de misterio.

Desde la teología no tengo reparo en calificar este retiro de Unamuno en Alcalá como llamada de la gracia de Dios. Me ha precedido el mismo Unamuno, quien ha dejado constancia de ello en el Diario íntimo, que entonces escribe, más con la angustia de su corazón que con la pluma de su mano. Tres agentes primarios golpearon fuertemente la conciencia de Unamuno en aquellos días que los psicólogos dan en llamar «crisis religiosa», y en verdad fueron días de gracia, de reclamo, de dulce invitación. De estos tres agentes uno lo sintió Unamuno dentro de sí: su orgullo ególatra y pagano; otro fuera de sí: su nada; el tercero, sobre sí: la gracia del que con tan espiritual cariño llamaba aquellos días: Padre nuestro...

Con su orgullo luchó a pecho en sus largas horas de retiro. Lo veía como obstáculo máximo, prácticamente el único, que le impedía ir al abrazo con su Dios. Lo declara bien él mismo: «Estoy muy enfermo, y enfermo de yoísmo. He vivido en la necia vanidad de darme en espectáculo, de presentar al mundo mi espíritu como un ejemplar digno de ser conocido». En su frenético egoísmo llega a creerse el centro del mundo, según confiesa él mismo: «Yo era el centro del universo, y es claro, de aquí el terror a la muerte. Llegué a persuadirme de que muerto yo, se acabaría el mundo». Qué fascinante el momento aquel en que describe la lucha entre su orgullo y la gracia. Al sentir a ésta aletear en torno a sí, Unamuno se pregunta y se contesta: «Y ¿por qué me ha concedido a mí esta gracia? Sin mérito alguno, graciosamente. Y vuelve el condenado orgullo a insinuarme el que he sido un escogido de la gracia, y que por algo lo habré sido. ¡No, no, no y no! Dios escoge al último para manifestar su gloria. ¡Dame, Señor, fuerzas y luz y gracia para creer esto! ¡Concédeme el que me crea indigno de esa merced, y el que borre de mí toda complacencia!»' Patética página sobre las luchas del alma unamuniana.

Frente a sí Unamuno tiene a la nada. Siente ante ella el vértigo del abismo, siempre temido pero que fascina. Bien lo proclama este pasaje de su Diario: «Este horror a la nada, ¿no es un aviso acaso? ¿No sería más horrible que la nada una eternidad de soledad, a solas con la propia nada? Puesto que sólo en ti has pensado, y a ti sólo te has buscado y te has creído centro del universo... tendrás tu propia nada por eterna compañía». Mas en estos días de inspiración celeste halla la oculta senda para ascender desde el abismo de la nada al encuentro con Dios. En uno de esos momentos en que le atrae el vértigo de la nada, reacciona contra él hasta declarar a la nada inconcebible. A tal declaración sigue este atestado: «Y así se cae en Dios, brotando de la desolación de la nada. ¡Nueva creación, sublime creación! La creación de la fe»'. ¿Por qué M. de Unamuno no mantuvo siempre, apoyado en su Dios, esta ascensión sobre el abismo de la Nada?

El tercer agente, la gracia de Dios, tuvo una acción constante en aquel retiro de Unamuno. Le place consignarlo en su Diario. Más tarde, frente a los teólogos que le impugnan, definirá a la gracia, para acrecer la mutua repulsa: «otra escapatoria trágica». En sus días de Alcalá la contempla y la quiere con ingenuidad de niño en limpidez doctrinal. De ella escribe, al comentar la segunda petición del Padre nuestro: «Sin tu gracia no podemos llegar al reino de la vida eterna, y ¿qué es la gracia más que un llevarnos Tú a él?»

También en su ulterior vida borrascosa polemizó con los teólogos por hacer de María una cuarta persona de la Trinidad. Qué distinto su pensar, cuando ve en María la síntesis de la luz y de la gracia otorgadas por Dios a la humanidad. Un santo Padre de la Iglesia española es M. de Unamuno cuando escribe: «La humanidad ascendiendo a Dios, la simboliza María, ascendiendo a Dios, ayudada de su gracia. Cristo es Dios descendiendo a la humanidad, a María. El canto de la humanidad es el Magnificat, así como su oración el Pater noster». Así pues; de luz y gracia, de Cristo y María, estaba inundada el alma de Unamuno en aquellos días de bendición. ¿Por qué entonces no llegó a un definitivo encuentro con su Dios, si todo le empujaba hacia El? Vayamos por pasos contados. Al final de ellos el lector se dará a sí mismo la respuesta.


III ¿Etapas hacia el encuentro con Dios?

El primer paso de Unamuno en su acercamiento a Dios lo señala aquel su estado de conciencia en que oye una soterrada voz que le incita a convertirse. «Agítanse los hombres mundanos, escribe, en la vanidad de sus esfuerzos y trabajos, para no oír a Dios que nos habla en el reposo de nuestra alma, en la quietud y el silencio»". En la quietud y el silencio del sábado santo siente la invitación, que ha venido a ser litúrgica, del salmo 94, que reza: «Hodie si vocem eius audieritis, nolite obdurare corda vestra». Unamuno quiso oír la voz de Dios. Hasta le pide que le cure de su orgullo, aun sin nombrarlo, con la virtud que más se le opone, la sencillez: «¡Sencillez, sencillez! Dame, Señor, sencillez. Que no represente la comedia de la conversión, ni la haga para espectáculo, sino para mí». Esta plegaria la repite, retocada, otro día: «La comedia de la conversión impide la conversión verdadera. Esto es terrible. ¡Sencillez, Jesús mío, sencillez!"

Estos clamores de la conciencia de Unamuno dicen muy alto que iba al encuentro con su Dios. Hasta pudiéramos señalar el domingo de Resurrección como el día del encuentro logrado. En su Diario anota: «Anoche, sábado santo, a la hora de los ejercicios lucha interior... Hoy domingo de resurrección y yo no he resucitado todavía a la comunión de los santos». Todavía por la mañana del fausto domingo no ha habido encuentro. Pero ya por la tarde Unamuno transpira serena satisfacción, cuando atestigua: «Cristo ha resucitado en mí, para darme fe en su resurrección principio de su doctrina de salud... Dame, Señor, absoluta fe y ella será la prueba de sí misma y de su verdad».

Breves páginas después parece dar un comentario a su encuentro en la fe con estas frases por las que se incita a sí mismo a seguir por esta vía: «Hay que renacer. En tantos años no he sentido realmente ser bueno, no he hecho más que pensarlo... Sólo Dios es bueno. Pero Cristo nos dice también que seamos perfectos como nuestro Padre celestial. Querer ser bueno, y quererlo constante y ardientemente, esforzarnos por serlo; he aquí nuestra obra. Todo lo demás es obra de la gracia de Dios, que por Cristo nos ha hecho hijos suyos. Unamuno se siente aquí hijo de Dios. ¿No es esto afirmar haber llegado al abrazo con aquel a quien rezaba en el pueblo: Padre nuestro...?

Y sin embargo, el despliegue del alma de Unamuno ante la nuestra hace ver que el encuentro de éste con Dios no fue pleno. Siguió inserto en su mente el malhadado racionalismo que le separó de su Dios. Nos hace ver Unamuno esta tragedia de su conciencia en esta sola frase: «Al rezar reconocía con el corazón a mi Dios, que con mi razón negaba»". Adviértase, para mejor inteligencia de tan declarante fórmula, que aquí actúa la razón puramente racionalizadora de sus años universitarios, estilo Hegel o estilo Spencer. A esta razón la declara asesina de la vida cuando la impugna desde su irracionalismo vitalista. Pese a todo, en este su retiro espiritual, esta razón razonadora, arrebujada en el último sótano de su conciencia —ya saldrá a flote más tarde— se empecina en seguir negando a Dios, a lo que añade ahorá una sonrisa de mofa a las revividas creencias que tan cerca tiene ante sí Unamuno.

De todo ello concluimos que si el corazón de Unamuno, con todos sus anhelos y deseos, dijo sí, su razón razonadora fue la única causa eficaz de que la conversión de Unamuno y su encuentro con Dios no se realizaran en plenitud de sencillez. El lector podrá recordar aquí las conversiones ejemplares de san Agustín o del card. Newman. En ambas se advierte una totalidad de entrega. En primer término, de su inteligencia prócer. En Unamuno, por el contrario, la inteligencia, con su razón razonadora, se mantuvo siempre erguida ante el misterio de Dios. Hasta en los mejores momentos del fervor religioso de Unamuno. De aquí el fracaso parcial, pero muy sustantivo, de este encuentro de Unamuno con el Padre, a quien invoca con celeste lirismo en su comentario al Padre nuestro.

Mas, ¿qué efecto tuvo esta crisis religiosa de Unamuno, llamada de la gracia por parte de Dios y respuesta sincera, aunque no total, por parte del mismo Unamuno? Mucho se ha discutido este problema unamuniano. Mi larga reflexión me ha llevado a optar por la opinión de quienes piensan que el efecto primario de su crisis religiosa fue su inserción definitiva en el cristianismo. Nótese que con ello no se dicenada a favor de su ortodoxia. Tan solo se subraya que para Unamuno el tema cristiano vino a ser el centro de su vida.

Esto explica que en los años inmediatos a su crisis de Alcalá se entregara al estudio de las grandes cuestiones religiosas. De notar que diera preferencia a los teólogos protestantes: A. Harnack, A. Rischt, etc... Esta misma pasión religiosa le llevó a leer al pensador danés, S. Kierkegaard, de quien se declara muy significativante, no discípulo, como a veces se escribe, sino «hermano en la pasión».

Esta misma inserción en el cristianismo rezuman las principales obras que escribe después de la crisis: Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del Cristianismo, etc... Culmina su sentido religioso en su novela, parcialmente autobiográfica, San Manuel Bueno, Mártir. El párroco de Valverde de Lucerna no se cansa de ser bueno, haciendo bondades. Ni de ser mártir, testificando en obras, su fe. Llevaba fervorosamente a la práctica el lema unamuniano: «Credo quia consolans». Y cuántos consuelos impartió la bondad de san Manuel. Sin embargo al cantar con su pueblo el gran himno de la fe y de la consolación, el Credo, nos cuenta Unamuno que, al llegar a lo de «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable», «la voz de don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba». La lectura de las páginas anteriores de la novela explican este cruciante silencio de don Manuel. En verdad, con su corazón creía creer, pero no creía. Esta concisa fórmula viene a ser cifra y compendio de la larga etapa de la vida de Unamuno después de su crisis de Alcalá.

Si en una ulterior demanda preguntara el lector por la contextura de la conciencia de Unamuno en los largos años de su etapa final, le respondo con un pasaje en el que él mismo se resume en breves líneas. Se halla en su obra fundamental: Del sentimiento trágico de la vida. El capítulo correspondiente lleva este título: En el fondo del abismo. Se trata de su propio abismo, del que da la contextura primaria a su vivir. Pues bien; después de evocar, una vez más, el contraste y lucha entre el sentimiento vital y la razón razonadora, constata: «Mas he aquí que en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente y se abrazan como hermanos. Y va a ser de este abrazo, un abrazo trágico, entrañadamente amoroso, de donde va a brotar manantial de vida, de una vida seria y terrible»'9. Anotemos que en este abrazo trágico, descrito por Unamuno, se halla de por medio Dios, por quien el corazón suspira y a quien la razón declara inexistente.

Este desgarro de razón y corazón hace que escriba estos versos tan doloridos que dirige a su Dios:

«Señor, señor, ¿por qué consientes / que te nieguen ateos? / Por qué, Señor, no te nos muestras / sin velos, sin engaños? / ¿Por qué, Señor, nos dejas en la duda, / duda de muerte? / ¿Por qué te escondes?... / Una señal, Señor, una tan solo, / una que acabe / con todos los ateos de la tierra; / una que dé sentido a esta sombría vida que arrastramos».

Si ahora, al final, el lector hace la pregunta tan repetida de si Unamuno halló a Dios o no lo halló, le remito a estos versos del cierre de su poema religioso, El Cristo de Velázquez:

«¡Dame, / Señor, que cuando al fin vaya rendido / al salir de esta noche tenebrosa, / me entre en el claro día que no acaba. / ¡Mis ojos puestos en tus ojos, Cristo, / mi mirada anegada en Ti, Señor!»

[—> Ateísmo; Fe; Filosofía; Hegelianismo; Iglesia; Jesucristo; María; Misterio; Padre; Racionalismo; Religión; Resurrección.]

Enrique Rivera