MISTERIO
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SUMARIO: I. Misterio.—II. Dios como misterio.—III. La SS. Trinidad como misterio cristiano.—IV. Las religiones de los misterios.—V. Encuentro del cristianismo con las religiones de los misterios de los siglos II y III. Respuesta cristiana.


I. Misterio

La teología tradicional ha venido entendiendo por misterio una verdad sobrenatural, cuya comprensión supera la capacidad cognoscitiva del ser humano y es objeto de revelación divina. Por el contrario, la fenomenología de la religión lo concibe como una realidad peculiar, sin parangón con las cosas del mundo, que hace irrupción en la vida del hombre y lo concierne radicalmente. Su incognoscibilidad es sólo una consecuencia de su superioridad. Para la religión cristiana esta realidad superior es el Dios de Jesucristo; en otros credos o carece de nombre o se le designa con términos, cuyo significado queda suficientemente cubierto con la palabra misterio.

A partir de R. Otto y de M. Eliade, los fenomenólogos de la religión coinciden en describir el misterio como plenitud de ser y realidad por excelencia. Una entidad transcendente que afecta al hombre de forma definitiva en su misma intimidad y que no se agota en el conocimiento que el hombre pueda tener de ella. El carácter de superioridad suplanta al de incognoscibilidad y ocultación, porque se sitúa en un orden de realidad completamente distinto, cuyas características principales son éstas: transcendencia ontológica, superioridad axiológica, absoluta personalidad.

Transcendencia ontológica. El misterio no forma parte del conjunto cósmico ni es elemento de un sistema lógico del que el hombre pueda hacerse cargo por completo. Evoca una realidad completamente otra sin punto de comparación con lo conocido y vivido por el hombre, sin ser por ello un secreto, un enigma, ni siquiera un problema. Surge como modo de ser positivo y denso, superior al entorno mundano, en cuya presencia la persona se siente anonadada. Es, como escribe R. Otto, «lo que sale realmente del círculo de lo consuetudinario, de lo comprendido»'. Su heterogeneidad y transcendencia son, por tanto, la causa de su incomprensibilidad, que no de su irracionalidad, pues, como sugiere X. Zubiri, las cosas nos ponen en la pista de su realidad desbordante de todo concepto representativo.

Superioridad axiológica. Se trata de una realidad que vale más que todo lo demás, no sólo en sí misma, sino también por la bondad que irradia sobre todo cuanto existe. Por eso ejerce en el hombre una atracción irresistible, obligándolo a optar por ella, de forma que en su presencia se siente a sí mismo y experimenta todas las cosas como nada y vacío. Es un valor absoluto que no puede ser sobrepujado y «frente al cual el yo percibe su propia nada»z. Pero su fascinación no es debida a ninguna utilidad práctica e inmediata, sino a que su aceptación hace al hombre partícipe de su propia plenitud colocándolo por encima de sus apetitos naturales.

Absoluta personalidad. Sabedor de su insignificancia ontológica ante la infinitud del misterio, el hombre se entrega a él aceptándolo como el centro supremo de su vida. En esta aceptación se establece una relación, cuyas características coinciden con las del encuentro personal, de modo que el sujeto humano sabe que se encuentra en las manos de alguien que le ofrece amor personal. Percibe el interés de una persona que lo salva. Por eso, toda religión auténtica puede ser considerada como personificación del misterio, ya que representa la respuesta del hombre al requerimiento divino.

Resumiendo: misterio es realidad por excelencia, completamente superior al hombre y al mundo, que concierne íntimamente al sujeto humano y le exige una respuesta personal incondicional. Puesto que es una realidad inefable, su mejor conocimiento es la toma de conciencia de su insondable grandeza. Pero no se trata de una transcendencia inerte e inoperante como el absoluto de los filósofos, sino de una realidad dinámica que toma la iniciativa de manifestarse al hombre, haciendo que éste responda con la entrega de sí mismo en la más completa confianza.


II. Dios como misterio. (Sentido teológico del misterio)

La teología tradicional, centrada en la perspectiva del conocimiento de Dios, ha sido más sensible a la incomprensibilidad e inefabilidad divinas que a su carácter de ser pleno que se manifiesta progresivamente. La afirmación de Juan Damasceno, «la esencia divina es incomprensible e inconcebible», compendia toda una larga tradición teológica4 que entiende el misterio más como límite infranqueable del conocimiento humano que como plenitud de ser. Los teólogos actuales, por el contrario, han sabido recuperar su sentido positivo, eliminando el carácter del enunciado incomprensible y aceptando el de presencia desbordante y de total cercanía en su transcendente realidad.

Esta nueva concepción concuerda con el sentido de la Biblia donde la característica fundamental de Dios no es su incomprensibilidad, sino su manifestación en Jesucristo anunciada en la predicación de los apóstoles y por el testimonio de toda la Iglesia (Mc 4, 11; Mt 13, 11; 1 Cor 2, 1-16; Col 1, 26-27). En esta perspectiva el carácter «misterioso» pertenece realmente a Dios, aunque tenga sentido entender también como misterio otras realidades relacionadas directamente con El. Es cierto que él núcleo del misterio queda siempre fuera del alcance de la inteligencia humana, pero no es menos verdad que nos concierne íntimamente y opera en nosotros, ya que su revelación viene a esclarecer nuestro propio ser. «Palabra de Dios manifestada visiblemente, expresión de lo inefable, signo eficaz, por cuyo medio se realiza el designio salvífico», que atañe a nuestra propia realidad humana.

La revelación del misterio de Dios se convierte así en la respuesta al problema del hombre, pero no en el sentido de clarificación puramente intelectual, sino como autocomunicación de amor que acontece definitivamente en Jesucristo —manifestación del misterio de Dios— de donde desborda a todos los humanos. Esto es lo que significa precisamente la definición de Dios en san Juan como amor (1 Jn 4, 8.16). Por eso pudo decir también san Agustín que el misterio de Dios no es otra cosa que Cristo, presencialización del amor del Padre'. En efecto, la vida de Cristo es una constante superación por encima de lo humano, pero de tal categoría que la condición humana no queda suprimida por la divinidad, sino enaltecida y plenificada.

Odo Casel, inspirándose en la doctrina paulina, ha sabido captar el sentido del misterio cristiano. Lo concibe como manifestación y realización, a la vez, del plan eterno de Dios mediante una acción que, partiendo de la eternidad, tiene su cumplimiento en el tiempo y en el espacio, pero retornando al mismo Dios como a su término definitivo. Su expresión máxima es Cristo salvador, palabra encarnada del Padre, que se prolonga a lo largo de la historiaen su cuerpo místico, la Iglesia. Este misterio, expresado en la voluntad salvífica de Dios, que lo lleva a ser todc en todos, comporta tres momentos puntuales: la vida íntima de Dios, su manifestación en Cristo, su prolongación en la Iglesia'. Los tres se refieren a una realidad inigualable que no puede silenciarse ni quedar encerrada en su hermetismo, sino que el dejarse captar por aquellos que lo desean vivamente forma parte de su esencia`'. Un Dios que no se oculta es un Dios que tampoco se revela, porque el Dios verdaderamente revelado es el Dios que se manifiesta ocultándose'°. Pero este acto depende enteramente del Padre, cuya autocomunicación se realiza gratuitamente por el Hijo en la acción del Espíritu. Tal es el misterio trinitario.


III. La SS.
Trinidad como misterio cristiano

El misterio de la Trinidad, original y propio del cristianismo, expresa que Dios es como se manifiesta y que no se manifiesta como no es. Estriba en el amor como constitutivo de la esencia divina y responde a la visión que Cristo tiene de Dios. Es la figura concreta del monoteísmo cristiano". De ahí que su única fuente de conocimiento sean las expresiones del NT, que constituye el culmen de la automanifestación y acercamiento de Dios al hombre. El punto de partida para la reflexión es la Encarnación, donde Jesús se muestra «siendo de condición divina» (Flp 2, 6), «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «camino» para llegar al Padre: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9), y formando una sola cosa con Él:  «El Padre y yo somos una misma cosa» (Jn 10, 30). Queda excluida la identificación personal entre el Padre y al Hijo, pero se mantiene la unidad en el conocimiento y el amor, constitutivos de la vida divina. Con semejante procedimiento se apunta la misma doctrina acerca del Espíritu Santo. El Parádito, enviado por el Padre en nombre del Hijo para cumplir la promesa y animar la Iglesia por la actuación en cada uno, es asociado a ambos en la realización de la unidad misteriosa de Dios. «El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Lc 24, 49). «Ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (He 2,33). En la consigna del bautismo y al final de la segunda carta a los Corintios, Mateo y Pablo, respectivamente, ponen las tres divinas personas en el mismo plano. «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». (Mt 28, 19). «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo sean siempre con vosotros» (2 Cor 13, 3).

La coexistencia (existir-en) de las tres personas en un Dios único constituye una novedad radical respecto al AT y de las tríadas que aparecen profukamente en el pensamiento religioso antiguo. Si es verdad que la historia de las religiones enseña que Dios ama a sus criaturas, también lo es que solamente el cristianismo afirma que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8), indicando con ello que vive en su mismo ser unas relaciones de intimidad, de reciprocidad y de entrega mutua propias de las personas. Ni meras modalidades del ser de Dios ni cambios sucesivos en su acercamiento progresivo a los hombres, sino el dinamismo propio del amor originario, que es fecundidad, comunicación, benevolencia y mutua relación. Porque es plenitud de ser, es autocomunicación forzosa y, por lo mismo, pluralidad personal, eterna referencia intrínseca y unidad completa. La Trinidad inmanente no se constituye ni se disuelve en la Trinidad económica, sino que se hace presente de un modo nuevo en la autocomunicación soteriológica. En las tres relaciones divinas se realiza la identidad plena de la esencia y existencia de Dios como amor que acontece, ya que Dios, lo mismo que el amor verdadero, no envejece.

La Trinidad como misterio cristiano no es, por tanto, un concepto enigmático e indescifrable, sino la expresión de lo que es Dios en sí mismo y en su relación con los hombres, de modo que, al mostrarnos su ser, nos revela lo que somos los hombres como individuo y como colectividad. Lo recuerda el concilio Vaticano II cuando alude a la oración sacerdotal de Cristo.

El hecho trinitario, profesado ya en la fe cristiana originaria, es formulado categorialmente por la Iglesia antigua y medieval en una lectura ontológica de tipo helenista donde prevalece la experiencia introspectiva del ser humano. La teología actual, en cambio, lo interpreta desde la vinculación de la Trinidad a la persona de Jesús y a la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Esta teología enseña que el núcleo del [Supra, I] misterio está en la reciprocidad o coexistencia, es decir, en existir en el otro, desde el otro y para el otro'''.

Pero no hay que entender esta confesión como una definición estricta de la Trinidad ni como comprensión exhaustiva de Dios. Se trata, más bien, de una afirmación límite que señala lo inefable sin encasillarlo en enunciados escolásticos. Hasta el momento del cara a cara definitivo, la palabra del hombre ante la manifestación de Dios en Cristo tiene que hacerse silencio y convertirse en adoración callada. Es [Supra, II] misterio estricto, porque su conocimiento no es debido a la especulación humana, sino a la libre automanifestación de Dios: «Al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar» (Mt 11, 27; Jn 1, 18). Las pruebas racionales no pasan de ser argumentos de conveniencia que expresan la coherencia racional interna de la fe trinitaria. El contenido fundamental de esta fe es el siguiente: Dios, por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, es la salvación del hombre. En este enunciado se entienden, como despliegue de un [Supra, I] único misterio, la esencia íntima de Dios, la encarnación del Verbo y la salvación del hombre en el Espíritu Santo. Reducido a su núcleo esencial, el misterio trinitario es formulado en este interrogante: ¿En qué medida es Dios uno, siendo así que también Cristo y el Espíritu Santo son Dios? Se trata de un tema teológico, cuya expresión doctrinal no desemboca en una definición que sitúe a Dios en el radio de la captación del hombre, puesto que Dios, a la vez que se revela en Cristo escondiéndose, se esconde en él revelándose'.


IV. Las religiones de los misterios

En el siglo VIII a. C. tiene lugar en Grecia la constitución de la Polis, ciudad-estado, que da culto a las divinidades protectoras, honradas en los santuarios públicos. Es una religión de carácter oficial y política. Sin embargo, la piedad popular sigue por otros derroteros. Se inclina ante Dionisos, Demeter y Coré, cuyos misterios, celebrados en Eleusis, tienen gran aceptación entre la gente. Se establece entonces una doble forma de religiosidad, la oficial de ámbito estatal y la del pueblo con los misterios y las iniciaciones en la esfera de los individuos y de los grupos reducidos. Esta última corriente adquiere un auge extraordinario durante los seis siglos que transcurren desde las conquistas de Alejandro hasta el triunfo y reconocimiento del Cristianismo. Es la época helenista, cuando la Polis da paso a los Estados y la religión oficial se hace cosmopolita. En este período el mundo griego se deja cautivar por el ambiente religioso oriental y junto a los dioses del Olimpo reconoce también las divinidades de Egipto (Isis, Osiris, Serapis y Aois), creando una verdadera síntesis de las religiones griega y egipcia. Desamparado por la secularización progresiva y hastiado del culto oficial a dioses y soberanos, el ciudadano sinceramente religioso se refugia en el contacto con un dios salvador e instituye asociaciones y cofradías en las que personas de distinta clase y condición se dedican al culto de una divinidad particular. Dos son las características principales de dichas asociaciones: la mezcla de edades, sexo y condición social y la unidad de fe y de piedad mediante las prácticas iniciáticas.

Mientras que a la religión nacional se pertenecía por el mero hecho de ser ciudadano, en la mistérica, por el contrario, se entraba por libre decisión, que comportaba la aceptación de normas espirituales y prácticas corporales por las que se obtenía la salvación individual. Puede decirse que, más que una doctrina, era un calmante espiritual y un seguimiento de orden práctico. Un refugiarse en el santuario de la propia conciencia, huyendo de las tradiciones públicas oficializadas. Mediante esta interiorización el fiel conseguía integrarse en el Uno supremo, divinidad entre la luz y la sombra, que salva al hombre porque también ella ha pasado por el trance de la muerte y de la resurrección. Para este nuevo género de vida, recóndita e inefable, preparan los misterios mediante ritos que simbolizan los avatares de la divinidad, pero cuyo significado profundo no aparece en su expresión inmediata. Por eso, su inefabilidad equivalía a inexpresabilidad más que incomprensión. El fiel se sentía incapaz de formular en conceptos la vivencia soteriológica alimentada en los misterios. Ésta es la razón de su secretismo» y «prohibición», propios de todos aquellos que participaban en los ritos de iniciación que, a la vez que se apartaban de los demás, entraban s formar parte de la comunidad de los mystas.

Resumiendo lo anterior, podemo concretar las características fundamentales de las religiones de los misterios en los siguientes puntos: 1. Se difunden al final del mundo antiguo. 2. Son una revancha de los ritos y creencias nacionales. 3. Responden a las exigencias de ultimidad del hombre. 4. Proporcionan la salvación individual mediante la inserción de la persona en una comunidad religiosa. 5. Posibilitan el acceso a la divinidad que padece en la tierra con el hombre y por los hombres. 6. Consideran el culto, cuya finalidad consiste en establecer la unión con el dios, como la causa de este proceso de comunión.

Hay quienes quisieron ver en estas religiones el estadio último del proceso hacia el cristianismo, sin considerar debidamente las profundas diferencias entre las unas y lo otro.


V. Encuentro del Cristianismo con las religiones de los misterios. Respuesta cristiana

Aunque especialistas de la talla de M. Eliade admiten la continuidad del humus religioso antiguo y el Cristianismo, rechazan, sin embargo, las teorías de comienzos de siglo que pretendían explicar los orígenes de la religión cristiana por la influencia de los [Supra, IV] misterios helenistas, sobre todo de los siglos II y III de nuestra era. Según el pensador rumano, ha sucedido más bien lo contrario: la reinterpretación de los ritos antiguos a la luz de los principios cristianos contribuyó en parte a la difusión de los cultos mistéricos. Es verdad que las comunidades cristianas de Alejandría, Antioquía y Asia Menor se vieron obligadas a confrontar su fe en el Dios de Jesucristo con las creencias religiosas circundantes, sobre todo aquellas que procedían de la [Supra, IV] religión griega, y percibieron en los [Supra , IV] misterios iniciáticos rasgos de adviento que constituían una auténtica preparatio evangelica. Independientemente, incluso, de los posibles contactos históricos, no cabe duda que perduran en el Cristianismo elementos que deben ser entendidos en relación con los rituales de iniciación. Así el bautismo introduce al hombre en la comunidad cristiana procurándole la vida eterna, y los demás sacramentos transforman profundamente su existencia. Mas, a pesar de todo, dichas semejanzas no pasan de ser imágenes sombrías que necesitan ser depuradas de sus connotaciones naturales y sublimadas por completo. La originalidad fundamental del Cristianismo y su neta superioridad sobre los [Supra, IV] cultos mistéricos es evidente. La novedad estriba en la mediación de Cristo, Dios y hombre verdadero, en la obra salvadora del hombre y en su incorporación a la vida divina.

La muerte de Dios a manos de los hombres es propia del Cristianismo sin parangón en la historia de las religiones, pues, aunque también mueren y resucitan determinados dioses (Atis, Osiris, Adonis), no lo hacen por obra humana, sino por potencias enemigas de su mismo rango. Sólo el Dios de Jesucristo, que es Dios de amor, puede morir verdaderamente por los hombres y entre los hombres porque los ama de verdad. El carácter de revelación sobrenatural impide también cualquier reducción y dependencia del Cristianismo respecto de las [Supra, IV] religiones mistéricas. El Cristianismo se manifiesta como obra especial del Espíritu que introduce elementos esencialmente nuevos sobre la sabiduría de los misteríos. «El misterio de Cristo —escrib O. Casel— es esencialmente Revelación».

Pero la nota distintiva por excelencia es la divinidad de Jesucristo. El Logos encarnado, verdad y vida de Dios mismo, hace que el servidor fiel que participa de su [Supra, II] misterio se incorpore a la misma vida divina transcendente, la cual comprende la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, que lo hacen santos al igual que ellos. La iniciación pagana, en cambio, intenta superar el dualismo de la materia y del espíritu, transfiriendo al iniciado de la primera al segundo por medio de los ritos mágicos. La inmortalidad se consigue aquí de modo mecánico, no por renovación interior, obra del amor de Dios, como en el Cristianismo.

Un hecho fundamental y paradigmático está en la base de la originalida cristiana: la existencia de un Dios único y personal, que a través de su humanización interviene directamente en la vida de los hombres y en el curso de la historia. La encarnación de Dios en Cristo ( la suprema hierofanía mediante la cual Dios comunica su santidad a todo hombre por el Espíritu Santo. Ésta es la expresión concreta del monoteísmo cristiano, cuyo contenido trinitario la Iglesia formuló en sus comienzos en el contexto cultural del helenismo".

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Juan de Sahagún Lucas