HISTORIA
DC


SUMARIO: I. Acción conjunta de la Trinidad en los diversos órdenes históricos: 1. Actuación de la Trinidad en el mero orden natural; 2. Actuación de la Trinidad en la «historia salutis».—II. ¿Acción sucesiva de la Trinidad en la historia?—III. Progreso de la vida eclesial ante el misterio trinitario.


Muy célebre y comentada ha sido la definición de eternidad, que Boecio da en el último capítulo de su obra, De consolatione philosophiae. Menos lo ha sido el profundo comentario que la acompaña. Se quiere mostrar en él que Dios, por ser eterno, todo lo tiene ante sí presente, y cómo esta presencia no impone necesidad alguna a los actos libres humanos, sean presentes o futuros. Frente a esta eternidad de Dios, «perfecta posesión de vida plena», anota cuán pobre y lábil es la existencia humana temporal. San Agustín le había precedido en esta reflexión. En sus Confesiones medita sobre la eternidad y el tiempo. Y no tan sólo en el plano esencial de los conceptos metafísicos, sino también, y más aún, en el existencial de la vivencia diaria. Confrontados eternidad y tiempo, ve la eternidad como un momento de plenitud que asume en sí todo el pasado y el futuro, mientras que el presente del tiempo no supera el más breve momento. Mentado, ya ha dejado de existir. ¿Cómo entonces incide la eternidad en el tiempo?

Este problema, agudo ya en el plano cosmológico, aumenta su problemática en nuestro intento de hablar de la Trinidad en la historia. De las tres personas de la Trinidad afirma el Concilio IV de Letrán que son «consustanciales, coiguales, coomnipotentes y coeternas». De tan excelsos atributos nos detenemos ahora en el último: el ser coeternas. Y nos preguntamos cómo intervienen estas personas eternas en la historia, inserta en el tiempo, proscenio en el que los hombres van representando su vida en presentes transitorios e irrepetibles. La teología debe dar una respuesta meditada a esta pregunta. Hoy se la siente en nuestro entorno, no ya sólo como especulación, sino también como vivencia.

Durante siglos, desde que la escolástica organizó metódicamente la llamada sacra doctrina, fue elaborando en síntesis grandiosas llamadas Sumas, un sistema doctrinal. Estas Sumas asumieron de la tradición bíblica y cristiana la doctrina. Pero la estructuraron y organizaron en sistema según las exigenciaslógicas del saber que heredó el Occidente de la cultura gregoromana. Con esta teología como sistema, el saber doctrinal cristiano adquirió una precisión y claridad que son nuestras deudas perennes con esta teología. Pero no mantuvo esta teología aquel vivo atractivo de la «historia salutis». Esta historia de salvación cedió el primer plano que tenía en las catequesis primitivas y en la gran Patrística. Vino a ser trasfondo imprescindible, pero no elemento primario en la estructuración del saber teológico, que se atuvo más al rigor de la lógica del concepto doctrinal que a las exigencias urgentes de la vida.

El Vaticano II ha vuelto a los orígenes en lo tocante al saber teológico. Y si bien acepta y asume las aportaciones de la teología escolástica, haciendo uso de sus impecables fórmulas, pide una presencia mayor de la «historia salutis». En esta historia la Trinidad es el agente primario. Es el tema que desearíamos exponer aquí, aunque muy conscientes de hacerlo de un modo muy provisional: por inmadurez propia y de la hora.

Apena que durante siglos la teología haya estado muy vinculada al espíritu de sistema. Peor que al desafiante propósito de explicar la historia bajo el nombre de Dios, pero sin Dios —Gott im Werden— no tuviera una respuesta adecuada, a la altura del signo del tiempo. Se siguió hasta el Vaticano II por el cauce de la teología sistemática. Ahora, por una reacción explicable, pero inmadura, pululan por doquier teologías de la historia. Reconozcamos, sin embargo, que todavía no tenemos una continuación, no digamos un complemento, de la gran obra de san Agustín: De Civitate Dei. Con deseo de contribuir enalgo a la Nueva Ciudad de Dios de nuestro próximo futuro, exponemos estas reflexiones sobre la Trinidad en la historia. Tienen muy en cuenta las lecciones de la teología sistemática sobre este misterio. Pero quisieran entrever con mayor claridad la acción trinitaria en la historia.

1. Acción de la Trinidad en los diversos órdenes históricos

El vocablo «oikonomía» inicia su andadura histórica desde la casa hogareña. Lo pide su origen etimológico: oikos-casa; nomos-ley. Pero de ley de la casa, el orden económico, ha venido a ser ley mundial de nuestros intercambios comerciales.

Choca — entusiasma al mismo tiempo — que san Pablo, desde la prisión en que escribe su carta a los Efesios, utilice este vocablo «oikonomía» para describir el plan grandioso de Dios en su conato paterno por alzar al hombre caído. Escribe entonces esta fórmula grandiosa que resume, como en divisa, todo el plan divino: «Recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra dentro de la economía de la plenitud de los tiempos» (Ef 1,10). Tan divina economía rebasa en mucho la nuestra del dinero. San Pedro parece contraponer ambas cuando escibe a los fieles en su Primera Carta: «Sabéis que no con cosas corruptibles, con plata o con oro, habéis sido rescatados de vuestra manera vana de vivir, sino por la preciosa sangre de Cristo» (1 Pe 1,18). En este Cristo, inmolado por la salud del mundo, ha de recapitularse todo según la «oikonomía» de la salvación, es decir, según el plan divino que ha dispuesto se realice la redención del hombre en la plenitud de los tiempos. Veamos ahora, dentro de este plan divino, esencialmente ligado al tiempo y a la historia, cómo actúa la Trinidad.

Previo a este análisis de la Trinidad en la historia, es preciso mantener firme que para la gran tradición patrística la acción de las personas divinas es siempre una y comunitaria. En De Trinitate san Agustín enuncia con actitud plenamente consciente esta sentencia: «Afirmo con plena seguridad que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una misma sustancia, Dios Creador, y que la Trinidad omnipotente actúa inseparablemente». Más en conexión con la historia, por tratarse del hombre, razona así en De vera religione. Después de afirmar que toda criatura recibe el ser de la Trinidad, escribe: «Mas no por esto se vaya a entender que una porción de cada criatura hizo el Padre, y otra el Hijo, y otra el Espíritu Santo, sino juntamente todas, y a cada una de las naturalezas ha hecho el Padre por el Hijo en el don del Espíritu Santo» .

A su vez, san Buenaventura, ya en plena escolástica medieval, recuerda la promesa de Jesús a todo discípulo fiel: «Mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos morada» (Jo 14,23). Subraya entonces que esta inhabitación prometida es efecto de la gracia santificante, hecho sobrenatural que comenta de esta suerte muy a nuestro propósito: «Y como el efecto de la gracia es común a todas las personas, nunca inhabita una persona sin otra; más aún, toda la Trinidad mora a la vez».

Necesario es tener presente teología tan autorizada sobre la acción conjunta de la Trinidad frente a posteriores tendencias medievales y modernas, fáciles en ver una acción sucesiva de las personas trinitarias en la historia. Por nuestra parte, teniendo muy en cuenta esta acción conjunta de la Trinidad, quisiéramos ahora precisar esta acción en los dos órdenes que distingue la teología: el naturaly el sobrenatural.

1. ACTUACIÓN DE LA TRINIDAD EN EL MERO ORDEN NATURAL. Es sabido que la distinción del orden natural y sobrenatural es una feliz perspectiva teológica que ilumina infinidad de problemas. Y no sólo en la relación Dios-hombre, sino también en nuestra diaria convivencia. En ésta tenemos los cristianos que recordar —no siempre se ha hecho— que antes que cristianos somos hombres. Por lo mismo, los cristianos, fieles a su evangelio, al convivir con los que no lo conocen o no lo admiten, tienen que tratarlos según todas las exigencias de los derechos naturales. De suyo la civilidad se atiene a estos derechos para garantizar la necesaria convivencia. Tanto a nivel nacional como internacional.

Innecesaria podría juzgarse esta advertencia. Muy luego veremos su alcance para mejor comprender la acción trinitaria en la historia junto con las exigencias prácticas, que esta acción conlleva.

Place ahora abrir nuestra ulterior reflexión con este atestado teológico de M. Schmaus: «El ser en general, y, por lo tanto, también el ser creado lleva en sí la impronta de la Trinidad. Además, se puede decir que a pesar de la individualidad de la actividad divina, se podrán encontrar huellas de la Trinidad en toda obra creadas. Este atestado repite la doctrina teológica que expuso san Agustín e hizo suya la escuela franciscana, especialmente san Buenaventura. Pero este descubrir las huellas de la Trinidad en la creación presupone el conocimiento del gran misterio, conocimiento que el hombre sólo puede obtener de la revelación. Sólo por mediación de ésta la mente humana es capaz de transformar este mundo opaco en un transparente reverbero del Dios Trino. A esto tenemos que añadir con el teólogo R. Schulte: «La revelación acontece en la historia y es historia». Abre la revelación su marcha histórica ya en la misma creación.

San Buenaventura, al comentar el dicho bíblico de que Dios lo hizo todo ordenadamente, escribe: «Al añadir con cierto peso, número y medida, se declara que las criaturas son efecto de la Trinidad creadora por triple género de causalidad: causalidad eficiente, de la cual se deriva en las criaturas la unidad, el modo y la medida; causalidad ejemplar, de la cual reciban las criaturas la verdad, la especie o forma y el número; causalidad final, de la cual tienen las criaturas la bondad, el orden y el peso. Estas propiedades se encuentran como vestigios del Creador en todas las criaturas»'. La teología escolástica, en una de sus profundas intuiciones, ha visto en esta triple causalidad una clara manifestación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Con esa triple causalidad inicia la Trinidad su acción histórica en el tiempo.

A su vez san Agustín se detiene con complacencia en considerar la acciónde la Trinidad en la creación del hombre. Sin pedir aquiescencia a los biblistas posteriores se detiene en mostrar la acción de la Trinidad que cree proclamada en el texto bíblico: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Ante este texto razona san Agustín: Se dice esto «para insinuar, por así decirlo, la pluralidad de las personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo».

Este pasaje bíblico ha sido utilizado a lo largo de los siglos por la literatura cristiana para ensalzar la nobleza del hombre, hecho a imagen de Dios. Llega el tema hasta el Vaticano II, quien basa en esta excelsa dignidad del hombre la defensa de sus primarios derechos, tantas veces conculcados. Pero debemos subrayar en este momento que es algo muy propio de san Agustín declarar que el hombre, hecho por la acción de la Trinidad, lleva impresa en sí la imagen de la misma. Cuál sea esta imagen lo expone detenidamente en De Trinitate. De notar que advierte reiteradamente no poder razonar sobre tan escondido tema si no fuera iluminado por la fe. Cumple aquí su lema teológico: «Credo ut intelligam». Pero si es verdad que Agustín no podría razonar sobre el alma humana, como reflejo de la Trinidad, sin ayuda de la revelación, no es menos cierto que esta afirmación: «el alma es imagen de la Trinidad», enuncia una verdad del orden meramente natural. Ni en quien ofende a Dios, negándolo, su alma deja de ser imagen de la Trinidad. Bien pudiéramos decir que la Trinidad, al hacer al alma humana trasunto de sí misma, donó su mejor regalo a la creación sensible.

Añadimos ultériormente que ni siquiera por el pecado original dejó el alma de ser imagen de la Trinidad, según Agustín. Éste, tan pesimista al describir las lacras de la concupiscencia que surgió en el hombre, como castigo de su culpa, es muy mesurado por lo que toca al alma, la cual, aun después de su caída, sigue siendo imagen de la Trinidad.

Dos anotaciones ante esta bella doctrina de san Agustín. La primera declara que la tesis: «el alma es imagen de la Trinidad», es una típica verdad de la sabiduría cristiana. Nunca el pensamiento puro hubiera llegado a ella. No es por tanto filosofía. Por ser verdad en el orden meramente natural, tampoco es teología, pese a hallarse bajo el influjo de la revelación, si nos atenemos a que la teología expone la relación Dios-hombre en el plano sobrenatural. F. de Vitoria afirma que a la teología toca juzgar de todo. Pero esta teología parece muy desmesurada e incapaz de realizar tan universal pretensión.

La segunda anotación apunta a la praxis. Ha hecho nobles esfuerzos el pensamiento cristiano por defender los derechos del hombre, basando su razonar en que el hombre es imagen de Dios. Así santo Tomás. Y en pos de él, con mayor madurez y plenitud, F. de Vitoria. Pero nunca alegan que el hombre sea imagen natural de la Trinidad. Tampoco lo hace el Vaticano II en línea con el pensamiento cristiano anterior. Por diversos motivos se explican estos silencios. El Vaticano II tenía ante sí el motivo ecuménico. A nuestra vera, actual e histórica, tenemos dos grandes religiones monoteístas, la judía y la mahometana, opuestas al misterio trinitario. Hablar de él en un plano meramente natural hubiera sido crearulteriores dificultades a un mutuo acercamiento. Pero ello no debe ser óbice para que el pensador cristiano se sienta autorizadamente acunado por tan excelso misterio. Desciende éste hasta los duros avatares de las luchas políticas para demandar un alto respeto para con el hombre a causa de su eminente dignidad. Muy para tener presente la frase de san Agustín con la que cierra su reflexión sobre el alma como imagen de la Trinidad: «Magna natura est».

2. ACTUACIÓN DE LA TRINIDAD EN LA «HISTORIA SALUTIS». La teología ha contemplado la historia de la salvación como un grandioso plan, proyectado por la benevolencia divina para elevar al hombre a la dignidad de hijo de Dios y para, caído, levantarlo y reintegrarlo a su excelsa dignidad. La teología ha heredado la contemplación de este plan divino del apóstol Pablo. Reiteradamente el Apóstol recuerda este divino plan. Lo llevaba muy en el alma. Nunca más entusiasta que al evocarlo en la apertura de su carta a los Efesios. Desde su prisión penetra en los secretos de Dios, que rige la historia. Detengámonos breve momento a comentar este pasaje, ya mentado anteriormente en nuestra reflexión.

Cuatro motivos queremos señalar entre otros muy valiosos. El primero señala el punto de partida de tan grandioso panorama. No es otro que la bondad, la benevolencia —la «eudokía» con feliz vocablo griego— del Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Esta benevolencia supone una radical menesterosidad por parte nuestra. «Miró la humillación», canta María en su Magnificat. Pero más que de humillación se tratade pequeñez radical, de nonada. Siendo todos nonada, el Padre celeste se fija en nosotros y nos predestina. La teología ha sido larga en adentrarse por este misterio divino de la predestinación. Ahora interesa más bien percibir que si la predestinación es la primera acción efectiva de la divina benevolencia hacia nosotros, más lo es que nos haya predestinado a ser sus hijos adoptivos. Este es el segundo motivo de este excepcional pasaje paulino. Pero la palabra «adoptivo» nos es traicionera. Y lo peor del caso es que no tenemos otra mejor. La adopción divina pone algo del Padre en el hijo adoptivo. San Pedro habla de un consorcio con la divina naturaleza (1 Pe 1,4). Toca a la teología precisar este consorcio. Baste a nuestro propósito advertir cuánto más viva y real es la íntima adopción divina que la adopción humana, algo meramente exterior, si bien con gran repercusión legal. El tercer motivo precisa ulteriormente esta adopción del Padre, haciendo que tenga lugar por una incorporación a Cristo Jesús. Por Cristo, como Verbo eterno, hizo el Padre todas las cosas. Ahora, por Cristo como Verbo encarnado, todo lo del hombre lo centra en él y a él lo incorpora. Cristo no se avergonzó de llamarnos hermanos. Y si este apelativo no es para Cristo motivo de vergüenza, para nosotros es ciertamente un excelso honor compartir con Cristo el título y la realidad de ser hermanos.

Tan bello y alto plan en sus tres primeros motivos tenía que tener una finalidad digna del mismo. Contra el escándalo de una crítica cicatera san Pablo reitera por tres veces, en esta solemne apertura de su carta, que el Padre todo lo ha hecho «para alabanza desu gloria, de su gracia, de Él mismo». Qué bella suena la expresión paulina «eis epainon», para alabanza. Sintetiza esta alabanza el misterio latréutico de los cantos del cielo y de la tierra. Para poder añadir al final que esta meta de alabanza es para el hombre su suprema dicha en total quietud y consuelo.

Este plan, válido si el hombre no hubiera pecado, lo es igualmente después del pecado, si bien añade al mismo el intento de redimir al hombre. En la historia de esta redención la teología distingue tres estadios, según que considere al hombre bajo la naturaleza, bajo la ley o bajo la gracia.

Hoy el estadio bajo la naturaleza, en cuanto preludio e inicio de redención ha sido puesto muy en relieve por el Vaticano II. Ve en toda religión, profesada con sinceridad, un esfuerzo para ir a Dios, que sale siempre al encuentro del hombre de sincera voluntad. Es el tanteo en busca de Dios que constató san Pablo en los filósofos del Areópago. Parece indudable que cuando Antígona justifica su acto pío a favor del hermano porque ha sentido la voz de Dios que la incitaba a hacerlo, es un testimonio primero, para perpetua memoria, del hallazgo de Dios por un alma de buena voluntad".

En el estadio de la ley tiene lugar el gran acontecimiento histórico de la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí. Dios ofrece a Israel su alianza en estos términos: «Yahvé será Dios y protector de Israel, e Israel será propiedad de Yahvé. Pueblo elegido por él entre todos los pueblos». Después de este sacro pacto Dios impone a Israel, su pueblo,'un conjunto de prescripciones: mandamientos morales, leyes sociales, orden cultual, etc... Esta alianza de Dios con su pueblo tiene un mediador en Moisés. Dios se lo otorgó a Israel, no sólo para que le transmitiera su palabra y lo condujera por el desierto hacia la tierra prometida. También para detener su cólera divina ante el pueblo transgresor de la alianza. No puede aquí olvidarse que la gran misión de la ley y de la alianza a ella aneja fue la de hacer de pedagogo, que llevara a los pies del Maestro, Cristo Jesús, al pueblo de la promesa. Ello significa, al mismo tiempo, que fue un estadio de preparación a la gran plenitud que tiene lugar en el estadio de gracia.

El tercer estadio de la gracia tiene por centro a Cristo, el Mesías esperado, el Mediador entre Dios y el hombre, el Redentor del género humano. Momento expresivo de la reconciliación lograda entre el cielo y la tierra es aquel en que Jesús se dirige a Dios con esta palabra sin aditamento alguno: Abbá. El teólogo R. Schulte comenta así este hecho: «Esta palabra pertenece al ámbito del lenguaje familiar... Por qué ha elegido una palabra del lenguaje infantil para hablar con Dios es algo que pudiera explicarse en el contexto de su exhortación a hacerse ante Dios como niños o, respectivamente, a recibir el reino de Dios como niños. La fe cristiana ha interpretado la exclamación Abbá de Jesús como expresión de una íntima comunidad con Dios y de una excepcional conciencia de filiación»13. Respecto de nosotros este razonamiento teológico evoca aquel emotivo pasaje de san Pablo en la carta a los Romanos: «Recibisteis el Espíritu de filiación adoptiva con el cual clamamos: ¡Abbá! ¡Padre! El Espíritu mismo testifica, auna con nuestro espíritu, que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16).

Cierra este balbuceo humano el gran plan proyectado por el Padre antes de la creación del mundo. Llevado a cabo por Cristo ha llegado a ser cálida vivencia en el alma por la acción del Espíritu Santo. Por esta acción el alma toma conciencia de ser hija de Dios y se siente incitada a dirigirle la entrañable palabra que él le dirigió: Abbá-Padre. El plan divino que se abre con la liberal benevolencia del Padre se cierra cuando el hombre, asociado a Cristo, se sienta con él «hijo de Dios».

Mas es de notar que esta vinculación del hombre con Cristo obliga a una ulterior reflexión sobre la realidad que vivió intensamente san Pablo bajo el simbolismo del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. De él proclama que fue un misterio oculto durante largos siglos, pero que ahora ha sido revelado, a saber: «Que los gentiles son coherederos y miembros de un mismo cuerpo y juntamente partícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Ef 3, 6). Así pues; según este texto, completado con otros paralelos, judíos y gentiles, griegos y bárbaros, libres y esclavos, todos han sido llamados a formar un sólo cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo. Tan preclara realidad pudiéramos definirla como la encarnación histórica del plan divino de salvación, obra del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.

Vimos que san Agustín utiliza esta fórmula para declarar la acción conjunta de Dios sobre el hombre. Ahora quisiéramos mostrar cómo este doctor ve la acción trinitaria en el Cuerpo Místico que es la Iglesia, verdadera Ciudadde Dios, que peregrina en la tierra. Un ejemplar capítulo en De Civitate Dei pregunta si la Trinidad ha dejado huellas de su paso y presencia. La respuesta, como era de esperar, es afirmativa. Pero es muy de subrayar el énfasis de san Agustín. Llega a escribir que toda la Trinidad se halla «dentro de sus obras». «Intimatur», dice él, con un verbo intraducible. Por comentario añade: «De ella (de la Trinidad) toma la ciudad santa... y su origen, y su forma y su felicidad —et origo, et informatio, et beatitudo—».

Ante texto tan pleno de contenido no parece pueda mantenerse oposición entre la Trinidad inmanente —la del tratado De Trinitate— y la Trinidad de la «historia salutis» en san Agustín. Es cierto que san Agustín no hace uso del vocablo «oeconomia», como los Padres griegos. No estaba en uso este vocablo latino para significar los altos valores del espíritu. Pero al margen de dicho vocablo, san Agustín hace ver en múltiples reflexiones el plan salvífico, dispuesto por la Trinidad para ser realizado bajo su influjo en la historia. Ejemplar, a este propósito, es el texto recién citado. Su Comentario a los Salmos, cuyo ritornelo mental es el tema del «Corpus Christi mysticum quod est Ecclesia», pregona constantemente la acción trinitaria en este cuerpo místico. Por todo ello pensamos que el alto intento de unir la Trinidad de la pura reflexión teológica y la Trinidad de la «historia salutis» tiene un preclaro antecesor en san Agustín.

Con variantes se prolonga esta intercomunicación de vida y pensamiento a lo largo de los siglos. El entusiasmo triunfal del barroco, tan mal entendidoen ocasiones, nos hace vivir el misterio trinitario por doquier: retablos, fiestas populares, etc... El tenso dinamismo de la Trinidad del Greco, la serena majestad de la Trinidad que corona a María en su Asunción de Velázquez son atestados cumbres de esta piedad popular. En el historiador capuchino Melchor de Pobladura, en su Historia O.F.M. Capuccinorum, al exponer este siglo del barroco, leemos este titular: «De devotione erga SS. Trinitatem». En el texto recuerda al popularísimo misionero, Beato Diego de Cádiz, que fue aclamado como apóstol del misterio de la Trinidad15. En nuestros días M. Ángeles Sorazu, alma recia vasca que se hace santa en Castilla, recibe de su director espiritual preferido, Mariano Vega, la vida trinitaria que la encumbró a una alta santidad". Afortunadamente se ha vivido aquí en España —y no sólo aquí— la poesía: «Que bien sé yo la finte que mana y corre, aunque es de noche...»''.


II. ¿Acción sucesiva de la Trinidad en la historia?

La interrogación de este epígrafe advierte que nos hallamos ante una «quaestio disputata». Iniciada en el siglo XII, se hace sentir con fuerza en el XIII, el siglo de las famosas cuestiones disputadas. Y sin embargo, no aparece elencada en ninguna de las grandes colecciones que dan cuenta de dichas cuestiones. Muy posiblemente se debe a que esta cuestión, tan hirviente en los círculos ascéticos y de reforma, no pesó fuertemente en los centros universitarios. Sólo de paso y de modo fulminante se hizo sentir en la lucha que tuvo lugar en la universidad de París, años 1254-1257, entre el clero secular y las órdenes mendicantes, al publicar Guillero de Saint Amour su obra: De periculis novissimorum temporum. Al doctor parisino Ie salieron al paso dos buenos lebreles de la ciencia teológica: Tomás de Aquino y Buenaventura de Bagnorea. Con ellos el supuesto joaquinismo de las órdenes mendicantes, representa-das por estos doctores, fue eliminado de sus centros universitarios. El mismo P.J. Olivi, la mejor inteligencia de los espirituales franciscanos, tan tocados de joaquinismo, pese a hacer estudios en París, tuvo su máximo influjo en los ámbitos conventuales.

Pero si a los centros universitarios del siglo XIII no preocupó sino de modo somero la cuestión del joaquinismo, ello no fue óbice para que se apoderara de muchas mentes con tal tenacidad que crearon un ambiente que dejó herencia. La obra en dos volúmenes de H. de Lubac muestra, ya desde su título, la fecundidad de esta herencia: La posterité spirituelle de Joachim de Fiord' .

La complejidad de esta quaestio disputata fuerza a escindirla en diversos aspectos, que en Joaquín de Fiore se reclaman, pero que no siempre son compartidos conjuntamente por otros autores. He aquí los aspectos que distinguimos:

1°. La acción trinitaria es progresiva en la «historia salutis». 2°. ¿Tiene la «historia salutis» un único centro referencia) o son dos estos centros: Cristo que cumple la redención, y el Espíritu Santo que hace fructificar esta redención en las almas y en la historia? 3°. ¿Cristo es plenitud de los tiempos en laejecución del plan redentor o es también apertura de una nueva edad: la del Espíritu Santo? 4°. La Iglesia institucional, organizada desde los primer siglos cristianos, ¿deberá ceder eI puesto a otra iglesia espiritual, mística, monástica, que será la iglesia de los últimos tiempos? 5°. ¿Vendrá definitivamente un «mundo mejor», intrahistórico, preparación próxima del mundo eterno, transcendente a la historia?'»

No son ciertamente nimiedades lot cinco aspectos señalados de la teología joaquinita. Se explica que hayan calentado a mentes entusiastas, soñadoras de un mundo ideal frente al fríamente utilitario y falso que les ha tocado vivir: Dada su vinculación con el misterio trinitario, intentaremos aclarar de conjunto estos aspectos de tan compleja «quaestio disputata» desde la historia y desde la teología.

Durante siglos el cristianismo vivió píamente la Trinidad en su vida y en su pensamiento, superadas las grandes herejías contra el misterio y dadas de mano otras menores. Pero en el sigla XII el abad Ruperto de Deutz, después de anunciar el tradicional principio de que la Trinidad actúa inseparablemen'te —«inseparabiliter operatur»— añade estas otras dos aserciones: «Sólo la persona del Hijo ha tomado nuestra carne. La propia persona del Espíritu Santo es la gracia». En su comentario da a entender que cada persona tiene su acción propia: la creación es el «propium opus» del Padre; la redención lo es del Hijo; la santificación es realizada por el Espíritu Santo. Como esta realización tiene lugar a lo largo de los siglos, el Espíritu Santo es el eje central de estos siglos.

El abad Ruperto de Deutz no quiere romper con la veneranda tradición que hemos expuesto anteriormente. Pero da una inflexión al pensamiento cristiano que perdura hasta nuestros días. Su heredero principal fue Joaquín de Fiore. Dejamos para una historia amplia el señalar los retoques que dieron a esta doctrina Honorio de Autun y Anselmo de Havelsberg. Se disputa si el abad de Calabria estuvo bajo el influjo de Ruperto de Deutz. Pero al margen de datos concretos siempre valiosos, aunque no siempre necesarios, el espíritu de la época nos dice que ha sonado la hora en el siglo XII en que se hace oír la idea atrevida, pero grandiosa, de que las personas de la Trinidad intervienen sucesivamente en los tiempos de la historia.

Ya es enorme esta idea de la acción sucesiva de la Trinidad en la historia. Mas Joaquín de Fiore la potencia con las otras que anteriormente hemos señalado. Con decisión asume la idea central de Ruperto de Deutz según la cual el Padre es agente de la creación; el Hijo, de la redención; el Espíritu Santo, de la santificación. De ello deduce que el Padre preside el AT; el Hijo, el NT; el Espíritu Santo la nueva edad a cuya espera nos hallamos. Se da entonces el paso audaz de señalar dos centros en la historia de salvación: Cristo y el Espíritu Santo. Como conclusión última se vino a deducir que la iglesia institucional, con acción vigente, debe dar paso a una iglesia mística, monástica.

Los estudiosos investigan actualmente sobre la doctrina del abad Joaquín. La edición de sus obras y los comentarios a las mismas se multiplican. Todavía es pronto para proponer el corpus doctrinale del famoso abad. La tesis clave de la acción sucesiva de la Trinidad en la historia nos parece sólidamente probada contra intentos de mera apropiación a las tres personas. En un estudio que le dedicamos propusimos un esquema de las tres edades en diez series distintas. De ellas elegimos aquí las dos primeras, como refrendo de que es inviable interpretar las tres edades del abad Joaquín como mera apropiación respecto de las tres divinas personas.

Tres mundi status

Primus

  1. Sub lege

  2. In scientia Pertinet ad Patrem

Secundus

  1. Sub gratia

  2. In sapientia Pertinet ad Filium

Tertius

  1. Sub ampliori gratia

  2. In plenitudine intellectus Pertinet ad Spiritum Sanctum.

Una lectura obvia de este esquema parece exigir que la mente del abad de Fiore veía la acción trinitaria en la historia como sucesiva. Si se interpretara como mera apropiación caerían por su base la mayor parte de las objeciones contra él. Pero se haría casi imposible la historia del joaquinismo. Los joaquinitas señalaron el año 1260 —se lee en el Apocalipsis, 12,6— como principio de la edad del Espíritu Santo. Unos diez años antes comienzan a difundirse los escritos del' abad Joaquín en el centro de Italia (Florencia). Allí calentaron los cerebros de algunos dominicos y muchos franciscanos, quienes creyeron profetizados por el abad Joaquín a sus santos fundadores, símbolos de la nueva edad del Espíritu. Más de un historiador ha visto al mismo san Francisco bajo influjo joaquinita. Puedo atestiguar, después de serena investigación, que la primera generación franciscana, cuyos máximos representantes fueron san Francisco y san Antonio es totalmente extraña al ideal joaquinita. Sobre san Francisco place citar a Ernst Benz, quien me brindó su Ecclesia spiritualis. En ella pude leer cómo este teólogo protestante no percibe rastro alguno en san Francisco de que se sintiera «persona de mesiánica figura». Ya san Buenaventura, aunque radicalmente opuesto a la teología joaquinita, acepta de esta ideología una concepción optimista del futuro, según más tarde veremos. Más influyó en dar apoyo a los joaquinitas por su genial ocurrencia — feliz o nefasta, según se le mire— de aplicar a san Francisco este texto del Apocalipsis (7,2): «Et vidi alterum Angelum ascendentem ab ortu solis, habentem signum Dei vivi». No necesitaban más los joaquinitas franciscanos para declarar a su santo Fundador el ángel precursor de la nueva edad espiritual.

En la imposibilidad de dar más detalles es imprescindible hacer notar que en el ambiente joaquinita del siglo XIV se plasma la idea de una posible y deseada Ecclesia Spiritualis. Tercamente se opondrá esta iglesia a la del mando y gobierno. Y llega pronto un día en que a esta segunda iglesia se le aplicarán los insultantes nombres que el Apocalipsis da a la gran ramera babilónica. Tantadesviación y práctica motiva una ineludible repulsa de las ideas joaquinitas; Pero su influjo es innegable hasta el día de hoy. Se halla muy presente en la obra fundamental de E. Bloch: Das Prinzip Hoffnung. Pero no es para olvidar que tan fantástica doctrina ha hallado su fundamento doctrinal primario en una falsa aplicación del misterio trinitario al desarrollo histórico humano.


III. Progreso de la vida eclesial ante el misterio trinitario

Nos ha parecido una desviación teológica interpretar la acción trinitaria en la historia como un influjo sucesivo de las tres divinas personas. Pero pudiéramos formular el problema en sentido inverso: ¿Puede la Iglesia crecer en el conocimiento del gran misterio y en la vivencia del mismo? Tan bello tema teológico pudiera estudiarse en dos aspectos muy distintos: en el individual y en el comunitario o eclesial.

En el aspecto individual es una constante de la mística cristiana proponer un progreso ascensional en la vivencia del misterio trinitario. Dos clásicos de la patrística lo hacen ver: san Gregorio de Nisa y san Agustín. El primero, en la biografía de su hermana santa Macrina, cuya vida ha resumido en una sola palabra: epéktasis. Significa esta palabra un ascender que pide siempre un ascender ulterior. Hasta el abrazo con el Padre. San Agustín busca, desde la primera página de sus Confesiones hasta la última reposar en Dios. Y lo mismo se constata en san Juan de la Cruz y en las místicas de nuestro siglo: Isabel de la Trinidad y M. Ángeles Sorazu.

No acaece lo mismo en el plano comunitario de la vida del cuerpo místico, la Iglesia. El mundo griego cultivó un sentido educacional estático que ha influido sobre el cristianismo durante siglos. Su educación era en la ciudad y para la ciudad. Pero la ciudad firme y segura, sin pretensión alguna de progreso. A parí debía ser la educación del cristiano en la Iglesia y para la Iglesia. Pero una Iglesia inmutable en un ser y en la moral de lo que debía ser.

Es mérito de alguna de las ideas felices del joaquinismo el haber intentado romper este esquema educacional clásico y haber lanzado a los espíritus hacia una plenitud ulterior en lo social y religioso. Por sus atrevimientos doctrinarios los grandes teólogos reaccionaron en sentido contrario. El caso de santo Tomás es aleccionador. Ante la tercera edad, tan prometedoramente progresista, en la que soñaban los joaquinitas, santo Tomás responde con frialdad académica: «Non est tamen expectandum quod sit aliquis status futurus, in quo perfectius gratia Spiritus Sancti habeatur, quam hactenus habita fuit»27.

San Buenaventura toma una actitud diferente. Lo demuestra este texto que acotamos con máximo relieve por señalar una perspectiva de progreso dentro de la historia de la Iglesia:

«In tempore septimo futuro erit reparatio divini cultus et reedificatio civitatis. Tum implebitur prophetia Ezechielis, quando civitas descendet de caelo, non quidem illa quae sursum est, sed illa quae deorsum est, scilicet militans: quando erit conformis triunfhanti, secundum quod possibile est in vía. Tunc erit aedificatio civitatis et restitutio, sicut a principio; et tunc erit pax. Quantum durabit illa pax, Deus novit».

Manifiestamente ante las visiones del abad Joaquín los dos grandes doctores, santo Tomás y san Buenaventura toman actitudes distintas. Santo Tomás lo cita y lo critica. San Buenaventura no lo cita, pero hace suyas algunas de las ideas del abad Calabrés. El texto acotado muestra que san Buenaventura prospecta dentro de la Iglesia un futuro de mayor perfección. Idea fecunda que en nuestros días la sentimos justamente en torno nuestro. Pienso, sin embargo, que todo este exultante progresismo de los últimos siglos se halla, como estrella luciente y orientadora, en aquella palabra que ya hemos citado de san Agustín, al decirnos que la Trinidad se halla íntima a nosotros — «intimatur» —. ¿Qué mayor y mejor progreso que vivir, a nivel individual y comunitario, este «intimatur» agustiniano?

[—> Agustín, san; Antropología; Catequesis; Concilios; Creación; Doxología; Escolástica; Espíritu Santo; Fe; Filosofaa; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Joaquín de Fiore; Misterio; Padre; Predestinación; Redención; Revelación; Salvación; Teología y economía; Trinidad; Vaticano II.]

Enrique Rivera