BIBLIA, DIOS EN LA
DC

1. ANTIGUO TESTAMENTO

2. NUEVO TESTAMENTO


2. NUEVO TESTAMENTO

SUMARIO: I. Evangelios sinópticos : 1. Dios rey; 2. Dios Padre; 3. El Dios soberano; 4. Perspectivas particulares.—II. Hechos de los Apóstoles: 1. La iniciativa es de Dios; 2. El proyecto salvador; 3. La presencia operante del Espíritu.—III. Corpus paulino: 1. El Dios cristianizado; 2. El Dios de la gracia; 3. El Dios de la paz: a. El Dios justificante, b. El Dios reconciliador, c. El Dios salvador; 4. El Dios Padre y Señor: a. Dios es Padre, b. Dios es libertador, c. Dios es Señor; 5. El Dios del Espíritu; 6. El Dios de la gloria; 7. El Dios consumador; 8. El Dios exigente.—IV. Juan (evangelio y cartas): 1. El cielo abierto; 2. El Dios mitente; 3. La Palabra; 4. Las obras de Jesús; 5. Doble relación con Dios; 6. El Paráclito.—V. Carta a los Hebreos: 1. Plenitud de la alianza; 2. La salvación; 3. La casa de Dios; 4. El Dios omnipresente y exigente.—VI. Cartas de Pedro: 1. La gracia de la esperanza; 2. El pensamiento de la salvación.—VII. El Apocalipsis: 1. La revelación; 2. Los salvadores; 3. El Dios todopoderoso; 4. El Dios remunerador; 5. El Dios cumplidor de las antiguas promesas.


I. Evangelios sinópticos

La presentación que los evangelios sinópticos hacen de Dios es eminentemente existencial. Sitúan al hombre en la órbita divina en la que ha sido colocado por voluntad expresa del Resucitado. Sus últimas palabras: haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19) expresan el deseo de que el hombre entre en una relación de pertenencia a Dios y de participación en su vida. El bautismo en el nombre del Dios tridimensional constituye el discipulado cristiano y logra la comunión de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El «nombre» indica la realidad divina completa. Quien se bautiza en ella pertenece al Dios trino. Es la idea apuntada y anticipada en el bautismo de Jesús: en él manifiestan su presencia el Padre y el Espíritu Santo.

La importancia de la fórmula trinitaria citada no se justifica estadísticamente —es la única vez que aparece en el NT— pero sí conceptualmente. Es la explicitación de la fórmula bautismal «en nombre de Jesucristo o de Jesús el Señor» (He 2, 3.8; 10, 48; 19, 5). Un bautismo que implicaba el perdón de los pecados, la pertenencia al discipulado cristiano mediante la fe y la entrada en la alianza y comunión de vida con el Resucitado. Es el fruto de la acción salvífica de Dios, realizada en Cristo y actualizada a través del Espíritu Santo. Esta es la realidad expresada en una u otra fórmula. La explícitamente trinitaria se halla justificada desde la fe de la Iglesia primitiva: partiendo de Marcos (Mc 1, 9-11; 9, 7) hasta llegar a la primera de Pedro, pasando por Pablo y los otros evangelios sinópticos, y teniendo en cuenta la concepción judía y cristiana del Espíritu Santo, la verosimilitud no puede ser cuestionada. Es la misma estructura trinitaria de la que habla el cuarto evangelio en el discurso de despedida: venida del Espíritu de la verdad, del otro Paráclito Un 14, 15-17); venida de Jesús On 14, 18-21); venida de Jesús y del Padre Un 14, 22-23). En cualquier caso, más que de la fórmula en cuanto utilizada en el bautismo el evangelista poner de relieve su significado.

Los Sinópticos nos hablan de Dios teniendo en cuenta las dos categorías desde las que era comprendido por sus contemporáneos y a las que se adaptó Jesús: el reino de Dios y su paternidad.

1. EL DIOS REY. La idea de la realeza de Yahvé es anterior a la monarquía. Israel soñaba con una teocracia en la que Dios sería su verdadero rey (Ex 15, 18; Sal 93, 1; 97, 1; 99, 1). La experiencia de David, creador de la unidad y de la prosperidad del pueblo, afianzó la esperanza en un futuro rey ideal, descendiente de David, por medio del cual Dios traería la liberación definitiva al pueblo de Israel. Sería el Emmanuel. A él se vinculan las promesas de liberación y el juicio, la salvación y la justicia (Miq 2, 12-13; 4, 1-5). Este reino se caracterizaría por la bendición divina que sería la causa de su bienestar material y espiritual. La literatura judía contemporánea de Jesús habla del «reino», del «reino de Dios», «el reino será para el Dios de Israel», «Dios resplandece en la gloria de su reino». Un reino que se establecerá sobre todos los hombres y que redundará en bendición de Israel.

Según la mentalidad farisea, dicho reino se establece en la historia humana en la medida en que el hombre acepta el yugo del reino de Dios o la obediencia a su soberanía en el cumplimiento de la ley. Esta concepción supone que ya en esta vida se puede entrar en relación con el reino de Dios. Este es el contexto inmediato en el que debe situarse la predicación de Jesús sobre el reino de Dios o de los cielos. Un tema que ponía tensos a sus oyentes, como puede adivinarse fácilmente por las preguntas y aspiraciones que suscita entre sus discípulos (Mc 10, 35ss; Lc 19, 11; 24, 21).

Dios se ofrece al hombre como rey o, dicho de otro modo, el reino de los cielos es un don de Dios (Lc 12, 32), que debe ser aceptado por el hombre. El cumplimiento de la voluntad divina, la observancia de la ley antigua y nueva en cuanto expresión de la misma, es la única garantía para que el don de Dios llegue a sus destinatarios (Mc 12, 34; Lc 6, 31; Mt 5, 20ss). La aceptación de la oferta divina requiere a veces un esfuerzo heroico (Mt 10, 34-36; Mc 9, 47; Lc 9, 62; Mt 11, 12). La decisión por el reino es urgente; mañana puede ser tarde (Mt 25, 1-12). El hombre debe buscarlo con prioridad sobre cualquier otra cosa, debe entrar en él, debe recibirlo (Mt 6, 33; Lc 12, 31). Nunca se dice que el reino de Dios puede ser conquistado por el propio esfuerzo o adquirido aunque sea a un alto precio. La actitud requerida ante él es la del niño que se siente impotente cuando se ha soltado de la mano de su padre (Mt 18, 3-4).

Definir el reino de Dios es tan difícil como hacerlo con el dador del mismo. De hecho Jesús prefiere la sugerencia a la definición: es un tesoro escondido o una perla preciosa, cuya posesión justifica la entrega de la vida por ellos (Mt 13, 44-46); es un poder transformante de la vida desde unas apariencias mínimas, como la mostaza o el fermento (Mc 4, 30-32); una realidad ante la cual la decisión positiva o negativa del hombre determina su suerte última próspera o adversa (Mt 20, 1-15; 13, 24-30.47-50; 18, 21-35; 25, 31-46); una invitación abierta a todos y de la que se autoexcluyen los que piensan tener la exclusiva en él (Mt 8, 11-12; Lc 13, 28-29). El reino es la intervención definitiva y última de Dios en la historia humana, al mismo tiempo que un nuevo orden moral en el que se cumple perfectamente la voluntad de Dios. Dicha intervención divina quiebra el poder opuesto del mal (Lc 11, 20; Mt 12, 28).

Jesús interpreta el reino acentuando la línea del movimiento de Dios hacia el hombre, saliendo al paso de lo que éste necesita: perdón, purificación, promesas, esperanza, orientación, fortaleza, curación, posesión de la tierra. Las bienaventuranzas completan este cuadro: el ideal es recibir la gracia y una gran recompensa en los cielos, ser hijos de Dios, ver a Dios...

Dios está siempre presente, pero es también el gran ausente. Lo mismo debe decirse de su reino. La tensión entre la presencia y la futuridad del reino es fundamental en la enseñanza de Jesús. Tanto él como sus discípulos beberán del fruto de la vid en el reino de Dios: los discípulos deben orar por su venida; las parábolas sobre la vigilancia expresan también el aspecto de realidad futura (Mc 14, 25; Lc 22, 28-30; Mt 6, 9; Lc 12, 35-38; Mt 25, 1-13.14-30; Lc 19, 12-27). Pero su presencia o cercanía se halla también en el centro de la predicación de Jesús (Mc 1, 14-15; Lc 11, 20; 17, 20-21; Mt 1, 2-6; 11, 12-13; Lc 10, 23-24). Son muchas las parábolas que tienen como base la presencia del reino de Dios (Mc 4, 26-29.30-32; Mt 13, 33.44-46).

2. DIOS PADRE. La presentación de Dios como padre se halla en línea de continuidad con el AT y con el judaísmo contemporáneo. Yahvé recibe el nombre de padre por su conducta frente al pueblo elegido (Jer 3, 19). El contexto lo encontramos en la cultura del Próximo Oriente en el que la idea mitológica de la divinidad como padre de todos los hombres o de alguno de ellos es frecuente. En el AT se fundamenta en que Dios es creador (Deut 32, 6). La paternidad divina tiene las características siguientes: sólo se afirma en relación con el pueblo de Israel o con su rey (Dt 14, 1); nunca es aplicada a una persona particular ni a la humanidad en general; en ella es fundamental el pensamiento de la elección, enraizada, a su vez, en una acción histórica del pasado; Dios es comparado con un padre (Sal 103, 13) y el tercer Isaías afirma de forma clara y terminante que Dios es «nuestro Padre» (Is 63, 16). El judaísmo del tiempo de Jesús también llama padre a Dios. «¿En quién debemos confiar? En nuestro Padre, que está en el cielo», afirma el rabino Eliezer.

En la predicación de Jesús la paternidad divina se convierte en idea central. Dios es designado como padre en 142 pasajes de los evangelios. En el de Juan llega a ser sinónima de Dios. Es llamado abba (Mc 14, 36), que expresa la confianza del hijo para con su padre. Nunca es utilizada en el judaísmo, ni en la oración personal ni en la litúrgica.

Hubiese sido una falta de respeto. Siempre es utilizada por Jesús. Con ello expresaba la compenetración, familiaridad e intimidad que mantenía con Dios; la conciencia que él tenía de su filiación; la diferencia que él establece entre él y nosotros: distingue claramente entre «mi Padre» y «vuestro Padre»; rompiendo los privilegios judíos la paternidad divina es abierta a todos los hombres (Mc 7, 27-29; Mt 8, 11-12; 5, 45); la revelación que Dios ha concedido únicamente a él (Mt 11, 25-27).

El que se adhiere a Jesús será recompensado por el Padre, no mediante una recompensa terrena, sino participando con él en la salvación del reino de Dios (Lc 12, 32). Esto significa que la filiación divina es, sobre todo, una promesa para el tiempo de la consumación. La paternidad divina se demuestra en su perdón y en la alegría por concederlo (Mc 11, 25; Lc 15, lss); en la recompensa inmerecida que concede a sus hijos; en la llamada a la decisión que implica; en su poder liberador; en que es creadora de comunión familiar entre todos los que rezan el Padrenuestro y de exigencia de apertura hacia todos (Mt 20, lss; Mc 1, 14-15; 3, 27; Lc 10, 18; 11, 20; Mt 5, 44ss; Lc 6, 27-35); en el juicio negativo frente a los que no toman en serio las exigencias de conversión que lleva consigo (Lc 13, 1-9).

Los grupos religiosos expresaban su identidad mediante una oración que les distinguiese de los demás. Los seguidores de Jesús pidieron al Maestro que les enseñase «su» oración. Fue la del Padrenuestro. Es el carnet de identidad del cristiano. En el evangelio de Mateo se halla en el contexto de la catequesis esencial del discipulado cristiano. A la hora de manifestarse como cristianos, el punto esencial de referencia es el Padre celestial: en relación con la limosna, con el ayuno, con la oración... aparece diez veces el nombre de Padre (Mt 5, 5-18). Dios es Padre y lo es de una forma personal y comunitaria.

¿Dios madre? Aunque no suene bien a nuestros oídos, no existe razón alguna para que no pueda ser llamado así. Isaías compara su amor con el de una madre (Is 49, 15). Juan Pablo I, en el Angelus del 10 de septiembre de 1978 afirmó: «Dios es padre, más aún, es madre». En la Dives in misericordia, nota 52, Juan Pablo II no llama explícitamente a Dios madre, pero lo hace de modo equivalente.

3. EL DIOS SOBERANO. El reino de Dios y la paternidad divina nos presentan a un Dios cercano. Esta visión debe ser completada con la de su señorío único. El Abba está «en los cielos». Se expresa así la distancia entre el hombre y Dios. Se pone de manifiesto la majestad divina tanto o más que su paternidad. Es el Dios que debe ser adorado, alabado, glorificado y reconocido en su poder en la creación y en la historia (Mt 3, 10; Lc 2, 20.38; Mc 2, 12; Mt 9, 8; Lc 7, 17; Mc 9, 1; 10, 6.27; Mt 11, 25; Lc 5, 17). Característica exclusiva suya es su bondad única que le hace digno de fe y de temor y ante cuyos ojos todo está patente (Mc 10, 38; 11, 22; Lc 23, 40; Mc 13, 32; Mt 24, 16).

Es el Dios que se hace Emmanuel mediante la acción del Espíritu Santo; él le engendrará y será causa de la alegría del Bautista ya antes de nacer (M¿ 1, 18-23; Lc 1, 35.41); actúa en las personas que esperaban el reino dq Dios (Lc 1, 67; 2, 25-27); se servirá de él para inaugurar un nuevo bautismo ! (Mt 3, 11; Lc 3, 16); actuará en su Hijo poseyéndolo por completo (Lc 4, 1.18; Mc 1, 12; Mt 10, 21-22; 11, 13).

Cuando los discípulos se conviertan en predicadores y tengan que defender su fe contra sus perseguidores el Espíritu Santo vendrá en su ayuda (Mc 13, 12; Mt 10, 20; Lc 12, 12). La presencia operante del Espíritu Santo se deduce de la actividad de Jesús que instaura el reino expulsando a los espíritus inmundos... (Mt 12, 28). La negación de la presencia del Espíritu Santo en Jesús —eso es la blasfemia contra el Espíritu Santo— no será perdonada nunca, porque equivale a la exclusión del único camino para la salvación (Mc 3, 29; Mt 12, 31; Lc 12, 10).

4. PERSPECTIVAS PARTICULARES. La presentación concreta que los evangelistas nos hacen de Dios se halla vinculada a la interpretación que hace cada uno de ellos de su intervención en el mundo. Esto nos llevaría al terreno de la cristología y, más en concreto, al significado de los títulos con los que presentan la figura de Jesús. Esto, evidentemente, desborda nuestro cometido.

El evangelista Marcos habla de Jesús y de su filiación divina teniendo siempre en cuenta su referencia total al Padre, en plena obediencia, ya que un hijo debe imitar al padre (Mc 12, 1-11; 14, 36). Su quehacer terreno es preparar el «camino del Señor», al estilo del Bautista. Su enseñanza y los hechos extraordinarios que hacía provocaban la admiración y aclamación de las gentes. Su culminación es la confesión pública de la fe cristiana puesta en labios del centurión: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 39). La revelación divina le confiesa como Hijo de Dios (Mc 1, 11; 9, 7; 15, 33-38; 16, 6-7). En su actuación «en secreto» — secreto mesiánico— y en su autoridad indiscutible se manifiesta Dios, y la acción del Espíritu contribuye a descubrirlo.

El evangelio de Mateo se fija en tres aspectos: el de Dios como juez, que retribuirá a cada uno según sus acciones y al que no se puede engañar con buenas palabras (Mt 16, 27; 12, 36-37; 13, 41-42; 23, 3; 5, 17-20; 21, 28-32). Más aún, este Dios exige que las obras broten de un corazón bueno y limpio; los frutos buenos suponen un árbol bueno (Mt 5, 21-30; 7, 16-20). El aspecto de Dios como padre lo acentúa Mateo de modo singular. Una de sus frases favoritas es Dios, vuestro padre, que está en los cielos. Su cuidado paternal es permanente y atiende especialmente a los «pequeños» (Mt 6, 25-34). Estos son, por supuesto, los niños, los hijos, pero también todo aquel que necesita el perdón y todo aquel que, por su fragilidad, ha caído en el pecado o ha fallado en la fe (Mt 18, 6). Dios es, por supuesto, el Dios de Israel, pero también el Dios universal. Así lo demuestra ya la estructura de su evangelio: tiene como punto de partida la genealogía de Jesús, hijo de David, hijo de Abrahám, y como conclusión el mandato de enseñar y hacer discípulos a todos los hombres.

El tercer evangelio destaca, por un lado, su estrecha unión con Dios y, porotro lado, la sumisión del Hijo a la voluntad del Padre (Lc 23, 46). Lucas no contempla ni se plantea la cuestión sobre la preexistencia de Jesús. Esto hace suponer como algo evidente por sí mismo la subordinación o sumisión de Jesús a Dios, Esta sumisión al Padre la explica Lucas teniendo en cuenta que sólamente Dios es el creador. Dios constituye a Jesús en Mesías-Cristo (Lc 4, 18). Lucas no se plantea la relación existente entre los tres momentos más significativos en esta cuestión: el bautismo, la resurrección y la concepción virginal. Probablemente, según lo que se puede deducir del estudio de la obra lucana, haya que pensar en la concepción virginal como dato fundamental que pretende acentuar la filiación divina de Jesús. Su relación con la historia de la salvación puede formularse así: lo ocurrido antes de él, protagonizado por el antiguo Israel, es su preparación y prehistoria; lo ocurrido despues de él es su explicación y prolongación. Esto significa que el tiempo de Jesús y el de la Iglesia no pueden ser presentados como independientes. Lucas considera ambos tiempos bajo el denominador común del cumplimiento del tiempo y de la prolongación del reino de Dios: la ley y los profetas llegan hasta Juan; desde ahí comienza a anunciarse la buena nueva del reino de Dios (Lc 16, 16).


II. Hechos de los Apóstoles

El Dios tridimensional, uno y trino, se halla en el libro de los Hechos presente y operante por doquier. La acción trinitaria es mencionada con relativa frecuencia destacando su intervención conjunta en la obra de la salvación. Cumpliendo lo previsto en el AT, Dios derramó su Espíritu sobre los hombres bien dispuestos para que puedan descubrir en Jesús al Señor y Salvador (He 2, 17ss). La donación del Espíritu Santo se halla garantizada por la promesa firme de Dios, por el viento impetuoso que sacudió la casa donde se hallaban los apóstoles, por la aparición del fuego en forma de lenguas y por la reacción de todos los presentes: partos, medos, elamitas... que oyeron hablar en sus propias lenguas las grandezas de Dios (He 1,8; 2,1 ss; 11).

Jesús, exaltado a la diestra de Dios, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo y lo derramó sobre los que habían creído (He 3, 33). Los apóstoles son testigos de la acción de Dios que resucitó a Jesús y éste es también el testimonio del Espíritu, que actúa en ellos (He 5 ,31-32). Lo que Jesús hizo y enseñó queda enmarcado en la acción más amplia de Dios iluminado por la luz del Espíritu Santo y por su poder (He 1, 1; 10, 38). Jesús fue ungido por Dios con Espíritu Santo y con poder. Su acción salvadora sería imposible sin la confluencia de Dios y del Espíritu Santo en ella. La conversión de Cornelio es una preciosa escenificación de la acción de Dios y de la presencia del Espíritu en el descubrimiento de la salvación y en el reconocimiento del señorío único de Cristo (He 10, 44-11, 16).

1. LA INICIATIVA ES DE DIOS. Es él quien tiene siempre la iniciativa en el misterio de la salvación: él fijó los tiempos y momentos; determinó, mediante el procedimiento de las suertes, quién sería el sustituto de Judas; concede la gracia a los que habían de ser salvados (He 1 ,7; 1, 24; 2,47). El tiempo se encargó de demostrar, como propuso Gamaliel a los dirigentes del pueblo, que se trataba de una obra de Dios; el discurso de Esteban expone la historia de la salvación como una aparición de la gloria de Dios a partir de Abrahán (He 5,39; 7,2 ss). Pablo desarrolla el pensamiento de la elección que debe ser comprendido por los israelitas y todos los temerosos de Dios, y muchos de los judíos y de los prosélitos se adhirieron a Pablo y a Bernabé aceptando su anuncio (He 13,16 ss. 42). Es la gracia de Dios la que inicia el proceso de evangelización a los gentiles y la que les abre la puerta de la fe; Dios determinó que los gentiles oyesen la palabra del evangelio y creyesen por la predicación de Pablo (He 14, 26-27; 15, 7). Con el recurso literario de la visión buscan Pablo y sus acompañantes el modo de pasar a Macedonia, «seguros de que Dios los llamaba para evangelizarlos» (He 16, 10).

El Dios que tiene la iniciativa en la historia de la salvación es el Señor digno de alabanza, de adoración, de acción de gracias, de temor, de obediencia, de que se le dé el culto debido (He 2, 47; 3, 8-9;17,4; 27, 35; 13, 16; 4, 19; 18;13). Es el Dios altísimo, el Dios de los padres, el que dirige la marcha de la historia, el que se halla detrás de los instrumentos que utiliza para la evangelización dándoles fuerza y valor (He 7, 48 ss; 13, 32; 18, 21;3, 12-16; 19, 11; 21, 19). Dios es el esencial punto de referencia para la formación de la conciencia y del recto obrar humano (He 23,1; 24,16). Es el Dios des-conocido, que quiere que los hombres participen en su reino; el Dios que demuestra su grandeza en su actividad salvadora (He 17, 3; 8, 12; 14, 22; 19, 8; 2, 11). Es el Dios de la gloria, el que se manifiesta a los hombres de alguna forma perceptible y quiere ser aceptado por ellos, al que no se puede mentir y del que no se puede blasfemar (He 7, 2.55; 10-40; 12, 23;5, 4;6, 11).

El pensamiento de Dios creador es ajeno al libro de los Hechos. La afirmación del mismo surgió en la pluma de Lucas que lo pone en labios de Pablo. La razón que lo justifica debe verse en el esfuerzo de adaptación a una mentalidad no judía, que debe ser interpelada, no desde la historia salvífica, sino desde la mentalidad griega que partía de la creación para llegar al creador. Notemos que el pensamiento del Dios creador lo tenemos en los discursos de Pablo en Listra y en el Areópago (He 14, 15; 17, 22-30).

2. EL PROYECTO SALVADOR. Dios actuó en Jesús dando cumplimiento a lo anunciado por los profetas. La futura acción divina, que ellos anticiparon, se cumple en Jesús, que es el profeta anunciado por Moisés (He 3, 18-26). La realización del proyecto salvador se concreta en Jesús. Dios actúa en la historia y a través de un hombre como los demás. El libro de los Hechos considera a Jesús como un hombre con patente divina. El pensamiento de la preexistencia no se halla dentro de su óptica. Jesús tiene la aprobación y la legitimación de Dios, como lo demuestran sus milagros, signos y prodigios (He 3, 22; 10, 38). La acción de Dios en Jesús la pone de relieve muy particularmente la resurrección de entre los muertos. Los discursos que recogen el kerigma cristiano contraponen a los dos protagonistas en los últimos acontecimientos de la vida de Jesús: vosotros, los judíos, le matasteis, Dios le resucitó. Entre estos dos extremos se hallan los anunciadores de la palabra como testigos de lo ocurrido. La expresión «Dios le resucitó» es una idea y una fórmula sobre las que el libro de los Hechos vuelve una y otra vez de forma obsesiva (He 13,30.34.37, es un buen ejemplo).

El realizador de la salvación es presentado como un hombre con la patente divina. Esto suena a subordinacionismo frente al Planificador de la salud. Lo es sólo desde la consideración de la humanidad de Jesús. Desde la resurrección de Jesús toda su existencia fue elevada al plano de la divinidad (Rom 1,3-5). Y esta realidad se halla expresada en el libro de los Hechos de múltiples maneras, particularmente en la titulatura cristológica: Dios lo levantó hacia sí haciéndolo Señor y Cristo; es el Kyrios al que el hombre puede convertirse mediante la adhesión de la fe; es el Señor de todos y el anunciador y realizador de la paz (He 1, 9.11.22; 2, 36; 5, 14; 9, 5. 35.42; 10, 36). Es el Mesías-ungido de Dios, el salvador que Dios ha proporcionado a Israel; su nombre, la plena realidad de su persona, tiene poder salvador y no hay salvación fuera de él (He 3,18; 4, 26; 5;31; 13, 23; 3, 6.16; 4, 10-12; 5, 40; 9, 34). El bautismo salvador se administra en su nombre, en el que converge la acción del Dios tridimensional (He 2,38; 8, 16;10, 48). Es el «siervo» anunciado por Isaias, plenamente solidario del pueblo al que tenía que salvar mediante la entrega de su vida (He 3, 15.26; 4, 27.30). Es el Hijo de Dios (He 8, 37;9, 20). Es llamado «el santo», y de este modo Jesús es presentado como perteneciente al mundo de Dios y, por tanto, infinitamente distante del pecado; «el justo», con el sentido de inocente, sin culpa, cuya causa sería reconocida como justa por su victoria sobre la muerte; «autor de la vida», el que guía o conduce a los hombres a la vida de Dios (He 3, 14-15; 5, 31).

3. LA PRESENCIA OPERANTE DEL ESPÍRITU SANTO es tan patente en el libro de los Hechos que ha sido considerado como el verdadero protagonista del mismo. Los discípulos reciben las últimas instrucciones de Jesús a través del Espíritu; vivirán bautizados o inmersos en él y actuarán gracias a su poder; el Espíritu viene sobre los apóstoles, sobre los que reciben el bautismo, sobre Pedro y sobre cuantos se convirtieron por su palabra (He 1, 2. 5. 8; 2, 4. 38; 4, 8. 31; 10, 44-47; 11, 12.15. 16. 24. 28). El testimonio apostólico sobre Cristo resucitado es posible gracias a la acción del Espíritu Santo; lo mismo ocurre a propósito del testimonio de Esteban y en la misión de Sama-ría el Espíritu Santo se hizo presente mediante la oración y la imposición de las manos (He 5, 32; 6, 5.10; 7, 55; 8,15.17-20).

El Espíritu Santo actúa en la conversión de Saulo; ante la predicación de Pablo los gentiles se llenaron de alegría y del Espíritu Santo, hecho que reconoce Pedro en el concilio de Jerusalén. La acción del Espíritu Santo en los apóstoles es tan clara que hizo surgir la célebre frase: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros»; no aceptar el plan divino de la salvación equivale a resistir al Espíritu Santo o mentir al Espíritu Santo (He 9, 17; 13, 9. 52; 15, 8.28; 7;5,3).

La marcha positiva de la evangelización expresa la acción del Espíritu Santo en los anunciadores y en los receptores de la misma. Las dificultades insuperables en una determinada tarea apostólica son interpretadas como un no querer u oponerse del Espíritu Santo a ella.


III. Corpus paulino

Apoyándose en la tradición eclesial y en la propia experiencia personal Pablo logró formular el designio salvífico del Dios tridimensional, el Dios uno y trino, de forma insuperable: Dios cumplió sus promesas enviando a su Hijo y actuando a través del Espíritu; logramos la paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu que nos ha sido dado; somos santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (Rom 1,1-3; 5, 1-5; 1 Cor 6, 11). El Apóstol desea a los cristianos de Corinto la gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo; la bendición de Abrahán llega a los gentiles en Cristo Jesús y por la fe en el Espíritu de la promesa; se dirige a los filipenses invocando la exhortación en Cristo, la persuasión del amor (ialusión al amor del Padre?) y la comunión en el Espíritu (2 Cor 13, 13; Gál 3,14; Flp 2, 1). Los hermanos de Tesalónica se hicieron imitadores del Señor aceptando el evangelio con gozo del Espíritu Santo; el Apóstol dagracias a Dios por los amados del Señor, que él eligió para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu (1 Tes 1 ,4-6; 2 Tes 2, 13).

1. EL DIOS CRISTIANIZADO. El Dios de Pablo es el del AT: el Dios de las promesas; aquel del que hablan las Escrituras; el Dios fiel, al que Pablo pone por testigo de la veracidad de lo que afirma; en el que no hay acepción de personas; el Dios veraz; el que confió su palabra al pueblo judío; el que es poderoso para cumplir lo prometido; el que anticipó en Abraham la justificación por la fe; el Dios magnánimo y soberano a quien nadie tiene derecho a pedir cuentas por su actuación (Rom 9, 20); el Dios al que se dirige la oración: digno de adoración, de alabanza, de acción de gracias; el Dios creador: es capaz de dar la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean (Rom 4, 17); el hombre nuevo se remodela conforme a la imagen de su creador (Col 3, 1)); Dios creó los alimentos y cuanto ha creado es bueno (1 Tim 4, 3-4).

A partir del momento en el que Dios le reveló a su Hijo y le capacitó para ser ministro de una nueva alianza, la del Espíritu (Gál 1, 16; 2 Cor 3, 6) Pablo «cristianizó» a Dios. Desde entonces su Dios es el que se ha manifestado en Cristo a través del Espíritu. De ahí que hable indistintamente del evangelio de Dios o del evangelio de Cristo; de la vocación que procede de Dios o de Cristo; en Cristo se manifiesta la justicia de Dios o su poder y quehacer salvíficos; Dios le constituyó en propiciatorio (Rom 3, 25); Cristo aleja la condenación de los que le aceptan y libera de la ley del pecado y de la muerte (Rom 8,1-2); en él se ha manifestado el amor de Dios y su presencia con nosotros (Rom 8,31-33); su antiguo pueblo desconoció la justicia de Dios al no aceptar a Cristo (Rom 10, 1-4); surge el nuevo pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, cuya cabeza es él mismo (Col. Ef.); la gloria de Dios, su mismo ser, se refleja en el rostro de Cristo (2 Cor 4, 6). El evangelio de Pablo es en realidad la formulación del propio redescubrimiento de Dios en Cristo.

2. EL DIOS DE LA GRACIA. La cristianización de Dios tuvo como contrapunto su «desjudaización» o la superación de la domesticación que el judaísmo había hecho de Dios. Su comprensión desde la ley fue reemplazada por la visión que da la gracia. Esta es la palabra mágica. Pablo descubrió a Dios como gracia en el don supremo de su Hijo, merced a la acción del Espíritu Santo, y quedó extasiado en la contemplación del gran regalo de Dios: el esfuerzo gigantesco para acercarse a Dios debía dar lugar a la acogida agradecida del Dios que se acerca al hombre. Por eso, a la gracia revelada y recibida, responde constantemente con la acción de gracias (1Cor 1, 4...).

La comprensión de la gracia hizo que su Dios se tornase emocionantemente cercano. La gracia es la prueba suprema de que Dios nos ama. Su presencia llegó cuando estaba previsto por Dios, con la venida de su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley (Rom 5, 6.8.15; Gál 4 ,4); la gracia confiere al hombre la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro (Rom 6,23); la gloria máxima de Pablo es ser ministro de la gracia o anunciador del evangelio (Rom 15, 15-16; 1 Cor 3, 10); la gracia de Dios tiene tantas virtualidades como el dador de la misma y se manifiesta en múltiples formas, según la capacidad y aptitudes del sujeto que la recibe (1 Cor 7, 7; 2 Tim 1, 6) y se convierte en el principio determinante de la conducta adecuada (2 Cor 1, 12); la gracia significa el conocimiento de Dios, o mejor, la convicción de haber sido conocidos por Dios (Gál 4, 9); la gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres (Tit 2, 11).

3. EL DIOS DE LA PAZ. La aparición de Dios en la persona de Cristo y en su obra hizo surgir en Pablo la imagen del Dios de la paz. El descubrió que en Cristo, en el evangelio, se había manifestado la justicia de Dios, su actividad salvadora (Rom 1, 16-17). Esto significaba que quien se adhiere a Cristo se halla en paz con Dios (Rom 5, 1; 15, 30; 16,20; 1 Cor 14,33; Ef 2, 14). Dios se ha acercado al hombre para atraer hacia sí a los que se habían alejado de él. Pretendía introducirlos en la comunión de su vida. La fe que justifica el impío le convierte en hombre agradable a Dios (Rom 4, 5). Es la figura del Dios:

a) El Dios justificante (Rom Gál). Pablo descubrió que la posibilidad de salvarse gracias al esfuerzo generoso en el cumplimiento perfecto de la ley estaba mal planteada. Es Dios quien justifica al hombre, el que le hace justo. La inserción, mediante la fe, en la actividad salvífica de Dios o en su justicia la llama Pablo justificación. Es el primer paso en el proceso redentor: Cristo fue resucitado para nuestra justificación(Rom 4,24). Hemos resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó a Jesús (Col 2,12).

b) El Dios justificante es el Dios reconciliador. El judío Pablo, para quien la suprema función del Todopoderoso tendría lugar el gran día del juicio, descubrió que la suprema función mencionada había tenido lugar en la acción reconciliadora de Dios en Cristo, que continúa en los anunciadores del evangelio (2 Cor 5,19-20). Gracias a ella tenemos paz con Dios, porque Cristo murió por nuestros pecados y somos nueva criatura (1 Cor 15,3; 2 Cor 5,17); constituimos un solo cuerpo gracias a la reconciliación que Dios llevó a cabo de los dos pueblos, judíos y gentiles, mediante la cruz de Cristo (Ef 2,14-18).

c) El Dios salvador. La salvación le ha sido concedida al hombre como don, como el regalo que Dios le ha hecho en Cristo. La salvación se obtiene por la invocación del nombre del Señor; la cruz de Cristo es el poder de Dios para los que se salvan (Rom 10,9-13; 1Cor 1,18); tenemos la patria en el cielo, de donde esperamos como salvador a Jesucristo, el Señor (Flp 3,20). Dios nos ha destinado a la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo (1Tes 5,9-10). Las Pastorales ponen especial énfasis en este aspecto: Dios es nuestro salvador (1Tim 1,1; 2, 3; 4, 10; Tit 1, 3; 2, 10; 3, 4); él nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa; la gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres (2 Tim 1, 9; Tit 2, 11) También ponen de relieve el aspecto de Cristo salvador: Cristo vino al mundo a salvar alos pecadores; es el salvador de todos los hombres; la salvación está en Cristo, la salvación mediante la fe en Cristo; el Señor me salvará guardándome para su reino; Jesús es nuestro salvador (1 Tim 1, 15; 2 Tim 2,10.15; Tit 1 ,4; 3,6).

4. EL DIOS PADRE Y SEÑOR. El Dios justificante, reconciliador y salvador, ha derramado su Espíritu sobre los que han aceptado su justicia haciéndoles hijos suyos. A la acción paternal de Dios corresponde la filiación adoptiva del hombre.

a) Dios es Padre. Los hombres le descubren como tal gracias a la acción del Espíritu que les enseña a llamarle «Abba» (Rom 8, 14-17; Gál 4, 4-7); los corintios son niños en Cristo y su infancia divina únicamente puede ser descubierta por el Espíritu que viene de Dios convirtiendo al creyente en templo suyo (1 Cor 3, 1; 2, 12-14; 6, 15-20). Dios es el Padre que nos llama por la gracia de Cristo, que nos eligió de antemano para ser hijos adoptivos por medio de Jesucristo (Gál 1,1.6; Rom 8,28-30). Cristo habita por la fe en nuestros corazones; tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu; Dios es Padre de todos y esto exige mantener la unidad del Espíritu al que, de lo contrario, entristeceríamos (Ef 1,5; 3,17; 2,18; 4, 3-4.30). Pablo desea a los filipenses la gracia y la paz de Dios nuestro Padre, al que tributa la gloria debida (Flp 1,2; 4,20). El Padre nos hace aptos para participar en la herencia de los santos (Col 1, 12).

Para Pablo Dios es ante todo el Padre de nuestro Señor Jesucristo. La precisión o la presentación equivalente dela misma aparece siempre en los momentos clave: Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo (2 Cor 1, 3; 11, 31; Ef 1, 3; Col 1,3...) .

b) Dios es libertador. La acción del Espíritu de Dios en el hombre le hace hijo de Dios (Rom 8, 14-17). Esta filiación adoptiva crea la libertad: donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17). Es la «gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21). Desde antiguo estaba anunciado que Dios sería libertador (Is 59, 20-21; Rom 11, 26). Esta libertad «que tenemos en Cristo» (Gál 2, 4; Flm 8) puede degenerar en esclavitud si el hombre se empeña en añadir a la fe cristiana preceptos o prohibiciones innecesarios. Una libertad que no debe ser excusa para servir a la carne (Gál 5, 13). Ya no sería la libertad cristiana.

c) El Dios Señor. La «cristianización» de Dios hizo posible que el título de Señor sea aplicable tanto a Dios como a Cristo. El creyente descubre que Cristo es el Señor gracias a la acción del Espíritu (1 Cor 12, 3). Estamos en el terreno de la revelación que Dios hizo a Pablo acerca de su Hijo (Gál 1,16). Señorío que le corresponde por su pertenencia al mundo divino, por ser Hijo del Padre, y que le es atribuido a partir de su exaltación (Flp 2, 6-11). El nombre sobre todo nombre que le es concedido es el de Kyrios (Col 1, 15-20). Por eso, lo mismo que a Yahvé en el AT, le es debido el culto y el dominio universal. El título de Señor aplicado á Cristo le sitúa en el plano de la igualdad con Dios, aunque el nombre de Dios es reservado al Padre a quien el mismo Hijo se someterá para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28).

En cualquier caso, el título de Señor es el preferido de Pablo para designar a Cristo. Sus expresiones consituyen un ejemplo bien elocuente: «siervos de Cristo», «gracia y paz de parte del Señor Jesucristo», «os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús», «me hallo entre cadenas por Cristo», «anunciar a Cristo», «morir y estar con Cristo», «espero en el Señor Jesús», «los intereses de Cristo Jesús», «confío en el Señor», «recibidle en el Señor», «alegraos en el Señor», «el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor», «alcanzado por Cristo», «firmes en el Señor», «alegres en el Señor» (Flp 1, 1-4, 5).

El señorío único atribuido al Padre se expresa de muchas maneras. La actividad redentora es la obra de Dios, que es el Dios de la paciencia, el único sabio, el que dispuso la revelación del Misterio (Rom 14, 20; 15, 5; 16, 26-27; Col 2, 2). Cristo Jesús, Señor nuestro, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios... y conocer el amor de Cristo para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios (Ef 3, 11-12.19). El cristiano confiesa su fe reconociendo un solo Señor y un solo Dios y Padre (Ef 4, 4). El «Cuerpo» realiza su crecimiento en Dios; Cristo está sentado a la derecha de Dios y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 2, 19; 3, 1-3). Los tesalonicenses aceptaron la palabra de Dios y se convirtieron a él, al Dios vivo y verdadero; los misioneros, confiados en Dios, anunciaron el evangelio de Dios; agradecen a Dios el gozo experimentado ante él y piden que Dios mismo, nuestro Padre, y nuestro Señor Jesús orienten nuestros pasos hacia vosotros (1 Tes 1, 89; 2, 2.4.8; 3, 5). Dios es el rey de los siglos, el Dios inmortal, invisible y único; el bienaventurado y único soberano, Rey de reyes, Señor de los señores... (1 Tim 1, 17; 6, 15).

5. EL DIOS DEL ESPÍRITU. Este apartado pretende explicitar lo que inevitablemente ha debido aparecer en las consideraciones precedentes. El primer documento escrito del NT deja constancia de una realidad estremecedora: quien desprecia la llamada a la santidad no desprecia a los hombres, sino a Dios que nos hace don de su Espíritu Santo; gracias a él podremos conservar el depósito de la fe; por tanto no debemos apagar su acción (1 Tes 4, 8; 2 Tim 1, 14; 1 Tes 5, 10). Los creyentes han sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa; tienen libre acceso al Padre gracias al Espíritu Santo; dan culto según el Espíritu de Dios; son morada de Dios en el Espíritu Santo; oran en el Espíritu (Ef 1, 13; 2, 18; Flp 3, 3; Ef 2, 22; 6, 18). El Espíritu de Dios tiene una eficaz presencia operante en el interior del cristiano. Gracias a ella es hijo de Dios; descubre a Cristo como Señor; mantiene su participación en la resurrección; se constituye en anunciador de la palabra: la espada del Espíritu es la palabra de Dios (Ef 6, 17); le es manifestado el Misterio de Dios; le es comunicada una esperanza rebosante por la fuerza del Espíritu Santo (Rom 8, 9ss; Gál 5, 5ss; 1 Cor 12, 3; Ef 3, 5; Rom 15, 13; 1 Cor 2, 4...).

6. EL DIOS DE LA GLORIA. La meta final del señorío de Cristo es la gloria de Dios Padre, al que entregará el reino (1 Cor 15, 24). «Gloria» y «glorificar» son vocablos predilectos de Pablo, en claro reto al judaísmo que se gloriaba de sus derechos ante Dios por el esfuerzo personal que realizaban en el cumplimiento de la ley. Frente a él Pablo descubrió que la única posibilidad de «gloriarse» está en la acción salvadora de Dios. La gloria del hombre está en el reconocimiento de la insuficiencia humana y en el autoabandono en la cruz de Cristo (Rom 5, 2.3.11; Gál 6, 14). Únicamente cuenta ante Dios aquello que realizamos sobre la base que él ha establecido. Nosotros nos gloriamos en Cristo Jesús, sin poner nuestra confianza en la carne (Flp 3, 3). Aquí la «carne» hace referencia a la ley antigua, con su observación «carnal», la realizada por el esfuerzo humano para agradar a Dios.

La gloria de Dios o su manifestación salvadora, de alguna manera perceptible para el hombre, posibilitada a éste la aceptación de la misma, su respuesta adecuada, y esto es lo que significa «glorificar» a Dios. Nosotros nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor jesucristo, por quien hemos obtenido la reconciliación. En cambio nadie, apoyado en sus obras, ni siquiera Abrahan, puede gloriarse ante Dios (Rom 5, 11; 4, 2; 1 Cor 1, 29). El hombre debe hacerlo todo para gloria de Dios (1 Cor 10, 31; 2 Cor 4, 15). El Dios de nuestro Señor Jesucristo es el Padre de la gloria y la vocación cristiana va ordenada a que «el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo» (Ef 1, 17; 2 Tes 1, 12).

La gloria es la descripción más alta de la existencia cristiana, el resultado final de la actitud adecuada ante Dios: Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis «gloriosos» con él, participando en la gloria de nuestro Señor Jesucristo (Col 3, 4; 2 Tes 2, 14).

7. EL DIOS CONSUMADOR. Con la partida de este mundo para estar con Cristo expresa el Apóstol su convicción profunda de que quien comenzó en los cristianos la obra buena la llevará a su consumación, a su perfección, en el último día. El Dios bíblico ofrece la garantía absoluta del encuentro bienaventurado al final de la carrera. Como premió a su Hijo con la plenitud de la vida, así lo hará también con nosotros construyéndonos una casa con la estabilidad divina para vivir siempre en ella (Flp 1, 23.6; 1, 11.14; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 5, 1). De este destino último tenemos como arras de infinito valor, como anticipo divino, el don del Espíritu (2 Cor 1, 22; 5, 5). El peregrinar presente es consolidación y salida al encuentro del Señor (1 Tes 3, 13; 4, 14-17), afianzamiento en la esperanza de la vida eterna, prometida desde toda la eternidad por Dios que no miente. Al fin y al cabo nuestro Dios es el que da la vida a todas las cosas (Tit 1, 2; 2, 13; 1 Tim 6, 13-15).

El Dios consumidor implica la idea del Dios juez. El discernimiento se lleva a cabo por la actitud del hombre ante él. Esta idea central la expone Pablo de dos formas bien distintas. La del tribunal — de procedencia apocalíptica— ante el que todos debemos comparecer (Rom 14, 10; 1 Cor 4, 4-5; 2 Cor 5, 10; 1 Tes 4, 16; 5, 2) y la de la conducta presente realizadora de un juicio negativo por cerrarse a la verdad y excluir la gloria de Dios (Rom 1, 18ss; 2, 2.13.16; 3, 5-6). El juicio negativo manifiesta la cólera de Dios y la ruina de los afectados por ella (Rom 12, 19; 1 Tes 1, 9; 2, 8). La cólera de Dios es una imagen que expresa su incompatibilidad con el pecado. El juicio positivo manifiesta la reunión gozosa con el Señor y la victoria del creyente, simbolizada en la corona que Dios le impone (2 Tes 2, 1; 2 Tim 4, 8).

8. EL DIOS EXIGENTE. El Dios Padre, justificante y reconciliador... es un Dios exigente. Sus exigencias son consecuencia de su acción: quiere que los creyentes se le ofrezcan como oblación viva que le agrade; que se ejerciten en la medida de la fe que Dios otorga a cada uno; que se revistan de Cristo o de su gracia; que vivan y mueran para su Señor, bajo la acción del Espíritu Santo, que les convierte en templos suyos (Rom 12, 1.3; 13, 14; 14, 8; 1 Cor 12, 4-13; 6, 19-20). Dios quiere que los creyentes se esfuercen por sobresalir en la práctica de las buenas obras; que tomen conciencia de que han sido llamados a la santidad y no a la impureza; que no hagan mal alguno; que eviten una conducta inadecuada para que no sea injuriada la palabra de Dios (Tit 3, 8; 1 Tes 4, 7-8; 2 Cor 13, 7; Tit 2, 5).


IV. Juan (evangelio y cartas)

El concepto de Dios en el mundo joánico se halla condicionado por el entorno cultural en el que se mueve. Anclado en el AT y en el judaísmo se ve enriquecido y diversificado por el mundo griego o el mundo de la filosofía helenista. A él han llegado las diversas corrientes de la gnosis, preocupada por la salvación del hombre, que únicamente puede lograrse mediante la gnosis o el conocimiento revelado. Esta tendencia filosófico-religiosa se ve obligada a recurrir a los mediadores-reveladores para que el mundo de arriba, el mundo de Dios, pueda entrar en relación con el mundo de abajo, con el mundo del hombre. Entre las diversas corrientes gnósticas destacan la mandea o el mandeísmo y la gnosis cristiana. Ambas coinciden con los escritos joánicos en la concepción dualista del mundo, en expresiones como ser de la verdad, de la luz, del mundo de arriba... También los escritos herméticos o el hermetismo, procedentes del mundo greco-romano, se hallan próximos a los escritos joánicos por su insistencia en la necesidad del conocimiento revelado y de la vida eterna. Particularmente próximos al mundo joánico son los escritos de Qumran que utilizan una terminología frecuentemente coincidente. En cualquier caso, todo el acervo cultural mencionado debe ser considerado como el fondo cultural común, del que participan los escritos joánicos, sin que pueda deducirse su dependencia literaria de ninguno de ellos en concreto.

El evangelista Juan comienza afirmando la invisibilidad de Dios (Jn 1, 18; 1 Jn 4, 12). Siendo esto así ¿cómo podemos saber que existe, cuál es su naturaleza singular y su posible relación con el hombre? Sencillamente porque Alguien, que le conoce muybien, nos lo ha dado a conocer Un 1, 18). Los hechos y dichos de Jesús son los hechos y dichos de Dios. Sólo partiendo de esta convicción es comprensible el evangelio. Jesús es el mejor exégeta, el intérprete más cualificado de Dios. El Invisible se hizo visible en y a través de él. La historia de Jesús que nos cuenta el cuarto evangelio es la historia de la actividad salvífica de Dios. Es necesario partir de la «alta» cristología joánica para poder aceptar al Dios que nos desborda y nos ama.

1. EL CIELO ABIERTO. Jesús promete a sus discípulos que verán el cielo abierto (Jn 1, 51). Unicamente así la visión de la fe puede contemplar al que vive en él (Ap 4,1). Y añadió que verían también a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre (Jn 1 ,51; Gén 28, 12). La imagen, tomada del Génesis, no alude a una angelofanía; es una teofanía, que tiene la traducción siguiente: Dios se ha hecho presente en Jesús, el Hijo del hombre; el mundo de arriba ha irrumpido en el de abajo. Como consecuencia de haberse abierto el cielo, el Espíritu Santo desciende sobre Jesús para estar en él de forma permanente Jn 1, 32-34). El Espíritu Santo también se ha hecho presente en Jesús. El evangelista lo sintetiza así: cuando habla aquél a quien Dios ha enviado, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu Un 3, 34).

Jesús mismo explicó el significado del cielo abierto vinculándolo a la comprensión de su persona: El es el Hijo del hombre. El significado específico que Juan da a esta figura misteriosa es el de mediador. El Hijo del hombre esel mediador entre el cielo y la tierra. Los ángeles que suben y bajan sobre él son figuras puramente funcionales que tienen la finalidad de acentuar el pensamiento siguiente: entre el cielo y la tierra se ha producido una comunicación. ¿Cómo? Mediante la aparición del Hijo del hombre. Dejemos hablar a los textos: Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre Un 3, 13). El mismo pensamiento se desarrolla de esta otra forma: ¿ Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? Un 6, 62). De la comparación de los dos textos se deduce que el Hijo del hombre estaba en el cielo, era una figura celeste, descendió del cielo y volvió allá. Esta es la razón por la cual los hechos y dichos de Dios son los hechos y dichos de Jesús, y viceversa.

2. EL DIOS MITENTE. El pensamiento central del evangelio de Juan es el gran amor de Dios a los hombres, manifestado en el don de su Hijo Un 3, 16). Jesús se autocomprende como dicho don y desea ser aceptado como tal Un 4, 10). Haciéndolo así se produce la aproximación entre Dios y el hombre. Los textos no dejan duda al respecto: el don tiene la finalidad de suscitar la vida eterna; es regalado en cuanto Cordero, superador de la distancia entre el hombre y Dios; pretende iluminar la existencia humana proyectando sobre ella la luz de Dios; introduce al hombre en el mundo de la gracia y de la verdad; le da la posibilidad de ser hijo de Dios (3, 16; 1, 29.36; 1, 9; 1, 17; 1, 12).

El mismo Jesús manifiesta su conciencia de habér sido enviado: Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre (Jn 16, 28). El pensamiento es tan importante que el evangelista Juan lo coloca en el pórtico mismo de la pasión (Jn 13, 3). Estamos ante el esquema fundamental de la cristologia joánica: Jesús es el enviado de Dios, el Enviado. De una forma u otra esto se afirma 37 veces en el cuarto evangelio. Un magnífico ejemplo de esta mentalidad tenemos en uno de los discursos cristológicos más importantes de todo el evangelio, en el que Jesús y la comunidad joánica se debaten con sus contemporáneos respectivos (Jn 5, 36-38).

Jesús habla de la casa de su Padre; es aquél a quien Dios ha enviado; el que viene de arriba (Jn 2, 16; 3, 35; 3, 31). La obra que Dios quiere del hombre es su aceptación de aquél a quien él ha enviado; él es el verdadero pan que ha bajado del cielo; el pan que única-mente Dios puede dar y que es infinitamente superior al que Moisés dió a sus antepasados; aquel a quien Dios ha sellado con su sello, garantizando de este modo que es el delegado divino; no ha venido de sí mismo y el que le ha enviado es veraz (Jn 6, 29.41.32.27: 7, 28; 8, 26.29.42).

Esta convicción de que Dios ha enviado a Jesús se manifiesta de otras maneras y por labios distintos: Nadie puede hacer los signos portentosos que él hace si Dios no está con él; él es el esposo, la personificación de Dios; es el salvador del mundo; sus obras demuestran que ha venido de Dios; la multitud le aclama como «el que viene en el nombre del Señor» (Jn 3, 2.29;4, 42;9, 16;12, 13).

3. LA PALABRA. Dios se revela, se desvela, se da a conocer en aquel aquien ha enviado al mundo por amor. El es su Palabra, la expresión de su ser y de su actuar. El es el revelador del Padre. El Revelador, sin más. Un título que no le es aplicado de forma explícita a Jesús, pero que es el que mejor sintetiza su esencia más pura. El Logos o la Palabra pueden estar escritos con mayúscula o con minúscula. En el primer caso se trata de un título cristológico: presenta a Cristo como la palabra del Padre, proyectada desde siempre para hablar al hombre. Este aspecto aparece dos veces en el evangelio (Jn 1,1.14). En el segundo caso, las «palabras» de Jesús son las del revelador divino: Dios habla en ellas (Jn 3,34). Ahora bien, el hablar de Dios no es otra cosas que la expresión del actuar divino. En la medida en que se revela, Dios es palabra. Por su misma naturaleza, la palabra tiene como función esencial el hablar, el comunicar, el ser signo de comunión. De ahí que cuando se habla de la palabra o de las palabras de Jesús deba entenderse toda su actuación: sus sonidos articulados —lo que comunmente se entiende por palabras—, sus acciones, sus gestos, su conducta, su vida, su muerte y también su resurrección. La Palabra se hizo carne en Jesús. Esto significa que las palabras de Jesús son la traducción de todo el actuar divino.

La comunicación para el hombre, expresada mediante la presentación de Jesús como la Palabra y la acentuación del significado de sus palabras, se hace posible desde la unidad de Jesús con el Padre: El Padre y yo somos uno (Jn 10, 30; 17, 22). El camino hacia Dios, la verdad y la vida, no existe fuera de la realidad histórico-terrena de Jesús, contando con toda su realidad que ponede manifiesto su nombre completo, Jesucristo. Jesús puede manifestar y comunicar al hombre todo el misterio de Dios porque participa íntimamente en su vida, porque vive en su seno (Jn 1, 18). Es necesario partir de esta unidad para entender una serie de expresiones que resultan totalmente enigmáticas sin ella. Las palabras de Jesús no son suyas, sino del Padre (Jn 3, 34; 7, 16-17). Jesús comunica al mundo lo que oyó a su Padre; habla según el Padre le enseñó; habla la verdad que oyó de Dios; su palabra es la del Padre que le envió (Jn 8, 26.28.40; 14, 24).

4. LAS OBRAS DE JESÚS. El mismo Jesús se las atribuye al Padre, cuya voluntad él cumple y con cuyos poderes actúa, hasta el punto que las obras que hace en nombre de su Padre dan testimonio a su favor (Jn 5, 18-19; 4, 34; 5, 27; 17, 2; 10, 42.

Esta unión se expresa mediante la fórmula de reciprocidad e inmanencia: Yo estoy en el Padre y el Padre en mi (Jn 14, 10). Su significado es que Dios se halla representado por Jesús y únicamente por él (Jn 12, 44-45). La insistencia en esta unión tiene la finalidad de subrayar la misión o el quehacer del Enviado. El es el portador de la revelación o del conocimiento salvador (Jn 17, 3). El y sólamente él, porque a Dios nadie le ha visto más que el Hijo (Jn 5, 37; 6, 46).

Esta Palabra, en la que se expresa todo el misterio de Dios, tiene una esencial dimensión soteriológica. Es Palabra decisiva y decisoria. El hombre es situado ante ella y confrontado con ella. De su aceptación o rechazo depende la posesión de la vida eterna o la exclusión de la misma. No existe otro juicio (Jn 3, 18; 5, 24). La decisión del hombre ante la Palabra dictamina sobre su suerte definitiva.

5. DOBLE RELACIÓN CON DIOS. El pensamiento de la unidad y de la unión de Jesús con Dios puede crear confusión. La unidad supone la igualdad; la unión implica el esfuerzo por ajustar dos voluntades. Ambas se dan en Jesús. Ambas se expresan mediante la consideración de Jesús como el Hijo de Dios. El es igual que el Padre; se halla a su propio nivel; posee su misma naturaleza. De este modo el cuarto evangelio establece la relación de igualdad con Dios, una relación metafísica. Las expresiones al respecto se multiplican en el evangelio de Juan. La más clara y significativa es el primer versículo del evangelio. El Hijo de Dios, que se encarnó en Jesús de Nazaret, vive desde siempre con Dios.

El evangelio de Juan armoniza con perfecto equilibrio el pensamiento de la igualdad con el de la unión. Esta implica el esfuerzo por ajustar dos voluntades. Entramos en el terreno moral, en el campo en el que se desarrolla el tema de la obediencia (Jn 5, 19-30). Si la unidad expresa la igualdad del Hijo con el Padre, la unión manifiesta la obediencia del hombre Jesús de Nazaret a Dios, una relación de sumisión.

La plena armonía de esta relación doble de Jesucristo con Dios la ponen particularmente de relieve las dos primeras cartas de Juan. En el evangelio se constata implícitamente la denuncia de la primera herejía cristiana, la comprensión gnóstica de Dios y de Cristo. Las cartas de Juan toman postura clara, explícita y terminante contra ella. Tenía puntos comunes con la comunidad joánica: presumían de conocer a Dios (1 Jn 2, 4; 4, 8), de su amor por él, de estar en la luz, de ser de Dios y poseer su Espíritu (1 Jn 4, 20; 2, 9; 4, 2-6). Pero negaban que Dios hubiese venido en carne (1 Jn 4, 2) y no admitían la identidad del Cristo celeste con el Jesús terreno (1 Jn 4, 22). En todo caso, Jesús había sido el instrumento a través del cual el Cristo celeste comunicó su mensaje: había descendido sobre Jesús en su bautismo y lo había abandonado antes de su pasión o durante ella. En consecuencia, la humanidad de Jesús era algo totalmente irrelevante; lo único importante era el mensaje del Cristo celeste.

La gravedad extrema de esta doctrina obliga al autor a formular la primera norma de ortodoxia cristiana: aquel que confiese que Jesús vino en carne es de Dios; el que no lo confiese así no es de Dios, sino del anticristo, pues Jesús es el Hijo de Dios.

La fe cristiana exige la aceptación de la palabra de la vida que, desde el principio, estaba junto al Padre. Una palabra de vida cuyo nombre es Jesucristo (1 Jn 1, 1-3), enviado por el Padre como el salvador del mundo, de tal modo que sólo quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios puede estar seguro de que Dios está con él y él con Dios (1 Jn 4, 14-15; 2, 23-24; 2 Jn 7.9). La presencia del Espíritu Santo se pone de manifiesto en la verdadera confesión de la fe cristiana (1 Jn 4, 2). Tan convencido está el autor de la primera carta de Juan de la acción del Espíritu en los creyentes que no teme caer en el siguiente círculo vicioso: Nos mantenemos en la verdadera confesión de la fe cristiana: Jesús es el Hijo de Dios, gra.. ciar a la acción del Espíritu y experi_ mentamos la acción auténtica del Espíritu en la confesión cristiana de la fe (1 Jn 3, 24; 4, 2). Los fieles, los creyentes, los que han permanecido en la tradición original de la Iglesia son aquellos que tienen el Espíritu que viene de Dios (1 Jn 2, 20).

6. EL PARÁCLITO. Al abrirse el cielo, el Espíritu descendió sobre Jesús para vivir en él de forma permanente. Pero sólo a partir de su glorificación el Espíritu inició una existencia especial, estrictamente ligada al misterio cristiano (Jn 7, 37-39). El Espíritu Santo es el continuador y el sustituto de Jesús. Este es llamado Paráclito en su fase celeste, como intercesor ante el Padre, una vez terminada su misión en la tierra (1 Jn 2, 1). La palabra Paráclito, sustitutiva del Espíritu Santo o del Espíritu de la verdad, significa «ayudante, asistente, sustentador, protector, abogado, procurador» y, sobre todo, «animador e iluminador» en el proceso interno de la fe. Se halla en conexión con los sacramentos a través de los cuales la salud escatológica, la bendición divina, sigue llegando a los hombres; gracias a él es posible ofrecer al Padre el culto adecuado y confiere a la Iglesia el poder operante de la acción salvífica de Dios (Jn 4, 23; 20, 22).

El primer anuncio del Paráclito le presenta como «otro» Jesús (Jn 14, 16-17). No hay ruptura, sino continuidad entre ellos. Esto quiere decir que los discípulos no deben olvidar lo que oyeron a Jesús ni lo que recibieron de él. Deben volver constantemente sobreello, profundizando, desentrañando, actualizando la misma revelación. El segundo proverbio (Jn 14, 25-26) presenta al Paráclito como maestro. Es enviado por el Padre. Dentro de la revelación manifestada por Jesús, el Paráclito aporta una novedad, no cuantitativa sino cualitativa: enseñará, recordará y actualizará lo que Jesús había dicho. Discontinuidad sobre la base de la continuidad; novedad sobre la base de lo ocurrido en el pasado; proclamación actual sobre la base de lo transmitido; actualización sobre la base de la tradición; actuación del Espíritu sobre la base de lo dicho y hecho por Jesús.

La tercera sentencia sobre el Paráclito (Jn 15, 26-27) le presenta como testigo de Jesús. El evangelio de Juan se refiere al proceso interno, el de la propia fe, en el que ha habido y puede haber dudas, titubeos, deserciones. El Paráclito es enviado a los discípulos para afianzarlos en la fe. Su testimonio es un testimonio de iluminación interior en orden a captar la revelación de Dios manifestada en Cristo.

Las dos últimas afirmaciones sobre el Paráclito (Jn 16, 5-11.12-15) presentan al Espíritu de la verdad llevando a los hombres al reconocimiento de Jesús. Acusa al mundo de pecado por no haber aceptado a Jesús como el revelador y el enviado del Padre. En esto consiste el pecado según el evangelio de Juan. También se equivocó en relación con la justicia. Jesús era justo, inocente. Así lo demuestra el hecho de su retorno al Padre. Cometió otro error en el tema del juicio: al condenar a Jesús, el mundo se autocondenó, porque aquel al que condenó a la muerte es el vencedor de la muerte. En relación con los discípulos el Paráclito les llevará a la verdad completa: bajo el impulso de su presencia operante y de su poderosa iluminación quedará desvelado el misterio de Jesús y de su revelación. La aportación del Espíritu está en la línea de la verdad y del conocimiento de la palabra de Jesús, de la palabt'a de Dios.


V. Carta a los Hebreos

El Dios de la carta a los Hebreos se halla estrechamente vinculado a la historia de su pueblo, del antiguo y del nuevo. Resulta ininteligible sin dicha unión. Las instituciones más sagradas del antiguo Israel, el sacerdocio y el sacrificio, condicionan la comprensión del Dios que nos presenta este singular escrito del NT. En cualquier caso, la dimensión trinitaria de Dios lo sustenta y unifica. La obra salvífica de Dios, la salvación, fue inaugurada por la predicación del Señor, apoyada por Dios con señales, prodigios y toda clase de milagros y con los dones del Espíritu Santo distribuidos según su voluntad (Heb 2, 4).

1. PLENITUD DE LA ALIANZA. La añoranza del pasado, de la antigua alianza con sus solemnidades y ritos por parte de algunos cristianos procedentes del mundo judío, obliga a nuestro autor a presentar a Dios como el continuador del pacto antiguo al que lleva a su perfección. La múltiple y diversa manifestación de Dios en el pasado es incomparable con la que ha realizado en Cristo, que es el trasunto exacto, la imagen fiel y el calco perfecto del Padre (Heb•1, 1-4), su Hijo primogénito, ungido por Dios, Señor y creador, apóstol y sumo sacerdote de nuestra fe, que es fiel al que le instituyó (Heb 1, 5-10; 3, 1-2; 6, 10).

El Dios presente «no es injusto para olvidar vuestras obras y el amor que habéis mostrado a su nombre, a través de los servicios que habéis prestado y que aún prestáis a los creyentes» (Heb 6, 10) y su garantía suprema se hizo visible en Jesús, que es el fiador de una alianza nueva y mejor (Heb 7, 22; 8, 6; 9, 20; 12, 24). Esta presentación acentúa el pensamiento de la comunión y del perdón (Jer 31, 3lss; Sal 40, 7ss). Jesús es la presencia viva de la fidelidad divina: Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Heb 13, 8).

2. LA SALVACIÓN. En ella se hallan implicados Dios, el Señor y el Espíritu (Heb 2, 3-4). La realización concreta de la misma tuvo como protagonista a Jesús, que se asemejó en todo a sus hermanos para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios para expiar los pecados del pueblo; fue tomado de entre los hombres y constituido a su favor en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados (Heb 2, 17; 5, 1). Como consecuencia, el hombre tiene acceso directo al trono de la gracia, a Dios, y puede beneficiarse de la misericordia y de la gracia (Heb 4, 16); tiene libre entrada en el santuario, a la presencia de Dios, gracias a la plena solidaridad de Cristo con él, que se manifestó en la participación en todas nuestras limitaciones: ruegos, súplicas, clamor, lágrimas, menos en el pecado... y llegado a la perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen (Heb 10, 20; 12, 22; 4, 14-15; 5, 2.7-10). El hombre se salva por la fe; ahora bien, el autor de la carta a los Hebreos presenta a Jesús como el iniciador y perfeccionador de la fe (Heb 12, 2). Por eso, Dios nos trata como hijos y esperamos cosas mejores conducentes a la salvación (Heb 12, 7; 6, 9).

3. LA CASA DE DIOS. Dios quiere que sus hijos lleguen a casa. El es el constructor del universo y se ha creado una familia, una casa, que somos nosotros, a cuya cabeza está el Hijo de Dios. Se nos pide mantener la entereza y la gozosa manifestación de la esperanza para entrar con Cristo en la casa del Padre donde su Hijo se halla sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Y como él entró ya en el «descanso» de Dios, así su pueblo es invitado a participar en el descanso sabático, en la vida de comunión con el Padre. El vacío producido en la casa por la frustración del antiguo pueblo de Dios debe ser llenado por el nuevo pueblo, ya que las promesas de Dios son inmutables (Heb 4, lss). El derecho a llegar hasta la casa del Padre está motivado por el origen común del santificador (Jesús) y de los santificados; somos hermanos; él debía guiarnos a la salvación.

En el tiempo antiguo, la entrada en el santo de los santos estaba reservada al sumo sacerdote, que lo hacía únicamente el gran día de la expiación (Lev 16). De este modo, por este ritual, daba a entender el Espíritu Santo que aún no estaba abierto el camino del santuario mientras subsistiera la primera Tienda (Heb 9, 8). La posibilidad de acceso directo a Dios, a su casa, sin ningún tipo de limitaciones, la convirtió Jesús en una realidad participable por todo aquel que quiera aceptarla. Esta posibilidad la concede la fe. Los laudes de los campeones de la fe (Heb 11) son cantados para estímulo nuestro y para poner de relieve el denominador común: Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección (Heb 11, 40).

4. EL DIOS OMNIPRESENTE Y EXIGENTE. Dios siempre permanece Dios: No hay criatura alguna que esté oculta ante Dios: todo está desnudo y patente a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas (Heb 4, 13). El es el juez supremo; un fuego devorador (Heb 12, 25-29). La omnipresencia divina y su acción salvífica imponen al hombre una respuesta adecuada: que no encuentre un corazón malo e incrédulo que aleje al hombre del Dios vivo; que, por exigencia del Espíritu Santo, seamos obedientes a la palabra de Dios; que aquellos que fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que fueron iluminados, que saborearon el don celestial, la excelencia de la palabra de Dios y las maravillas del mundo futuro, no sean infieles, porque crucificarían de nuevo al Hijo de Dios entregándole a la ignominia; no sería posible una segunda conversión al rechazar a quien hizo posible la primera (Heb 3, 12.7; 6, 4-6).

Es necesario que mantengamos los artículos fundamentales, a saber, la conversión de los pecados y la fe en Dios; que como buena tierra produzcamos frutos con la bendición de Dios; que seamos conscientes de la terribilidad del juicio que espera a quien pisotea al Hijo de Dios, profanando la sangre de la alianza con la que fue consagrado, al que ultraje al Espíritu de la gracia: ¡es tremendo caer en manos del Dios vivo!; que, purificada nuestra conciencia de sus obras muertas, gracias a la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a Dios como víctima sin tacha, sirvamos al Dios vivo; que perseveremos, cumpliendo la voluntad de Dios, y conseguiremos lo que está prometido; que nos sometamos al Padre del cielo para tener vida (Heb 6, 1.7; 10, 29-31; 9, 14; 10, 36; 12, 9).

Es necesario que cuidemos de que nadie quede privado de la gracia de Dios; que habiendo entrado en un reino inconmovible nos mantengamos firmes en la gracia y, respetuosos y reverentes, demos a Dios un culto agradable; que no nos olvidemos de hacer el bien y de ayudarnos mutuamente, porque en tales sacrificios se complace Dios; que fomentéis la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios, y que el Dios de la paz, que hizo volver de entre los muertos a aquel que, por la sangre de la alianza eterna, vino a ser el gran pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesucristo, os haga aptos para el cumplimiento de su voluntad con toda clase de obras buenas (Heb 12, 5; 12, 28; 13, 15-16; 12, 14; 13, 20-21).


VI. Cartas de Pedro

La coincidencia fundamental entre ellas es su divergencia frente al resto del NT. Nuestras reflexiones se centran principalmente eii la primera, que es un breve tratado de teología pastoral.

También ella nos ofrece el camino de la salvación desde la perspectiva trinitaria: se abre la carta con la mención del conocimiento previo de Dios, la acción santificadora del Espíritu y la obediencia a Jesucristo, autor de la redención (1 Pe 1, 2: el pensamiento trinitario se halla presente en todo el cap. 1°). Y recoge la bienaventuranza de los injuriados por Cristo, pues el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros ( 1 Pe 4, 14).

1. LA GRACIA DE LA ESPERANZA. Es Dios quien la ha suscitado en los creyentes y ella constituye la clave para la comprensión de la primera carta de Pedro (1 Pe 5, 12). El valor extraordinario de este regalo del Padre lo pone de manifiesto la redención que ha llevado a cabo no mediante la entrega de oro ni de plata, sino con la entrega de su Hijo, el Cordero sin mancha, predestinado para ello desde antes de la creación del mundo (1 Pe 1, 18-20). Por él nuestra fe y nuestra esperanza están en Dios. El removió la barrera que separa al hombre de Dios. Aspectos que se hallan igualmente destacados tanto en la ejemplaridad de la muerte de Cristo como en su eficacia para llevarnos a Dios (1 Pe 2, 21-24; 4, 1-2; 3, 18). La gran importancia dada a la muerte de Cristo hace surgir el pensamiento de una alianza nueva para acercarnos a Dios. Frente a las dificultades y persecuciones por las que pasa la comunidad la entrega de Cristo, en las dos cartas, es presentada como un incentivo para mantener la fidelidad siguiendo sus pasos.

2. EL PENSAMIENTO DE LA SALVACIÓN. La gracia de la esperanza traduce el pensamiento de la salvación, que es suscitada y protegida por el poder de Dios; surge por la fe en Dios en quien creen los cristianos gracias a Jesucristo de modo que «vuestra fe y vuestra esperanza están en Dios»; da origen a un nuevo pueblo construido sobre la piedra rechazada por los hombres (1 Pe 1, 21; 2, 4-10). El pensamiento de la salvación implica el de la fidelidad a Dios, que juzga a cada uno según sus obras y nos invita al temor del que nos ha llamado de las tinieblas a la luz; nos exige una conducta ejemplar (1 Pe 1, 17; 2, 9.12) hasta que tenga lugar la plena revelación-manifestación de Cristo, su Visita o venida. Éste es un pensamiento verdaderamente obsesivo en la primera carta, y no ausente de la segunda (1 Pe 1, 5.7.11.13; 2, 12; 4, 7.13.17; 5, 1.4; 2 Pe 2, 16), ya que es la meta del peregrinar cristiano.

La situación o «Sitz in Leben» de los destinatarios hace que la esperanza de la salvación se halle constantemente sometida a prueba: «os calumnian como malhechores», «obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos», «bella cosa es tolerar penas cuando se sufre injustamente» (1 Pe 1, 12.15; 2, 19-21). La invitación dirigida a los presbíteros para que atiendan adecuadamente a la grey que les ha sido encomendada tiene como punto de referencia a Cristo como Pastor supremo o Mayoral en un contexto de servicio y de sacrificio. Como consecuencia anuncia la corona de la gloria que no se marchita (1 Pe 5, 4).

La presencia de Cristo y, en especial, su entrega sustitutiva y ejemplarpor los hombres es la nueva versión de la palabra de Dios viva y permanente, porque esta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a vosotros (1 Pe 1, 23.25). A pesar de que esto es así el autor establece una íntima conexión entre la revelación antigua y la nueva. Los anunciadores del evangelio eran conscientes de que el tiempo de la gracia que estaban viviendo había sido investigado e indagado por los profetas (1 Pe 1, 5.10; 2 Pe 1, 19-21). Para el autor de la primera carta de Pedro este conocimiento sobrehumano era debido al Espíritu del Mesías (1 Pe 1, 11). Por tanto, Cristo, lo mismo que el Espíritu, se hallaba presente y operante en los profetas. Así es como, de alguna manera, se difuminan las líneas de separación entre el orden antiguo y el nuevo (1 Pe 1, 10-12; 2 Pe 3, 2).


VII.
El Apocalipsis

El libro del Apocalipsis se abre ofreciendo a las siete iglesias, a la Iglesia universal, el mensaje de la gracia y de la paz. Destaquemos que es una oferta trinitaria. Viene de parte «del que es, del que era y del que viene». Es una definición de Dios. A él se añaden «los siete espíritus» o la plenitud del Espíritu. La referencia al Espíritu Santo debe considerarse, al menos en este contexto, como muy probable. La tercera fuente del don ofrecido es Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos (Ap 1, 4-5). Quiere el Vidente que sus frondosas descripciones posteriores no impidan al lector descubrir su mensaje esencial. En su misma dimensión trinitaria el Dios del Apocalipsis se presentacomo el Dios para el hombre. El Dios en sí se convierte en el Dios para nosotros. La situación histórica subyacente a los relatos del Apocalipsis lo pone de manifiesto: «el que está sentado en el trono», «el Cordero» y «el Espíritu» acompañan, protegen, prometen y garantizan la 'victoria a los perseguidos por la bestia, a todos aquellos que pasan por graves dificultades a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús (Ap 1, 2).

1. LA REVELACIÓN. Llega al hombre por Jesucristo a quien se la confió Dios y el Espíritu la hace presente en las siete iglesias (Ap 1, 1; 2, 7.11.29; 3, 6.13.22), en la Iglesia universal, con su doble versión de invitación y de responsabilidad. La revelación se centra en lo que va a suceder (Ap 1, 1). La frase es una fórmula profética que indica el cumplimiento de los designios de Dios, no la marcha de los acontecimientos a lo largo de la historia. Dicha revelación está contenida en un libro misterioso, escrito por dentro y por fuera (indicación de la densidad insospechada de su contenido) y nadie tiene la clave de su lectura a no ser el Cordero (Ap 5). La revelación llega a nosotros a través del Mediador. El Vidente nos ofrece un magnífico cuadro plástico para expresar esta realidad: el ángel poderoso y consolador, cuyas dimensiones gigantescas unen el cielo, la tierra y el mar (cap. 10). Este ángel simboliza al Revelador: tiene el libro de los misterios de Dios, lo sabe leer, lo da a conocer e invita a aceptarlo (eso es lo que significa «comer el libro», imagen tomada de Ez 3, 1-2). Incluso son mencionados los siete truenos (Ap 10, 3), imagen que evoca la revelación primera que tuvo lugar en el Sinaí. Los «siete» truenos indican, por tanto, la plenitud de la revelación de Dios.

La revelación es presentada también como la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo (Ap 20, 4), como el desvelamiento del misterio de Dios que se halla guardado en el libro misterioso que se desvelará cuando suene la última trompeta en el tiempo escatológico (Ap 10, 7-8). La revelación de Dios o su misterio, la palabra de Dios o el testimonio de Jesucristo, deben ser conservados fielmente en toda su integridad. El que tenga la osadía de añadir algo, de hacer pasar por divino lo humano, experimentará la acción punitiva de Dios que enviará sobre él las plagas descritas en el libro del Apocalipsis. Al que cercene «las palabras del libro de esta profecía» Dios le quitará su parte en el libro de la vida (Ap 22, 18-22).

2. LOS SALVADORES. La revelación divina fine como finalidad suprema la salvación humana. Dios y el Cordero son presentados al lector como «Salvadores»: el Cordero «compra» para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; les hace para su Dios reino y sacerdotes (Ap 5, 9; 1, 6), lo cual significa concederles el acceso directo a Dios. La participación de los mártires y de los creyentes es presentada como un lavar sus túnicas y blanquearlas en la sangre del Cordero (Ap 7, 14), que está en medio de ellos y Dios enjuga las lágrimas de sus ojos (Ap 17, 17). El Cordero establece el reino de Dios como realidad presente: «Ya llegó el reino de nuestro Dios y de su Cristo sobre el mundo» (Ap 11, 9).

Los salvados agradecen a Dios, al qut está sentado en el trono, y al Cordero su salvación, la participación en su vida, la estancia en su proximidad (Ap 7, 9-17). Los partícipes de la vida divi. na, que todavía peregrinan en este mundo, también llegan hasta Dios y el Cordero mediante la oración: la corte celeste tiene en sus manos copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos, oraciones que se hallan ante el altar de oro y llegan hasta Dios (Ap 5, 8; 8, 3-4).

La obra salvadora de Dios es presentada desde la aparición de los cielos nuevos y la nueva tierra; desde la imagen de la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a Dios, y que es la morada-habitación de Dios en medio de su pueblo; es la novia del Cordero y en ella se manifiesta la gloria de Dios (Ap 21, 1; 21, 1-4.9-11). Otra imagen estrictamente bíblica y no menos elocuente es la del agua viva que brota del trono de Dios y del Cordero. El agua es símbolo del Espíritu y de la vida, de la salvación.

Dios es el que tuvo la iniciativa de la salvación. Y actuó con especial providencia en el momento inicial de la misma protegiendo al Niño que iba a nacer de la presencia amenazante del dragón que intentaba devorarlo y a la Mujer y a sus hijos trasladándolos al desierto, el lugar de la constitución del pueblo de Dios (Ap 12,1 ss). Especial protección que era necesario acentuar dada la precariedad en que está viviendo la comunidad cristiana perseguida por Roma. Gracias a esta providencia especial de Dios llega la «salvación», el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo...» (Ap 12, 10).

3. EL DIOS TODOPODEROSO. La consideración del Dios salvador, de un Dios funcional, no infravalora antes enaltece la figura del Dios Todopoderoso. El es el Señor, el dueño santo y veraz. Es presentado constantemente como el Todopoderoso y es increpado e impetrado para que salga en defensa de los suyos que están siendo perseguidos por Roma (Ap 6, 9-10). El Todopoderoso, el que está sentado en el trono, y el Cordero tienen poder sobre los enemigos del cristianismo; tienen el poder sobre la vida y la muerte. El es el mentor de la historia. Incluso puede utilizar a sus enemigos como ejecutores de su voluntad y designios misteriosos (Ap 17, 17-18). Las cítaras tocan himnos de alabanza a Dios; le alaban todos sus siervos y cuantos le temen; el único digno de adoración; el Señor Dios iluminador, que hace innecesaria toda otra luz necesaria para la vida; el alfa y la omega, el principio y el fin, el primero y el último; el creador de todo lo existente en el cielo, en la tierra y en el mar, es el Padre del Cordero (Ap 15, 2-3; 19, 5-6.10; 22, 5.13; 10, 6; 14, ). Esta supremacía única es la que justifica que el Vidente hable del «templo de Dios», del «nombre de la ciudad de mi Dios» (Ap 11, 1; 3, 12). Tan santo e invencible que es el único que incluso puede ser blasfemado (Ap 13, 6; 16, 11).

4. EL DIOS REMUNERADOR. El Dios supremo, revelador y salvador, conlleva necesariamente el aspecto de remunerador. Las comunidades cristianas que viven bajo la injusticia claman por la justicia. En esas circunstancias Dios se manifiesta como juez. En medio del furor de las naciones, de los adversarios del pueblo de Dios, llegó su cólera, el juicio negativo sobre ellos, «y el tiempo de que sean juzgados los muertos, y de dar la recompensa a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes» (Ap 11, 18). La actuación temible del juez se describe de muchas maneras: los adoradores de la bestia, los que han sucumbido a la presión del culto imperial, deberán beber «el vino de la ira de Dios, derramado sin mezcla en la copa de su cólera y será atormentado con fuego y azufre»; serán vendimiados y arrojados como las uvas «al gran lagar de la ira de Dios»; sobre ellos vendrán las plagas «con las que había de consumarse la ira de Dios» y «las siete copas de oro llenas de la ira de Dios»; es el gran día del Dios todopoderoso; el Fidedigno y el Veraz juzga y pelea con justicia; todas las aves del cielo son invitadas a participar en el banquete que les proporcionan los cadáveres de los enemigos de Dios (Ap 14, 10.15.19; 15, 1.7; 16, 1.14; 19, 11.17-18).

La terribilidad del juicio la manifiestan los adoradores de la bestia escondiéndose en las cavernas y pidiendo a los montes y peñascos: «caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero» (Ap 6, 17). El juicio es la gran derrota de los enemigos de Dios. El juez celeste actúa con plena objetividad y justicia, con exacto conocimiento de lo que ha hecho cada uno: los muertos se hallan ante el trono de Dios; se abren los libros, y el libro de la vida «y los muertos fueron juzgados conforme a lo que está escrito en los libros» (Ap 20, 12). El juicio, al par que terrible, es adorable: «Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio». En el juicio Dios se manifiesta como es, manifiesta su propio ser: «Tu, el Santo, el que existes y existías, eres justo y has hecho justicia», «En efecto, Señor, Dios todopoderoso, verdaderos y justos son tus juicios» (Ap 14, 7; 16,5.7). Precisamente por eso, la frecuente mención del juicio debe convertirse para la comunidad cristiana en una exhortación a la permanencia en la fe en su Dios: el pueblo de Dios debe salir de Babilonia, de Roma, del mundo del pecado. De lo contrario le puede ocurrir lo que a ellos: «Hasta el cielo se han multiplicado sus pecados y Dios ha hecho memoria de sus iniquidades» (Ap 18, 5). La espada cortante de dos filos en manos del Hijo del hombre es también símbolo del juicio.

Para los fieles a Dios el juicio es su victoria, que se halla descrita mediante la mención de la gran muchedumbre, que nadie podia contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua... Vestían de blanco —el color de la victoria— llevaban palmas en las manos y clamaban: A nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero, se debe la salvación (Ap 7, 9-10). Lo mismo se dice con la imagen de la invitación a las bodas del Cordero (Ap 19, 9). El Vidente acentúa este aspecto al distribuir a lo largo de su libro las siete bienaventuranzas dirigidas a los testigos fieles de Dios (Ap 1, 3; 14, 13; 16, 15; 19, 9; 20, 6; 22, 7.14).

5. EL Dios CUMPLIDOR DE LAS ANTIGUAS PROMESAS. Actúa por medio de Cristo, el Santo, el Verdadero, títulos propios de Dios, el que tiene la llave de David (Ap 3, 7). Este último título es estrictamente mesiánico, si tenemos en cuenta que la casa de David se convirtió en el reino de Dios. El es el realizador de las esperanzas puestas en el descendiente de David. Otros títulos en la misma línea presentan a Cristo como el Amén (2 Cor 1, 19-20), el testigo fiel y veraz —los grandes atributos divinos en el AT (Ex 34, 6)— el principio de la creación de Dios, el origen de la nueva creación, el león de la tribu de Judá (Ap 3, 14; 5, 5). Este último título se debe muy probablemente a la interpretación mesiánica de la frase «Judá es un cachorro de león» (Gén 49, 9). Con esta terminología se presenta a Cristo como el realizador de las promesas del AT. Y esto es posible descubrirlo gracias a la acción del Espíritu que Cristo comunica (Ap 5, 6), del Espíritu que habla a las siete iglesias, a la Iglesia universal.

[—> Adoración; Amor; Angelología; Apocalíptica; Bautismo; Catequesis; Comunión; Confesión de fe; Conocimiento; Creación; Cruz; Doxología; Dualismo; Escatología; Esperanza; Espíritu Santo; Experiencia; Fe; Gnosis y Gnosticismo; Gracia; Hijo; Historia; Iglesia; Jesucristo; Liberación; Logos; Misión, misiones; Misterio; Naturaleza; Nombres de Dios; Oración; Padre; Personas divinas; Revelación; Salvación; Vida cristiana; Vida eterna.]

Felipe F. Ramos