POR UNA PERSONA ALEJADA O EN SITUACIÓN IRREGULAR


Monición de entrada:
Al reunirnos hoy en la iglesia, os damos nuestro sentido pésame, familiares y amigos de N., difunto (difunta). Y os invitamos a orar todos juntos pidiendo para él el eterno descanso y la vida resucitada con Jesucristo, el Señor. Por la fe creemos que la vida no termina con la muerte y que, tras ella, Dios nos espera con los brazos abiertos para perdonar nuestras deficiencias y transformar todo lo bueno de nuestra existencia en vida nueva y eterna. Que el Señor avive nuestra fe nuestra esperanza con el mensaje de su palabra con la salvación que nos ofrece en la eucaristía.

Oremos:

Oh Dios,
siempre dispuesto a la misericordia y al perdón,
escucha nuestras súplicas por tu hijo (hija) N.,
que acabas de llamar a tu presencia,
y condúcelo (condúcela) ahora a tu reino, su verdadera patria,
para que goce contigo de la alegría eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: San Pablo nos ofrece la perspectiva cristiana sobre la muerte: «Si por el delito de uno vino la muerte, por Jesucristo vivirán todos los que por él han sido justificados». El salmo nos invita a la confianza, porque «el Señor es compasivo y misericordioso». El evangelio nos sitúa ante el momento trascendental del juicio de Dios, pero nos adelanta la respuesta para ser reconocidos por el Señor: «Tuve hambre y me disteis de comer...».

Primera lectura: Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rom 5,17-21) [RE, Leccionario, 1216-1217].

Salmo responsorial: El Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102) [RE, Leccionario, 1211].

Evangelio: Venid vosotros, benditos de mi Padre (Mt 25,31-46) [RE, Leccionario, 1236-1237].

Homilía: Un pensamiento de san Juan de la Cruz resume perfectamente el sentido del evangelio que acabamos de proclamar y de toda la celebración: «En el atardecer de la vida, seréis examinados del amor». Cuando llega la muerte de un ser querido, es cuando más se parece nuestro juicio al juicio de Dios. Es más, normalmente no juzgamos, lo dejamos todo en sus manos, y preferimos recordar todo lo bueno y positivo de su vida; en definitiva, su amor. Lloramos su muerte, como lo estáis haciendo vosotros, querida familia de N., traemos a la memoria mil detalles de su entrega, de su trabajo, de su dedicación a la familia, de su capacidad de amar, y confiamos su persona a los brazos del Señor.

Y hacemos bien, porque en verdad el único que conoce en su totalidad a la persona es Dios. El sabe quiénes somos y cómo somos. El entiende el «porqué» de nuestras decisiones y la razón de nuestros pasos. El escruta nuestro pensamiento y nuestro corazón. El nos conoce por dentro. Por eso «no juzga por apariencias», sino con auténtica verdad: con justicia.

Ante un juicio con tales garantías, puede llegar la sorpresa. Porque para Dios no vale el disimulo, lo vacío de contenido, lo meramente externo. Precisamente esa fue la lucha constante de Dios con su pueblo a través de los profetas, y esa fue la batalla declarada por Cristo a ese proceder al que él denomina hipocresía: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí». Para Dios vale la rectitud de intención, la honradez de los planteamientos, la sinceridad de las opciones tomadas. Para Dios vale el corazón. Para Dios vale el amor.

«En el atardecer de la vida seréis examinados del amor». Del amor que para muchos nace del corazón iluminado por la fe; una fe alimentada en la religiosidad sincera, una fe comprometida en el servicio a los demás. Sienten cerca el mandato y la referencia del Señor: «Amaos como yo os he amado», «lo que hagáis a los otros, a mí me lo hacéis», «ni un vaso de agua dado en mi nombre quedará sin recompensa».

Para otros, en cambio, el amor nace simplemente de la bondad del corazón. Sin referencia a la fe ni a la religión. Pero intentan sinceramente guiar su vida con la luz de la razón, sus decisiones con la directriz de la justicia y sus acciones con la entrega de la bondad. Con sus fallos y limitaciones, como todos, pero con la voluntad decidida de darse en amor.

Al final, según hemos escuchado en el evangelio, unos,y otros serán reconocidos por Dios por el amor con el que han vivido: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Unos lo creían por la fe, con la que se enfoca la existencia desde una perspectiva nueva, y que es un don recibido de Dios, pero que hay que cuidar y acrecentar. Otros se encontrarán con la bendita sorpresa —«Venid, benditos de mi Padre»— de que en el amor estaba Dios presente, aun sin conocerlo, y de que ahora Dios sale a su encuentro y se le manifiesta cara a cara, en la dicha de su reino.

Hermanos: También sale Dios ahora a nuestro encuentro, aquí en la eucaristía. Con su misericordia desbordante, como nos aseguraba san Pablo: «Donde creció el pecado, sobreabundó la gracia». Con su victoria sobre la muerte y con su vida resucitada: «Así como reinó el pecado, causando la muerte, así también, por Jesucristo, nuestro Señor, reinará la gracia, causando una justificación que conduce a la vida eterna».

«iVen, bendito de mi Padre!». Pedimos que sean estas las palabras que nuestro hermano (nuestra hermana) N. escuche al presentarse ante el Señor.

Invitación a la paz: Queridos familiares, que Dios os conceda el consuelo de su paz, y que todos nos animemos a traer la paz de una agradable convivencia. Daos fraternalmente la paz.

Comunión: El creyente recibe en la eucaristía la fuerza para vivir su fe en comunión de amor con Cristo y en comunión de amor con los hermanos. Este es el Cordero de Dios...

Canto o responsorio: La confianza en la bondad de Dios nos ha traído a esta celebración. La fe en la resurrección de Jesucristo nos lleva ahora a entonar nuestra esperanza.

Oremos:

Te pedimos, Señor, que tu hijo (hija) N.,
que ha muerto ya para este mundo, viva ahora para ti,
que tu amor misericordioso borre los pecados
que cometió por fragilidad humana
y que sea conducido a gozar
de la dicha de tus bienaventurados en el cielo.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Agradecimiento de la familia: A cuantos nos habéis acompañado en el adiós a nuestro querido (nuestra querida) N., os damos las gracias. Ha sido una despedida llena de respeto y aprecio a su persona y llena de emoción para nosotros. Añadimos nuestra gratitud especial a quienes desde la fe habéis orado por él y habéis participado en esta eucaristía. Que Dios lo tenga en la paz de su bienaventuranza.