POR VARIOS MUERTOS EN ACCIDENTE O CATÁSTROFE


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Hermanos: Nuestra ciudad (nuestro pueblo) de N. (nombre de la ciudad o pueblo) está sufriendo momentos de consternación por la trágica muerte de nuestros hermanos (y hermanas) N., N.... (si parece oportuno, se citan los nombres de los fallecidos). Es el comentario que se viene repitiendo tras conocer la noticia. Pero no acertamos a salir del desconcierto ni se nos ocurre otra actitud que la de estar cerca de estas familias, compartiendo su desolación, y la de acompañarles en esta celebración para dar el adiós a nuestros hermanos fallecidos.

Vamos a orar por ellos, para que encuentren el descanso y la paz. Vamos a pedir por sus familiares, para que el Señor les dé fortaleza y consuelo en este duro momento. Vamos a escuchar la palabra de Dios, la única que puede aportar un poco de luz en la oscuridad que nos envuelve, y la única que puede abrirnos a la esperanza. Y vamos a renovar el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en quien todos hemos sido salvados y llamados a la vida eterna.

Oremos:

Escucha, Señor, las súplicas de tu pueblo,
rociadas con las lágrimas del dolor
en que nos sume la trágica muerte de nuestros hermanos,
y haz que gocen ya para siempre de la luz de aquella patria
que nunca ningún mal podrá oscurecer.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: El autor de la lectura bíblica comparte una situación similar a la nuestra: «Me han arrancado la paz... fíjate en mi aflicción y amargura, en la hiel que me envenena», comienza diciendo. Pero vuelve su mirada al Señor, y encuentra la esperanza: «Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor». Es la oración que presenta el salmo: «Mi alma espera en el Señor». Y es la actitud de Cristo en la tragedia terrible de su muerte: de la queja amarga, «¿Por qué me has abandonado?», pasa a la confianza de ponerse en las manos del Padre. Y de ahí, a la resurrección tras la muerte.

Primera lectura: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor (Lam 3,17-26) [RE, Leccionario adultos, 1200].

Salmo responsorial: Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra (Sal 129) [RE, Leccionario, 1213-1214].

Evangelio: Muerte y resurrección de Cristo (Lc 23,44-49; 24,1-6a) [RE, Rito breve, 973-974].

Homilía: Queridas familias, amigos: iQué necesitados estamos, en estos momentos dramáticos, de una palabra de luz para nuestra oscuridad y de bálsamo para nuestras heridas! Sobre todo vosotros, familiares y allegados de las víctimas de esta tragedia. Pero

también los demás, que hemos sufrido la conmoción de esta ciudad (de este pueblo) ante el luctuoso acontecimiento que ha costado la vida a — (n° concreto) personas. Todos —yo también— ansiamos una frase que nos devuelva la paz, una respuesta que aclare tantas preguntas, una razón que argumente esta sinrazón. Y sobre todo, necesitamos con urgencia un rayo de esperanza que nos ilumine el camino de vuelta del abatimiento a las ganas de vivir. Sé que lo estáis esperando, pero no hay respuesta humana convincente.

Como convecino y amigo, yo sólo puedo ponerme junto a vosotros, llorar con vosotros y suplicar consuelo como vosotros. Pero como creyente y como sacerdote que preside esta celebración, os invito a buscar desde la fe y a volver la mirada hacia el Señor porque únicamente en él podemos encontrar ese mensaje.

iY vaya si lo obtenemos! Dios nos ofrece siempre respuesta: una respuesta viva y una respuesta eficaz.

Una respuesta viva. No desde las nubes de un cielo lejano, sino desde la realidad de un Dios hecho hombre, llamado Jesús de Nazaret, que asumió nuestra condición humana, que anduvo por nuestros caminos, que sufrió el dolor y el llanto de nuestras limitaciones y que murió de la forma más terrible e inhumana.

Por eso, en este momento de nuestra tragedia, él puede presentarse como respuesta viva, ofrecida en la página de su propia tragedia. Lo hemos proclamado en el evangelio. La similitud de situaciones es asombrosa:

—Atónitos, sin poder creérselo, padecían María, Juan y las piadosas mujeres la espantosa muerte del hijo, del ser querido. Como nosotros.

Consternadas, habiendo visto lo que ocurría, las gentes se volvían con gestos de abatimiento. Como nosotros.

Se oscureció el sol y se apoderaron las tinieblas. Llegó la oscuridad y el no entender nada. Como nosotros.

El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Como nuestro corazón.

—Lo único que les quedaba era recoger su cuerpo, embalsamarlo y depositarlo en un sepulcro. Como a nosotros.

Pero no hemos de quedarnos ahí. Hemos de volver nuestra mirada al Señor para unirnos a su grito de queja dolorida: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Tenemos todo el derecho, porque Cristo ha cargado con las penas y sufrimientos de la humanidad total. Después, desde nuestra fe tambaleante, hemos de unirnos a la oración de Cristo, quien, a pesar de todo, se pone en las manos del Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Tenemos todo el derecho, porque la súplica del Señor es también la de toda la humanidad, que se apoya en sus méritos.

Y entonces sucederá que el Dios de la vida no nos va a abandonar al poder de la muerte. Tenemos todo el derecho, porque en la muerte de Cristo ha quedado vencida toda muerte, también la de nuestros seres queridos. Y el Dios de la vida seguirá cumpliendo la segunda parte del evangelio: la resurrección. Porque no hay sepulcro que pueda establecer el, dominio de la muerte sobre sus hijos. Porque no hay vendas ni mortaja que pueda retener maniatada la vida del Hijo de Dios ni la de los que con él hemos sido hechos sus hijos, herederos de su reino resucitado.

Hermanos, he ahí la respuesta de Dios a nuestra situación angustiosa. Una respuesta viva y llena de esperanza.

Pero afirmábamos también que es, a la vez, una respuesta eficaz: cumple lo que anuncia. En la eucaristía que celebramos, Dios renueva con toda su eficacia la página contemplada en el evangelio. En su totalidad maravillosa. La cruz se transforma en luz, y la muerte, en vida resucitada: para Cristo y para nuestros hermanos a los que pretende arrebatarnos la muerte de forma violenta y cruel. A nuestros «¿por qué?» el Señor responde con otro: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí». Y añade la afirmación más llena de esperanza que jamás se ha pronunciado: «iHa resucitado!».

Invitación a la paz: «Me han arrancado la paz», comenzaba la primera lectura. Pero acababa afirmando: «Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor». Que desde este gesto sencillo de estrechar la mano o darnos un abrazo recobremos la paz porque esperamos la salvación de Dios. Daos fraternalmente la paz.

Comunión: Dios comulgó con nosotros la muerte, para que nosotros pudiéramos comulgar con El su vida. Dichosos los que estrechan esta comunión con Dios al acercarse a la mesa del Señor.

Canto o responsorio: Que nuestra canción sea el clamor de esperanza que llegue hasta el cielo proclamando, a pesar de la tragedia, nuestra confianza en la resurrección del Señor.

Oremos:

A tus manos, Padre de bondad,
encomendamos a nuestros hermanos
con la firme esperanza
de que resucitarán en el último día,
con todos los que han muerto en Cristo.
Te damos gracias
por todos los dones con que los enriqueciste a la largo de sus vidas;
en ellos reconocemos un signo de tu amor
y de la comunión de los santos.

Dios de misericordia,
acoge las oraciones que te presentamos por estos hermanos nuestros
que acaban de dejarnos
y ábreles las puertas de tu mansión.
Y a sus familiares y amigos,
y a todos nosotros,
los que hemos quedado en este mundo,
concédenos consolarnos con palabras de fe,
hasta que también nos llegue el momento
de volver a reunirnos con ellos,
junto a ti, en el gozo de tu reino eterno.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Despedida: Nuestro pueblo (nuestra ciudad) está con vosotros y sufre con vosotros, queridas familias de nuestros convecinos fallecidos. También ha orado con vosotros en la esperanza de que su trágica muerte ha sido un paso al reino de la paz. Agradecemos los ,testimonios de condolencia que nos han llegado de tantas partes y de tantísima gente. Y esperamos que esta magnífica solidaridad la mantengamos siempre viva como actitud permanente.