BIENAVENTURADOS


Para cristianos y gente de bien


Monición de entrada:
Bienvenidos, hermanos, a la casa de nuestro Padre Dios. Con nuestra pena a cuestas y con nuestra esperanza abierta, ibienvenidos! Pedimos y esperamos que ese mismo haya sido el saludo que nuestro hermano (nuestra hermana) N. haya recibido al presentarse en la casa definitiva del Padre: «Bienvenido», «bienaventurado». Y pedimos y esperamos que en esta celebración Dios nos consuele con su palabra, nos salve con su presencia y nos comprometa con el mensaje que nos va a dirigir.

Oremos:

Oh Dios,
siempre dispuesto a la misericordia y al perdón,
escucha nuestras súplicas por tu hijo (hija) N.,
que acabas de llamar a tu presencia,
y ya que creyó y esperó en ti,
condúcelo (condúcela) ahora a tu reino,
su verdadera patria,
para que goce contigo de la eterna bienaventuranza.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: Hay personas que se deciden por el programa de Dios para orientar su vida. Las lecturas de hoy nos recuerdan dicho programa. «Vivir para el Señor... porque en la vida y en la muerte somos del Señor», nos propone san

Pablo. «Caminaré en presencia del Señor», señala el salmo. «Dichosos los pobres, los sufridos, los misericordiosos...», nos enseña Jesús en el evangelio.

Primera lectura: En la vida y en la muerte somos del Señor (Rom 14,7-9.1Oc-12) [RE, Leccionario, 1221].

Salmo responsorial: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida (Sal 114) [RE, Textos diversos, 1290].

Evangelio: Bienaventurados (Mt 5,1-12a) [RE, Leccionario, 1232-1233].

Homilía: Pocas páginas se han escrito tan bellas como la que acabamos de proclamar. Pocas tan esperanzadoras y comprometidas, porque apuestan por lo que todos buscamos con más ahínco: la felicidad. Pero no terminamos de creérnosla del todo.

Seguro que, al escucharla, guardamos un silencio especial, como para no perdernos nada. Seguro que, a veces, hasta consigue conmovernos por dentro. Y seguro, creo yo, que un tanto con miedo y otro tanto con pena nos decimos a nosotros mismos: «iQué bien que haya gente que vive así!, pero... eso no es para mí».

Hermanos queridos, familiares de N. difunto (difunta), amigos todos: iQué bien que «hay» personas que viven así!, o que al menos lo intentan humilde pero seriamente.

Entre el programa del mundo y el programa de Jesús, han optado por este. El primero les brindaba el éxito y el medrar social a través de la competencia sin escrúpulos y del avasallar si es preciso, buscándose a sí mismo por encima de todo y detodos. El programa de Cristo, en cambio, exige como punto de partida salir de sí mismo para integrarse en los anhelos y sufrimientos de la humanidad y buscar con empeño una sociedad mejor para todos.

Y ahí están:

— Son los «pobres»: los que nada tienen suyo, porque sus bienes, sus cualidades, su tiempo y su persona están siempre a disposición de los demás. No saben decir: «Esto es mío» o «lo siento pero tengo prisa, no tengo tiempo».

— Son los «sufridos»: los pacientes, los que sacan aguante pero sin abandonarse al desánimo y sin cejar en el empeño en busca del bien. Saben sufrir y esperar.

— Son «los que lloran»: consigo, porque también sienten el dolor y el abandono y el fracaso y los problemas familiares... Y son los que lloran con los que lloran: son «compasivos» —«padecen-con»—, y ofrecen «consuelo» —están «con el que está solo»—.

— Son los «misericordiosos» en todo el significado de la palabra: mísero-cor-dare, dar el corazón al necesitado. Dan el corazón y, con él, lo que haga falta.

— Son los limpios de corazón: los de fiar, sin doblez ni segundas intenciones; los de mirada transparente; los que cumplen su palabra.

— Son los que «tienen hambre y sed de la justicia»: de la honradez, de las cosas bien hechas, del respeto a las personas hasta valorarlas por encima de todo lo demás.

— Son los que «trabajan por la paz»: los que creen en la paz y se esfuerzan en poner las bases sólidas y justas para que la paz sea posible y consistente. Son personas que, al estar junto a ellas, da la impresión de que irradian paz.

Pero por buscar la justicia para la paz y para los que sufren y para los que lloran y para los pobres, son perseguidos. «Si a mí me persiguen, también a vosotros os perseguirán».

Si, además, han cumplido ese programa como creyentes, entonces han aportado a su vida, a su persona y al mundo una dimensión trascendente, que va más allá, que se proyecta hasta «el reino de los cielos».

Hermanos, si habéis vivido la experiencia de realizar alguna acción especialmente buena, algo que haya supuesto sacrificio y generosidad, seguro que habréis gustado unos momentos de satisfacción, de «dicha» especial. Es un poquito como el regusto de las bienaventuranzas, como el apunte de que, a lo mejor, el Señor tiene razón al decir que ahí se encuentra la felicidad.

Si habéis tenido la suerte de conocer de cerca a alguien que ha hecho de las bienaventuranzas su opción de vida, seguro que os habrá impresionado la felicidad que sienten y la felicidad que irradian a su alrededor. Y pensamos: ¿No son estas personas las que aportan realmente la dicha que el mundo busca y que no encuentra por otros caminos?

Vosotros de modo especial, familiares de N., pero también todos los presentes hemos podido disfrutar de los muchos detalles «de bienaventuranzas» que nuestro hermano (nuestra hermana) ha derramado durante su vida: delicadeza, respeto, compañía, ánimo, ayuda, cariño, generosidad... Por eso abrigamos la esperanza fundada de que su nombre está inscrito en la lista de los «dichosos», a los que el Señor otorga el reino de los cielos.

Apoyando nuestra esperanza, Cristo viene a renovar en esta eucaristía el misterio que lleva a cumplimiento su promesa, el de su muerte y resurrección. Como decía san Pablo: «Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos». Por eso decía también: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor».

Invitación a la paz: El haber vivido cerca de una persona de bien deja un regusto de paz en medio de las lágrimas. Que esa paz se vea confirmada por la paz que deseamos a la familia de N. y que nos deseamos mutuamente. En el espíritu de Cristo resucitado daos fraternalmente la paz.

Comunión: Comulgar con Cristo es identificarse con su estilo de vida, es aceptar su programa del evangelio para que pueda contarnos entre sus bienaventurados. Dichosos los llamados a la cena del Señor.

Canto o responsorio: «Dichosos... porque de ellos es el reino de los cielos». Es el reino que Cristo nos ha ganado con su resurrección. Es el misterio que proclamamos con nuestro canto.

Oremos:

A tus manos, Padre de bondad,
encomendamos
a nuestro hermano (nuestra hermana) N., con la firme esperanza
de que resucitará en el último día,
con todos los que han muerto en Cristo. Te damos gracias
por todos los dones con que lo (la) enriqueciste a lo largo de su vida;
en ellos reconocemos un signo de tu amor y de la comunión de los santos.

Dios de misericordia,
acoge las oraciones que te presentamos
por este hermano nuestro (esta hermana nuestra) que acaba de dejarnos
y ábrele las puertas de tu mansión.
Y a sus familiares y amigos,
y a todos nosotros,
los que hemos quedado en este mundo,
concédenos saber consolarnos con palabras de fe,
hasta que también nos llegue el momento
de volver a reunirnos con él (ella), junto a ti,
en el gozo de tu reino eterno.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Agradecimiento de la familia: En medio de la pena por la muerte de nuestro querido (nuestra querida) N., hemos sentido la satisfacción de comprobar la estima y el aprecio de que gozaba. Vuestra compañía tan numerosa ha sido una buena muestra. Os lo agradecemos de verdad. Y nos vamos de esta celebración con la esperanza emocionada de que en verdad se encuentra entre los «dichosos» del reino de los cielos.