POR LA MUERTE A LA VIDA

Página de la muerte y resurrección de Cristo


Monición de entrada:
Con el llanto y el dolor, que en esta situación constituyen vuestra cruz, venís hoy a la iglesia, queridos familiares de N. También aquí nos preside una cruz. Pero esta es signo de victoria sobre la muerte, porque es la cruz de Jesucristo, quien «muriendo destruyó la muerte, y resucitando restauró la vida». Cuantos os acompañamos en el dolor, vamos a acompañaros juntamente en la fe y en la esperanza de esta celebración eucarística, en la que se renueva el triunfo del Señor.

Oremos:

Señor Dios, Padre omnipotente,
tú que nos has dado la certeza
de que en los fieles difuntos
se realizará el misterio de tu Hijo
muerto y resucitado,
por esta fe que profesamos,
concede a nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
que acaba de participar de la muerte de Cristo,
resucitar también con él
en la luz de la vida eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: San Pablo nos trae a la memoria un recuerdo esperanzador: «Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida». Recobrando la confianza en Dios, responderemos: «Mi alma espera en el Señor». La página de la muerte de Cristo en la cruz, y el anuncio de su resurrección proclamará el misterio central de nuestra fe cristiana.

Primera lectura: Por Cristo todos volverán a la vida (1Cor 15,20-24a.25-28) [RE, Leccionario, 1222].

Salmo responsorial: Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra (Sal 129) [RE, Leccionario, 1213-1214].

Evangelio: Muerte y resurrección de Cristo (Mc 15,33-39; 16,1-6) [RE, Leccionario, 1237-1238].

Homilía: Acabamos de escuchar la página central de toda la Historia. La página que divide la Historia en dos: en un antes y un después. La muerte y resurrección de Cristo. A partir de este acontecimiento todo cambia, ya nada será igual.

Hasta entonces, el dominio del pecado, del mal y de la muerte se imponían implacablemente. Desde ahora, la creación lleva en sus entrañas gérmenes de rejuvenecimiento y de victoria, porque «Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies... hasta que sea vencido el último enemigo, la muerte», nos decía san Pablo.

En Cristo ha comenzado ya esta victoria. El ha podido más que el odio, la sinrazón, la intolerancia y la traición. Quedaba el último enemigo, la muerte, que había pretendido aniquilarlo clavándole en cruz y enterrándolo en un sepulcro. Pero la muerte también ha sido vencida. «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado», concluía la trascendental página del evangelio.

Pero este final dichoso ha venido precedido del pasaje trágico de la pasión y muerte. Una página que estáis padeciendo vosotros, familiares que sufrís la pérdida de N. Cuando la muerte se clava en un ser querido, el corazón se nos parte en dos —como el velo del templo ante la muerte del Señor—, las tinieblas y la oscuridad nos envuelven —no entendemos nada—, diríamos que hasta Dios parece abandonarnos y le preguntamos como Jesús en cruz: «¿Por qué?».

La respuesta que abre el camino a la esperanza es la misma que hemos escuchado justo en el momento de la muerte de Cristo y que ha dado paso. al relato de la resurrección: «Realmente este hombre era Hijo de Dios», ha confesado el centurión. El Hijo de Dios, el enviado por el Padre para rescatarnos del pecado y de la muerte, tenía que salir victorioso del trance. Dios lo resucitó de entre los muertos. «El, Cristo, el primero, como primicia —proclamaba Pablo—, después, cuando él vuelva, todos los que son de Cristo». Por tanto, todos los que con él han sido hechos «realmente hijos de Dios» —como ocurre con todos los bautizados— y son de Cristo, porque son verdaderamente cristianos, participarán de la victoria del Señor.

Eso es lo que confiamos se cumpla con nuestro hermano (nuestra hermana) N., que por el bautismo entró a formar parte de los hijos de Dios y fue sellado (sellada) con el signo de Cristo. Es una llamada a la esperanza, en medio del dolor por la muerte.

Pero es también una llamada a la fe consecuente. Porque, si aspiramos a participar en la victoria de Cristo, hemos de llevar una vida a su estilo, acorde a su mensaje, conforme con su evangelio, de forma que podamos ser considerados entre «los queson de Cristo»; es decir, entre los que, por vivir «realmente como hijos de Dios», en amor y fraternidad, merezcan ser rescatados de la muerte y ser conducidos a la vida.

Y además, es una llamada a la fe comprometida, porque en el camino de la vida encontramos a tantos y tantos crucificados en las mil y mil cruces que levanta la maldad humana, en los que hemos de reconocer y confesar: «Realmente este hombre es hijo de Dios». Y hemos de saber tratarlos como hijos de Dios y como hermanos nuestros. Y hemos de intentar rescatarlos de sus muertes vivientes. Y hemos de insuflarles alientos de resurrección, de vida nueva, de esperanza y ganas de vivir.

Hermanos, en verdad que, desde la muerte y resurrección de Cristo, ya nada es igual. Nada debe ser igual. La humanidad, nosotros con ella, nuestro hermano (nuestra hermana) N., llevamos dentro la consigna del Señor: por la muerte a la vida.

Precisamente, la eucaristía que celebramos renueva en el altar aquella página imborrable que hemos proclamado. Que en dicha página quede inscrito para la vida el nombre de N. Y que, por ser de los de Cristo, merezcamos que también un día sea inscrito nuestro nombre.

Invitación a la paz: Querida familia, iojalá encontréis en Dios la paz del consuelo que tanto se necesita en estos momentos dolorosos! Hermanos todos, iojalá encontremos la paz que Dios concede a los que realmente son y viven como hijos suyos! «Como hijos de Dios, intercambiad ahora un signo de comunión fraterna», el signo de la paz.

Comunión: Comulgar es acercarse, compartir y convivir con Cristo, muerto y resucitado. Comulgar es acercarse, compartir y convivir con los hermanos que sufren la cruz, para caminar juntos hacia la vida. Este es el cordero de Dios...

Canto o responsorio: Por la muerte a la vida. Lo hemos pedido para nuestro hermano difunto (nuestra hermana difunta). Lo confesamos ahora en este canto, como expresión de fe.

Oremos:

Señor Dios,
ante quien viven los que están destinados a la muerte
y para quien nuestros cuerpos, al morir, no perecen,
sino que se transforman y adquieren una vida mejor,
te pedimos humildemente que acojas a tu hijo (hija) N.
para que pueda resucitar con gloria
y sea conducido (conducida)
al lugar del descanso, de la luz y de la paz.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Agradecimiento de la familia: Como hemos recordado en esta celebración, en situaciones como la nuestra es muy importante la cercanía de alguien que te ayude a llevar la cruz del dolor y a reencontrar las ganas de vivir. Nuestra familia os agradece sinceramente el haber encontrado en vosotros esa ayuda. Y agradece también la esperanza, recobrada en esta celebración, de que el querido (la querida) N. ha pasado de la muerte a la vida con el Señor.