UNA VIDA NUEVA


Resurrección-inmortalidad-¿otra vida?

Monición de entrada: Sed todos bienvenidos a esta celebración: vosotros, querida familia de N., con vuestra pena; nosotros, con nuestra solidaridad; y todos, con la fe encendida para pedir a Dios que conceda su vida eterna y dichosa a nuestro querido hermano (nuestra querida hermana). El Se-ñor, presente en la eucaristía, viene a cumplir su promesa: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna».

Oremos:

Señor Dios,
ante quien viven los que están destinados a la muerte
y para quien nuestros cuerpos, al morir,
no perecen, sino que se transforman
y adquieren una vida mejor,
te pedimos humildemente que acojas a tu hijo (hija) N.
para que pueda resucitar con gloria
en el día grande del juicio;
y, si en algo pecó contra ti en esta vida,
que tu amor misericordioso
lo (la) purifique y perdone.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: Hay muchas cosas que no nos gustan de este mundo en el que vivimos, y la que menos, la muerte. En el salmo expresamos nuestra disconformidad, de modo positivo, buscando al Dios de la vida: «Mi alma tiene sed del Dios vivo». San Pablo nos anima afirmando que «la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios». En el evangelio, Jesús nos asegura: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna».

Primera lectura: Aguardando la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,18-21.23) [RE, Rito breve, 979].

Salmo responsorial: Mi alma tiene sed del Dios vivo (Sal 41) [RE, Leccionario, 1209-1210].

Evangelio: El que cree en el Hijo tiene vida eterna (Jn 6,37-40) [RE, Leccionario, 1248].

Homilía: El ansia más profunda de la persona es vivir. Por eso, la frustración también más profunda es la muerte. La muerte da al traste con nuestras ilusiones y expectativas. Es el fracaso más rotundo. Ese sentimiento de frustración y fracaso nos invade cuando muere un ser querido. Es como un anticipo de nuestra propia muerte. Es como si un trozo de nuestra propia vida muriera con él. Y nos duele y nos apena y nos rompe. Como os duele, os apena y os rompe a vosotros, familiares, la muerte de vuestro querido (vuestra querida) N.

Y lo peor es que nosotros, seres mortales, no podemos hacer más. Con las lágrimas, la rebeldía y el recuerdo se acaban nuestras posibilidades humanas. De ahí nuestra amarga sensación de impotencia.

El hombre creyente se sabe limitado y acude a Dios. Ciertas teorías agnósticas dirán que es entonces cuando el hombre «necesita inventarse a Dios» y organizar unos ritos, unas creencias, unas religiones en definitiva, que le permitan sueños sobre «el más allá», «la otra vida», «la salvación del alma» y «el cielo»; pero que son eso: sueños para evadirnos de esta vida real.

Lo malo es que muchas veces los creyentes, incluidos los cristianos, parece que les damos la razón, separando como separamos la fe de la vida, dejando la religión para las iglesias o para ciertos ritos y llevando luego una vida demasiado increyente por inconsecuente. A veces damos la impresión de reducir el tema de la salvación a ir procurándonos de vez en cuando unos «pases» que nos puedan abrir al final las puertas de «la otra vida».

El cristianismo, hermanos, es muy distinto y muy superior a todo eso. Para empezar, no es invento de nuestra necesidad, sino revelación y respuesta de Dios a nuestra necesidad. Es Dios quien se ha manifestado y sigue manifestándose, quien ha hablado y sigue hablando, quien busca y acompaña y salva al hombre. Es Dios quien desarrolla proyectos divinos para la creación entera.

El cristianismo es mucho más que una religión, es mucho más que algo espiritual, por muy bien organizado que esté. El cristianismo es «alguien»: es Cristo, el Hijo de Dios enviado por el Padre para salvarnos con su muerte en cruz y a quien resucitó con la fuerza y la vida del Espíritu Santo.

El cristianismo es «Dios con nosotros» aquí y ahora: que vive nuestra existencia y va transformándola y sembrando en ella semillas de eternidad, y que muere nuestra muerte para vencerla y hacer que resucite a la vida de Dios, eterna y plena. «El más allá» está ya «aquí» y se gana y se conquista «aquí», «desde ya».

En consecuencia, el cristiano es el que cree en ese Dios de la vida y en esa vida de Dios: la que Jesucristo nos ha enseñado a vivir, viviendo la nuestra; la que Jesucristo nos enseña a ir rescatando de la muerte y a darle dimensión de eternidad viviendo su estilo de vida: amando. Porque cuando amamos, vivimos la misma vida de Dios, y si vivimos el amor, ya somos eternos.

Ese es el modo diferente del vivir cristiano: comprometido con el amor, para ser distinto él mismo y para hacer distinto el mundo. Es llevar a cabo la afirmación de san Pablo: «La creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que la creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios».

¿El cristianismo evasión? ¿El cristiano un alienado? Todo lo contrario: debe ser el primer empeñado en vivir la existencia tan profundamente que la transforme con la fuerza de Dios y la trascienda de forma que pueda ser eternizada.

Eso es lo que esperamos para nuestro hermano (nuestra hermana) N. A pesar de sus deficiencias humanas, ha ido sembrando destellos de bondad, de generosidad, de esfuerzo para que las cosas fueran mejor, de amor a los suyos y a los demás. ¡Cuántos detalles de bien recordaréis los que habéis vivido próximos a él (ella)! En todo ello Dios ha ido poniendo gérmenes de eternidad. Nada de eso se va a perder. Lo ha anunciado Cristo en el evangelio: «Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no se pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y que yo lo resucite el último día».

Cristo viene a cumplir en la eucaristía esta promesa esperanzadora. Su misterio pascual, que aquí celebramos, es la mayor garantía de que toda vida al estilo de la suya, en amor y entrega, traspasará la muerte y el Señor la resucitará a la vida eterna.

Invitación a la paz: Que en vuestra aflicción por la muerte de N., encontréis la paz del Dios de la vida. Y que todos pasemos por la vida como sembradores de paz y de bien. Daos fraternalmente la paz.

Comunión: El que cree en el Hijo tiene vida eterna. Y el que come su carne y bebe su sangre, aunque muera, vivirá para siempre. Este es el Cordero de Dios...

Canto o responsorio: Vamos a proclamar en una canción nuestra fe en la vida resucitada, que vendrá a cumplir nuestros anhelos más profundos de vivir.

Oremos:

Te pedimos, Señor, que tu hijo (hija) N.,
que ha muerto ya para este mundo,
viva ahora para ti
y que tu amor misericordioso
borre los pecados que cometió su fragilidad humana
para que pueda gozar eternamente de tu reino.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

Agradecimiento de la familia: Con el apoyo de vuestra cercanía, amigos todos, nuestra familia se siente arropada ante el dolor. Y con la esperanza en la vida, celebrada en esta eucaristía, recobramos la confianza de que nuestro querido (nuestra querida) N. sigue viviendo en la eternidad de Dios. Que continuemos prestándonos el apoyo mutuo siempre que nos necesitemos. Gracias.