A LAS MANOS DE DIOS

 

Monición de entrada: «De las manos de Dios venimos, a las manos de Dios volvemos»: es la verdad de fe que va a iluminar esta celebración. Para vosotros, familiares y amigos más cercanos, que sentís que algo importante se ha roto con la muerte de N., os ofrece el consuelo de recordar que la vida de toda persona, salida de las manos de Dios, es demasiado importante como para que la muerte pueda romperla definitivamente. Vuelve a las manos de Dios. Y para todos, hermanos, es anhelo que nos une en oración en esta eucaristía.

Oremos:

Señor Dios,
ante quien viven los que están destinados a la muerte
y para quien nuestros cuerpos, al morir, no perecen,
sino que se transforman y adquieren una vida mejor,
te pedimos humildemente que acojas
a tu hijo (hija) N.,
para que pueda resucitar con gloria
en el día grande del juicio;
y, si en algo pecó contra ti durante esta vida,
que tu amor misericordioso
lo (la) purifique y lo (la) perdone.
Por nuestro Señor Jesucristo.

Introducción a las lecturas: Dios nos dirige su palabra de consuelo y esperanza. «La vida de los justos está en manos de Dios», afirma la primera lectura. «Tus manos me hicieron y me formaron», responderemos con el salmo. El evangelio culmina este mensaje esperanzador con la oración de Cristo en la cruz: «A tus manos encomiendo mi espíritu», a la que el Padre responde resucitándole de entre los muertos.

Primera lectura: La vida de los justos está en manos de Dios (Sab 3,1-6.9) [RE, Leccionario, 1197].

Salmo responsorial: Tus manos me hicieron y me formaron (Sal 118) [RE, Textos diversos, 1297-1298].

Evangelio: A tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,44-46.50.52-53; 24,1-6a) [RE, Leccionario, 1242-1243].

Homilía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Fueron las últimas palabras de Jesús, antes de cumplir con su muerte el ciclo de la misión redentora para la que le había enviado el Padre. Lo había recordado la noche anterior, en el coloquio de despedida de la última cena: «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28).

«Todo está cumplido», ha podido decir el Señor en el trance de la cruz. Ahora le corresponde al Padre acogerlo en sus manos y llevar a plenitud la obra salvadora, rescatándolo de la muerte y resucitándolo con lá virtud del Espíritu Santo. Y Dios Padre también cumple: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¡Ha resucitado!».

Amigos míos, este momento de Cristo es trascendental para la humanidad entera, para todos nosotros y para nuestro hermano (nuestra hermana) N., porque la suerte del Señor es nuestra suerte y el ciclo de nuestra existencia recorre sus mismos pasos: «De las manos de Dios salimos y a las manos de Dios volvemos».

De las manos de Dios salimos. Lo hemos expresado en el Salmo. Dios, como divino alfarero, nos modeló con sus manos a cada uno en particular y en persona: cada cual con sus características, con sus cualidades, con sus aptitudes y posibilidades, con su forma de ser propia, personal, diferenciada de los otros. Para que no hubiera dudas de nuestra procedencia, nos selló con su impronta inconfundible: «a su imagen y semejanza», «a imagen de Dios lo creó», dice el Génesis. Y para remarcar de forma imborrable su sello, estampó su firma en cada uno de nosotros en el bautismo, con los mismos trazos de su Hijo Jesucristo. Y fuimos hechos «cristianos»: a lo Cristo y como Cristo. De esa manera, el modelo Cristo será el punto de referencia, al moldear y desarrollar durante nuestra vida aquella persona singular salida de las manos de Dios.

Toda nuestra existencia, en primer y último término, va dirigida a cumplir dicha tarea: desarrollar nuestras cualidades en bien de nosotros mismos, haciéndonos más «persona», y en bien de los demás, ayudándoles a ser «más personas». Todo ello como Cristo, el Señor, el sellado, «el ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó por la vida haciendo el bien... porque Dios estaba con él» (He 10,38). He ahí el ejemplo a seguir, el modelo a alcanzar.

Al final, lo importante es que esa vida, esa obra «elaborada», vuelva a las manos de Dios. iQué gráficamente lo expresaba la primera lectura: «La vida de los justos está en las manos de Dios... La gente insensata pensaba que morían... pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad... Están en paz... Dios los puso a prueba como oro en crisol y los halló dignos de sí... Los fieles a su amor seguirán a su lado».

Eso es lo que estamos pidiendo para N. con toda nuestra fe y esperando con toda nuestra confianza. Seguro que todos, especialmente los más cercanos a él, habéis sido testigos de las muchas cualidades que constituían su manera de ser, y que tantas veces puso en bien de los demás, de su familia (de su esposa, esposo, hijos...), de sus amigos y vecinos y de otras muchas personas. Nos da pena y no nos resignamos a que todo eso quede «hecho añicos» por la muerte.

Pero, ¿qué podemos hacer? Pues mirad: por una parte podemos conservar imborrable en nuestras propias vidas todo lo bueno que de él recibimos y valoramos. Es el mejor modo de recordarle y de seguir queriéndole.

Pero aún deseamos para él mucho más. Por eso lo (la) confiamos a las mejores manos, a las manos de Dios. Con Cristo y como Cristo en la cruz, Dios Padre va a reconocer en nuestro hermano (nuestra hermana) a la criatura salida de sus manos y al hijo sellado con la imagen de Cristo en el bautismo. Va a recomponer con su perdón los trozos rotos, los fallos y deficiencias que, como persona humana, cometió. Y lo va a modelar en perfección, ya irrompible para siempre, nuevo (nueva) y resucitado (resucitada) para la vida eterna, dichosa y feliz.

Este deseo y esta súplica no son un pensamiento bello pero ineficaz. Cristo Jesús es quien lo recoge y avala con sus propios méritos. Ahora mismo, en la eucaristía, renueva y actualiza aquel momento salvífico: desde la cruz dirige su oración al Padre, incluyendo en ella a nuestro hermano (nuestra hermana) N.: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y ahora mismo, en la eucaristía, se renueva la maravilla asombrosa de su resurrección. Señor, haz que nuestro hermano (nuestra hermana) te acompañe en el paso de la muerte a la vida resucitada para siempre.

Invitación a la paz: Al darnos hoy la paz, se la enviamos de verdad a los familiares de N.: con el pensamiento y el corazón os tendemos la mano; estamos con vosotros. A la vez, se la damos a los que están más próximos. «Daos fraternalmente la paz».

Comunión: Comulgar con Jesucristo es remarcar nuestro sello cristiano, es incorporarse a su suerte. Si como él vivimos haciendo el bien, con él volveremos a las manos del Padre en el momento definitivo.

Canto o responsorio. La fe y la esperanza de esta celebración, la resumimos y expresamos ahora con esta canción que entonamos antes de la oración final.

Oremos:

A tus manos, Padre de bondad,
encomendamos
a nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
con la firme esperanza
de que resucitará en el último día,
con todos los que han muerto en Cristo.
Te damos gracias
por todos los dones con que lo (la) enriqueciste
a lo largo de su vida;
en ellos reconocemos un signo de tu amor
y de la comunión de los santos.

Dios de misericordia,
acoge las oraciones que te presentamos
por este hermano nuestro (esta hermana nuestra) que acaba de dejarnos
y ábrele las puertas de tu mansión.
Y a sus familiares y amigos,
y a todos nosotros,
los que hemos quedado en este mundo,
concédenos saber consolarnos con palabras de fe,
hasta que también nos llegue el momento
de volver a reunirnos con él (ella), junto a ti,
en el gozo de tu reino eterno.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Agradecimiento de la familia: Nuestra familia desea agradeceros las pruebas de condolencia, las muestras de aprecio a nuestro querido (nuestra querida) N. y la compañía y oración en esta eucaristía. A él lo (a ella la) hemos puesto en las manos de Dios. Que las nuestras continúen tendidas siempre a los demás. ¡Muchas gracias!