COMENTARIOS A LA SEGUNDA LECTURA
Col 01, 12-20

 

1. J/CENTRO.

Los colosenses tenían su filosofía (la gnosis): imaginaban la energía divina (la plenitud) extendiéndose gradualmente entre los ángeles, el hombre y la materia. Incluso concedía a Cristo un lugar dentro de esta jerarquía. Pero Pablo reacciona vivamente contra esta anexión de Cristo por una filosofía, y desde el propio vocabulario de la misma pone de relieve el puesto único de Cristo.

La tentación es permanente: hacer entrar a Cristo dentro de un sistema humano construido fuera de él. O acudir a Cristo para apoyar las propias opciones. Hay que tener coraje para asumir las propias opciones e ideas.

Cristo no ha venido a suplantar nuestro pensamiento o decisión. Su papel se sitúa a un nivel más profundo y primordial: él es el primogénito de la humanidad que, a través de todas sus opciones, busca a tientas al verdadero Dios. El está ahí para esclarecer al hombre su sentido último, porque él es el primero en haber nacido de la muerte. En él se eleva una humanidad nueva, una fase inédita e irreversible de la historia. Por esto emana de él tan gran poder de atracción.

EUCARISTÍA 1989/54


2.

Pablo resume en tres puntos la obra salvadora de Dios en Cristo; Dios nos ha hecho participar graciosamente de la herencia que había preparado para su pueblo santo, nos ha sacado del dominio de las tinieblas y trasladado al reino de su Hijo, y nos ha concedido el perdón por la sangre de Cristo. Por eso es justo y necesario dar gracias a Dios, al Padre, por medio de Jesucristo. Vale la pena hacer notar que Pablo se sirve de categorías del éxodo cuando hace esta memoria de la salvación de Dios en Jesucristo: herencia (=tierra prometida), pueblo santo, dominio de las tinieblas o esclavitud, traslación al reino, redención por la sangre (del Cordero de Dios, Jesucristo es nuestra Pascua). Por lo tanto, Pablo anuncia el evangelio de la liberación de todos los pecados y de cuanto esclaviza al hombre interna y externamente.

Quizás con la única excepción de Flp 2, 6-11, Pablo nos presenta aquí la síntesis más lograda de toda su cristología. Sin duda quiere que sus lectores sepan quién es el Señor al que sirven con su fe y se vean libres de los errores que amenazan la comunidad de Colosas.

El "Dios invisible" es el Padre. Jesús es la "imagen del Padre"; por eso quien ve a Jesús, ve también al Padre (cfr. Jn 14, 9). Sólo por Jesús y en Jesús tenemos acceso al conocimiento del Dios invisible, del Dios vivo, que no es el Dios de la filosofía sino el Dios de la vida y de la historia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

"Primogénito", pues no ha sido creado sino engendrado por el Padre; "Primogénito", porque es el heredero de todas las promesas y el primero entre muchos hermanos; "Primogénito" también porque es anterior a todo cuanto por él ha sido creado. Como Hijo de Dios, Jesús es de la misma naturaleza que el Padre.

Nada ha sido creado sin la mediación del "Hijo querido del Padre". Lo visible y lo invisible, lo terrestre y lo celeste es por él y para él. Con estas rotundas afirmaciones, Pablo sale al paso de algunas desviaciones doctrinales que disminuían la persona y la obra de Cristo en el universo. Uno de los errores principales que tiene a la vista Pablo cuando escribe estas palabras, es una especie de culto que se tributaba a los elementos fundamentales del cosmos (el agua, la tierra, el fuego y el aire) que se creían animados por espíritus celestes e invisibles. Pablo afirma claramente que nada ni nadie está por encima de Cristo, el Señor.

Cristo, por quien y para quien todo ha sido creado, es también el que todo lo conserva y lo salva.

El universo, alejado de Dios por el pecado del hombre, estaba a punto de perecer definitivamente ante la amenaza de la muerte. Pero el Hijo de Dios se hace hombre para llevar a cabo una restauración universal, mejor, una recreación. Para ello Cristo se ha constituido en cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y el sacramento eficaz o señal de esta segunda creación. De Cristo procede ahora la nueva vida, él es el principio supremo de un nuevo orden. El es el primero que ha resucitado de entre los muertos y el principio de toda regeneración.

"Residiera toda la plenitud", esto es, la plenitud divina. Toda la riqueza inestimable de la divinidad que los falsos maestros suponían repartida entre los espíritus y potestades celestes, Pablo la ve concentrada en Cristo, que es el único Señor. Sin Cristo no es posible la salvación de los hombres y del universo.

Pero en Cristo ha querido el Padre reconciliar consigo y salvar así todos los seres. Cristo ha muerto para que todos y todo tenga vida, en su sangre se alcanza aquella paz universal y aquella reconciliación sin la que es imposible la existencia. Judíos y gentiles son llamados en Cristo para formar un solo pueblo; el cielo y la tierra, todas las criaturas, están ahora en dolores de parto hasta que se manifieste la salvación universal operada por Dios en la sangre de Cristo.

EUCARISTÍA 1986/55


3.

Una vez más nos propone la liturgia el himno de Colosenses. Cabe hacer las mismas observaciones que hemos repetido muchas veces.

Este himno ofrece una visión del Reino de Cristo más conforme con la profunda realidad de tal reino que cualquiera de las imaginaciones que puede sugerirnos el título de Cristo Rey, del cual se ha hecho tanto uso y abuso en tiempos antiguos como recientes.

Las características de ese himno en relación con la fiesta de hoy es que la función descrita y comentada en estas líneas recibe el nombre de "reino de su Hijo querido". Es decir, en la visión de la tradición paulina, el Reino de Cristo no es exactamente el dominio que compete a Dios por su creación y conservación del mundo material y humano, sino la participación de Cristo en la misma realidad humana y cósmica para hacer que desde el comienzo sea algo divino.

Es un reino desde dentro de la realidad y no desde fuera. El Reino es el estado de la humanidad que Cristo le ha conferido para tomar parte en ella. En otras palabras, el que el hombre haya sido pensado y realizado como hijo de Dios y que el mundo también participe de esa condición y sea portador del Reino, lugar donde se realiza, porque toda la realidad ha sido tocada por Cristo.

Lo principal, pues, del Reino en esta visión es que el mundo, la historia, el hombre en todas sus circunstancias -menos el pecado- es revelación y presencia de Dios, porque es Reino de su Hijo, y es allí donde le podemos encontrar. No hay que buscarlo fuera de aquí, sino en su misma entraña.

FEDERICO PASTOR
DABAR 1989/57


4. Juan Pablo II: Cristo, Señor del cosmos y de la historia
Meditación sobre el cántico del primer capítulo de la Carta de san Pablo a los Colosenses


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 5 mayo 2004 (
ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el himno a Cristo del primer capítulo de la Carta de san Pablo a los Colosenses (versículos 3, 12-20).

 

Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por él y para él.

Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.



1. Hemos escuchado el admirable himno cristológico de la Carta a los Colosenses. La Liturgia de las Vísperas lo presenta a los fieles en las cuatro semanas en la que se articula como un cántico, carácter que quizá tenía desde sus orígenes. De hecho, muchos estudiosos consideran que el himno podría ser la cita de un canto de las Iglesias de Asia menor, incluido por Pablo en la carta dirigida a la comunidad cristianas de Colosas, que entonces era una ciudad floreciente y populosa.

El apóstol, sin embargo, nunca viajó a este centro de la Frigia, región de la actual Turquía. La Iglesia local había sido fundada por un discípulo suyo, originario de aquellas tierras, Epafras. Éste aparece al final de la carta junto al evangelista Lucas, «el médico querido», como lo llama san Pablo (4, 14), y junto a otro personaje, Marcos, «primo de Bernabé» (4, 10), en referencia quizá al compañero de Pablo (Cf. Hechos 12, 25; 13, 5.13), que después se convertiría en evangelista.

2. Dado que tendremos la oportunidad de volver en varias ocasiones a comentar este cántico, nos contentamos ahora con ofrecer una mirada de conjunto y evocar un comentario espiritual, escrito por un famoso Padre de la Iglesia, san Juan Crisóstomo (IV sec. d.C.), famoso orador y obispo de Constantinopla. En el himno emerge la grandiosa figura de Cristo, Señor del cosmos. Al igual que la divina Sabiduría creadora exaltada por el Antiguo Testamento (Cf. por ejemplo Proverbios 8, 22-31), «él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia»; es más «todo fue creado por él y para él» (Colosenses 1, 16-17).

Por tanto, en el universo, se despliega un designio trascendente que Dios actúa a través de la obra de su Hijo. Lo proclama también el «Prólogo» del Evangelio de Juan, cuando afirma que «todo se hizo por la Palabra y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Juan 1, 3). También la materia con su energía, la vida y la luz llevan la huella del Verbo de Dios, «su Hijo amado». La revelación del Nuevo Testamento ofrece una nueva luz sobre las palabras del sabio del Antiguo Testamento, quien declaraba que «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13, 5).

3. El Cántico de la Carta a los Colosenses presenta otra función de Cristo: él es también el Señor de la historia de la salvación, que se manifiesta en la Iglesia (Cf. Colosenses 1, 18) y se realiza en «la sangre de su cruz» (versículo 20), manantial de paz y de armonía para toda historia humana.

Por tanto, no sólo el horizonte exterior a nuestra existencia está marcado por la presencia eficaz de Cristo, sino también la realidad más específica de la criatura humana, es decir, la historia. Ésta no está a la merced de fuerzas ciegas e irracionales, sino que, a pesar del pecado y el mal, se rige y está orientada --por obra de Cristo-- hacia la plenitud. Por medio de la Cruz de Cristo, toda la realidad está «reconciliada» con el Padre (Cf. versículo 20).

El himno traza, de este modo, un estupendo cuadro del universo y de la historia, invitándonos a la confianza. No somos una mota de polvo inútil, perdida en un espacio y en un tiempo sin sentido, sino que formamos parte de un proyecto surgido del amor del Padre.

4. Como habíamos anunciado, damos ahora la palabra a san Juan Crisóstomo para que sea él quien culmine esta reflexión. En su «Comentario a la Carta a los Colosenses» se detiene ampliamente en este cántico. Al inicio, subraya el carácter gratuito de Dios, al «compartir la suerte del pueblo santo en la luz» (v. 12). «¿Por qué la llama "suerte"?», se pregunta Crisóstomo, y responde: «Para demostrar que nadie puede conseguir el Reino con sus propias obras. También en este caso, como en la mayoría de las veces, la "suerte" tiene el sentido de "fortuna". Nadie puede tener un comportamiento capaz de merecer el Reino, sino que todo es don del Señor. Por eso dice: "Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer"» (Patrología Griega 62, 312).

Esta gratuidad benévola y poderosa vuelve a emerger más adelante, cuando leemos que por medio de Cristo se han creado todas las cosas (Cf. Colosenses 1, 16). «De él depende la sustancia de todas las cosas --explica el obispo--. No sólo las hizo pasar del no ser al ser, sino que las sigue sosteniendo de manera que si quedaran sustraídas a su providencia, perecerían y se disolverían... Dependen de él. De hecho, sólo el hecho de inclinarse hacia él es suficiente para sostenerlas y reforzarlas» (Patrología Griega 62, 319).

Con mayor motivo es signo de amor gratuito lo que Dios realiza por la Iglesia, de la que es Cabeza. En este sentido (Cf. versículo 18), Juan Crisóstomo explica: «después de haber hablado de la dignidad de Cristo, el apóstol habla también de su amor por los hombres: "Él es la cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia", para mostrar su íntima comunión con nosotros. Quien está tan alto se unió a quienes están abajo» (Patrología Griega, 62, 320).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa hizo una síntesis de su intervención en castellano. Estas fueron sus palabras:]

La liturgia de Vísperas nos presenta el admirable himno cristológico de la Carta a los Colosenses, del que en esta catequesis damos una visión de conjunto. En este himno se destaca la grandiosa imagen de Cristo como Señor del cosmos, «porque por medio de él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él» (v. 16-17), de lo cual se deduce que el plan de Dios se lleva a cabo por medio del Verbo.

Este himno nos presenta también otra misión de Cristo: Él es también el Señor de la historia de la salvación, que se manifiesta en la Iglesia, y que se realiza en la sangre de la cruz, fuente de paz y armonía para la humanidad. Este texto traza, pues, un cuadro estupendo del universo y de la historia, invitándonos a la confianza: no somos una mota de polvo insignificante, perdida en un espacio y en un tiempo sin sentido, sino que somos parte de un proyecto que brota del amor del Padre.
 


5. Juan Pablo II: Cristo, «imagen del Dios invisible»
Comentario al cántico de san Pablo del inicio de la carta a los Colosenses

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 24 noviembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el cántico de la carta de san Pablo a los Colosenses (1, 3.12-20), «Himno a Cristo».
 

Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de Él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por Él y para Él.

Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.
 



1. Acaba de resonar el gran himno cristológico con el que comienza la carta a los Colosenses. En él sobresale la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda la vida eclesial. Ahora bien, muy pronto el horizonte del himno se amplía a toda la creación y a la redención, abarcando a todo ser creado y a toda la historia.

En este canto se puede percibir el ambiente de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana y el apóstol recoge su voz y testimonio, imprimiendo al mismo tiempo al himno su impronta.

2. Después de una introducción en la que se da gracias al Padre por la redención (Cf- versículos 12-14), el cántico, que la Liturgia de las Vísperas presenta cada semana, se articula en dos estrofas. La primera celebra a Cristo como «primogénito de toda criatura», es decir, ha sido generado antes de todo ser, afirmando así su eternidad que trasciende el espacio y el tiempo (Cf. versículos 15-18a). Él es la «imagen», el «icono» de Dios que permanece invisible en su misterio. Ésta fue la experiencia de Moisés, quien en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó esta respuesta: «Mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Éxodo 33, 20; Cf. Juan 14, 8-9).

Por el contrario, el rostro del Padre creador del universo se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: «por medio de Él fueron creadas todas las cosas… y todo se mantiene en Él» (Colosenses 1, 16-17). Cristo, por tanto, por un lado es superior a las realidades creadas, pero por otro, está involucrado en su creación. Por este motivo, puede ser visto como «imagen del Dios invisible», cercano a nosotros a través del acto creativo.

3. La alabanza en honor de Cristo avanza, en la segunda estrofa (Cf. versículos 18b-20), hacia otro horizonte: el de la salvación, la redención, la regeneración de la humanidad creada por Él, pero que al pecar había caído en la muerte.

Ahora la «plenitud» de gracia y de Espíritu Santo que el Padre ha dado al Hijo permite el que, al morir y resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (Cf. versículos 19-20).

4. Él es celebrado, por tanto, como «el primogénito de entre los muertos» (1,18b). Con su «plenitud» divina, pero también con su sangre derramada en la cruz, Cristo «reconcilia» y «hace la paz» entre todas las realidades, celestes y terrestres. De este modo les restituye su situación originaria, recreando la armonía primigenia, querida por Dios según su proyecto de amor y de vida. Creación y redención están, por tanto, ligadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.

5. Como de costumbre, dejamos ahora espacio a la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo con su sangre.

Al comentar nuestro himno, san Juan Damasceno, en el «Comentario a las cartas de san Pablo» que se le atribuye, escribe: «san Pablo habla de la “sangre por la que hemos recibido la redención” (Efesios 1, 7). Se nos da como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte sólo podían liberarse a través de Aquél que se hizo partícipe con nosotros de la muerte… Con su venida, hemos conocido la naturaleza de Dios que existía antes de su venida. De hecho, es obra de Dios el haber extinguido la muerte, restituido la vida y reconducido a Dios al mundo. Por ello, dice: “Él es imagen de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), para manifestar que es Dios, aunque no es el Padre, sino la imagen del Padre, y tiene su misma identidad, si bien no es Él» («Los libros de la Biblia interpretados por la gran tradición» --«I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione»--, Bolonia 2000, pp. 18.23).

Después Juan Damasceno concluye echando una mirada de conjunto a la obra salvadora de Cristo: «La muerte de Cristo salvó y renovó al hombre; y dio a los ángeles la alegría primitiva, a causa de los salvados, y unió las realidades inferiores con las superiores… Hizo la paz y quitó de en medio la enemistad. Por eso decían los ángeles: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra”» (ibídem, p. 37).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis de su intervención en castellano:]

Queridos hermanos y hermanas:
En el himno cristológico de la Carta a los Colosenses que acabamos de proclamar, resalta la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y de toda la vida eclesial. En él se percibe el espíritu de oración y la fe de la primitiva comunidad cristiana en el Señor Jesús, celebrado como primogénito de toda criatura y de los que resucitan de entre los muertos.

Con su plenitud divina, y también con su sangre derramada en la Cruz, Cristo reconcilia consigo todos los seres, celestes y terrestres, y los conduce a su fin último, querido por Dios según su proyecto de amor y vida.


6. Benedicto XVI: Una visión cristiana del progreso
Intervención en la audiencia general del 4 de enero

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 10 enero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI pronunciada en la audiencia general del miércoles 4 de enero de 2006, dedicada a comentar el «Himno a Cristo» del primer capítulo de la carta de san Pablo a los Colosenses.

 

Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

El nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

El es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de El
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por El y para El.

El es anterior a todo, y todo se mantiene en El.
El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
El es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

Porque en El quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por El quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.


Queridos hermanos y hermanas:

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses: es casi el solemne pórtico de entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf. vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a "Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como "liberación del dominio de las tinieblas" (v. 13), es decir, como "redención y perdón de los pecados" (v. 14), y luego de forma positiva como "participación en la herencia del pueblo santo en la luz" (v. 12) y como ingreso en "el reino de su Hijo querido" (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se presenta a Cristo como "primogénito de toda criatura" (v. 15). En efecto, él es la "imagen de Dios invisible", y esta expresión encierra toda la carga que tiene el "icono" en la cultura de Oriente: más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al "Dios invisible" —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo "es anterior a todo", no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente: "Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles (...). Todo se mantiene en él" (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también "por él y para él" (v. 16).

Así san Pablo nos indica una verdad muy importante: la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice: sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso.

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser "la cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (v. 18): este es el horizonte salvífico privilegiado en el que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho, converge la historia: Cristo es el "primogénito de entre los muertos" (v. 18), es aquel que abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el "pleroma", la "plenitud" de vida y de gracia que reside en Cristo mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados, pacificados: esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será "todo en todos" (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este himno de la carta a los Colosenses. "El que nos ha redimido no es un simple hombre —comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado. Allí se produjo el admirable intercambio: dio el espíritu y tomó la carne" (8: Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente el Dios con nosotros. Amén.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede. Al final de la audiencia, el Papa saludo a los peregrinos en diferentes idiomas. Este fue su saludo en castellano].

Queridos hermanos y hermanas:

En la primera Audiencia del nuevo año meditamos el himno cristológico de la Carta a los Colosenses, que proclama el misterio de Cristo. En un primer momento es presentado como el primogénito de toda criatura, "porque todo fue creado por él y para él", y como la imagen visible de Dios invisible.

En un segundo momento aparece la figura de Cristo, dentro de la historia de la salvación, como cabeza del cuerpo: de la Iglesia; y por esta comunión de vida entre la cabeza y los miembros del cuerpo, los hace partícipes de la divinidad y los transforma interiormente. Esta obra de la salvación la ha realizado Dios precisamente porque se ha hecho hombre. Como afirma San Proclo de Constantinopla: «El que nos ha redimido no es un simple hombre... pero tampoco un Dios sin naturaleza humana... Puesto que, si no se hubiese revestido de mí, no me habría salvado. Aparecido en el seno de la Virgen, Él se vistió como condenado. Entonces tuvo lugar el tremendo intercambio, dio el espíritu y tomó la carne».

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular a la Comunidad Juvenil de Monterrey (México). Os invito a dar gracias a Dios porque nos envió a su Hijo, el cual, al hacerse hombre, se convirtió en nuestro salvador y nuestro hermano.

¡Feliz Año Nuevo!

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