SAN
AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO
El amor cristiano
¿Qué cosa más excelsa y saludable podéis oír y conocer, hermanos, que ésta: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo? (Mt 22,37-40). Para que no penséis que se trata de dos preceptos sin importancia, añade: En estos dos mandamientos se encierra toda la Ley y los Profetas (ib.). Cuanto de saludable concibe la mente, o profiere la boca, o se desprende de cualquier página de la Escritura, tiene un único fin: el amor. Pero este amor no pertenece a cualquiera; en efecto, los que viven mal se enredan mutuamente en una sociedad en la que les une la perversa conciencia y afirman que se aman, que no quieren separarse los unos de los otros, que el diálogo común les une, que desean su retorno cuando están ausentes y que se gozan de su regreso. Este amor es infernal; es lazo que arrastra hacia el abismo, no alas que elevan hacia el cielo. ¿Qué amor es éste que se distingue y diferencia de todos los otros así llamados amores? La verdadera caridad, la que es propia de los cristianos, ha sido definida por san Pablo y circunscrita dentro de sus límites, aun cuando sea infinita por ser divina. Por eso es fácil distinguirlo de los demás. Dice él: El fin del precepto es el amor. Pudo haberse parado aquí como lo hizo en otros lugares en los que hablaba como a gente instruida: La plenitud de la ley -decía- es el amor, sin explicar de qué amor se trataba. No lo indicó allí, porque lo había hecho ya en otros lugares, puesto que no se pueden ni se deben explicar en todos los sitios todas las cosas. Aquí dijo, pues: La plenitud de la leyes el amor (Rom 13,10).
¿Preguntabas, quizá, de qué amor o clase de amor está hablando? Lo escuchas en otro texto: El fin del precepto es el amor que procede de un corazón puro. Considerad ahora si los ladrones tienen entre sí ese amor que procede de un corazón puro. Existe un corazón puro en cuanto al amor cuando amas al hombre según Dios, porque a ti debes amarte de tal forma que no se quebrante la norma: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En efecto, si te amas a ti mismo mal y de forma inútil, amando así al prójimo ¿de que le aprovechas? ¿Cuándo te amas mal? Te lo indica la Escritura que no adula a nadie; ella te demuestra que no te amas; más aún, que te odias: El que ama la iniquidad -dice- odia a su alma (Sal 10,6). Según esto, si amas la iniquidad ¿puedes pensar que te amas a ti mismo? Te equivocas. Amándole así, arrastrarás al prójimo a la iniquidad, y tu amor será un lazo para el amado. Por tanto, el amor que procede de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe no fingida es el que se ajusta a la norma de Dios. Este amor definido por el Apóstol incluye dos preceptos: el amor a Dios y el amor al prójimo. No busquéis en la Escritura ninguna otra cosa; nadie os ordene nada más. En los textos oscuros de la Escritura está oculto este amor, y en los textos claros, está claro este amor. Si en ningún texto apareciese claro, no te alimentaría; si en ninguno se hallase oculto, no te ejercitaría. Este amor clama desde un corazón puro, grita con estas palabras desde el corazón de aquellos que se asemejan al que ora en este salmo. No voy a demorarme en decir quién es: es Cristo.
Comentario al salmo 140,2.
Y son los buenos y malos amores los que hacen buenas o malas las costumbres
Es verdad que también en esta vida la virtud no es otra cosa que amar aquello que se debe amar. Elegirlo es prudencia; no separarse de ello a pesar de las molestias es fortaleza; a pesar de los incentivos es templanza; a pesar de la soberbia es justicia. ¿Y qué hemos de elegir para amarlo con predilección, sino lo mejor que hallemos? Eso es Dios. Si en nuestro amor le anteponemos algo o lo igualamos con él, no sabemos amarnos a nosotros mismos, porque tanto mejor nos ha de ir cuanto más nos acerquemos a aquel que es el mejor de todos. Y vamos hacia él no con los pies, sino con el amor. Tanto más presente le tenemos cuanto más puro sea el amor con que tendemos a él. No se extiende o queda incluido en espacios locales, ni se puede ir con los pies, sino con las costumbres, a aquel que está presente en todas las partes en su totalidad. Nuestras costumbres suelen juzgarse, no según lo que cada uno sabe, sino según lo que cada uno ama. Y son los buenos y los malos amores los que hacen buenas o malas las costumbres. Por nuestra maldad estamos lejos de la rectitud de Dios; amando lo recto nos rectificamos, para poder adherirnos a lo recto.
Tratemos, pues, con todas nuestras fuerzas de que lleguen también a él aquellos a los que amamos como a nosotros mismos, si amando a Dios sabemos amarnos a nosotros mismos. Por que Cristo, es decir, la Verdad, dice que toda la ley y los profetas se condensan en dos preceptos: amar a Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda la mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,37-40). En este lugar hemos de entender próximo o prójimo, no al allegado por los lazos de sangre, sino por la comunidad de la razón en la que vivimos asociados todos los hombres. Si el dinero asocia a los hombres, ¿cuánto más los asociará esa razón de la naturaleza que es común, no por ley del negocio, sino por ley de nacimiento? El resplandor de la verdad no se oculta a los ingenios claros. Por eso el cómico pone en boca de un viejo estas palabras dirigidas a otro viejo: «¿Tan descansado estás de tus asuntos para preocuparte de los ajenos que nada te atañen?». Y el otro viejo responde: «Hombre soy y nada de lo humano deja de interesarme» (TERENCIO, Heautontimorumenos 1,1). Dicen que esa sentencia la aplaudió el teatro en pleno, aunque estaba atestado de necios e ignorantes. De tal modo la comunidad de las almas tiene el afecto natural de todos, que no se halló en el teatro un hombre que no se sintiera próximo o prójimo de todos.
Con ese amor que la ley divina exige debe el hombre amar a Dios, a sí mismo y al prójimo. Mas no por esto se dieron tres mandamientos. No se dice «en estos tres», sino en estos dos preceptos se condensa la ley y los profetas, es decir, en el amor a Dios con toda el alma y con toda la mente, y en el amor al prójimo como a si mismo. Así Dios nos dio a entender que el amor con que uno se ama a sí mismo es el amor de Dios. Hay que decir que se odia quien se ama de otra manera, pues se hace inicuo cuando se priva de la luz de la justicia, y se aparta del bien superior y mejor cuando se vuelve hacia los bienes míseros e inferiores, aunque sea hacia sí mismo. Entonces se realiza en él lo que fue escrito con verdad: Quien ama la iniquidad odia su propia alma. Nadie, pues, se ama a sí mismo sino amando a Dios; por eso no era menester, al dar el precepto de amar a Dios, mandar al hombre que se amase a sí mismo, pues con amar a Dios se ama a sí mismo. Y debe amar al prójimo como a sí mismo, llevando a quien pudiere a servir a Dios, ya con el consuelo de la beneficencia, ya con la instrucción de la ciencia, ya con el rigor de la disciplina, sabiendo que en esos dos preceptos se condensan la ley y los profetas.
Carta 155,4,13-15.
Llama, fuerza a amar a Dios a cuantos puedas persuadir, a cuantos puedas invitar
Los tres primeros mandamientos de la ley de Dios se refieren a Dios mismo; al hombre los siete restantes: Honra a tu padre y a tu madre; no adulterarás; no matarás; no proferirás falso testimonio; no robarás, no desearás la mujer de tu prójimo; no desearás los bienes de tu prójimo (Éx 20,12-17). Si amas a Dios, no adorarás a ningún otro ni tomarás en vano su nombre, y le dedicarás el sábado para que descanse en ti cuando te hace descansar. Si, por el contrario, amas al prójimo, honrarás a los padres y no adulterarás, ni matarás, ni dañarás a nadie con tu falso testimonio, ni robarás, ni desearás la mujer o los bienes de cualquier otra persona. Y, por ello, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos se cumple toda la ley y los profetas (Mt 22,37-40).
Escucha también al Apóstol: La plenitud de la ley -dice- es la caridad (Rom 13,10). No te envió a cumplir muchos preceptos: ni siquiera diez, ni siquiera dos; la sola caridad los cumple todos. Pero la caridad es doble: hacia Dios y hacia el prójimo. Hacia Dios, ¿en qué medida? Con todo. ¿A qué se refiere ese todo? No al oído, o a la nariz, o a la mano, o al pie. ¿Con qué puede amarse de forma total? Con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente. Amarás la fuente de la vida con todo lo que en ti tiene vida. Si, pues, debo amar a Dios con todo lo que en mí tiene vida, ¿qué me reservo para poder amar a mi prójimo? Cuando se te dio el precepto de amar al prójimo no se te dijo: «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente», sino como a ti mismo. Has de amar a Dios con todo tu ser, porque es mejor que tú, y al prójimo como a ti mismo, porque es lo que eres tú.
Los preceptos son, por tanto, dos; tres, en cambio, los objetos del amor. Se han dado dos preceptos: ama a Dios y ama al prójimo; sin embargo veo que se han de amar tres realidades. Pues no se diría: y al prójimo como a ti mismo, si no te amases a ti mismo. Si son tres los objetos del amor, ¿por qué son dos los preceptos? ¿Por qué? Escuchadlo. Dios no consideró necesario exhortarte a amarte a ti mismo, pues no hay nadie que no se ame. Mas, puesto que muchos van a la perdición por amarse mal, diciéndote que ames a tu Dios con todo tu ser, se te dio al mismo tiempo la norma de cómo has de amarte a ti mismo. ¿Quieres amarte a ti mismo? Ama a Dios con todo tu ser, pues allí te encontrarás a ti, para que no te pierdas en ti mismo. Si te amas a ti en ti, has de caer también de ti y larga ha de ser tu búsqueda fuera de ti.
Por esta razón el Apóstol comenzó la enumeración de todos los males a partir de ahí, cuando dice: Habrá hombres amantes de sí mismos (2 Tim 3,2). He aquí que elegiste amarte a ti; veamos si al menos te mantienes en ti. Es falso, no permaneces ahí; a él debiste adherirte, en él debiste poner tu fortaleza y tu lugar de refugio. Ahora, en cambio, aflojaste el lazo de tu amor y lo retiraste de él para ponerlo en ti; pero ni siquiera en ti permaneces. Escucha finalmente al mismo Apóstol. Después de haber dicho: Habrá hombres amantes de sí mismos, añadió a continuación: amantes del dinero. ¿No acabo de decir que ni siquiera permanecerías en ti? ¿O acaso sois la misma cosa tú y el dinero? He aquí que te alejaste incluso de ti por haberte apartado de Dios. ¿Qué queda, sino malgastar todo el patrimonio de tu mente viviendo con meretrices, es decir, entre liviandades y variedad de deseos perversos, y verte obligado por la necesidad a apacentar puercos, es decir, puesto que te domina la inmunda avaricia, a ser pasto de inmundos demonios?
Pero aquel hijo, habiendo experimentado la miseria y machacado por el hambre, volviendo en sí, dijo... Vuelve a si, porque se había alejado de sí, y ya en sí se encontró pobre. Buscó por doquier la felicidad y en ningún lugar la encontró. ¿Qué dijo al volver a si mismo? Me levantaré e iré. ¿A dónde? A mi padre. Ya vuelto a sí, pero aún yaciendo en el suelo, dice: Me levantaré e iré (/Lc 15,17-18). ¡Nada de yacer, nada de quedarme aquí! Se te ha dado, pues, la norma según la cual has de amarte: ama a quien es mejor que tú y ya te amaste a ti. Y hablo del que es mejor por naturaleza, no por voluntad. Se encuentran muchos hombres que son mejores que tú por voluntad, pero sólo Dios lo es por naturaleza: es el creador, el fundador, el hacedor, que por nadie ha sido hecho. Agárrate a él. Comprende de una vez y di: Para mí, en cambio. Para ti ¿qué? Es cosa buena adherirme a Dios. ¿Por qué? Pon atención a lo que dijo antes: Hiciste perecer a todo el que se aleja de ti (Sal 72,28.27). Precisamente porque hizo perecer a todo el que se aleja de él te encontraste a ti. Para mí, en cambio, es cosa buena adherirme a Dios, es decir, no alejarme, no retirarme de su lado. ¿Quieres ver lo que se te promete en este asunto? Quien se adhiere al Señor es un solo espíritu (1 Cor 5,17).
Éste es, pues, tu amor, o el amor hacia ti, es decir, el amor con que te amas, para amar a Dios. Ya te confió también el prójimo para que le ames como a ti mismo, pues veo que has comenzado a amarte a ti mismo. Llévale adonde te llevaste a ti mismo a aquel a quien amas como a ti mismo. En efecto, si amaras al oro y lo tuvieras, y amaras al prójimo como a ti mismo, en virtud del amor dividirías lo que tenías y le harías partícipe de tu oro; pero dividiéndole tocaríais a menos cada uno. ¿Por qué, pues, no posees a Dios? Poseyéndole a él no padecerás estrechez ninguna con tu coheredero. Llama, fuerza a amar a Dios a cuantos puedas persuadir, a cuantos puedas invitar; él es todo para todos y todo para cada uno.
En consecuencia, ama a Dios y ama al prójimo como a ti mismo. Veo que al amar a Dios te amas a ti mismo. La caridad es la raíz de todas las obras buenas. Como la avaricia es la raíz de todos los males (1 Tim 6,10), así la caridad lo es de todos los bienes. La plenitud de la ley es la caridad. No voy a tardar en decirlo: quien peca contra la caridad, se hace reo de todos los preceptos. En efecto, quien daña a la raíz misma, ¿a qué parte del árbol no daña?
Sermón 179 A, 3-5.