SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

Lc 16,19-31: Tú te jactas de ser pobre, yo te pregunto si eres fiel

¡Oh infiel, que te fijas en lo presente y sólo lo presente te aterroriza! Piensa alguna vez en lo futuro. Tras un mañana y otro, llegará alguna vez el último mañana; un día empuja a otro, pero no arrastra a quien hizo el día. En él se da el día sin ayer ni mañana; en él se da el día sin nacimiento ni ocaso; en él se halla la luz sempiterna, donde está la fuente de la vida y en cuya luz veremos la luz. Esté allí, al menos, el corazón, mientras sea necesario que la carne esté aquí; hállese allí el corazón. Si el corazón está allí, allí estará todo. Al rico vestido de púrpura y lino finísimo se le terminaron sus placeres; al pobre lleno de llagas se le acabaron sus miserias. Aquél temía el último día, éste lo deseaba. Llegó para los dos, pero no los encontró a ambos igual; y, como no los encontró a ambos igual, no vino igual para los dos. El morir fue igual en uno y otro; el acabar esta vida fue condición común para ambos. Escuchaste lo que les unió; pon atención ahora a lo que los separa: Aconteció, pues, que murió aquel pobre, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado (Lc 16,22). Aquél, quizá, hasta ni fue sepultado.

Ya conocéis lo restante. El rico era atormentado en los infiernos, el pobre descansaba en el seno de Abrahán. Pasaron los placeres y las miserias. Todo se acabó y se trasformó. Uno pasó de los placeres a los tormentos; el otro de las miserias a los placeres. Efectivamente, tanto los placeres como las miserias habían sido pasajeros; los tormentos y placeres que les siguieron no tienen fin. Ni se condena a las riquezas en la persona del rico ni se alaba la pobreza en la persona del pobre; pero en el primero se condenó la impiedad y en el segundo se alabó la piedad. Sucede a veces que los hombres escuchan estas cosas en el evangelio, y quienes nada tienen se llenan de gozo y hasta el mendigo exulta ante estas palabras. «En el seno de Abrahán -dice- estaré yo, no aquel rico». Respondamos al pobre: «Te faltan las llagas. Aplícate a conseguir méritos; desea hasta las lenguas de los perros. Tú te jactas de ser pobre, yo te pregunto si eres fiel; en efecto, la pobreza en un infiel significa tormento aquí y condenación allí».

Dirijámonos ahora al rico: «Cuando escuchaste lo que se dice en el evangelio de aquel que se vestía con púrpura y lino purísimo y que banqueteaba a diario espléndidamente, te llenaste de temor; pero has de temer más lo que allí se desaprueba. Aquél despreciaba al pobre que yacía a la puerta de su casa esperando las migas que caían de su mesa; no se le otorgaba ni abrigo, ni techo, ni misericordia alguna. Esto es lo que se castigó en la persona del rico: la crueldad, la impiedad, la soberbia, el orgullo, la infidelidad; éstas son las cosas castigadas en la persona del rico». Me dirá alguien: «¿Cómo pruebas eso? Se ha condenado precisamente a las riquezas». Si no soy capaz de probarlo, sirviéndome del mismo capítulo evangélico, que nadie me haga caso.

Cuando aquel rico se hallaba en medio de los tormentos del infierno, deseó que una gota de agua cayese en su lengua del dedo de quien había deseado las migas de su mesa. Mas fácilmente, quizá, hubiese llegado éste a las migas que aquél a la gota de agua. En efecto, se le negó esa gota. Le respondió Abrahán en cuyo seno se hallaba el pobre: Recuerda hijo que recibiste tus bienes en tu vida (Lc 16,25). Lo que me he propuesto demostrar es que en él se condenó la impiedad y la infidelidad y no las riquezas ni la abundancia de bienes temporales. Recibiste -le dijo- tus bienes en tu vida ¿Qué significa tus bienes? Los otros no los consideraste como bienes. ¿Qué significa en tu vida? No creíste que hubiera otra. Tus bienes, pues, no los de Dios; en tu vida, no en la de Cristo. Recibiste tus bienes en tu vida. Se acabó aquello en que creíste, y, en consecuencia, no recibiste los bienes mejores, puesto que, cuando te hallabas en los inferiores no quisiste creer en ellos.

Quizá estemos agraviando a este rico e interpretemos a nuestra manera el seno del padre Abrahán. Para decir algo con mayor claridad, desenvolvamos lo envuelto, iluminemos lo oscuro, abramos a los que llaman. Cuando se le negó el socorro, aquella mínima misericordia, para que se cumpliese lo escrito: El juicio será sin misericordia para quien no practicó misericordia (Sant 2,13), suplicó que fuera enviado Lázaro a sus hermanos a fin de que les informase de lo que había tras esta vida. Se le respondió que no era posible, y que, si no querían ir a parar a aquel lugar de tormentos, que escuchasen a Moisés y a los profetas. Tienen -dijo- a Moisés y a los profetas, escúchenlos (Lc 16,29). Él se conocía a sí mismo y a sus hermanos.

En efecto, los hermanos incrédulos solían charlar entre sí y mofarse de las palabras divinas. Cuando escuchaban que en la ley o los profetas se decía algo sobre los castigos eternos que debían evitarse o sobre los premios, también eternos, que habían de desearse, solían musitar entre sí: «¿quién ha resucitado? ¿Quién ha podido contarnos lo que allí se cuece? Desde que enterré a mi padre no he vuelto a oír su voz». Sabiendo él que acostumbraba a charlotear estas cosas con corazón y boca de incrédulo en compañía de sus hermanos, pedía que se realizara lo que nunca había tenido lugar, razón por la que despreciaban las palabras divinas. Dijo él: «Vaya alguien de aquí y dígales». Y el padre Abrahán: Tienen allí a Moisés y a los profetas; escúchenlos. Pero él, acordándose de sus diálogos, replicó: No, padre Abrahán. Como si dijera: «Yo sé lo que acostumbrábamos a hablar. No, padre Abrahán; sé lo que digo y lo que pido». Y el que despreció al pobre quiso, con tardía misericordia, que se hiciese a sus hermanos la misericordia que no se hizo a él mismo.

Sermón 299 E, 3-4 (Sigue)