30 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXI - CICLO C
22-30

 

22. ¿Son Pocos Los Que Se Salvan?

Las lecturas de hoy nos presentan con una vista expansiva de salvación. Isaías tiene la visión de gente de todas las naciones subiendo a Jerusalén con ofrendas para el Señor. Unos gentiles (no-judíos) serán seleccionados como sacerdotes y Levitas. Jesús toma el mismo tema:

"Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios." (Lc 13:29)

Sin embargo, dentro de este marco optimista, Jesús da una monición. Cuando alguien le pregunta, “¿es verdad que son pocos los que se salvan?” él habla de una puerta angosta que muchos no podrán entrar. Luego, da un retrato espantoso de personas, que pensaban que eran buenos, fuera de un banquete, pidiendo sin éxito para entrar. Mientras tanto, personas que ellos despreciaban, están adentro, gozando de una fiesta.

No debemos tomar al pie de la letra todos los detalles de esta escena horrible. No obstante, hay un mensaje claro y la persona que no la toma muy en serio, se pone a si mismo en un gran peligro. El teólogo Hans Urs Von Balthasar escribió, “es indispensable que todo cristiano se enfrente, con completa seriedad, a la posibilidad de perderse para siempre.”

Muchos hoy tienen dificultad en imaginar algo tan drástico. ¿Que he hecho yo parar merecer un castigo eterno? Pero es posible que una persona común y corriente pierda su alma. Jesús nos habla de la puerta angosta, la posibilidad de ser excluido. Cada día, a veces cada momento, estamos haciendo una decisión de acercarnos a Dios o alejarnos de él.

Reconocer que la vida de cada persona terminará en salvación o perdición nos debe causar sobriedad – pero no tristeza. Como cristianos tenemos una confianza sin limites no tanto en nuestras obras pequeñas, sino en la misericordia divina. La segunda lectura de hoy indica que debemos entender nuestras tristezas y sufrimientos bajo esa luz. Son parte de la disciplina paternal de Dios:

"Hijo mio, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama, y da azotes a sus hijos predilectos." (Heb. 12:5)


23. DOMINICOS 2004

En pleno mes de agosto, cuando en el hemisferio norte es canicular verano y en el país desde el que escribo la palabra “vacación” y lo que conlleva de vida apacible que huye de grandes problemas es lo que rige, planteamientos como los que nos ofrece la palabra de Dios en este domingo, nos hacen despertar además del sueño de la siesta veraniega, de la satisfacción de lo conseguido, de ir a remolque del ambiente en que se vive, y nos obliga a mantener elevada la guardia en el estilo de nuestro vivir. ¿Será posible?

Esto es verdad sobre todo entre aquellos que somos cristianos de siempre, que hemos mamado la fe, la hemos mantenido en un ambiente propicio. En aquellos que “comemos y bebemos” con Cristo, nos sentamos a su mesa y dejamos que su voz se oiga en nuestros diversos foros. El evangelio viene a decirnos que eso no basta. Recuerdo una vieja tira cómica de Mingote: dos señoras de edad madura comentaban sobre los cambios que el Vaticano II estaba introduciendo en la Iglesia. A modo de conclusión decía una: “mira puede decir el Concilio lo que quiera, cambiar lo que crea conveniente, pero a la hora de ir al cielo iremos los de siempre”

En todo caso, y esto siempre es consolador para quien no alimenta convicciones de ser los únicos buenos, el evangelio de este domingo nos enseña que la salvación está abierta a todos. Sólo quedan excluidos los que se excluyen, quizás porque excluyen compañía que no les es de su agrado, ya que no son “de los suyos”.

Comentario Bíblico
La Salvación es una Gracia de Dios
Iª Lectura: Isaías (66,18-21): Abrirse a todos los pueblos
I.1. Nuestra primera lectura de hoy es el del último capítulo del libro de Isaías que corresponde a un tercer Isaías, de la escuela del gran maestro que ha dado nombre a este libro en su totalidad. Es un oráculo que se dirige a los que ha retornado del exilio de Babilonia; es una llamada de esperanza universal. El fracaso del pueblo, con toda su identidad, debería haberles enseñado a abrirse a todas las pueblos, razas y lenguas, para que el proyecto universal de salvación de Yahvé, el Dios de Israel, pudiera realizarse plenamente.

I.2. Es esto lo que se anuncia en esta lectura; es una llamada a la misión, que no van a escuchar los dirigentes y responsables. Estos, se cerrarán en una teocracia sacerdotal, con el tiempo, y frustrarán muchas esperanzas. Comenzará a surgir una mentalidad cultual, legalista; una religión que no llegará al corazón reemplazará estas palabras proféticas, hasta que llegue el profeta definitivo, Jesús, quien volverá a recuperar para su pueblo y para el mundo lo que significa este oráculo.



IIª Lectura: Hebreos (12,5-7.11-13): ¡Tengamos esperanza!
La lectura de Hebreos es una amplia exhortación a vivir la fe en medio de las dificultades que deben soportar. Los destinatarios son, muy probablemente, judíos convertidos que se encuentran un poco desasistidos de los apoyos que encontraban en la praxis del judaísmo, en la antigua religión. Ahora se les reprocha que no sean capaces de soportar algunas cosas. Por eso se les exhorta a que cuando reciban una corrección deben asumirla con paciencia, porque a pesar de desconcierto primero, el final siempre es positivo. El fruto verdadero de la corrección y la paciencia es una esperanza firme para no abandonar la fe.



Evangelio: Lucas (13,22-30): Dios nos espera para salvarnos
III.1. El evangelio puede sonar un poco desconcertante, dependiendo en gran parte del dicho aislado “esforzaros de entrar por la puerta estrecha”. El pasaje se sitúa en el camino que Jesús emprende hacia Jerusalén y el seguimiento que ello implica, es una catequesis lucana del verdadero discipulado. Pero ¿para qué es necesario ser discípulo de Jesús? ¿para salvarse, para salvarnos? ¿Esa era la mentalidad del tiempo de Jesús heredada en ciertos círculos cristianos rigoristas? ¿Son pocos los que se salvan? Conociendo el mensaje de Jesús y su confianza en Dios, tendríamos que afirmar que Jesús no respondía a preguntas que se resolvieran desde el punto de vista legal.

III.2. En realidad la lectura a fondo de este evangelio plantea cuestiones muy importantes desde el punto de vista de la actitud cristiana. Jesús no responde directamente a la pregunta del número, porque no es eso algo que pueda responderse. Lo de la puerta estrecha es un símil popular y no debe producir escándalo, porque los caminos de Dios no son lo mismo que los caminos de los hombres: esto es evidente. Esta es una llamada a la “radicalidad” en todo caso, que pudiéramos transcribir así: quien quiera salvarse debe vivir según la voluntad de Dios. Eso lo dice todo, aunque para algunos no resuelve la cuestión. Por ello deberíamos decir que esa preocupación numérica fue más de los discípulos que trasmitieron estas palabras de Jesús (el Evangelio Q para algunos especialistas), que estaban más o menos obsesionados con un cierto legalismo apocalíptico y no bebían los vientos del talante profético de Jesús.

III.3. Siempre se ha dicho que Jesús lo que busca son los corazones y la actitudes de los que le siguen. Les pone una parábola de contraste, la del dueño de la casa que cierra la puerta. La mentalidad legalista es la de esforzarse por entrar por la puerta estrecha. En la parábola se adivina un mundo nuevo, un patrón, Dios en definitiva, que no entiende las cosas como nosotros, por números, por sacrificios, por esfuerzos personales de lo que se ha llamado “do ut des” (te doy para que me des). Muchos pensarán que han sido cristianos de toda la vida, que han cumplido los mandamientos de Dios y de la Iglesia de toda la vida (si es que eso se puede decir), que han sido muy clericales… pero el “dueño” no los conoce. ¿No es desesperante la conclusión? El contraste es que podemos estar convencidos que estamos con Dios, con Jesús, con el evangelio, con la Iglesia, pero en realidad no hemos estado más que interesados en nosotros mismos y en nuestra salvación. Eso es lo que la parábola de contraste pone de manifiesto.

III.4. ¿Las cosas deberían ser de otra manera? ¡Sin duda! Debemos aprender a recibir la salvación como una gracia de Dios, como un regalo, y a estar dispuestos a compartir este don con todos los hombres de cualquier clase y religión. Eso es lo que aparece al final de esta respuesta de Jesús. Los que quieren “asegurarse” previamente la salvación mediante unas reglas fijas de comportamiento no han entendido nada de la forma en la que Dios actúa. Por eso no reconoce a los que se presentan con señas de identidad legalistas, que ocultan un cierto egoísmo. No es una cuestión de número, sino de generosidad. En la mentalidad legalista y estrecha del judaísmo, que también ha heredado en muchos aspectos el cristianismo, la salvación se quiere garantizar previamente como se tratara de un salvoconducto inmutable e intransferible. No se trata de desprestigiar una moral, una conducta o una institución, como si el evangelio convocara a la amoralidad y el desenfreno para poder salvarse. Esta conclusión de moralismo barato (la “gracia barata” le llamaba Bonhoeffer) no es lo que piden las palabras de Jesús. Pero sí debemos afirmar rotundamente: si la salvación no sabemos recibirla como una “gracia”, como un don, no entenderemos nada del evangelio.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

 

 


25. I.V.E. 2004

Comentarios Generales



Isaías 66,18-21:

Isaías cierra el ciclo de sus profecías con esta perspectiva maravillosa que deberá realizarse en la Era Mesiánica:

- Razas, lenguas y naciones se integran en unidad de culto. Todos ven y adoran la gloria de Dios. Cesan, pues, los egoísmos y las guerras. Cesa el castigo de la dispersión y división de lenguas que es el signo de la división de corazones.

- El “resto” de los escogidos y salvados van, heraldos del Evangelio, a anunciar por todas las naciones, aun las más alejadas, el mensaje de la gloria de Dios y de la Salvación.

- Fruto de esta misión y evangelización salvífica es el culto solemne y puro que rinden a Dios. Dios tiene adoradores y sacerdotes de todas las gentes y en todas las naciones. Estas hermosas perspectivas, con su universalismo tan abierto, guardan aún, sin embargo, el tinte del momento histórico que vive Israel. Están calcadas en la liturgia del templo de Jerusalén y suponen cierta primacía racial y cultural, para Israel. Será Jesús quien traerá el mensaje perfecto del universalismo religioso, con abolición de todo privilegio racial y de toda limitación localizada: “Créeme, mujer; llega la hora, cuando ni en ese monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Llega el momento, es ahora, cuando los verdaderos adoradores darán culto al Padre en espíritu y en verdad. Pues tales quiere el Padre que sean sus adoradores. Dios es Espíritu, y los que le rinden culto es menester se lo tributen en espíritu y verdad” (Jn 4,21. 23). Con esta iluminación que nos da Jesús, la profecía de Isaías adquiere su más pleno sentido.

Hebreos 12, 3-7. 11-13:

El autor de la Carta a los Hebreos prosigue exhortando a la fidelidad. Para todos es una tentación el dolor. Salir victorioso de esta prueba es testimonio de virtud de buena ley:

- En los vv. 1-4 propuso la fidelidad como un combate en busca de la corona. Y lo explicó con el símil de los certámenes. El cristianismo debe, cual valiente corredor que anhela alcanzar la meta, tener vigorosos los pies; y cual invicto púgil, que debe superar a todos sus enemigos espirituales, que debe tener ágiles y fuertes los brazos. Y debe buscar los caminos seguros para no dar traspié o resbalón. Estos caminos seguros son la Ley santa de Dios. En resumen: la vida cristiana es renuncia, esfuerzo, paciencia, y constancia. De una manera muy similar nos lo dice San Pablo en otra página célebre: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, bien que todos corren, uno solo paga el premio? Corred de manera que lo alcancéis. Y los atletas de todo se privan. Ellos, al cabo, para ganar una corona corruptible, en tanto que la nuestra es inmarcesible. Yo, por tanto, corro, no como a la aventura. Yo así combato no como quien azota al aire, sino que abofeteo mi cuerpo y lo arrastro encadenado, no suceda que yo que hice de heraldo con los otros, quede yo mismo descalificado” (ICor 9,24-27). Es evidente que en la milicia cristiana no se trata de guerras contra hermanos, sino contra sí mismo.

Lucas 13,22-30:

El Evangelio contiene una exhortación apremiante a ganar la corona: la salvación.

-A la pregunta: “¿Son pocos los que se salvan?” (22); Jesús da la respuesta que nos interesa a nosotros, no la que desearía nuestra curiosidad. El nos trae la Gracia de la salvación a todos. A ninguno la niega. Pero es el hombre quien debe entrar en el camino de salvación que el Señor le depara; y debe con fidelidad y esfuerzo andar en él. La salvación no es problema de parte de Dios, pero lo es de parte de los hombres. Este puede no aceptar el don; puede no perseverar. La norma de Jesús es clara: “¡Esforzaos, ved de entrar por la puerta estrecha!”.

- Nunca, empero, la salvación será, como opinaban y pretendían los judíos, privilegio de raza y sangre. Esto nada monta ante Dios. No se atienda a la raza, sino a las obras buenas y al esfuerzo y fidelidad. Ni haber visto los milagros de Jesús, ni el parentesco con El son un aval de salvación.

- Lucas en su Evangelio como Pablo en sus cartas, pone de relieve el universalismo de la salvación que nos ha traído Cristo. Los gentiles entrarán en el Reino antes y en mayor número que los judíos. Con esto aprenderemos todos, judíos y gentiles, que la salvación es dádiva y gracia. Los gentiles sumidos en pecado lo entendieron inmediatamente. Los judíos, fiados en su Ley, en sus privilegios, no entendieron la salvación como un don, sino como un derecho. El muro más infranqueable que cierra el camino de la salvación es el orgullo.

- La salvación siempre es gracia de Dios; pero esta gracia se frustra cuando falta nuestra respuesta o cooperación.

Por tanto, confiar en Dios, es legítimo. Y es condición básica en el camino de la salvación. Pero fiar de sí mismo es necio. Y fundar la seguridad de salvarse en la propia santidad o en propios méritos, es hundirse en el fracaso.

Jesús nos señala el camino de la salvación: Dar respuesta valiente al don de la gracia; vigilancia atenta a sus exigencias. La “puerta estrecha” es el esfuerzo, el ideal, la fidelidad.

La “puerta ancha” es el facilismo, la vulgaridad, la molicie.

(José Ma. Solé Roma O.M.F., "Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder, Barcelona, 1979)


-------------------------------------------------------------------

P. Leonardo Castellani, Th. D.

Parábola de la Puerta y el Camino

“Es de cabras el camino del Reino de Dios y es angosta la puerta; y es ancho y espacioso el camino que conduce a la perdición. Vosotros esforzaos por entrar en el camino estrecho y más que esto no diré”.

Esta parábola está precedida en Lucas de una “pregunta indiscreta”. Alguno le preguntó: “Señor, son muchos o pocos los que se salvan” Jesús rehusó responder esta pregunta… a no ser por medio de esta parábola.

El camino lo tenían delante, pues “iban hacia Jerusalén” por el camino estrecho (no ahora, entonces) de la Perea. La puerta no es la de una ciudad, que los griegos llamaban “pile” y eran angostas para poder fácil ser defendidas (metáfora que está usada por los “nabbís” antes de Cristo), por lo cual las caravanas entraban con dificultad, y a veces había que descargar los camellos; por de pronto había que bajarse de ellos; y allí a veces se producían trifulcas y salían a lucir los facones (...). En los sentimientos e idiosincrasia son semejantes (aunque no en las costumbres) todos los pastores y labradores del mundo; y en ellos se contiene el “humus” de la nobleza (digo el “humus” solamente, el terreno) sobre todo si lo son de cultivos nobles, como la vid y el olivo (...).

Cristo dijo que el camino del cielo es fragoso (pues es esta la palabra que empleó... en arameo) y la puerta angosta; y en otro lugar (Mt X, 30) dijo que “su yugo era suave y su carga ligera”; y dijo que Él mismo era el “Camino (la Verdad y la Vida)” y que la Puerta también era Él (“Yo soy la Puerta: ninguno llega al Padre sino a través de Mí”) y que los dignatarios eclesiásticos que no entran por la Puerta sino por la ventana, son pelandrunes y pistoleros, pero no pastores; y que Él los echará adonde “es el llanto y el castañeteo de dientes”, lo dijo justo antes de esta Parábola; aunque les parezca mentira, y crean que es de un libro llamado “El Evangelio Apócrifo del P. Castellani”, es del Evangelio auténtico y pueden verlo Uds. mismos en Lc XIII, 28; Jn X, 8. “Entrar por la ventana” es, por ejemplo, conseguir el solio, el troneto o la mitra por dinero; o mantenerse en él por dinero o “políticas” o claudicaciones en la doctrina; cosa que si ha pasado en la Argentina, no lo sé; y si acaso lo supiera no lo diré. Es también una pregunta indiscreta.

Ayúdenme a pensar: ¿es suave o es duro?, ¿es ligero o es pesado? Cristo dijo que la vía del cielo es fragosa y pina, pero no dijo que era cruel; y dijo que el camino de la perdición era ancho y espacioso, pero no dijo que era “suave”; y del final de ambos se negó a hablar. El camino a la perdición es un “descamino”, es el desierto sin señales, bajo el sol maligno, aunque los que van por él en grandes grupos dicen que ven señales; las cuales son espejismos o “fatamorganas”. Van con mucha bullanga, risotadas y lujos, llevan hasta de sobra provisiones, llevan luz artificial y “video” portátil con acumuladores, llevan todo un almacén de “recambios” para el camión, improvisan “pícnics” e incluso praderas, y aún bosques artificiales; tienen música a todas horas, y buena, a veces; bailan hasta por demás y lo bailes más nuevos, que no se pueden bailar en un senderito de precipicio (como se podría el antiguo malambo). En suma, van a la mar de divertidos (aunque, no sé porqué, hoy día la mayoría son tristes, a juzgar por su literatura) de distraídos y despreocupados; pero no hay señales, no hay camino. Por todas partes cruzan camino estrechos, por los cuales se salen bruscamente algunos de la cabalgata; y también desembocan otros por ellos en la alegre cabalgata. Ellos van y van, el viaje es ameno; aunque algunos no saben a dónde van; pero no les importa mucho; - excepto en los días de “simoún”- o zonda.

El camino del cielo es duro, aunque no al principio, por lo general, ni al final, sino más bien al mediodía, al promediar; por eso dijo Cristo que “su yugo era ligero: porque el camino más duro se va haciendo más fácil con la costumbre, y en algunos hombres generosos hasta gozoso. No discutiré que para algunos, generosos incluso, es duro siempre, y más y más a veces; pero siempre les resulta posible, y cuando ya no tiran más, siempre acude Dios con un “milagrito” barato, o una casualidad, que los levanta con cruz y todo, como el Cireneo levantó a Cristo. Esto parece darnos la realidad, pues no hemos de hacer devoterías o beaterías. El Evangelio hay que entenderlo más que con el griego, el hebreo, el caldico, el sumero y el hitita (que no están mal tampoco para los lingüistas) con la REALIDAD. Cristo existe hoy como existió entonces y está corporizado en su Iglesia; en la Iglesia se cumplió su Evangelio, se debe de haber cumplido por fuerza, y para entenderlo por ende hay que mirar a la Iglesia; es decir, a la realidad actual. Bueno fuera que para entender el Evangelio, que es nuestra salvación, hubiera uno de asistir al Instituto bíblico de Roma- que no está mal tampoco; aunque cuando yo asistí andaba flojito.

La vía del cielo es estrecha pero no “demasiado estrecha”, ojo. Al diablo lo mismo le da que nos perdamos por más que por menos y si puede dárnosla ñata, no nos la dará aguileña; pues como dicen en el almacén de los hermanos “Rodríjez”, “tan malo es pasarse como no llegar”; aunque ellos nunca se pasan en el peso ni en el vuelto. Hoy día pocos se condenan, según creo, por demasiada estrictez, como los Fariseos en tiempos de Cristo, los “Flagelantes” en la Edad Media, los jansenistas y calvinistas en el setecientos, o los Puritanos y Schopenhauerianos en nuestros días. Por demasiada estrechez es posible perderse. No es eso andar por el camino estrecho, sino usualmente querer hacer andar por él a los demás; como los fariseos de marras, que prohibían mirar a una mujer; y si la sombra de una mujer lo tocaba a uno en la calle, mandaban que se lavara tres veces, la cabeza, las ropas y el cuerpo; y cuando Cristo les dijo: “el que está sin pecado, que le tire la primera piedra” y escribió unos nombre propios en la arena, salieron todos volados, empezando por los más viejos.

Pero hoy día, como digo, más se pierden los hombres por la “anchurosidad” que por la “austeridad”; aunque temo que algún político se va perder por la demasiada austeridad... de los demás.

El filósofo Schopenhauer, ya que lo recordé, les dijo a los protestantes de su país y época en su obra magna (que para mí es la mejor obra de filosofía alemana del siglo pasado sin exceptuar a Nietzche), les dijo, a pesar de ser ateo, que ellos creían que Dios era un padrazo buenazo, que hacía la vista gorda a todo lo que obraban, y no se metía mucho con sus pequeñas diversiones; y que les tenía preparada otra vida mucho mejor, después de haberlos puesto cómodos y ricos en ésta, para cuando ésta se acabara: “lástima que a través de una Puerta bastante horripilante” (la muerte); y que por eso el catolicismo era mejor y más profundo que ellos, porque veía la vida, la naturaleza humana y Dios (“si existiera”) cómo son; y no como se nos antoja. Está en “El mundo como Voluntad y Representación”.

Cristo no quiso decir con todo esto que “eran pocos los que se salvaban”. Si me objetan con un famoso milagro de San Francisco de Jerónimo, el milagro de Catalina, les diré simplemente que yerran; como está explicado en “El Evangelio de Jesucristo” pág. 194.

(P. Leonardo Castellani, Las parábolas de Cristo, Ed. Jauja, Mendoza., 1994, pp. 97-100)


-------------------------------------------------------------------

Dr. D. Isidro Gomá y Tomás

El número de los elegidos. El zorro Herodes. Apóstrofe a Jerusalén:

Explicación. Sigue la serie de copiosas enseñanzas que da Jesús en este último período de su predicación. Cuanto al orden cronológico, nos hallamos en uno de los momentos más controvertidos de la vida pública de Jesús. Mientras suponen unos que entre los sucesos del número anterior y los del presente ha tenido lugar la fiesta de la Dedicación, otros creen que sigue aún Jesús el mismo camino a Jerusalén que se supondría comenzando en Lc. 9, 51, para asistir a dicha fiesta; mientras otros sitúan estos discursos transcurrido algún tiempo después de la Dedicación, ya dentro del año último de su vida, cuando se dirigía paulatinamente a la gran ciudad para la última Pascua. Optamos por la segunda opinión, situando la visita a Jerusalén en la Dedicación inmediatamente después.

El número de los elegidos (23-30). Mientras iba Jesús por ciudades y villorrios predicando su doctrina, sea que pareciese ésta difícil de guardar, o por las amenazas de ruina frecuentes en su predicación, se le propuso la cuestión delicadísima del número de los que se salvan: Díjole uno: Señor, ¿son pocos los que se salvan? No solía responder Jesús en forma que se adaptara total y directamente a los términos de la pregunta, sino en la que más convenía al provecho espiritual de quienes le oían, y así lo hacen ahora: Y él les dijo: Porfiad por entrar por la puerta angosta: porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán; deja Jesús la teoría por la práctica, y sin revelar el número de los elegidos, que plugo a Dios esconder en los secretos de su sabiduría, indica lo que debe hacerse para lograr la salvación: luchar con denuedo para abrirse paso y entrar por la puerta angosta, que es la penitencia (Lc. 13, 3. 5), ante la cual se agolpan muchos, que forcejean para pasar, y no pueden; pasado el tiempo hábil, que es el de la vida, ya no se podrá entrar.

Lo demuestra con una parábola; Y cuando el padre de familias hubiere entrado y cerrado la puerta… supone Jesús un jefe de familia, que representa a Dios, que obsequia con una recepción a sus amigos, y que cuando bien le parece se levanta para cerrar la puerta y no admitir más: Vosotros estaréis fuera, Y comenzaréis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y el os responderá, diciendo: No sé de donde sois vosotros, de qué familia, ni si sois mis amigos. Los de fuera, para darse a conocer y lograr entrada, apelarán a su vieja amistad con el jefe de la casa: Entonces comenzaréis a decir: En tu presencia comimos y bebimos: hemos sido tus comensales muchas veces; y en nuestras plazas enseñaste, en lo que hay manifiesta alusión al pueblo judío. Será inútil la insistencia: Y os dirá: no sé de dónde sois vosotros: nótese la repetición y el énfasis de la repulsa.

Esta importa la exclusión definitiva de la casa, por la perversa conducta moral de quienes no se esforzaron en entrar en ella mientras estaba abierta: Aparatos de mí todos los obreros de la iniquidad. Y como el dueño de la casa es Jesús, y la casa es la Iglesia y el Cielo, y la exclusión del Reino de Dios importa forzosamente la condenación a los tormentos eternos, de aquí la desesperación de los rechazados: Allí será el llorar y el crujir de dientes. Aumentará el tormento pensar que están muchos de nuestra misma familia, raza, manera de vivir, gozando las delicias del gran padre de familias: Cuando viereis a Abraham, y a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el Reino de Dios, y que vosotros seréis arrojados fuera, por no corresponder al llamamiento que a todos se hizo por igual. Mayor será aún la pena, porque en su lugar habrán entrado los mismos gentiles, reclutados de todos los ángulos del mundo, a gozar de lo que especialmente para ellos se había preparado: Y vendrán de oriente y de occidente, y del aquilón y del austro, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Realizándose por todo ello esta paradoja: Y he aquí que son (ahora) los postreros los que serán (después) los primeros: los actualmente pecadores y gentiles suplantarán a quienes, como los judíos, tenían derechos especiales a ser admitidos; Y que son los primeros los que serán los postreros: los que actualmente están bajo una tutela especial de Dios, y que han recibido la revelación, y han sido su pueblo, serán definitivamente excluidos de la casa, de la Iglesia y del cielo.

La parábola, propuesta en primer término para el pueblo judío, se aplica fácilmente a cuantos no aprovechan el tiempo de la vida ni la gracia de Dios para entrar en el cielo por la puerta del deber. Sólo éstos formarán el número de los elegidos.

Lecciones morales. A) v. 23: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Hablando con lo teólogos, podríamos decir que se salvan los predestinados, y que el número de éstos sólo de Dios es conocido. Prácticamente, que es lo que atañe a la ordenación de nuestra vida, se salvan los que quieren salvarse, porque Dios tiene voluntad de salvar a todos (1 Tim. 2, 4), y Jesucristo murió por todos (2 Cor. 5, 14). Se salvan los que están en vela; los que no tuercen de camino; los que entran por la puerta estrecha. Se pierden sin remedio los que, dormidos en el pecado, dejan pasar el tiempo de gracia; los que declinan a la derecha o a la izquierda del camino que señala Dios; los que quieren entrar por la puerta ancha del goce de la vida presente. ¿Son pocos o muchos, los unos o los otros? Queda ello en los designios inescrutables de Dios; queda en nuestra libertad ser de los primeros o de los segundos.

B) v. 25: Y cuando el padre de familias hubiere entrado…El padre de familias es Cristo, dice San Beda, quien, estando en todas partes por razón de su divinidad, se dice que está dentro para aquellos a quienes beatifica en el cielo con su presencia; pero que está como fuera para aquellos a quienes ocultamente ayuda mientras luchan a la contemplación de sí; cerrará, cuando no dé a los réprobos más lugar a penitencia. Los cuales desde fueran llamarán, es decir, implorarán en vano y a destiempo una misericordia que menospreciaron.

C) v. 26: En tu presencia comimos y bebimos…Estas palabras, dice Teofilacto, se dicen principalmente de los judíos, de quienes era Jesús según la carne (Rom. 9, 5), y que convivió con ellos durante su vida; a pesar de todo, Jesús los rechazó. Pero también se dicen de los cristianos, porque comemos su Carne y bebemos su Sangre, y en la plaza de nuestra alma, abierta a toda inspiración de Dios, nos predica Jesús su doctrina. Triste cosa será perdernos después de haber estado en íntima comunión con el Salvador de nuestras almas y de haber sido en mil formas sus discípulos.

D) v. 30: Y he aquí que son (ahora) los postreros…Fueron los judíos los primeros, dice San Cirilo, y se les anticiparon los gentiles, quienes, dice Teofilacto, convertidos hacia el fin de su vida, tal vez nos ganen la mano a los que desde la infancia somos adoradores de Jesús. O bien, según San Beda, muchos, que antes eran fervorosos, después se enfrían; y otros fríos, repentinamente se enfervorizan; muchos son despreciados en este mundo, que en el otro serán gloriosos; otros son glorificados por los hombres, que en la vida serán condenados.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., 1967, p. 206-210)


-------------------------------------------------------------------

San Cirilo de jerusalén

La Puerta estrecha

Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; pero estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida y pocos son los que la encuentran.(Mt. 7, 13-14).

En el Evangelio de San Mateo dice más adelante, Mi yugo es suave y mi carga ligera. Aquí nos hace ver el Señor que su doctrina es ligera, fácil y hacedera. - Y ¿Cómo - me dirás - puede ser fácil una puerta estrecha y un camino angosto? - Pues justamente porque son camino y puerta. Uno y otra, lo mismo si son anchos que estrechos, puerta son y camino. En definitiva, nada de esto es permanente; todo son cosas, lo mismo lo triste que lo alegre de la vida, por donde hay que pasar de largo. Y ya por esta sola consideración es fácil la virtud, y más fácil aún si se mira al fin a que conduce. No es solo consuelo - y fuera suficiente consuelo - de los que luchamos el pasar de largo por los trabajos y sudores, sino el término feliz a que nos llevan, pues ese término es la vida eterna. Por una parte, pues, lo pasajero de los trabajos y, por otra, la eternidad de la corona, no menos que la consideración de que aquellos son los primeros y ésta la que les sigue, puede ser el mayor aliento a nuestros sufrimientos. De ahí es que Pablo mismo llamó ligera a la tribulación, no porque lo sea en sí misma, sino por la generosa voluntad de los que luchan y por la esperanza de los bienes futuros. Porque una ligera tribulación - dice - nos produce un peso eterno de gloria sobre toda ponderación, como no miremos nosotros a lo visible, sino a lo invisible. Porque, si a los marineros se les hacen ligeros y soportables las olas y el alta mar, a los soldados las matanzas y heridas, a los labradores los inviernos con sus hielos y a los púgiles los ásperos golpes por la esperanza de las recompensas, perecederas al fin y deleznables, ¿cuánta más razón hay para que no sintamos nosotros trabajo alguno, cuando se nos propone por premio el cielo, los bienes inefables y las recompensas inmortales?.

La estrechez del camino, motivo para andarlo con fervor.

Mas si todavía hay quienes siguen creyendo que el camino es trabajoso, ello es sólo invención de su tibieza. Mirad, si no, cómo nos lo hace fácil por otro lado, al mandarnos que no nos mezclemos con lo perros, ni nos entreguemos a los cerdos, ni nos fiemos de los falsos profetas. Por todas partes nos arma para el combate. Y hasta el hecho mismo de llamarlo estrecho, contribuye de modo especialísimo a hacerlo fácil, pues nos dispone a estar alerta. También Pablo nos dice que nuestra lucha no es contra la carne y la sangre. Mas no habla así porque quiera desanimar a sus soldados, sino justamente para levantar sus pensamientos. Así aquí el Señor llamó áspero al camino justamente para sacudir la soñolencia de los caminantes. Y no solo de ese modo nos dispuso a estar alerta, sino añadiendo también que son muchos los que tratan de echarnos la Zancadilla. Y lo peor es que no atacan abiertamente, sino con disimulo.

(Homilías de San Juan Crisóstomo, B.A.C.)

-------------------------------------------------------------------

Juan Pablo II

La salvación

Jesucristo es principio estable y centro permanente de la misión que Dios mismo ha confiado al hombre. En esta misión debemos participar todos, en ella debemos concentrar todas nuestras fuerzas, siendo ella más necesaria que nunca al hombre de nuestro tiempo. Y si tal misión parece encontrar en nuestra época oposiciones más grandes que en cualquier otro tiempo, tal circunstancia demuestra también que es en nuestra época aún más necesaria y -a pesar de las oposiciones- más esperada que nunca. Aquí tocamos indirectamente el misterio de la economía divina que ha unido la salvación y la gracia con la Cruz. No es vano Jesucristo dijo que el "reino de los cielos está en tensión, y los esforzados lo arrebatan"; y además que "los hijos de este siglo son más avisados... que los hijos de la luz". Aceptamos gustosamente este reproche para ser como aquellos "violentos de Dios" que hemos visto tantas veces en la historia de la Iglesia y que descubrimos todavía hoy, para unirnos conscientemente a la gran misión, es decir: revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las "insondables riquezas de Cristo", porque éstas son todo hombre y constituyen el bien de cada uno. (Redemptor Hominis, 2, 11).

Al hombre entero se dirige la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos -como luces particulares- dedicados al trabajo humano. Ahora bien, es necesaria una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes. (Laborem Exercens 24).

Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía; "en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo".

Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también un símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo propio. "Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. (Familiaris Consortio II, 13).

El hombre "muere" cuando pierde "la vida eterna". Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica El debe, por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces trascendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces trascendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. El vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrección. (Salvifici Dolores V, 14).

La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, " hombre justo y piadoso " ya que " estaba en él el Espíritu Santo ", en el momento de la presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría en él la " salvación preparada a la vista de todos los pueblos " a costa del gran sufrimiento - la Cruz- que habría de abrazar acompañado por su Madre. Esto intuía todavía mejor la Virgen María, que " había concebido del Espíritu Santo ", cuando meditaba en su corazón los " misterios " del Mesías al que estaba asociada. (Dominum et Vivificantem, I, 4, 16).


-------------------------------------------------------------------

Catecismo de la Iglesia Católica

La libertad humana en la economía de la salvación

1739 Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.

1740 Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre "sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales". Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.

1741 Liberación y salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. "Para ser libres nos libertó Cristo" (Ga 5,1). En El participamos de "la verdad que nos hace libres" (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, "donde está el Espíritu, allí está la libertad" (2 Co 3,17). Ya desde ahora nos gloriamos de la "libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21).

1742 Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.

Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros los males, para

que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos

libremente cumplir tu voluntad. [Misal Romano]


------------------------------------------------------------------


San Agustín



La levadura en la masa y el pequeño número de los elegidos

Ciertamente que son pocos los que se salvan. Aun recordáis la cuestión que hace poco nos propuso el Evangelio. Se preguntó al Señor: ¿Son pocos los que se salvan? ¿Qué respondió a esto el Señor? No dijo: «No son pocos, sino muchos los que se salvarán». No dijo eso. ¿Qué dijo, pues, al oír son pocos los que se salvarán? Esforzaos por entrar por la puerta estrecha. Habiendo oído el Señor la pregunta: ¿Son pocos los que se salvan?; confirmó lo oído. Por una puerta estrecha entran pocos. El mismo Señor dijo en otro lugar: Estrecho y angosto es el camino que lleva a la vida, y pocos entran por él. Ancho y espacioso es el que conduce a la perdición, y son muchos los que caminan por él: ¿Por qué sentimos alegría frente a las multitudes? Oídme vosotros los pocos. Sé que sois muchos, pero obedecéis pocos. Veo la era, pero busco el grano. Cuando se trilla en la era, el grano apenas se ve; pero llegará el tiempo de la bielda. Pocos son, pues, los que se salvan en comparación de los muchos que se pierden. Pero estos pocos han de constituir una gran masa. Cuando venga el aventador trayendo en su mano el bieldo, limpiará su era, recogiendo el trigo en el granero, y la paja la quemará en fuego inextinguible. No se burle la paja del trigo. Esto es hablar la verdad y no engañar a nadie. Sed muchos entre los muchos, pero sabiendo que en comparación de cierta clase de muchos sois pocos. Porque de esta era ha de salir tanto grano que llene los graneros del cielo. Pero no puede contradecirse quien dijo que son pocos los que entran por la puerta estrecha y muchos los que perecen por el camino ancho. ¿Puede contradecirse quien en otra ocasión dijo: Muchos vendrán de oriente y de occidente? Vendrán muchos, pero en otro sentido pocos. Pocos y muchos. ¿Unos serán los pocos y otros los muchos? No, sino que los mismos pocos que son muchos, son pocos en comparación con los condenados y muchos en la compañía de los ángeles. Oíd, amadísimos, lo que está escrito: Después de estas cosas, vi una multitud que nadie podía contar, de toda lengua y nación y pueblo, que venían con estolas blancas y palmas en sus manos. Esta es la multitud de los santos. Cuando haya sido aventada la era, cuando haya sido separada la turba de los impuros y de los malos y falsos cristianos y, separada la paja, enviados al fuego eterno estos que oprimen y no tocan —cierta mujer tocaba la orla de Cristo, mientras que la turba le oprimía—; en fin, cuando se haya consumado la separación de todos los réprobos, ¡cuán clara no será la voz con que diga esta multitud de pie a la derecha, purificada, sin temor a que se mezcle algún malo y sin miedo a que se pierda alguno bueno, reinando ya con Cristo; con cuánta confianza ha de decir: Yo conocí que el Señor es grande.

Hermanos míos, si hablo a granos, si los predestinados a la vida eterna comprenden lo que digo, hablen con los hechos, no con las bocas. Me veo obligado a hablaros lo que no debía. Pues debía encontrar en vosotros algo que alabar y no preocuparme de qué amonestaros. Con todo, os lo diré en pocas palabras; no me demoraré. Reconoced la hospitalidad; por ella alguien llegó a Dios. Recibes al peregrino de quien también tú eres compañero de viaje, puesto que todos somos peregrinos. Pues cristiano es el que en su propia casa y en su propia patria se reconoce peregrino. Nuestra patria se halla arriba; allí no seremos huéspedes, mientras que aquí todos, incluso en su casa, son huéspedes. Si no es huésped, que no salga de ella; y si ha de salir, entonces es huésped. No se engañe, es huésped. Quiera o no, es huésped. Y si deja la casa a sus hijos, se trata de un huésped que la deja a otros huéspedes. Si te encontrases en una posada, ¿no marcharías al llegar otro a ella? Esto lo haces hasta en tu casa. Tu padre te cedió el sitio; tú lo has de ceder a tus hijos. Ni tú has de permanecer siempre en tu casa, ni tampoco aquellos a quienes se la dejas. Por tanto, si todos pasamos, realicemos algo que no puede pasar, a fin de que, cuando hayamos pasado y llegado al lugar de donde no hemos de pasar, encontremos nuestras buenas obras. Cristo es el guardián; ¿por qué temes, entonces, perder lo que das? Vueltos al Señor...

(San Agustín, Obras Completas, X-2º, Sermones, BAC, Madrid, 1983, Pág. 791-794)

:-----------------------------------------

Manuel de Tuya


Reprobación de IsraeL

En la perspectiva literaria de Lc, aunque Cristo predica en diversos pueblos de Galilea, ya está camino de su ida final a Jerusalén (Lc9, 5).

Se presenta en escena uno que le pregunta si son «muchos los que se salvan. Naturalmente, se refiere a gentes judías, pues a los gentiles los excluían. Generalmente se admitía que todos los judíos se salvaban, por el hecho de ser tales. A veces se excluían en las discusiones ciertos pecados exorbitantes. Pero hasta se buscaban, en otras escuelas, medios de salvar esta situación. En cambio, en el apócrifo libro IV de Esdras se dice claramente que son «muchos más los que perecen que los que se salvan» (4Esdr 9,25). Cristo va a responder a dos preguntas: a esta primen y al concepto erróneo que tenían sobre la salvación de los gentiles.

Saber el número no interesa. Lo que les dice es que para salvarse, para entrar en el reino, han de esforzarse, han de «luchar» (agonízesthe), pues han de ingresar por una «puerta estrecha» (Mt7, I3). El reino mesiánico era representado frecuentemente bajo la imagen de un banquete. Esta es la imagen subyacente. Muchos buscarán entrar y no podrán, no por falta de capacidad en la sala, sino porque no se amoldan a entrar por esa alegórica «puerta estrecha». Además, en un momento determinado, el dueño de la casa se levantará y cerrará la puerta. Ya no podrán entrar más, Ellos llamarán insistentemente y le alegarán, para que les abra, que lo conocen (Mt7, 22), que son sus conciudadanos, que han comido y bebido con él, que le oyeron predicar en sus plazas. Una pintura del fariseísmo, acaso mejor que suponer una aplicación moral de mayor extensión. Pero les dirá que no les conoce, (Mt7, 23). No bastaba ser conciudadanos suyos para salvarse, como el rabinismo defendía por su: descendencia de Abraham (Lc3, 8), ni haber comido o bebido con él en banquetes a que le invitaron, para espiarle; ni haber oído predicar o presentarle insidias en sus plazas. Cristo los «desconoce» como miembros del reino. No le «oyeron» como había que oírle, ni obraron como exigía ese escucharle. «Apartará» de sí a todos los que fueron así «obradores de iniquidad» (Mt7, 23). Es Cristo, que aparece aquí con los poderes judiciales, que en el A. T. eran poderes divinos exclusivamente reservados a Yahvé, dando sentencia definitiva en el último juicio. Allí tendrán el terrible dolor expresado con la metáfora bíblica de desesperación: «llanto y crujir de dientes» (Mt8, 12).

Frente a esta condena del judaísmo contemporáneo, que no quiere escucharle e ingresar en su reino, presenta el anuncio profético del ingreso en el reino a los gentiles, que ellos no consideraban. La cita de los cuatro puntos cardinales de la tierra (Mt 8) hace ver la universalidad de estas gentes, reunidas con los grandes padres y profetas de Israel y «sentados a la mesa en el reino de Dios» en el eterno festín mesiánico.

Y así se cumple la sentencia varias veces repetida en los evangelios: que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos» (Mt 19, 30). Israel debió ingresar el primero en el reino, pero culpablemente no lo hizo. San Pablo hará ver en la epístola a los Romanos la verdad de esta sentencia a este propósito (Rom 9,1).

Este pasaje de Lc parece una composición hecha con artificio pedagógico, a base de sentencias dispersas del Señor, como se ha ido viendo al citar con ellas lugares paralelos de Mt con el motivo histórico de la pregunta se da la respuesta, estructura didácticamente con diversas sentencias de Cristo.



(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 859-861)

-----------------------------------------


Juan Pablo II


AUDIENCIA
Miércoles 28 de julio de 1999

El infierno como rechazo definitivo de Dios

1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicasno debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».

(Texto extraído de http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1999/documents/hf_jp-ii_aud_28071999_sp.html)

--------------------------------------------

José María Lagrange



La puerta estrecha; la puerta cerrada; los que entran y los que son excluidos

Iba Jesús de camino cuando se le propuso una cuestión, que aun produce ansiedad en muchas almas, precisamente porque el Maestro no ha querido revelar el secreto del Padre. Nos ha dicho lo que era útil que supiéramos. Uno que parece bastante simpático y que gustoso había escuchado las palabras del Maestro, le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Es frecuente esta preocupación en los rabinos. Se pensaba en la salvación eterna, sobre todo de la de los israelitas, porque los demás habían merecido su perdición y casi se alegraban de ella. En principio, se admitía sin dificultad que todos los israelitas fieles en recitar la profesión de su fe se salvaban; pero, a pesar de esto, había algunos muy culpables y también había habido infieles. La contestación de Jesús tiene tres puntos: la salvación exige esfuerzo; la salvación no es posible sin obediencia a Dios; los gentiles serán admitidos, en tanto que los judíos serán reprobados.

La primera enseñanza es la de la puerta estrecha. San Mateo, más exacto en reproducir las parábolas del Salvador, las ha conservado mejor, o si se admite que la enseñanza fue dada dos veces, es quien la da más extensamente y con mayor claridad. La imagen está tomada de un hombre que busca su camino: delante de él se abre una ancha y espaciosa senda por donde porfían muchos por ir, pero lleva a la perdición. Lo que importa hallar y no es fácil es la pequeña puerta de la ciudad, que da a una senda estrecha: es la que conduce a la vida.

El amor de Jesús perseguía a los pecadores y volvía a muchos; no todos los que han entrado por la vía ancha, al fin, se perderán. Pero, ¡cuánto más importa tomar la senda difícil, que es la de la virtud y la que conduce a la vida!

La segunda enseñanza y la segunda imagen es la necesidad de presentarse a la hora debida a las puertas del cielo con obras buenas. Jesús supone esta vez el salón de un convite, símbolo ordinario entre los judíos para representar la vida cerca de Dios. Los invitados prontos en acudir al llamamiento, habían entrado, y el señor de la casa se levantó para cerrar la puerta. Se presentan otras personas después, pidiendo que les abran. El señor les responde: « ¡No os conozco!» Ellos se extrañan: «Pero si hemos comido y bebido en vuestra presencia y habéis enseñado en nuestras plazas.» Son, pues, sus compatriotas, los oyentes de aquel Mesías que abre las puertas del reino del cielo. Según san Mateo, añaden: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos los demonios y en tu nombre hicimos muchos milagros?» ¡Vanos títulos de esperanza! Lo esencial era hacer la voluntad de Dios y han seguido la suya propia. La conclusión es la misma en los dos evangelistas: «Apartaos de mí, obradores de la iniquidad.»

El título de judíos, de hermanos del Mesías según la carne, que desde el principio han invocado, ¿de qué les servirá? De nada, y es la tercera enseñanza. La puerta se abre, pero no para darles libre entrada: verán a través de ella a los antepasados, los padres de que ellos se mostraban tan orgullosos, Abrahán, Isaac y Jacob, sentados a la mesa en el reino de Dios. Y al mismo tiempo que ellos son arrojados y rechazados para dejar libre la entrada; vienen otros de Oriente y Occidente a colocarse al lado de los patriarcas. Los culpables son arrojados a las tinieblas exteriores, donde habrá llantos y crujir de dientes.

¡Extraña contradicción, enorgullecerse delante de Jesús de haber oído su palabra y negarse después a practicarla! ¿No había dicho muchas veces que lo esencial eran las obras? A la verdad, esta justicia no era aquella de que se engreían los judíos, la propia de ellos, sino la justicia conferida por la gracia, activada por la caridad. Esta explicación estaba reservada a san Pablo: aunque conocida de los evangelistas, no la han insertado en el Evangelio.

(José María Lagrange, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1933, p. 289-290)

------------------------------------

Fr. Luis de Granada



La venida a juicio

Después de esta subida al Cielo, testificaron los Ángeles en aquella hora, que de la misma manera volvería otra vez este Señor a juzgar el mundo, que había subido al Cielo, queriéndonos advertir en esto que de tal manera pensásemos en la misericordia de la primera venida, que nos acordásemos del rigor y justicia de la segunda, para que esta memoria fuese freno y correctivo de nuestra vida.

Pues cuán terrible haya de ser este juicio, no se puede explicar con palabras. Porque muchos otros particulares juicios ha mostrado Dios en el mundo, como cuando anegó todo el género humano con las aguas del diluvio; cuando abrasó a Sodoma y las ciudades comarcanas; cuando hirió a Egipto con mucha diversidad de plagas; cuando abrió la tierra en el desierto para tragar a los pecadores; mas todos éstos, a respecto del que se hará en el último día, son como sombras comparadas con la verdad.

Pues para entender algo de la terribleza de este día, considera primeramente las espantosas señales que le precederán, las cuales habrá en el sol, y en la luna, y en las estrellas, y en el mar, y en la tierra. Y así dice el Evangelio que andarán los hombres atónitos y ahilados de muerte, con temor de los males que han de sobrevenir al mundo.

Mira el sonido de aquella terrible trompeta, que se oirá por todas las regiones del mundo, y aquella espantosa voz del Arcángel 2 que dirá: «Levantaos, muertos, y venid a juicio».

Mira el espanto que será resucitar todos los muertos, unos de la mar y otros de la tierra, con aquellos mismos cuerpos con que en este mundo vivieron, para recibir en ellos según el mal o el bien que hicieron.

Y mira qué maravilla tan grande será que, estando los cuerpos de los muertos, unos hechos tierra, otros ceniza, otros comido de peces y otros de los mismos hombres, de allí sabrá Dios entresacar a cabo de tantos años lo que es propio de cada uno, sin que se confunda uno con otro.

Pues qué tan grande espanto será ver arder el mundo, caer los edificios, tremer la tierra, alterarse los elementos, oscurecerse el sol y la luna y las estrellas, morir todas las criaturas, abrirse los sepulcros, oír la voz de la trompeta, temblar las gentes, descubrirse las conciencias, ver los espantables demonios y el humo del infernal fuego encendido.

Mas sobre todo esto será cosa temerosa ver en el aire levantado el estandarte Real de la Cruz, con todas las otras insignias de la Pasión y ver al Señor hacer cargo a sus enemigos de tantos dolores como por ellos pasó.

Considera también la venida del Juez, y el espanto que los malos recibirán cuando le vean venir con tanta gloria, pues dirán entonces a los montes que caigan sobre ellos. Y a los collados que los cubran por no parecer delante de Él.

Mira el repartimiento que allí se hará de todos los hombres, poniendo los humildes y mansos a la mano derecha y los soberbios y desobedientes a la izquierda; y el espanto que los grandes de este mundo recibirán cuando vean allí los humildes y pobrecitos, que ellos despreciaron, tan levantados y sublimados.

Considera el rigor de la cuenta que allí se pedirá, pues nos consta por texto expreso del Evangelio, que hasta de una palabra ociosa se ha de pedir cuenta en aquel juicio.

Y si quieres entender cuán rigurosa haya de ser esta cuenta, pon primeramente los ojos en la terribilidad del juez Cristo, cuyo aspecto no mostrará otra cosa que venganza; como en su primera venida no mostró otra que mansedumbre.

Del cual, porque es supremo Juez, no podrás apelar; y porque es poderosísimo, no podrás huir; y porque es Dios de las ciencias, ninguna cosa le podrás encubrir; y porque en gran manera le desagrada el pecado, ninguna cosa dejará de castigar.

Entonces te convendrá dar razón de tantas cosas, que la menor de ellas bastará para ponerte en gran trabajo.

¿Quién podrá satisfacer a tantas deudas, cuantas allí se demandarán? Allí te preguntarán cómo has gastado el tiempo, cómo has tratado tu cuerpo, cómo has recogido los sentidos, cómo has guardado el corazón, cómo has respondido a las inspiraciones divinas, cómo has reconocido y usado de tantos beneficios.

En la cual acusación serán tantos los testigos, cuantas las criaturas de que mal usaste, las cuales, en aquella hora así te turbarán, que si fuese posible, los inmortales morirían en aquel tiempo de temor.

Pues según esto, ¿cuán terrible cosa será verse el malo allí por todas partes cercado de tantas angustias? Porque a ningún lugar volverá los ojos, que no halle causas de temor. En lo alto estará el Juez airado; en lo bajo el infierno abierto; a la diestra los pecados, que le estarán acusando; a la siniestra los demonios aparejados para llevarle al tormento; fuera de él estará el mundo ardiendo, y dentro de él la conciencia remordiendo.

Pues cercado el malo de tantas angustias, ¿adónde irá? Esconderse es imposible, y parecer intolerable, porque si el justo apenas se salvará, ¿el pecador y malo dónde parecerá?

Últimamente considera el trueno de aquella irrevocable sentencia, que dirá: «Id, malditos, al fuego eterno que está aparejado para Satanás y para sus ángeles; porque tuve hambre, y no me disteis de comer; sed, y no me disteis de beber», etc.

Donde verás el valor de las obras de misericordia, y el alegría y contentamiento que allí recibirá el que aquí fue piadoso para con sus prójimos, pues allí lo será Dios para con él; y por el contrario, el tormento que recibirá el que por no querer dar lo que dejó en este siglo, se vea allí para siempre despedido del Cielo.

(Fr. Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp, S.A., Madrid, 19506, p. 239-243)

--------------------------------------------

EJEMPLOS PREDICABLES



No reconoce a la madre desnaturalizada

El escritor francés d’Alambert, gran enemigo de la Religión, fue recogido de una casa de expósitos por una pobre artesana que le aumentó y educó como a un hijo. Cuando d’Alambert hubo adquirido en Francia un gran prestigio de orador y escritor, presentóse un día en su domicilio una distinguida señora, llamada Mme. Tencin, diciéndole alborozada: «Yo soy tu madre y tú eres mi hijo. Ven a mis brazos». Miróla d’Alambert con desprecio, entróse en otro aposento y volvió luego trayendo del brazo a una pobre mujercilla. Y dijo: «Esta mujer me recogió y educó cuando fui por usted abandonado. Esta es mi madre, a ella amo y venero. A usted, señora, no la conozco.» Y puso en la puerta a la importuna visitante. Algo así acontecerá el día del Juicio. El que no haya hecho por amor de Dios obras buenas, especialmente obras de misericordia, oirá de labios de Cristo aquellas palabras: «Yo os digo en verdad que no os conozco.» «No todo el que me diga, Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mat, VII, 21).

(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. I, Ed. Políglota, 5ª Ed., Barcelona, 1941, p. 575-576)
 

------------------------------------------

El camino estrecho

Un anacoreta que fielmente servía al Señor, vuelto a Él exclamaba con ingenua simplicidad: “Señor, ¡me habéis engañado! Al entregarme a vuestro servicio no me imaginaba más que cruces difíciles de llevar; no veía sino días de penitencia y luto. En cambio experimento el más dulce consuelo. Señor, ¡me habéis engañado! Pero, ¡oh feliz engaño!”


-------------------------------------------------------------------

De viaje a uno de sus conventos, santa Teresa de Jesús tenía que atravesar un río en el cual estuvo a punto de ahogarse. En ese momento imploró el socorro de Cristo. De repente, Jesús se le apareció.

- ¿Cómo, Teresa, puedes tener miedo?

- Oh, Señor- respondió en seguida la santa-, ¿cuándo cesaréis de sembrar así dificultades a nuestros pasos?

- No te quejéis, hija mía… ¿No sabes que ésta es la manera como trato a mis amigos?

- ¡Oh, Señor- repuso entonces la santa con libertad-, por eso tenéis tan pocos!


--------------------------------------------------------------------

En una cristiana aldea de África, algunos negros, con el fervor de los neófitos, habían buscado un lugar en la maleza donde, a solas cada uno, poder entregarse tranquilamente a la oración. Uno de ellos descuidó con el tiempo la oración; se echaba de ver en la senda que conducía a su escondrijo en el matorral. Entonces le dijo cierto día un amigo: “Hermano, en tu senda crece la hierba.”

Hermano, ¿crece también la hierba en tu camino hacia Dios? Si el camino que lleva a Dios se pisa poco, en seguida pulularán las espinas y los cardos de la mundanidad. Sin oración y meditación no hay sentido sobrenatural de la vida; sin oración se seculariza uno.

(Mauricio Rufino, Vademecum de ejemplos predicables, Ed. Herder, Barcelona, 1962, nnº 1104, 1265 y 1277)


26. FLUVIUM 2004

El infierno

Ningún ideal se hace en realidad sin sacrificio. Esta afirmación, bastante evidente, por otra parte, es un lugar común en la enseñanza pastoral de san Josemaría, y viene a ser una síntesis de la respuesta de Jesús al que le pregunta sobre el número de los que alcanzan la Gloria Eterna. Que es necesario esfuerzo por lograr los objetivos que se valoran, está a la orden del día. A más alto el objetivo, más suele costar y a nadie le extraña. Sucede tanto en el precio económico de los diversos objetos, como, por ejemplo, en el tiempo que hace falta –más número de meses, o incluso de años– para culminar con éxito ciertos estudios, para dominar con virtuosismo un instrumento musical o para destacar en ejercicio de la propia profesión o en un deporte.

Pero no hay ideal mayor que la Eterna Bienaventuranza. Sin embargo, y por contradictorio que parezca, no pocos piensan que tiene poca razón de ser el esfuerzo, el sacrificio o la renuncia a otras cosas, que se exige como clara condición para llegar al Reino de los Cielos. No se trata, evidentemente, de un cierto imperativo actual de la Iglesia, ni tampoco una exigencia más bien de tiempos pasados. Los preceptos de la Ley de Dios, aunque se quieran considerar negativamente, no dejan de ser condiciones de posibilidad para gozar de Dios, como lo es abonar el precio de la localidad para contemplar una película o asistir a un concierto.

Nuestro Creador y Señor ha dispuesto que podamos conseguir el ideal de nuestra máxima plenitud, de modo semejante a como logramos los otros objetivos que nos interesan: esos que nos proponemos cada día en la vida corriente. De este modo nuestra respuesta a Dios se integra de modo natural en el quehacer humano. Se entiende bien, por eso, que exista un castigo reservado por Dios para los que libremente no quisieron vivir de acuerdo con las exigencias propia de su condición de criatura; también son castigados, en cualquier sociedad organizada, los que se apartan de unas de normas mínimas que permitan la convivencia. Las penas, que deben ser proporcionadas a la gravedad de los delitos, en ciertas circunstancias se prevén incluso para toda la vida, y en algunos lugares, es legal hasta la pena de muerte.

En todo caso, Jesucristo reveló la existencia del infierno de los condenados, para el castigo eterno de los rebeldes al amor de Dios. La magnitud del castigo es otro argumento a favor de la infinita dignidad del ofendido: el tamaño de la pena justamente merecida depende de la magnitud de la ofensa, y ésta de la categoría del ofendido, en este caso, el mismo Dios. Por otra parte de la existencia del infierno se puede deducir el tesoro de grandeza que salvaguarda y, por tanto, el logro inconmensurable que supone la adhesión a Él. En cierto sentido el Cielo y el Infierno parecen exigirse mutuamente, hasta desde un punto de vista racional, en consonancia con la justicia divina. Pero, para que ninguno pueda estar desprevenido, quiso Nuestro Señor referirse de modo expreso a su existencia. Por otra parte, han tenido lugar en numerosas ocasiones revelaciones privadas acerca de existencia del infierno y de las penas que padecen los condenados. Así lo describe, por ejemplo, sor Lucia, una de las videntes de Fátima:

Nos vimos como dentro de un gran mar de fuego. Dentro de este mar estaban sumergidos negros y ardientes, los demonios y almas en forma humana, semejantes a brasas transparentes. Sostenidas en el aire por las llamas, caían por todas partes igual que las chispas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre grandes gritos y aullidos de dolor y de desesperación, que hacían temblar de espanto.

Fue seguramente ante esta visión cuando yo lancé la exclamación de horror que se asegura fue oída.

Los demonios se distinguían de las almas humanas por sus formas horribles y repugnantes de animales espantosos y raros, pero transparentes, igual que carbones encendidos.

Nuestra Madre la Iglesia enseña también con franqueza cual es el destino de los que consuman su existencia en oposición al Creador. Aun a riesgo de extenderme demasiado en esta ocasión, transcribo algunos párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica:

1034 Jesús habla con frecuencia de la 'gehenna' y del 'fuego que nunca se apaga' (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehusan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que 'enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo' (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:' ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!' (Mt 25, 41).

1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, 'el fuego eterno' (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: 'Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran' (Mt 7, 13-14) :

Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde 'habrá llanto y rechinar de dientes' (LG 48).

1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que 'quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión' (2 P 3, 9):
Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)

Cuantos tratamos habitualmente a Santa María como Madre, vivimos más con la ilusión de recibir su cariño y de amarla, junto a su divino Hijo, que con el temor de ser castigados. San Josemaría nos recuerdan que los mismos sentimientos surgen cuando tratamos a Dios como Padre:

Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad.
—Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?


27.

¿CUANTOS SE SALVAN?

El Señor nos habla de varias maneras sobre nuestro destino después de esta vida en la tierra. En una oportunidad describió la puerta del Cielo como estrecha, angosta y difícil, y la del Infierno como ancha, amplia y fácil. Por supuesto nos recomendó que nos esforzáramos para entrar por la puerta angosta que lleva al Cielo. (Lc. 13, 22-30)

Los seres humanos nacemos, crecemos y morimos. De hecho, nacemos a esta vida terrena para morir; es decir, para pasar de esta vida a la Vida Eterna. Así que la muerte no es el fin de la vida, sino el comienzo de la Verdadera Vida … si entramos por la puerta angosta.

Nuestro destino para toda la eternidad queda definido en el instante mismo de nuestra muerte. En ese momento nuestra alma, que es inmortal, se separa de nuestro cuerpo e inmediatamente es juzgada por Dios, en lo que se denomina el Juicio Particular, el cual consiste en una iluminación instantánea que el alma recibe de Dios, mediante la cual ésta sabe su destino para la eternidad, según sus buenas y malas obras. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica #1022)

La puerta ancha y la puerta estrecha se refieren a las opciones eternas que tenemos para la otra vida: el Infierno y el Cielo. Sin embargo, hay una tercera opción -el Purgatorio- que no es eterna, pues las almas que allí van pasan posteriormente al Cielo, después de ser purificadas.

El comentario de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha se da a raíz de una pregunta que le hace alguien durante una de sus enseñanzas, mientras iba camino a Jerusalén. “Señor: ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” Y Jesús “pareciera” que no responde directamente sobre el número de los salvados. Pero con su respuesta nos da a entender varias cosas.

Primero: que hay que esforzarse por llegar al Cielo. Nos dice así: “Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta”. Lo segundo que vemos es que la puerta del Cielo es “angosta”. Además nos dice que “muchos tratarán de entrar (al Cielo) y no podrán”.

Otro Evangelista refiere el mismo asunto así: “Entren por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el camino amplio conducen a la perdición, y muchos entran por ahí. Angosta es la puerta y estrecho el camino que conducen a la salvación, y pocos son los que dan con él” (Mt. 7, 13-14). O sea que, según estas palabras de Jesucristo, es fácil llegar al Infierno y muchos van para allá ... y es difícil llegar al Cielo y pocos llegan allí.

¡Con razón nos dice el Señor que necesitamos esforzarnos! Y ... ¿en qué consiste ese esfuerzo? El esfuerzo consiste en buscar y en hacer solamente la Voluntad de Dios. Y esto que se dice tan fácilmente, no es tan fácil. Y no es tan fácil, porque nos gusta siempre hacer nuestra propia voluntad y no la de Dios.

Hacer la Voluntad de Dios es no tener voluntad propia. Es entregarnos enteramente a Dios y a sus planes y designios para nuestra vida. Es aún más: hacer la Voluntad de Dios es ceñirnos a los criterios de Dios ... y no a los nuestros. Es decirle al Señor, no cuáles son nuestros planes para que El nos ayude a realizarlos, sino más bien preguntarle: “Señor ¿qué quieres tú de mí”. Es más bien decirle: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu Voluntad. Haz conmigo lo que Tú quieras”.

Y ... ¿oramos así al Señor? Si oramos así y si actuamos así, estamos realizando ese esfuerzo que nos pide el Señor para poder entrar por la “puerta angosta” del Cielo. Pero si no buscamos la Voluntad de Dios, si no cumplimos con sus Mandamientos, si lo que hacemos es tratar de satisfacer los deseos propios y la propia voluntad, podemos estar yéndonos por el camino fácil y ancho que no lleva al Cielo, sino al otro sitio.

Homilía.org


La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

El Señor no se quedó en simples palabras de amor hacia nosotros; sus promesas no fueron espejismos engañosos en medio de nuestros desiertos y sufrimientos. Su amor hacia nosotros se concretizó en su Encarnación y en la entrega de su propia Vida para que seamos perdonados y hechos hijos de Dios. Este Misterio del Verbo Encarnado, Muerto y Resucitado para el perdón de nuestros pecados y para que tengamos vida, es lo que celebramos en esta Eucaristía, en la que el Señor llega al extremo de su anonadamiento por nosotros convirtiéndose en Pan expuesto a la máxima fragilidad. Todo un Dios convertido en el ser más pobre y desprotegido; despojado de todo y entregado a nosotros para que seamos enriquecidos con su pobreza y en Él tengamos Vida eterna. Ese es el amor que nos tiene. ¿Pasaremos de largo ante Él y dejaremos servido el Banquete Nupcial? Ojalá y pertenezcamos al número de los que se salvan porque ya desde ahora vivamos en plena Comunión con el Señor, sin tener miedo a despojarnos de todo aquello que nos impida pertenecerle a Él, no olvidando hasta dónde llegó el amor que Él nos tiene.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Y el Señor nos quiere fraternalmente unidos. No sólo hemos de buscar nuestra salvación y la realización de nuestros propios intereses. No veamos la salvación como algo nuestro de modo exclusivo y egoísta. La Iglesia está llamada para convertirse en Signo de Salvación para el mundo entero; y esto no sólo por su vida santa, sino porque ha sido enviada para desatar a todo hombre, de todo tiempo y lugar, de sus diversas esclavitudes. Quien se aparte de los pecadores como de un trapo de inmundicias, quien en su grupo, o incluso congregación, quiera santos sin trabajar por la conversión de ellos, no puede sentirse enviado de Dios como portador del Evangelio de la Gracia, del Perdón y de la Misericordia Divina. Por eso preocupémonos de anunciar el Evangelio no sólo con los labios sino con la vida misma; vida que se haga entrega abajándonos para dar vida a los demás incluso a costa de nuestra propia vida, pues esa es la medida del amor con que nosotros hemos sido amados por Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber dar testimonio de su Evangelio con una vida entregada a hacer el bien a todos, hasta que, juntos, alcancemos la plenitud del Reino eterno. Amén

Homiliacatolica.com


28. ¡Entrad por la puerta estrecha!

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Córdova

Reflexión

El hombre es un ser curioso por naturaleza. Todos queremos saber más y más, y el horizonte de nuestros conocimientos es ilimitado. Recuerdo que, cuando iniciaba mis estudios de filosofía, hace ya muchos años, la primera cosa que me sorprendió fue escuchar que el origen de la filosofía era, precisamente, la curiosidad del hombre, su capacidad de admirarse y de preguntarse sobre el porqué de las cosas. El mismo vocablo “curiosidad” viene del latín, “cur”, y significa “por qué”.

Pero yo creo que nuestra curiosidad se agudiza aún más cuando se trata de algo que nos atañe en primera persona o que se refiere a la vida y a la gente que nos rodea. Nos encantaría saber, si nos fuera posible, qué nos deparará el futuro o cuál será el destino de nuestra existencia.

Seguramente por esta misma tendencia de nuestra naturaleza, siempre ha estado tentado el hombre de recurrir a la astrología, a la magia y a las diversas artes adivinatorias, así como también al espiritismo y al contacto con el mundo de los muertos –supuesto o real— para tratar de conocer el propio futuro o la suerte ajena.

Sin embargo, este conocimiento es un misterio velado y vedado para el hombre. El poeta latino Horacio, aun siendo pagano, se atrevió a condenar esta pretensión en una de sus famosas odas: “Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi quem tibi, finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios temptaris numeros” escribía a una de sus amigas en el libro primero de sus “Carmina”. Traducido al castellano, sería mas o menos así: “No pretendas tú, ¡oh Leucónoe!, conocer qué fin (destino) nos darán los dioses a ti y a mí, pues nos está vedado; ni lo intentes recurriendo a los cálculos de los astrólogos. Como sea, lo mejor es padecerlo, ya sea que Júpiter te conceda muchos inviernos o que éste sea el último… Mira, mientras hablamos, se nos escapa el ambicionado tiempo. Mejor, aprovecha bien el día presente y no seas demasiado crédula del mañana”. Por supuesto que nuestro poeta hacía esta recomendación a su amiga Leucónoe desde su filosofía epicúrea: “Carpe diem!”, le decía. “¡Aprovecha el presente día!”. Bien entendido, es un sabio consejo, con tal que se eviten los abusos en los que con frecuencia caían los seguidores de la doctrina de Epicuro.

En el Evangelio de hoy encontramos el mismo tema. Pero con una visión totalmente cristiana. “Señor, ¿serán muchos los que se salven?” –preguntan los discípulos a nuestro Señor-. Aquí está la eterna curiosidad del hombre por la suerte propia y la ajena. Se trata, nada menos, del destino final y eterno que tocará a cada uno de nosotros. Es una pregunta ligada íntimamente al misterio de la predestinación, que siempre y en todas las épocas de la historia, tanto ha inquietado a filósofos, teólogos, pensadores, e incluso a la gente común y corriente.

“¿Serán pocos los que se salven?”. A nosotros nos gustaría recibir algún “adelanto” de los que se van a salvar y de los que se van a perder.

Incluso muchas veces nos hemos preguntado, no con poca curiosidad, si algunos personajes de la historia que, a nuestro juicio, han sido pérfidos, se habrán salvado...

Pero Jesús no satisface la curiosidad de sus oyentes. A nadie le es permitido conocer el propio futuro ni el de los demás. Aparte de innecesario, resulta totalmente inútil preguntarlo. ¿Qué nos ganamos con ello? Lo mejor es conducir nuestra vida coherentemente, como Dios se espera de nosotros. Y la respuesta del Señor va, precisamente, en esta otra dirección: “Esforzaos, más bien –les dice— en entrar por la puerta estrecha”. En vez de indagar, en vano, el propio destino, es mucho más sano y prudente tratar de vivir de una manera digna para hacernos merecedores, al final de nuestra existencia, de ese grandísimo bien que todos anhelamos alcanzar: la vida eterna y bienaventurada.

Pero nuestro Señor nos alerta y nos pone en guardia. Ciertamente, no todos se salvarán, por desgracia. “Muchos intentarán entrar –en el cielo, por supuesto— y no podrán”. Entonces, los que se queden fuera, comenzarán a llamar a la puerta y a gritar: “¡Señor, ábrenos!”. Es muy dramática la escena que Jesús pinta en este cuadro. Aquellos que supuestamente habían sido sus compañeros de viaje y sus amigos, le dirán: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Era de esperarse que, como antiguos comensales de Jesús, Él los conocería y los recibiría con los brazos abiertos en la gloria. Pero no siempre sucede así. ¡Qué tragedia cuando, llenos de confusión, escuchen la sentencia de Cristo: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”!

Para entrar en el cielo no basta haber comido y bebido a la mesa de Cristo, sino haber cumplido sus mandamientos. “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos –nos recuerda Jesús por boca de san Mateo— sino el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos”. Cuánta sabiduría contiene el refrán popular, que reza: “obras son amores, que no buenas razones”. Por eso, el consejo de Cristo: “¡Entrad por la puerta estrecha!”.

La basílica de la Natividad, en Belén, tiene una puerta lateral, muy baja y pequeña. Las puertas principales se cerraron a cal y canto en los tiempos de las Cruzadas para evitar las profanaciones de los musulmanes, que irrumpían en la basílica armados y a caballo. Y así se dejó la puerta de ingreso, que quedó como un verdadero símbolo: el que quiera entrar a adorar al Niño Dios, tiene que agachar la cabeza e inclinarse, en señal de humildad y de abajamiento.

Entrar por la puerta estrecha significa, pues, que hemos de acercarnos a Dios por la senda del sacrificio, de la renuncia, la austeridad, la fe, la humildad, la sencillez y el desprendimiento. Si entramos por esta puerta, nuestro Señor nos acogerá con los brazos abiertos en las moradas eternas. Hagamos méritos, ya desde ahora, con nuestras buenas obras.


29. Requisitos de ingreso

Para desobedecer a la conciencia y a Dios se requiere más fuerza que para seguir la inclinación natural del hombre a conservar y perfeccionar la propia vida.

---------------------------------------------------------------------

Raúl Hasbún, Presbítero

Le preguntan a Jesús si serán pocos los que se salven. Él responde de modo indirecto, priorizando el presente sobre el futuro, el requisito por sobre el número: "Esfuércense en entrar por la puerta angosta".

Lo que el interrogador no preguntó es de qué tenemos que ser salvados. ¿De la muerte? Es ley penal universal, no admite excepciones. Aun los que por milagro volvieron a esta vida, como Lázaro, la hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naím, conocieron una segunda muerte. ¿Del pecado? Inmaculada desde su concepción hay una sola: la Madre del Salvador. Todos los demás hijos de Adán nos reconocemos incluidos en la confesión del Salmista: "Mira que en la culpa ya nací, pecador me concibió mi madre".

¿Del miedo? Pero si el mismo Salvador, Jesús, sintió miedo y angustia en su agonía espiritual de Getsemaní. ¿De la deshonra, de la injusticia, de la pobreza, la enfermedad, la guerra? Todo eso lo sufrió, en carne propia, nuestro Salvador. La salvación que esperamos no es garantía de inmunidad o imperturbabilidad. El Salvador la conquistó a través del sufrimiento y muerte en la cruz. La Pasión de Cristo es la llave que abre las puertas de la salvación.

¿Por qué, entonces, Jesús ofrece la salvación a quienes se esfuercen? La Pasión ¿no es pasividad? Y el esfuerzo ¿no sabe a farisaísmo? Entre estos extremos, un fariseísmo arrogante y un pasivismo claudicante, se encuentra el justo medio de la salvación. No hay salvación sino en la Pasión de Cristo. Para entrar en ella, tiene uno que esforzarse por seguir las huellas de Cristo crucificado.

Exploremos esas venerables huellas. ¿Por qué fue crucificado Cristo? Por su obediencia incondicional a la voluntad del Padre, y por su ofrecimiento de amor universal a todo hombre. Lo primero, obedecer al Padre en todo, choca frontalmente con el espíritu de rebelión que recorre el mundo desde la caída de los ángeles y el pecado de Adán. Lo segundo, amar sin exclusión ni condición, desata la ira del sembrador de cizaña y promotor de la violencia homicida. Seguir la huella de Cristo crucificado y por eso Salvador, comporta un esfuerzo permanente por vivir el sí a la voluntad del Padre, y el sí al amor de cada hombre-hermano.

Ser obediente a Dios y realizar su vocación de amar a su prójimo, es menor que la violencia que tendría que auto inferirse para actuar en contra de su ley interior. Pues sí: internamente el hombre está estructurado, ya por instinto y necesidad de conservación, para seguir el dictamen de su recta conciencia. Y la conciencia es mensajera de los decretos de Dios. Y Dios es el mejor conservador de la vida humana. Para desobedecer a la conciencia y a Dios se requiere más fuerza que para seguir la inclinación natural del hombre a conservar y perfeccionar la propia vida.

Así comprendemos la tranquilizadora invitación de Jesús: "Vengan a Mí, mi yugo es suave y mi carga es liviana". Dios nunca manda algo imposible. Tampoco nos dispensa de hacer lo posible. Lo que Dios manda es algo que ya existe en el corazón del hombre, como anhelo e intuición, también como potencia virtual: la naturaleza nada hace en vano. Un hijo de Dios hará lo que puede y pedirá lo que no puede: entonces podrá. Y se salvará, por gracia de Dios, por los méritos de la Pasión de Cristo, que le serán generosamente regalados si él da lo que tiene, hace lo que puede y pide lo que no puede.

Aquí no hay espacio para la arrogancia del fariseo. Tampoco para la claudicación pasiva del resignado. "El que te creó sin ti, no te salvará sin ti". En las huellas de Cristo crucificado conocerás, como Él, la incomprensión, la ignominia, el miedo y la muerte. Por su sangre los vencerás, como Él venció. Hijo, como Él, de su Madre Inmaculada, contarás con la intercesión de María para vencer cotidianamente el pecado, es decir, para vivir día a día en el gozo del amor a Dios y al hermano. Los sacramentos de la Iglesia, en particular la Eucaristía y la Penitencia, te servirán de medicina y alimento espiritual en tu peregrinar hacia el Santuario.

Así dispuesto, así apertrechado llegará el momento de golpear la puerta para pedir admisión. Allí no invocarás títulos ni credenciales ni méritos de este mundo. Al Santuario ingresan los santos: y santo se es por amar al Padre con todo el corazón, y al hombre-hermano como a uno mismo. Al Santuario ingresan los de manos limpias y corazón puro. Los niños. Para entrar al cielo y salvarse, hay que ser niño.

Por eso la Puerta del Cielo es María, Madre del Salvador.


30. Predicador del Papa: ¿Son muchos o pocos los que se salvan?
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo

ROMA, viernes, 24 agosto 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo, XXI del tiempo ordinario.

* * *

XXI Domingo del tiempo ordinario
Isaías 66, 18-21; Hebreos 12, 5-7.11-13; Lucas 13, 22-30

Entrar por la puerta estrecha

Existe un interrogante que siempre ha agobiado a los creyentes: ¿son muchos o pocos los que se salvan? En ciertas épocas, este problema se hizo tan agudo que sumergió a algunas personas en una angustia terrible. El Evangelio de este domingo nos informa de que un día se planteó a Jesús este problema: «Mientras caminaba hacia Jerusalén, uno le dijo: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?"». La pregunta, como se ve, trata sobre el número, sobre cuántos se salvan: ¿muchos o pocos? Jesús, en su respuesta, traslada el centro de atención de cuántos se salvan a cómo salvarse, esto es, entrando «por la puerta estrecha».

Es la misma actitud que observamos respecto al retorno final de Cristo. Los discípulos preguntan cuándo sucederá el regreso del Hijo del hombre, y Jesús responde indicando cómo prepararse para esa venida, qué hacer en la espera (Mt 24, 3-4). Esta forma de actuar de Jesús no es extraña o descortés. Sencillamente es la manera de obrar de alguien que quiere educar a sus discípulos para que pasen del plano de la curiosidad al de la verdadera sabiduría; de las cuestiones ociosas que apasionan a la gente a los verdaderos problemas que importan en la vida.

En este punto ya podemos entender lo absurdo de aquellos que, como los Testigos de Jehová, creen saber hasta el número preciso de los salvados: ciento cuarenta y cuatro mil. Este número, que recurre en el Apocalipsis, tiene un valor puramente simbólico (12 al cuadrado, el número de las tribus de Israel, multiplicado por mil) y se explica inmediatamente con la expresión que le sigue: «una muchedumbre inmensa que nadie podría contar» (Ap 7, 4.9).

Además, si ese fuera de verdad el número de los salvados, entonces ya podemos cerrar la tienda, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso debe estar colgado, desde hace tiempo, como en la entrada de los aparcamientos, el cartel de «Completo».

Por lo tanto, si a Jesús no le interesa tanto revelarnos el número de los salvados como el modo de salvarse, veamos qué nos dice al respecto. Dos cosas sustancialmente: una negativa, una positiva; primero, lo que no es necesario, después lo que sí lo es para salvarse. No es necesario, o en cualquier caso no basta, el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o institución, aunque fuera el pueblo elegido del que proviene el Salvador. Lo que sitúa en el camino de la salvación no es un cierto título de propiedad («Hemos comido y bebido en tu presencia...»), sino una decisión personal seguida de una coherente conducta de vida. Esto está más claro aún en el texto de Mateo, que contrapone dos caminos y dos entradas, una estrecha y otra ancha (Mateo 7, 13-14).

¿Por qué a estos dos caminos se les llama respectivamente el camino «ancho» y el «estrecho»? ¿Es tal vez el camino del mal siempre fácil y agradable de recorrer y el camino del bien siempre duro y fatigoso? Aquí hay que estar atentos para no caer en la frecuente tentación de creer que todo les va magníficamente bien, aquí abajo, a los malvados, y sin embargo todo les va siempre mal a los buenos. El camino de los impíos es ancho, sí, pero sólo al principio; a medida que se adentran en él, se hace estrecho y amargo. Y en todo caso es estrechísimo al final, porque se llega a un callejón sin salida. El disfrute que en este camino se experimenta tiene como característica que disminuye a medida que se prueba, hasta generar náusea y tristeza. Ello se ve en ciertos tipos de ebriedades, como la droga, el alcohol, el sexo. Se necesita una dosis o un estímulo cada vez mayor para lograr un placer de la misma intensidad. Hasta que el organismo ya no responde y llega la ruina, frecuentemente también física. El camino de los justos en cambio es estrecho al comienzo, cuando se emprende, pero después se transforma en una vía espaciosa, porque en ella se encuentra esperanza, alegría y paz en el corazón.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]