30 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXI -
CICLO C
22-30
22. ¿Son Pocos Los Que Se Salvan?
Las lecturas de hoy nos presentan con una vista expansiva de salvación. Isaías tiene la visión de gente de todas las naciones subiendo a Jerusalén con ofrendas para el Señor. Unos gentiles (no-judíos) serán seleccionados como sacerdotes y Levitas. Jesús toma el mismo tema:
"Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios." (Lc 13:29)
Sin embargo, dentro de este marco optimista, Jesús da una monición. Cuando alguien le pregunta, “¿es verdad que son pocos los que se salvan?” él habla de una puerta angosta que muchos no podrán entrar. Luego, da un retrato espantoso de personas, que pensaban que eran buenos, fuera de un banquete, pidiendo sin éxito para entrar. Mientras tanto, personas que ellos despreciaban, están adentro, gozando de una fiesta.
No debemos tomar al pie de la letra todos los detalles de esta escena horrible. No obstante, hay un mensaje claro y la persona que no la toma muy en serio, se pone a si mismo en un gran peligro. El teólogo Hans Urs Von Balthasar escribió, “es indispensable que todo cristiano se enfrente, con completa seriedad, a la posibilidad de perderse para siempre.”
Muchos hoy tienen dificultad en imaginar algo tan drástico. ¿Que he hecho yo parar merecer un castigo eterno? Pero es posible que una persona común y corriente pierda su alma. Jesús nos habla de la puerta angosta, la posibilidad de ser excluido. Cada día, a veces cada momento, estamos haciendo una decisión de acercarnos a Dios o alejarnos de él.
Reconocer que la vida de cada persona terminará en salvación o perdición nos debe causar sobriedad – pero no tristeza. Como cristianos tenemos una confianza sin limites no tanto en nuestras obras pequeñas, sino en la misericordia divina. La segunda lectura de hoy indica que debemos entender nuestras tristezas y sufrimientos bajo esa luz. Son parte de la disciplina paternal de Dios:
"Hijo mio, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama, y da azotes a sus hijos predilectos." (Heb. 12:5)
23. DOMINICOS 2004
En pleno mes de agosto, cuando en el hemisferio
norte es canicular verano y en el país desde el que escribo la palabra
“vacación” y lo que conlleva de vida apacible que huye de grandes problemas es
lo que rige, planteamientos como los que nos ofrece la palabra de Dios en este
domingo, nos hacen despertar además del sueño de la siesta veraniega, de la
satisfacción de lo conseguido, de ir a remolque del ambiente en que se vive, y
nos obliga a mantener elevada la guardia en el estilo de nuestro vivir. ¿Será
posible?
Esto es verdad sobre todo entre aquellos que somos cristianos de siempre, que
hemos mamado la fe, la hemos mantenido en un ambiente propicio. En aquellos que
“comemos y bebemos” con Cristo, nos sentamos a su mesa y dejamos que su voz se
oiga en nuestros diversos foros. El evangelio viene a decirnos que eso no basta.
Recuerdo una vieja tira cómica de Mingote: dos señoras de edad madura comentaban
sobre los cambios que el Vaticano II estaba introduciendo en la Iglesia. A modo
de conclusión decía una: “mira puede decir el Concilio lo que quiera, cambiar lo
que crea conveniente, pero a la hora de ir al cielo iremos los de siempre”
En todo caso, y esto siempre es consolador para quien no alimenta convicciones
de ser los únicos buenos, el evangelio de este domingo nos enseña que la
salvación está abierta a todos. Sólo quedan excluidos los que se excluyen,
quizás porque excluyen compañía que no les es de su agrado, ya que no son “de
los suyos”.
Comentario Bíblico
La Salvación es una Gracia de Dios
Iª Lectura: Isaías (66,18-21): Abrirse a todos los pueblos
I.1. Nuestra primera lectura de hoy es el del último capítulo del libro de
Isaías que corresponde a un tercer Isaías, de la escuela del gran maestro que ha
dado nombre a este libro en su totalidad. Es un oráculo que se dirige a los que
ha retornado del exilio de Babilonia; es una llamada de esperanza universal. El
fracaso del pueblo, con toda su identidad, debería haberles enseñado a abrirse a
todas las pueblos, razas y lenguas, para que el proyecto universal de salvación
de Yahvé, el Dios de Israel, pudiera realizarse plenamente.
I.2. Es esto lo que se anuncia en esta lectura; es una llamada a la misión, que
no van a escuchar los dirigentes y responsables. Estos, se cerrarán en una
teocracia sacerdotal, con el tiempo, y frustrarán muchas esperanzas. Comenzará a
surgir una mentalidad cultual, legalista; una religión que no llegará al corazón
reemplazará estas palabras proféticas, hasta que llegue el profeta definitivo,
Jesús, quien volverá a recuperar para su pueblo y para el mundo lo que significa
este oráculo.
IIª Lectura: Hebreos (12,5-7.11-13): ¡Tengamos esperanza!
La lectura de Hebreos es una amplia exhortación a vivir la fe en medio de las
dificultades que deben soportar. Los destinatarios son, muy probablemente,
judíos convertidos que se encuentran un poco desasistidos de los apoyos que
encontraban en la praxis del judaísmo, en la antigua religión. Ahora se les
reprocha que no sean capaces de soportar algunas cosas. Por eso se les exhorta a
que cuando reciban una corrección deben asumirla con paciencia, porque a pesar
de desconcierto primero, el final siempre es positivo. El fruto verdadero de la
corrección y la paciencia es una esperanza firme para no abandonar la fe.
Evangelio: Lucas (13,22-30): Dios nos espera para salvarnos
III.1. El evangelio puede sonar un poco desconcertante, dependiendo en gran
parte del dicho aislado “esforzaros de entrar por la puerta estrecha”. El pasaje
se sitúa en el camino que Jesús emprende hacia Jerusalén y el seguimiento que
ello implica, es una catequesis lucana del verdadero discipulado. Pero ¿para qué
es necesario ser discípulo de Jesús? ¿para salvarse, para salvarnos? ¿Esa era la
mentalidad del tiempo de Jesús heredada en ciertos círculos cristianos
rigoristas? ¿Son pocos los que se salvan? Conociendo el mensaje de Jesús y su
confianza en Dios, tendríamos que afirmar que Jesús no respondía a preguntas que
se resolvieran desde el punto de vista legal.
III.2. En realidad la lectura a fondo de este evangelio plantea cuestiones muy
importantes desde el punto de vista de la actitud cristiana. Jesús no responde
directamente a la pregunta del número, porque no es eso algo que pueda
responderse. Lo de la puerta estrecha es un símil popular y no debe producir
escándalo, porque los caminos de Dios no son lo mismo que los caminos de los
hombres: esto es evidente. Esta es una llamada a la “radicalidad” en todo caso,
que pudiéramos transcribir así: quien quiera salvarse debe vivir según la
voluntad de Dios. Eso lo dice todo, aunque para algunos no resuelve la cuestión.
Por ello deberíamos decir que esa preocupación numérica fue más de los
discípulos que trasmitieron estas palabras de Jesús (el Evangelio Q para algunos
especialistas), que estaban más o menos obsesionados con un cierto legalismo
apocalíptico y no bebían los vientos del talante profético de Jesús.
III.3. Siempre se ha dicho que Jesús lo que busca son los corazones y la
actitudes de los que le siguen. Les pone una parábola de contraste, la del dueño
de la casa que cierra la puerta. La mentalidad legalista es la de esforzarse por
entrar por la puerta estrecha. En la parábola se adivina un mundo nuevo, un
patrón, Dios en definitiva, que no entiende las cosas como nosotros, por
números, por sacrificios, por esfuerzos personales de lo que se ha llamado “do
ut des” (te doy para que me des). Muchos pensarán que han sido cristianos de
toda la vida, que han cumplido los mandamientos de Dios y de la Iglesia de toda
la vida (si es que eso se puede decir), que han sido muy clericales… pero el
“dueño” no los conoce. ¿No es desesperante la conclusión? El contraste es que
podemos estar convencidos que estamos con Dios, con Jesús, con el evangelio, con
la Iglesia, pero en realidad no hemos estado más que interesados en nosotros
mismos y en nuestra salvación. Eso es lo que la parábola de contraste pone de
manifiesto.
III.4. ¿Las cosas deberían ser de otra manera? ¡Sin duda! Debemos aprender a
recibir la salvación como una gracia de Dios, como un regalo, y a estar
dispuestos a compartir este don con todos los hombres de cualquier clase y
religión. Eso es lo que aparece al final de esta respuesta de Jesús. Los que
quieren “asegurarse” previamente la salvación mediante unas reglas fijas de
comportamiento no han entendido nada de la forma en la que Dios actúa. Por eso
no reconoce a los que se presentan con señas de identidad legalistas, que
ocultan un cierto egoísmo. No es una cuestión de número, sino de generosidad. En
la mentalidad legalista y estrecha del judaísmo, que también ha heredado en
muchos aspectos el cristianismo, la salvación se quiere garantizar previamente
como se tratara de un salvoconducto inmutable e intransferible. No se trata de
desprestigiar una moral, una conducta o una institución, como si el evangelio
convocara a la amoralidad y el desenfreno para poder salvarse. Esta conclusión
de moralismo barato (la “gracia barata” le llamaba Bonhoeffer) no es lo que
piden las palabras de Jesús. Pero sí debemos afirmar rotundamente: si la
salvación no sabemos recibirla como una “gracia”, como un don, no entenderemos
nada del evangelio.
Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org
25. I.V.E. 2004
Comentarios Generales
Isaías 66,18-21:
Isaías cierra el ciclo de sus profecías con esta perspectiva maravillosa que
deberá realizarse en la Era Mesiánica:
- Razas, lenguas y naciones se integran en unidad de culto. Todos ven y adoran
la gloria de Dios. Cesan, pues, los egoísmos y las guerras. Cesa el castigo de
la dispersión y división de lenguas que es el signo de la división de corazones.
- El “resto” de los escogidos y salvados van, heraldos del Evangelio, a anunciar
por todas las naciones, aun las más alejadas, el mensaje de la gloria de Dios y
de la Salvación.
- Fruto de esta misión y evangelización salvífica es el culto solemne y puro que
rinden a Dios. Dios tiene adoradores y sacerdotes de todas las gentes y en todas
las naciones. Estas hermosas perspectivas, con su universalismo tan abierto,
guardan aún, sin embargo, el tinte del momento histórico que vive Israel. Están
calcadas en la liturgia del templo de Jerusalén y suponen cierta primacía racial
y cultural, para Israel. Será Jesús quien traerá el mensaje perfecto del
universalismo religioso, con abolición de todo privilegio racial y de toda
limitación localizada: “Créeme, mujer; llega la hora, cuando ni en ese monte ni
en Jerusalén daréis culto al Padre. Llega el momento, es ahora, cuando los
verdaderos adoradores darán culto al Padre en espíritu y en verdad. Pues tales
quiere el Padre que sean sus adoradores. Dios es Espíritu, y los que le rinden
culto es menester se lo tributen en espíritu y verdad” (Jn 4,21. 23). Con esta
iluminación que nos da Jesús, la profecía de Isaías adquiere su más pleno
sentido.
Hebreos 12, 3-7. 11-13:
El autor de la Carta a los Hebreos prosigue exhortando a la fidelidad. Para
todos es una tentación el dolor. Salir victorioso de esta prueba es testimonio
de virtud de buena ley:
- En los vv. 1-4 propuso la fidelidad como un combate en busca de la corona. Y
lo explicó con el símil de los certámenes. El cristianismo debe, cual valiente
corredor que anhela alcanzar la meta, tener vigorosos los pies; y cual invicto
púgil, que debe superar a todos sus enemigos espirituales, que debe tener ágiles
y fuertes los brazos. Y debe buscar los caminos seguros para no dar traspié o
resbalón. Estos caminos seguros son la Ley santa de Dios. En resumen: la vida
cristiana es renuncia, esfuerzo, paciencia, y constancia. De una manera muy
similar nos lo dice San Pablo en otra página célebre: “¿No sabéis que los que
corren en el estadio, bien que todos corren, uno solo paga el premio? Corred de
manera que lo alcancéis. Y los atletas de todo se privan. Ellos, al cabo, para
ganar una corona corruptible, en tanto que la nuestra es inmarcesible. Yo, por
tanto, corro, no como a la aventura. Yo así combato no como quien azota al aire,
sino que abofeteo mi cuerpo y lo arrastro encadenado, no suceda que yo que hice
de heraldo con los otros, quede yo mismo descalificado” (ICor 9,24-27). Es
evidente que en la milicia cristiana no se trata de guerras contra hermanos,
sino contra sí mismo.
Lucas 13,22-30:
El Evangelio contiene una exhortación apremiante a ganar la corona: la
salvación.
-A la pregunta: “¿Son pocos los que se salvan?” (22); Jesús da la respuesta que
nos interesa a nosotros, no la que desearía nuestra curiosidad. El nos trae la
Gracia de la salvación a todos. A ninguno la niega. Pero es el hombre quien debe
entrar en el camino de salvación que el Señor le depara; y debe con fidelidad y
esfuerzo andar en él. La salvación no es problema de parte de Dios, pero lo es
de parte de los hombres. Este puede no aceptar el don; puede no perseverar. La
norma de Jesús es clara: “¡Esforzaos, ved de entrar por la puerta estrecha!”.
- Nunca, empero, la salvación será, como opinaban y pretendían los judíos,
privilegio de raza y sangre. Esto nada monta ante Dios. No se atienda a la raza,
sino a las obras buenas y al esfuerzo y fidelidad. Ni haber visto los milagros
de Jesús, ni el parentesco con El son un aval de salvación.
- Lucas en su Evangelio como Pablo en sus cartas, pone de relieve el
universalismo de la salvación que nos ha traído Cristo. Los gentiles entrarán en
el Reino antes y en mayor número que los judíos. Con esto aprenderemos todos,
judíos y gentiles, que la salvación es dádiva y gracia. Los gentiles sumidos en
pecado lo entendieron inmediatamente. Los judíos, fiados en su Ley, en sus
privilegios, no entendieron la salvación como un don, sino como un derecho. El
muro más infranqueable que cierra el camino de la salvación es el orgullo.
- La salvación siempre es gracia de Dios; pero esta gracia se frustra cuando
falta nuestra respuesta o cooperación.
Por tanto, confiar en Dios, es legítimo. Y es condición básica en el camino de
la salvación. Pero fiar de sí mismo es necio. Y fundar la seguridad de salvarse
en la propia santidad o en propios méritos, es hundirse en el fracaso.
Jesús nos señala el camino de la salvación: Dar respuesta valiente al don de la
gracia; vigilancia atenta a sus exigencias. La “puerta estrecha” es el esfuerzo,
el ideal, la fidelidad.
La “puerta ancha” es el facilismo, la vulgaridad, la molicie.
(José Ma. Solé Roma O.M.F., "Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder,
Barcelona, 1979)
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P. Leonardo Castellani, Th. D.
Parábola de la Puerta y el Camino
“Es de cabras el camino del Reino de Dios y es angosta la puerta; y es ancho y
espacioso el camino que conduce a la perdición. Vosotros esforzaos por entrar en
el camino estrecho y más que esto no diré”.
Esta parábola está precedida en Lucas de una “pregunta indiscreta”. Alguno le
preguntó: “Señor, son muchos o pocos los que se salvan” Jesús rehusó responder
esta pregunta… a no ser por medio de esta parábola.
El camino lo tenían delante, pues “iban hacia Jerusalén” por el camino estrecho
(no ahora, entonces) de la Perea. La puerta no es la de una ciudad, que los
griegos llamaban “pile” y eran angostas para poder fácil ser defendidas
(metáfora que está usada por los “nabbís” antes de Cristo), por lo cual las
caravanas entraban con dificultad, y a veces había que descargar los camellos;
por de pronto había que bajarse de ellos; y allí a veces se producían trifulcas
y salían a lucir los facones (...). En los sentimientos e idiosincrasia son
semejantes (aunque no en las costumbres) todos los pastores y labradores del
mundo; y en ellos se contiene el “humus” de la nobleza (digo el “humus”
solamente, el terreno) sobre todo si lo son de cultivos nobles, como la vid y el
olivo (...).
Cristo dijo que el camino del cielo es fragoso (pues es esta la palabra que
empleó... en arameo) y la puerta angosta; y en otro lugar (Mt X, 30) dijo que
“su yugo era suave y su carga ligera”; y dijo que Él mismo era el “Camino (la
Verdad y la Vida)” y que la Puerta también era Él (“Yo soy la Puerta: ninguno
llega al Padre sino a través de Mí”) y que los dignatarios eclesiásticos que no
entran por la Puerta sino por la ventana, son pelandrunes y pistoleros, pero no
pastores; y que Él los echará adonde “es el llanto y el castañeteo de dientes”,
lo dijo justo antes de esta Parábola; aunque les parezca mentira, y crean que es
de un libro llamado “El Evangelio Apócrifo del P. Castellani”, es del Evangelio
auténtico y pueden verlo Uds. mismos en Lc XIII, 28; Jn X, 8. “Entrar por la
ventana” es, por ejemplo, conseguir el solio, el troneto o la mitra por dinero;
o mantenerse en él por dinero o “políticas” o claudicaciones en la doctrina;
cosa que si ha pasado en la Argentina, no lo sé; y si acaso lo supiera no lo
diré. Es también una pregunta indiscreta.
Ayúdenme a pensar: ¿es suave o es duro?, ¿es ligero o es pesado? Cristo dijo que
la vía del cielo es fragosa y pina, pero no dijo que era cruel; y dijo que el
camino de la perdición era ancho y espacioso, pero no dijo que era “suave”; y
del final de ambos se negó a hablar. El camino a la perdición es un “descamino”,
es el desierto sin señales, bajo el sol maligno, aunque los que van por él en
grandes grupos dicen que ven señales; las cuales son espejismos o
“fatamorganas”. Van con mucha bullanga, risotadas y lujos, llevan hasta de sobra
provisiones, llevan luz artificial y “video” portátil con acumuladores, llevan
todo un almacén de “recambios” para el camión, improvisan “pícnics” e incluso
praderas, y aún bosques artificiales; tienen música a todas horas, y buena, a
veces; bailan hasta por demás y lo bailes más nuevos, que no se pueden bailar en
un senderito de precipicio (como se podría el antiguo malambo). En suma, van a
la mar de divertidos (aunque, no sé porqué, hoy día la mayoría son tristes, a
juzgar por su literatura) de distraídos y despreocupados; pero no hay señales,
no hay camino. Por todas partes cruzan camino estrechos, por los cuales se salen
bruscamente algunos de la cabalgata; y también desembocan otros por ellos en la
alegre cabalgata. Ellos van y van, el viaje es ameno; aunque algunos no saben a
dónde van; pero no les importa mucho; - excepto en los días de “simoún”- o
zonda.
El camino del cielo es duro, aunque no al principio, por lo general, ni al
final, sino más bien al mediodía, al promediar; por eso dijo Cristo que “su yugo
era ligero: porque el camino más duro se va haciendo más fácil con la costumbre,
y en algunos hombres generosos hasta gozoso. No discutiré que para algunos,
generosos incluso, es duro siempre, y más y más a veces; pero siempre les
resulta posible, y cuando ya no tiran más, siempre acude Dios con un “milagrito”
barato, o una casualidad, que los levanta con cruz y todo, como el Cireneo
levantó a Cristo. Esto parece darnos la realidad, pues no hemos de hacer
devoterías o beaterías. El Evangelio hay que entenderlo más que con el griego,
el hebreo, el caldico, el sumero y el hitita (que no están mal tampoco para los
lingüistas) con la REALIDAD. Cristo existe hoy como existió entonces y está
corporizado en su Iglesia; en la Iglesia se cumplió su Evangelio, se debe de
haber cumplido por fuerza, y para entenderlo por ende hay que mirar a la
Iglesia; es decir, a la realidad actual. Bueno fuera que para entender el
Evangelio, que es nuestra salvación, hubiera uno de asistir al Instituto bíblico
de Roma- que no está mal tampoco; aunque cuando yo asistí andaba flojito.
La vía del cielo es estrecha pero no “demasiado estrecha”, ojo. Al diablo lo
mismo le da que nos perdamos por más que por menos y si puede dárnosla ñata, no
nos la dará aguileña; pues como dicen en el almacén de los hermanos “Rodríjez”,
“tan malo es pasarse como no llegar”; aunque ellos nunca se pasan en el peso ni
en el vuelto. Hoy día pocos se condenan, según creo, por demasiada estrictez,
como los Fariseos en tiempos de Cristo, los “Flagelantes” en la Edad Media, los
jansenistas y calvinistas en el setecientos, o los Puritanos y Schopenhauerianos
en nuestros días. Por demasiada estrechez es posible perderse. No es eso andar
por el camino estrecho, sino usualmente querer hacer andar por él a los demás;
como los fariseos de marras, que prohibían mirar a una mujer; y si la sombra de
una mujer lo tocaba a uno en la calle, mandaban que se lavara tres veces, la
cabeza, las ropas y el cuerpo; y cuando Cristo les dijo: “el que está sin
pecado, que le tire la primera piedra” y escribió unos nombre propios en la
arena, salieron todos volados, empezando por los más viejos.
Pero hoy día, como digo, más se pierden los hombres por la “anchurosidad” que
por la “austeridad”; aunque temo que algún político se va perder por la
demasiada austeridad... de los demás.
El filósofo Schopenhauer, ya que lo recordé, les dijo a los protestantes de su
país y época en su obra magna (que para mí es la mejor obra de filosofía alemana
del siglo pasado sin exceptuar a Nietzche), les dijo, a pesar de ser ateo, que
ellos creían que Dios era un padrazo buenazo, que hacía la vista gorda a todo lo
que obraban, y no se metía mucho con sus pequeñas diversiones; y que les tenía
preparada otra vida mucho mejor, después de haberlos puesto cómodos y ricos en
ésta, para cuando ésta se acabara: “lástima que a través de una Puerta bastante
horripilante” (la muerte); y que por eso el catolicismo era mejor y más profundo
que ellos, porque veía la vida, la naturaleza humana y Dios (“si existiera”)
cómo son; y no como se nos antoja. Está en “El mundo como Voluntad y
Representación”.
Cristo no quiso decir con todo esto que “eran pocos los que se salvaban”. Si me
objetan con un famoso milagro de San Francisco de Jerónimo, el milagro de
Catalina, les diré simplemente que yerran; como está explicado en “El Evangelio
de Jesucristo” pág. 194.
(P. Leonardo Castellani, Las parábolas de Cristo, Ed. Jauja, Mendoza., 1994, pp.
97-100)
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Dr. D. Isidro Gomá y Tomás
El número de los elegidos. El zorro Herodes. Apóstrofe a Jerusalén:
Explicación. Sigue la serie de copiosas enseñanzas que da Jesús en este último
período de su predicación. Cuanto al orden cronológico, nos hallamos en uno de
los momentos más controvertidos de la vida pública de Jesús. Mientras suponen
unos que entre los sucesos del número anterior y los del presente ha tenido
lugar la fiesta de la Dedicación, otros creen que sigue aún Jesús el mismo
camino a Jerusalén que se supondría comenzando en Lc. 9, 51, para asistir a
dicha fiesta; mientras otros sitúan estos discursos transcurrido algún tiempo
después de la Dedicación, ya dentro del año último de su vida, cuando se dirigía
paulatinamente a la gran ciudad para la última Pascua. Optamos por la segunda
opinión, situando la visita a Jerusalén en la Dedicación inmediatamente después.
El número de los elegidos (23-30). Mientras iba Jesús por ciudades y villorrios
predicando su doctrina, sea que pareciese ésta difícil de guardar, o por las
amenazas de ruina frecuentes en su predicación, se le propuso la cuestión
delicadísima del número de los que se salvan: Díjole uno: Señor, ¿son pocos los
que se salvan? No solía responder Jesús en forma que se adaptara total y
directamente a los términos de la pregunta, sino en la que más convenía al
provecho espiritual de quienes le oían, y así lo hacen ahora: Y él les dijo:
Porfiad por entrar por la puerta angosta: porque os digo que muchos procurarán
entrar, y no podrán; deja Jesús la teoría por la práctica, y sin revelar el
número de los elegidos, que plugo a Dios esconder en los secretos de su
sabiduría, indica lo que debe hacerse para lograr la salvación: luchar con
denuedo para abrirse paso y entrar por la puerta angosta, que es la penitencia (Lc.
13, 3. 5), ante la cual se agolpan muchos, que forcejean para pasar, y no
pueden; pasado el tiempo hábil, que es el de la vida, ya no se podrá entrar.
Lo demuestra con una parábola; Y cuando el padre de familias hubiere entrado y
cerrado la puerta… supone Jesús un jefe de familia, que representa a Dios, que
obsequia con una recepción a sus amigos, y que cuando bien le parece se levanta
para cerrar la puerta y no admitir más: Vosotros estaréis fuera, Y comenzaréis a
llamar a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y el os responderá, diciendo: No
sé de donde sois vosotros, de qué familia, ni si sois mis amigos. Los de fuera,
para darse a conocer y lograr entrada, apelarán a su vieja amistad con el jefe
de la casa: Entonces comenzaréis a decir: En tu presencia comimos y bebimos:
hemos sido tus comensales muchas veces; y en nuestras plazas enseñaste, en lo
que hay manifiesta alusión al pueblo judío. Será inútil la insistencia: Y os
dirá: no sé de dónde sois vosotros: nótese la repetición y el énfasis de la
repulsa.
Esta importa la exclusión definitiva de la casa, por la perversa conducta moral
de quienes no se esforzaron en entrar en ella mientras estaba abierta: Aparatos
de mí todos los obreros de la iniquidad. Y como el dueño de la casa es Jesús, y
la casa es la Iglesia y el Cielo, y la exclusión del Reino de Dios importa
forzosamente la condenación a los tormentos eternos, de aquí la desesperación de
los rechazados: Allí será el llorar y el crujir de dientes. Aumentará el
tormento pensar que están muchos de nuestra misma familia, raza, manera de
vivir, gozando las delicias del gran padre de familias: Cuando viereis a
Abraham, y a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el Reino de Dios, y que
vosotros seréis arrojados fuera, por no corresponder al llamamiento que a todos
se hizo por igual. Mayor será aún la pena, porque en su lugar habrán entrado los
mismos gentiles, reclutados de todos los ángulos del mundo, a gozar de lo que
especialmente para ellos se había preparado: Y vendrán de oriente y de
occidente, y del aquilón y del austro, y se sentarán a la mesa en el Reino de
Dios. Realizándose por todo ello esta paradoja: Y he aquí que son (ahora) los
postreros los que serán (después) los primeros: los actualmente pecadores y
gentiles suplantarán a quienes, como los judíos, tenían derechos especiales a
ser admitidos; Y que son los primeros los que serán los postreros: los que
actualmente están bajo una tutela especial de Dios, y que han recibido la
revelación, y han sido su pueblo, serán definitivamente excluidos de la casa, de
la Iglesia y del cielo.
La parábola, propuesta en primer término para el pueblo judío, se aplica
fácilmente a cuantos no aprovechan el tiempo de la vida ni la gracia de Dios
para entrar en el cielo por la puerta del deber. Sólo éstos formarán el número
de los elegidos.
Lecciones morales. A) v. 23: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Hablando con
lo teólogos, podríamos decir que se salvan los predestinados, y que el número de
éstos sólo de Dios es conocido. Prácticamente, que es lo que atañe a la
ordenación de nuestra vida, se salvan los que quieren salvarse, porque Dios
tiene voluntad de salvar a todos (1 Tim. 2, 4), y Jesucristo murió por todos (2
Cor. 5, 14). Se salvan los que están en vela; los que no tuercen de camino; los
que entran por la puerta estrecha. Se pierden sin remedio los que, dormidos en
el pecado, dejan pasar el tiempo de gracia; los que declinan a la derecha o a la
izquierda del camino que señala Dios; los que quieren entrar por la puerta ancha
del goce de la vida presente. ¿Son pocos o muchos, los unos o los otros? Queda
ello en los designios inescrutables de Dios; queda en nuestra libertad ser de
los primeros o de los segundos.
B) v. 25: Y cuando el padre de familias hubiere entrado…El padre de familias es
Cristo, dice San Beda, quien, estando en todas partes por razón de su divinidad,
se dice que está dentro para aquellos a quienes beatifica en el cielo con su
presencia; pero que está como fuera para aquellos a quienes ocultamente ayuda
mientras luchan a la contemplación de sí; cerrará, cuando no dé a los réprobos
más lugar a penitencia. Los cuales desde fueran llamarán, es decir, implorarán
en vano y a destiempo una misericordia que menospreciaron.
C) v. 26: En tu presencia comimos y bebimos…Estas palabras, dice Teofilacto, se
dicen principalmente de los judíos, de quienes era Jesús según la carne (Rom. 9,
5), y que convivió con ellos durante su vida; a pesar de todo, Jesús los
rechazó. Pero también se dicen de los cristianos, porque comemos su Carne y
bebemos su Sangre, y en la plaza de nuestra alma, abierta a toda inspiración de
Dios, nos predica Jesús su doctrina. Triste cosa será perdernos después de haber
estado en íntima comunión con el Salvador de nuestras almas y de haber sido en
mil formas sus discípulos.
D) v. 30: Y he aquí que son (ahora) los postreros…Fueron los judíos los
primeros, dice San Cirilo, y se les anticiparon los gentiles, quienes, dice
Teofilacto, convertidos hacia el fin de su vida, tal vez nos ganen la mano a los
que desde la infancia somos adoradores de Jesús. O bien, según San Beda, muchos,
que antes eran fervorosos, después se enfrían; y otros fríos, repentinamente se
enfervorizan; muchos son despreciados en este mundo, que en el otro serán
gloriosos; otros son glorificados por los hombres, que en la vida serán
condenados.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed.,
1967, p. 206-210)
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San Cirilo de jerusalén
La Puerta estrecha
Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino
que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; pero estrecha es
la puerta y angosto el camino que lleva a la vida y pocos son los que la
encuentran.(Mt. 7, 13-14).
En el Evangelio de San Mateo dice más adelante, Mi yugo es suave y mi carga
ligera. Aquí nos hace ver el Señor que su doctrina es ligera, fácil y hacedera.
- Y ¿Cómo - me dirás - puede ser fácil una puerta estrecha y un camino angosto?
- Pues justamente porque son camino y puerta. Uno y otra, lo mismo si son anchos
que estrechos, puerta son y camino. En definitiva, nada de esto es permanente;
todo son cosas, lo mismo lo triste que lo alegre de la vida, por donde hay que
pasar de largo. Y ya por esta sola consideración es fácil la virtud, y más fácil
aún si se mira al fin a que conduce. No es solo consuelo - y fuera suficiente
consuelo - de los que luchamos el pasar de largo por los trabajos y sudores,
sino el término feliz a que nos llevan, pues ese término es la vida eterna. Por
una parte, pues, lo pasajero de los trabajos y, por otra, la eternidad de la
corona, no menos que la consideración de que aquellos son los primeros y ésta la
que les sigue, puede ser el mayor aliento a nuestros sufrimientos. De ahí es que
Pablo mismo llamó ligera a la tribulación, no porque lo sea en sí misma, sino
por la generosa voluntad de los que luchan y por la esperanza de los bienes
futuros. Porque una ligera tribulación - dice - nos produce un peso eterno de
gloria sobre toda ponderación, como no miremos nosotros a lo visible, sino a lo
invisible. Porque, si a los marineros se les hacen ligeros y soportables las
olas y el alta mar, a los soldados las matanzas y heridas, a los labradores los
inviernos con sus hielos y a los púgiles los ásperos golpes por la esperanza de
las recompensas, perecederas al fin y deleznables, ¿cuánta más razón hay para
que no sintamos nosotros trabajo alguno, cuando se nos propone por premio el
cielo, los bienes inefables y las recompensas inmortales?.
La estrechez del camino, motivo para andarlo con fervor.
Mas si todavía hay quienes siguen creyendo que el camino es trabajoso, ello es
sólo invención de su tibieza. Mirad, si no, cómo nos lo hace fácil por otro
lado, al mandarnos que no nos mezclemos con lo perros, ni nos entreguemos a los
cerdos, ni nos fiemos de los falsos profetas. Por todas partes nos arma para el
combate. Y hasta el hecho mismo de llamarlo estrecho, contribuye de modo
especialísimo a hacerlo fácil, pues nos dispone a estar alerta. También Pablo
nos dice que nuestra lucha no es contra la carne y la sangre. Mas no habla así
porque quiera desanimar a sus soldados, sino justamente para levantar sus
pensamientos. Así aquí el Señor llamó áspero al camino justamente para sacudir
la soñolencia de los caminantes. Y no solo de ese modo nos dispuso a estar
alerta, sino añadiendo también que son muchos los que tratan de echarnos la
Zancadilla. Y lo peor es que no atacan abiertamente, sino con disimulo.
(Homilías de San Juan Crisóstomo, B.A.C.)
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Juan Pablo II
La salvación
Jesucristo es principio estable y centro permanente de la misión que Dios mismo
ha confiado al hombre. En esta misión debemos participar todos, en ella debemos
concentrar todas nuestras fuerzas, siendo ella más necesaria que nunca al hombre
de nuestro tiempo. Y si tal misión parece encontrar en nuestra época oposiciones
más grandes que en cualquier otro tiempo, tal circunstancia demuestra también
que es en nuestra época aún más necesaria y -a pesar de las oposiciones- más
esperada que nunca. Aquí tocamos indirectamente el misterio de la economía
divina que ha unido la salvación y la gracia con la Cruz. No es vano Jesucristo
dijo que el "reino de los cielos está en tensión, y los esforzados lo
arrebatan"; y además que "los hijos de este siglo son más avisados... que los
hijos de la luz". Aceptamos gustosamente este reproche para ser como aquellos
"violentos de Dios" que hemos visto tantas veces en la historia de la Iglesia y
que descubrimos todavía hoy, para unirnos conscientemente a la gran misión, es
decir: revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a
sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y
hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y
países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las "insondables
riquezas de Cristo", porque éstas son todo hombre y constituyen el bien de cada
uno. (Redemptor Hominis, 2, 11).
Al hombre entero se dirige la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la
salvación, en el que encontramos muchos contenidos -como luces particulares-
dedicados al trabajo humano. Ahora bien, es necesaria una adecuada asimilación
de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado
por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre
concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo
tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación
al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo
particularmente importantes. (Laborem Exercens 24).
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que
acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la
salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento
de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y
profecía; "en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber de
recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los
hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en
el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor
que perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de
vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo".
Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también un
símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo propio. "Los
esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que
el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la
gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en
dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de
Cristo y su misterio de Alianza. (Familiaris Consortio II, 13).
El hombre "muere" cuando pierde "la vida eterna". Lo contrario de la salvación
no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el
sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por
Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para
proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento
definitivo. En su misión salvífica El debe, por tanto, tocar el mal en sus
mismas raíces trascendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del
hombre. Estas raíces trascendentales del mal están fijadas en el pecado y en la
muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida
eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte.
El vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su
resurrección. (Salvifici Dolores V, 14).
La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la
salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a
todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas
experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad
interior que viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, " hombre justo y
piadoso " ya que " estaba en él el Espíritu Santo ", en el momento de la
presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría en él la " salvación
preparada a la vista de todos los pueblos " a costa del gran sufrimiento - la
Cruz- que habría de abrazar acompañado por su Madre. Esto intuía todavía mejor
la Virgen María, que " había concebido del Espíritu Santo ", cuando meditaba en
su corazón los " misterios " del Mesías al que estaba asociada. (Dominum et
Vivificantem, I, 4, 16).
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Catecismo de la Iglesia Católica
La libertad humana en la economía de la salvación
1739 Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el
hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se
engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró
una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes,
atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia
de un mal uso de la libertad.
1740 Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el
derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre "sujeto de
esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su
interés propio en el goce de los bienes terrenales". Por otra parte, las
condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un
justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y
violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y
colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra
la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia
libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se
rebela contra la verdad divina.
1741 Liberación y salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación
para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a
esclavitud. "Para ser libres nos libertó Cristo" (Ga 5,1). En El participamos de
"la verdad que nos hace libres" (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado,
y, como enseña el apóstol, "donde está el Espíritu, allí está la libertad" (2 Co
3,17). Ya desde ahora nos gloriamos de la "libertad de los hijos de Dios" (Rm
8,21).
1742 Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a
nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que
Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la
experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más
dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y
nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones
del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en
la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en
la Iglesia y en el mundo.
Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros los males, para
que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos
libremente cumplir tu voluntad. [Misal Romano]
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San Agustín
La levadura en la masa y el pequeño número de los elegidos
Ciertamente que son pocos los que se salvan. Aun recordáis la cuestión que hace
poco nos propuso el Evangelio. Se preguntó al Señor: ¿Son pocos los que se
salvan? ¿Qué respondió a esto el Señor? No dijo: «No son pocos, sino muchos los
que se salvarán». No dijo eso. ¿Qué dijo, pues, al oír son pocos los que se
salvarán? Esforzaos por entrar por la puerta estrecha. Habiendo oído el Señor la
pregunta: ¿Son pocos los que se salvan?; confirmó lo oído. Por una puerta
estrecha entran pocos. El mismo Señor dijo en otro lugar: Estrecho y angosto es
el camino que lleva a la vida, y pocos entran por él. Ancho y espacioso es el
que conduce a la perdición, y son muchos los que caminan por él: ¿Por qué
sentimos alegría frente a las multitudes? Oídme vosotros los pocos. Sé que sois
muchos, pero obedecéis pocos. Veo la era, pero busco el grano. Cuando se trilla
en la era, el grano apenas se ve; pero llegará el tiempo de la bielda. Pocos
son, pues, los que se salvan en comparación de los muchos que se pierden. Pero
estos pocos han de constituir una gran masa. Cuando venga el aventador trayendo
en su mano el bieldo, limpiará su era, recogiendo el trigo en el granero, y la
paja la quemará en fuego inextinguible. No se burle la paja del trigo. Esto es
hablar la verdad y no engañar a nadie. Sed muchos entre los muchos, pero
sabiendo que en comparación de cierta clase de muchos sois pocos. Porque de esta
era ha de salir tanto grano que llene los graneros del cielo. Pero no puede
contradecirse quien dijo que son pocos los que entran por la puerta estrecha y
muchos los que perecen por el camino ancho. ¿Puede contradecirse quien en otra
ocasión dijo: Muchos vendrán de oriente y de occidente? Vendrán muchos, pero en
otro sentido pocos. Pocos y muchos. ¿Unos serán los pocos y otros los muchos?
No, sino que los mismos pocos que son muchos, son pocos en comparación con los
condenados y muchos en la compañía de los ángeles. Oíd, amadísimos, lo que está
escrito: Después de estas cosas, vi una multitud que nadie podía contar, de toda
lengua y nación y pueblo, que venían con estolas blancas y palmas en sus manos.
Esta es la multitud de los santos. Cuando haya sido aventada la era, cuando haya
sido separada la turba de los impuros y de los malos y falsos cristianos y,
separada la paja, enviados al fuego eterno estos que oprimen y no tocan —cierta
mujer tocaba la orla de Cristo, mientras que la turba le oprimía—; en fin,
cuando se haya consumado la separación de todos los réprobos, ¡cuán clara no
será la voz con que diga esta multitud de pie a la derecha, purificada, sin
temor a que se mezcle algún malo y sin miedo a que se pierda alguno bueno,
reinando ya con Cristo; con cuánta confianza ha de decir: Yo conocí que el Señor
es grande.
Hermanos míos, si hablo a granos, si los predestinados a la vida eterna
comprenden lo que digo, hablen con los hechos, no con las bocas. Me veo obligado
a hablaros lo que no debía. Pues debía encontrar en vosotros algo que alabar y
no preocuparme de qué amonestaros. Con todo, os lo diré en pocas palabras; no me
demoraré. Reconoced la hospitalidad; por ella alguien llegó a Dios. Recibes al
peregrino de quien también tú eres compañero de viaje, puesto que todos somos
peregrinos. Pues cristiano es el que en su propia casa y en su propia patria se
reconoce peregrino. Nuestra patria se halla arriba; allí no seremos huéspedes,
mientras que aquí todos, incluso en su casa, son huéspedes. Si no es huésped,
que no salga de ella; y si ha de salir, entonces es huésped. No se engañe, es
huésped. Quiera o no, es huésped. Y si deja la casa a sus hijos, se trata de un
huésped que la deja a otros huéspedes. Si te encontrases en una posada, ¿no
marcharías al llegar otro a ella? Esto lo haces hasta en tu casa. Tu padre te
cedió el sitio; tú lo has de ceder a tus hijos. Ni tú has de permanecer siempre
en tu casa, ni tampoco aquellos a quienes se la dejas. Por tanto, si todos
pasamos, realicemos algo que no puede pasar, a fin de que, cuando hayamos pasado
y llegado al lugar de donde no hemos de pasar, encontremos nuestras buenas
obras. Cristo es el guardián; ¿por qué temes, entonces, perder lo que das?
Vueltos al Señor...
(San Agustín, Obras Completas, X-2º, Sermones, BAC, Madrid, 1983, Pág. 791-794)
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Manuel de Tuya
Reprobación de IsraeL
En la perspectiva literaria de Lc, aunque Cristo predica en diversos pueblos de
Galilea, ya está camino de su ida final a Jerusalén (Lc9, 5).
Se presenta en escena uno que le pregunta si son «muchos los que se salvan.
Naturalmente, se refiere a gentes judías, pues a los gentiles los excluían.
Generalmente se admitía que todos los judíos se salvaban, por el hecho de ser
tales. A veces se excluían en las discusiones ciertos pecados exorbitantes. Pero
hasta se buscaban, en otras escuelas, medios de salvar esta situación. En
cambio, en el apócrifo libro IV de Esdras se dice claramente que son «muchos más
los que perecen que los que se salvan» (4Esdr 9,25). Cristo va a responder a dos
preguntas: a esta primen y al concepto erróneo que tenían sobre la salvación de
los gentiles.
Saber el número no interesa. Lo que les dice es que para salvarse, para entrar
en el reino, han de esforzarse, han de «luchar» (agonízesthe), pues han de
ingresar por una «puerta estrecha» (Mt7, I3). El reino mesiánico era
representado frecuentemente bajo la imagen de un banquete. Esta es la imagen
subyacente. Muchos buscarán entrar y no podrán, no por falta de capacidad en la
sala, sino porque no se amoldan a entrar por esa alegórica «puerta estrecha».
Además, en un momento determinado, el dueño de la casa se levantará y cerrará la
puerta. Ya no podrán entrar más, Ellos llamarán insistentemente y le alegarán,
para que les abra, que lo conocen (Mt7, 22), que son sus conciudadanos, que han
comido y bebido con él, que le oyeron predicar en sus plazas. Una pintura del
fariseísmo, acaso mejor que suponer una aplicación moral de mayor extensión.
Pero les dirá que no les conoce, (Mt7, 23). No bastaba ser conciudadanos suyos
para salvarse, como el rabinismo defendía por su: descendencia de Abraham (Lc3,
8), ni haber comido o bebido con él en banquetes a que le invitaron, para
espiarle; ni haber oído predicar o presentarle insidias en sus plazas. Cristo
los «desconoce» como miembros del reino. No le «oyeron» como había que oírle, ni
obraron como exigía ese escucharle. «Apartará» de sí a todos los que fueron así
«obradores de iniquidad» (Mt7, 23). Es Cristo, que aparece aquí con los poderes
judiciales, que en el A. T. eran poderes divinos exclusivamente reservados a
Yahvé, dando sentencia definitiva en el último juicio. Allí tendrán el terrible
dolor expresado con la metáfora bíblica de desesperación: «llanto y crujir de
dientes» (Mt8, 12).
Frente a esta condena del judaísmo contemporáneo, que no quiere escucharle e
ingresar en su reino, presenta el anuncio profético del ingreso en el reino a
los gentiles, que ellos no consideraban. La cita de los cuatro puntos cardinales
de la tierra (Mt 8) hace ver la universalidad de estas gentes, reunidas con los
grandes padres y profetas de Israel y «sentados a la mesa en el reino de Dios»
en el eterno festín mesiánico.
Y así se cumple la sentencia varias veces repetida en los evangelios: que los
últimos serán los primeros y los primeros los últimos» (Mt 19, 30). Israel debió
ingresar el primero en el reino, pero culpablemente no lo hizo. San Pablo hará
ver en la epístola a los Romanos la verdad de esta sentencia a este propósito (Rom
9,1).
Este pasaje de Lc parece una composición hecha con artificio pedagógico, a base
de sentencias dispersas del Señor, como se ha ido viendo al citar con ellas
lugares paralelos de Mt con el motivo histórico de la pregunta se da la
respuesta, estructura didácticamente con diversas sentencias de Cristo.
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid,
1964, p. 859-861)
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Juan Pablo II
AUDIENCIA
Miércoles 28 de julio de 1999
El infierno como rechazo definitivo de Dios
1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el
hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar
definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión
gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina
cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de
Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por
el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta
oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas
experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en
«un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última
consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la
situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del
Padre incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje
simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la
condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación.
En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un
lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88,
7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que
no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre
todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha
extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que
corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de
acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento
presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente,
donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o
como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado,
con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que
el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de
mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que
no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una
«segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no
abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la
presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una
vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a
encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y
alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la
Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el
amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre
por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de
la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la
palabra infierno» (n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que
en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que
ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La
«condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de
Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa
opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza
la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las
criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se
llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres
humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a
evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el
modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer,
sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados
efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización
impropia de las imágenes bíblicasno debe crear psicosis o angustia; pero
representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del
anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de
Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se
refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan,
por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta
ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la
condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».
(Texto extraído de http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1999/documents/hf_jp-ii_aud_28071999_sp.html)
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José María Lagrange
La puerta estrecha; la puerta cerrada; los que entran y los que son excluidos
Iba Jesús de camino cuando se le propuso una cuestión, que aun produce ansiedad
en muchas almas, precisamente porque el Maestro no ha querido revelar el secreto
del Padre. Nos ha dicho lo que era útil que supiéramos. Uno que parece bastante
simpático y que gustoso había escuchado las palabras del Maestro, le preguntó:
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Es frecuente esta preocupación en los
rabinos. Se pensaba en la salvación eterna, sobre todo de la de los israelitas,
porque los demás habían merecido su perdición y casi se alegraban de ella. En
principio, se admitía sin dificultad que todos los israelitas fieles en recitar
la profesión de su fe se salvaban; pero, a pesar de esto, había algunos muy
culpables y también había habido infieles. La contestación de Jesús tiene tres
puntos: la salvación exige esfuerzo; la salvación no es posible sin obediencia a
Dios; los gentiles serán admitidos, en tanto que los judíos serán reprobados.
La primera enseñanza es la de la puerta estrecha. San Mateo, más exacto en
reproducir las parábolas del Salvador, las ha conservado mejor, o si se admite
que la enseñanza fue dada dos veces, es quien la da más extensamente y con mayor
claridad. La imagen está tomada de un hombre que busca su camino: delante de él
se abre una ancha y espaciosa senda por donde porfían muchos por ir, pero lleva
a la perdición. Lo que importa hallar y no es fácil es la pequeña puerta de la
ciudad, que da a una senda estrecha: es la que conduce a la vida.
El amor de Jesús perseguía a los pecadores y volvía a muchos; no todos los que
han entrado por la vía ancha, al fin, se perderán. Pero, ¡cuánto más importa
tomar la senda difícil, que es la de la virtud y la que conduce a la vida!
La segunda enseñanza y la segunda imagen es la necesidad de presentarse a la
hora debida a las puertas del cielo con obras buenas. Jesús supone esta vez el
salón de un convite, símbolo ordinario entre los judíos para representar la vida
cerca de Dios. Los invitados prontos en acudir al llamamiento, habían entrado, y
el señor de la casa se levantó para cerrar la puerta. Se presentan otras
personas después, pidiendo que les abran. El señor les responde: « ¡No os
conozco!» Ellos se extrañan: «Pero si hemos comido y bebido en vuestra presencia
y habéis enseñado en nuestras plazas.» Son, pues, sus compatriotas, los oyentes
de aquel Mesías que abre las puertas del reino del cielo. Según san Mateo,
añaden: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos
los demonios y en tu nombre hicimos muchos milagros?» ¡Vanos títulos de
esperanza! Lo esencial era hacer la voluntad de Dios y han seguido la suya
propia. La conclusión es la misma en los dos evangelistas: «Apartaos de mí,
obradores de la iniquidad.»
El título de judíos, de hermanos del Mesías según la carne, que desde el
principio han invocado, ¿de qué les servirá? De nada, y es la tercera enseñanza.
La puerta se abre, pero no para darles libre entrada: verán a través de ella a
los antepasados, los padres de que ellos se mostraban tan orgullosos, Abrahán,
Isaac y Jacob, sentados a la mesa en el reino de Dios. Y al mismo tiempo que
ellos son arrojados y rechazados para dejar libre la entrada; vienen otros de
Oriente y Occidente a colocarse al lado de los patriarcas. Los culpables son
arrojados a las tinieblas exteriores, donde habrá llantos y crujir de dientes.
¡Extraña contradicción, enorgullecerse delante de Jesús de haber oído su palabra
y negarse después a practicarla! ¿No había dicho muchas veces que lo esencial
eran las obras? A la verdad, esta justicia no era aquella de que se engreían los
judíos, la propia de ellos, sino la justicia conferida por la gracia, activada
por la caridad. Esta explicación estaba reservada a san Pablo: aunque conocida
de los evangelistas, no la han insertado en el Evangelio.
(José María Lagrange, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Editorial
Litúrgica Española, Barcelona, 1933, p. 289-290)
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Fr. Luis de Granada
La venida a juicio
Después de esta subida al Cielo, testificaron los Ángeles en aquella hora, que
de la misma manera volvería otra vez este Señor a juzgar el mundo, que había
subido al Cielo, queriéndonos advertir en esto que de tal manera pensásemos en
la misericordia de la primera venida, que nos acordásemos del rigor y justicia
de la segunda, para que esta memoria fuese freno y correctivo de nuestra vida.
Pues cuán terrible haya de ser este juicio, no se puede explicar con palabras.
Porque muchos otros particulares juicios ha mostrado Dios en el mundo, como
cuando anegó todo el género humano con las aguas del diluvio; cuando abrasó a
Sodoma y las ciudades comarcanas; cuando hirió a Egipto con mucha diversidad de
plagas; cuando abrió la tierra en el desierto para tragar a los pecadores; mas
todos éstos, a respecto del que se hará en el último día, son como sombras
comparadas con la verdad.
Pues para entender algo de la terribleza de este día, considera primeramente las
espantosas señales que le precederán, las cuales habrá en el sol, y en la luna,
y en las estrellas, y en el mar, y en la tierra. Y así dice el Evangelio que
andarán los hombres atónitos y ahilados de muerte, con temor de los males que
han de sobrevenir al mundo.
Mira el sonido de aquella terrible trompeta, que se oirá por todas las regiones
del mundo, y aquella espantosa voz del Arcángel 2 que dirá: «Levantaos, muertos,
y venid a juicio».
Mira el espanto que será resucitar todos los muertos, unos de la mar y otros de
la tierra, con aquellos mismos cuerpos con que en este mundo vivieron, para
recibir en ellos según el mal o el bien que hicieron.
Y mira qué maravilla tan grande será que, estando los cuerpos de los muertos,
unos hechos tierra, otros ceniza, otros comido de peces y otros de los mismos
hombres, de allí sabrá Dios entresacar a cabo de tantos años lo que es propio de
cada uno, sin que se confunda uno con otro.
Pues qué tan grande espanto será ver arder el mundo, caer los edificios, tremer
la tierra, alterarse los elementos, oscurecerse el sol y la luna y las
estrellas, morir todas las criaturas, abrirse los sepulcros, oír la voz de la
trompeta, temblar las gentes, descubrirse las conciencias, ver los espantables
demonios y el humo del infernal fuego encendido.
Mas sobre todo esto será cosa temerosa ver en el aire levantado el estandarte
Real de la Cruz, con todas las otras insignias de la Pasión y ver al Señor hacer
cargo a sus enemigos de tantos dolores como por ellos pasó.
Considera también la venida del Juez, y el espanto que los malos recibirán
cuando le vean venir con tanta gloria, pues dirán entonces a los montes que
caigan sobre ellos. Y a los collados que los cubran por no parecer delante de
Él.
Mira el repartimiento que allí se hará de todos los hombres, poniendo los
humildes y mansos a la mano derecha y los soberbios y desobedientes a la
izquierda; y el espanto que los grandes de este mundo recibirán cuando vean allí
los humildes y pobrecitos, que ellos despreciaron, tan levantados y sublimados.
Considera el rigor de la cuenta que allí se pedirá, pues nos consta por texto
expreso del Evangelio, que hasta de una palabra ociosa se ha de pedir cuenta en
aquel juicio.
Y si quieres entender cuán rigurosa haya de ser esta cuenta, pon primeramente
los ojos en la terribilidad del juez Cristo, cuyo aspecto no mostrará otra cosa
que venganza; como en su primera venida no mostró otra que mansedumbre.
Del cual, porque es supremo Juez, no podrás apelar; y porque es poderosísimo, no
podrás huir; y porque es Dios de las ciencias, ninguna cosa le podrás encubrir;
y porque en gran manera le desagrada el pecado, ninguna cosa dejará de castigar.
Entonces te convendrá dar razón de tantas cosas, que la menor de ellas bastará
para ponerte en gran trabajo.
¿Quién podrá satisfacer a tantas deudas, cuantas allí se demandarán? Allí te
preguntarán cómo has gastado el tiempo, cómo has tratado tu cuerpo, cómo has
recogido los sentidos, cómo has guardado el corazón, cómo has respondido a las
inspiraciones divinas, cómo has reconocido y usado de tantos beneficios.
En la cual acusación serán tantos los testigos, cuantas las criaturas de que mal
usaste, las cuales, en aquella hora así te turbarán, que si fuese posible, los
inmortales morirían en aquel tiempo de temor.
Pues según esto, ¿cuán terrible cosa será verse el malo allí por todas partes
cercado de tantas angustias? Porque a ningún lugar volverá los ojos, que no
halle causas de temor. En lo alto estará el Juez airado; en lo bajo el infierno
abierto; a la diestra los pecados, que le estarán acusando; a la siniestra los
demonios aparejados para llevarle al tormento; fuera de él estará el mundo
ardiendo, y dentro de él la conciencia remordiendo.
Pues cercado el malo de tantas angustias, ¿adónde irá? Esconderse es imposible,
y parecer intolerable, porque si el justo apenas se salvará, ¿el pecador y malo
dónde parecerá?
Últimamente considera el trueno de aquella irrevocable sentencia, que dirá: «Id,
malditos, al fuego eterno que está aparejado para Satanás y para sus ángeles;
porque tuve hambre, y no me disteis de comer; sed, y no me disteis de beber»,
etc.
Donde verás el valor de las obras de misericordia, y el alegría y contentamiento
que allí recibirá el que aquí fue piadoso para con sus prójimos, pues allí lo
será Dios para con él; y por el contrario, el tormento que recibirá el que por
no querer dar lo que dejó en este siglo, se vea allí para siempre despedido del
Cielo.
(Fr. Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp, S.A., Madrid, 19506, p.
239-243)
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EJEMPLOS PREDICABLES
No reconoce a la madre desnaturalizada
El escritor francés d’Alambert, gran enemigo de la Religión, fue recogido de una
casa de expósitos por una pobre artesana que le aumentó y educó como a un hijo.
Cuando d’Alambert hubo adquirido en Francia un gran prestigio de orador y
escritor, presentóse un día en su domicilio una distinguida señora, llamada Mme.
Tencin, diciéndole alborozada: «Yo soy tu madre y tú eres mi hijo. Ven a mis
brazos». Miróla d’Alambert con desprecio, entróse en otro aposento y volvió
luego trayendo del brazo a una pobre mujercilla. Y dijo: «Esta mujer me recogió
y educó cuando fui por usted abandonado. Esta es mi madre, a ella amo y venero.
A usted, señora, no la conozco.» Y puso en la puerta a la importuna visitante.
Algo así acontecerá el día del Juicio. El que no haya hecho por amor de Dios
obras buenas, especialmente obras de misericordia, oirá de labios de Cristo
aquellas palabras: «Yo os digo en verdad que no os conozco.» «No todo el que me
diga, Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la
voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mat, VII, 21).
(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. I, Ed. Políglota, 5ª Ed., Barcelona, 1941,
p. 575-576)
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El camino estrecho
Un anacoreta que fielmente servía al Señor, vuelto a Él exclamaba con ingenua
simplicidad: “Señor, ¡me habéis engañado! Al entregarme a vuestro servicio no me
imaginaba más que cruces difíciles de llevar; no veía sino días de penitencia y
luto. En cambio experimento el más dulce consuelo. Señor, ¡me habéis engañado!
Pero, ¡oh feliz engaño!”
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De viaje a uno de sus conventos, santa Teresa de Jesús tenía que atravesar un
río en el cual estuvo a punto de ahogarse. En ese momento imploró el socorro de
Cristo. De repente, Jesús se le apareció.
- ¿Cómo, Teresa, puedes tener miedo?
- Oh, Señor- respondió en seguida la santa-, ¿cuándo cesaréis de sembrar así
dificultades a nuestros pasos?
- No te quejéis, hija mía… ¿No sabes que ésta es la manera como trato a mis
amigos?
- ¡Oh, Señor- repuso entonces la santa con libertad-, por eso tenéis tan pocos!
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En una cristiana aldea de África, algunos negros, con el fervor de los neófitos,
habían buscado un lugar en la maleza donde, a solas cada uno, poder entregarse
tranquilamente a la oración. Uno de ellos descuidó con el tiempo la oración; se
echaba de ver en la senda que conducía a su escondrijo en el matorral. Entonces
le dijo cierto día un amigo: “Hermano, en tu senda crece la hierba.”
Hermano, ¿crece también la hierba en tu camino hacia Dios? Si el camino que
lleva a Dios se pisa poco, en seguida pulularán las espinas y los cardos de la
mundanidad. Sin oración y meditación no hay sentido sobrenatural de la vida; sin
oración se seculariza uno.
(Mauricio Rufino, Vademecum de ejemplos predicables, Ed. Herder, Barcelona,
1962, nnº 1104, 1265 y 1277)
26. FLUVIUM 2004
El infierno
Ningún ideal se hace en realidad sin sacrificio. Esta afirmación, bastante
evidente, por otra parte, es un lugar común en la enseñanza pastoral de san
Josemaría, y viene a ser una síntesis de la respuesta de Jesús al que le
pregunta sobre el número de los que alcanzan la Gloria Eterna. Que es necesario
esfuerzo por lograr los objetivos que se valoran, está a la orden del día. A más
alto el objetivo, más suele costar y a nadie le extraña. Sucede tanto en el
precio económico de los diversos objetos, como, por ejemplo, en el tiempo que
hace falta –más número de meses, o incluso de años– para culminar con éxito
ciertos estudios, para dominar con virtuosismo un instrumento musical o para
destacar en ejercicio de la propia profesión o en un deporte.
Pero no hay ideal mayor que la Eterna Bienaventuranza. Sin embargo, y por
contradictorio que parezca, no pocos piensan que tiene poca razón de ser el
esfuerzo, el sacrificio o la renuncia a otras cosas, que se exige como clara
condición para llegar al Reino de los Cielos. No se trata, evidentemente, de un
cierto imperativo actual de la Iglesia, ni tampoco una exigencia más bien de
tiempos pasados. Los preceptos de la Ley de Dios, aunque se quieran considerar
negativamente, no dejan de ser condiciones de posibilidad para gozar de Dios,
como lo es abonar el precio de la localidad para contemplar una película o
asistir a un concierto.
Nuestro Creador y Señor ha dispuesto que podamos conseguir el ideal de nuestra
máxima plenitud, de modo semejante a como logramos los otros objetivos que nos
interesan: esos que nos proponemos cada día en la vida corriente. De este modo
nuestra respuesta a Dios se integra de modo natural en el quehacer humano. Se
entiende bien, por eso, que exista un castigo reservado por Dios para los que
libremente no quisieron vivir de acuerdo con las exigencias propia de su
condición de criatura; también son castigados, en cualquier sociedad organizada,
los que se apartan de unas de normas mínimas que permitan la convivencia. Las
penas, que deben ser proporcionadas a la gravedad de los delitos, en ciertas
circunstancias se prevén incluso para toda la vida, y en algunos lugares, es
legal hasta la pena de muerte.
En todo caso, Jesucristo reveló la existencia del infierno de los condenados,
para el castigo eterno de los rebeldes al amor de Dios. La magnitud del castigo
es otro argumento a favor de la infinita dignidad del ofendido: el tamaño de la
pena justamente merecida depende de la magnitud de la ofensa, y ésta de la
categoría del ofendido, en este caso, el mismo Dios. Por otra parte de la
existencia del infierno se puede deducir el tesoro de grandeza que salvaguarda
y, por tanto, el logro inconmensurable que supone la adhesión a Él. En cierto
sentido el Cielo y el Infierno parecen exigirse mutuamente, hasta desde un punto
de vista racional, en consonancia con la justicia divina. Pero, para que ninguno
pueda estar desprevenido, quiso Nuestro Señor referirse de modo expreso a su
existencia. Por otra parte, han tenido lugar en numerosas ocasiones revelaciones
privadas acerca de existencia del infierno y de las penas que padecen los
condenados. Así lo describe, por ejemplo, sor Lucia, una de las videntes de
Fátima:
Nos vimos como dentro de un gran mar de fuego. Dentro de este mar estaban sumergidos negros y ardientes, los demonios y almas en forma humana, semejantes a brasas transparentes. Sostenidas en el aire por las llamas, caían por todas partes igual que las chispas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre grandes gritos y aullidos de dolor y de desesperación, que hacían temblar de espanto.
Fue seguramente ante esta visión cuando yo lancé la exclamación de horror que se asegura fue oída.
Los demonios se distinguían de las almas humanas por sus formas horribles y repugnantes de animales espantosos y raros, pero transparentes, igual que carbones encendidos.
Nuestra Madre la Iglesia enseña también con
franqueza cual es el destino de los que consuman su existencia en oposición al
Creador. Aun a riesgo de extenderme demasiado en esta ocasión, transcribo
algunos párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica:
1034 Jesús habla con frecuencia de la 'gehenna' y del 'fuego que nunca se apaga'
(cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su
vida rehusan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el
cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que 'enviará a sus
ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al
horno ardiendo' (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:' ¡Alejaos de
Mí malditos al fuego eterno!' (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, 'el fuego eterno' (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: 'Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran' (Mt 7, 13-14) :
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde 'habrá llanto y rechinar de dientes' (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf
DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios
(un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística
y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de
Dios, que 'quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión' (2
P 3, 9):
Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia
santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y
cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)
Cuantos tratamos habitualmente a Santa María como Madre, vivimos más con la
ilusión de recibir su cariño y de amarla, junto a su divino Hijo, que con el
temor de ser castigados. San Josemaría nos recuerdan que los mismos sentimientos
surgen cuando tratamos a Dios como Padre:
Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el
fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es
mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad.
—Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?
27.
¿CUANTOS SE SALVAN?
El Señor nos habla de varias maneras sobre nuestro destino después de esta vida
en la tierra. En una oportunidad describió la puerta del Cielo como estrecha,
angosta y difícil, y la del Infierno como ancha, amplia y fácil. Por supuesto
nos recomendó que nos esforzáramos para entrar por la puerta angosta que lleva
al Cielo. (Lc. 13, 22-30)
Los seres humanos nacemos, crecemos y morimos. De hecho, nacemos a esta vida
terrena para morir; es decir, para pasar de esta vida a la Vida Eterna. Así que
la muerte no es el fin de la vida, sino el comienzo de la Verdadera Vida … si
entramos por la puerta angosta.
Nuestro destino para toda la eternidad queda definido en el instante mismo de
nuestra muerte. En ese momento nuestra alma, que es inmortal, se separa de
nuestro cuerpo e inmediatamente es juzgada por Dios, en lo que se denomina el
Juicio Particular, el cual consiste en una iluminación instantánea que el alma
recibe de Dios, mediante la cual ésta sabe su destino para la eternidad, según
sus buenas y malas obras. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica #1022)
La puerta ancha y la puerta estrecha se refieren a las opciones eternas que
tenemos para la otra vida: el Infierno y el Cielo. Sin embargo, hay una tercera
opción -el Purgatorio- que no es eterna, pues las almas que allí van pasan
posteriormente al Cielo, después de ser purificadas.
El comentario de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha se da a raíz de una
pregunta que le hace alguien durante una de sus enseñanzas, mientras iba camino
a Jerusalén. “Señor: ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” Y Jesús
“pareciera” que no responde directamente sobre el número de los salvados. Pero
con su respuesta nos da a entender varias cosas.
Primero: que hay que esforzarse por llegar al Cielo. Nos dice así: “Esfuércense
por entrar por la puerta, que es angosta”. Lo segundo que vemos es que la puerta
del Cielo es “angosta”. Además nos dice que “muchos tratarán de entrar (al
Cielo) y no podrán”.
Otro Evangelista refiere el mismo asunto así: “Entren por la puerta angosta,
porque la puerta ancha y el camino amplio conducen a la perdición, y muchos
entran por ahí. Angosta es la puerta y estrecho el camino que conducen a la
salvación, y pocos son los que dan con él” (Mt. 7, 13-14). O sea que, según
estas palabras de Jesucristo, es fácil llegar al Infierno y muchos van para allá
... y es difícil llegar al Cielo y pocos llegan allí.
¡Con razón nos dice el Señor que necesitamos esforzarnos! Y ... ¿en qué consiste
ese esfuerzo? El esfuerzo consiste en buscar y en hacer solamente la Voluntad de
Dios. Y esto que se dice tan fácilmente, no es tan fácil. Y no es tan fácil,
porque nos gusta siempre hacer nuestra propia voluntad y no la de Dios.
Hacer la Voluntad de Dios es no tener voluntad propia. Es entregarnos
enteramente a Dios y a sus planes y designios para nuestra vida. Es aún más:
hacer la Voluntad de Dios es ceñirnos a los criterios de Dios ... y no a los
nuestros. Es decirle al Señor, no cuáles son nuestros planes para que El nos
ayude a realizarlos, sino más bien preguntarle: “Señor ¿qué quieres tú de mí”.
Es más bien decirle: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu Voluntad. Haz conmigo lo
que Tú quieras”.
Y ... ¿oramos así al Señor? Si oramos así y si actuamos así, estamos realizando
ese esfuerzo que nos pide el Señor para poder entrar por la “puerta angosta” del
Cielo. Pero si no buscamos la Voluntad de Dios, si no cumplimos con sus
Mandamientos, si lo que hacemos es tratar de satisfacer los deseos propios y la
propia voluntad, podemos estar yéndonos por el camino fácil y ancho que no lleva
al Cielo, sino al otro sitio.
Homilía.org
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
El Señor no se quedó en simples palabras de amor hacia nosotros; sus promesas no
fueron espejismos engañosos en medio de nuestros desiertos y sufrimientos. Su
amor hacia nosotros se concretizó en su Encarnación y en la entrega de su propia
Vida para que seamos perdonados y hechos hijos de Dios. Este Misterio del Verbo
Encarnado, Muerto y Resucitado para el perdón de nuestros pecados y para que
tengamos vida, es lo que celebramos en esta Eucaristía, en la que el Señor llega
al extremo de su anonadamiento por nosotros convirtiéndose en Pan expuesto a la
máxima fragilidad. Todo un Dios convertido en el ser más pobre y desprotegido;
despojado de todo y entregado a nosotros para que seamos enriquecidos con su
pobreza y en Él tengamos Vida eterna. Ese es el amor que nos tiene. ¿Pasaremos
de largo ante Él y dejaremos servido el Banquete Nupcial? Ojalá y pertenezcamos
al número de los que se salvan porque ya desde ahora vivamos en plena Comunión
con el Señor, sin tener miedo a despojarnos de todo aquello que nos impida
pertenecerle a Él, no olvidando hasta dónde llegó el amor que Él nos tiene.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
Y el Señor nos quiere fraternalmente unidos. No sólo hemos de buscar nuestra
salvación y la realización de nuestros propios intereses. No veamos la salvación
como algo nuestro de modo exclusivo y egoísta. La Iglesia está llamada para
convertirse en Signo de Salvación para el mundo entero; y esto no sólo por su
vida santa, sino porque ha sido enviada para desatar a todo hombre, de todo
tiempo y lugar, de sus diversas esclavitudes. Quien se aparte de los pecadores
como de un trapo de inmundicias, quien en su grupo, o incluso congregación,
quiera santos sin trabajar por la conversión de ellos, no puede sentirse enviado
de Dios como portador del Evangelio de la Gracia, del Perdón y de la
Misericordia Divina. Por eso preocupémonos de anunciar el Evangelio no sólo con
los labios sino con la vida misma; vida que se haga entrega abajándonos para dar
vida a los demás incluso a costa de nuestra propia vida, pues esa es la medida
del amor con que nosotros hemos sido amados por Dios en Cristo Jesús, Señor
nuestro.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, la gracia de saber dar testimonio de su Evangelio con una vida entregada
a hacer el bien a todos, hasta que, juntos, alcancemos la plenitud del Reino
eterno. Amén
Homiliacatolica.com
28. ¡Entrad por la puerta estrecha!
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Córdova
Reflexión
El hombre es un ser curioso por naturaleza. Todos queremos saber más y más, y el
horizonte de nuestros conocimientos es ilimitado. Recuerdo que, cuando iniciaba
mis estudios de filosofía, hace ya muchos años, la primera cosa que me
sorprendió fue escuchar que el origen de la filosofía era, precisamente, la
curiosidad del hombre, su capacidad de admirarse y de preguntarse sobre el
porqué de las cosas. El mismo vocablo “curiosidad” viene del latín, “cur”, y
significa “por qué”.
Pero yo creo que nuestra curiosidad se agudiza aún más cuando se trata de algo
que nos atañe en primera persona o que se refiere a la vida y a la gente que nos
rodea. Nos encantaría saber, si nos fuera posible, qué nos deparará el futuro o
cuál será el destino de nuestra existencia.
Seguramente por esta misma tendencia de nuestra naturaleza, siempre ha estado
tentado el hombre de recurrir a la astrología, a la magia y a las diversas artes
adivinatorias, así como también al espiritismo y al contacto con el mundo de los
muertos –supuesto o real— para tratar de conocer el propio futuro o la suerte
ajena.
Sin embargo, este conocimiento es un misterio velado y vedado para el hombre. El
poeta latino Horacio, aun siendo pagano, se atrevió a condenar esta pretensión
en una de sus famosas odas: “Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi quem tibi,
finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios temptaris numeros” escribía a una de
sus amigas en el libro primero de sus “Carmina”. Traducido al castellano, sería
mas o menos así: “No pretendas tú, ¡oh Leucónoe!, conocer qué fin (destino) nos
darán los dioses a ti y a mí, pues nos está vedado; ni lo intentes recurriendo a
los cálculos de los astrólogos. Como sea, lo mejor es padecerlo, ya sea que
Júpiter te conceda muchos inviernos o que éste sea el último… Mira, mientras
hablamos, se nos escapa el ambicionado tiempo. Mejor, aprovecha bien el día
presente y no seas demasiado crédula del mañana”. Por supuesto que nuestro poeta
hacía esta recomendación a su amiga Leucónoe desde su filosofía epicúrea: “Carpe
diem!”, le decía. “¡Aprovecha el presente día!”. Bien entendido, es un sabio
consejo, con tal que se eviten los abusos en los que con frecuencia caían los
seguidores de la doctrina de Epicuro.
En el Evangelio de hoy encontramos el mismo tema. Pero con una visión totalmente
cristiana. “Señor, ¿serán muchos los que se salven?” –preguntan los discípulos a
nuestro Señor-. Aquí está la eterna curiosidad del hombre por la suerte propia y
la ajena. Se trata, nada menos, del destino final y eterno que tocará a cada uno
de nosotros. Es una pregunta ligada íntimamente al misterio de la
predestinación, que siempre y en todas las épocas de la historia, tanto ha
inquietado a filósofos, teólogos, pensadores, e incluso a la gente común y
corriente.
“¿Serán pocos los que se salven?”. A nosotros nos gustaría recibir algún
“adelanto” de los que se van a salvar y de los que se van a perder.
Incluso muchas veces nos hemos preguntado, no con poca curiosidad, si algunos
personajes de la historia que, a nuestro juicio, han sido pérfidos, se habrán
salvado...
Pero Jesús no satisface la curiosidad de sus oyentes. A nadie le es permitido
conocer el propio futuro ni el de los demás. Aparte de innecesario, resulta
totalmente inútil preguntarlo. ¿Qué nos ganamos con ello? Lo mejor es conducir
nuestra vida coherentemente, como Dios se espera de nosotros. Y la respuesta del
Señor va, precisamente, en esta otra dirección: “Esforzaos, más bien –les dice—
en entrar por la puerta estrecha”. En vez de indagar, en vano, el propio
destino, es mucho más sano y prudente tratar de vivir de una manera digna para
hacernos merecedores, al final de nuestra existencia, de ese grandísimo bien que
todos anhelamos alcanzar: la vida eterna y bienaventurada.
Pero nuestro Señor nos alerta y nos pone en guardia. Ciertamente, no todos se
salvarán, por desgracia. “Muchos intentarán entrar –en el cielo, por supuesto— y
no podrán”. Entonces, los que se queden fuera, comenzarán a llamar a la puerta y
a gritar: “¡Señor, ábrenos!”. Es muy dramática la escena que Jesús pinta en este
cuadro. Aquellos que supuestamente habían sido sus compañeros de viaje y sus
amigos, le dirán: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras
plazas”. Era de esperarse que, como antiguos comensales de Jesús, Él los
conocería y los recibiría con los brazos abiertos en la gloria. Pero no siempre
sucede así. ¡Qué tragedia cuando, llenos de confusión, escuchen la sentencia de
Cristo: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”!
Para entrar en el cielo no basta haber comido y bebido a la mesa de Cristo, sino
haber cumplido sus mandamientos. “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará
en el Reino de los cielos –nos recuerda Jesús por boca de san Mateo— sino el que
cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos”. Cuánta sabiduría
contiene el refrán popular, que reza: “obras son amores, que no buenas razones”.
Por eso, el consejo de Cristo: “¡Entrad por la puerta estrecha!”.
La basílica de la Natividad, en Belén, tiene una puerta lateral, muy baja y
pequeña. Las puertas principales se cerraron a cal y canto en los tiempos de las
Cruzadas para evitar las profanaciones de los musulmanes, que irrumpían en la
basílica armados y a caballo. Y así se dejó la puerta de ingreso, que quedó como
un verdadero símbolo: el que quiera entrar a adorar al Niño Dios, tiene que
agachar la cabeza e inclinarse, en señal de humildad y de abajamiento.
Entrar por la puerta estrecha significa, pues, que hemos de acercarnos a Dios
por la senda del sacrificio, de la renuncia, la austeridad, la fe, la humildad,
la sencillez y el desprendimiento. Si entramos por esta puerta, nuestro Señor
nos acogerá con los brazos abiertos en las moradas eternas. Hagamos méritos, ya
desde ahora, con nuestras buenas obras.
29. Requisitos de ingreso
Para desobedecer a la conciencia y a Dios se
requiere más fuerza que para seguir la inclinación natural del hombre a
conservar y perfeccionar la propia vida.
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Raúl Hasbún, Presbítero
Le preguntan a Jesús si serán pocos los que se salven. Él responde de modo
indirecto, priorizando el presente sobre el futuro, el requisito por sobre el
número: "Esfuércense en entrar por la puerta angosta".
Lo que el interrogador no preguntó es de qué tenemos que ser salvados. ¿De la
muerte? Es ley penal universal, no admite excepciones. Aun los que por milagro
volvieron a esta vida, como Lázaro, la hija de Jairo o el hijo de la viuda de
Naím, conocieron una segunda muerte. ¿Del pecado? Inmaculada desde su concepción
hay una sola: la Madre del Salvador. Todos los demás hijos de Adán nos
reconocemos incluidos en la confesión del Salmista: "Mira que en la culpa ya
nací, pecador me concibió mi madre".
¿Del miedo? Pero si el mismo Salvador, Jesús, sintió miedo y angustia en su
agonía espiritual de Getsemaní. ¿De la deshonra, de la injusticia, de la
pobreza, la enfermedad, la guerra? Todo eso lo sufrió, en carne propia, nuestro
Salvador. La salvación que esperamos no es garantía de inmunidad o
imperturbabilidad. El Salvador la conquistó a través del sufrimiento y muerte en
la cruz. La Pasión de Cristo es la llave que abre las puertas de la salvación.
¿Por qué, entonces, Jesús ofrece la salvación a quienes se esfuercen? La Pasión
¿no es pasividad? Y el esfuerzo ¿no sabe a farisaísmo? Entre estos extremos, un
fariseísmo arrogante y un pasivismo claudicante, se encuentra el justo medio de
la salvación. No hay salvación sino en la Pasión de Cristo. Para entrar en ella,
tiene uno que esforzarse por seguir las huellas de Cristo crucificado.
Exploremos esas venerables huellas. ¿Por qué fue crucificado Cristo? Por su
obediencia incondicional a la voluntad del Padre, y por su ofrecimiento de amor
universal a todo hombre. Lo primero, obedecer al Padre en todo, choca
frontalmente con el espíritu de rebelión que recorre el mundo desde la caída de
los ángeles y el pecado de Adán. Lo segundo, amar sin exclusión ni condición,
desata la ira del sembrador de cizaña y promotor de la violencia homicida.
Seguir la huella de Cristo crucificado y por eso Salvador, comporta un esfuerzo
permanente por vivir el sí a la voluntad del Padre, y el sí al amor de cada
hombre-hermano.
Ser obediente a Dios y realizar su vocación de amar a su prójimo, es menor que
la violencia que tendría que auto inferirse para actuar en contra de su ley
interior. Pues sí: internamente el hombre está estructurado, ya por instinto y
necesidad de conservación, para seguir el dictamen de su recta conciencia. Y la
conciencia es mensajera de los decretos de Dios. Y Dios es el mejor conservador
de la vida humana. Para desobedecer a la conciencia y a Dios se requiere más
fuerza que para seguir la inclinación natural del hombre a conservar y
perfeccionar la propia vida.
Así comprendemos la tranquilizadora invitación de Jesús: "Vengan a Mí, mi yugo
es suave y mi carga es liviana". Dios nunca manda algo imposible. Tampoco nos
dispensa de hacer lo posible. Lo que Dios manda es algo que ya existe en el
corazón del hombre, como anhelo e intuición, también como potencia virtual: la
naturaleza nada hace en vano. Un hijo de Dios hará lo que puede y pedirá lo que
no puede: entonces podrá. Y se salvará, por gracia de Dios, por los méritos de
la Pasión de Cristo, que le serán generosamente regalados si él da lo que tiene,
hace lo que puede y pide lo que no puede.
Aquí no hay espacio para la arrogancia del fariseo. Tampoco para la claudicación
pasiva del resignado. "El que te creó sin ti, no te salvará sin ti". En las
huellas de Cristo crucificado conocerás, como Él, la incomprensión, la
ignominia, el miedo y la muerte. Por su sangre los vencerás, como Él venció.
Hijo, como Él, de su Madre Inmaculada, contarás con la intercesión de María para
vencer cotidianamente el pecado, es decir, para vivir día a día en el gozo del
amor a Dios y al hermano. Los sacramentos de la Iglesia, en particular la
Eucaristía y la Penitencia, te servirán de medicina y alimento espiritual en tu
peregrinar hacia el Santuario.
Así dispuesto, así apertrechado llegará el momento de golpear la puerta para
pedir admisión. Allí no invocarás títulos ni credenciales ni méritos de este
mundo. Al Santuario ingresan los santos: y santo se es por amar al Padre con
todo el corazón, y al hombre-hermano como a uno mismo. Al Santuario ingresan los
de manos limpias y corazón puro. Los niños. Para entrar al cielo y salvarse, hay
que ser niño.
Por eso la Puerta del Cielo es María, Madre del Salvador.
30. Predicador del Papa: ¿Son muchos o pocos los
que se salvan?
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo
ROMA, viernes, 24 agosto 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre
Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia
del próximo domingo, XXI del tiempo ordinario.
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XXI Domingo del tiempo ordinario
Isaías 66, 18-21; Hebreos 12, 5-7.11-13; Lucas 13, 22-30
Entrar por la puerta estrecha
Existe un interrogante que siempre ha agobiado a los creyentes: ¿son muchos o
pocos los que se salvan? En ciertas épocas, este problema se hizo tan agudo que
sumergió a algunas personas en una angustia terrible. El Evangelio de este
domingo nos informa de que un día se planteó a Jesús este problema: «Mientras
caminaba hacia Jerusalén, uno le dijo: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?"».
La pregunta, como se ve, trata sobre el número, sobre cuántos se salvan: ¿muchos
o pocos? Jesús, en su respuesta, traslada el centro de atención de cuántos se
salvan a cómo salvarse, esto es, entrando «por la puerta estrecha».
Es la misma actitud que observamos respecto al retorno final de Cristo. Los
discípulos preguntan cuándo sucederá el regreso del Hijo del hombre, y Jesús
responde indicando cómo prepararse para esa venida, qué hacer en la espera (Mt
24, 3-4). Esta forma de actuar de Jesús no es extraña o descortés. Sencillamente
es la manera de obrar de alguien que quiere educar a sus discípulos para que
pasen del plano de la curiosidad al de la verdadera sabiduría; de las cuestiones
ociosas que apasionan a la gente a los verdaderos problemas que importan en la
vida.
En este punto ya podemos entender lo absurdo de aquellos que, como los Testigos
de Jehová, creen saber hasta el número preciso de los salvados: ciento cuarenta
y cuatro mil. Este número, que recurre en el Apocalipsis, tiene un valor
puramente simbólico (12 al cuadrado, el número de las tribus de Israel,
multiplicado por mil) y se explica inmediatamente con la expresión que le sigue:
«una muchedumbre inmensa que nadie podría contar» (Ap 7, 4.9).
Además, si ese fuera de verdad el número de los salvados, entonces ya podemos
cerrar la tienda, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso debe estar colgado,
desde hace tiempo, como en la entrada de los aparcamientos, el cartel de
«Completo».
Por lo tanto, si a Jesús no le interesa tanto revelarnos el número de los
salvados como el modo de salvarse, veamos qué nos dice al respecto. Dos cosas
sustancialmente: una negativa, una positiva; primero, lo que no es necesario,
después lo que sí lo es para salvarse. No es necesario, o en cualquier caso no
basta, el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza,
tradición o institución, aunque fuera el pueblo elegido del que proviene el
Salvador. Lo que sitúa en el camino de la salvación no es un cierto título de
propiedad («Hemos comido y bebido en tu presencia...»), sino una decisión
personal seguida de una coherente conducta de vida. Esto está más claro aún en
el texto de Mateo, que contrapone dos caminos y dos entradas, una estrecha y
otra ancha (Mateo 7, 13-14).
¿Por qué a estos dos caminos se les llama respectivamente el camino «ancho» y el
«estrecho»? ¿Es tal vez el camino del mal siempre fácil y agradable de recorrer
y el camino del bien siempre duro y fatigoso? Aquí hay que estar atentos para no
caer en la frecuente tentación de creer que todo les va magníficamente bien,
aquí abajo, a los malvados, y sin embargo todo les va siempre mal a los buenos.
El camino de los impíos es ancho, sí, pero sólo al principio; a medida que se
adentran en él, se hace estrecho y amargo. Y en todo caso es estrechísimo al
final, porque se llega a un callejón sin salida. El disfrute que en este camino
se experimenta tiene como característica que disminuye a medida que se prueba,
hasta generar náusea y tristeza. Ello se ve en ciertos tipos de ebriedades, como
la droga, el alcohol, el sexo. Se necesita una dosis o un estímulo cada vez
mayor para lograr un placer de la misma intensidad. Hasta que el organismo ya no
responde y llega la ruina, frecuentemente también física. El camino de los
justos en cambio es estrecho al comienzo, cuando se emprende, pero después se
transforma en una vía espaciosa, porque en ella se encuentra esperanza, alegría
y paz en el corazón.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]