SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

 

Ef 5,21-32: Mostrad que sois un cuerpo digno de tal cabeza

Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras mencionado de distintas formas. A veces como Palabra igual al Padre; a veces como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros (Jn 1,14), cuando el Unigénito por quien fueron hechas todas las cosas no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,6-7); a veces como Cabeza y cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne (Gn 2,24; Ef 5,32). Ves que es él quien lo expone; no parezca que soy yo quien osa presentar propias conjeturas. Serán -dijo- dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que estaba hablando del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de los dos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

Lo dicho: Serán dos en una sola carne, no ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y en la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón es cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una única realidad. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4), puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de Cristo, sufría de parte de otros lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24), mostrando que cuanto él padecía pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que, presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia, cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.

Mostrad, pues, que sois un cuerpo digno de tal cabeza, una esposa digna de tal esposo. Tal cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella, ni tan gran varón toma una mujer no digna de él. Para mostrarse a sí -dijo- a la Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga (Ef 5,27). Ésta es la esposa de Cristo que no tiene ni mancha ni arruga. ¿Quieres no tener mancha? Cumple lo que está escrito: Lavaos, estad limpios; eliminad las maldades de vuestros corazones (Is 1,16). ¿Quieres no tener arrugas? Extiéndete en la cruz. Para estar sin mancha ni arruga no necesitas sólo lavarte, sino también tenderte. Por medio del lavado se eliminan los pecados; al tenderte se produce el deseo del siglo futuro, razón por la que fue crucificado Cristo. Escucha al mismo Pablo, ya lavado: Nos salvó no por las obras de justicia que hubiéramos hecho, sino, en su misericordia, por el baño de la regeneración (Tit 3,5). Escúchale a él mismo tendido: Olvidando -dijo- lo que está detrás y tendido hacia lo que está delante, en mi intención, persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús (Flp 3,13-14).

Sermón, 341,12-13

 

El Cristo total

Jesucristo nuestro Señor, en cuanto varón perfecto e íntegro, es cabeza y cuerpo. La cabeza es aquel hombre que nació de la Virgen María, padeció bajo Poncio Pilato, fue sepultado, resucitó, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre de donde esperamos que venga a juzgar a vivos y a muertos. Tal es la cabeza de la Iglesia (Ef 5,23). El cuerpo que corresponde a esta cabeza es la Iglesia, no la que está aquí, sino la que además de aquí se halla en todo el orbe de la tierra; ni tampoco la de este tiempo, sino la que desde el mismo Abel abarca a todos los que han de nacer y creer en Cristo hasta que llegue el final de los tiempos, el pueblo íntegro de los santos que pertenecen a la única ciudad. Ciudad que es el cuerpo de Cristo, cuerpo que tiene por Cabeza a Cristo mismo. En ella se incluyen también los ángeles, conciudadanos nuestros; mas nosotros, en cuanto peregrinos, vivimos en fatigas; ellos, en cambio, esperan nuestra llegada en la ciudad.

Y desde aquella ciudad a la que peregrinamos nos han llegado unas cartas: son las Sagradas Escrituras que nos exhortan a vivir bien. ¿Por qué decir que nos han llegado cartas? El mismo rey descendió y se hizo camino para nuestra peregrinación, para que caminemos en él y no nos equivoquemos, ni desfallezcamos, ni caigamos en manos de los salteadores, ni vayamos a parar en los lazos que nos ponen junto al camino. Conozcamos, pues, al Cristo total e íntegro junto con la Iglesia; al único que nació de la Virgen María, la Cabeza de la Iglesia, es decir, el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús (1 Tim 2,5). Mediador para reconciliar por medio de sí a los que se habían alejado, pues mediador sólo se puede ser entre dos partes. Nos habíamos alejado de la majestad de Dios a quien ofendimos con nuestro pecado; fue enviado el Hijo como mediador para deshacer con su sangre nuestros pecados que nos mantenían alejados de Dios, y, para que puesto en medio, nos devolviese a él y nos reconciliase con aquel de quien nos hallábamos alejados por nuestros pecados y delitos. Él es nuestra Cabeza, él es Dios igual al Padre, la palabra de Dios por quien fueron hechas todas las cosas (Jn 1,3). Dios para crear, hombre para recrear; Dios para hacer, hombre para rehacer.

Comentario al salmo 90,2,1.