23 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO
20-23

 

20.Fray Nelson  Domingo 21 de Agosto de 2005
Temas de las lecturas: Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro * Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por él y todo está orientado hacia él * Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos.


1. Las Llaves
1.1 Las lecturas de hoy, particularmente la primera y el evangelio, miran a las llaves, esos pequeños pero indispensables instrumentos que abren o cierran el paso. En tiempos bíblicos eran siempre de metal; hoy podríamos llamar llaves a las contraseñas que nos permiten acceder a un correo electrónico, o las tarjetas de crédito que usamos en los cajeros automáticos (ATM) o incluso a la forma y color característicos del propio iris, pero la idea es la misma.

1.2 Hay una idea que se repite en nuestras lecturas de este domingo: "lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá" dice el profeta Isaías refiriéndose al nuevo mayordomo del palacio real; Jesús por su parte le dice a Pedro: "todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo." Estas palabras del Señor, séanos permitido destacarlo, no fueron dichas a ninguna otra persona en ninguna otra circunstancia.

2. El (Controvertido) Ministerio de Pedro
2.1 Por eso la Iglesia Católica habla de un "ministerio petrino," es decir, un encargo particular que Pedro ha recibido de Cristo y que en últimas constituye la esencia del ministerio que realiza el Papa, como sucesor de Pedro. Como se puede suponer, numerosas controversias han surgido entre los estudiosos de la Biblia sobre cómo se debe interpretar lo que el Señor dijo a Pedro.

2.2 Los comentarios bíblicos clásicos de confesión protestante interpretan este pasaje de manera diversa. Para Robertson, el servicio de las llaves es el anuncio del Reino de Dios, pues a través de la predicación la gente entra al Reino, es decir, con ella Pedro "abre;" cuando la misma predicación muestra las exigencias de seguir el camino de Cristo algunos prefieren quedarse afuera, y en ese sentido Pedro "cierra." Según este modo de interpretar todo predicador hace lo que hace Pedro.

2.3 Para Matthew Henry, otro protestante, las palabras de Pedro son expresión de la fe de todos los creyentes, de modo que lo que dice Cristo finalmente debe entenderse de la Iglesia entera, y no centrarse únicamente en una persona (y sus sucesores). En el mismo sentido va Albert Barnes, que añade con énfasis: "La única preeminencia de Pedro [sobre los demás apóstoles] fue el honor de abrir primero que ellos las puertas del Evangelio para el mundo."

2.4 Para John Gill, protestante, las llaves indican la capacidad de explicar y anunciar la verdad del Evangelio. Las palabras de Cristo no dan autoridad "jurídica" sino únicamente proveen una capacidad para enseñar. De otro modo piensa el también protestante John Darby, que ve un poder para gobernar en la expresión que Jesús usa, aunque aclara que ese poder no reemplaza al del único Rey de Reyes, Cristo mismo. Sin embargo, Darby no relaciona este poder con el modo católico de entender el servicio del Papa.

3. El Poder de las Llaves
3.1 No cabe duda de que son interesantes y defendibles muchas posturas de estos cristianos. Por lo pronto, nos ayudan a estar en guardia con respecto a todo lo que implica la palabra "poder" y su lugar en la Iglesia.

3.2 Pero hay varias cosas que podemos anotar. Ante todo, ¿no es interesante que todas ellas vengan de los siglos posteriores a la Reforma Protestante? ¿No llama la atención que antes del siglo XVI nadie pensara que esa frase "se limitaba" a predicar y a enseñar? ¿No cabe suponer que ese modo de interpretar nació precisamente con un propósito, a saber, erosionar la postura católica y favorecer el estilo de ministerio protestante?

3.3 Por ejemplo, san Agustín escribe: "La Iglesia ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado" (San Agustín, serm. 214, 11). San Juan Crisóstomo llega a más cuando afirma: "Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles... Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo" (San Juan Crisóstomo, sac. 3, 5).

3.4 Parece indudable entonces que debemos admirar y agradecer lo que Dios ha concedido a Pedro, y con la confirmación de Pedro, lo que ha concedido a sus sacerdotes. Concluyamos con la enseñanza de Juan Pablo II en su homilía del 29 de junio de 1998: " El Apóstol es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. Tesoro que trasciende ampliamente la dimensión temporal. Es el tesoro de la vida divina, de la vida eterna. Después de la resurrección, fue confiado definitivamente a Pedro y a los Apóstoles: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23). Quien posee las llaves tiene la facultad y la responsabilidad de cerrar y abrir. Jesús habilita a Pedro y a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran definitivamente las puertas del reino de los cielos. Después de su muerte y resurrección, ellos comprenden bien la tarea que se les ha confiado y, con esa conciencia, se dirigen al mundo impulsados por el amor a su Maestro."


21.

1. "Colgaré de su hombro la llave del palacio de David" Isaías 22,19. Estamos situados casi ocho siglos antes de Cristo. En Jerusalén reina Ezequías. Sobná ocupa el cargo de mayordomo de palacio y el rey lo destituye, " se labra en lo alto un sepulcro y excava en la piedra una morada", a quien "el Señor hará dar vueltas y vueltas como un aro, sobre la llanura dilatada". El hecho de que el rey lo destituya indica que ha sido destituido por Dios porque extraviaba al pueblo porque querría de aliarse con otros pueblos para declararle la guerra a Asiria contra la voluntad de Isaías, profeta del Señor, confiando más en las alianzas humanas que en las promesas divinas. Eliacín, es ascendido a ocupar el cargo de Sobná, vestido con su túnica, ceñido con su banda, y adornado con sus mismos poderes, lo que resulta, una profecía mesiánica de la elección de Pedro: "Será un padre para los habitantes de Jerusalén. Colgaré de su hombro la llave de la casa de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá". Su poder será "como el clavo" que sujeta y mantiene tensas las cuerdas de la tienda, como señal de la unidad. Tras la destitución de Sobná, la de Eliacín, que tantas esperanzas ofrecía, cuya caída, como la de Saúl, debe dar que pensar mucho a los constituidos en dignidad que no miran su cargo como carga, para servir, sino como oportunidad para enriquecerse y hacerse servir, aprovechando su cargo, no para apacentar a las ovejas, sino para esquilmarlas y vestirse con su lana, no dudando en practicar el nepotismo, desoyendo el mandato de Cristo: “El que quiera ser primero, sea vuestro servidor”. Y su plan de actuar: “Ensalza a los humildes que confían en Dios, y humilla a los soberbios”.

2. "Te daré las llaves del reino de los cielos" Mateo 16, 13. La misma imagen con que Isaías describe el poder de Eliacín en la casa de David, utiliza Jesús para designar la misión de Pedro en su Iglesia. Las mismas palabras que el Señor dice a Eliacín, dice Jesús a Pedro: "lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".

Esta promesa de Jesús siguió a la profesión de fe de Pedro en la divinidad de Jesús: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". La profesión de fe de Pedro, como portavoz de la fe de los discípulos, que reconoce en Jesús al hijo de Dios vivo, es la piedra sobre la que Jesús edificará la Iglesia. Esa profesión de fe de tan gran calado, que supera los conocimientos humanos y sólo se la ha podido revelar el Padre que está en el cielo. Los hombres, según la respuesta a la pregunta de Cristo, lo más que podían alcanzar es que él era un profeta, grande, todo lo grande que fue Elías, o Jeremías, pero al fin, hombre, como ellos. Los hombres no podían conseguir ir más lejos, ni ver más en profundidad. Ha de ser obra de la revelación del Padre, aceptada en la obediencia de la fe, ver en Jesús al Hijo de Dios vivo. Del Dios viviente, Creador del cielo y de la tierra, por quien todo late y tiene vida, el Dios del universo, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo ante quien doblo mis rodillas (Ef 3,14).

3. Comenzó desde entonces una nueva etapa en la formación de los discípulos. Descartado el campo de la sociología del "Mesías político-religioso", sobrepasadas las categorías humanas y nacionalistas, una vez que han entrado en el campo de la fe, ya les puede revelar el misterio de la Redención y del Amor, por la humillación, el juicio de los ancianos del pueblo y senadores, la crucifixión y la resurrección al tercer día. Los discípulos dijeron lo que decían los hombres. Simón hijo de Juan ha oído la voz de Dios. Por eso, porque ha recibido la revelación de que Jesús es el Hijo de Dios es proclamado por él mismo " bienaventurado ". "Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre, que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Lo mismo les concedería después a todos los discípulos. "Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo" (Mat18,18):

4. La Iglesia está fundada en la fe de Pedro, no en su debilidad humana. “Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que su poder y su fuerza no son nuestros, sino de Dios”. No son las cualidades humanas ni los defectos humanos los que dan fuerza y crecimiento o le restan mérito y fecundidad a la misión de la Iglesia, a las misiones de cada trabajador de la Iglesia en concreto, y lo somos todos, sino la fe de los sujetos que encarnan esas misiones.

5. Pedro, piedra, Pedro portador de las llaves, Pedro, el Vicario de Cristo, con los mismos poderes que él sobre la Iglesia. Jesús conocía la profecía de Isaías, sobre Eliacín. Y la hizo servir para iluminar el ministerio petrino, y para ofrecer la garantía de perennidad y de fruto, de trabajo de salvación, aunque zarandeado y cribado como trigo, con la victoria asegurada. "Porque yo he rogado por para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma en la fe a tus hermanos"(Lc 22,31). Pedro, el feliz porque has recibido la revelación de mi identidad de Hijo de Dios.

6. "Porque "el Señor es sublime, y se fija en el humilde" Salmo 137, ha elegido a Pedro; ¿quién tiene necesidad mayor de ser humilde que el que le ha negado? Si Dios ordena todas las cosas para bien de los que han sido llamados según su designio (Rm 8,28), ¿puede haber un clima mejor para la humildad, que haber ofendido a aquél a quien representa y prolonga, de quien ha recibido el poder de atar y desatar? Y si había de presidir y apacentar corderos y ovejas pecadores, ¿no necesitaba un corazón compasivo y misericordioso, para comprender y perdonar? El que ha experimentado la debilidad en su carne y en su corazón, está más preparado para comprender la debilidad, y estará más lejos de la soberbia, que se engendra, como en Lucifer, más fácilmente en los más encumbrados.

7. Maravillados ante "el abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios" Romanos 11,13, sumerjámonos en la contemplación del Misterio de la fe, que estamos preparando con la predicación de la Palabra. Y sintámonos más unidos a la Piedra fundamental de la Iglesia. De Juan Pablo II, uno de los dos Papas invitados por el Cardenal Meissner, Arzobispo de Colonia, a la Jornada de la Juventud de 2005, había dicho el Cardenal Martínez Somalo, “Que la capacidad intelectual de Juan Pablo II se debía a la oración, ya que humanamente no existe otra explicación. El papa es un don y un misterio, ya que disfruta de una comunión espiritual con el Señor que le proporciona una intuición psicológica y profunda sobre la problemática de la Iglesia y el mundo y su poder de convocatoria es la ratificación de su lucidez. Deseemos y trabajemos por hacernos dignos de conseguir esa intimidad con el Señor Jesús, convencidos como Dostoiewsky: “de que no existe nada más bello, más profundo, más atrayente, más viril y más perfecto que Cristo; y me lo digo a mí mismo, con un amor más celoso que cuanto existe o puede existir. Y si alguien me probara que Cristo está fuera de la verdad y que ésta no se halla en él, prefiero permanecer con Cristo a permanecer con la verdad”.

Jesús deja una sinfonía de testimonios dotada también de una estructura claramente definida: a los sucesores de los apóstoles, es decir, a los obispos, les corresponde la responsabilidad pública de hacer que la red de estos testimonios permanezca con el pasar del tiempo. En el sacramento de la ordenación episcopal se les confiere la potestad y la gracia necesarias para ejercer este servicio. En esta red de testigos, al sucesor de Pedro le corresponde una tarea especial. Pedro expresó en primer lugar, en nombre de los apóstoles, la profesión de fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16, 16). Esta es la tarea de todos los sucesores de Pedro: ser la guía en la profesión de fe en Cristo, el Hijo del Dios vivo. La cátedra de Roma es, ante todo, cátedra de este credo.

8. El obispo de Roma está obligado a repetir constantemente: «Dominus Iesus». «Jesús es el Señor», como escribió Pablo en sus cartas a los Romanos (10, 9) a los Corintios (1 Cor 12, 3). A los corintios, con particular énfasis, les dijo: «aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra… para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre…; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8, 5).

La cátedra de Pedro obliga al Papa a decir, como hizo Pedro en un momento de crisis de los discípulos, cuando muchos querían irse: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Juan 6, 68 y siguientes). Quien se sienta en la cátedra de Pedro tiene que recordar las palabras que el Señor dijo a Simón Pedro en la Última Cena: «… Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos…» (Lucas 22, 32). El titular del ministerio petrino tiene que tener la conciencia de ser un hombre frágil y débil, como son frágiles y débiles sus propias fuerzas, necesitado constantemente de purificación y conversión.

Pero puede también tener la conciencia de que del Señor le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y mantenerles unidos en la confesión de Cristo, crucificado y resucitado. En la primera carta de san Pablo a los Corintios, encontramos la narración más antigua de la resurrección con que contamos. Pablo la retomó fielmente de los testigos. Esta narración habla en primer lugar de la muerte del Señor por nuestros pecados, de su sepultura, de su resurrección, que tuvo lugar al tercer día, y después dice: «se apareció a Cefas y luego a los Doce…» (1 Cor 15, 5). Una vez más, se resume así el significado del mandato conferido a Pedro hasta el final de los tiempos: ser testigo de Cristo resucitado.

El obispo de Roma se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo. De este modo, la cátedra es el símbolo de la «potestas docendi», esa potestad de enseñanza que constituye una parte esencial del mandato de atar y desatar conferido por el Señor a Pedro y, después de él, a los Doce. En la Iglesia, la Sagrada Escritura, cuya comprensión crece bajo la inspiración del Espíritu Santo, y el ministerio de la interpretación auténtica, conferido a los apóstoles, se pertenecen mutuamente de manera indisoluble.
9. Donde la Sagrada Escritura es extraída de la voz viva de la Iglesia, se convierte en víctima de las disputas de los expertos. Ciertamente todo lo que éstos pueden decirnos es importante y precioso; el trabajo de los sabios nos es de notable ayuda para poder comprender el proceso vivo con el que creció la Escritura y comprender así su riqueza histórica. Pero la ciencia por sí sola no puede ofrecernos una interpretación definitiva y vinculante; nos es capaz de darnos, en la interpretación, esa certeza con la que podemos vivir y por la que también podemos morir. Para ello se necesita la voz de la Iglesia viva, de esa Iglesia confiada a Pedro y al colegio de los apóstoles hasta el final de los tiempos. Esta potestad de enseñanza da miedo a muchos hombres dentro y fuera de la Iglesia. Se preguntan si no es una amenaza a la libertad de conciencia, si no es una presunción que se opone a la libertad de pensamiento. No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato a servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, comporta un compromiso al servicio de la obediencia a la fe.

10. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Por el contrario, el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. Él no debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente y vincular a la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, ante los intentos de adaptarse y aguarse, así como ante todo oportunismo. Lo hizo el Papa Juan Pablo II, cuando ante todos los intentos, aparentemente benévolos, ante las erradas interpretaciones de la libertad, subrayó de manera inequívoca la inviolabilidad del ser humano, la inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural. La libertad de matar no es una verdadera libertad, sino una tiranía que reduce el ser humano a la esclavitud. En sus grandes decisiones, el Papa es consciente de estar ligado a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos, a las interpretaciones vinculantes desarrolladas a través del camino de peregrinación de la Iglesia. De este modo, su poder no está por encima, sino que está al servicio de la Palabra de Dios, y sobre él pesa la responsabilidad de hacer que esta Palabra siga haciéndose presente en su grandeza y resonando en su pureza, de manera que no se haga añicos con los continuos cambios de las modas.

La cátedra es  símbolo de la potestad de enseñanza, que es una potestad de obediencia y de servicio, para que la Palabra de Dios --¡su verdad!-- pueda resplandecer entre nosotros, indicándonos el camino. Pero, al hablar de la cátedra del obispo de Roma, ¿cómo es posible dejar de recordar las palabras que san Ignacio de Antioquia escribió a los romanos? Pedro, procedente de Antioquia, su primera sede, se dirigió a Roma, su sede definitiva. Una sede que se convirtió en definitiva con el martirio que unió para siempre su sucesión con Roma

11. Ignacio, siendo obispo de Antioquia, se dirigía hacia el martirio que habría tenido que sufrir en Roma. En su Carta a los Romanos, se refiere a la Iglesia de Roma como la «que preside en el amor», expresión sumamente significativa. Para la antigua Iglesia, la palabra amor, «ágape», hacía referencia al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo siempre se hace tangible entre nosotros. Aquí, Él se entrega siempre de nuevo. Aquí, Él se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; Aquí, Él mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la Cruz, habría atraído a todos hacía sí. En la Eucaristía, nosotros mismos aprendemos el amor de Cristo.

Gracias a este centro y corazón, gracias a la Eucaristía, los santos han vivido, llevando el amor de Dios al mundo de formas y maneras siempre nuevas. ¡Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo! La Iglesia no es más que esa red --¡la comunidad eucarística!-- en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos convertimos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo. Presidir en la doctrina y presidir en el amor, al final, tienen que ser una sola cosa: toda la doctrina de la Iglesia, al final, lleva al amor. Y la Eucaristía, como amor presente de Jesucristo, es el criterio de toda doctrina. Del amor dependen toda la ley y los profetas, dice el Señor (Mateo 22, 40). El amor es el cumplimiento de la ley, escribía san Pablo a los romanos (13, 10)” (Benedicto XVI).

JESÚS MARTÍ BALLESTER


22. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentarios Generales
Primera Lectura
Isaías 22, 19-23:

El oráculo de los vv 19-23 adquiere especial impor­tancia por su eco en el N. T.:

— Eliaquim es mayordomo de palacio en los días del Rey Ezequías (2 R 18, 18). Por su entrega y fide­lidad al Rey y a la Ley se le hacen promesas de paz y de prosperidad, de honor y de poderío en la Casa de David.

— San Juan, en el Apocalipsis, interpreta en sentido Mesiánico este texto y lo aplica a Cristo: «Esto dice el Santo, el Fiel, el que posee la llave de la Casa de David; el que abre y nadie puede cerrar, cierra y nadie puede abrir» (Ap 3, 7; Cfr Is 22, 22). Tenemos, pues, una expresión que en Eliaquim sólo tiene un sentido típico y prefigurativo. Y en Cristo Jesús alcanza el sentido real y pleno. El autor del Apocalipsis ve en la gloria y autoridad, y sobre todo en la bondad inteligente y en la solicitud paternal con que Eliaquim cuida de la Casa de David (21), un modelo y prenuncio que nos orienta para enten­der cómo la autoridad y señorío del Mesías nada va a tener de despótico y egoísta; será, antes bien, autoridad de amor y de solicitud sobre toda la fami­lia de David. En esta familia Davídica o Reino Me­siánico es Jesús el Jefe y nosotros los hijos. De ahí que la autoridad del Mesías es autoridad paternal. La Liturgia de Adviento saluda al Mesías con la an­tífona calcada en este oráculo: «O clavis David et sceptrum domus David; qui aperis et nemo claudif, dandis et nemo aperif. veni...».

— Otra importante referencia a este texto tenemos en la colación del primado a Pedro. Jesús le entrega la autoridad y señorío de su Iglesia: «Te doy las llaves del Reino de los cielos» (Mt 16, 19). Con esta alusión implícita a Isaías 22, 22, se orienta a Pedro en el ejercicio de su autoridad. No será a se­mejanza de las autoridades tiránicas y avasallado­ras, sino a semejanza de la autoridad paternal. Auto­ridad de amor y solicitud, de entrega y de servicio.

Segunda Lectura
Romanos 11, 33, 36:

San Pablo cierra su estudio acerca del misterio de la infidelidad de los judíos con un himno a la inson­dable sabiduría misericordiosa de Dios:

— Ha denominado «misterio» (Rom 11, 25) el he­cho del endurecimiento parcial de los judíos. Dios, que es Bien sumo, aun de los pecados de los hom­bres deriva bienes. Así, la infidelidad de Israel ha sido ocasión de que los mensajeros del Evangelio llevaran la gracia redentora a los gentiles (30). Y mientras, madura la conversión de Israel. Israel no podrá menos de reconocer que él, no menos que los gentiles, necesita de la gracia y de la misericordia de Dios (32). La humilde aceptación de esta gracia salvífica nos purificará por igual a gentiles y judíos de todos nuestros pecados (26. 32).

— Si todos por igual recibimos la salvación por gracia y misericordia de Dios, todos por igual de­bemos ser humildes ante Dios y compasivos unos con otros. El plan divino, a unos hombres que eran igualmente pecadores, les ofrece la salvación gratui­tamente por igual a todos. El camino salvífico queda fácil y abierto a todos. Únicamente queda cerrado al orgullo; a una necia autonomía y autosuficiencia que, al estilo de Adán, se empeña en ganar a fuerza de brazos lo que sólo puede ser dádiva de Dios.

— San Pablo, que en sus días de fariseo vivió este orgullo, ahora que encontró el camino entona un himno cálido a la infinita riqueza de bondad, de sa­biduría y de ciencia de Dios (33). Ciencia infinita y adorable: «Son inescrutables sus juicios e irrastreables sus caminos» (33). Sabiduría infinita y adora­ble: «¿Quién conoció el plan de Dios? ¿Quién fue su consejero?» (34a). Bondad infinita y adorable: «¿Quién le dio primero que tenga derecho a la re­compensa?» (34b). Y corona esas profundas refle­xiones con la magnífica doxología: «De El, por El y para El son todas las cosas, ¡A El la gloria por los siglos! Amén» (35). Esta doxología, con su Aleluya y su Amén, forman el tema perenne de la Liturgia de la Iglesia peregrina igual que de la Iglesia celeste.

Evangelio
Mateo 16, 13-20:

Mateo nos narra esta trascendental escena en la que Jesús instituye el Primado de Pedro: Mayordo­mo de su Iglesia a semejanza de Eliaquim, Mayor­domo de la Casa de David:

— Pedro, iluminado por el Padre, es decir, con luz sobrenatural (17), confiesa no sólo la Mesianidad de Jesús, sino también su divina filiación (15). El Espí­ritu Santo ilumina la mente de Pedro para que en las expresiones con que Jesús diversas veces les ha hablado de «su» Padre vea un sentido único. Nadie, ni hombre ni ángel, tiene con Dios esta relación. Jesús es el Hijo.

— Jesús premia la confesión de Pedro: Le da un Nombre y le encarga una Función. El nombre pudo ha­bérselo dado antes (Cfr Jn 1, 42), pero es ahora que le explica Jesús la razón de su nuevo nombre. Se lla­mará: Kefas = Petros = Roca. Y se le da este nombre en razón del ministerio o función que debe desempeñar: Es la «Roca» sobre la cual Cristo edifica su «Iglesia» (18). Iglesia equivale a Comunidad Mesiánica o Reino de los cielos. Esta Comunidad queda organizada. Tiene un Jefe. Es evidente que el Jefe indiscutible es Cristo (23, 10). Al partir Cristo quedará representando la Persona y la autoridad de Cristo, Pedro. Y es igualmente evidente que si Cristo instituye su Iglesia para una pervivencia ilimitada, instituye también un Primado con igual pervivencia.

— La autoridad y los poderes de Pedro son ple­nos. Le entrega las «Llaves» de la Iglesia: La pleni­tud de poder. Le concede: «Atar y desatar» (19). Se­mitismo que indica el poder de obligar y dispensar, de perdonar pecados y de definir en materia doctrinal y legal. Poderes imperecederos (18).

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),'Ministros de la Palabra', ciclo 'A', Herder, Barcelona 1979.
..............................................................

Dr. D. Isidro Gomá y Tomás
—EL PRIMADO DE PEDRO:
Mt. 16, 13-20

Explicación. — Es éste uno de los pasajes más trascen­dentales del Evangelio. Es capitalísima su importancia. Bajo el aspecto dogmático, porque encierra una de las verdades básicas de nuestra fe, como es el primado, de honor y de jurisdicción, de Pedro y sus sucesores, los Pontífices Romanos y la declaración rotunda de la filiación divina de Jesús. Bajo el aspecto constitucional del Reino de Dios en la tierra, porque quedan definitivamente señaladas las grandes líneas de la Iglesia: ha llamado Jesús al pueblo, ha instituido el Colegio Apostólico, y ahora instituye el Cabeza de la Iglesia, Vicario suyo, sobre quien descansará la grande obra. Aun desde el punto de vista histórico señala este episodio una como transición en la forma del ministerio de Jesús, que de aquí en adelante será de ordinario menos clamoroso, más íntimo, dedicándose el Señor intensamente a la formación del espíritu de sus Apóstoles. Por esto sin duda se nos pre­senta Jesús orando, antes de este suceso (Lc. 6, 12), como oró al inaugurar su ministerio y antes de formar el Colegio Apostólico.

Jesús interroga a sus discípulos (13-15). — Dejó el Señor Betsaida Julias, donde había curado al ciego, y se remontó, a través de la Gaulanítide, y fue Jesús, con sus discípulos, a la región de Cesárea de Filipo, visitando las aldeas de aquella comarca. Era Cesarea la antigua Panias, donde el dios Pan tuvo un templo en una espaciosa gruta que subsiste, todavía, sobre uno de los más copiosos manan­tiales del Jordán. Filipo el tetrarca, hijo de Herodes el Grande, ensanchó y embelleció la ciudad y le dio el nuevo nombre para hacerse grato a César Augusto; se le añadió el del mismo Filipo para distinguirla de la Cesarea marítima, en el Mediterráneo, entre Jafa y el monte Carmelo. Eran gentiles en su mayor parte los habitantes de aquella región. Que Jesús fundara allí el primado de su Iglesia y se manifestara Hijo de Dios, tal vez era un presagio de que, rechazado el reino mesiánico por los judíos, se transfería definitivamente a los pueblos de la gentilidad.

Y aconteció que estando solo orando, se hallaban con él sus discípulos. Separado de la multitud que probablemente le seguía, a la vera del camino, oraba al Padre para que iluminara las inteligencias de sus discípulos. Tal vez oraban también éstos con el Señor. Siguió de nuevo su ruta la comitiva, y en el camino preguntaba a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Jesús sabe ya lo que de su persona piensan las multitudes; pero su intención, al proponer solemnemente esta cuestión gravísima, era sin duda preparar una segunda pregunta que reclamase la definición absoluta y precisa de su naturaleza y persona.

Y ellos respondieron y dijeron: Unos, que Juan el Bau­ tista... Serían graves y frecuentes las controversias de la gente sencilla, no pervertida por la malicia de escribas y fariseos, sobre la personalidad del gran Maestro y Taumaturgo. Todos le creían un hombre extraordinario, de mayor poder que los antiguos Profetas, porque parece que era creencia entonces que los Profetas eran más poderosos cuando resucitaban de lo que lo fueron en anterior etapa (Mt. 14, 2). Pero imbuido el pueblo en las ideas de la magnificencia y poder terrenal del Mesías, ninguno le reconocía por tal; y decían los unos que Juan el Bautista, compartiendo la opinión de Herodes; otros, que Elías, de quien creían muchos vendría como precursor del Mesías, según la predicción de Malaquías (4, 5); y otros, que Jeremías, uno de los principales protectores de la nación teocrática (2 Mac. 15, 13.14), a quien se asemejaba Jesús, por su libertad en reprender a los conductores del pueblo; o uno de los Profetas antiguos, que resucitó.

Y Jesús, yendo al fondo del pensamiento de los Apóstoles, les dice: Mas vosotros, acentuando el pronombre y distinguiéndoles de las multitudes, indicándoles ya con ello que espera de ellos otra respuesta, ¿quién decís que soy yo? Vosotros, que me conocéis tan bien, que sois testigos de todos mis milagros y que los obráis por la virtud que os comuniqué, ¿pensáis de mí como el vulgo?

La Confesión de Pedro y su premio (16-20). Pedro previene la respuesta de los demás, quizás porque los vio vacilantes en su juicio sobre Jesús. Es la gracia de Dios la que ilumina su mente; y su natural impetuoso, ayudado de la misma gracia, le hace ser el primero en la confesión; ya otra vez había sido él solo quien había hablado altamente de Jesús (loh. 6, 69.70): Respondió Simón Pedro, y dijo...

La definición que de Jesús da Pedro es llena, precisa, enérgica: Tú eres el Cristo, el Mesías en persona, prometido a los judíos y ardientemente por ellos esperado. Más: Tú eres el Hijo de Dios, no en el sentido de una relación moral de santidad o por una filiación adoptiva, como así eran llamados los santos, sino el Hijo único de Dios según la naturaleza divina, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Si el Apóstol no lo hubiese entendido así, no hubiese necesitado una especial revelación de Dios. Lo que imprecisamente han insinuado los Apóstoles en, otras ocasiones (Mt. 14, 33; loh. 1, 49), lo afirma Pedro en forma clara y rotunda. Y el Padre de Jesús es Dios vivo: vivo porque es vida esencial que esencialmente engendra de toda la eter­nidad un Hijo vivo; vivo por oposición a las divinidades muertas del paganismo. ¿Habló Pedro por cuenta propia o en nombre de sus condiscípulos? La opinión más común es que habla por sí: Pedro no conocía el secreto de los corazones de sus compañeros; ni habla en plural, como en loh. 6, 69.70; Jesús habla de la revelación particular en que se le han manifestado aquellas verdades; el premio es también personal.

Y respondiendo Jesús, le dijo, enfáticamente, alabándole y felicitándole con efusión: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan: es bienaventurado porque lo son los que conocen a Jesucristo, enviado del Padre (loh. 17, 3); llámale con el nombre personal y con el patronímico para dar solemnidad a sus palabras. El motivo de la felicitación de Jesús es porque no te lo reveló la carne ni la sangre; no la prudencia, ni la razón humana, ni el lenguaje de los hombres, sino mi Padre, que está en los cielos: el mismo Dios vivo de quien me has confesado Hijo y que revela las cosas grandes a los pequeños (Mt. 11, 20). Esta aprobación solemne, por parte de Jesús, del juicio de Pedro sobre su persona, hace que derive a los demás la claridad y la firmeza de la fe del que es Príncipe de ellos. Así viene a ser como la Cabeza jurídica del Colegio Apostólico en orden a la fe, y lo será en sus sucesores mientras el mundo dure.

Gloriosa recompensa de la fe de Pedro son las promesas que Jesús le hace. Pedro ha dicho de Jesús que es el Hijo de Dios vivo: Y yo te digo, a mi vez, responde Jesús, que tú eres Pedro; cumple ahora Jesús su promesa (loh. 1, 42) imponiendo solamente a Simón el nombre de 'Piedra'. Así le hace solidario de su Persona, su Vicario, porque Jesús es la ''piedra angular' (Eph. 2, 20). Como Dios es la 'roca de Israel' (Is. 30, 29), la 'piedra de salvación''' (Deut, 32, 15), que da estabilidad al pueblo de Dios y a los que en El con­fían (Ps. 60, 3-4; 70, 3), así levanta a Pedro a la dignidad de piedra que será el sostén del mundo espiritual que va a crear Jesús.

Y sigue la magnífica metáfora: Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Jesús es el divino arquitecto que fundará un reino vastísimo y santísimo que propone bajo la metáfora del edificio: es la Iglesia, sociedad espiritual formada de hombres, que adquirirá el Hijo de Dios con su propia sangre (Act. 20, 28), y que por esto será absolutamente suya; pertenecerán a ella los que crean en él, profesando su doctrina divina. Todo edificio, para lograr unidad y estabilidad, debe apoyarse sobre firmes cimientos; sin ellos el edificio se derrumba. Así sucede en toda sociedad que no se apoye sobre el fundamento de la autoridad, que es la forma y la fuerza de la sociedad. Por ello, Pedro, roca o piedra en que se apoyará la futura Iglesia, tendrá sobre toda ella la autoridad que se requiere para su unidad y estabilidad. Por lo mismo, tendrá Pedro sobre toda la Iglesia de Jesús el primado no sólo de honor y preeminencia, sino de verdadera jurisdicción y autoridad.

Esta sociedad, una y robusta, fundada sobre Pedro, será imperecedera: Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. 'Puerta' equivale aquí a habitación, castillo, morada, fortaleza (loh. 38, 17; Ps. 9, 15). Frente a la Iglesia, fortaleza de Jesús, se levantará la fortaleza del diablo, enemigo de Jesús; pero sus huestes nada podrán, en toda la sucesión de los siglos, contra la Iglesia ni contra la roca de Pedro en que se funda.

Y no sólo será Pedro el fundamento del edificio de la Iglesia; será su supremo rector y administrador en el nombre de Jesús, que le conferirá sus plenos poderes: Y a ti daré las llaves del Reino de los cielos. Quien tiene el uso legítimo y exclusivo de las llaves de una casa o ciudad es el mayordomo o intendente supremo que ha recibido los poderes del señor. La Iglesia es el reino de los cielos en este mundo; la Iglesia triunfante será el reino definitivo y eterno de los cielos, prolongación de esta misma Iglesia de la tierra, ya purificada de toda impureza. Pedro tendrá poder de abrir y cerrar la entrada en esta Iglesia temporal y, como consecuencia, en la eterna.

Concreta Jesús la naturaleza de esta administración de Pedro. No solo tendrá el derecho de inspección y dirección, sino verdadera potestad de régimen: Y todo lo que atares sobre la tierra, atado será en los cielos: y todo lo que desatares sobre la tierra será también desatado en los cielos. Atar y desatar, en el lenguaje de los rabinos, equivalía a prohibir y permitir en lo tocante a la ley; asimismo significaban todo lo que se refería al gobierno y régimen en materia religiosa. Por lo mismo, la potestad que se da a Pedro es la de legislar y juzgar, la de abrogar y derogar, la de imponer sanciones, todo aquello, en fin, que entra en el ámbito del gobierno de la Iglesia, según su naturaleza y según los tiempos. Lo que haga Pedro en la tierra en este sentido, tanto si es en forma positiva como negativa, será reconocido como legítimamente hecho en los cielos.

Entonces, hechas estas espléndidas manifestaciones por parte de Pedro y estas estupendas promesas por parte de Jesús, conminándoles, es decir, con gravísima amonestación, mandó a, sus discípulos que no dijesen a nadie que él era Jesús el Cristo. Debió ocultarse por entonces la verdad, y quedar como en semilla en el Colegio Apostólico, a fin de que los prejuicios de orden temporal que sobre el Mesías tenía aquel pueblo, no malograsen, llevando a las muchedumbres a un entusiasmo prematuro, los planes y la obra de Jesús, que aquí se llama a Sí mismo solemnemente 'Jesucristo'.

Lecciones morales. — a) v. 13. — ¿Quién dicen los hom­ bres que es el Hijo del hombre? — Pregunta Cristo a sus discípulos, dice Orígenes, para que sepamos, por las respuestas de los Apóstoles, que había entonces varias opiniones sobre Jesús, y para que atendamos siempre qué opinión tengan los demás hombres de nosotros; a fin de que, si algo malo se dice de nosotros, cortemos la ocasión de ello, y si algo bueno, demos aún más ocasión de decirlo. Y deben también los discípulos de los Obispos aprender del ejemplo de los Apóstoles a transmitir a aquéllos cualesquiera opiniones que de los mismos oyeren. Aunque deba andarse con mucha cautela, para no caer en adulación o en pecado de maledicencia, al aplicar esta lección del gran Doctor alejandrino.

b) v. 16. — Respondió Simón Pedro...— Cuando se trata de preguntar a los Apóstoles la opinión de la plebe sobre Jesús, responden todos, y refieren todos los errores sobre su divina persona. Cuando se trata de preguntar su personal opinión, dice el Crisóstomo, responde uno solo. Y aunque responda Pedro en nombre propio y expresando su personal sentir, consienten los demás en su afirmación. Para que sepamos que la verdad religiosa está solamente en el Colegio Apostólico y sus sucesores y en los que con ellos viven en unidad de fe; y que fuera de Pedro y los Apóstoles, representados hoy por el Papa y los Obispos, pululan en todas partes los errores sobre Jesús.

c) v. 17. — Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan. — 'Hijo de Bariona', le llama Jesús, que equivale a 'hijo de la paloma' o 'de la gracia', es decir, interpretando el símbolo c on la tradición, 'hijo del Espíritu Santo'. Por esto es bienaventurado Pedro, porque no dice de Jesús lo que le sugiere su propio pensamiento, o lo que ha oído de los judíos o de los demás Apóstoles, sino lo que interiormente le revela el Espíritu Santo. Nosotros somos también hijos del divino Espíritu, no porque hayamos tenido de él revelación directa, sino porque hemos aceptado las verdades de la fe, prestando a ellas el obse­quio de nuestra inteligencia. Por ello seremos también bienaventurados si, como más tarde escribirá el Apóstol, 'conservamos hasta el fin de nuestra vida el principio de la substancia de Dios', que es la fe (Hebr. 3, 14).

d) v. 18. — Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... — ¡Exc elsas prerrogativas las de Pedro! ¡Dar unidad y firmeza a la sociedad de hombres 'que forman sociedad con el Padre y Jesús' (I loh. 1,3); tener en sus manos las llaves del cielo, es decir, el destino final de los hombres, el gobierno pleno, total, de la Iglesia, esposa del Hijo de Dios! Y todo esto no lo dio Jesús sólo a un hombre de la Galilea, hace dos mil años; lo dio a sus sucesores, porque Pedro había de morir; lo tiene el actual Pontífice Romano, contemporáneo nuestro: ¡Qué amor, reverencia, obediencia y abnegación nos pide ello en favor del Sumo Pontífice!

e) v. 19. — Y a ti daré las llaves del Reino de los cielos. — A quien mejor que los demás confesó la divinidad de Jesús, Jesús le dio una superior potestad en orden al reino de los cie­los, dice Rábano Mauro. Para que entendamos que es condi­ción indispensable para entrar en el reino de los cielos esta confesión y esta fe en la divinidad de Jesús. No basta tener la fe represada en el corazón: es necesaria la pública confesión de la misma fe; porque el mismo Jesús ha dicho que el que no le confesare ante los hombres, tampoco le confesará delante del Padre celestial.

f) v. 19. — Y todo lo que atares sobre la tierra... — Esta potestad de atar y desatar la tiene Pedro y la tienen todos aquellos que por él participan del poder judicial en la Santa Iglesia, dice el mismo intérprete. Pero se dice esto especialmente de Pedro, porque en él está el principado o primado de jurisdicción, y toda jurisdicción de él viene. De manera que los que no están con él, se han segregado de la unidad de la fe, y no pueden verse libres del vínculo de los pecados, ni pueden entrar en el reino de los cielos.

(El Evangelio Explicado Vol. III Ed. Rafael Casulleras, Barcelona, 1949, Pág. 41 y ss)
........................................

P. Jean Galot S.J.
La persona de Pedro y la persona de Cristo

Cristo confirió a Pedro la plenitud del poder, encumbrándole a lo más alto de la jerarquía. Con un valor admirable se atrevió a confiar a uno de sus apóstoles la integridad del poder absoluto que El poseía.

Sabiendo que esta investidura de un jefe único no sería siempre fácilmente aceptada en el correr de los siglos, Jesús empleó palabras muy vigorosas para expresarla. Manifestó claramente la totalidad del poder conferido a Pedro y al mismo tiempo dijo que Pedro sería su representante por excelencia en la tierra.

En la promesa de investidura Cristo acumuló en pocas palabras las declaraciones de un poder completo sobre la Iglesia. Pedro es la roca sobre la que se fundará la Iglesia: esto significa que sin él la Iglesia quedaría sin base y se desplomaría. Así, pues, Jesús considera la autoridad suprema de Pedro como un elemento totalmente esencial para la existencia de la Iglesia. Y ello es porque El mismo lo quiere así, ya que a Pedro no le ha dado el poder la comunidad, sino única y directamente el Salvador: “Yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia" (26). Es Cristo quien edifica su Iglesia y el que fija en ella la función capital de Pedro; la comunidad de los cristianos no puede hacer más que una cosa: acoger dócilmente este poder sin el cual no podría subsistir, poder que es previo para la misma existencia del Cuerpo Místico. Vemos así que el poder establecido por Cristo es fundamentalmente diferente del que está establecido en el régimen político de la democracia; en este régimen el poder viene del pueblo, que elige a los individuos que él señala, delimitándoles la autoridad. La misma nación se da a sí misma sus jefes y les reconoce tanto poder cuanto ella quiere. En la Iglesia el poder viene directamente de Cristo y de Dios: Pedro, jefe de la Iglesia, no tiene su autoridad de la comunidad; la extensión de su poder no está determinada por los otros apóstoles ni por los otros miembros de la Iglesia. Sola la voluntad de Cristo creó su función de jefe y determinó definitivamente la amplitud de sus poderes. Esta es una autoridad totalmente recibida de lo alto, instituida directamente por Cristo.

La extensión ilimitada del poder se deriva de la imagen de las llaves y del poder de atar y desatar. "Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra, será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra, será desatado en los cielos" (27). El poseer las llaves de una casa es ser dueño de esta casa (28); si Pedro tiene las llaves del reino de los cielos, tiene todo el poder sobre este reino, aunque él viva en la tierra y este reino sea el reino de los cielos. En efecto, todas las decisiones tomadas en la tierra son aprobadas en el cielo, infaliblemente ratificadas por Dios. El poder de Pedro tiene, por lo tanto, su resonancia en la vida eterna; tiene un valor que sobrepasa este mundo. Jesús, por su parte, no dejó de subrayar que este poder fue conferido exclusivamente a Pedro; es Pedro como individuo y no como representante de los otros apóstoles, quien recibe esta autoridad. En efecto, dicha: autoridad está inscrita en su nombre, nombre que le distingue de los otros apóstoles y que sólo a él le pertenece.

Cuando el Salvador invistió a Pedro con el poder prometido señaló también la voluntad de asignarle, individualmente a él, el cargo de Pastor de todos los fieles. Después de la segunda pesca milagrosa, Cristo resucitado hizo a Pedro tres preguntas, en las que aludió a la triple negación, para subrayar claramente que se dirigía personalmente a él: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" (29). Le distingue, pues, claramente de los otros apóstoles y exige por su parte un amor más grande.

Cuando le dijo: "Apacienta mis corderos", "Apacienta mis ovejas" (30), se expresa con las palabras más generales; da a Pedro el poder pastoral más ilimitado.

Concentra, pues, Pedro en sí el absoluto poder pastoral de la Iglesia. Su autoridad no quita la de los restantes apóstoles, pero contiene lo que se concedió a los demás, junto con el poder supremo. Pedro conserva por consiguiente las facultades que Cristo concedió a su Iglesia y las demás autoridades le están a él subordinadas.

Más notable aún es el hecho de que para señalar dicho poder eligiera Jesús expresiones que dan a entender cómo Pedro ocupa su puesto.

Se presentó asimismo Cristo como la piedra que sostiene el edificio. Se aplica a sí la palabra del salmista: "La piedra que los edificadores habían rechazado, ésa fue hecha cabeza de esquina" (31). Más tarde, San Pablo, hablando del Cuerpo Místico, declarará que Cristo Jesús es la piedra angular (32). Debemos concluir con esto que la primera piedra sobre la que se fundó la Iglesia no es otra que el mismo Cristo en persona. Pero comunicó Jesús a Pedro su propio título. Deberá Pedro por lo tanto desempeñar en la tierra, en la Iglesia militante, el oficio de Cristo. Será en cierto modo Cristo hecho visible.

Ello vale también de la imagen de las llaves. El que posee las llaves del reino de los cielos es el Salvador.

El Apocalipsis señala a Cristo cuando escribe: "Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David; que abre y nadie cierra; y cierra y nadie abre" (33). Cristo, pues, dio a Pedro las llaves que El poseía. Asimismo, cuando le confirió el poder de atar y desatar, le comunicó su propio poder: Jesús, durante su vida pública, había ejercitado este poder. Creó lazos espirituales, obligaciones para sus discípulos, (dándoles una nueva ley (34); eximió de algunas obligaciones y, sobre todo, libró a los hombres de la esclavitud de Satán (35).

En fin, el cargo de pastor es revelador de esa continuidad entre Cristo y Pedro. Se llamó Jesús a Sí mismo Pastor por excelencia, el Buen Pastor (36). En adelante, Pedro tendrá ese mismo título de Pastor, con la misma misión y el mismo poder: Pastor de todos los corderos y de todas las ovejas de Cristo.

El Salvador, en el momento en que iba a abandonar para siempre esta tierra, claramente dio a entender su voluntad de establecer a Pedro como su representante; quiso que su dignidad, en lo sucesivo invisible, pudiera ser reconocida en la de Pedro. La reverencia que la Iglesia católica testimonia al Papa, sucesor de Pedro, mantiene viva dicha convicción: los cristianos veneran en el Papa a Cristo mismo.

El nombramiento de su representante por el Maestro, dotado de una autoridad ilimitada, fue la mayor audacia que tuvo Cristo en la fundación de la Iglesia.

¿No es una audacia digna de Dios confiar a un hombre ese algo temible que es un poder absoluto, asignarle como oficio representar aquí esa figura ideal del Maestro? Jesús sabía mejor que ninguno los riesgos que se echaba sobre Sí al ejecutar dicha designación. Conocía las deficiencias humanas, se daba cuenta de los peligros y abusos a que están expuestos habitualmente los que gozan de un poder soberano; no eximía, por lo demás, ni a Pedro ni a sus sucesores de las tentaciones y faltas. Sería el Papa falible y pecador en su conducta moral personal, aunque gozando de una autoridad doctrinal infalible y de la más grande autoridad disciplinar. Para demostrar que esta condición de pecador no imposibilitaba la asignación del poder pastoral supremo, Jesús aludió a la negación de Pedro en el momento en que quería investirle de la autoridad. Por haber negado al Maestro, no perdió Pedro la estima; tampoco perdió la promesa que le hizo el Maestro. Cristo indica con esto que el Poder del Pastor de todos los fieles no estaba fundado sobre su propia virtud, sino sobre la voluntad divina inmutable.

Esta osadía completa la de la Encarnación. Después de su encarnación en un cuerpo propio y con una dignidad que también era personal suya, el Hijo de Dios quiso manifestarse a sus fieles de una manera siempre actual tomando la figura de otro hombre. La Encarnación es el vínculo de lo divino con lo humano; para que este vínculo alcance su máxima posibilidad, Jesús confirió todos sus divinos poderes a un hombre.

Negar el poder del Papa sería por lo tanto negar la plenitud de la Encarnación. A algunos podría parecer que este poder era excesivo, y en una sociedad simplemente humana, sería inconcebible. Aquí tocamos el "misterio" de la operación divina, cuya sabiduría superior nos desconcierta. Según nuestra sabiduría humana creeríamos excesivo un poder tan total; pero nuestras estrechas miras son rebasadas por la generosidad divina, que no teme entregar a un hombre esta máxima autoridad. Cristo, con su asistencia, obra de suerte que este poder se ejerza de conformidad con el plan de salvación y el fin de la Iglesia. Admiremos, pues, este alcance extremo de la Encarnación, este poder divino comunicado a un hombre para bien de todos.



(Tomado de “El Cuerpo Místico”, ed. El Mensajero del Corazón de Jesús, 1967, pág. 197 y ss.)
..................................................

San Juan Crisostomo
La promesa de Jesús a Pedro

-¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tu te llamarás Cefas. Como tú has proclamado a mi Padre – le dice-, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos decir: Como tú eres hijo de Jonás, así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás. Así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, es decir, sobre la fe de tu confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y seguidamente le concede otro honor: Y yo te daré las llaves del reino de los cielos. ¿Qué quiere decir: Yo te daré las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y no dijo: “Yo te rogaré a mi Padre”; a pesar de la grandeza inefable del don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te daré. - ¿Y que le vas a dar, dime? – Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y cuanto tú desatares sobre tierra, desatado quedará en los cielos. ¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice: Yo te daré? ¿Veis cómo Él mismo levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro.

El Padre le hizo a Pedro la gracia de revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves- Él, que extendió su Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará. El que tales dones da, el que tales hazañas realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo fué hecho por Él, y sin Él nada fué hecho. No, lo que yo quiero es hacer callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.

(Homilía 54,2 sobre S. Mateo 16,13ss - pag. 141. BAC.)
.............................

Juan Pablo II
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de enero de 1993

El obispo de Roma sucesor de Pedro

(Evangelio de san Mateo, capítulo 16, versículos 15-19)

1 . La intención de Jesús de hacer de Simón Pedro la «piedra» de fundación de su Iglesia (cf. Mt 16, 18) tiene un valor que supera la vida terrena del Apóstol. En efecto, Jesús concibió y quiso que su Iglesia estuviese presente en todas las naciones y que actuase en el mundo hasta el último momento de la historia (cf. Mt 24, 14; 28, 19; Mc 16, 15; Lc 24, 47; Hch 1, 8). Por eso, como quiso que los demás Apóstoles tuvieran sucesores que continuaran su obra de evangelización en las diversas partes del mundo, de la misma manera previó y quiso que Pedro tuviera sucesores, que continuaran su misma misión pastoral y gozaran de los mismos poderes, comenzando por la misión y el poder de ser Piedra o sea, principio visible de unidad en la fe, en la caridad, y en el ministerio de evangelización, santificación y guía, confiado a la Iglesia

Es lo que afirma el concilio Vaticano I: «Lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es que dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos» (Cons. Pastor aeternus, 2; DS 3056).

El mismo concilio definió como verdad de fe que «es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal» (ib.; DS 3058). Se trata de un elemento esencial de la estructura orgánica y jerárquica de la Iglesia, que el hombre no puede cambiar. A lo largo de la existencia de la Iglesia, habrá, por voluntad de Cristo, sucesores de Pedro.

2 . El concilio Vaticano II recogió y repitió esa enseñanza del Vaticano I, dando mayor relieve al vínculo existente entre el primado de los sucesores de Pedro y la colegialidad de los sucesores de los Apóstoles, sin que eso debilite la definición del primado, justificado por la tradición cristiana más antigua, en la que destacan sobre todo san Ignacio de Antioquia y san Ireneo de Lyón.

Apoyándose en esa tradición, el concilio Vaticano I definió también que «el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado» (DS 3058). Esta definición vincula el primado de Pedro y de sus sucesores a la sede romana, que no puede ser sustituida por ninguna otra sede, aunque puede suceder que, por las condiciones de los tiempos o por razones especiales, los obispos de Roma establezcan provisionalmente su morada en lugares diversos de la ciudad eterna. Desde luego, las condiciones políticas de una ciudad pueden cambiar amplia y profundamente a lo largo de los siglos: pero permanece, como ha permanecido en el caso de Roma, un espacio determinado, en el que se puede considerar establecida una institución, como una sede episcopal; en el caso de Roma, la sede de Pedro.

A decir verdad, Jesús no especificó el papel de Roma en la sucesión de Pedro. Sin duda, quiso que Pedro tuviese sucesores, pero el Nuevo Testamento no da a entender que desease explícitamente la elección de Roma como sede del primado. Prefirió confiar a los acontecimientos históricos, en los que se manifiesta el plan divino sobre la Iglesia, la determinación de las condiciones concretas de la sucesión a Pedro.

El acontecimiento histórico decisivo es que el pescador de Betsaida vino a Roma y sufrió el martirio en esta ciudad. Es un hecho de gran valor teológico, porque manifiesta el misterio del plan divino, que dispone el curso de los acontecimientos humanos al servicio de los orígenes y del desarrollo de la Iglesia.

3 . La venida y el martirio de Pedro en Roma forman parte de la tradición más antigua, expresada en documentos históricos fundamentales y en los descubrimientos arqueológicos sobre la devoción a Pedro en el lugar de su tumba, que se convirtió rápidamente en lugar de culto. Entre los documentos escritos debemos recordar, ante todo, la carta a los Corintios del Papa Clemente (entre los años 89-97), donde la Iglesia de Roma es considerada como la Iglesia de los bienaventurados Pedro y Pablo, cuyo martirio durante la persecución de Nerón recuerda el Papa (5, 1-7). Es importante subrayar, al respecto, que la tradición se refiere a ambos Apóstoles, asociados a esta Iglesia en su martirio. El obispo de Roma es el sucesor de Pedro, pero se puede decir que es también el heredero de Pablo, el mejor ejemplo del impulso misionero de la Iglesia primitiva y de la riqueza de sus carismas. Los obispos de Roma, por lo general, han hablado, enseñado, defendido la verdad de Cristo, realizado los ritos pontificales, y bendecido a los fieles, en el nombre de Pedro y Pablo, los «príncipes de los Apóstoles», «olivae binae pietatis unicae» , como canta el himno de su fiesta, el 29 de junio. Los Padres, la liturgia y la iconografía presentan a menudo esta unión en el martirio y en la gloria.

Queda claro, con todo, que los Romanos Pontífices han ejercido su autoridad en Roma y, según las condiciones y las posibilidades de los tiempos, en áreas más vastas e incluso universales, en virtud de la sucesión a Pedro. Cómo tuvo lugar esa sucesión en el primer anillo de unión entre Pedro y la serie de los obispos de Roma, no se encuentra explicado en documentos escritos. Ahora bien, se puede deducir considerando lo que dice el Papa Clemente en esa carta a propósito del nombramiento de los primeros obispos y sus sucesores. Después de haber recordado que los Apóstoles «predicando por los pueblos y las ciudades, probaban en el Espíritu Santo a sus primeros discípulos y los constituían obispos y diáconos de los futuros creyentes» (42, 4), san Clemente precisa que, con el fin de evitar futuras disputas acerca de la dignidad episcopal, los Apóstoles «instituyeron a los que hemos citado y a continuación ordenaron que, cuando éstos hubieran muerto, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio» (44, 2). Los modos históricos y canónicos mediante los que se transmitió esa herencia pueden cambiar, y de hecho han cambiado a lo largo de los siglos, pero nunca se ha interrumpido la cadena de anillos que se remontan a ese paso de Pedro a su primer sucesor en la sede romana.

4 . Este camino, que podríamos afirmar que da origen a la investigación histórica sobre la sucesión petrina en la Iglesia de Roma, queda afianzado por otras dos consideraciones: una negativa, que, partiendo de la necesidad de una sucesión a Pedro en virtud de la misma institución de Cristo (y, por tanto, iure divino, como se suele decir en el lenguaje teológico-canónico), constata que no existen señales de una sucesión similar en ninguna otra Iglesia. A esa consideración se añade otra, que podríamos calificar como positiva: consiste en destacar la convergencia de las señales que en todos los siglos dan a entender que la sede de Roma es la sede del sucesor de Pedro.

5 . Sobre el vínculo entre el primado del Papa y la sede romana es significativo el testimonio de Ignacio de Antioquia, que pone de relieve la excelencia de la Iglesia de Roma. Este testigo autorizado del desarrollo organizativo y jerárquico de la Iglesia, que vivió en la primera mitad del siglo II, en su carta a los Romanos se dirige a la Iglesia «que preside en el lugar de la región de los Romanos, digna de Dios, digna de honor, con razón llamada bienaventurada, digna de éxito, dignamente casta, que preside la caridad» (Proemio). Caridad (ágape) se refiere, según el lenguaje de san Ignacio, a la comunidad eclesial. Presidir la caridad expresa el primado en la comunión de la caridad, que es la Iglesia, e incluye necesariamente el servicio de la autoridad, el ministerium Petrinum. De hecho, Ignacio reconoce que la Iglesia de Roma posee autoridad para enseñar: «Vosotros no habéis envidiado nunca a nadie; habéis enseñado a los demás. Yo quiero que se consoliden también esas enseñanzas que, con vuestra palabra, dais y ordenáis» (3, 1).

El origen de esta posición privilegiada se señala con aquellas palabras que aluden al valor de su autoridad de obispo de Antioquia, también venerable por su antigüedad y su parentesco con los Apóstoles: «Yo no os lo mando como Pedro y Pablo» (4, 3). Más aún, Ignacio encomienda la Iglesia de Siria a la Iglesia de Roma: «Recordad en vuestra oración a la Iglesia de Siria que, a través de mí, tiene a Dios por pastor. Sólo Jesucristo la gobernará como obispo, y vuestra caridad» (9, 1).

6 . San Ireneo de Lyón, a su vez, queriendo establecer la sucesión apostólica de las Iglesias, se refiere a la Iglesia de Roma como ejemplo y criterio, por excelencia, de dicha sucesión. Escribe: «Dado que en esta obra sería demasiado largo enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandiosa y antiquísima, y por todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo. Mostrando la tradición recibida de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres, que llega a nosotros a través de las sucesiones de los obispos, confundimos a todos los que, de alguna manera, por engreimiento o vanagloria, o por ceguera y error de pensamiento, se reúnen más allá de lo que es justo. En efecto, con esta Iglesia, en virtud de su origen más excelente, debe ponerse de acuerdo toda Iglesia, es decir, los fieles que vienen de todas partes: en esa Iglesia, para el bien de todos los hombres, se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles» (Adv. haereses, 3, 2).

A la Iglesia de Roma se le reconoce un «origen más excelente», pues proviene de Pedro y Pablo, los máximos representantes de la autoridad y del carisma de los Apóstoles: el Claviger Ecclesiae y el Doctor gentium. Las demás Iglesias no pueden menos de vivir y obrar de acuerdo con ella: ese acuerdo implica unidad de fe, de enseñanza y de disciplina, precisamente lo que se contiene en la tradición apostólica. La sede de Roma es, pues, el criterio y la medida de la autenticidad apostólica de las diversas Iglesias, la garantía y el principio de su comunión en la «caridad» universal, el cimiento (kefas) del organismo visible de la Iglesia fundada y gobernada por Cristo resucitado como «Pastor eterno» de todo el redil de los creyentes.
..............................

 Catecismo
El colegio episcopal y su cabeza, el Papa

880 Cristo, al instituir a los Doce, 'formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él' (LG 19). 'Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles '(LG 22; cf. Ë CIC, can 330).

881 El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). 'Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro' (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

882 El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, 'es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles '(LG 23). 'El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad' (LG 22; cf. CD 2. 9).

883 'El Colegio o cuerpo episcopal no tiene ninguna autoridad si no se le considera junto con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo''. Como tal, este colegio es 'también sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia' que 'no se puede ejercer...a no ser con el consentimiento del Romano Pontífice' (LG 22; cf. Ë CIC, can. 336).

884 La potestad del Colegio de los Obispos sobre toda la Iglesia se ejerce de modo solemne en el Concilio Ecuménico '( Ë CIC can 337, 1). 'No existe concilio ecuménico si el sucesor de Pedro no lo ha aprobado o al menos aceptado como tal '(LG 22).

885 'Este colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios; en cuanto reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Dios ' (LG 22).

886 'Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares' (LG 23). Como tales ejercen 'su gobierno pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada' (LG 23), asistidos por los presbíteros y los diáconos. Pero, como miembros del colegio episcopal, cada uno de ellos participa de la solicitud por todas las Iglesias (cf. CD 3), que ejercen primeramente 'dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal', contribuyen eficazmente 'al Bien de todo el Cuerpo místico que es también el Cuerpo de las Iglesias' (LG 23). Esta solicitud se extenderá particularmente a los pobres (cf. Ga 2, 10), a los perseguidos por la fe y a los misioneros que trabajan por toda la tierra.

887 Las Iglesias particulares vecinas y de cultura homogénea forman provincias eclesiásticas o conjuntos más vastos llamados patriarcados o regiones (cf. Canon de los Apóstoles 34). Los obispos de estos territorios pueden reunirse en sínodos o concilios provinciales. 'De igual manera, hoy día, las Conferencias Episcopales pueden prestar una ayuda múltiple y fecunda para que el afecto colegial se traduzca concretamente en la práctica'(LG 23).
..................................

Analogías
LA IGLESIA CATÓLICA

1. -—La Iglesia católica es la sociedad de los verdaderos cristianos, o sea de los bautizados, que profesan la fe y la doctrina de Jesucristo, participan de los Sacramentos y obedecen a los pastores por Él establecidos.

Todos saben qué es una sociedad: es una reunión de individuos bajo una cabeza, para obtener un fin especial, cuyos miembros deben observar un reglamento dictado por quien tiene en ella el derecho de mandar. Así, el ejército es una reunión o sociedad de todos los soldados esparcidos por la nación, los cuales observan un mismo reglamento militar y están sujetos a un mismo soberano. El Estado, la nación, es la sociedad de unos millones de individuos, que observan el mismo código, hablan la misma lengua oficial y reconocen a un mismo rey o presidente. La Iglesia es también una sociedad: es la sociedad fundada por Jesucristo, integrada por todos los hombres bautizados que profesan la fe y la ley cristianas bajo el gobierno del Romano Pontífice y de los demás pastores legítimos, para obtener el gran fin de la salvación eterna.

La Iglesia, dice San Clemente Alejandrino, es como una nave cuyo objeto es transportar viajeros a través de las olas del mar, desde diversos lugares y regiones a la ciudad donde reina la felicidad eterna. La ciudad es el cielo; el mar, este mundo, la nave, la Iglesia; el jefe invisible dueño de ésta, Jesucristo; el capitán visible establecido por el jefe invisible, el Romano Pontífice; los marineros -subdivididos en diversos grados-, los obispos, los párrocos y demás sacerdotes; los viajeros, los simples fieles; los vientos que levantan tempestades en ese mar y amenazarán hundir la nave de la Iglesia, las herejías, los cismas y las persecuciones de los impíos; la enseña de la nave, la cruz; el áncora, la fe, fundamento de toda esperanza. En esta sociedad se encuentra todo cuanto es necesario para realizar fácilmente el viaje temporal, o sea todos los medios de salvación establecidos por Jesucristo y confiados a la Iglesia, a fin de que, cuantos a ésta pertenecen, puedan conseguir su fin, esto es, puedan ponerse a salvo para siempre en el puerto seguro del cielo, donde Jesucristo los espera para ser su premio y su felicidad.

2. — El Papa es el sucesor de San Pedro: es, por tanto, la cabeza visible de toda la Iglesia, el Vicario de Jesucristo, la cabeza visible.

En el mundo no puede haber una sociedad de hombres que no tenga una cabeza. Como en la familia preside el padre, en el ejército el general, en el reino el rey, etc., así quiso Jesucristo que su Iglesia -la sociedad más grande y más perfecta que existe en la tierra- tuviera una cabeza visible que la mantuviese unida y compacta y guiase a los fieles al logro de la felicidad eterna. Mientras vivió en este mundo, Jesús mismo era la cabeza visible de la Iglesia; pero después de su ascensión al cielo se hizo invisible; ya no vemos con nuestros ojos su persona ni oímos sus palabras con nuestros oídos. Actualmente sigue siendo, pues, la cabeza invisible de la Iglesia. Como tal la guía y la dirige invisiblemente según su divino beneplácito. Mas, para que hiciera visiblemente sus veces, le representara ante los hombres y ocupara su lugar, constituyó al apóstol San Pedro cabeza visible de la Iglesia. Mientras vivió San Pedro, fue, pues, vicario, representante y lugarteniente de Jesucristo.

A su muerte, la Iglesia no podía quedar sin jefe; la autoridad de Pedro debía pasar a sus sucesores. En efecto, Jesucristo fundó la Iglesia para la salvación de los hombres de todos los tiempos. Esa debe, en consecuencia, durar hasta el fin del mundo. Mas ¿cómo podrá durar sin cabeza, siendo así que ninguna sociedad, por pequeña que sea, puede subsistir sin alguien que la rija y gobierne? Cuando muere un rey, se le asigna en seguida un sucesor, pues de lo contrario el reino perecería. ¿Y cómo podría subsistir una casa sin cimientos o un rebaño sin pastor? Pues bien, fundamento y supremo pastor visible de la Iglesia es San Pedro; por consiguiente, debe vivir por todos los siglos. Mas, como San Pedro está corporalmente muerto, es necesario que sobreviva su autoridad pasando a sus sucesores. En este sentido cabe decir que Pedro, como cabeza de la Iglesia, no muere nunca, sino que continúa viviendo hasta el fin del mundo en la persona de sus sucesores. -Ahora bien, no podrá ser otro el sucesor de San Pedro que aquel que, al morir éste, pasara a ocupar la sede vacante, sede que fue precisamente la de Roma, donde Pedro murió crucificado por orden del cruel emperador Nerón. Así, pues, el obispo de Roma, o sea el Romano Pontífice, es el sucesor de San Pedro y, por tanto, la cabeza visible de la Iglesia, el vicario de Jesucristo.

(Rosati)

Aunque nos consta que Dios gobierna el mundo, no dejaríamos de tachar de necio a quien se empeñara en sostener que una nave sin piloto puede entrar segura en el puerto, que un ejército sin capitán puede obtener la victoria, que un remo sin gobierno puede subsistir y prosperar. Así también, aunque Jesucristo como cabeza invisible guíe la barca de su Iglesia, no lo hace sin servirse de la mano de un piloto por Él elegido; aunque conduzca los suyos a la victoria, no lo hace sin valerse de un experto caudillo; aunque mantenga su reino, lo difunda y lo rija, no lo hace prescindiendo de su vicario visible, el Papa.

(Deharbe)

Los más antiguos monumentos eclesiásticos representan a San Pedro como príncipe de los Apóstoles y jefe de la Iglesia. Entre los más notables se cuenta una lámpara de bronce hallada en las excavaciones practicadas en el monte Celio y guardada en el Museo Medici. Esa lámpara, en forma de barca, representa a San Pedro sentad en la popa y empuñando el timón, y a San Pablo, de pie en la proa, con la mano derecha más elevada que la izquierda en actitud de hablar, conforme al título de Príncipe de la palabra que le dan los Hechos de los Apóstoles. Escipión Maffei, dirigiéndose a Benedicto XIV, le decía: —Este monumento ¿no tiene acaso, en orden a establecer el primado de San Pedro sobre toda la Iglesia, el valor de un libro elocuente compuesto en los tiempos antiguos?

(Schmid)

(Enciclopedia Catequística de Símiles y analogías, Ed. Litúrgica Española, Barcelona, 1950)
.........................................

Ejemplos Predicables
La muerte de San Pedro en Roma.

San Pedro fue a Roma por primera vez en el principio del reinado del emperador Claudio (42) y allí murió mártir después de 25 años, un mes y nueve días de haber gobernado la Iglesia de Roma, el día 29 de junio del año 67, simultá­neamente con el Apóstol Pablo. Pedro tenía entonces unos 75 años. El emperador Nerón perseguía cruelmente a los cristianos desde el año 64, y como se procuraba capturar a Pedro, los fieles rogaban insistentemente a su Pastor que se salvase escapándose de la ciudad. Acordándose de aquellas palabras del Salvador: «Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra», salió Pedro de Roma durante la noche, pero he aquí que mientras caminaba por la Vía Apia, apareciósele, según refiere San Ambrosio, el mismo Cristo en las puertas de la ciudad, con una pesada cruz cargada en sus espaldas. Lleno de asombro, preguntó Pedro al Salvador: Señor , ¿ a dónde vas? (En el lugar donde se verificó esta aparición, existe todavía una antiquísima capilla, llamada Domine, ¿quo vadis?) Y el Salvador contestó: «A Roma, para ser nuevamente crucificado.» Y desapareció al punto. Pedro comprendió en seguida que el Señor le mandaba que regresara a Roma para sufrir muerte de cruz y volvió atrás sus pasos. Capturado y cargado de cadenas, fue arrojado a la cárcel Mamertina. Esta cárcel puede verse todavía en el pie del Capitolio; es subterránea y cons­truida con enormes bloques cuadrados dé piedra, completa­mente obscura y húmeda. Encima de ella se levanta la Iglesia llamada de San Pedro In carcere, muy visitada por los fieles. Después de ocho meses de estar allí encerrado, fue conde­nado a muerte. Sufrió primeramente el tormento de los azotes, siendo luego conducido junto con San Pablo, por la Vía Ostiense. A eso de una milla de camino fue separado de Pablo (todavía el lugar está indicado por la capilla lla­mada de la Separación), el cual fue decapitado en un lugar llamado ad aguas salvias situado una legua más lejos, donde se ve todavía la columna a que fue atado. Las últimas pala­bras de San Pablo fueron: « Jesús, en tus manos encomiendo mi espíritu.» En aquel punto fue edificada una Iglesia, llamada de San Pablo en las tres fuentes, por hallarse tres fuentes en la iglesia, recientemente tapiadas por el gobierno italiano. Entretanto, Pedro fue conducido al Monte Janículo, desde el cual se puede contemplar toda la ciudad de Roma, y llegado allí, le crucificaron. El Apóstol pidió que invirtiesen la cruz, por no ser él digno de morir como el Sal­vador. Murió, pues, con la cabeza hacia abajo. Encuéntrase actualmente en aquel punto la iglesia de San Pedro In Montorio, mandada construir por Constantino el Grande. El cuerpo de San Pedro fue enterrado por los cristianos en el vecino monte Vaticano. Sobre su sepultura edificó una capilla el tercer sucesor de San Pedro, y Constantino el Grande una magnífica Basílica, que se derrumbó en la Edad Media. El año 1626 fue terminada la grandiosa Basílica actual des­pués de más de 100 años de trabajo. En una cripta que se halla en el centro de la Basílica descansan los huesos de San Pedro y en su altar arden, día y noche, más de 100 lámparas.

La carta de San Clemente Romano a la comunidad cristiana de Corinto.

El Papa Clemente Romano fue el tercer sucesor de San Pedro y gobernó la Iglesia desde el año 91 al 101. Había sido discípulo de San Pedro y San Pablo. Durante su pon­tificado se produjo un gran cisma entre el clero y el pue­blo de la comunidad eclesiástica de Corinto, y a pesar de que en aquel tiempo vivía aún en Sieso el gran Apóstol y Evangelista San Juan, no se recurrió a él, sino a San Clemente Obispo de Roma para zanjar la con­troversia. San Clemente les dirigió una extensa carta en la cual les decía, entre otras, las siguientes graves palabras: «Ciertamente me haría reo de culpa grave si depusiera a sacerdotes que han cumplido su deber de una manera santa y ejemplar.» Esta hermosa carta que desde entonces solía leerse públicamente en la Santa Misa y que se conserva to­davía, restableció en seguida la paz en la Iglesia de Corinto. Es cosa muy notable que los fieles de aquella Iglesia, para apaciguar una contienda surgida entre ellos, se dirigiesen a un Obispo a cuya diócesis no pertenecían. Ciertamente no lo hubieran hecho así de no haber sabido que el Obispo de Roma es la suprema autoridad de la Iglesia.

(Dr. Francisco Spirago, Catecismo en ejemplos, Vol. I, Ed. Poliglota, 1940, Pág. 226 y ss)


23.

¿Quién dice que soy yo?

 Fuente: Revista Accion Femenina, ACM 08/2005

P. José Luis García

 

Escribo estas líneas en los días en que, en una parroquia del estado de Morelos se está dando una fuerte lucha y una división muy alarmante; por un lado está una catequista muy capacitada, pero con un liderazgo dominante que, en muchos casos, provoca la humillación y el consecuente rechazo de los fieles; y por otro lado, un grupo de personas con intereses de política partidista que se escudan en que la catequista tiene parientes en el partido contrario y de esta forma atacan su labor y al párroco. El enfrentamiento llegó a tal grado que, en una lucha de poder a poder, el grupo de la catequista, con el consentimiento del párroco, cerró con cadenas el templo y, como respuesta, el grupo contrario puso unas segundas cadenas con un segundo candado en las mismas puertas. Ahora nadie puede entrar en el templo, la casa de Dios y lugar de la asamblea cristiana. Solo se espera que algunos de los fieles cedan y actúen con criterios verdaderamente cristianos.

El evangelio de este 21º  Domingo Ordinario (21 de agosto del 2005) nos recuerda cuál fue el origen y el fundamento que Jesús puso al pensar en la Iglesia, en la “Asamblea” de los seguidores de Cristo. Porque hay que recordar que la palabra “Iglesia”, en griego significa “asamblea”.

Nuestro evangelio nos ubica en Cesarea de Filipo, un pueblo que está más allá de las fronteras de Israel. Jesús está tomando unos días de “retiro”, ahí en donde la gente no lo conoce; se lleva a sus apóstoles para reflexionar, quiere aclarar, delante de la voluntad de Dios, su propia misión y el futuro de su trabajo pastoral. En este ambiente de retiro, Jesús hace una pregunta muy importante a sus discípulos: “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Y es Pedro quien se apresura a responder, asegurando que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios”. Tal vez esta respuesta se muestra como el fruto de aquel retiro.

Ante estas palabras Jesús queda positivamente sorprendido, y en esa respuesta descubre que Dios lo invita a ver el futuro de su Misión, o sea, la fundación de la Iglesia, la asamblea de sus seguidores.

A la respuesta de Pedro, Jesús exclama: “¡Dichoso tú Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos...” Jesús deja claro que los caminos de Dios son muy diferentes a los nuestros, Dios le manifiesta sus misterios a un pobre pescador, de poca cultura, un hombre rudo de Galilea; esa confesión de fe no es fruto de razonamientos o de estudios, ni de conclusiones o memorizaciones hechas con criterios humanos. Esa respuesta es fruto de la pura gracia de Dios. La Iglesia de los seguidores de Jesús no está fundada en la sabiduría aprendida, como lo puede estar una catequista; ni tampoco está fundada en el poder social o político que pueda tener una persona o un grupo.

La Iglesia de Jesús, fundada en la fe de Pedro, no es fruto ni obra de la carne o de la sangre..., eso quiere decir que la “Asamblea” de los seguidores de Jesús tiene otros fundamentos, que son puro don de Dios. La fe de Pedro se dio en ese “retiro”, Dios Padre le reveló la identidad de Jesús como una experiencia divina, en la que Pedro experimenta la salvación de Dios a través de Jesús; Pedro llega a experimentar a Jesús como el verdadero Hijo de Dios que se acerca a la humanidad sumida en el pecado.

Desde este punto de vista, la Iglesia no es la comunidad de los sabios y estudiosos, de los “preparados” en las verdades divinas; ni tampoco es la comunidad de los poderosos que manipulan o humillan a los demás; como lo aseguró Benedicto XVI en la misa de su toma de posición como Sumo Pontífice: “El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.

La Iglesia, nos quiere decir Jesús, se funda en la fe de aquellos que, como Pedro, han descubierto a Cristo como el “Mesías y el Hijo de Dios”, y lo han adoptado como el proyecto propio para su vida. Y en ese camino aprenden a tomar la cruz, con paciencia; aprenden a perdonar, incluso a los enemigos; aprenden a amar hasta las últimas consecuencias como Jesus. Esto parece una locura y una necedad para los sabios y para los poderosos,

pero ahí está la Sabiduría y el Poder de Dios, como lo dirá después San Pablo Apóstol.

Este es un domingo para pensar en nuestra “iglesia”, nuestra Asamblea de seguidores de Jesús, ver cuáles son sus fundamentos. Como institución social y humana puede contaminarse con cosas que vienen de la “carne y de la sangre”. De vez en cuando nos hacen falta esos “retiros” para platicar con Jesús, ir más allá de las fronteras de la vida cotidiana, preguntarnos “¿quién es Jesús para mi?” y dejar que el Padre nos revele y nos regale el don de poder aceptar a Jesús como nuestro Mesías y como el Hijo de Dios. Y cuando una Iglesia está fundada en una fe como la de Pedro, entonces estaremos seguros de que “los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella”.