22 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XX
18-22

 

18. Domingo 17 de agosto de 2003


Prov 9, 1-6: Vengan a comer mi pan
Salmo responsorial: 33, 2-3.10-15: A tus hijos Señor, les preparas un banquete de fiesta
Ef 5, 15-20: Déjense llenar del Espíritu
Jn 6, 51-59: Mi carne es verdadera comida

Esta primera lectura de hoy es como un anuncio de lo que Jesús, sabiduría del Padre, va a decir en el evangelio que leemos en este domingo. Jesús, Sabiduría encarnada, ha preparado para nosotros su banquete, ha mezclado el vino, y ha puesto la mesa eucarística, y despacha a sus evangelizadores a todos los sitios a invitar a las gentes a su Eucaristía. Y nos sigue diciendo a todos nosotros: “vengan a comer mi pan”. El pan y el vino que la sabiduría ofrece, son el pan y el vino que nos ofrece Jesucristo, Sabiduría eterna, son su Cuerpo y su Sangre. En estos pocos renglones es fácil descubrir la figura de Cristo. La Sabiduría es figura y representación del Hijo de Dios. En el evangelio de San Mateo (22,4) se leen unas palabras de Jesús muy parecidas a estas: “”vengan, que mi banquete está preparado”. Este banquete es para todos, para sabios e ignorantes, para prudentes e imprudentes. Es lo que dirá San Bernardo: “si eres imprudente, acércate al que es Fuente de toda Sabiduría, y El te dará la prudencia que necesitas”. Para algunos parece que la vida no nos hubiera enseñado nada. Como que no somos capaces de sacar lecciones de nuestras amargas experiencias. No saber sacar lecciones provechosas de las experiencias de la vida es la “inexperiencia”. La lectura de hoy nos invita a dejar la inexperiencia y a adquirir la “prudencia”, que es la virtud por medio de la cual cuando tenemos que escoger entre dos cosas, escogemos la que mejor nos aproveche para nuestra vida. Los entendidos dicen que por inexperiencia se entiende aquí el no saber gobernar y dirigir la propia vida.

En la segunda lectura de hoy encontraremos una frase muy parecida a esta que acabamos de comentar en el libro de los Proverbios, cuando la carta a los Efesios nos invita a no ser insensatos, sino sensatos. Este texto distingue tres exhortaciones. La primera se concreta en una doble llamada a aguzar la inteligencia para orientar la propia vida como corresponde al momento especial que se está viviendo y que, por el hecho mismo de poder vivirlo es de suyo el mejor. Lo que debe preocupar al cristiano es en realidad saber en cada momento, y en medio de la maldad dominante, qué es lo que Dios quiere realmente de él. La segunda exhortación es concreta: no emborracharse. Refleja las llamadas de los sabios a tener cuidado con el vino, pero también puede ser que se piense en los cultos paganos a Dionisios, donde el vino era el medio para unirse más estrechamente a la divinidad. Por último, la exhortación es a la alabanza, que el creyente debe dirigir siempre a Dios Padre en nombre del Hijo y a impulsos del Espíritu, y con sentimientos de gratitud por todos sus dones.

La tercera afirmación que nos presenta hoy el evangelio en este discurso del capítulo seis es que este pan, visto concretamente, es la propia carne de Jesús (v. 51). Aquí el tema de la eucaristía o acción de gracias, mencionado por primera vez en los vv. 11.23, pasa a primer plano. En los sinópticos, Jesús habla de su “cuerpo” (no carne) y “sangre”. El uso de “carne” por parte de Juan insiste en la humanidad de Jesús como medio para nuestro sustento (cf. 1,14). La tensión se agudiza ante la historia salvada por la realidad pobre de Jesús y el consiguiente rechazo de la pobreza histórica como realidad salvífica que proponen los dirigentes judíos. La objeción no es tanto una repulsa antropofágica para “comer su carne”, sino por la enorme dificultad de aceptar una historia pobre con Dios dentro. Pero ahí radica el éxito de lo cristiano, la fuerza capaz de dar un giro distinto al destino humano. La declaración solemne del v.53 asegura que “comer la carne”, es decir, aceptar la historia concreta del Jesús histórico, y el “beber la sangre”, o sea, valorar la sangre derramada de Jesús en bien de lo humano, es cauce de vida plena. Esa profunda y deseada identificación con la historia de Jesús es la que reporta vida a la persona. Más aún, la historia se presenta como el cauce único para el logro de lo salvífico, por débil y “derramada” que sea. La historia lleva dentro el germen de la resurrección. De aquí es de donde la vida cristiana extrae la fuerza de sentido que le permite sostenerse y no ceder a las limitaciones de la historia, que parecen decirle que esta vida no tiene realmente sentido y valor. Confesar la fe en la mesianidad del Jesús histórico es, más a la base, creer hondamente en las posibilidades de lo humano. La historia, tan pobre, se convierte en el cauce de conexión con el Jesús que la salva. Esta espiritualidad arranca de raíz la convicción de que sólo por el cauce de la gloria y del poder se logrará la salvación, y plantea la posibilidad de un logro pleno por la entrega de la vida.

Con un cambio perceptible en la manera de hablar, esta última parte del discurso del pan se refiere a la recepción de la Eucaristía, el banquete de vida. En todas las civilizaciones tradicionales la comida es una realidad de carácter religioso. La mayoría de las religiones conocen banquetes sagrados. Compartir la misma mesa, comer en común, crea entre los convidados vínculos sagrados a los que son asociados los dioses. Pero en el pueblo de Israel el banquete sagrado tiene un significado particular: es la celebración-recuerdo de un evento histórico. Renueva la alianza transformándose en memorial de las maravillas realizadas por Dios a favor de su pueblo. Cada año el banquete pascual recuerda el éxodo, como el evento liberador por excelencia que actualiza la esperanza de la salvación en la “memoria”, de las maravillas de otro tiempo.

Los profetas ayudarán al pueblo a darse cuenta de que “celebrar la pascua” no se identifica automáticamente con la participación material en el banquete, aún cuando se realice con el rito prescrito, sino que es necesario la conversión del corazón, es decir, la renovación de la propia fidelidad a la alianza con Dios. Jesús, enviado para instaurar una nueva y eterna alianza, va preparando su nuevo banquete anunciando un nuevo pan: “yo soy el pan vivo bajado del cielo”. De frente al estupor y a la incredulidad de sus oyentes afirma la necesidad absoluta de “comer” su cuerpo y “beber” su sangre para tener vida: “en verdad, en verdad les digo: si no comen... “. De este modo, la eucaristía preanunciada por Jesús en el discurso sobre el pan de vida, realizada en la última cena y actualizada en la misa por voluntad de Jesús, se transforma para cada comunidad cristiana en fuente de un nuevo modo de vivir en la caridad, en la colaboración y en el servicio; un compromiso de esperanza (pan de vida eterna,) de inmortalidad. “Nuestros cuerpos alimentados por la Eucaristía no son corruptibles, porque llevan en sí mismos la esperanza de la resurrección eterna” (S. Ireneo). En esta perspectiva, la muerte no es eliminada, sino superada: “yo lo resucitaré en el último día”; esta frase del evangelio es una de las lecturas típicas en la misa de los difuntos. La asimilación a Cristo por medio de la fe y de los sacramentos exige nuestra participación en el misterio de su muerte que genera la plenitud de la vida.

La misa es un banquete. En el banquete se expresa mejor la acogida, la comunicación, la hospitalidad. No por casualidad, precisamente durante el banquete, Jesús ha comunicado a los pecadores el perdón, ha revelado a los pobres el pan que viene del cielo, se ha confiado con humanísima intimidad a sus discípulos y ha donado su misma vida. Por tanto, el punto de partida para una real y concreta interpretación y celebración de la eucaristía es la reflexión sobre la comida humana. Los seres humanos, a diferencia de los animales, quieren estar juntos y compartir los alimentos. No se trata simplemente de la acción material de comer, sino de un encuentro de personas, casi de un rito. También la reunión eucarística está colocada bajo el signo de la ley de la caridad o del servicio recíproco, del encuentro comunitario. El episodio del lavatorio de los pies, que en el evangelio de Juan sustituye el relato de la institución de la eucaristía, indica claramente que existe un nexo estrecho entre la comida eucarística y el sacrificio espiritual de obediencia de Cristo hasta la muerte de cruz por amor a Dios y a los seres humanos. El primer fruto de la eucaristía consiste en el establecimiento de una comunidad reunida por los vínculos de una auténtica y universal fraternidad

La misa es un encuentro de hermanos. La dimensión comunitaria de la reunión es esencial a la teología eucarística: no basta estar bien dispuestos a la recepción del sacramento, se requiere estar en comunión de caridad, de fraternidad y de servicio con los hermanos. Sentarse juntos a la mesa es un momento de amistad y de entendimiento. La cordialidad del encuentro y de la convivencia es expresión común de la armonía de las cosas y de la humanidad según el proyecto de Dios creador. Nada mejor que el convite eucarístico –mesa de la palabra y del pan de vida- puede revelarnos este amor condescendiente de nuestro Dios que nos hace hijos suyos en Jesús, y nos llama a todos a vivir como hermanos, a imagen y preludio del reino de los cielos. Naturalmente, este vínculo de fraternidad establecido por la eucaristía debe tejer la trama concreta de la existencia cotidiana, de otro modo sería falsa, o al menos inauténtica la participación en la eucaristía. Aquello que ya está “completado” en el rito exige y espera ser completado en la vida. La continuidad entre rito y vida es esencial al ejercicio concreto de la ley de caridad universal, a todos los niveles de la existencia humana en la que esta ley debe concretarse.

Para la revisión de vida
¿Crees que en verdad Jesús está presente en la Sagrada Eucaristía?
La corriente de vida que fluye de la eucaristía ¿creo que es la del mismo Dios?
¿Concilio la eucaristía con comportamientos cercanos a los de Jesús: generosidad, perdón, buenas costumbres...?


Para la reunión de grupo
Tomando como ayuda el Cuaderno Bíblico nº 37 sobre la eucaristía (La
eucaristía en la biblia, 2a. edición, Editorial Verbo Divino, Estella,
Navarra, 1983) revisa los relatos eucarísticos.Analiza detenidamente las liturgias de Jerusalén y de Antioquía.
Completa tu reflexión investigando la Eucaristía en San Pablo. (1Cor 10).


Para la oración de los fieles
-Por la Santa Iglesia de Dios: porque encuentre en Cristo el modelo de su presencia y de su acción en el mundo.
-Por los fieles difuntos: para que al haberse alimentado de la Eucaristía, sean resucitados en el último día, cuando Jesús regrese en su gloria.
-Por los aquí presentes: para que nuestra participación en el eucaristía nos ayude a comprometer nuestra vida al servicio de los hermanos.


Oración comunitaria
Padre todopoderoso, que en Jesús nos has dado una luz maravillosa para nuestra salvación; ayúdanos a vivir este misterio en el compromiso diario por la justicia, la verdad y la paz con dignidad.
O bien:
Dios, Padre nuestro, tu quieres que nuestra Comunidad sea ejemplo de fraternidad, de común-unión, del compartir, de vivir la eucaristía como fuente y culmen de nuestra vida cristiana. Tú, que nos partes y repartes el pan y la palabra para alimentarnos y renovarnos cada día haciendo así visible una Nueva Humanidad, ten misericordia de nosotros y míranos siempre con bondad. Por Jesucristo N.S.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


19.

Nexo entre las lecturas

Las lecturas del presente domingo parecen centrarse en el misterio de la Eucaristía: ¿Qué o quién es ese misterio que se oculta tras las especies de pan y vino? La respuesta es amplia y matizada: Es un hombre, Jesús de Nazaret, igual que nosotros, pero que ha bajado del cielo (Evangelio). Es la Sabiduría de Dios que nos invita a un banquete para adquirir inteligencia (primera lectura). Es el Hijo del Padre, que nos quiere hacer partícipes de su vida divina (Evangelio). Es el Señor glorioso a quien la comunidad cristiana entona salmos, himnos y cánticos inspirados (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. Mysterium carnis. El misterio de la Eucaristía es de un realismo fuera de serie: "El que come mi carne y bebe mi sangre...". ¡Nada de simbolismos o de abstracciones utópicas, ajenas a toda concreción y realidad! ¡La carne y la sangre del hombre que les está hablando, de Jesús de Nazaret, del Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros! No es sólo recuerdo ni celebración, no es la encarnación de una idea bella y generosa, no es una fórmula mágica o un conjuro ritual y arcano, es "la carne del hijo del hombre", es la humanidad y la divinidad de Jesús de Nazaret la que se nos entrega en el pan transustanciado. ¡Qué sobrecogimiento, pero también qué gozo! Uno tiembla de estupor ante un alimento tan sublime que se nos da de un modo tan sorprendente y empequeñecido. Uno goza y exulta lleno de júbilo ante esta invención tan indecible y propiamente divina, como es la Eucaristía. ¿Quién sino Dios pudo inventar tan gran misterio?

2. Mysterium fidei. Después de la consagración del pan y del vino el sacerdote dice: "Este es el sacramento de nuestra fe". Y la asamblea responde: "Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor". Mysterium fidei, mysterium salutis. ¡Maravilloso compendio de la Eucaristía! Sólo por fe estamos capacitados para descubrir en el pan eucarístico la presencia de Cristo, Sabiduría de Dios; como Sabiduría de Dios, a quien de El se alimenta le hace partícipe de esa misma Sabiduría, "que está más allá de toda capacidad humana" y que le permite conocer los misterios de Dios (primera lectura). Sólo la fe nos conduce a descorrer el velo de las especies para ver a Cristo, Hijo de Dios, y Señor glorioso del tiempo y de la historia, de la humanidad y de la creación entera (Evangelio, segunda lectura). Sólo la mirada de fe penetra en el misterio de muerte y resurrección que se verifica cuando el sacerdote consagra el pan y el vino para la remisión de nuestros pecados, y la redención integral de nuestra pobre existencia.

3. Mysterium amoris. La Eucaristía es el último y supremo gesto de amor que Dios se inventó en favor de la humanidad. En el Evangelio Jesús nos dice: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y Yo en él... el que me coma, vivirá por mí". Fórmulas que en otras palabras nos hablan de permanecer en el Amor, ser poseídos por el Amor, vivir por el Amor. En la medida en que la creatura humana ha experimentado un amor que no sea puramente sensible y ha sido elevada a otras formas del amor, estará mejor preparada para captar más fácilmente el amor de Cristo Eucaristía. Un amor, originariamente espiritual y sobrenatural, pero que, dada la naturaleza unitaria del ser humano, se revierte a la esfera sensible y a toda la realidad psico-somática de la persona. Un Amor, presente en el pan eucarístico, que la asamblea cristiana celebra y adora en la liturgia dominical con cantos y con himnos de alabanza y acción de gracias (segunda lectura). El Amor merece ser celebrado públicamente para que se nos contagie a todos y para testimoniarlo a los demás.


Sugerencias pastorales

1. "El Cuerpo de Cristo... AMÉN". La Eucaristía es uno de los sacramentos de la iniciación cristiana. Es conveniente subrayar la importancia de la catequesis preparatoria a la recepción de este sacramento. Catequesis a los niños que van a recibir por primera vez la comunión, y catequesis a los catecúmenos adultos que se preparan para ese encuentro maravilloso con Cristo, Sabiduría de Dios, Hijo de Dios, Señor de la historia. ¡Cuán necesaria es una catequesis integral! Integral, porque toma parte en ella toda la comunidad parroquial: el párroco, la o el catequista, los papás, pero de manera especial la mamá o la abuelita, la maestra o el maestro de religión en la escuela, etc. Integral sobre todo porque se trata de una catequesis que envuelve la integridad de la persona (sea niño o adulto). Se requiere indudablemente el conocimiento completo -y adaptado- de la doctrina católica sobre la Eucaristía. Pero es necesario además que la catequesis abarque la dimensión cultual y litúrgica de la Eucaristía, con lo que ello significa de adoración y de acción de gracias. Es igualmente necesario que el catequizando perciba y se convenza de las consecuencias morales que la recepción de la Eucaristía comporta. Si Jesucristo se convierte en el principio vivificador de nuestra existencia mediante la Eucaristía, ¿será posible vivir de modo diverso y opuesto a como él vivió entre nosotros? Cuando al recibir la comunión el cristiano, a las palabras del sacerdote: "El cuerpo de Cristo", responde con un "Amén", está declarando dos cosas:

1) Creo que eso que veo bajo las especies de pan es el Cuerpo de Cristo, y quiero alimentarme con él;

2) Creo que Cristo viene a mí para purificarme y para fortalecerme en las luchas diarias de la vida, y así ser una imagen suya entre los hombres.

2. El culto a la Eucaristía. En la Iglesia católica la Eucaristía se celebra, pero también se conserva en el Sagrario para que los fieles puedan rendirle culto fuera de la celebración de la misa. Hemos de hacer hincapié los católicos al culto eucarístico, porque quizá ha disminuido entre los fieles y porque son muchos los beneficios que aporta. Las formas de culto son varias: culto individual mediante visitas a Cristo en la Eucaristía; culto comunitario mediante horas eucarísticas, adoración durante el día, procesiones con el Santísimo Sacramento, y otras formas de devoción. Las formas pueden cambiar, lo que ha de permanecer siempre es el deseo ardiente de adorar a nuestro Salvador, reparar su corazón de las ofensas que recibe, expresarle nuestro agradecimiento y nuestro amor y el vivo anhelo de que todos los hombres le amen y encuentren en él su camino de salvación. ¿Cómo puedo yo fomentar el culto eucarístico en mí mismo primeramente y luego en los fieles de mi parroquia, en mi comunidad religiosa? Tengamos por segura una cosa: Cristo Eucaristía ordena las costumbres, forma el carácter, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, invita a la imitación a todos los que se acercan a Él.

P. Antonio Izquierdo


20. CLARETIANOS 2003

El Pan de la Sabiduría

Quizá nos resulte un poco cansino el tema reiterativo de estos domingos: "el pan de la Vida". Pero esta insistencia, modulada en diversos tonos, es enormemente importante para la vida cristiana. No dejemos pasar esta admirable oportunidad.

El discurso del Pan de la Vida, que nos transmite el cuarto Evangelio en el Capítulo VI tiene dos partes bien definidas: la primera nos habla sobre la Fe en Jesús, la segunda sobre la Comunión eucarística con Jesús. El Concilio Vaticano lo expresó hablándonos de las dos mesas: la mesa de la Palabra y la Mesa del Cuerpo y la Sangre. Jesús, como Palabra de Dios, es pan de vida bajado del cielo. Jesús, como Cuerpo entregado, es Pan de la Vida que hay que comer. Hay dos formas de comer el Pan: creyendo en la Palabra, acogiendo la Vida de Jesús en nuestro propio cuerpo.

Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy hemos dado una gran importancia a comer, a través de la fe, el pan de la Palabra. ¡Cómo ha crecido la Iglesia católica a partir de esta manducación consciente y cordial del Pan de la Vida! Hemos cantado entusiasmados en muchas de nuestras liturgias: "Tu Palabra me da vida... confío en tí Señor". Son muchos los cristianos que se han tomado en serio la Palabra de Dios y la han estudiado en círculos de estudio, la han meditado desde la "lectio divina", han hecho de ella el guión por el que conducen su propia vida.

Cuando escuchamos la Palabra y la acogemos en nuestro corazón y nos dejamos movilizar por ella, estamos "comulgando" a Jesús. Esa comunión "precede" a la Comunión eucarística. Le da sentido a la comunión eucarística. El amor siempre va precedido de la revelación, de la palabra, del contacto misterioso a través de la comunicación espiritual. Si importante es en una Iglesia el tabernáculo donde se reserva el pan eucarístico, no menos importante es el tabernáculo de la Biblia donde se reserva el Pan de la Palabra de Dios. Una iglesia centrada excesivamente en la distribución de la comunión, pero no en la distribución de la Palabra está enormemente desequilibrada.

Pero Jesús, además de la Palabra, nos transmite sus gestos, su historia, la historia admirable y milagrosa de su propio cuerpo. Él no es únicamente la Palabra que se nos entrega; es el cuerpo entregado y la sangre derramada. Jesús nos invita a participar -además de en la mesa de la Palabra- en la mesa del Cuerpo.

Esta invitación es misteriosa, excesivamente misteriosa. Por eso, nada extraño es que no pocos no logren entender la trascendencia de esta invitación. ¿Cómo es posible que en el pan y en el vino eucarísticos se nos entregue Jesús, entre en contacto con nosotros, nos haga partícipes de la bendición que lo habita, de la energía vital que lo colma?

Sólo quien ha comulgado la Palabra, puede después -en el silencio eucarístico- captar la hondura de la comunión del Cuerpo y de la Sangre. Muchas veces nos sentimos identificados con el incrédulo Tomás que dijo: Si no veo, si no toco... yo no creo.

Hoy, que tanto buscamos la salud, la vitalidad, la capacidad de no envejecer y de mantenernos en forma, ¿por qué no apreciaremos más la fuente de Vida que es el PAN BAJADO DEL CIELO? En Jesús Palabra Eucarística está la fuente de la Vida, de la Energía. Quien conecta con Él no muere para siempre. Quien comulga su Palabra recibe el don de la Sabiduría, de la Inteligencia, de la Iluminación auténtica.

¡Cuántas medicinas estamos dispuestos a tomar, si ellas nos traen salud y vida! ¿Porqué vivimos cordialmente alejados de la Eucaristía? ¿Porqué a veces nos resulta un sacrificio acudir a ella, celebrarla? ¿Estamos olvidando la fuente de la Sabiduría? Quiera Dios que no sea así y que nunca nos falte el hambre y la sed.


21.INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

COMENTARIOS GENERALES

Primera lectura: (Prov. 9, 1-6)

Hermosa personificación de la “Sabiduría” de Dios: Ella prepara un Banquete para alimentar con la Palabra (=la Ley) de Dios a sus fieles:

-El “Anfitrión” que lo dispone e invita es la Sabiduría: En palacio riquísimo, con mesa espléndida. Los invitados y comensales son los “sencillos”, pobres y humildes (4). El alimento es el “pan” y el “vino” de la Sabiduría: la Palabra de Dios (5). El fruto de tan rico convite es alejarse del pecado y entrar en el reino de la “Vida” (6). Israel, alimentado por Dios con el “maná”, entendió que aquel alimento era “signo” de otro más precioso con el que Dios alimentaba sus almas y les conducía a la Vida: “Para que aprendieran tus hijos que no son los frutos de la tierra los que alimentan al hombre, sino que es tu Palabra quien guarda a los que confían en Ti” (Sab 16, 26). Cuando la Palabra que nos regala Dios sea el Verbo Encarnado entenderemos estos “signos” y los gozaremos en su plenitud.

-Jesús en sus parábolas (Mt 22, 1-4; Lc 14, 15-24) compara su Reino, el Reino de los cielos, a un Banquete. Banquete en el que El, “Sabiduría” y “Palabra” del Padre, nos da luz y vida; y se nos da a Sí mismo en manjar: “Tomad, comed. Esto es mi Cuerpo”. Los Apóstoles son enviados por Cristo a invitar y compeler a todos a llenar la sala del Banquete. Los pobres y sencillos acogen con gozo la invitación. Los egoístas y orgullosos, sensuales y disipados la rechazan.

-El premio del cielo también nos lo propone Jesús como un Banquete a su mesa: “Vosotros comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino” (Lc 22, 30). Será la plenitud de la felicidad el eterno Banquete nupcial: “Comed, amigos. Bebed y embriagaos, queridos” (Cantar 5, 1). Será Banquete eternamente embriagador, porque la Sabiduría misma, Cristo Verbo Encarnado, se nos entregará en perpetuo desposorio: “La amé (la Sabiduría) y la busqué desde mi juventud; me la procuré como esposa enamorado de su hermosura. En su posesión y convivencia tendré gozo, inmortalidad y riqueza inagotable” (Sab 8, 1. 16).


Segunda Lectura: Efesios 5, 15-20:

Esta exhortación o programa de vida cristiana que nos traza San Pablo armoniza con la doctrina de los Libros Sapienciales: Debemos tomar por Maestra a la Sabiduría y huir de la necedad. “Necedad” significa toda impiedad y todo pecado. “Sabiduría” significa toda verdad y toda bondad.

-Buenos discípulos educados en la escuela de la “Sabiduría”, cumplimos nuestros deberes con Dios: Buscar su voluntad. Apartarse de ella o prescindir de ella es la suma necedad o imprudencia. Otro deber con Dios: Vivir en perenne “Eucaristía” (= Acción de gracias) a Dios Padre en nombre de Nuestro Señor Jesucristo (20).

-Deberes cristianos con los Hermanos: Edificarse y animarse mutuamente. De manera especial en las gozosas y festivas celebraciones litúrgicas (19).

-En la conducta individual es también muy exigente la Sabiduría con sus discípulos: Rescatar el tiempo perdido; vivir en vela, pues “los tiempos son malos” (16); huir de todo desenfreno y sensualidad.

-Este programa no nos es difícil, pues, henchidos de Espíritu Santo (18 b), tenemos la doctrina de la Sabiduría “escrita no con tinta, sino con Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne: en los corazones” (2 Cor 3, 3): Labor que todavía realiza con mayor suavidad y eficacia el Sacramento Eucarístico: “Señor, partícipes del Sacramento de Cristo, confórmanos ahora a su imagen y haznos compañeros suyos en la gloria” (Domingo XX- Postcom.).


Evangelio: Juan 6, 5 1-59:

Jesús, al darnos el significado del “Maná” del Desierto, nos promete el Convite que El va a disponer para el Pueblo de la Nueva Alianza mientras dure su período de prueba y peregrinación:

-El “Maná” era el “signo” expresivo de la Providencia, la ternura, la dulzura de Dios (Sab 16, 26). Y debía comerse en actitud de fe, confianza, amor, gratitud, obediencia. Al comer el “maná” actuaban la fe en la Palabra de Dios que era la que los nutría.

-Pero aquel “maná” era sólo promesa y preanuncio. Cuanto se dice del “Maná” sólo en Cristo tiene cumplimiento pleno: Cristo, sí, es “Pan de Dios”: El Hijo de Dios enviado al mundo, don y gracia de Dios. Cristo, sí, es “Pan de Vida”. Pan de verdad Viviente y Vivificante. El “Maná” saciaba unas horas el hambre; conservaba unos años la vida; y sólo a unos pocos hombres. Cristo es Pan Celeste, saciativo, espiritual, divino: Pan de Vida Eterna.

-El mismo Jesús nos ha dado la plena teología del “Maná”. Tras multiplicar los panes en el Desierto, tras pasar a pie el estrecho mar de Galilea, nos promete al Nuevo Israel el Nuevo Maná. Y nos lo da en la Última Cena. Nos da el pan de los hijos de Dios: “No como el que comieron los padres y no les libró de la muerte. El que come este Pan vivirá por siempre” (58). Este “Pan” es Cristo mismo. Le comemos con la fe (35) y con el Sacramento (54). Comamos este Pan con la fe del mártir Ignacio: “No apetezco comida corruptible ni deleites terrenos. El Pan de Dios quiero, que es la Carne de Cristo. Y quiero por bebida su Sangre, que es amor incorruptible” (Rom 7, 3). Y no olvides el consejo del Maestro Avila: “El comulgar hoy te acrecentará el aparejo para comulgar mañana”.

-En el convite Eucarístico: Cristo se nos da en comida. Establece mutua y personal inmanencia entre él y quien le come. Esta comunión con Cristo nos lleva y nos allega al Padre, Fuente de Vida (57). Lo es directamente para Cristo; para nosotros, a través y por medio de Cristo.

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "B", Herder, Barcelona 1979.

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SAN AGUSTÍN


TRATADO XXVI

Desde este pasaje: «Murmuraban los judíos porque había dicho: “Yo soy el pan que bajó del cielo”, hasta este otro: “El que come este pan, vivirá eternamente”.

1. Cuando nuestro Señor Jesucristo declaró, como hemos oído leer en el evangelio, que El era el pan que descendió del cielo, comenzaron los judíos a murmurar, diciendo: “¿Por ventura éste no es Jesús el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, se atreve El a decir que ha bajado del cielo”. ¡Qué lejos estaban éstos del pan del cielo! Ni sabían siquiera qué es tener hambre de El. Tenían heridas en el paladar del corazón: eran sordos que oían y ciegos que veían. Este pan del hombre interior, es verdad, pide hambre; por eso habla así en otro lugar: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Y Pablo el Apóstol dice que nuestra justicia es Cristo. Y por eso, el que tiene hambre de este pan tiene que tener hambre también de la justicia; de la justicia, digo, que descendió del cielo, de la justicia que da Dios, no de la justicia que se apropia el hombre como obra suya. Porque, si el hombre no se apropia justicia alguna como obra suya, no hablaría así de los judíos el mismo Apóstol: “No conociendo la justicia de Dios y queriendo afirmar la suya propia, no participaron de la justicia de Dios”. Así eran estos que no comprendían el pan que bajó del cielo, porque, saturados de su justicia, no tenían hambre de la justicia de Dios. ¿Qué significa esto: justicia de Dios y justicia del hombre? La justicia de Dios de la que aquí se habla, no es la justicia por la que es justo Dios, sino la justicia que comunica Dios al hombre para que llegue el hombre a ser justo por Dios. ¿Cuál es la justicia de aquéllos? Es una justicia que les hacía presumir demasiado de sus fuerzas y les llevaba a decir que ellos mismos, por su propia virtud, cumplían la ley. Mas la ley no la cumple nadie, sino aquel a quien ayuda la gracia; esto es, el pan que bajó del cielo. La plenitud de la ley, como dice el Apóstol, es, en resumen, el amor. El amor, no de la plata, sino de Dios; el amor, no de la tierra ni del cielo, sino el amor de aquel que hizo la tierra y el cielo. ¿De dónde le viene al hombre este amor? Oigamos al mismo Apóstol: “El amor de Dios, dice, se ha difundido en vuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado”. Como, pues, el Señor había de comunicarnos el Espíritu Santo, por eso declara que El es el pan bajado del cielo, exhortándonos a que creamos en El. Creer en El es lo mismo que comer el pan vivo. El que cree, come. Se nutre invisiblemente el mismo que invisiblemente renace. Es niño en la interioridad, y en la interioridad es algo reno vado. Donde se renueva, allí mismo se nutre.

2. ¿Cuál es, pues, la respuesta de Jesús a estos murmuradores? “No sigáis murmurando entre vosotros”. Como si dijera: Ya se yo por qué no tenéis hambre y por qué no tenéis la inteligencia de este pan ni la buscáis. No sigan esas murmuraciones entre vosotros. “Nadie puede venir a mi si mi Padre, que me envió, no le atrae”. ¡Qué recomendación de la gracia tan grande! Nadie puede venir si no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae y por qué atrae a uno y a otro no, no te atrevas a sentenciar sobre eso, si es que no quieres caer en el error. ¿No eres atraído aún? No ceses de orar para que logres ser atraído. Oye primero lo que sigue y entiéndelo. Si somos atraídos a Cristo, estamos diciendo que creemos a pesar nuestro y que se emplea la violencia, no se estimula la voluntad. Alguien puede entrar en la iglesia a despecho suyo y puede acercarse al altar y recibir el sacramento muy a pesar suyo; lo que no puede es creer no queriendo. Si fuese el acto de fe función corporal, podría tener lugar en los que no quisiesen; pero el acto de fe no es función del cuerpo. Oído atento a las palabras del Apóstol: “Se cree con el corazón para la justicia”. ¿Y qué es lo que sigue? “Y con la boca se hace la confesión para la salud”. Esta confesión tiene su raíz en el corazón. A veces oyes tú a alguien que confiesa la fe, y no sabes si tiene fe. Y no debes llamar confesor de la fe al que tengas tú como no creyente. Confesar es expresar lo que tienes en el corazón; y si en el corazón tienes una cosa y con la boca dices tú otra, entonces lo que haces es hablar, no confesar. Luego, siendo así que en Cristo se cree con el corazón (lo que ciertamente nadie hace a la fuerza), y, por otra parte, el que es atraído parece que es obligado por la fuerza, ¿cómo se resuelve el siguiente problema: “Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre, que me envió”?

3. Si es atraído, dirá alguien, va a El muy a pesar suyo. Si va a El a despecho suyo, no cree; y si no cree, no va a El. No vamos a Cristo corriendo, sino creyendo; no se acerca uno a Cristo por el movimiento del cuerpo, sino por el afecto del corazón. Por eso, aquella mujer que toca la orla de su vestido le toca más realmente que la turba que le oprime. Por esto dijo el Señor: “¿Quién es el que me ha tocado?” Y los discípulos, llenos de extrañeza, le dicen: “Te están las turbas comprimiendo, ¿y dices todavía quién me ha tocado?” Pero El repitió: “Alguien me ha tocado”. Aquélla le toca; la turba le oprime. ¿Qué significa tocó, sino creyó? He aquí por qué, después, de su resurrección, dice a la mujer aquella que quiso echarse a sus pies: “No me toques, que todavía no he subido al Padre”. Lo que estás viendo, eso sólo crees que soy yo, nada más. “No me toques”. ¿Que significa esto? Crees tú que yo no soy más que lo que estás viendo; no creas así. Este es el sentido de las palabras: “No me toques, porque todavía no he subido al Padre”. Para ti aún no he subido, porque yo de allí jamás me distancié. No tocaba ella al que en la tierra tenía delante de los ojos, ¿cómo iba a tocar al que subía al Padre? Sin embargo, así quiere que le toque y así le tocan quienes bien le tocan, subiendo al Padre, y quedando con el Padre, y siendo igual a El.

4. Si de una parte y de otra lo miras, nadie viene a mí sino quien es atraído por el Padre. No vayas a creer que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor. Ni hay que temer el reproche que, tal vez, por estas palabras evangélicas de la Sagrada Escritura, nos hagan quienes sólo se fijan en las palabras y están muy lejos de la inteligencia de las cosas en grado sumo divinas, diciéndonos: ¿Cómo puedo yo creer voluntariamente si soy atraído? Digo yo: Es poco decir que eres atraído voluntariamente; eres atraído también con mucho agrado y placer. ¿Qué es ser atraído por el placer? “Pon tus delicias en el Señor y El te dará lo que pide tu corazón”. Hay un apetito en el corazón al que le sabe dulcísimo este pan celestial. Si, pues, el poeta pudo decir: «Cada uno va en pos de su afición», no con necesidad, sino con placer; no con violencia, sino con delectación, ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es atraído a Cristo el hombre cuyo deleite es la verdad, y la felicidad, y la justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es Cristo? Los sentidos tienen sus delectaciones, ¿y el alma no tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus delectaciones, ¿por qué razón se dice: “Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de tu casa, y les darás a beber hasta saciarlos del torrente de tus delicias, por que en ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz”? Dame un corazón amante, y sentirá lo que digo.

Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo. Mas, si hablo con un corazón que está del todo helado, este tal no comprenderá mi lenguaje. Como éste eran los que entre sí murmuraban: “El que es atraído, dice, por el Padre, viene a mí”.

5. ¿Qué sentido, pues, pueden tener estas palabras: “A quien el Padre atrae, sino que el mismo Cristo atrae? ¿Por qué prefirió decir: “A quien el Padre atrae”? Si hemos de ser atraídos, que lo seamos por aquel a quien dice una de esas almas amantes: “Tras el olor de tus perfumes correremos”. Pero pongamos atención, hermanos, en lo que quiso darnos a entender, y comprendámoslo en la medida de nuestras fuerzas. Atrae el Padre al Hijo a aquellos que creen en el Hijo precisamente porque piensan que El tiene a Dios por Padre. Dios-Padre engendró un Hijo que es igual a El; y el que piensa y en su fe siente y reflexiona que aquel en quien cree es igual al Padre, ese mismo es quien es llevado al Hijo por el Padre. Arrio le creyó simple criatura; no le atrajo al Padre, porque no piensa en el Padre quien no cree que el Hijo es igual a El. ¿Qué es, ¡oh Arrio!, lo que estás diciendo? ¿Qué lenguaje herético es el tuyo? ¿Qué es Cristo? No es verdadero Dios, responde, sino que El ha sido hecho por el verdadero Dios. No te ha atraído el Padre; no compren des tú al Padre, cuyo Hijo niegas; tienes en el pensamiento algo muy distinto de lo que es el Hijo; ni el Padre te atrae ni tampoco eres llevado tú al Hijo; el Hijo es una cosa, y lo que tú dices es otra muy distinta. Dijo Fotino: Cristo no es más que un simple hombre; no es Dios también. Quien así piensa no le ha atraído el Padre. El Padre atrae a quien así habla: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”; tú no eres como un profeta, ni como Juan, ni como un hombre justo, por grande que sea; tú eres como Único, como el Igual; “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. ¡Mira cómo ha sido atraído, atraído por el Padre! “Eres feliz, Simón hijo de Jonás, porque no ha sido ni la carne ni la sangre los que te han revelado eso, sino mi Padre, que está en los cielos”. Esta revelación es atracción también. Muestra nueces a un niño, y se le atrae y va corriendo allí mismo adonde se le atrae; es atraído por la afición y sin lesión alguna corporal; es atraído por los vínculos del amor. Si, pues, estas cosas que entre las delicias y delectaciones terrenas se muestran a los amantes, ejercen en ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a atraer Cristo, puesto al descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ¿Para qué el hambre devoradora? ¿Para qué el deseo de tener sano el paladar interior, capaz de descubrir la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, y la justicia, y la verdad, y la eternidad?

6. Pero ¿dónde se realizará esto? Allí mucho mejor, y allí con más verdad, y allí con más plenitud. Aquí nos es más fácil tener hambre, con tal de tener esperanza santa, que saciarnos. “Felices, dice, los que tienen hambre y sed de justicia”, pero aquí abajo; “porque serán saciados”; mas esto allá arriba. Por esta razón, después de decir: “Nadie viene a mí si no le atrae mi Padre, que me envió”, ¿qué añadió? “Y yo le resucitaré en el día postrero”. Yo le doy lo que ama y yo le doy lo que espera; verá lo que creyó sin haberlo visto, y comerá aquello mismo de lo que tiene hambre y será saciado de aquello mismo de lo que tiene sed. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos. “Yo le resucitaré en el día postrero”.

7. Está escrito en los profetas: “Serán todos enseñados por Dios”. ¿Por qué me he expresado así, oh judíos? No os ha enseñado a vosotros el Padre; ¿cómo vais a poder conocerme a mí? Los hombres todos de aquel reino serán adoctrinados por Dios, no por los hombres. Y si lo oyen de los hombres, sin embargo, lo que entienden se les comunica interiormente, e interiormente brilla, e interiormente se les descubre. ¿Qué hacen los hombres cuando hablan exteriormente? ¿Qué estoy haciendo, pues, yo ahora cuando hablo? No logro más que introducir en vuestros oídos ruido de palabras. Luego, si no lo descubre el que está dentro, ¿qué vale mi discurso y qué valen mis palabras? El que cultiva el árbol está por defuera; es el Creador el que está dentro. El que planta y el que riega trabajan por de fuera; es lo que hacemos nosotros. Pero ni el que planta es algo ni el que riega tampoco; es Dios, que es el que da el crecimiento. Este es el sentido de estas palabras: Todos serán enseñados por Dios. ¿Quiénes son esos todos? “Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí”. Mirad la manera de atraer que tiene el Padre; es por el atractivo de su enseñanza, llena de delectación, y no por imposición violenta alguna; ése es el modo de su atracción. “Serán todos enseñados por Dios”; ahí tenéis el modo de atraer Dios. “Todo el que oye al Padre aprende de El, viene a mí”; así es como atrae Dios.

8. ¿Qué se sigue de esto, hermanos? Si todo el que oye al Padre y aprende se llega a Cristo, ¿luego Cristo no hace aquí nada como maestro? ¿Qué quiere decir que los hombres no vieron al Padre como Maestro y al Hijo sí? Es que el Hijo hablaba, pero el Padre enseñaba. Yo que soy hombre y nada más, ¿a quién enseño? ¿A quién, hermanos, sino al que oye mi palabra? Luego, si yo, que soy hombre, enseño al que oye mi palabra, el Padre enseña también al que oye su palabra. Si el Padre enseña al que oye su palabra, investiga qué cosa es Cristo y conocerás su Palabra: “En el principio existía el Verbo”. No dice que en el principio hizo Dios el Verbo, como dice que “en el principio hizo Dios el cielo y la tierra”. La razón es porque el Verbo no es criatura. Aprende el modo de ser atraído al Hijo por el Padre, que el Padre te enseñe, oye a su Verbo. ¿A qué Verbo suyo dices que oiga? “En el principio existía el Verbo (no se hizo, sino que existía ya), y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. ¿Cómo es posible que los hombres, mientras existen en la carne, oigan a este Verbo? “Porque el Verbo se hizo carne y vivió entre nosotros”.

9. Todo esto nos lo explica El mismo también y nos muestra el sentido de estas palabras: “El que oye al Padre y recibe su doctrina, viene a mí”. Y luego añade algo que se nos hubiera podido ocurrir: “No que hombre alguno haya visto al Padre; únicamente el que es de Dios, ése es el que ha visto al Padre”. ¿Cuál es el sentido de estas palabras? Que yo he visto al Padre y vosotros no lo habéis visto; y, sin embargo, no venís a mí si no sois atraídos por el Padre. ¿Y qué significa ser atraído por el Padre sino aprender del Padre? ¿Y qué el aprender del Padre sino oír al Padre? ¿Qué es oír al Padre sino oír la palabra del Padre, es decir, a mí mismo? Para que tal vez, cuando os diga yo: “Todo el que oye al Padre y aprende”, no penséis en vuestro interior: Pero, si nunca hemos visto al Padre, ¿cómo hemos podido aprender del Padre? Oíd de mi misma boca: “No es que haya visto alguno al Padre, sino el que es de Dios, ése es el que ha visto al Padre”. Yo conozco al Padre y yo procedo de El; pero como procede la palabra de aquel de quien es la palabra, y no la palabra que suena y desaparece, sino la que permanece con el que la pronuncia y atrae al que la escucha.

10. Sirva de advertencia lo que dice a continuación: “En verdad, en verdad os digo que quien cree en mí posee la vida eterna”. Quiso descubrir lo que era, ya que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo Cristo es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene a mí, y el que viene a mí me posee.

¿Qué es Poseerme a mí? Poseer la vida eterna. La vida eterna aceptó la muerte y la vida eterna quiso morir, pero en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de sí; recibió de ti lo que pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas no de modo humano. Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una madre. Nació allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la muerte con el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. “El que cree en mí, dice, tiene la vida eterna”, que no es lo que aparece, sino lo que está oculto. “La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo era Dios, y la vida era luz de los hombres”. El mismo que es vida eterna, dio a la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, mas al tercer día resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que resucita, está la muerte, que fue aniquilada.

11. “Yo soy, dice, el pan de vida”. ¿De qué se enorgullecían? “Vuestros padres, continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron”. ¿De qué nace vuestra soberbia? “Comieron el maná y murieron”. ¿Por qué comieron y murieron? Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo que atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por ventura nosotros, que comemos el pan que ha descendido del cielo? Murieron aquéllos, como vamos a morir nosotros, en lo que se refiere, digo, a esta muerte visible y corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la muerte aquella con que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los padres de éstos; del maná comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y allí comieron otros muchos que fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por qué razón? Porque comprendieron espiritualmente este manjar visible, y espiritualmente lo apetecieron, y espiritualmente lo comieron para ser espiritualmente nutridos. Nosotros también recibimos hoy un alimento visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy distinta la virtud del sacramento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este alimento y mueren en el mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: “El mismo come y bebe su condenación”. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan del Señor? Lo comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el demonio. No porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal estado lo que era bueno. Estad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan del cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros al altar, mirad lo que decís: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también. Acércate con confianza, que es pan, no veneno. Mas examínate si es verdad que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no puedes engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona. Los padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y murmuradores padres de éstos, son perversos e infieles y murmuradores como ellos. Pues en ninguna cosa se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo que con sus murmuraciones contra Dios. Por eso, queriendo el Señor presentarlos como hijos de tales padres, comienza a echarles en cara esto: “¿Por qué murmuráis entre vosotros, murmuradores, hijos de padres murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron, no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo comieron en mala disposición”.

12. “Este es el pan que descendió del cielo”. El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos, son distintos; mas en la realidad por ellos significada hay identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: “No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y que todos atravesaron el mar, y que todos fueron bautizados bajo la dirección de Moisés en la nube y en el mar, y que todos comieron el mismo manjar espiritual”. Es verdad que era el mismo pan espiritual, ya que el corporal era distinto. Ellos comieron el maná; nosotros, otra cosa distinta; pero, espiritualmente, idéntico manjar que nosotros. Pero hablo de nuestros padres, no de los de ellos; de aquellos a quienes nos asemejamos, no de aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual”. Una cosa bebieron ellos, otra distinta nosotros; mas sólo distinta en la apariencia visible, ya que es idéntica en la virtud espiritual por ella significada. ¿Cómo la misma bebida? Bebían de la misma piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese es el pan y ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en símbolo. El Cristo verdadero es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la piedra con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. “Este es, pues, el pan que descendió del cielo para que, si alguien lo comiere, no muera”. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.

13. “Yo soy el pan vivo que descendí del cielo”. Pan vivo precisamente, porque descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la sombra, éste la verdad. “Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo”. ¿Cuándo iba la carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el nombre de carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la carne, porque se llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dijeron que esto era demasiado y que no podía ser. “Mi carne, dice, es la vida del mundo”. Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo solamente vive el cuerpo de Cristo. Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú eres hombre, y tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible. Dime qué es lo que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu el que recibe la vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu espíritu? Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no sé si vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El mismo cuerpo de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: “Somos muchos un solo pan, un solo cuerpo”. Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de su vida. No le horrorice la unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello, proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la tierra para reinar después en el cielo.

14. Discutían entre sí los judíos, diciendo: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Altercaban, es verdad, entre sí, porque no comprendían el pan de la concordia, y es más, no querían comerlo; pues los que comen este pan no discuten entre sí: “Somos muchos un mismo pan y un mismo cuerpo”. Por este pan hace Dios vivir en su casa de una misma y pacífica manera.

15. A la cuestión causa de litigio entre ellos, es a saber: ¿Cómo es posible que pueda darnos el Señor a comer su carne, no contesta inmediatamente, sino que aun les sigue diciendo: “En verdad, en verdad os di que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. No sabéis cómo se come este pan ni el modo especial de comerlo; sin embargo, “si no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Esto, es verdad, no se lo decía a cadáveres, sino a seres vivos. Así que, para que no entendiesen que hablaba de esta vida (temporal) y siguiesen discutiendo de ella, añadió en seguida: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna”. Esta vida, pues, no la tiene quien no come este pan y no bebe esta sangre. Pueden, sí, tener los hombres la vida temporal sin este pan; mas es imposible que tengan la vida eterna. Luego quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene en sí mismo la vida; pero sí quien come su carne y bebe su sangre tiene en sí mismo la vida, y a una y a otra les corresponde el calificativo de eterna. No es así el alimento que tomamos para sustentar esta vida temporal. Es verdad que quien no lo come no puede vivir; pero también es verdad que no todos los que lo comen vivirán; pues sucede que muchos que no lo comen, sea por vejez, o por enfermedad, o por otro accidente cualquiera, mueren. Con este alimento y bebida, es decir, con el cuerpo y la sangre del Señor, no sucede así. Pues quien no lo toma no tiene vida, y quien lo toma tiene vida, y vida eterna. Este manjar y esta bebida significan la unidad social entre el cuerpo y sus miembros, que es la Iglesia santa, con sus predestinados, y llamados, y justificados, y santos ya glorificados, y con los fieles. La primera de las condiciones, que es la predestinación, se realizó ya; la segunda y la tercera, que son la vocación y la justificación, se realizó ya, y se realiza, y se seguirá realizando; y la cuarta y la última, que es la glorificación, ahora se realiza sólo en la esperanza y en el futuro será una realidad. El sacramento de esta realidad, es decir, de la unidad del cuerpo y de la sangre de Cristo, se prepara en el altar del Señor, en algunos lugares todos los días y en otros con algunos días de intervalo, y es comido de la mesa del Señor por unos para la vida, y por otros para la muerte. Sin embargo, la realidad misma de la que es sacramento, en todos los hombres, sea el que fuere, que participe de ella, produce la vida, en ninguno la muerte.

16. Y para que no se les ocurriese pensar que con este manjar y bebida se promete la vida eterna en el sentido de que quienes lo comen no mueren ni aun siquiera corporalmente, tiene el Señor la dignación de adelantarse a este posible pensamiento. Porque después de haber dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene, la vida eterna”, añadió inmediatamente: “Y yo le resucitaré en el día postrero”. Para que, entretanto, tenga en el espíritu la vida eterna con la paz, que es la recompensa del alma de los santos; y, en cuanto al cuerpo se refiere, no se encuentre defraudado tampoco de la vida eterna, sino que la tenga en la resurrección de los muertos en el día postrero.

17. “Porque mi carne, dice, es una verdadera comida, y mi sangre es una verdadera bebida”. Lo que buscan los hombres en la comida y bebida es apagar su hambre y su sed; mas esto no lo logra en realidad de verdad sino este alimento y bebida, que a los que lo toman hace inmortales e incorruptibles, que es la sociedad misma de los santos, donde existe una paz y unidad plenas y perfectas. Por esto, ciertamente (esto ya lo vieron antes que nosotros algunos hombres de Dios), nos dejó nuestro Señor Jesucristo su cuerpo y su sangre bajo realidades, que de muchas se hace una sola. Porque, en efecto, una de esas realidades se hace de muchos granos de trigo, y la otra, de muchos granos de uva.

18. Finalmente, explica ya cómo se hace esto que dice y qué es comer su cuerpo y beber su sangre. “Quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mi y yo en él”. Comer aquel manjar y beber aquella bebida es lo mismo que permanecer en Cristo y tener a Jesucristo, que permanece en sí mismo. Y por eso, quien no permanece en Cristo y en quien Cristo no permanece, es indudable que no come ni bebe espiritualmente su cuerpo y su sangre, aunque materialmente y visiblemente toque con sus dientes el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo; sino antes, por el contrario, come y bebe para su perdición el sacramento de realidad tan augusta, ya que, impuro y todo, se atreve a acercarse a los sacramentos de Cristo, que nadie puede dignamente recibir sino los limpios, de quienes dice: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

19. “Así como mi Padre viviente, dice, me envió y yo vivo por mi Padre, así también quien me come a mi vivirá por mí”. No dice: Así como yo como a mi Padre y vivo por mi Padre, así quien me come a mí vivirá por mí. Pues el Hijo no se hace mejor por la participación de su Padre, porque es igual a El por nacimiento; mientras que nosotros sí que nos haremos mejores participando del Hijo por la unidad de su cuerpo y sangre, que es lo que significa aquella comida y bebida. Vivimos, pues, nosotros por El mismo comiéndole a El, es decir, recibiéndole a El, que es la vida eterna, que no tenemos de nosotros mismos. Vive El por el Padre, que le ha enviado; porque se anonadó a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte de cruz. Si tomamos estas palabras: “Vivo por el Padre”, en el mismo sentido que aquellas otras: “El Padre es mayor que yo”, podemos decir también que nosotros vivimos por El, porque El es mayor que nosotros. Todo esto es así por el hecho mismo de ser enviado. Su misión es, ciertamente, el anonadamiento de sí mismo y su aceptación de forma de siervo; lo cual rectamente puede así decirse, aun conservando la identidad absoluta de naturaleza del Hijo con el Padre. El Padre es mayor que el Hijo-hombre; pero el Padre tiene un Hijo- Dios, que es igual a El, ya que uno y el mismo es Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que es Cristo Jesús. Y en este sentido dijo (si se entienden bien estas palabras): “Así como el Padre viviente me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá para mí”. Como si dijera: La razón de que yo viva por el Padre, es decir, de que yo refiera a El como a mayor mi vida, es mi anonadamiento en el que me envió; mas la razón de que cualquiera viva por mí es la participación de mí cuando me come. Así, yo, humillado, vivo por el Padre, y aquel, ensalzado, vive por mí. Si se dijo “Vivo por el Padre” en el sentido de que El viene del Padre y no el Padre de El, esto se dijo sin detrimento alguno de la identidad entre ambos. Pero diciendo: “Quien me come a mí, vivirá por mí”, no significa identidad entre El y nosotros, sino que muestra sencillamente la gracia de mediador.

20. “Este es el pan que descendió del cielo”, con el fin de que, comiéndolo, tengamos vida, y que de nosotros mismos no podemos tener la vida eterna. “No como comieron, dice, el maná vuestros padres, y murieron; el que come este pan vivirá eternamente”. Aquellas palabras: “Ellos murieron”, quieren significar que no vivirán eternamente. Porque morirán en verdad temporalmente también quienes coman a Cristo; pero viven eternamente, ya que Cristo es la vida eterna.

(San Agustín, Obras Completas , Tratado sobre el Evangelio de San Juan , Tomo XIII , BAC, 2ª Ed., Madrid, 1968, Pág. 573-593)

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JUAN PABLO II



EL HOMBRE TIENE SED DE DIOS

Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general del miércoles 25 de abril de 2001

1. El Salmo 62 (63), en el que hoy reflexionamos, es el Salmo del amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico hasta alcanzar su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, pues involucra al alma y al cuerpo.

Como escribe santa Teresa de Ávila «sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace gran falta, que si del todo nos falta nos mata» (“Camino de perfección”, c. XIX). La liturgia nos propone las dos primeras estrofas del Salmo, que están centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras que la tercera estrofa presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del Salmo.

2. Comenzamos entonces nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de Dios. (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo despejado de Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de manera casi instintiva, parecería «física». Como la tierra árida está muerta hasta que no es regada por la lluvia, y al igual que las grietas del terreno parecen una boca sedienta, así el fiel anhela a Dios para llenarse de él y para poder así existir en comunión con Él.

El profeta Jeremías había proclamado: el Señor es «manantial de agua viva» y había reprendido al pueblo por haber construido «cisternas agrietadas que no contienen el agua» (2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Juan 7, 37-38). En plena tarde de un día soleado y silencioso, promete a la mujer samaritana: «el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (Juan 4, 14).

3. La oración del Salmo 62 se entrecruza, en este tema, con el canto de otro Salmo estupendo, el 41 (42): «Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (versículos 2-3). En el idioma del Antiguo Testamento, el hebreo, «el alma» es expresada con el término «nefesh», que en algunos textos designa la «garganta» y en otros muchos se amplia hasta indicar todo el ser de la persona. Tomado en estas dimensiones, el término ayuda a comprender hasta qué punto es esencial y profunda la necesidad de Dios; sin él desfallece la respiración y la misma vida. Por este motivo, el salmista llega a poner en segundo plano la existencia física, en caso de que decaiga la unión con Dios: «Tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 4). También el Salmo 72 (73) repetirá al Señor: «¿Quién hay para mí en el cielo? Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! [...] Para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor» (versículos 25-28).

4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista entonan el canto del hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente, con las imágenes del «gran banquete» y de la saciedad, el orante recuerda uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de Sión: el así llamado «de comunión», es decir, un banquete sagrado en el que los fieles comían las carnes de las víctimas inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el hambre es saciada cuando se escucha la Palabra divina y se encuentra al Señor. De hecho, «no sólo vive de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor» (Deuteronomio 8, 3; cf. Mateo 4, 4). Y al llegar a este punto el pensamiento cristiano corre hacia aquel banquete que Cristo ofreció la ultima noche de su vida terrena, cuyo valor profundo había explicado ya en el discurso de Cafarnaúm: «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Juan 6, 55-56).

5. A través de la comida mística de la comunión con Dios, «el alma se aprieta» contra Dios, como declara el salmista. Una vez más, la palabra «alma» evoca a todo el ser humano. No es una casualidad si habla de un abrazo, de un apretón casi físico: Dios y el hombre ya están en plena comunión y de los labios de la criatura sólo puede salir la alabanza gozosa y grata. Incluso cuando se está en la noche obscura, se siente la protección de las alas de Dios, como el arca de la alianza el alma está cubierta por las alas de los querubines. Entonces aflora la expresión estática de la alegría: «yo exulto a la sombra de tus alas». El miedo se disipa, el abrazo no aprieta algo vacío sino al mismo Dios, nuestra mano se cruza con la fuerza de su diestra (cf. Salmo 62, 8-9).

6. Al leer este Salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos llevan hacia Dios son saciadas en Cristo crucificado y resucitado, del que nos llega, a través del don del Espíritu Santo y de los Sacramentos, la nueva vida y el alimento que la sustenta...

Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, quien al comentar la observación de Juan: de su costado «salió sangre y agua» (cf. Juan 19, 34), afirma: «aquella sangre y aquella agua son símbolos del Bautismo, y de los Misterios», es decir, de la Eucaristía. Y concluye: «¿Veis cómo Cristo se une con su esposa? ¿Veis con qué comida nos nutre a todos nosotros? Nos alimentamos con la misma comida que nos ha formado. De hecho, así como la mujer alimenta a aquel que ha generado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su propia sangre a aquel que él mismo ha engendrado» (Homilía III dirigida a los neófitos, 16-19 passim: SC 50 bis, 160-162).

(Juan Pablo II, www.zenit.org )

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DR. D. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS



PROMESA DE LA EUCARISTÍA

Explicación . - Las dos partes que hemos analizado de este profundo discurso se refieren especialmente a la doctrina de la fe, aunque pueden considerarse como preludio de la promesa de la Eucaristía , según lo que hemos dicho. En la primera, de un modo general, afirma Jesús que hay un pan de vida sobrenatural y divina, del que el maná era tipo, que la dará perpetuamente y a todo el mundo, siendo ésta vida eterna. En la segunda, sienta la tesis de que el pan de Dios es Él mismo, que ha bajado del cielo para dar a los hombres esta vida sobrenatural y eterna; para ello es preciso creer en Él, y esto no se logra sin el llamamiento del Padre. Ahora, de la manducación espiritual por la fe en Cristo pasa Jesús a un tema más alto y profundo: la manducación eucarística de su cuerpo. Son tres las ideas fundamentales de esta parte, perfectamente trabadas y dispuestas en progresión ascendente. Las concretan los tres epígrafes siguientes.

JESÚS, PAN ESPIRITUAL DEBE SER COMIDO (48-52a). - Empieza Jesús con la misma proposición inicial de la primera parte, bien que situándose en un plano de ideas superior, como aparece de lo que sigue: “Yo soy el pan de la vida”. Le compara con el maná, al que habían aludido sus oyentes, para demostrar que le aventaja por dos razones: el maná fue dado a «sus» padres (con lo que revela Jesús que tiene un Padre distinto de ellos), para conservar la vida del cuerpo, y no obstante murieron: “Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron”. En cambio, él es el pan del espíritu, que le da vida inmortal: Acompañaría Jesús el gesto a la palabra, señalándose a sí mismo, “este es el pan que desciende del cielo”: para que el que comiere de él, no muera. Aventaja aún al maná en que desciende siempre del cielo, y para todo el mundo; aquél vino de la región atmosférica temporalmente, y sólo para los judíos. Aplica luego Jesús a su propia persona lo que ha dicho del pan espiritual, diciendo con énfasis: “Yo soy el pan vivo que descendí del cielo”. No sólo es el pan de la vida, sino que es pan vivo, porque tiene substancialmente aquella vida espiritual y eterna. Y porque es pan vivo, a quien le comiere, comunicará la vida eterna: “Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente”.

EL PAN ESPIRITUAL ES LA CARNE DE JESÚS (52b-54). - En este punto llega Jesús a la idea culminante y sintética de esta parte de su discurso, tal vez de todo el discurso, revelando definitivamente su pensamiento: “Y el pan que yo daré, es mi carne por la vida del mundo”. Jesús no da todavía este pan maravilloso: lo dará la noche antes de morir. Aparece aquí una relación íntima entre la Eucaristía y el sacrificio de la cruz: dará su carne por la vida del mundo (Ioh. 11, 51.52), redimiéndole con la mactación cruenta de la Cruz; y esta carne la dará en manducación a los hombres para su vida espiritual.

Mal dispuestos los oyentes contra Jesús, ya no se contentan con murmurar, v. 41: en vez de humillarse, y para ello les basta la consideración de los milagros obrados por Jesús, rechazan de plano, en un vivo altercado que sostienen entre ellos, el pensamiento expuesto por Jesús y cuyo alcance han comprendido bien: si da su carne, debe dividirla; si la divide, no puede subsistir: “Comenzaron entonces los judíos a altercar unos con otros, y decían: ¿Cómo nos puede dar éste su carne a comer?”

Jesús no les explica a sus oyentes el «cómo» de la verdad que les anuncia: ni se lo han pedido, ni están en condición, carnales como son, de comprenderlo. Pero repite la afirmación, con juramento, no sólo de la posibilidad, sino de la necesidad de comer su carne y de beber su sangre para tener la vida sobrenatural y eterna: Y Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: Que si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. A propósito dice «del Hijo del hombre», porque sólo en cuanto es hombre pudo el Hijo de Dios darnos su carne en comida.

No se deduce de aquí la necesidad de la comunión en las dos especies: porque bajo ambas, el pan y el vino, está todo entero Jesús, y por lo mismo su carne y sangre. Ni tampoco que hayan de comulgar los párvulos, como lo hacen en la iglesia griega, por cuanto Jesús se dirige a adultos. Ni puede entenderse vengan obligados al precepto de comer aquellos que por su edad, o por algún otro impedimento, no están en condiciones de practicar esta función fisiológica.

LA CARNE Y SANGRE DE JESÚS, ALIMENTO ESPIRITUAL (55-59). - La idea que ha expuesto Jesús en forma negativa, la emite en forma asertiva. Si el que no come no tiene vida, el que come la tendrá: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”: la vida espiritual perseverará y aumentará por esta manducación, hasta llegar a la bienaventuranza eterna. No importa que el cuerpo deba morir: cuerpo y alma gozarán esta vida; para ello resucitará Jesús los cuerpos: “Y yo le resucitaré en el último día”. Son estas palabras como un estribillo (vv. 40.34.55) en este discurso de pan de vida.

La razón de esta vivificación espiritual por la carne de Jesús es semejante a la que causa en el cuerpo la comida material, que le sustenta, nutre y fortalece. La carne y la sangre de Jesús son verdadero manjar y verdadera bebida, no imaginarios o figurados o parabólicos: luego la manducación debe ser también verdadera; los efectos serán análogos, aunque en un plano muy superior, a los que en la vida fisiológica del cuerpo producen los verdaderos alimentos: “Porque mi carne verdaderamente es comida: y mi sangre verdaderamente es bebida”.

Señala luego Jesús el efecto de esta manducación: la unión íntima entre él y el que le come: “El que come mi carne y bebe mi sangre -repite insistiendo en la realidad de esta función- en mí mora, y yo en él”. Es tan íntima esta unión, y tan divinos sus efectos, que se compara a la unión del alma al cuerpo por ella vivificado; a la unión de dos pedazos de cera que se derriten en un crisol; a la mezcla del fermento y de la harina; a los desposorios. Esto produce como una divinización de la vida humana, una transformación del hombre en Jesús.

Explica después Jesús la causa y razón de esta vivificación y unión, en una comparación sublime, de gran profundidad teológica: Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá por mí. El Padre envía al Hijo, y ésta es la razón de que pueda comunicarnos la vida que recibe del Padre. El Padre es viviente por esencia, y por generación eterna comunica a su Hijo la plenitud de su vida divina y esencial; al comer nosotros al Hijo, este divino manjar nos comunica, mediante su Humanidad, en la que mora la plenitud de la vida divina, una participación de esta misma vida.

Termina Jesús el discurso por donde empezó. Le habían pedido los judíos un milagro, y le habían aludido, como magnífico portento realizado por Moisés en tiempos antiguos, el hecho del maná. Jesús les repite la promesa del gran portento: Este es el pan que descendió del cielo. Milagro mil veces más excelso que el del maná es la Eucaristía, estupenda suma de milagros: el maná no pudo librar de la muerte a los que le comieron: la Eucaristía da la vida sobrenatural y sempiterna: “No como el maná, que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan, vivirá eternamente”.

Lecciones morales . - A) v. 50.- “Para que el que comiere de él, no muera”. - La Eucaristía es pan de vida y de muerte: de vida para los que le reciben bien, es decir, espiritualmente por la caridad y el sacramento; de muerte para los que reciben el sacramento sin la caridad, o en pecado. Porque, como dice San Agustín, una cosa es el Sacramento, y otra la virtud o eficacia del Sacramento: cuántos son los que reciben del altar, y recibiendo mueren! Por lo cual dice el Apóstol: «Come y bebe su propia condenación» (1 Cor. 11, 29). Comed, pues, espiritualmente el pan celestial, llevad al altar la inocencia: que los pecados, aunque sean cotidianos, no sean mortales. Entonces la Eucaristía es pan, no veneno; y el que le come no morirá eternamente.

B) v 52. - “El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. - La Eucaristía es pan en la apariencia, porque en ella subsisten todos los accidentes de pan; pero es carne en realidad, por que las palabras de la transubstanciación han convertido la sustancia del cuerpo del Señor. Diolo Jesús este pan la noche antes de morir: es el mismo cuerpo que entregó el día siguiente en el Calvario. El acto es substancialmente el mismo: la forma difiere. En ambos momentos, en la Mesa de la última Cena y en la Cruz , dio Jesús voluntariamente este pan: en la Cena , porque la deseó con vivas ansias, y nadie le cohibió, antes mandó con imperio que hiciesen aquello en su memoria. En la Cruz , porque «se ofreció porque quiso» (Is. 53, 7), libérrimamente. Y lo dio para la vida del mundo, porque este pan es el medio transmisor de la vida divina a los hombres, ya que muriendo Jesús destruyó la muerte. ¡Carne santísima en forma de pan, para que no sintiéramos el horror de la carne, para que le comiéramos sobrenaturalmente según estamos acostumbrados a hacerlo en el orden natural!

c) v. 53. - “¿Cómo nos puede dar éste su carne a comer?” - Según la manera que sólo pudo hallar su infinita sabiduría y su inmenso amor. No nos dejemos llevar de una curiosidad insana al escudriñar los misterios del Sacramento; aprendamos de la divina doctrina cuanto podamos, pero siempre con la fe inconmovible en la verdad consoladora de las palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna.» Con esta fe, y con caridad profunda, podremos no escalar las alturas de la teología sobre el Sacramento, pero podremos recibir a sorbos llenos la vida divina que el Sacramento contiene. Un alma sencilla y ardorosa puede medrar más, en el orden de la vida que del Sacramento deriva, que un gran teólogo que se levante a altas especulaciones, pero con caridad remisa a recibir el Sacramento.

a) v. 57.- “El que come mi carne.., en mí mora, y yo en él”. - La Eucaristía es vínculo de amor, y el amor junta las vidas. Esto, que tratándose de los humanos amores tiene sólo un sentido moral, llega a tener en la manducación eucarística una realidad física de orden sobrenatural. Porque Jesús viene a nosotros con toda la plenitud de su vida, y esta vida se comunica a nuestro espíritu por la virtud del Sacramento. En este sentido, Jesús mora en nosotros, porque su vida misma se entraña en nosotros. Pero en cuanto la vida de Jesús es más fuerte y poderosa que nuestra vida, queda ésta absorbida por la vida de Jesús, según la medida en que nosotros nos dejemos absorber: y en este sentido nosotros permanecemos en él. ¡Ojalá que absorbiese Jesús, al recibirle, todo lo mortal de nuestra vida, para que fuéramos totalmente transformados en su vida! Sería esto el preludio de aquella transformación definitiva de la gloria , de la que nos habla el Apóstol (2 Cor. 3, 18).

a) v. 58.- “Como me envió el Padre viviente...” - El Padre envía al Hijo al mundo; el Hijo, en virtud de esta misión, viene al mundo para dar a los hombres vida abundante (Ioh. 10, 10); pero no una vida cualquiera, sino una participación de la misma vida que deriva del Padre. El Hijo vive substancialmente la misma vida del Padre, vida de Dios, porque es Dios como el Padre, igual al Padre aunque sea engendrado por el Padre. Esta vida de Dios llena substancialmente la vida de Jesús, Hombre-Dios, porque en él, dice el Apóstol, habita substancialmente la plenitud de la divinidad (Col. 2, 9). Y esta vida de Jesús viene a nosotros, llenándonos de la vida de Dios según la medida de nuestra caridad, cuando comemos por la sagrada Comunión la carne sacratísima del Hombre-Dios. Nunca, ninguna religión, ningún pensamiento humano, pudo concebir una idea tan grande de la bondad de Dios y de la dignidad excelsa del hombre que comulga en la carne de su Dios. Verdaderamente somos dioses, porque por este divino banquete somos levantados al nivel de Dios, participando de su vida. Vivimos nosotros, pero ya no nosotros, dice el Apóstol, sino que es Cristo quien vive en nosotros (Gal. 2, 20).

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado , Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p. 691-696)

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GIUSEPPE RICCIOTTI



JESÚS CAMINA SOBRE LAS AGUAS. DISCURSO ACERCA DEL PAN VIVO

Cuando la barca se apartó de tierra era noche cerrada; probablemente los discípulos aguardaron algún tiempo antes de embarcar, en la esperanza de que Jesús, librándose de la multitud, les alcanzase. Pero no viendo a nadie y siendo tarde ya, se internaron en el lago.

Se lo había ordenado el maestro y le obedecían, pero sin sentirse plenamente satisfechos, tanto por la separación de Jesús como porque el viaje nocturno no era agradable ni seguro. Ya entrada la primavera, es frecuente en el lago de Tiberíades que, después de un día caluroso y sereno, hacia el declinar del sol, sobrevenga desde las montañas dominantes un viento frío y fuerte en dirección sur, viento que continúa y crece más cada vez hasta la mañana, haciendo la navegación bastante difícil. Así sucedió aquella noche: batidos de lado por el viento e impelidos hacia mediodía en vez de hacia poniente, los navegantes amainaron la vela, ahora nociva y peligrosa, y remaron con esfuerzo. Pero las olas estorbaban la marcha de la barca, y a la cuarta vigilia de la noche, o sea poco después de las tres de la mañana, sólo se habían recorrido 25 ó 30 estadios, o sea alrededor de cinco kilómetros. Faltaba, pues, como un tercio del trayecto hasta llegar al punto de desembarco. El cansancio acrecía el mal humor de los navegantes.

De pronto, entre la oscuridad matinal y el salpicar de las olas, distinguen a pocos pasos de la embarcación un hombre que camina sobre el agua. Un remero da un grito y señala la figura. Todos miran. Es indudablemente una figura humana que parece caminar a la par de la barca y pretender pasar de largo. Pero no: en aquel momento gira hacia la nave como para llegar a ella. Entonces todos se turbaron, diciendo: « ¡Es un fantasma!», y gritaron de terror. Y al instante (Jesús) les habló, diciendo: « Soy yo. No temáis» (Mateo, 14, 26-27). Si era él verdaderamente, no había por qué maravillarse: quien multiplicara los panes pocas horas atrás bien podía caminar sobre las olas. Pero, ¿sería realmente él? Pedro quiso asegurarse: “Señor, si eres tú, ordena que yo vaya a ti sobre las aguas”. Jesús repuso: “Ven” . Pedro saltó la borda, caminó sobre el agua y se acercó a Jesús. El experto pescador de Cafarnaum no se había adentrado nunca en el agua de aquel modo, pero precisamente su experiencia le traicionó, y cuando se encontró solo envuelto entre las tempestuosas olas se apagó en él la llama de fe que le había hecho dejar la barca y quedó sólo el experto pescador el cual, por lo mismo, sintió miedo. El pavor le hacía hundirse, y entonces gritó: « ¡Señor, sálvame!» Y al instante Jesús tendió la mano, le sujetó y le dice: «Pobre de fe, ¿de qué dudaste?» Ambos subieron a la barca, el viento cesó y en breve alcanzaron la costa.

En el breve recorrido en calma, reinó en la barca un inmenso estupor. Los navegantes se arrojaron a los pies del recién embarcado, exclamando: “¡Verdaderamente eres hijo de Dios!” No decían que fuese el «hijo de Dios» por excelencia, el Mesías, pero le proclamaban un hombre extraordinario a quien Dios había concedido los más amplios favores. Pero aquí precisamente quedaba una mancha obscura: al querer encuadrar está nuevo prodigio junto con los otros dentro de una visión de conjunto, aquellos navegantes que tenían aún el estómago lleno del pan milagroso y los ojos llenos de aquella imagen del presunto fantasma, no lograban obtener un juicio completo de toda la visión. Repetíanse en su interior el mismo razonamiento hecho pocas horas antes por las multitudes que comieran el pan multiplicado: Si este hombre sabe producir milagros tan poderosos, por qué no se decide a obrar como potente «rey mesiánico» de Israel? ¿Qué le retiene, pues? Y mucho más se asombraban en su interior; porque no habían comprendido lo de los panes, antes su corazón estaba endurecido (Marcos, 6, 51-52).

El desembarque tuvo lugar en Genezareth, la región llamada hoy el-Ghuweir, descrita como ubérrima por Flavio Josefo (Guerr. jud., III 516 y sigs.) y que se hallaba, como Tabgha, a unos tres kilómetros al sur de Cafarnaum. Probablemente se eludió Cafarnaum para no provocar las acostumbradas manifestaciones clamorosas y peligrosas. Pero, con todo, se conoció en seguida la llegada de Jesús y pronto comenzó la afluencia de enfermos y pedigüeños de los lugares vecinos y cuan tos le tocaban eran curados (Marcos, 6, 56).

Entre tanto, muchos de la región de Cafarnaum habíanse quedado en Bethsaida, en el lugar de la multiplicación de los panes. Pero como por la noche Jesús había desaparecido y sus discípulos habían zarpado sin él en la única barca existente en la orilla, resultaba inútil continuar allí. Pasada, pues, la noche como pudieron, algunos de los rezagados aprovecharon, por la mañana, algunas barcas que llegaron allí desde Tiberíades para pescar (Juan, 6, 23) y se hicieron trasladar en ellas a Cafarnaum, mientras otros seguían distintas direcciones.

Los llegados a Cafarnaum comenzaron a buscar a Jesús, acaso con la esperanza de continuar el fallido proyecto de rey y de inducirle a una plena aceptación o a una negativa franca. Encontráronle, en efecto, como previeran, pero probablemente al cabo de dos o tres días, que Jesús había pasado en la Zona de Genezareth. Entonces, tan sólo para entablar conversación, le dijeron: “Rabí, ¿cuándo has venido acá?” (Jn 6, 25).

Con esta pregunta se inicia la célebre predicación sobre el pan vivo sólo relatada por Juan. Nosotros sabemos ya que este método integrativo es propio del IV evangelio en su cotejo con los sinópticos. En este discurso reaparecen rasgos característicos de Juan ya notados en los diálogos de Jesús con Nicodemo y con la samaritana. Con este último muestra varias afinidades, incluso de desarrollo lógico, el discurso sobre el pan vivo. Sin embargo, analizando minuciosamente el discurso en sí, se muestran aquí y allá soldaduras o reconexiones que evidencia un trabajo redaccional. Si el Sermón de la Montaña ofreció a los dos sinópticos que lo incluyen, y sobre todo a Mateo, ocasión de ejercitar su actividad redaccionista, igual ocasión aprovechó Juan para el discurso acerca del pan vivo. En éste se distinguen con claridad tres partes: en la primera (6, 25-40) Jesús tiene por interlocutores a los habitantes de la región de Cafarnaum que habían asistido a la multiplicación de los panes; en la segunda (6, 41-59) intervienen como interlocutores los judíos, y una nota redaccional advierte que estas palabras las pronunciaba Jesús en la sinagoga de Cafarnaum; finalmente, la tercera parte (6, 60-71) relaciona con pocas palabras de Jesús varios hechos que fueron consecuencia de los razonamientos precedentes, consecuencias que no se produjeron en seguida, sino que requirieron sin duda un tiempo más o menos largo para desarrollarse. Así, el discurso, tal como hoy lo conocemos, es una «composición» que ha unido con un núcleo cronológicamente compacto otras sentencias de Jesús, cronológicamente separadas, pero unidas a aquel núcleo por la analogía del tema. Este método de «composición», en parte cronológica y en parte lógica, era usual en la catequesis de Juan no menos que en la de los otros apóstoles, y los antiguos Padres o expositores la han reconocido y admitido mucho antes que los eruditos recientes

La primera parte del discurso transcurre en Cafarnaum, pero fuera de la sinagoga. Los que buscan a Jesús le encuentran, quizá por el camino, y le dirigen la antedicha pregunta: “¿Cuándo has venido acá?” La intención secreta es muy diferente. Jesús, refiriéndose a esa mirada secreta y acercándose a la esencia de la pregunta, responde: En verdad, en verdad os digo (que) me buscáis, no porque visteis signos, si no porque comiste de los panes y quedasteis saciados. Los signos eran los milagros hechos por Jesús como prueba de su misión y serían eficaces como signos siempre que indujesen a los espectadores a aceptar aquella misión. Pero los habitantes de Cafarnaum que hablaban con Jesús eran espectadores de muchos milagros, mas sin aceptarlos como signos; habían gozado del beneficio material, pero no acogido el espiritual. Después, al comer el pan milagroso, se habían enfervorizado súbitamente pensando en el reino político del Mesías. Así, Jesús prosigue: “Trabajad, no por el sustento perecedero, sino por el sustento que dura hasta la vida eterna, el cual os dará el hijo del hombre”. Porque a éste, el Padre, Dios, selló con su sello. El sello era el instrumento más importante en la cancillería de un rey. Aquellos oyentes de Jesús habían intentado poco antes elegirle «rey», pero, ¿qué clase de rey habría sido él después de semejante elección? ¿Cuál sería su autoridad regia? Su autoridad no la había recibido de los hombres, sino de Dios Padre. Los interlocutores replican: “¿Qué haremos para obrar las obras de Dios?”, pregunta con la que se refieren claramente a la exhortación anterior de Jesús: Trabajad... el sustento que dura hasta la vida eterna. Jesús les contesta: “Esta es la obra de Dios: que creáis en quien él envió”. Es decir, que creyeran también cuando las palabras de Jesús decepcionasen sus esperanzas y desvaneciesen sus ensueños, que creyeran en su reino aunque fuese la negación total del reino de ellos.

Insistieron los otros: ¿Qué signo, pues, das tú para que veamos y creamos en ti? ¿Qué haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto conforme a lo que está escrito: «Pan del cielo les dio a comer» (Éxodo 16, 4; Salmo, 78, 24). La alusión abarcaba dos términos y los contraponía entre sí: de una parte la obra de Moisés y su «signo»: haber hecho descender el maná del cielo; de otra, la obra de Jesús y su reciente «Signo»: la multiplicación de los panes en Bethsaida. Entre los dos términos de la analogía, los interlocutores muestran preferir el «signo» de Moisés y su obra a la obra y «signo» de Jesús. Los demás «signos» de Jesús no son mencionados siquiera como si no tuvieran eficacia demostrativa alguna respecto a la fe, y como para dar la razón a las primeras palabras de Jesús: “Me buscáis, no porque visteis signos, sino porque comisteis de los panes y fuisteis saciados”. Jesús, en todo caso, es reprobado y pospuesto a Moisés: si quiere obtener fe en su invisible e impalpable «reino», que haga «signos» al menos iguales a los de Moisés.

La discusión llega a una encrucijada y hay que optas por uno de los dos términos del cotejo: de una parte Moisés y su obra, de otra Jesús y su reino. ¿Cuál de los dos términos es superior? Tal es el nudo de la cuestión, y Jesús lo afronta plenamente: “En verdad, en verdad os digo, no os dio Moisés el pan del cielo, sino mi Padre os da el pan del cielo, el verdadero. Porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo”. El juicio formulado por los interlocutores queda invertido: entre los dos términos del cotejo Jesús resulta tan superior a Moisés como el cielo a la tierra. No ya Moisés, sino Jesús desciende del cielo y da vida al mundo, y es verdaderamente el pan del cielo. La exposición se interrumpe un instante por una exclamación de los interlocutores: “Señor, danos siempre ese pan”, frase gemela de la de la samaritana respecto al agua y demostrativa de que en ambos casos se pensaba en cosas materiales. Jesús replica: “Yo soy el pan de la vida: quien viene a mí no sentirá hambre y quien cree en mí no sentirá sed jamás. Empero ya os he dicho que me habéis visto y no creéis”. Con otras afirmaciones de Jesús (Juan, 6, 37-40) se cierra este primer encuentro.

De tal encuentro y de las afirmaciones de Jesús se debió hablar mucho en el lugar, incluso con deseos de obtener explicaciones y de procurar a Jesús oportunidad de darlas. Probablemente los hechos se desenvolvieron como en Nazareth y se ofreció a Jesús ocasión de explicarse en la primera reunión sinagoga de la localidad, porque sus nuevas declaraciones fueron hechas enseñando en la sinagoga, en Cafarnaum (6, 59). No obstante, cuando se dice al principio de esta nueva parte del discurso que los judíos murmuraban de él, no es preciso suponer que un grupo de encarnizados fariseos hubiese llegado adrede de Judea para dar la batalla a Jesús. Los judíos, en el estilo de Juan, son, genéricamente, los compatriotas de Jesús que rechazan sus enseñazas. Estos judíos pues, murmuraban de Jesús porque dijo: «Yo soy el pan descendido del cielo»; y decían: « ¿es este Jesús el hijo de José, del que nosotros conocemos... a la madre? ¿Cómo ahora dice: “He descendido del cielo”?». Jesús, tras algunas consideraciones más amplias, vuelve sobre la precedente cuestión del pan: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; (en cambio) éste es el pan descendido del cielo para que quienes lo coman no mueran”.

“Yo soy el pan viviente que ha descendido del cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. Oyendo tales palabras los judíos, ya mal predispuestos, debían extrañarse más que Nicodemo y la samaritana. Si a estos dos primeros interlocutores Jesús les había hablado del renacimiento en el Espíritu y de «agua que mana hasta la vida eterna», semejantes expresiones podían a primera vista en tenderse en sentido simbólico, como en sentido simbólico podía tomarse ahora la expresión «pan de vida», la primera vez que Jesús la había usado y aplicado a sí mismo. Pero Jesús no se limitaba a aquella primera vez; insistía en la expresión, y como para excluir adrede la interpretación simbólica afirmaba que aquel pan era «su carne», dada por la vida del mundo. Esta concreción no era tolerable en un lenguaje metafórico: al hablar de su «carne pan», Jesús no hablaba simbólicamente. Así razonaron, con perfecta lógica, los oyentes de la sinagoga de Cafarnaum, y por ello comenzaron a discutir entre sí: ¿Cómo puede éste darnos su carne a comer? El momento era decisivo y solemne. Jesús había de precisar aún mejor su intención, expresando con cristalina limpidez si sus palabras debían ser consideradas metafóricas o propias y reales.

La limpidez cristalina se obtuvo Jesús, oída la discusión de los oyentes, habló así: “En verdad, en verdad os digo, (que) si no coméis, la carne del hijo del hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros mismos. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el postrer día. Porque mi carne es verdadero manjar y mi sangre es verdadera bebida. Y quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. (Así) como me envió el Padre viviente y yo vivo por el Padre, también quien me come vivirá por mí. Este es el pan descendido del cielo; no (sucederá) como (a) los padres (vuestros que) comieron (el maná) y murieron: quien coma este pan vivirá eternamente”.

Escuchando tales explicaciones los oyentes no dudaron ya en lo más mínimo, ni en realidad podían dudar. Las palabras pronunciadas podrían ser tan duras como se quisiese pero no cabía que fueran más precisas y claras. Jesús había afirmado neta y repetidamente que su carne era verdadero manjar y su sangre verdadera bebida, y que para tener vida eterna se precisaba comer de aquella carne y beber de aquella sangre. No era posible el equívoco. Y no fueron equívocas para los hostiles judíos que vieron confirmada su primera interpretación. Tampoco lo fueron para muchos de los discípulos mismos de Jesús, que hallaron escándalo en aquellas palabras. Y muchos de sus discípulos, habiendo escuchado, dijeron: «Duro es este discurso; ¿quién puede escucharlo?». El adjetivo duro equivale aquí a «repugnante», «repulsivo» al extremo de que no se puede escucharlo sin repulsión. Evidentemente se pensaba en un banquete de antropófagos.

Jesús en realidad no había precisado la forma de comer su carne y beber su sangre; pero incluso ante la posibilidad de la interpretación antropófaga y del escándalo, no retrocedió un paso ni retiró una sola palabra. Sabiendo que sus discípulos murmuraban de él, les dijo: « ¿os escandaliza? Pues, ¿y si contemplareis al hijo del hombre subiendo donde estaba antes? El espíritu es quien vivifica; la carne no aprovecha nada. Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida » . El último período fue juzgado suficiente por Jesús para disipar el temor de un festín de antro ya que sus palabras eran espíritu y vida. Pero las mismas palabras conservaban su pleno valor literal, sin desviaciones metafóricas: lo indispensable era tener fe en él, y el último argumento de tal fe es contemplar al hijo del hombre subiendo al cielo de donde descendiera como pan vivo. Pan celestial, carne celestial... Quien hubiera tenido aquella fe habría podido ver de qué modo cabía comer verdaderamente su carne y beber su sangre sin sombra de antropofagia.

La reacción de los discípulos ante el discurso, a pesar de las explicaciones añadidas por Jesús, no fue sólo verbal: Desde entonces, muchos de sus discípulos se retrajeron y no andaban más con él. Se produjo, pues, una defección que alejó de Jesús muchos de sus discípulos. Pero los doce apóstoles permanecieron fieles. Un día, cuando la defección había avanzado bastante, Jesús dijo a los doce: « ¿Tal vez vosotros queréis iros también». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Palabras de vida eterna tienes; y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el santo de Dios» (Juan, 6, 67-69).

En un escritor como Juan no es fortuita la consecución de pensamiento según la cual los doce habían creído y luego conocido.

Juan no insiste más en este tema, y la predicción del pan de vida no tiene confirmación en todo el curso de su evangelio, ya que es el único de los cuatro que no narra la institución de la eucaristía la víspera de la muerte de Jesús. Precisamente en esta omisión está el indicio más claro de que el anuncio ha sido realizado en la forma espiritual predicha. Juan omite la institución de la Eucaristía por hallarse narrada en los tres Sinópticos y ser conocidísima de los oyentes de su catequesis. En cambio narra su predicción porque los Sinópticos la omitieron.

(Giuseppe Ricciotti, Vida de Jesucristo , Ed. Miracle, 3ª Ed., Barcelona, 1948, Pág. 418-426)

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EJEMPLOS PREDICABLES


San Pedro Julián Eymard

Apóstol de la Eucaristía

Fundador de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, Las Siervas del Santísimo Sacramento, Archicofradía del Santísimo Sacramento y otras obras.

2 de agosto

Pedro Julián nació en un pueblito de la diócesis francesa de Grénoble, llamado Mure d'Isére, en el año 1811. En la misma diócesis ocurrieron las apariciones de la Virgen en La Salette.

Trabajó con su padre en su fábrica de cuchillos y más tarde en una prensa de aceite, hasta que cumplió 18 años. En sus horas libres estudiaba latín y recibía clases de un sacerdote de Grénoble, con quien también trabajo por un tiempo.

En 1831 entra en el seminario de Grénoble y en tres años es ordenado sacerdote.

En sus primeros cinco años de sacerdote sirvió en una parroquia en Chatte y Monteynard. Luego pidió permiso al obispo para ingresar en la Congregación de los Maristas. El obispo le concede diciendo: "La mejor prueba de estima que puedo dar a esa congregación es permitir a un sacerdote como vos ingresar en ella". Al terminar su noviciado, Pedro Julián fue nombrado director espiritual del seminario menor de Belley y mas tarde fue elegido provincial de Lyon en 1845.

La Eucaristía incendia su corazón

El centro de su vida espiritual había sido siempre la devoción al Santísimo Sacramento. El santo decía: "Sin El, perdería yo mi alma". El santo nos relata una experiencia extraordinaria en una procesión de Corpus Christi, mientras llevaba al Santísimo en sus manos: "Mi alma se inundó de fe y de amor por Jesús en el Santísimo Sacramento. Las dos horas pasaron como un instante. Puse a los pies del Señor a la Iglesia de Francia, al mundo entero, a mi mismo. Mis ojos estaban llenos de lágrimas, como si mi corazón fuese un lagar. Hubiese yo querido en ese momento que todos los corazones estuvieran con el mío y se incendiaran con un celo como el de San Pablo".

Hizo una peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Fourviéres en 1851: "Me obsesionaba la idea de que no hubiese ninguna congregación consagrada a glorificar al Santísimo Sacramento, con una dedicación total. Debía existir esa congregación... Entonces prometí a María trabajar para ese fin. Se trataba aún de un plan muy vago y no me pasaba por la cabeza abandonar la Compañía de María... ¡Que horas tan maravillosas pasé ahí! ".

Las Fundaciones y las pruebas

Fue aconsejado por sus superiores a no tomar ninguna decisión hasta que su proyecto estuviera más maduro. Después de 4 años en la Seyne, alentado por los mismos fundadores de los Maristas, Pío IX y el venerable Juan Colin, decide salir de la Compañía de María para fundar la nueva Congregación de Sacerdotes adoradores del Santísimo Sacramento, en 1856. Presenta su plan al Monseñor Sibour, Arzobispo de París. Recibió la aprobación de Mons. Sibour a los 12 días.

Pedro Julián junto con un compañero se instaló en la casa que el mismo Monseñor puso a su disposición. El 6 de enero de 1857, en la capilla de la casa, Julián por primera vez expuso el Santísimo Sacramento y predicó en la nueva congregación.

El Padre Eymard tuvo que enfrentar muchas críticas por haberse salido de la Compañía de María y sufrió oposición a su obra. El Santo les decía: "No comprenden la obra y creen que hacen bien en oponerse a ella. Ya sabía yo que la obra iba a ser perseguida. ¿Acaso el Señor no fue perseguido durante su vida?".

Muchos eran los llamados, pero pocos los escogidos. Los P.P. de Cuers y Champion fueron los primeros miembros de la Congregación. El progreso fue lento y con muchas dificultades. Tuvieron que cambiar de casa. En 1858 consiguieron una capillita en el suburbio de Saint-Jacques. El P. Eymard llamó a ese lugar "la capilla de los milagros" porque por 9 años, el Señor se derramó allí en abundancia. El Santísimo se exponía 3 veces por semana. El siguiente año, Pío IX emitió un breve en alabanza a la congregación.

Se abre la segunda casa en Marsella y la tercera en Angers en 1862. Para entonces habían suficientes miembros para establecer un noviciado regular. Los sacerdotes rezan el oficio divino en coro y ejercen ministerios pastorales. Su principal misión es la adoración del Santísimo Sacramento, en lo cual ayudan los hermanos legos.

El P. Eymard funda la congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento en 1852, también dedicadas a la adoración perpetua y a propagar el amor al Señor. También funda la Liga Eucarística Sacerdotal cuyos miembros se comprometen a una hora diaria de oración ante el Santísimo.

Trabajar con los sacerdotes y religiosas no fue su único objetivo. Funda la "Obra de Adultos", organización que se dedica a preparar a hombres y mujeres adultos para la primera comunión cuando por razón de edad o trabajo no podían asistir a la catequesis parroquial.

Organizó la Archicofradía del Santísimo Sacramento que luego el derecho canónico ordena establecer en todas las parroquias. Escribió varias obras sobre la Eucaristía que han sido traducidas a varios idiomas.

Muchos lo consideraban un verdadero santo, se le notaba en todo: en su vida diaria llena de obras y virtudes, en especial el amor, y en sus dones sobrenaturales. Tenía visiones proféticas, adivinaba los pensamientos y leía los corazones.

San Juan Bautista Vianney lo conoció personalmente y dijo de él: "Es un santo. El mundo se opone a su obra porque no la conoce, pero se trata de una empresa que logrará grandes cosas por la gloria de Dios. ¡Adoración Sacerdotal, que maravilla! ... Decid al P. Eymard que pediré diariamente por su obra".

En sus últimos años de vida, el P. Eymard tuvo una gota reumática, padecía de insomnio y otras tantas enfermedades. A sus sufrimientos se añadían innumerables dificultades.

Una vez dejó ver el desaliento que sufría, según escribe el P. Mayet en 1868: "Nos abrió su corazón y nos dijo: 'Estoy abrumado bajo el peso de la cruz, aniquilado, deshecho'. Necesitaba el consuelo de un amigo, ya que, según nos explicó: 'Tengo que llevar la cruz totalmente solo para no asustar o desalentar a mis hermanos' ".

Presentía su muerte. Su hermana le pidió en febrero que fuera con mas frecuencia a Mure, el le dijo: "Volveré mas pronto de lo que imaginas". El P. Eymard fue a visitar a sus amigos y penitentes, hablándoles como si fuese la última vez que los veía. El 21 de febrero el Padre Eymard salió de Grénoble rumbo a la Mure. Por el intenso calor y cansancio, llega casi sin conocimiento y con un ataque de parálisis parcial.

Muere el 1 de agosto. Antes de finalizar ese año ocurren varios milagros en su tumba.

En 1895 la Santa Sede confirmó la Congregación "in perpetuum".

El Padre Eymard es beatificado en 1925 y es canonizado el 9 de diciembre de 1962 por S.S. Juan XXIII

( www.corazones.org )


22.

Todos los cristianos del mundo entero estamos interiorizando este capítulo sexto del evangelio de San Juan, conocido con el nombre de discurso sobre el Pan de Vida.

Vida. Vivir. Esta es la palabra mágica que encierra la realidad más profunda por la cual lucha el hombre desde que nace hasta que  irremisiblemente, vencido, muere. Vivir. “Trabajad no por el alimento que perece y tú con él, sino por el alimento que perdura dando vida eterna” Vivir, sí, vivir, pero para siempre: sin muerte. Esto es lo que deseamos, lo que queremos y por lo que luchamos sin éxito, pues al fin morimos.

“Moisés no os dio pan del cielo, porque vuestros padres lo comieron y murieron. Es mi Padre el que os ha dado el verdadero pan del cielo. El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.

Los judíos y nosotros hoy con ellos, después de cerca ya de dos mil años, seguimos pidiendo lo mismo: “Señor, danos siempre de este pan”. Jesús les contestó y hoy nos responde a nosotros: “Yo soy el Pan de Vida; el que viene a mi, ya no tendrá más hambre y el que cree en mi, jamás tendrá sed”

¿De qué tengo yo hambre: de Dios o de mis interese y  concupiscencias? ¿A dónde voy a saciar mi hambre, a dónde voy a apagar mi sed? Jesucristo es esa agua viva que apagó la sed de cosas materiales y de sensaciones torpes a la samaritana para toda su vida, hasta le quitó  la sed de sus cinco maridos, que nunca lo fueron.

“La voluntad de mi padre es que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida terna”. Justo, lo que anhelamos, lo que andamos buscando con desasosiego: vida, vida plena, vida eterna. “Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente”

¿Qué pan es ese, qué alimento es ese que da vida eterna? Y Jesucristo nos revela, finalmente, que no se trata de ningún alimento, ni de ningún pan; es él mismo, el pan y el alimento: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Carne, es la misma persona de Cristo dada, entregada a los hombres en la Eucaristía. Es Cristo mismo, que nos invita a una identificación con él a través del signo del alimento de pan y vino.

Así, los alimentos cuando los tomamos, cuando los comemos, los hacemos carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y no nos sucede que al comer fruta, nos hagamos fruta, ni al comer cordero nos hagamos borrego, porque, como bien dice Santo Tomás de Aquino, el principio superior asimila  e identifica al inferior; así, pues, al comer la carne de Cristo y beber su sangre, al adentrar en nosotros la persona de Cristo, él como principio superior, divino, nos identifica con él, a nosotros humanos, como principio inferior que somos. Un prodigio: el hombre se diviniza, como los alimentos de verduras, carnes y minerales que comemos, los humanizamos. Al comer a Cristo nos divinizamos.

Estos son los tres efectos de la Eucaristía

1.- Dios no muere. Luego, nosotros tampoco, porque “el que come mi carne y bebe mi sangre tienen vida eterna”. Carne que es todo lo que soy. Adán dirá de Eva: “esta es hueso de mis hueso y carne de mi carne” Es decir, es como yo. La carne expresa el yo, la persona misma, hasta en sus  actividades psicológicas con un matiz corporal

Así, pues, al comer la carne de Cristo, resucitada, nosotros seremos resucitados, al pasar como él la barrera de la muerte. Nueva vida, sin muerte.

2.- “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él”. La inmanencia reciproca de Cristo y del cristiano. Estar, permanecer con la persona amada, para siempre en alianza perpetua, más que unos novios, más que unos esposos que locamente se quieren. “Tú, pues, en mi y yo en ti… Todo lo mío es tuyo”, que dice Jesucristo: “todo lo tuyo es mío”, porque sin ti no puedo vivir.  Y poder así, por el enamoramiento, sentir y sufrir la nostalgia del alejamiento del amado, como dice San Juan de la Cruz: 

“¿Por qué, pues, has llagado aqueste corazón, -no lo sanaste? -Y pues me lo has robado, -¿por qué así le dejaste -y no tomas el roba que robaste?”

Y Teresa de Jesús así se expresa:

“Estate, Señor, conmigo siempre, -sin jamás partirte -y cuando decidas irte, -llévame, Señor, contigo;-por- que el pensar que te irás -me causa un terrible miedo, -de si yo sin ti me quedo, -de si tú sin mi te vas”.

3.- Efecto de la Eucaristía, del Pan de Vida, del Cuerpo de Cristo, de Cristo mismo, es la consagración o dedicación por entero a Cristo: “Si tú te me das, yo todo, a ti me entrego: “Así como vivo  yo para mi Padre, así también, el que me come, vivirá por mi y para mi”. El Pan que Cristo multiplica y da, no es para llenar estómagos, que para eso nos dotó el Señor, Dios, de inteligencia, voluntad y manos para ganarnos el pan de cada día. Nos dejó herramientas y tiempo, como dice León Felipe; “Aquí vino y se fue, Vino, nos marcó nuestra tarea y se fue. Aquí vino y se fue. Vino, llenó nuestra caja de caudales con millones siglos y de siglos, nos dejó unas herramientas y se fue”

El pan que Cristo nos da es su propio cuerpo, su propia carne y sangre, es decir, su propia vida. Viene a saciar nuestra hambre de Dios, nuestra hambre de amores y para ello tenemos que vaciarnos de nosotros mismos antes de comulgar. Vaciarnos de nuestras ideas y pensamientos soberbios, de nuestro querer prepotente, de nuestros sentimientos vulgares y plebeyos…, para que Cristo pueda habitar en nosotros. Que nos llenen sus pensamientos y su voluntad.

Si estoy lleno de mi, Cristo no puede habitar en mí. Comeré un trozo de pan, pero nos saciaré mi hambre de Dios y como mendigo iré mendigando amores, que me esclavizan y me degradan.

Me tengo que vaciar a la manera de San Juan de la Cruz, que dice: “Para venir a tenerlo todo, no quieres tener algo en nada. Y cuando lo vengas todo a tener, has de tenerlo sin nada querer. Porque si quieres tener algo en todo, no tienes puro en Dios tu tesoro”.Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, que nos dirá Jesucristo. Y hoy nos recuerda que:                                      “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él”.
Señor, enséñame, Señor enséñanos en esta Eucaristía a beber tu sangre, a comer tu carne y a vivir en ti, por ti y para ti.

                                                                  Amén

                                                                                               Edu, escolapio