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HOMILÍAS MÁS
PARA EL DOMINGO XX
18-22
18. Domingo 17 de agosto de 2003
Prov 9, 1-6: Vengan a comer mi pan
Salmo responsorial: 33, 2-3.10-15: A tus hijos Señor, les preparas un banquete
de fiesta
Ef 5, 15-20: Déjense llenar del Espíritu
Jn 6, 51-59: Mi carne es verdadera comida
Esta primera lectura de hoy es como un anuncio de
lo que Jesús, sabiduría del Padre, va a decir en el evangelio que leemos en este
domingo. Jesús, Sabiduría encarnada, ha preparado para nosotros su banquete, ha
mezclado el vino, y ha puesto la mesa eucarística, y despacha a sus
evangelizadores a todos los sitios a invitar a las gentes a su Eucaristía. Y nos
sigue diciendo a todos nosotros: “vengan a comer mi pan”. El pan y el vino que
la sabiduría ofrece, son el pan y el vino que nos ofrece Jesucristo, Sabiduría
eterna, son su Cuerpo y su Sangre. En estos pocos renglones es fácil descubrir
la figura de Cristo. La Sabiduría es figura y representación del Hijo de Dios.
En el evangelio de San Mateo (22,4) se leen unas palabras de Jesús muy parecidas
a estas: “”vengan, que mi banquete está preparado”. Este banquete es para todos,
para sabios e ignorantes, para prudentes e imprudentes. Es lo que dirá San
Bernardo: “si eres imprudente, acércate al que es Fuente de toda Sabiduría, y El
te dará la prudencia que necesitas”. Para algunos parece que la vida no nos
hubiera enseñado nada. Como que no somos capaces de sacar lecciones de nuestras
amargas experiencias. No saber sacar lecciones provechosas de las experiencias
de la vida es la “inexperiencia”. La lectura de hoy nos invita a dejar la
inexperiencia y a adquirir la “prudencia”, que es la virtud por medio de la cual
cuando tenemos que escoger entre dos cosas, escogemos la que mejor nos aproveche
para nuestra vida. Los entendidos dicen que por inexperiencia se entiende aquí
el no saber gobernar y dirigir la propia vida.
En la segunda lectura de hoy encontraremos una frase muy parecida a esta que
acabamos de comentar en el libro de los Proverbios, cuando la carta a los
Efesios nos invita a no ser insensatos, sino sensatos. Este texto distingue tres
exhortaciones. La primera se concreta en una doble llamada a aguzar la
inteligencia para orientar la propia vida como corresponde al momento especial
que se está viviendo y que, por el hecho mismo de poder vivirlo es de suyo el
mejor. Lo que debe preocupar al cristiano es en realidad saber en cada momento,
y en medio de la maldad dominante, qué es lo que Dios quiere realmente de él. La
segunda exhortación es concreta: no emborracharse. Refleja las llamadas de los
sabios a tener cuidado con el vino, pero también puede ser que se piense en los
cultos paganos a Dionisios, donde el vino era el medio para unirse más
estrechamente a la divinidad. Por último, la exhortación es a la alabanza, que
el creyente debe dirigir siempre a Dios Padre en nombre del Hijo y a impulsos
del Espíritu, y con sentimientos de gratitud por todos sus dones.
La tercera afirmación que nos presenta hoy el evangelio en este discurso del
capítulo seis es que este pan, visto concretamente, es la propia carne de Jesús
(v. 51). Aquí el tema de la eucaristía o acción de gracias, mencionado por
primera vez en los vv. 11.23, pasa a primer plano. En los sinópticos, Jesús
habla de su “cuerpo” (no carne) y “sangre”. El uso de “carne” por parte de Juan
insiste en la humanidad de Jesús como medio para nuestro sustento (cf. 1,14). La
tensión se agudiza ante la historia salvada por la realidad pobre de Jesús y el
consiguiente rechazo de la pobreza histórica como realidad salvífica que
proponen los dirigentes judíos. La objeción no es tanto una repulsa
antropofágica para “comer su carne”, sino por la enorme dificultad de aceptar
una historia pobre con Dios dentro. Pero ahí radica el éxito de lo cristiano, la
fuerza capaz de dar un giro distinto al destino humano. La declaración solemne
del v.53 asegura que “comer la carne”, es decir, aceptar la historia concreta
del Jesús histórico, y el “beber la sangre”, o sea, valorar la sangre derramada
de Jesús en bien de lo humano, es cauce de vida plena. Esa profunda y deseada
identificación con la historia de Jesús es la que reporta vida a la persona. Más
aún, la historia se presenta como el cauce único para el logro de lo salvífico,
por débil y “derramada” que sea. La historia lleva dentro el germen de la
resurrección. De aquí es de donde la vida cristiana extrae la fuerza de sentido
que le permite sostenerse y no ceder a las limitaciones de la historia, que
parecen decirle que esta vida no tiene realmente sentido y valor. Confesar la fe
en la mesianidad del Jesús histórico es, más a la base, creer hondamente en las
posibilidades de lo humano. La historia, tan pobre, se convierte en el cauce de
conexión con el Jesús que la salva. Esta espiritualidad arranca de raíz la
convicción de que sólo por el cauce de la gloria y del poder se logrará la
salvación, y plantea la posibilidad de un logro pleno por la entrega de la vida.
Con un cambio perceptible en la manera de hablar, esta última parte del discurso
del pan se refiere a la recepción de la Eucaristía, el banquete de vida. En
todas las civilizaciones tradicionales la comida es una realidad de carácter
religioso. La mayoría de las religiones conocen banquetes sagrados. Compartir la
misma mesa, comer en común, crea entre los convidados vínculos sagrados a los
que son asociados los dioses. Pero en el pueblo de Israel el banquete sagrado
tiene un significado particular: es la celebración-recuerdo de un evento
histórico. Renueva la alianza transformándose en memorial de las maravillas
realizadas por Dios a favor de su pueblo. Cada año el banquete pascual recuerda
el éxodo, como el evento liberador por excelencia que actualiza la esperanza de
la salvación en la “memoria”, de las maravillas de otro tiempo.
Los profetas ayudarán al pueblo a darse cuenta de que “celebrar la pascua” no se
identifica automáticamente con la participación material en el banquete, aún
cuando se realice con el rito prescrito, sino que es necesario la conversión del
corazón, es decir, la renovación de la propia fidelidad a la alianza con Dios.
Jesús, enviado para instaurar una nueva y eterna alianza, va preparando su nuevo
banquete anunciando un nuevo pan: “yo soy el pan vivo bajado del cielo”. De
frente al estupor y a la incredulidad de sus oyentes afirma la necesidad
absoluta de “comer” su cuerpo y “beber” su sangre para tener vida: “en verdad,
en verdad les digo: si no comen... “. De este modo, la eucaristía preanunciada
por Jesús en el discurso sobre el pan de vida, realizada en la última cena y
actualizada en la misa por voluntad de Jesús, se transforma para cada comunidad
cristiana en fuente de un nuevo modo de vivir en la caridad, en la colaboración
y en el servicio; un compromiso de esperanza (pan de vida eterna,) de
inmortalidad. “Nuestros cuerpos alimentados por la Eucaristía no son
corruptibles, porque llevan en sí mismos la esperanza de la resurrección eterna”
(S. Ireneo). En esta perspectiva, la muerte no es eliminada, sino superada: “yo
lo resucitaré en el último día”; esta frase del evangelio es una de las lecturas
típicas en la misa de los difuntos. La asimilación a Cristo por medio de la fe y
de los sacramentos exige nuestra participación en el misterio de su muerte que
genera la plenitud de la vida.
La misa es un banquete. En el banquete se expresa mejor la acogida, la
comunicación, la hospitalidad. No por casualidad, precisamente durante el
banquete, Jesús ha comunicado a los pecadores el perdón, ha revelado a los
pobres el pan que viene del cielo, se ha confiado con humanísima intimidad a sus
discípulos y ha donado su misma vida. Por tanto, el punto de partida para una
real y concreta interpretación y celebración de la eucaristía es la reflexión
sobre la comida humana. Los seres humanos, a diferencia de los animales, quieren
estar juntos y compartir los alimentos. No se trata simplemente de la acción
material de comer, sino de un encuentro de personas, casi de un rito. También la
reunión eucarística está colocada bajo el signo de la ley de la caridad o del
servicio recíproco, del encuentro comunitario. El episodio del lavatorio de los
pies, que en el evangelio de Juan sustituye el relato de la institución de la
eucaristía, indica claramente que existe un nexo estrecho entre la comida
eucarística y el sacrificio espiritual de obediencia de Cristo hasta la muerte
de cruz por amor a Dios y a los seres humanos. El primer fruto de la eucaristía
consiste en el establecimiento de una comunidad reunida por los vínculos de una
auténtica y universal fraternidad
La misa es un encuentro de hermanos. La dimensión comunitaria de la reunión es
esencial a la teología eucarística: no basta estar bien dispuestos a la
recepción del sacramento, se requiere estar en comunión de caridad, de
fraternidad y de servicio con los hermanos. Sentarse juntos a la mesa es un
momento de amistad y de entendimiento. La cordialidad del encuentro y de la
convivencia es expresión común de la armonía de las cosas y de la humanidad
según el proyecto de Dios creador. Nada mejor que el convite eucarístico –mesa
de la palabra y del pan de vida- puede revelarnos este amor condescendiente de
nuestro Dios que nos hace hijos suyos en Jesús, y nos llama a todos a vivir como
hermanos, a imagen y preludio del reino de los cielos. Naturalmente, este
vínculo de fraternidad establecido por la eucaristía debe tejer la trama
concreta de la existencia cotidiana, de otro modo sería falsa, o al menos
inauténtica la participación en la eucaristía. Aquello que ya está “completado”
en el rito exige y espera ser completado en la vida. La continuidad entre rito y
vida es esencial al ejercicio concreto de la ley de caridad universal, a todos
los niveles de la existencia humana en la que esta ley debe concretarse.
Para la revisión de vida
¿Crees que en verdad Jesús está presente en la Sagrada Eucaristía?
La corriente de vida que fluye de la eucaristía ¿creo que es la del mismo Dios?
¿Concilio la eucaristía con comportamientos cercanos a los de Jesús:
generosidad, perdón, buenas costumbres...?
Para la reunión de grupo
Tomando como ayuda el Cuaderno Bíblico nº 37 sobre la eucaristía (La
eucaristía en la biblia, 2a. edición, Editorial Verbo Divino, Estella,
Navarra, 1983) revisa los relatos eucarísticos.Analiza detenidamente las
liturgias de Jerusalén y de Antioquía.
Completa tu reflexión investigando la Eucaristía en San Pablo. (1Cor 10).
Para la oración de los fieles
-Por la Santa Iglesia de Dios: porque encuentre en Cristo el modelo de su
presencia y de su acción en el mundo.
-Por los fieles difuntos: para que al haberse alimentado de la Eucaristía, sean
resucitados en el último día, cuando Jesús regrese en su gloria.
-Por los aquí presentes: para que nuestra participación en el eucaristía nos
ayude a comprometer nuestra vida al servicio de los hermanos.
Oración comunitaria
Padre todopoderoso, que en Jesús nos has dado una luz maravillosa para nuestra
salvación; ayúdanos a vivir este misterio en el compromiso diario por la
justicia, la verdad y la paz con dignidad.
O bien:
Dios, Padre nuestro, tu quieres que nuestra Comunidad sea ejemplo de
fraternidad, de común-unión, del compartir, de vivir la eucaristía como fuente y
culmen de nuestra vida cristiana. Tú, que nos partes y repartes el pan y la
palabra para alimentarnos y renovarnos cada día haciendo así visible una Nueva
Humanidad, ten misericordia de nosotros y míranos siempre con bondad. Por
Jesucristo N.S.
SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO
19.
Nexo entre las lecturas
Las lecturas del presente domingo parecen centrarse en el misterio de la
Eucaristía: ¿Qué o quién es ese misterio que se oculta tras las especies de pan
y vino? La respuesta es amplia y matizada: Es un hombre, Jesús de Nazaret, igual
que nosotros, pero que ha bajado del cielo (Evangelio). Es la Sabiduría de Dios
que nos invita a un banquete para adquirir inteligencia (primera lectura). Es el
Hijo del Padre, que nos quiere hacer partícipes de su vida divina (Evangelio).
Es el Señor glorioso a quien la comunidad cristiana entona salmos, himnos y
cánticos inspirados (segunda lectura).
Mensaje doctrinal
1. Mysterium carnis. El misterio de la Eucaristía es de un realismo fuera de
serie: "El que come mi carne y bebe mi sangre...". ¡Nada de simbolismos o de
abstracciones utópicas, ajenas a toda concreción y realidad! ¡La carne y la
sangre del hombre que les está hablando, de Jesús de Nazaret, del Verbo que se
hizo carne y habitó entre nosotros! No es sólo recuerdo ni celebración, no es la
encarnación de una idea bella y generosa, no es una fórmula mágica o un conjuro
ritual y arcano, es "la carne del hijo del hombre", es la humanidad y la
divinidad de Jesús de Nazaret la que se nos entrega en el pan transustanciado.
¡Qué sobrecogimiento, pero también qué gozo! Uno tiembla de estupor ante un
alimento tan sublime que se nos da de un modo tan sorprendente y empequeñecido.
Uno goza y exulta lleno de júbilo ante esta invención tan indecible y
propiamente divina, como es la Eucaristía. ¿Quién sino Dios pudo inventar tan
gran misterio?
2. Mysterium fidei. Después de la consagración del pan y del vino el sacerdote
dice: "Este es el sacramento de nuestra fe". Y la asamblea responde: "Por tu
cruz y resurrección nos has salvado, Señor". Mysterium fidei, mysterium salutis.
¡Maravilloso compendio de la Eucaristía! Sólo por fe estamos capacitados para
descubrir en el pan eucarístico la presencia de Cristo, Sabiduría de Dios; como
Sabiduría de Dios, a quien de El se alimenta le hace partícipe de esa misma
Sabiduría, "que está más allá de toda capacidad humana" y que le permite conocer
los misterios de Dios (primera lectura). Sólo la fe nos conduce a descorrer el
velo de las especies para ver a Cristo, Hijo de Dios, y Señor glorioso del
tiempo y de la historia, de la humanidad y de la creación entera (Evangelio,
segunda lectura). Sólo la mirada de fe penetra en el misterio de muerte y
resurrección que se verifica cuando el sacerdote consagra el pan y el vino para
la remisión de nuestros pecados, y la redención integral de nuestra pobre
existencia.
3. Mysterium amoris. La Eucaristía es el último y supremo gesto de amor que Dios
se inventó en favor de la humanidad. En el Evangelio Jesús nos dice: "El que
come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y Yo en él... el que me coma,
vivirá por mí". Fórmulas que en otras palabras nos hablan de permanecer en el
Amor, ser poseídos por el Amor, vivir por el Amor. En la medida en que la
creatura humana ha experimentado un amor que no sea puramente sensible y ha sido
elevada a otras formas del amor, estará mejor preparada para captar más
fácilmente el amor de Cristo Eucaristía. Un amor, originariamente espiritual y
sobrenatural, pero que, dada la naturaleza unitaria del ser humano, se revierte
a la esfera sensible y a toda la realidad psico-somática de la persona. Un Amor,
presente en el pan eucarístico, que la asamblea cristiana celebra y adora en la
liturgia dominical con cantos y con himnos de alabanza y acción de gracias
(segunda lectura). El Amor merece ser celebrado públicamente para que se nos
contagie a todos y para testimoniarlo a los demás.
Sugerencias pastorales
1. "El Cuerpo de Cristo... AMÉN". La Eucaristía es uno de los sacramentos de la
iniciación cristiana. Es conveniente subrayar la importancia de la catequesis
preparatoria a la recepción de este sacramento. Catequesis a los niños que van a
recibir por primera vez la comunión, y catequesis a los catecúmenos adultos que
se preparan para ese encuentro maravilloso con Cristo, Sabiduría de Dios, Hijo
de Dios, Señor de la historia. ¡Cuán necesaria es una catequesis integral!
Integral, porque toma parte en ella toda la comunidad parroquial: el párroco, la
o el catequista, los papás, pero de manera especial la mamá o la abuelita, la
maestra o el maestro de religión en la escuela, etc. Integral sobre todo porque
se trata de una catequesis que envuelve la integridad de la persona (sea niño o
adulto). Se requiere indudablemente el conocimiento completo -y adaptado- de la
doctrina católica sobre la Eucaristía. Pero es necesario además que la
catequesis abarque la dimensión cultual y litúrgica de la Eucaristía, con lo que
ello significa de adoración y de acción de gracias. Es igualmente necesario que
el catequizando perciba y se convenza de las consecuencias morales que la
recepción de la Eucaristía comporta. Si Jesucristo se convierte en el principio
vivificador de nuestra existencia mediante la Eucaristía, ¿será posible vivir de
modo diverso y opuesto a como él vivió entre nosotros? Cuando al recibir la
comunión el cristiano, a las palabras del sacerdote: "El cuerpo de Cristo",
responde con un "Amén", está declarando dos cosas:
1) Creo que eso que veo bajo las especies de pan es el Cuerpo de Cristo, y
quiero alimentarme con él;
2) Creo que Cristo viene a mí para purificarme y para fortalecerme en las luchas
diarias de la vida, y así ser una imagen suya entre los hombres.
2. El culto a la Eucaristía. En la Iglesia católica la Eucaristía se celebra,
pero también se conserva en el Sagrario para que los fieles puedan rendirle
culto fuera de la celebración de la misa. Hemos de hacer hincapié los católicos
al culto eucarístico, porque quizá ha disminuido entre los fieles y porque son
muchos los beneficios que aporta. Las formas de culto son varias: culto
individual mediante visitas a Cristo en la Eucaristía; culto comunitario
mediante horas eucarísticas, adoración durante el día, procesiones con el
Santísimo Sacramento, y otras formas de devoción. Las formas pueden cambiar, lo
que ha de permanecer siempre es el deseo ardiente de adorar a nuestro Salvador,
reparar su corazón de las ofensas que recibe, expresarle nuestro agradecimiento
y nuestro amor y el vivo anhelo de que todos los hombres le amen y encuentren en
él su camino de salvación. ¿Cómo puedo yo fomentar el culto eucarístico en mí
mismo primeramente y luego en los fieles de mi parroquia, en mi comunidad
religiosa? Tengamos por segura una cosa: Cristo Eucaristía ordena las
costumbres, forma el carácter, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos,
fortalece a los débiles, invita a la imitación a todos los que se acercan a Él.
P. Antonio Izquierdo
20. CLARETIANOS 2003
El Pan de la Sabiduría
Quizá nos resulte un poco cansino el tema reiterativo de estos domingos: "el pan
de la Vida". Pero esta insistencia, modulada en diversos tonos, es enormemente
importante para la vida cristiana. No dejemos pasar esta admirable oportunidad.
El discurso del Pan de la Vida, que nos transmite el cuarto Evangelio en el
Capítulo VI tiene dos partes bien definidas: la primera nos habla sobre la Fe en
Jesús, la segunda sobre la Comunión eucarística con Jesús. El Concilio Vaticano
lo expresó hablándonos de las dos mesas: la mesa de la Palabra y la Mesa del
Cuerpo y la Sangre. Jesús, como Palabra de Dios, es pan de vida bajado del
cielo. Jesús, como Cuerpo entregado, es Pan de la Vida que hay que comer. Hay
dos formas de comer el Pan: creyendo en la Palabra, acogiendo la Vida de Jesús
en nuestro propio cuerpo.
Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy hemos dado una gran importancia a comer,
a través de la fe, el pan de la Palabra. ¡Cómo ha crecido la Iglesia católica a
partir de esta manducación consciente y cordial del Pan de la Vida! Hemos
cantado entusiasmados en muchas de nuestras liturgias: "Tu Palabra me da vida...
confío en tí Señor". Son muchos los cristianos que se han tomado en serio la
Palabra de Dios y la han estudiado en círculos de estudio, la han meditado desde
la "lectio divina", han hecho de ella el guión por el que conducen su propia
vida.
Cuando escuchamos la Palabra y la acogemos en nuestro corazón y nos dejamos
movilizar por ella, estamos "comulgando" a Jesús. Esa comunión "precede" a la
Comunión eucarística. Le da sentido a la comunión eucarística. El amor siempre
va precedido de la revelación, de la palabra, del contacto misterioso a través
de la comunicación espiritual. Si importante es en una Iglesia el tabernáculo
donde se reserva el pan eucarístico, no menos importante es el tabernáculo de la
Biblia donde se reserva el Pan de la Palabra de Dios. Una iglesia centrada
excesivamente en la distribución de la comunión, pero no en la distribución de
la Palabra está enormemente desequilibrada.
Pero Jesús, además de la Palabra, nos transmite sus gestos, su historia, la
historia admirable y milagrosa de su propio cuerpo. Él no es únicamente la
Palabra que se nos entrega; es el cuerpo entregado y la sangre derramada. Jesús
nos invita a participar -además de en la mesa de la Palabra- en la mesa del
Cuerpo.
Esta invitación es misteriosa, excesivamente misteriosa. Por eso, nada extraño
es que no pocos no logren entender la trascendencia de esta invitación. ¿Cómo es
posible que en el pan y en el vino eucarísticos se nos entregue Jesús, entre en
contacto con nosotros, nos haga partícipes de la bendición que lo habita, de la
energía vital que lo colma?
Sólo quien ha comulgado la Palabra, puede después -en el silencio eucarístico-
captar la hondura de la comunión del Cuerpo y de la Sangre. Muchas veces nos
sentimos identificados con el incrédulo Tomás que dijo: Si no veo, si no toco...
yo no creo.
Hoy, que tanto buscamos la salud, la vitalidad, la capacidad de no envejecer y
de mantenernos en forma, ¿por qué no apreciaremos más la fuente de Vida que es
el PAN BAJADO DEL CIELO? En Jesús Palabra Eucarística está la fuente de la Vida,
de la Energía. Quien conecta con Él no muere para siempre. Quien comulga su
Palabra recibe el don de la Sabiduría, de la Inteligencia, de la Iluminación
auténtica.
¡Cuántas medicinas estamos dispuestos a tomar, si ellas nos traen salud y vida!
¿Porqué vivimos cordialmente alejados de la Eucaristía? ¿Porqué a veces nos
resulta un sacrificio acudir a ella, celebrarla? ¿Estamos olvidando la fuente de
la Sabiduría? Quiera Dios que no sea así y que nunca nos falte el hambre y la
sed.
21.INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
COMENTARIOS GENERALES
Primera lectura: (Prov. 9, 1-6)
Hermosa personificación de la “Sabiduría” de Dios: Ella prepara un Banquete para
alimentar con la Palabra (=la Ley) de Dios a sus fieles:
-El “Anfitrión” que lo dispone e invita es la Sabiduría: En palacio riquísimo,
con mesa espléndida. Los invitados y comensales son los “sencillos”, pobres y
humildes (4). El alimento es el “pan” y el “vino” de la Sabiduría: la Palabra de
Dios (5). El fruto de tan rico convite es alejarse del pecado y entrar en el
reino de la “Vida” (6). Israel, alimentado por Dios con el “maná”, entendió que
aquel alimento era “signo” de otro más precioso con el que Dios alimentaba sus
almas y les conducía a la Vida: “Para que aprendieran tus hijos que no son los
frutos de la tierra los que alimentan al hombre, sino que es tu Palabra quien
guarda a los que confían en Ti” (Sab 16, 26). Cuando la Palabra que nos regala
Dios sea el Verbo Encarnado entenderemos estos “signos” y los gozaremos en su
plenitud.
-Jesús en sus parábolas (Mt 22, 1-4; Lc 14, 15-24) compara su Reino, el Reino de
los cielos, a un Banquete. Banquete en el que El, “Sabiduría” y “Palabra” del
Padre, nos da luz y vida; y se nos da a Sí mismo en manjar: “Tomad, comed. Esto
es mi Cuerpo”. Los Apóstoles son enviados por Cristo a invitar y compeler a
todos a llenar la sala del Banquete. Los pobres y sencillos acogen con gozo la
invitación. Los egoístas y orgullosos, sensuales y disipados la rechazan.
-El premio del cielo también nos lo propone Jesús como un Banquete a su mesa:
“Vosotros comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino” (Lc 22, 30). Será la
plenitud de la felicidad el eterno Banquete nupcial: “Comed, amigos. Bebed y
embriagaos, queridos” (Cantar 5, 1). Será Banquete eternamente embriagador,
porque la Sabiduría misma, Cristo Verbo Encarnado, se nos entregará en perpetuo
desposorio: “La amé (la Sabiduría) y la busqué desde mi juventud; me la procuré
como esposa enamorado de su hermosura. En su posesión y convivencia tendré gozo,
inmortalidad y riqueza inagotable” (Sab 8, 1. 16).
Segunda Lectura: Efesios 5, 15-20:
Esta exhortación o programa de vida cristiana que nos traza San Pablo armoniza
con la doctrina de los Libros Sapienciales: Debemos tomar por Maestra a la
Sabiduría y huir de la necedad. “Necedad” significa toda impiedad y todo pecado.
“Sabiduría” significa toda verdad y toda bondad.
-Buenos discípulos educados en la escuela de la “Sabiduría”, cumplimos nuestros
deberes con Dios: Buscar su voluntad. Apartarse de ella o prescindir de ella es
la suma necedad o imprudencia. Otro deber con Dios: Vivir en perenne
“Eucaristía” (= Acción de gracias) a Dios Padre en nombre de Nuestro Señor
Jesucristo (20).
-Deberes cristianos con los Hermanos: Edificarse y animarse mutuamente. De
manera especial en las gozosas y festivas celebraciones litúrgicas (19).
-En la conducta individual es también muy exigente la Sabiduría con sus
discípulos: Rescatar el tiempo perdido; vivir en vela, pues “los tiempos son
malos” (16); huir de todo desenfreno y sensualidad.
-Este programa no nos es difícil, pues, henchidos de Espíritu Santo (18 b),
tenemos la doctrina de la Sabiduría “escrita no con tinta, sino con Espíritu de
Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne: en los corazones” (2
Cor 3, 3): Labor que todavía realiza con mayor suavidad y eficacia el Sacramento
Eucarístico: “Señor, partícipes del Sacramento de Cristo, confórmanos ahora a su
imagen y haznos compañeros suyos en la gloria” (Domingo XX- Postcom.).
Evangelio: Juan 6, 5 1-59:
Jesús, al darnos el significado del “Maná” del Desierto, nos promete el Convite
que El va a disponer para el Pueblo de la Nueva Alianza mientras dure su período
de prueba y peregrinación:
-El “Maná” era el “signo” expresivo de la Providencia, la ternura, la dulzura de
Dios (Sab 16, 26). Y debía comerse en actitud de fe, confianza, amor, gratitud,
obediencia. Al comer el “maná” actuaban la fe en la Palabra de Dios que era la
que los nutría.
-Pero aquel “maná” era sólo promesa y preanuncio. Cuanto se dice del “Maná” sólo
en Cristo tiene cumplimiento pleno: Cristo, sí, es “Pan de Dios”: El Hijo de
Dios enviado al mundo, don y gracia de Dios. Cristo, sí, es “Pan de Vida”. Pan
de verdad Viviente y Vivificante. El “Maná” saciaba unas horas el hambre;
conservaba unos años la vida; y sólo a unos pocos hombres. Cristo es Pan
Celeste, saciativo, espiritual, divino: Pan de Vida Eterna.
-El mismo Jesús nos ha dado la plena teología del “Maná”. Tras multiplicar los
panes en el Desierto, tras pasar a pie el estrecho mar de Galilea, nos promete
al Nuevo Israel el Nuevo Maná. Y nos lo da en la Última Cena. Nos da el pan de
los hijos de Dios: “No como el que comieron los padres y no les libró de la
muerte. El que come este Pan vivirá por siempre” (58). Este “Pan” es Cristo
mismo. Le comemos con la fe (35) y con el Sacramento (54). Comamos este Pan con
la fe del mártir Ignacio: “No apetezco comida corruptible ni deleites terrenos.
El Pan de Dios quiero, que es la Carne de Cristo. Y quiero por bebida su Sangre,
que es amor incorruptible” (Rom 7, 3). Y no olvides el consejo del Maestro
Avila: “El comulgar hoy te acrecentará el aparejo para comulgar mañana”.
-En el convite Eucarístico: Cristo se nos da en comida. Establece mutua y
personal inmanencia entre él y quien le come. Esta comunión con Cristo nos lleva
y nos allega al Padre, Fuente de Vida (57). Lo es directamente para Cristo; para
nosotros, a través y por medio de Cristo.
*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros
de la Palabra", ciclo "B", Herder, Barcelona 1979.
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SAN AGUSTÍN
TRATADO XXVI
Desde este pasaje: «Murmuraban los judíos porque había dicho: “Yo soy el pan que
bajó del cielo”, hasta este otro: “El que come este pan, vivirá eternamente”.
1. Cuando nuestro Señor Jesucristo declaró, como hemos oído leer en el
evangelio, que El era el pan que descendió del cielo, comenzaron los judíos a
murmurar, diciendo: “¿Por ventura éste no es Jesús el hijo de José, cuyo padre y
madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, se atreve El a decir que ha bajado del
cielo”. ¡Qué lejos estaban éstos del pan del cielo! Ni sabían siquiera qué es
tener hambre de El. Tenían heridas en el paladar del corazón: eran sordos que
oían y ciegos que veían. Este pan del hombre interior, es verdad, pide hambre;
por eso habla así en otro lugar: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, porque ellos serán saciados”. Y Pablo el Apóstol dice que nuestra
justicia es Cristo. Y por eso, el que tiene hambre de este pan tiene que tener
hambre también de la justicia; de la justicia, digo, que descendió del cielo, de
la justicia que da Dios, no de la justicia que se apropia el hombre como obra
suya. Porque, si el hombre no se apropia justicia alguna como obra suya, no
hablaría así de los judíos el mismo Apóstol: “No conociendo la justicia de Dios
y queriendo afirmar la suya propia, no participaron de la justicia de Dios”. Así
eran estos que no comprendían el pan que bajó del cielo, porque, saturados de su
justicia, no tenían hambre de la justicia de Dios. ¿Qué significa esto: justicia
de Dios y justicia del hombre? La justicia de Dios de la que aquí se habla, no
es la justicia por la que es justo Dios, sino la justicia que comunica Dios al
hombre para que llegue el hombre a ser justo por Dios. ¿Cuál es la justicia de
aquéllos? Es una justicia que les hacía presumir demasiado de sus fuerzas y les
llevaba a decir que ellos mismos, por su propia virtud, cumplían la ley. Mas la
ley no la cumple nadie, sino aquel a quien ayuda la gracia; esto es, el pan que
bajó del cielo. La plenitud de la ley, como dice el Apóstol, es, en resumen, el
amor. El amor, no de la plata, sino de Dios; el amor, no de la tierra ni del
cielo, sino el amor de aquel que hizo la tierra y el cielo. ¿De dónde le viene
al hombre este amor? Oigamos al mismo Apóstol: “El amor de Dios, dice, se ha
difundido en vuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado”.
Como, pues, el Señor había de comunicarnos el Espíritu Santo, por eso declara
que El es el pan bajado del cielo, exhortándonos a que creamos en El. Creer en
El es lo mismo que comer el pan vivo. El que cree, come. Se nutre invisiblemente
el mismo que invisiblemente renace. Es niño en la interioridad, y en la
interioridad es algo reno vado. Donde se renueva, allí mismo se nutre.
2. ¿Cuál es, pues, la respuesta de Jesús a estos murmuradores? “No sigáis
murmurando entre vosotros”. Como si dijera: Ya se yo por qué no tenéis hambre y
por qué no tenéis la inteligencia de este pan ni la buscáis. No sigan esas
murmuraciones entre vosotros. “Nadie puede venir a mi si mi Padre, que me envió,
no le atrae”. ¡Qué recomendación de la gracia tan grande! Nadie puede venir si
no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae y por qué atrae a uno y a otro
no, no te atrevas a sentenciar sobre eso, si es que no quieres caer en el error.
¿No eres atraído aún? No ceses de orar para que logres ser atraído. Oye primero
lo que sigue y entiéndelo. Si somos atraídos a Cristo, estamos diciendo que
creemos a pesar nuestro y que se emplea la violencia, no se estimula la
voluntad. Alguien puede entrar en la iglesia a despecho suyo y puede acercarse
al altar y recibir el sacramento muy a pesar suyo; lo que no puede es creer no
queriendo. Si fuese el acto de fe función corporal, podría tener lugar en los
que no quisiesen; pero el acto de fe no es función del cuerpo. Oído atento a las
palabras del Apóstol: “Se cree con el corazón para la justicia”. ¿Y qué es lo
que sigue? “Y con la boca se hace la confesión para la salud”. Esta confesión
tiene su raíz en el corazón. A veces oyes tú a alguien que confiesa la fe, y no
sabes si tiene fe. Y no debes llamar confesor de la fe al que tengas tú como no
creyente. Confesar es expresar lo que tienes en el corazón; y si en el corazón
tienes una cosa y con la boca dices tú otra, entonces lo que haces es hablar, no
confesar. Luego, siendo así que en Cristo se cree con el corazón (lo que
ciertamente nadie hace a la fuerza), y, por otra parte, el que es atraído parece
que es obligado por la fuerza, ¿cómo se resuelve el siguiente problema: “Nadie
viene a mí si no lo atrae el Padre, que me envió”?
3. Si es atraído, dirá alguien, va a El muy a pesar suyo. Si va a El a despecho
suyo, no cree; y si no cree, no va a El. No vamos a Cristo corriendo, sino
creyendo; no se acerca uno a Cristo por el movimiento del cuerpo, sino por el
afecto del corazón. Por eso, aquella mujer que toca la orla de su vestido le
toca más realmente que la turba que le oprime. Por esto dijo el Señor: “¿Quién
es el que me ha tocado?” Y los discípulos, llenos de extrañeza, le dicen: “Te
están las turbas comprimiendo, ¿y dices todavía quién me ha tocado?” Pero El
repitió: “Alguien me ha tocado”. Aquélla le toca; la turba le oprime. ¿Qué
significa tocó, sino creyó? He aquí por qué, después, de su resurrección, dice a
la mujer aquella que quiso echarse a sus pies: “No me toques, que todavía no he
subido al Padre”. Lo que estás viendo, eso sólo crees que soy yo, nada más. “No
me toques”. ¿Que significa esto? Crees tú que yo no soy más que lo que estás
viendo; no creas así. Este es el sentido de las palabras: “No me toques, porque
todavía no he subido al Padre”. Para ti aún no he subido, porque yo de allí
jamás me distancié. No tocaba ella al que en la tierra tenía delante de los
ojos, ¿cómo iba a tocar al que subía al Padre? Sin embargo, así quiere que le
toque y así le tocan quienes bien le tocan, subiendo al Padre, y quedando con el
Padre, y siendo igual a El.
4. Si de una parte y de otra lo miras, nadie viene a mí sino quien es atraído
por el Padre. No vayas a creer que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae
el amor. Ni hay que temer el reproche que, tal vez, por estas palabras
evangélicas de la Sagrada Escritura, nos hagan quienes sólo se fijan en las
palabras y están muy lejos de la inteligencia de las cosas en grado sumo
divinas, diciéndonos: ¿Cómo puedo yo creer voluntariamente si soy atraído? Digo
yo: Es poco decir que eres atraído voluntariamente; eres atraído también con
mucho agrado y placer. ¿Qué es ser atraído por el placer? “Pon tus delicias en
el Señor y El te dará lo que pide tu corazón”. Hay un apetito en el corazón al
que le sabe dulcísimo este pan celestial. Si, pues, el poeta pudo decir: «Cada
uno va en pos de su afición», no con necesidad, sino con placer; no con
violencia, sino con delectación, ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es
atraído a Cristo el hombre cuyo deleite es la verdad, y la felicidad, y la
justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es Cristo? Los sentidos tienen sus
delectaciones, ¿y el alma no tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus
delectaciones, ¿por qué razón se dice: “Los hijos de los hombres esperarán a la
sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de tu casa, y les darás
a beber hasta saciarlos del torrente de tus delicias, por que en ti está la
fuente de la vida y en tu luz veremos la luz”? Dame un corazón amante, y sentirá
lo que digo.
Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como
desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna;
dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo.
Mas, si hablo con un corazón que está del todo helado, este tal no comprenderá
mi lenguaje. Como éste eran los que entre sí murmuraban: “El que es atraído,
dice, por el Padre, viene a mí”.
5. ¿Qué sentido, pues, pueden tener estas palabras: “A quien el Padre atrae,
sino que el mismo Cristo atrae? ¿Por qué prefirió decir: “A quien el Padre
atrae”? Si hemos de ser atraídos, que lo seamos por aquel a quien dice una de
esas almas amantes: “Tras el olor de tus perfumes correremos”. Pero pongamos
atención, hermanos, en lo que quiso darnos a entender, y comprendámoslo en la
medida de nuestras fuerzas. Atrae el Padre al Hijo a aquellos que creen en el
Hijo precisamente porque piensan que El tiene a Dios por Padre. Dios-Padre
engendró un Hijo que es igual a El; y el que piensa y en su fe siente y
reflexiona que aquel en quien cree es igual al Padre, ese mismo es quien es
llevado al Hijo por el Padre. Arrio le creyó simple criatura; no le atrajo al
Padre, porque no piensa en el Padre quien no cree que el Hijo es igual a El.
¿Qué es, ¡oh Arrio!, lo que estás diciendo? ¿Qué lenguaje herético es el tuyo?
¿Qué es Cristo? No es verdadero Dios, responde, sino que El ha sido hecho por el
verdadero Dios. No te ha atraído el Padre; no compren des tú al Padre, cuyo Hijo
niegas; tienes en el pensamiento algo muy distinto de lo que es el Hijo; ni el
Padre te atrae ni tampoco eres llevado tú al Hijo; el Hijo es una cosa, y lo que
tú dices es otra muy distinta. Dijo Fotino: Cristo no es más que un simple
hombre; no es Dios también. Quien así piensa no le ha atraído el Padre. El Padre
atrae a quien así habla: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”; tú no eres
como un profeta, ni como Juan, ni como un hombre justo, por grande que sea; tú
eres como Único, como el Igual; “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. ¡Mira
cómo ha sido atraído, atraído por el Padre! “Eres feliz, Simón hijo de Jonás,
porque no ha sido ni la carne ni la sangre los que te han revelado eso, sino mi
Padre, que está en los cielos”. Esta revelación es atracción también. Muestra
nueces a un niño, y se le atrae y va corriendo allí mismo adonde se le atrae; es
atraído por la afición y sin lesión alguna corporal; es atraído por los vínculos
del amor. Si, pues, estas cosas que entre las delicias y delectaciones terrenas
se muestran a los amantes, ejercen en ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a
atraer Cristo, puesto al descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más
ardor que la verdad? ¿Para qué el hambre devoradora? ¿Para qué el deseo de tener
sano el paladar interior, capaz de descubrir la verdad, sino para comer y beber
la sabiduría, y la justicia, y la verdad, y la eternidad?
6. Pero ¿dónde se realizará esto? Allí mucho mejor, y allí con más verdad, y
allí con más plenitud. Aquí nos es más fácil tener hambre, con tal de tener
esperanza santa, que saciarnos. “Felices, dice, los que tienen hambre y sed de
justicia”, pero aquí abajo; “porque serán saciados”; mas esto allá arriba. Por
esta razón, después de decir: “Nadie viene a mí si no le atrae mi Padre, que me
envió”, ¿qué añadió? “Y yo le resucitaré en el día postrero”. Yo le doy lo que
ama y yo le doy lo que espera; verá lo que creyó sin haberlo visto, y comerá
aquello mismo de lo que tiene hambre y será saciado de aquello mismo de lo que
tiene sed. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos. “Yo le resucitaré en el
día postrero”.
7. Está escrito en los profetas: “Serán todos enseñados por Dios”. ¿Por qué me
he expresado así, oh judíos? No os ha enseñado a vosotros el Padre; ¿cómo vais a
poder conocerme a mí? Los hombres todos de aquel reino serán adoctrinados por
Dios, no por los hombres. Y si lo oyen de los hombres, sin embargo, lo que
entienden se les comunica interiormente, e interiormente brilla, e interiormente
se les descubre. ¿Qué hacen los hombres cuando hablan exteriormente? ¿Qué estoy
haciendo, pues, yo ahora cuando hablo? No logro más que introducir en vuestros
oídos ruido de palabras. Luego, si no lo descubre el que está dentro, ¿qué vale
mi discurso y qué valen mis palabras? El que cultiva el árbol está por defuera;
es el Creador el que está dentro. El que planta y el que riega trabajan por de
fuera; es lo que hacemos nosotros. Pero ni el que planta es algo ni el que riega
tampoco; es Dios, que es el que da el crecimiento. Este es el sentido de estas
palabras: Todos serán enseñados por Dios. ¿Quiénes son esos todos? “Todo el que
oye al Padre y aprende de El, viene a mí”. Mirad la manera de atraer que tiene
el Padre; es por el atractivo de su enseñanza, llena de delectación, y no por
imposición violenta alguna; ése es el modo de su atracción. “Serán todos
enseñados por Dios”; ahí tenéis el modo de atraer Dios. “Todo el que oye al
Padre aprende de El, viene a mí”; así es como atrae Dios.
8. ¿Qué se sigue de esto, hermanos? Si todo el que oye al Padre y aprende se
llega a Cristo, ¿luego Cristo no hace aquí nada como maestro? ¿Qué quiere decir
que los hombres no vieron al Padre como Maestro y al Hijo sí? Es que el Hijo
hablaba, pero el Padre enseñaba. Yo que soy hombre y nada más, ¿a quién enseño?
¿A quién, hermanos, sino al que oye mi palabra? Luego, si yo, que soy hombre,
enseño al que oye mi palabra, el Padre enseña también al que oye su palabra. Si
el Padre enseña al que oye su palabra, investiga qué cosa es Cristo y conocerás
su Palabra: “En el principio existía el Verbo”. No dice que en el principio hizo
Dios el Verbo, como dice que “en el principio hizo Dios el cielo y la tierra”.
La razón es porque el Verbo no es criatura. Aprende el modo de ser atraído al
Hijo por el Padre, que el Padre te enseñe, oye a su Verbo. ¿A qué Verbo suyo
dices que oiga? “En el principio existía el Verbo (no se hizo, sino que existía
ya), y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. ¿Cómo es posible que los
hombres, mientras existen en la carne, oigan a este Verbo? “Porque el Verbo se
hizo carne y vivió entre nosotros”.
9. Todo esto nos lo explica El mismo también y nos muestra el sentido de estas
palabras: “El que oye al Padre y recibe su doctrina, viene a mí”. Y luego añade
algo que se nos hubiera podido ocurrir: “No que hombre alguno haya visto al
Padre; únicamente el que es de Dios, ése es el que ha visto al Padre”. ¿Cuál es
el sentido de estas palabras? Que yo he visto al Padre y vosotros no lo habéis
visto; y, sin embargo, no venís a mí si no sois atraídos por el Padre. ¿Y qué
significa ser atraído por el Padre sino aprender del Padre? ¿Y qué el aprender
del Padre sino oír al Padre? ¿Qué es oír al Padre sino oír la palabra del Padre,
es decir, a mí mismo? Para que tal vez, cuando os diga yo: “Todo el que oye al
Padre y aprende”, no penséis en vuestro interior: Pero, si nunca hemos visto al
Padre, ¿cómo hemos podido aprender del Padre? Oíd de mi misma boca: “No es que
haya visto alguno al Padre, sino el que es de Dios, ése es el que ha visto al
Padre”. Yo conozco al Padre y yo procedo de El; pero como procede la palabra de
aquel de quien es la palabra, y no la palabra que suena y desaparece, sino la
que permanece con el que la pronuncia y atrae al que la escucha.
10. Sirva de advertencia lo que dice a continuación: “En verdad, en verdad os
digo que quien cree en mí posee la vida eterna”. Quiso descubrir lo que era, ya
que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo Cristo
es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene a mí, y el
que viene a mí me posee.
¿Qué es Poseerme a mí? Poseer la vida eterna. La vida eterna aceptó la muerte y
la vida eterna quiso morir, pero en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de
sí; recibió de ti lo que pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas
no de modo humano. Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una
madre. Nació allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la
muerte con el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. “El que cree en
mí, dice, tiene la vida eterna”, que no es lo que aparece, sino lo que está
oculto. “La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo
era Dios, y la vida era luz de los hombres”. El mismo que es vida eterna, dio a
la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, mas al tercer día
resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que resucita, está la
muerte, que fue aniquilada.
11. “Yo soy, dice, el pan de vida”. ¿De qué se enorgullecían? “Vuestros padres,
continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron”. ¿De qué nace
vuestra soberbia? “Comieron el maná y murieron”. ¿Por qué comieron y murieron?
Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso
precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo que
atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por ventura
nosotros, que comemos el pan que ha descendido del cielo? Murieron aquéllos,
como vamos a morir nosotros, en lo que se refiere, digo, a esta muerte visible y
corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la muerte aquella con
que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los padres de éstos; del maná
comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y allí comieron otros muchos que
fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por qué razón? Porque comprendieron
espiritualmente este manjar visible, y espiritualmente lo apetecieron, y
espiritualmente lo comieron para ser espiritualmente nutridos. Nosotros también
recibimos hoy un alimento visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy
distinta la virtud del sacramento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este
alimento y mueren en el mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: “El
mismo come y bebe su condenación”. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan
del Señor? Lo comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el
demonio. No porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal
estado lo que era bueno. Estad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan
del cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos
pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros al
altar, mirad lo que decís: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores”. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también.
Acércate con confianza, que es pan, no veneno. Mas examínate si es verdad que
perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no puedes
engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El bien lo
que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te
mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona. Los
padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y murmuradores padres de
éstos, son perversos e infieles y murmuradores como ellos. Pues en ninguna cosa
se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo que con sus murmuraciones contra
Dios. Por eso, queriendo el Señor presentarlos como hijos de tales padres,
comienza a echarles en cara esto: “¿Por qué murmuráis entre vosotros,
murmuradores, hijos de padres murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en
el desierto y murieron, no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo
comieron en mala disposición”.
12. “Este es el pan que descendió del cielo”. El maná era signo de este pan,
como lo era también el altar del Señor Ambas cosas eran signos sacramentales:
como signos, son distintos; mas en la realidad por ellos significada hay
identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: “No quiero, hermanos, que ignoréis
que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y que todos atravesaron el
mar, y que todos fueron bautizados bajo la dirección de Moisés en la nube y en
el mar, y que todos comieron el mismo manjar espiritual”. Es verdad que era el
mismo pan espiritual, ya que el corporal era distinto. Ellos comieron el maná;
nosotros, otra cosa distinta; pero, espiritualmente, idéntico manjar que
nosotros. Pero hablo de nuestros padres, no de los de ellos; de aquellos a
quienes nos asemejamos, no de aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: “Y
todos bebieron la misma bebida espiritual”. Una cosa bebieron ellos, otra
distinta nosotros; mas sólo distinta en la apariencia visible, ya que es
idéntica en la virtud espiritual por ella significada. ¿Cómo la misma bebida?
Bebían de la misma piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese
es el pan y ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en símbolo. El Cristo
verdadero es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la
piedra con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. “Este
es, pues, el pan que descendió del cielo para que, si alguien lo comiere, no
muera”. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento
visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo come
con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.
13. “Yo soy el pan vivo que descendí del cielo”. Pan vivo precisamente, porque
descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la
sombra, éste la verdad. “Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente; y
el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo”. ¿Cuándo iba la
carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el nombre de
carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la carne, porque se
llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dijeron que esto era demasiado y
que no podía ser. “Mi carne, dice, es la vida del mundo”. Los fieles conocen el
cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el
cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo
solamente vive el cuerpo de Cristo. Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú
eres hombre, y tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la
que eres hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo
visible. Dime qué es lo que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu
el que recibe la vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu
espíritu? Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no
sé si vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente
de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de
Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu
espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El
mismo cuerpo de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que
el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: “Somos muchos un solo pan, un
solo cuerpo”. Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y qué vínculo
de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le
viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo,
para que tenga participación de su vida. No le horrorice la unión con los
miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni miembro deforme,
de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello, proporcionado y sano, y que
esté unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la
tierra para reinar después en el cielo.
14. Discutían entre sí los judíos, diciendo: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?” Altercaban, es verdad, entre sí, porque no comprendían el pan de la
concordia, y es más, no querían comerlo; pues los que comen este pan no discuten
entre sí: “Somos muchos un mismo pan y un mismo cuerpo”. Por este pan hace Dios
vivir en su casa de una misma y pacífica manera.
15. A la cuestión causa de litigio entre ellos, es a saber: ¿Cómo es posible que
pueda darnos el Señor a comer su carne, no contesta inmediatamente, sino que aun
les sigue diciendo: “En verdad, en verdad os di que, si no coméis la carne del
Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. No
sabéis cómo se come este pan ni el modo especial de comerlo; sin embargo, “si no
coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida
en vosotros”. Esto, es verdad, no se lo decía a cadáveres, sino a seres vivos.
Así que, para que no entendiesen que hablaba de esta vida (temporal) y siguiesen
discutiendo de ella, añadió en seguida: “Quien come mi carne y bebe mi sangre,
tiene la vida eterna”. Esta vida, pues, no la tiene quien no come este pan y no
bebe esta sangre. Pueden, sí, tener los hombres la vida temporal sin este pan;
mas es imposible que tengan la vida eterna. Luego quien no come su carne ni bebe
su sangre no tiene en sí mismo la vida; pero sí quien come su carne y bebe su
sangre tiene en sí mismo la vida, y a una y a otra les corresponde el
calificativo de eterna. No es así el alimento que tomamos para sustentar esta
vida temporal. Es verdad que quien no lo come no puede vivir; pero también es
verdad que no todos los que lo comen vivirán; pues sucede que muchos que no lo
comen, sea por vejez, o por enfermedad, o por otro accidente cualquiera, mueren.
Con este alimento y bebida, es decir, con el cuerpo y la sangre del Señor, no
sucede así. Pues quien no lo toma no tiene vida, y quien lo toma tiene vida, y
vida eterna. Este manjar y esta bebida significan la unidad social entre el
cuerpo y sus miembros, que es la Iglesia santa, con sus predestinados, y
llamados, y justificados, y santos ya glorificados, y con los fieles. La primera
de las condiciones, que es la predestinación, se realizó ya; la segunda y la
tercera, que son la vocación y la justificación, se realizó ya, y se realiza, y
se seguirá realizando; y la cuarta y la última, que es la glorificación, ahora
se realiza sólo en la esperanza y en el futuro será una realidad. El sacramento
de esta realidad, es decir, de la unidad del cuerpo y de la sangre de Cristo, se
prepara en el altar del Señor, en algunos lugares todos los días y en otros con
algunos días de intervalo, y es comido de la mesa del Señor por unos para la
vida, y por otros para la muerte. Sin embargo, la realidad misma de la que es
sacramento, en todos los hombres, sea el que fuere, que participe de ella,
produce la vida, en ninguno la muerte.
16. Y para que no se les ocurriese pensar que con este manjar y bebida se
promete la vida eterna en el sentido de que quienes lo comen no mueren ni aun
siquiera corporalmente, tiene el Señor la dignación de adelantarse a este
posible pensamiento. Porque después de haber dicho: “Quien come mi carne y bebe
mi sangre, tiene, la vida eterna”, añadió inmediatamente: “Y yo le resucitaré en
el día postrero”. Para que, entretanto, tenga en el espíritu la vida eterna con
la paz, que es la recompensa del alma de los santos; y, en cuanto al cuerpo se
refiere, no se encuentre defraudado tampoco de la vida eterna, sino que la tenga
en la resurrección de los muertos en el día postrero.
17. “Porque mi carne, dice, es una verdadera comida, y mi sangre es una
verdadera bebida”. Lo que buscan los hombres en la comida y bebida es apagar su
hambre y su sed; mas esto no lo logra en realidad de verdad sino este alimento y
bebida, que a los que lo toman hace inmortales e incorruptibles, que es la
sociedad misma de los santos, donde existe una paz y unidad plenas y perfectas.
Por esto, ciertamente (esto ya lo vieron antes que nosotros algunos hombres de
Dios), nos dejó nuestro Señor Jesucristo su cuerpo y su sangre bajo realidades,
que de muchas se hace una sola. Porque, en efecto, una de esas realidades se
hace de muchos granos de trigo, y la otra, de muchos granos de uva.
18. Finalmente, explica ya cómo se hace esto que dice y qué es comer su cuerpo y
beber su sangre. “Quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mi y yo en él”.
Comer aquel manjar y beber aquella bebida es lo mismo que permanecer en Cristo y
tener a Jesucristo, que permanece en sí mismo. Y por eso, quien no permanece en
Cristo y en quien Cristo no permanece, es indudable que no come ni bebe
espiritualmente su cuerpo y su sangre, aunque materialmente y visiblemente toque
con sus dientes el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo; sino antes,
por el contrario, come y bebe para su perdición el sacramento de realidad tan
augusta, ya que, impuro y todo, se atreve a acercarse a los sacramentos de
Cristo, que nadie puede dignamente recibir sino los limpios, de quienes dice:
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.
19. “Así como mi Padre viviente, dice, me envió y yo vivo por mi Padre, así
también quien me come a mi vivirá por mí”. No dice: Así como yo como a mi Padre
y vivo por mi Padre, así quien me come a mí vivirá por mí. Pues el Hijo no se
hace mejor por la participación de su Padre, porque es igual a El por
nacimiento; mientras que nosotros sí que nos haremos mejores participando del
Hijo por la unidad de su cuerpo y sangre, que es lo que significa aquella comida
y bebida. Vivimos, pues, nosotros por El mismo comiéndole a El, es decir,
recibiéndole a El, que es la vida eterna, que no tenemos de nosotros mismos.
Vive El por el Padre, que le ha enviado; porque se anonadó a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte de cruz. Si tomamos estas palabras: “Vivo por el
Padre”, en el mismo sentido que aquellas otras: “El Padre es mayor que yo”,
podemos decir también que nosotros vivimos por El, porque El es mayor que
nosotros. Todo esto es así por el hecho mismo de ser enviado. Su misión es,
ciertamente, el anonadamiento de sí mismo y su aceptación de forma de siervo; lo
cual rectamente puede así decirse, aun conservando la identidad absoluta de
naturaleza del Hijo con el Padre. El Padre es mayor que el Hijo-hombre; pero el
Padre tiene un Hijo- Dios, que es igual a El, ya que uno y el mismo es Dios y
hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que es Cristo Jesús. Y en este sentido
dijo (si se entienden bien estas palabras): “Así como el Padre viviente me envió
y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá para mí”. Como si dijera: La
razón de que yo viva por el Padre, es decir, de que yo refiera a El como a mayor
mi vida, es mi anonadamiento en el que me envió; mas la razón de que cualquiera
viva por mí es la participación de mí cuando me come. Así, yo, humillado, vivo
por el Padre, y aquel, ensalzado, vive por mí. Si se dijo “Vivo por el Padre” en
el sentido de que El viene del Padre y no el Padre de El, esto se dijo sin
detrimento alguno de la identidad entre ambos. Pero diciendo: “Quien me come a
mí, vivirá por mí”, no significa identidad entre El y nosotros, sino que muestra
sencillamente la gracia de mediador.
20. “Este es el pan que descendió del cielo”, con el fin de que, comiéndolo,
tengamos vida, y que de nosotros mismos no podemos tener la vida eterna. “No
como comieron, dice, el maná vuestros padres, y murieron; el que come este pan
vivirá eternamente”. Aquellas palabras: “Ellos murieron”, quieren significar que
no vivirán eternamente. Porque morirán en verdad temporalmente también quienes
coman a Cristo; pero viven eternamente, ya que Cristo es la vida eterna.
(San Agustín, Obras Completas , Tratado sobre el Evangelio de San Juan , Tomo
XIII , BAC, 2ª Ed., Madrid, 1968, Pág. 573-593)
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JUAN PABLO II
EL HOMBRE TIENE SED DE DIOS
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general del miércoles 25 de abril
de 2001
1. El Salmo 62 (63), en el que hoy reflexionamos, es el Salmo del amor místico,
que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico hasta
alcanzar su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo,
sed y hambre, pues involucra al alma y al cuerpo.
Como escribe santa Teresa de Ávila «sed me parece a mí quiere decir deseo de una
cosa que nos hace gran falta, que si del todo nos falta nos mata» (“Camino de
perfección”, c. XIX). La liturgia nos propone las dos primeras estrofas del
Salmo, que están centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre,
mientras que la tercera estrofa presenta un horizonte oscuro, el del juicio
divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del
Salmo.
2. Comenzamos entonces nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de
Dios. (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo
despejado de Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo
para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de
manera casi instintiva, parecería «física». Como la tierra árida está muerta
hasta que no es regada por la lluvia, y al igual que las grietas del terreno
parecen una boca sedienta, así el fiel anhela a Dios para llenarse de él y para
poder así existir en comunión con Él.
El profeta Jeremías había proclamado: el Señor es «manantial de agua viva» y
había reprendido al pueblo por haber construido «cisternas agrietadas que no
contienen el agua» (2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta: «Si alguno tiene
sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Juan 7, 37-38). En plena tarde de un
día soleado y silencioso, promete a la mujer samaritana: «el que beba del agua
que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá
en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (Juan 4, 14).
3. La oración del Salmo 62 se entrecruza, en este tema, con el canto de otro
Salmo estupendo, el 41 (42): «Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua,
así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios
vivo» (versículos 2-3). En el idioma del Antiguo Testamento, el hebreo, «el
alma» es expresada con el término «nefesh», que en algunos textos designa la
«garganta» y en otros muchos se amplia hasta indicar todo el ser de la persona.
Tomado en estas dimensiones, el término ayuda a comprender hasta qué punto es
esencial y profunda la necesidad de Dios; sin él desfallece la respiración y la
misma vida. Por este motivo, el salmista llega a poner en segundo plano la
existencia física, en caso de que decaiga la unión con Dios: «Tu gracia vale más
que la vida» (Salmo 62, 4). También el Salmo 72 (73) repetirá al Señor: «¿Quién
hay para mí en el cielo? Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi
carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por
siempre! [...] Para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el
Señor» (versículos 25-28).
4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista entonan el canto del
hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente, con las imágenes del «gran banquete» y
de la saciedad, el orante recuerda uno de los sacrificios que se celebraban en
el templo de Sión: el así llamado «de comunión», es decir, un banquete sagrado
en el que los fieles comían las carnes de las víctimas inmoladas. Otra necesidad
fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el
hambre es saciada cuando se escucha la Palabra divina y se encuentra al Señor.
De hecho, «no sólo vive de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor»
(Deuteronomio 8, 3; cf. Mateo 4, 4). Y al llegar a este punto el pensamiento
cristiano corre hacia aquel banquete que Cristo ofreció la ultima noche de su
vida terrena, cuyo valor profundo había explicado ya en el discurso de Cafarnaúm:
«Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come
mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Juan 6, 55-56).
5. A través de la comida mística de la comunión con Dios, «el alma se aprieta»
contra Dios, como declara el salmista. Una vez más, la palabra «alma» evoca a
todo el ser humano. No es una casualidad si habla de un abrazo, de un apretón
casi físico: Dios y el hombre ya están en plena comunión y de los labios de la
criatura sólo puede salir la alabanza gozosa y grata. Incluso cuando se está en
la noche obscura, se siente la protección de las alas de Dios, como el arca de
la alianza el alma está cubierta por las alas de los querubines. Entonces aflora
la expresión estática de la alegría: «yo exulto a la sombra de tus alas». El
miedo se disipa, el abrazo no aprieta algo vacío sino al mismo Dios, nuestra
mano se cruza con la fuerza de su diestra (cf. Salmo 62, 8-9).
6. Al leer este Salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos
llevan hacia Dios son saciadas en Cristo crucificado y resucitado, del que nos
llega, a través del don del Espíritu Santo y de los Sacramentos, la nueva vida y
el alimento que la sustenta...
Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, quien al comentar la observación de Juan:
de su costado «salió sangre y agua» (cf. Juan 19, 34), afirma: «aquella sangre y
aquella agua son símbolos del Bautismo, y de los Misterios», es decir, de la
Eucaristía. Y concluye: «¿Veis cómo Cristo se une con su esposa? ¿Veis con qué
comida nos nutre a todos nosotros? Nos alimentamos con la misma comida que nos
ha formado. De hecho, así como la mujer alimenta a aquel que ha generado con su
propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su propia
sangre a aquel que él mismo ha engendrado» (Homilía III dirigida a los neófitos,
16-19 passim: SC 50 bis, 160-162).
(Juan Pablo II, www.zenit.org )
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DR. D. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS
PROMESA DE LA EUCARISTÍA
Explicación . - Las dos partes que hemos analizado de este profundo discurso se
refieren especialmente a la doctrina de la fe, aunque pueden considerarse como
preludio de la promesa de la Eucaristía , según lo que hemos dicho. En la
primera, de un modo general, afirma Jesús que hay un pan de vida sobrenatural y
divina, del que el maná era tipo, que la dará perpetuamente y a todo el mundo,
siendo ésta vida eterna. En la segunda, sienta la tesis de que el pan de Dios es
Él mismo, que ha bajado del cielo para dar a los hombres esta vida sobrenatural
y eterna; para ello es preciso creer en Él, y esto no se logra sin el
llamamiento del Padre. Ahora, de la manducación espiritual por la fe en Cristo
pasa Jesús a un tema más alto y profundo: la manducación eucarística de su
cuerpo. Son tres las ideas fundamentales de esta parte, perfectamente trabadas y
dispuestas en progresión ascendente. Las concretan los tres epígrafes
siguientes.
JESÚS, PAN ESPIRITUAL DEBE SER COMIDO (48-52a). - Empieza Jesús con la misma
proposición inicial de la primera parte, bien que situándose en un plano de
ideas superior, como aparece de lo que sigue: “Yo soy el pan de la vida”. Le
compara con el maná, al que habían aludido sus oyentes, para demostrar que le
aventaja por dos razones: el maná fue dado a «sus» padres (con lo que revela
Jesús que tiene un Padre distinto de ellos), para conservar la vida del cuerpo,
y no obstante murieron: “Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y
murieron”. En cambio, él es el pan del espíritu, que le da vida inmortal:
Acompañaría Jesús el gesto a la palabra, señalándose a sí mismo, “este es el pan
que desciende del cielo”: para que el que comiere de él, no muera. Aventaja aún
al maná en que desciende siempre del cielo, y para todo el mundo; aquél vino de
la región atmosférica temporalmente, y sólo para los judíos. Aplica luego Jesús
a su propia persona lo que ha dicho del pan espiritual, diciendo con énfasis:
“Yo soy el pan vivo que descendí del cielo”. No sólo es el pan de la vida, sino
que es pan vivo, porque tiene substancialmente aquella vida espiritual y eterna.
Y porque es pan vivo, a quien le comiere, comunicará la vida eterna: “Si alguno
comiere de este pan, vivirá eternamente”.
EL PAN ESPIRITUAL ES LA CARNE DE JESÚS (52b-54). - En este punto llega Jesús a
la idea culminante y sintética de esta parte de su discurso, tal vez de todo el
discurso, revelando definitivamente su pensamiento: “Y el pan que yo daré, es mi
carne por la vida del mundo”. Jesús no da todavía este pan maravilloso: lo dará
la noche antes de morir. Aparece aquí una relación íntima entre la Eucaristía y
el sacrificio de la cruz: dará su carne por la vida del mundo (Ioh. 11, 51.52),
redimiéndole con la mactación cruenta de la Cruz; y esta carne la dará en
manducación a los hombres para su vida espiritual.
Mal dispuestos los oyentes contra Jesús, ya no se contentan con murmurar, v. 41:
en vez de humillarse, y para ello les basta la consideración de los milagros
obrados por Jesús, rechazan de plano, en un vivo altercado que sostienen entre
ellos, el pensamiento expuesto por Jesús y cuyo alcance han comprendido bien: si
da su carne, debe dividirla; si la divide, no puede subsistir: “Comenzaron
entonces los judíos a altercar unos con otros, y decían: ¿Cómo nos puede dar
éste su carne a comer?”
Jesús no les explica a sus oyentes el «cómo» de la verdad que les anuncia: ni se
lo han pedido, ni están en condición, carnales como son, de comprenderlo. Pero
repite la afirmación, con juramento, no sólo de la posibilidad, sino de la
necesidad de comer su carne y de beber su sangre para tener la vida sobrenatural
y eterna: Y Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: Que si no comiereis
la carne del Hijo del hombre, y bebiereis su sangre, no tendréis vida en
vosotros”. A propósito dice «del Hijo del hombre», porque sólo en cuanto es
hombre pudo el Hijo de Dios darnos su carne en comida.
No se deduce de aquí la necesidad de la comunión en las dos especies: porque
bajo ambas, el pan y el vino, está todo entero Jesús, y por lo mismo su carne y
sangre. Ni tampoco que hayan de comulgar los párvulos, como lo hacen en la
iglesia griega, por cuanto Jesús se dirige a adultos. Ni puede entenderse vengan
obligados al precepto de comer aquellos que por su edad, o por algún otro
impedimento, no están en condiciones de practicar esta función fisiológica.
LA CARNE Y SANGRE DE JESÚS, ALIMENTO ESPIRITUAL (55-59). - La idea que ha
expuesto Jesús en forma negativa, la emite en forma asertiva. Si el que no come
no tiene vida, el que come la tendrá: “El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna”: la vida espiritual perseverará y aumentará por esta
manducación, hasta llegar a la bienaventuranza eterna. No importa que el cuerpo
deba morir: cuerpo y alma gozarán esta vida; para ello resucitará Jesús los
cuerpos: “Y yo le resucitaré en el último día”. Son estas palabras como un
estribillo (vv. 40.34.55) en este discurso de pan de vida.
La razón de esta vivificación espiritual por la carne de Jesús es semejante a la
que causa en el cuerpo la comida material, que le sustenta, nutre y fortalece.
La carne y la sangre de Jesús son verdadero manjar y verdadera bebida, no
imaginarios o figurados o parabólicos: luego la manducación debe ser también
verdadera; los efectos serán análogos, aunque en un plano muy superior, a los
que en la vida fisiológica del cuerpo producen los verdaderos alimentos: “Porque
mi carne verdaderamente es comida: y mi sangre verdaderamente es bebida”.
Señala luego Jesús el efecto de esta manducación: la unión íntima entre él y el
que le come: “El que come mi carne y bebe mi sangre -repite insistiendo en la
realidad de esta función- en mí mora, y yo en él”. Es tan íntima esta unión, y
tan divinos sus efectos, que se compara a la unión del alma al cuerpo por ella
vivificado; a la unión de dos pedazos de cera que se derriten en un crisol; a la
mezcla del fermento y de la harina; a los desposorios. Esto produce como una
divinización de la vida humana, una transformación del hombre en Jesús.
Explica después Jesús la causa y razón de esta vivificación y unión, en una
comparación sublime, de gran profundidad teológica: Como me envió el Padre
viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá
por mí. El Padre envía al Hijo, y ésta es la razón de que pueda comunicarnos la
vida que recibe del Padre. El Padre es viviente por esencia, y por generación
eterna comunica a su Hijo la plenitud de su vida divina y esencial; al comer
nosotros al Hijo, este divino manjar nos comunica, mediante su Humanidad, en la
que mora la plenitud de la vida divina, una participación de esta misma vida.
Termina Jesús el discurso por donde empezó. Le habían pedido los judíos un
milagro, y le habían aludido, como magnífico portento realizado por Moisés en
tiempos antiguos, el hecho del maná. Jesús les repite la promesa del gran
portento: Este es el pan que descendió del cielo. Milagro mil veces más excelso
que el del maná es la Eucaristía, estupenda suma de milagros: el maná no pudo
librar de la muerte a los que le comieron: la Eucaristía da la vida sobrenatural
y sempiterna: “No como el maná, que comieron vuestros padres, y murieron. Quien
come este pan, vivirá eternamente”.
Lecciones morales . - A) v. 50.- “Para que el que comiere de él, no muera”. - La
Eucaristía es pan de vida y de muerte: de vida para los que le reciben bien, es
decir, espiritualmente por la caridad y el sacramento; de muerte para los que
reciben el sacramento sin la caridad, o en pecado. Porque, como dice San
Agustín, una cosa es el Sacramento, y otra la virtud o eficacia del Sacramento:
cuántos son los que reciben del altar, y recibiendo mueren! Por lo cual dice el
Apóstol: «Come y bebe su propia condenación» (1 Cor. 11, 29). Comed, pues,
espiritualmente el pan celestial, llevad al altar la inocencia: que los pecados,
aunque sean cotidianos, no sean mortales. Entonces la Eucaristía es pan, no
veneno; y el que le come no morirá eternamente.
B) v 52. - “El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. - La
Eucaristía es pan en la apariencia, porque en ella subsisten todos los
accidentes de pan; pero es carne en realidad, por que las palabras de la
transubstanciación han convertido la sustancia del cuerpo del Señor. Diolo Jesús
este pan la noche antes de morir: es el mismo cuerpo que entregó el día
siguiente en el Calvario. El acto es substancialmente el mismo: la forma
difiere. En ambos momentos, en la Mesa de la última Cena y en la Cruz , dio
Jesús voluntariamente este pan: en la Cena , porque la deseó con vivas ansias, y
nadie le cohibió, antes mandó con imperio que hiciesen aquello en su memoria. En
la Cruz , porque «se ofreció porque quiso» (Is. 53, 7), libérrimamente. Y lo dio
para la vida del mundo, porque este pan es el medio transmisor de la vida divina
a los hombres, ya que muriendo Jesús destruyó la muerte. ¡Carne santísima en
forma de pan, para que no sintiéramos el horror de la carne, para que le
comiéramos sobrenaturalmente según estamos acostumbrados a hacerlo en el orden
natural!
c) v. 53. - “¿Cómo nos puede dar éste su carne a comer?” - Según la manera que
sólo pudo hallar su infinita sabiduría y su inmenso amor. No nos dejemos llevar
de una curiosidad insana al escudriñar los misterios del Sacramento; aprendamos
de la divina doctrina cuanto podamos, pero siempre con la fe inconmovible en la
verdad consoladora de las palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene la vida eterna.» Con esta fe, y con caridad profunda, podremos no
escalar las alturas de la teología sobre el Sacramento, pero podremos recibir a
sorbos llenos la vida divina que el Sacramento contiene. Un alma sencilla y
ardorosa puede medrar más, en el orden de la vida que del Sacramento deriva, que
un gran teólogo que se levante a altas especulaciones, pero con caridad remisa a
recibir el Sacramento.
a) v. 57.- “El que come mi carne.., en mí mora, y yo en él”. - La Eucaristía es
vínculo de amor, y el amor junta las vidas. Esto, que tratándose de los humanos
amores tiene sólo un sentido moral, llega a tener en la manducación eucarística
una realidad física de orden sobrenatural. Porque Jesús viene a nosotros con
toda la plenitud de su vida, y esta vida se comunica a nuestro espíritu por la
virtud del Sacramento. En este sentido, Jesús mora en nosotros, porque su vida
misma se entraña en nosotros. Pero en cuanto la vida de Jesús es más fuerte y
poderosa que nuestra vida, queda ésta absorbida por la vida de Jesús, según la
medida en que nosotros nos dejemos absorber: y en este sentido nosotros
permanecemos en él. ¡Ojalá que absorbiese Jesús, al recibirle, todo lo mortal de
nuestra vida, para que fuéramos totalmente transformados en su vida! Sería esto
el preludio de aquella transformación definitiva de la gloria , de la que nos
habla el Apóstol (2 Cor. 3, 18).
a) v. 58.- “Como me envió el Padre viviente...” - El Padre envía al Hijo al
mundo; el Hijo, en virtud de esta misión, viene al mundo para dar a los hombres
vida abundante (Ioh. 10, 10); pero no una vida cualquiera, sino una
participación de la misma vida que deriva del Padre. El Hijo vive
substancialmente la misma vida del Padre, vida de Dios, porque es Dios como el
Padre, igual al Padre aunque sea engendrado por el Padre. Esta vida de Dios
llena substancialmente la vida de Jesús, Hombre-Dios, porque en él, dice el
Apóstol, habita substancialmente la plenitud de la divinidad (Col. 2, 9). Y esta
vida de Jesús viene a nosotros, llenándonos de la vida de Dios según la medida
de nuestra caridad, cuando comemos por la sagrada Comunión la carne sacratísima
del Hombre-Dios. Nunca, ninguna religión, ningún pensamiento humano, pudo
concebir una idea tan grande de la bondad de Dios y de la dignidad excelsa del
hombre que comulga en la carne de su Dios. Verdaderamente somos dioses, porque
por este divino banquete somos levantados al nivel de Dios, participando de su
vida. Vivimos nosotros, pero ya no nosotros, dice el Apóstol, sino que es Cristo
quien vive en nosotros (Gal. 2, 20).
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado , Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed.,
Barcelona, 1966, p. 691-696)
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GIUSEPPE RICCIOTTI
JESÚS CAMINA SOBRE LAS AGUAS. DISCURSO ACERCA DEL PAN VIVO
Cuando la barca se apartó de tierra era noche cerrada; probablemente los
discípulos aguardaron algún tiempo antes de embarcar, en la esperanza de que
Jesús, librándose de la multitud, les alcanzase. Pero no viendo a nadie y siendo
tarde ya, se internaron en el lago.
Se lo había ordenado el maestro y le obedecían, pero sin sentirse plenamente
satisfechos, tanto por la separación de Jesús como porque el viaje nocturno no
era agradable ni seguro. Ya entrada la primavera, es frecuente en el lago de
Tiberíades que, después de un día caluroso y sereno, hacia el declinar del sol,
sobrevenga desde las montañas dominantes un viento frío y fuerte en dirección
sur, viento que continúa y crece más cada vez hasta la mañana, haciendo la
navegación bastante difícil. Así sucedió aquella noche: batidos de lado por el
viento e impelidos hacia mediodía en vez de hacia poniente, los navegantes
amainaron la vela, ahora nociva y peligrosa, y remaron con esfuerzo. Pero las
olas estorbaban la marcha de la barca, y a la cuarta vigilia de la noche, o sea
poco después de las tres de la mañana, sólo se habían recorrido 25 ó 30
estadios, o sea alrededor de cinco kilómetros. Faltaba, pues, como un tercio del
trayecto hasta llegar al punto de desembarco. El cansancio acrecía el mal humor
de los navegantes.
De pronto, entre la oscuridad matinal y el salpicar de las olas, distinguen a
pocos pasos de la embarcación un hombre que camina sobre el agua. Un remero da
un grito y señala la figura. Todos miran. Es indudablemente una figura humana
que parece caminar a la par de la barca y pretender pasar de largo. Pero no: en
aquel momento gira hacia la nave como para llegar a ella. Entonces todos se
turbaron, diciendo: « ¡Es un fantasma!», y gritaron de terror. Y al instante
(Jesús) les habló, diciendo: « Soy yo. No temáis» (Mateo, 14, 26-27). Si era él
verdaderamente, no había por qué maravillarse: quien multiplicara los panes
pocas horas atrás bien podía caminar sobre las olas. Pero, ¿sería realmente él?
Pedro quiso asegurarse: “Señor, si eres tú, ordena que yo vaya a ti sobre las
aguas”. Jesús repuso: “Ven” . Pedro saltó la borda, caminó sobre el agua y se
acercó a Jesús. El experto pescador de Cafarnaum no se había adentrado nunca en
el agua de aquel modo, pero precisamente su experiencia le traicionó, y cuando
se encontró solo envuelto entre las tempestuosas olas se apagó en él la llama de
fe que le había hecho dejar la barca y quedó sólo el experto pescador el cual,
por lo mismo, sintió miedo. El pavor le hacía hundirse, y entonces gritó: «
¡Señor, sálvame!» Y al instante Jesús tendió la mano, le sujetó y le dice:
«Pobre de fe, ¿de qué dudaste?» Ambos subieron a la barca, el viento cesó y en
breve alcanzaron la costa.
En el breve recorrido en calma, reinó en la barca un inmenso estupor. Los
navegantes se arrojaron a los pies del recién embarcado, exclamando:
“¡Verdaderamente eres hijo de Dios!” No decían que fuese el «hijo de Dios» por
excelencia, el Mesías, pero le proclamaban un hombre extraordinario a quien Dios
había concedido los más amplios favores. Pero aquí precisamente quedaba una
mancha obscura: al querer encuadrar está nuevo prodigio junto con los otros
dentro de una visión de conjunto, aquellos navegantes que tenían aún el estómago
lleno del pan milagroso y los ojos llenos de aquella imagen del presunto
fantasma, no lograban obtener un juicio completo de toda la visión. Repetíanse
en su interior el mismo razonamiento hecho pocas horas antes por las multitudes
que comieran el pan multiplicado: Si este hombre sabe producir milagros tan
poderosos, por qué no se decide a obrar como potente «rey mesiánico» de Israel?
¿Qué le retiene, pues? Y mucho más se asombraban en su interior; porque no
habían comprendido lo de los panes, antes su corazón estaba endurecido (Marcos,
6, 51-52).
El desembarque tuvo lugar en Genezareth, la región llamada hoy el-Ghuweir,
descrita como ubérrima por Flavio Josefo (Guerr. jud., III 516 y sigs.) y que se
hallaba, como Tabgha, a unos tres kilómetros al sur de Cafarnaum. Probablemente
se eludió Cafarnaum para no provocar las acostumbradas manifestaciones
clamorosas y peligrosas. Pero, con todo, se conoció en seguida la llegada de
Jesús y pronto comenzó la afluencia de enfermos y pedigüeños de los lugares
vecinos y cuan tos le tocaban eran curados (Marcos, 6, 56).
Entre tanto, muchos de la región de Cafarnaum habíanse quedado en Bethsaida, en
el lugar de la multiplicación de los panes. Pero como por la noche Jesús había
desaparecido y sus discípulos habían zarpado sin él en la única barca existente
en la orilla, resultaba inútil continuar allí. Pasada, pues, la noche como
pudieron, algunos de los rezagados aprovecharon, por la mañana, algunas barcas
que llegaron allí desde Tiberíades para pescar (Juan, 6, 23) y se hicieron
trasladar en ellas a Cafarnaum, mientras otros seguían distintas direcciones.
Los llegados a Cafarnaum comenzaron a buscar a Jesús, acaso con la esperanza de
continuar el fallido proyecto de rey y de inducirle a una plena aceptación o a
una negativa franca. Encontráronle, en efecto, como previeran, pero
probablemente al cabo de dos o tres días, que Jesús había pasado en la Zona de
Genezareth. Entonces, tan sólo para entablar conversación, le dijeron: “Rabí,
¿cuándo has venido acá?” (Jn 6, 25).
Con esta pregunta se inicia la célebre predicación sobre el pan vivo sólo
relatada por Juan. Nosotros sabemos ya que este método integrativo es propio del
IV evangelio en su cotejo con los sinópticos. En este discurso reaparecen rasgos
característicos de Juan ya notados en los diálogos de Jesús con Nicodemo y con
la samaritana. Con este último muestra varias afinidades, incluso de desarrollo
lógico, el discurso sobre el pan vivo. Sin embargo, analizando minuciosamente el
discurso en sí, se muestran aquí y allá soldaduras o reconexiones que evidencia
un trabajo redaccional. Si el Sermón de la Montaña ofreció a los dos sinópticos
que lo incluyen, y sobre todo a Mateo, ocasión de ejercitar su actividad
redaccionista, igual ocasión aprovechó Juan para el discurso acerca del pan
vivo. En éste se distinguen con claridad tres partes: en la primera (6, 25-40)
Jesús tiene por interlocutores a los habitantes de la región de Cafarnaum que
habían asistido a la multiplicación de los panes; en la segunda (6, 41-59)
intervienen como interlocutores los judíos, y una nota redaccional advierte que
estas palabras las pronunciaba Jesús en la sinagoga de Cafarnaum; finalmente, la
tercera parte (6, 60-71) relaciona con pocas palabras de Jesús varios hechos que
fueron consecuencia de los razonamientos precedentes, consecuencias que no se
produjeron en seguida, sino que requirieron sin duda un tiempo más o menos largo
para desarrollarse. Así, el discurso, tal como hoy lo conocemos, es una
«composición» que ha unido con un núcleo cronológicamente compacto otras
sentencias de Jesús, cronológicamente separadas, pero unidas a aquel núcleo por
la analogía del tema. Este método de «composición», en parte cronológica y en
parte lógica, era usual en la catequesis de Juan no menos que en la de los otros
apóstoles, y los antiguos Padres o expositores la han reconocido y admitido
mucho antes que los eruditos recientes
La primera parte del discurso transcurre en Cafarnaum, pero fuera de la
sinagoga. Los que buscan a Jesús le encuentran, quizá por el camino, y le
dirigen la antedicha pregunta: “¿Cuándo has venido acá?” La intención secreta es
muy diferente. Jesús, refiriéndose a esa mirada secreta y acercándose a la
esencia de la pregunta, responde: En verdad, en verdad os digo (que) me buscáis,
no porque visteis signos, si no porque comiste de los panes y quedasteis
saciados. Los signos eran los milagros hechos por Jesús como prueba de su misión
y serían eficaces como signos siempre que indujesen a los espectadores a aceptar
aquella misión. Pero los habitantes de Cafarnaum que hablaban con Jesús eran
espectadores de muchos milagros, mas sin aceptarlos como signos; habían gozado
del beneficio material, pero no acogido el espiritual. Después, al comer el pan
milagroso, se habían enfervorizado súbitamente pensando en el reino político del
Mesías. Así, Jesús prosigue: “Trabajad, no por el sustento perecedero, sino por
el sustento que dura hasta la vida eterna, el cual os dará el hijo del hombre”.
Porque a éste, el Padre, Dios, selló con su sello. El sello era el instrumento
más importante en la cancillería de un rey. Aquellos oyentes de Jesús habían
intentado poco antes elegirle «rey», pero, ¿qué clase de rey habría sido él
después de semejante elección? ¿Cuál sería su autoridad regia? Su autoridad no
la había recibido de los hombres, sino de Dios Padre. Los interlocutores
replican: “¿Qué haremos para obrar las obras de Dios?”, pregunta con la que se
refieren claramente a la exhortación anterior de Jesús: Trabajad... el sustento
que dura hasta la vida eterna. Jesús les contesta: “Esta es la obra de Dios: que
creáis en quien él envió”. Es decir, que creyeran también cuando las palabras de
Jesús decepcionasen sus esperanzas y desvaneciesen sus ensueños, que creyeran en
su reino aunque fuese la negación total del reino de ellos.
Insistieron los otros: ¿Qué signo, pues, das tú para que veamos y creamos en ti?
¿Qué haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto conforme a lo que
está escrito: «Pan del cielo les dio a comer» (Éxodo 16, 4; Salmo, 78, 24). La
alusión abarcaba dos términos y los contraponía entre sí: de una parte la obra
de Moisés y su «signo»: haber hecho descender el maná del cielo; de otra, la
obra de Jesús y su reciente «Signo»: la multiplicación de los panes en Bethsaida.
Entre los dos términos de la analogía, los interlocutores muestran preferir el
«signo» de Moisés y su obra a la obra y «signo» de Jesús. Los demás «signos» de
Jesús no son mencionados siquiera como si no tuvieran eficacia demostrativa
alguna respecto a la fe, y como para dar la razón a las primeras palabras de
Jesús: “Me buscáis, no porque visteis signos, sino porque comisteis de los panes
y fuisteis saciados”. Jesús, en todo caso, es reprobado y pospuesto a Moisés: si
quiere obtener fe en su invisible e impalpable «reino», que haga «signos» al
menos iguales a los de Moisés.
La discusión llega a una encrucijada y hay que optas por uno de los dos términos
del cotejo: de una parte Moisés y su obra, de otra Jesús y su reino. ¿Cuál de
los dos términos es superior? Tal es el nudo de la cuestión, y Jesús lo afronta
plenamente: “En verdad, en verdad os digo, no os dio Moisés el pan del cielo,
sino mi Padre os da el pan del cielo, el verdadero. Porque el pan de Dios es el
que desciende del cielo y da vida al mundo”. El juicio formulado por los
interlocutores queda invertido: entre los dos términos del cotejo Jesús resulta
tan superior a Moisés como el cielo a la tierra. No ya Moisés, sino Jesús
desciende del cielo y da vida al mundo, y es verdaderamente el pan del cielo. La
exposición se interrumpe un instante por una exclamación de los interlocutores:
“Señor, danos siempre ese pan”, frase gemela de la de la samaritana respecto al
agua y demostrativa de que en ambos casos se pensaba en cosas materiales. Jesús
replica: “Yo soy el pan de la vida: quien viene a mí no sentirá hambre y quien
cree en mí no sentirá sed jamás. Empero ya os he dicho que me habéis visto y no
creéis”. Con otras afirmaciones de Jesús (Juan, 6, 37-40) se cierra este primer
encuentro.
De tal encuentro y de las afirmaciones de Jesús se debió hablar mucho en el
lugar, incluso con deseos de obtener explicaciones y de procurar a Jesús
oportunidad de darlas. Probablemente los hechos se desenvolvieron como en
Nazareth y se ofreció a Jesús ocasión de explicarse en la primera reunión
sinagoga de la localidad, porque sus nuevas declaraciones fueron hechas
enseñando en la sinagoga, en Cafarnaum (6, 59). No obstante, cuando se dice al
principio de esta nueva parte del discurso que los judíos murmuraban de él, no
es preciso suponer que un grupo de encarnizados fariseos hubiese llegado adrede
de Judea para dar la batalla a Jesús. Los judíos, en el estilo de Juan, son,
genéricamente, los compatriotas de Jesús que rechazan sus enseñazas. Estos
judíos pues, murmuraban de Jesús porque dijo: «Yo soy el pan descendido del
cielo»; y decían: « ¿es este Jesús el hijo de José, del que nosotros
conocemos... a la madre? ¿Cómo ahora dice: “He descendido del cielo”?». Jesús,
tras algunas consideraciones más amplias, vuelve sobre la precedente cuestión
del pan: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el
desierto y murieron; (en cambio) éste es el pan descendido del cielo para que
quienes lo coman no mueran”.
“Yo soy el pan viviente que ha descendido del cielo. Si alguno come de este pan
vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”.
Oyendo tales palabras los judíos, ya mal predispuestos, debían extrañarse más
que Nicodemo y la samaritana. Si a estos dos primeros interlocutores Jesús les
había hablado del renacimiento en el Espíritu y de «agua que mana hasta la vida
eterna», semejantes expresiones podían a primera vista en tenderse en sentido
simbólico, como en sentido simbólico podía tomarse ahora la expresión «pan de
vida», la primera vez que Jesús la había usado y aplicado a sí mismo. Pero Jesús
no se limitaba a aquella primera vez; insistía en la expresión, y como para
excluir adrede la interpretación simbólica afirmaba que aquel pan era «su
carne», dada por la vida del mundo. Esta concreción no era tolerable en un
lenguaje metafórico: al hablar de su «carne pan», Jesús no hablaba
simbólicamente. Así razonaron, con perfecta lógica, los oyentes de la sinagoga
de Cafarnaum, y por ello comenzaron a discutir entre sí: ¿Cómo puede éste darnos
su carne a comer? El momento era decisivo y solemne. Jesús había de precisar aún
mejor su intención, expresando con cristalina limpidez si sus palabras debían
ser consideradas metafóricas o propias y reales.
La limpidez cristalina se obtuvo Jesús, oída la discusión de los oyentes, habló
así: “En verdad, en verdad os digo, (que) si no coméis, la carne del hijo del
hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros mismos. Quien come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el postrer día.
Porque mi carne es verdadero manjar y mi sangre es verdadera bebida. Y quien
come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. (Así) como me envió
el Padre viviente y yo vivo por el Padre, también quien me come vivirá por mí.
Este es el pan descendido del cielo; no (sucederá) como (a) los padres (vuestros
que) comieron (el maná) y murieron: quien coma este pan vivirá eternamente”.
Escuchando tales explicaciones los oyentes no dudaron ya en lo más mínimo, ni en
realidad podían dudar. Las palabras pronunciadas podrían ser tan duras como se
quisiese pero no cabía que fueran más precisas y claras. Jesús había afirmado
neta y repetidamente que su carne era verdadero manjar y su sangre verdadera
bebida, y que para tener vida eterna se precisaba comer de aquella carne y beber
de aquella sangre. No era posible el equívoco. Y no fueron equívocas para los
hostiles judíos que vieron confirmada su primera interpretación. Tampoco lo
fueron para muchos de los discípulos mismos de Jesús, que hallaron escándalo en
aquellas palabras. Y muchos de sus discípulos, habiendo escuchado, dijeron:
«Duro es este discurso; ¿quién puede escucharlo?». El adjetivo duro equivale
aquí a «repugnante», «repulsivo» al extremo de que no se puede escucharlo sin
repulsión. Evidentemente se pensaba en un banquete de antropófagos.
Jesús en realidad no había precisado la forma de comer su carne y beber su
sangre; pero incluso ante la posibilidad de la interpretación antropófaga y del
escándalo, no retrocedió un paso ni retiró una sola palabra. Sabiendo que sus
discípulos murmuraban de él, les dijo: « ¿os escandaliza? Pues, ¿y si
contemplareis al hijo del hombre subiendo donde estaba antes? El espíritu es
quien vivifica; la carne no aprovecha nada. Las palabras que os he hablado son
espíritu y son vida » . El último período fue juzgado suficiente por Jesús para
disipar el temor de un festín de antro ya que sus palabras eran espíritu y vida.
Pero las mismas palabras conservaban su pleno valor literal, sin desviaciones
metafóricas: lo indispensable era tener fe en él, y el último argumento de tal
fe es contemplar al hijo del hombre subiendo al cielo de donde descendiera como
pan vivo. Pan celestial, carne celestial... Quien hubiera tenido aquella fe
habría podido ver de qué modo cabía comer verdaderamente su carne y beber su
sangre sin sombra de antropofagia.
La reacción de los discípulos ante el discurso, a pesar de las explicaciones
añadidas por Jesús, no fue sólo verbal: Desde entonces, muchos de sus discípulos
se retrajeron y no andaban más con él. Se produjo, pues, una defección que alejó
de Jesús muchos de sus discípulos. Pero los doce apóstoles permanecieron fieles.
Un día, cuando la defección había avanzado bastante, Jesús dijo a los doce: «
¿Tal vez vosotros queréis iros también». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a
quién iremos? Palabras de vida eterna tienes; y nosotros hemos creído y conocido
que tú eres el santo de Dios» (Juan, 6, 67-69).
En un escritor como Juan no es fortuita la consecución de pensamiento según la
cual los doce habían creído y luego conocido.
Juan no insiste más en este tema, y la predicción del pan de vida no tiene
confirmación en todo el curso de su evangelio, ya que es el único de los cuatro
que no narra la institución de la eucaristía la víspera de la muerte de Jesús.
Precisamente en esta omisión está el indicio más claro de que el anuncio ha sido
realizado en la forma espiritual predicha. Juan omite la institución de la
Eucaristía por hallarse narrada en los tres Sinópticos y ser conocidísima de los
oyentes de su catequesis. En cambio narra su predicción porque los Sinópticos la
omitieron.
(Giuseppe Ricciotti, Vida de Jesucristo , Ed. Miracle, 3ª Ed., Barcelona, 1948,
Pág. 418-426)
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EJEMPLOS PREDICABLES
San Pedro Julián Eymard
Apóstol de la Eucaristía
Fundador de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, Las Siervas del Santísimo
Sacramento, Archicofradía del Santísimo Sacramento y otras obras.
2 de agosto
Pedro Julián nació en un pueblito de la diócesis francesa de Grénoble, llamado
Mure d'Isére, en el año 1811. En la misma diócesis ocurrieron las apariciones de
la Virgen en La Salette.
Trabajó con su padre en su fábrica de cuchillos y más tarde en una prensa de
aceite, hasta que cumplió 18 años. En sus horas libres estudiaba latín y recibía
clases de un sacerdote de Grénoble, con quien también trabajo por un tiempo.
En 1831 entra en el seminario de Grénoble y en tres años es ordenado sacerdote.
En sus primeros cinco años de sacerdote sirvió en una parroquia en Chatte y
Monteynard. Luego pidió permiso al obispo para ingresar en la Congregación de
los Maristas. El obispo le concede diciendo: "La mejor prueba de estima que
puedo dar a esa congregación es permitir a un sacerdote como vos ingresar en
ella". Al terminar su noviciado, Pedro Julián fue nombrado director espiritual
del seminario menor de Belley y mas tarde fue elegido provincial de Lyon en
1845.
La Eucaristía incendia su corazón
El centro de su vida espiritual había sido siempre la devoción al Santísimo
Sacramento. El santo decía: "Sin El, perdería yo mi alma". El santo nos relata
una experiencia extraordinaria en una procesión de Corpus Christi, mientras
llevaba al Santísimo en sus manos: "Mi alma se inundó de fe y de amor por Jesús
en el Santísimo Sacramento. Las dos horas pasaron como un instante. Puse a los
pies del Señor a la Iglesia de Francia, al mundo entero, a mi mismo. Mis ojos
estaban llenos de lágrimas, como si mi corazón fuese un lagar. Hubiese yo
querido en ese momento que todos los corazones estuvieran con el mío y se
incendiaran con un celo como el de San Pablo".
Hizo una peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Fourviéres en 1851: "Me
obsesionaba la idea de que no hubiese ninguna congregación consagrada a
glorificar al Santísimo Sacramento, con una dedicación total. Debía existir esa
congregación... Entonces prometí a María trabajar para ese fin. Se trataba aún
de un plan muy vago y no me pasaba por la cabeza abandonar la Compañía de
María... ¡Que horas tan maravillosas pasé ahí! ".
Las Fundaciones y las pruebas
Fue aconsejado por sus superiores a no tomar ninguna decisión hasta que su
proyecto estuviera más maduro. Después de 4 años en la Seyne, alentado por los
mismos fundadores de los Maristas, Pío IX y el venerable Juan Colin, decide
salir de la Compañía de María para fundar la nueva Congregación de Sacerdotes
adoradores del Santísimo Sacramento, en 1856. Presenta su plan al Monseñor
Sibour, Arzobispo de París. Recibió la aprobación de Mons. Sibour a los 12 días.
Pedro Julián junto con un compañero se instaló en la casa que el mismo Monseñor
puso a su disposición. El 6 de enero de 1857, en la capilla de la casa, Julián
por primera vez expuso el Santísimo Sacramento y predicó en la nueva
congregación.
El Padre Eymard tuvo que enfrentar muchas críticas por haberse salido de la
Compañía de María y sufrió oposición a su obra. El Santo les decía: "No
comprenden la obra y creen que hacen bien en oponerse a ella. Ya sabía yo que la
obra iba a ser perseguida. ¿Acaso el Señor no fue perseguido durante su vida?".
Muchos eran los llamados, pero pocos los escogidos. Los P.P. de Cuers y Champion
fueron los primeros miembros de la Congregación. El progreso fue lento y con
muchas dificultades. Tuvieron que cambiar de casa. En 1858 consiguieron una
capillita en el suburbio de Saint-Jacques. El P. Eymard llamó a ese lugar "la
capilla de los milagros" porque por 9 años, el Señor se derramó allí en
abundancia. El Santísimo se exponía 3 veces por semana. El siguiente año, Pío IX
emitió un breve en alabanza a la congregación.
Se abre la segunda casa en Marsella y la tercera en Angers en 1862. Para
entonces habían suficientes miembros para establecer un noviciado regular. Los
sacerdotes rezan el oficio divino en coro y ejercen ministerios pastorales. Su
principal misión es la adoración del Santísimo Sacramento, en lo cual ayudan los
hermanos legos.
El P. Eymard funda la congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento en
1852, también dedicadas a la adoración perpetua y a propagar el amor al Señor.
También funda la Liga Eucarística Sacerdotal cuyos miembros se comprometen a una
hora diaria de oración ante el Santísimo.
Trabajar con los sacerdotes y religiosas no fue su único objetivo. Funda la
"Obra de Adultos", organización que se dedica a preparar a hombres y mujeres
adultos para la primera comunión cuando por razón de edad o trabajo no podían
asistir a la catequesis parroquial.
Organizó la Archicofradía del Santísimo Sacramento que luego el derecho canónico
ordena establecer en todas las parroquias. Escribió varias obras sobre la
Eucaristía que han sido traducidas a varios idiomas.
Muchos lo consideraban un verdadero santo, se le notaba en todo: en su vida
diaria llena de obras y virtudes, en especial el amor, y en sus dones
sobrenaturales. Tenía visiones proféticas, adivinaba los pensamientos y leía los
corazones.
San Juan Bautista Vianney lo conoció personalmente y dijo de él: "Es un santo.
El mundo se opone a su obra porque no la conoce, pero se trata de una empresa
que logrará grandes cosas por la gloria de Dios. ¡Adoración Sacerdotal, que
maravilla! ... Decid al P. Eymard que pediré diariamente por su obra".
En sus últimos años de vida, el P. Eymard tuvo una gota reumática, padecía de
insomnio y otras tantas enfermedades. A sus sufrimientos se añadían innumerables
dificultades.
Una vez dejó ver el desaliento que sufría, según escribe el P. Mayet en 1868:
"Nos abrió su corazón y nos dijo: 'Estoy abrumado bajo el peso de la cruz,
aniquilado, deshecho'. Necesitaba el consuelo de un amigo, ya que, según nos
explicó: 'Tengo que llevar la cruz totalmente solo para no asustar o desalentar
a mis hermanos' ".
Presentía su muerte. Su hermana le pidió en febrero que fuera con mas frecuencia
a Mure, el le dijo: "Volveré mas pronto de lo que imaginas". El P. Eymard fue a
visitar a sus amigos y penitentes, hablándoles como si fuese la última vez que
los veía. El 21 de febrero el Padre Eymard salió de Grénoble rumbo a la Mure.
Por el intenso calor y cansancio, llega casi sin conocimiento y con un ataque de
parálisis parcial.
Muere el 1 de agosto. Antes de finalizar ese año ocurren varios milagros en su
tumba.
En 1895 la Santa Sede confirmó la Congregación "in perpetuum".
El Padre Eymard es beatificado en 1925 y es canonizado el 9 de diciembre de 1962
por S.S. Juan XXIII
( www.corazones.org )
22.
Todos los cristianos del mundo entero estamos interiorizando este capítulo sexto del evangelio de San Juan, conocido con el nombre de discurso sobre el Pan de Vida.
Vida. Vivir. Esta es la palabra mágica que encierra la realidad más profunda por la cual lucha el hombre desde que nace hasta que irremisiblemente, vencido, muere. Vivir. “Trabajad no por el alimento que perece y tú con él, sino por el alimento que perdura dando vida eterna” Vivir, sí, vivir, pero para siempre: sin muerte. Esto es lo que deseamos, lo que queremos y por lo que luchamos sin éxito, pues al fin morimos.
“Moisés no os dio pan del cielo, porque vuestros padres lo comieron y murieron. Es mi Padre el que os ha dado el verdadero pan del cielo. El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.
Los judíos y nosotros hoy con ellos, después de cerca ya de dos mil años, seguimos pidiendo lo mismo: “Señor, danos siempre de este pan”. Jesús les contestó y hoy nos responde a nosotros: “Yo soy el Pan de Vida; el que viene a mi, ya no tendrá más hambre y el que cree en mi, jamás tendrá sed”
¿De qué tengo yo hambre: de Dios o de mis interese y concupiscencias? ¿A dónde voy a saciar mi hambre, a dónde voy a apagar mi sed? Jesucristo es esa agua viva que apagó la sed de cosas materiales y de sensaciones torpes a la samaritana para toda su vida, hasta le quitó la sed de sus cinco maridos, que nunca lo fueron.
“La voluntad de mi padre es que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida terna”. Justo, lo que anhelamos, lo que andamos buscando con desasosiego: vida, vida plena, vida eterna. “Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente”
¿Qué pan es ese, qué alimento es ese que da vida eterna? Y Jesucristo nos revela, finalmente, que no se trata de ningún alimento, ni de ningún pan; es él mismo, el pan y el alimento: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Carne, es la misma persona de Cristo dada, entregada a los hombres en la Eucaristía. Es Cristo mismo, que nos invita a una identificación con él a través del signo del alimento de pan y vino.
Así, los alimentos cuando los tomamos, cuando los comemos, los hacemos carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y no nos sucede que al comer fruta, nos hagamos fruta, ni al comer cordero nos hagamos borrego, porque, como bien dice Santo Tomás de Aquino, el principio superior asimila e identifica al inferior; así, pues, al comer la carne de Cristo y beber su sangre, al adentrar en nosotros la persona de Cristo, él como principio superior, divino, nos identifica con él, a nosotros humanos, como principio inferior que somos. Un prodigio: el hombre se diviniza, como los alimentos de verduras, carnes y minerales que comemos, los humanizamos. Al comer a Cristo nos divinizamos.
Estos son los tres efectos de la Eucaristía
1.- Dios no muere. Luego, nosotros tampoco, porque “el que come mi carne y bebe mi sangre tienen vida eterna”. Carne que es todo lo que soy. Adán dirá de Eva: “esta es hueso de mis hueso y carne de mi carne” Es decir, es como yo. La carne expresa el yo, la persona misma, hasta en sus actividades psicológicas con un matiz corporal
Así, pues, al comer la carne de Cristo, resucitada, nosotros seremos resucitados, al pasar como él la barrera de la muerte. Nueva vida, sin muerte.
2.- “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él”. La inmanencia reciproca de Cristo y del cristiano. Estar, permanecer con la persona amada, para siempre en alianza perpetua, más que unos novios, más que unos esposos que locamente se quieren. “Tú, pues, en mi y yo en ti… Todo lo mío es tuyo”, que dice Jesucristo: “todo lo tuyo es mío”, porque sin ti no puedo vivir. Y poder así, por el enamoramiento, sentir y sufrir la nostalgia del alejamiento del amado, como dice San Juan de la Cruz:
“¿Por qué, pues, has llagado aqueste corazón, -no lo sanaste? -Y pues me lo has robado, -¿por qué así le dejaste -y no tomas el roba que robaste?”
Y Teresa de Jesús así se expresa:
“Estate, Señor, conmigo siempre, -sin jamás partirte -y cuando decidas irte, -llévame, Señor, contigo;-por- que el pensar que te irás -me causa un terrible miedo, -de si yo sin ti me quedo, -de si tú sin mi te vas”.
3.- Efecto de la Eucaristía, del Pan de Vida, del Cuerpo de Cristo, de Cristo mismo, es la consagración o dedicación por entero a Cristo: “Si tú te me das, yo todo, a ti me entrego: “Así como vivo yo para mi Padre, así también, el que me come, vivirá por mi y para mi”. El Pan que Cristo multiplica y da, no es para llenar estómagos, que para eso nos dotó el Señor, Dios, de inteligencia, voluntad y manos para ganarnos el pan de cada día. Nos dejó herramientas y tiempo, como dice León Felipe; “Aquí vino y se fue, Vino, nos marcó nuestra tarea y se fue. Aquí vino y se fue. Vino, llenó nuestra caja de caudales con millones siglos y de siglos, nos dejó unas herramientas y se fue”
El pan que Cristo nos da es su propio cuerpo, su propia carne y sangre, es decir, su propia vida. Viene a saciar nuestra hambre de Dios, nuestra hambre de amores y para ello tenemos que vaciarnos de nosotros mismos antes de comulgar. Vaciarnos de nuestras ideas y pensamientos soberbios, de nuestro querer prepotente, de nuestros sentimientos vulgares y plebeyos…, para que Cristo pueda habitar en nosotros. Que nos llenen sus pensamientos y su voluntad.
Si estoy lleno de mi, Cristo no puede habitar en mí. Comeré un trozo de pan, pero nos saciaré mi hambre de Dios y como mendigo iré mendigando amores, que me esclavizan y me degradan.
Me tengo que
vaciar a la manera de San Juan de la Cruz, que dice:
“Para venir a
tenerlo todo, no quieres tener algo en nada. Y cuando lo vengas todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer. Porque si quieres tener algo en todo, no tienes
puro en Dios tu tesoro”.
“Porque
donde está tu tesoro, allí está tu corazón”,
que nos dirá Jesucristo. Y hoy nos recuerda
que:
“Quien come mi
carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él”.
Señor, enséñame, Señor enséñanos en esta Eucaristía a beber tu sangre, a comer
tu carne y a vivir en ti, por ti y para ti.
Amén
Edu, escolapio