32 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XVIII

(28-32)

 

28.

LECTURAS: QO 1, 2; 2, 21-23; SAL 89; COL 3, 1-5. 9-11; LC 12, 13-21

LA VIDA DEL HOMBRE NO DEPENDE DE LA ABUNDANCIA DE LOS BIENES QUE POSEA.

Comentando la Palabra de Dios

Qo. 1, 2; 2, 21-23. No centrar nuestra vida en lo pasajero. Que todos nuestros trabajos bajo el sol tengan sabor de eternidad. Aquel que ha perdido de vista el premio eterno, se dedica de tal forma a las cosas pasajeras, que no le importa el bien de su prójimo. Centra, efectivamente, su seguridad y su felicidad en acumular bienes para el futuro; un futuro incierto al que no sabe si realmente arribará, pero que le tiene de tal forma preocupado que le impide gozar del presente y abrirse al bien de los demás. Al final todo lo que acumuló pasará a manos de otros mientras él partirá de este mundo con las manos vacías de todo lo pasajero. Aprendamos a ser sabios; aprendamos a disfrutar cada momento de nuestra vida; aprendamos a ser felices en una relación fraterna y de amistad con nuestros semejantes; aprendamos a llenar nuestras manos de buenas obras; pasemos haciendo el bien a todos. Con el dinero adquirido, incluso muchas veces de modo injusto, ganémonos amigos que al final intercedan por nosotros. No vivamos de un modo egoísta y enfermizo tras la avidez de lo pasajero. No dejemos que las preocupaciones de la vida emboten nuestra mente y nuestro corazón. La persona es tal en la medida en que ha madurado interiormente y ha alcanzado la capacidad de amar, de servir y de vivir la auténtica solidaridad cristiana con los más desprotegidos. Vivamos nuestra fe no sólo dando culto a Dios para después vivir encerrados en nosotros mismos; más bien acudamos al Señor para después manifestarle nuestro amor en el servicio a nuestros semejantes, especialmente en aquellos que vive en condiciones menos humanas que las nuestras; entonces tendremos realmente un tesoro en el cielo.

Sal. 90 (89). Que el Señor nos enseñe a ver lo que es la vida para que seamos sensatos. La experiencia de la vida de quienes nos rodean, que después de haber vivido rodeados de todo, o faltos de todo, se van en las mismas condiciones de este mundo, con las manos vacías de todos los bienes temporales, nos ha de hacer reflexionar sobre la poca importancia que tiene lo pasajero. Es bueno disfrutar de una vida cada vez más confortable, gracias a los avances técnicos, tan necesarios para todos; es bueno luchar por erradicar las diversas enfermedades que aquejan, como pandemias, a la humanidad; es bueno el contar con el suficiente capital para generar fuentes de trabajo en que se retribuya justamente a los trabajadores. Sin embargo, sabiendo que sólo hacemos una contribución al bienestar temporal y pasajero de la humanidad, y que también nosotros merecemos disfrutar del fruto de nuestro trabajo, no debemos olvidarnos que, finalmente, cuando tengamos que partir, todo quedará en manos de quienes continuarán nuestra lucha por el bienestar en el mundo. Por eso debemos aprender a vivir conforme a aquello que finalmente nos acompañará hasta la eternidad en la presencia de Dios: La forma en que hayamos amado a nuestro prójimo y el júbilo con que hayamos llenado su vida. Amar a nuestro prójimo y llenarle de paz y de alegría su vida, nos pone dentro del seguimiento de las huellas de Cristo que nos conduce, a través de la entrega amorosa de nuestra vida a favor de los demás, hacia el gozo eterno que le corresponde al Hijo unigénito del Padre, y del cual ha querido hacernos coherederos si le vivimos fieles. No perdamos, pues de vista, los bienes eternos en nuestro camino por este mundo.

Col. 3, 1-5. 9-11. Desde el día en que fuimos bautizados fuimos incorporados a Cristo. La Iglesia es la Esposa del Cordero inmaculado. Es, al mismo tiempo, el Cuerpo, cuya cabeza es Cristo; por eso nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Vivimos unidos al Cristo Victorioso y Glorificado. Y, aun cuando caminamos en medio de tribulaciones, sin embargo no podemos manifestar, desde nuestra vida, comportamientos que se conviertan en signos de pecado y de muerte. Ojalá y vivamos conscientemente nuestro compromiso bautismal, pues desde ese momento somos una criatura nueva en Cristo. Como Iglesia debemos amarnos los unos a los otros, pues no podemos hacer distinciones a causa de las condiciones sociales, o de raza o cultura, sino que Cristo y su Iglesia han de ser todo en todos. Aprendamos a morir al pecado; dejemos a un lado la fornicación, la impureza, las pasiones desordenadas, los malos deseos y la avaricia, que es una forma de idolatría. Así el Apóstol Pablo de un modo especial nos llama a no dejarnos dominar por nuestra concupiscencia. Pero al mismo tiempo nos invita a no entregarle nuestro corazón a las cosas pasajeras. El hombre viejo es terreno y camina con la mirada puesta sólo en las cosas de aquí abajo. El Hombre nuevo es celestial y camina por este mundo totalmente comprometido en su transformación, pero nunca olvida su condición de peregrino hacia los bienes eternos; por eso no sólo se esfuerza en construir la ciudad terrena, sino también en hacer presente el Reino de Dios entre nosotros con una vida intachable y con el trabajo constante a favor de la paz, de la unidad de todos mediante el amor fraterno, y de la solidaridad de unos con otros, viendo en el servicio del amor a los demás el amor que le tributamos al mismo Cristo.

Lc. 12, 13-21. Se nos presentan dos caminos demasiado claros: el que lleva a la vida y el que lleva a la perdición. El que acumula para sí mismo, el que pasa de largo ante el sufrimiento de los demás, el que banquetea mientras el pobre yace a la puerta de su casa cubierto de llagas y no le da ni siquiera las migajas que caen de la mesa, el que hace graneros gigantescos para guardar lo suyo sin compartirlo con los necesitados, además de trabajar para otros que se quedarán con todo lo suyo, al final se irá con las manos vacías de lo que realmente vale ante Dios. En cambio el que se detiene ante el dolor, la enfermedad y la pobreza de los demás para cargar esas miserias sobre sí mismo y darles una solución, como si aquello le afectara a uno mismo; el que sólo se sabe administrador de los bienes de Dios y los utiliza a favor de los demás; el que sabe bendecir a Dios, y toma su propio pan, y lo parte y lo distribuye a los demás, ese ama como Dios nos ha amado y se presentará ante Dios llevando consigo las manos llenas de buenas obras, mediante las cuales manifestará que en verdad es hijo de Dios. Y el Padre Dios lo recibirá como tal y lo recibirá junto a Sí en las moradas eternas. El Señor nos invita a evitar toda clase de avaricia, pues al ponerla en el centro de nuestro corazón difícilmente Dios volvería a ocupar ese lugar en nuestra vida; y desplazado el Señor fácilmente nos iríamos tras las injusticias, tras los egoísmos enfermizos y tras la falta de un sincero amor fraterno. Sabiendo que trabajamos por tener lo necesario para vivir no cerremos la mirada ante los que nada tienen. No queramos cifrar nuestra felicidad, ni nuestra seguridad futura en lo pasajero. Pues el hombre pasa y, junto con él, también pasa toda su gloria terrena, ya que la vida del hombre no depende de los bienes que posea. Amemos; pero en ese amor no sólo volvamos la mirada hacia el cielo; no seamos tan miopes que sólo nos veamos a nosotros mismos; volvamos también la mirada hacia nuestro prójimo, pues en él estaremos amando al mismo Dios conforme a lo que nos ha indicado el Señor: En verdad les digo que todo lo que hagan al más insignificante de mis hermanos, a mí me lo estarán haciendo.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Nuestra vida de fe no es una vana ilusión. El Señor nos llama para manifestar sobre nosotros su misericordia. Él se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; su vida y su Palabra son para nosotros la prueba de su amor. Esta prueba del amor de Dios hacia nosotros es lo que celebramos en esta Eucaristía. Nadie tiene más amor que aquel que da la vida por sus amigos. Y el Señor nada se reservó para sí mismo, sino que nos entregó incluso su propia vida para que nosotros tengamos vida y vida en abundancia. Él es para nosotros el Pan de vida eterna. Nosotros no sólo lo hemos de recibir de un modo indiferente o por mera tradición familiar. El Señor requiere de nosotros todo un compromiso de amor fiel a Él, de tal forma que, identificados con el Señor de la Iglesia, no vivamos indiferentes ante los males que aquejan a la humanidad, sino que trabajemos constantemente para que todos vivan no sólo con mayor dignidad, sino como hijos de Dios.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Nuestra vida de fe debe aterrizar en lo concreto de esta vida. Es cierto que muchas de nuestras obras al paso del tiempo serán obsoletas, o las destruirá el mismo tiempo; muchos de nuestros sueños se esfumarán por circunstancias imprevisibles; nosotros mismos algún día perderemos el vigor de la juventud y la vida se nos escapará de entre las manos. Sin embargo esto no puede desligarnos de la fidelidad en el compromiso que tenemos de construir un mundo más justo, más humano, más fraterno, más digno de todos. Desde nuestra fe sabemos que nuestro paso por esta tierra debe ser un comenzar a poner los pies en el camino del Reino de Dios. En medio de nuestras actividades diarias, de nuestros logros, de nuestras metas conquistadas, debemos saber que más allá está nuestra total perfección, ahí donde finalmente no será posible ir más allá y el retroceder sería imperfección. Por eso no podemos pensar que el sentido pleno del hombre está en lo material, en lo pasajero. Las personas somos más que simple materia, somos espíritus vivientes con una dimensión espiritual para relacionarnos con Dios, y con una dimensión corporal para relacionarnos con nuestro prójimo y con el universo entero. Esto no puede centrar nuestro trabajo sólo en lo material; nuestra realización debe abrir el horizonte de una relación personal de amor, de solidaridad, de misericordia, de perdón, de alegría, de fidelidad con el prójimo y también con Dios. La Iglesia, así, trabajará en el mundo sin ser del mundo; se esforzará por dar una solución adecuada a los problemas del hombre; pero se inclinará hacia ellos con el mismo amor y ternura como Dios lo ha hecho para con nosotros por medio de su Hijo Jesús, y no conforme a los criterios de este mundo.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de amarlo sobre todas las cosas, pero también amar a nuestro prójimo en la misma medida con que nosotros hemos sido amados por Dios. Amén.

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29. Predicador del Papa: Lo más importante no es tener bienes, sino hacer el bien
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo

ROMA, viernes, 3 agosto 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia del próximo domingo.

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XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (C)
Eclesiastés 1,2;2,21-23; Colosenses 3, 1-5.9-11; Lucas 12, 13-21

Vanidad de vanidades

El Evangelio del domingo arroja luz sobre un problema fundamental para el hombre: el del sentido de actuar y trabajar en el mundo, que Qohélet en la primera lectura [Eclesiastés] expresa en términos desconsoladores: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?».

Uno entre la gente pidió a Jesús que interviniera en un litigio entre él y su hermano por cuestiones de herencia. Como a menudo, cuando presentan a Jesús casos particulares (si pagar o no el tributo al César; si lapidar o no a la mujer adúltera), Él no responde directamente, sino que afronta el problema en la raíz; se sitúa en un plano más elevado, mostrando el error que está en la base de la propia cuestión. Los dos hermanos están equivocados porque su conflicto no deriva de la búsqueda de la justicia y de la equidad, sino de la codicia. Entre ellos ya no existe más que la herencia para repartir. El interés acalla todo sentimiento, deshumaniza.

Para mostrar cuán errónea es esta actitud, Jesús añade, como es su costumbre, una parábola: la del rico necio que cree tener seguridad para muchos años por haber acumulado muchos bienes, y a quien esa misma noche se le pedirán cuentas de su vida.

Jesús concluye la parábola con las palabras: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Existe también una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. En qué consiste esta manera diferente de enriquecerse lo explica Jesús poco después, en el mismo Evangelio de Lucas: «Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 33-34). Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a todas partes, también después de la muerte: no son los bienes , sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que hemos hecho. Lo más importante de la vida no es por lo tanto tener bienes, sino hacer el bien. El bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros.

Perdida toda fe en Dios, hoy con frecuencia muchos se encuentran en las condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de la muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. Ya no se usa el término «vanidad», que es de sabor religioso, sino el de absurdo. «¡Todo es absurdo!». El teatro del absurdo (Beckett, Ionesco), que floreció en las décadas posteriores a la guerra, era el reflejo de toda una cultura. Los que evitan la tentación de la acumulación de las cosas, como ciertos filósofos y escritores, caen en algo que tal vez es peor: la «náusea» ante las cosas. Las cosas, se lee en la novela La náusea de Sartre, están «de más», son oprimentes. En el arte, vemos las cosas deformadas, objetos que se aflojan, relojes que cuelgan como el salchichón. Se le llama «surrealismo», pero más que una superación, es un rechazo de la realidad. Todo exhala putridez, descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no ha hecho más libre y alegre la vida en la tierra!

El Evangelio del domingo nos sugiere cómo remontar esta peligrosa pendiente. Las criaturas volverán a parecernos bellas y santas el día en que dejemos de querer sólo poseerlas o sólo «consumirlas», y las restituyamos al objetivo para el que nos fueron dadas, que es el de alegrar nuestra vida aquí abajo y facilitarnos alcanzar nuestro destino eterno. Hagamos nuestra una oración de la liturgia: «Enséñanos, Señor, a usar sabiamente los bienes de la tierra, tendiendo siempre a los bienes eternos».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


30. DESENMASCARAR LA INSENSATEZ - JOSÉ ANTONIO PAGOLA,


ECLESALIA, 28/07/19.- El protagonista de la pequeña parábola del "rico insensato" es un terrateniente como aquellos que conoció Jesús en Galilea. Hombres poderosos que explotaban sin piedad a los campesinos, pensando sólo en aumentar su bienestar. La gente los temía y envidiaba: sin duda eran los más afortunados. Para Jesús, son los más insensatos.

Sorprendido por una cosecha que desborda sus expectativas, el rico propietario se ve obligado a reflexionar: «¿Qué haré?». Habla consigo mismo. En su horizonte no aparece nadie más. No parece tener esposa, hijos, amigos ni vecinos. No piensa en los campesinos que trabajan sus tierras. Sólo le preocupa su bienestar y su riqueza: mi cosecha, mis graneros, mis bienes, mi vida...

El rico no se da cuenta de que vive encerrado en sí mismo, prisionero de una lógica que lo deshumaniza vaciándolo de toda dignidad. Sólo vive para acumular, almacenar y aumentar su bienestar material: «Construiré graneros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come y date buena vida».

De pronto, de manera inesperada, Jesús le hace intervenir al mismo Dios. Su grito interrumpe los sueños e ilusiones del rico: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Ésta es la sentencia de Dios: la vida de este rico es un fracaso y una insensatez.

Agranda sus graneros, pero no sabe ensanchar el horizonte de su vida. Acrecienta su riqueza, pero empequeñece y empobrece su vida. Acumula bienes, pero no conoce la amistad, el amor generoso, la alegría ni la solidaridad. No sabe dar ni compartir, sólo acaparar. ¿Qué hay de humano en esta vida?

La crisis económica que estamos sufriendo es una "crisis de ambición": los países ricos, los grandes bancos, los poderosos de la tierra... hemos querido vivir por encima de nuestras posibilidades, soñando con acumular bienestar sin límite alguno y olvidando cada vez más a los que se hunden en la pobreza y el hambre. Pero, de pronto nuestra seguridad se ha venido abajo.

Esta crisis no es una más. Es un "signo de los tiempos" que hemos de leer a la luz del evangelio. No es difícil escuchar la voz de Dios en el fondo de nuestras conciencias: "Basta ya de tanta insensatez y tanta insolidaridad cruel". Nunca superaremos nuestras crisis económicas sin luchar por un cambio profundo de nuestro estilo de vida: hemos de vivir de manera más austera; hemos de compartir más nuestro bienestar. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).


31.-

Textos: Qohelet 1, 2; 2, 21-23; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21

P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México).

Idea principal: “Guardaos de toda codicia”. Ante los bienes materiales, ni desprecio, ni apego, sino el “tanto cuanto” de san Ignacio de Loyola.

Síntesis del mensaje: “La avaricia rompe el saco”. Esta frase proverbial parte de la imagen de un ladrón que iba poniendo en un saco cuanto robaba y cuando, para que la cupiera más, apretó lo que iba dentro, el saco se rompió. La codicia rompe el saco es una forma más antigua que La avaricia rompe el saco, como lo muestra su presencia en obras como La Lozana Andaluza 252, El Guzmán de Alfarache, esa novela picaresca de Mateo Alemán, El Quijote I 20, II 13 y 26. Una forma sinónima aparece en El Criticón de Baltasar Gracián: Por no perder un bocado, se pierden cientos. El corazón del codicioso no reposa ni siquiera de noche (evangelio). Busquemos las cosas de arriba (2ª lectura), pues las de acá abajo no sacian y son perecederas (1ª lectura).

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, ante los bienes materiales no cabe el despreciarlos. Jesús no nos está invitando a despreciar los bienes de la tierra (evangelio). Son buenos y lícitos, y si conseguidos honestamente nos ayudan a llevar una vida digna y desahogada, en orden a tener una casa confortable y un trabajo remunerado, alimentar y sostener la familia, ofrecer una buena educación a los hijos y ayudar a los necesitados. La riqueza en sí no es buena ni mala: lo que puede ser malo es el uso que hacemos de ella y la actitud interior ante ella. Si Jesús llamó necio o insensato al rico del evangelio, no es porque fuera rico, o porque hubiera trabajado por su bienestar y el de su familia, sino porque había programado su vida prescindiendo de Dios y olvidando también la ayuda a los demás. La codicia lleva a los hombres a expresar un profundo amor por las posesiones, lo que los constituye en idólatras.

En segundo lugar, ante los bienes materiales nos haría muy mal el apegarnos o idolatrarlos. Basta abrir la Sagrada Escritura: Judas fue codicioso y entregó a su Maestro; David codició a Betsabé y cometió asesinato; Jacob codició los derechos de su hermano y le incitó a despreciarlos; los hijos de Jacob codiciaron el amor del padre y por envidia quisieron matar a su hermano José; Ananías y Safira mintieron y murieron. La codicia es un pecado tan antiguo como sutil. En el mundo en que vivimos, materialista por excelencia, no es nada raro que nos veamos tentados por la codicia. La Palabra de Dios nos habla del origen de la codicia, de sus efectos y de cómo enfrentarla. Este dicho esta ligado a la fábula de Esopo que habla del perro y el reflejo en el río. Un perro que iba con un pedazo de carne en su hocico y al pasar por un puente vio su imagen reflejada en el agua.. pensó que era otro perro que tenía un pedazo más grande y quiso quitárselo…El resultado: se quedó sin nada. Qohelet (1ª lectura) nos invita a relativizar los diversos afanes que solemos tener con su tono pesimista: “vanidad, todo es vanidad”, que podemos también traducir así: “vaciedad, todo es vaciedad”. La riqueza no nos lo da todo en la vida, ni es lo principal: la muerte lo relativiza todo. Es sabio reconocer los límites de lo humano y ver las cosas en el justo valor que tienen, transitorio y relativo. Tanto afán y tanta angustia, incluso del trabajo, no puede llevarnos a nada sólido. Nuestra vida es como la hierba que está fresca por la mañana y por la tarde ya se seca (Salmo). Jesús en el evangelio nos invita al desapego del dinero porque no es un valor absoluto ni humana ni cristianamente. Por encima del dinero está la amistad, la vida de familia, la cultura, el arte, la comunicación interpersonal, el sano disfrute de la vida, la ayuda solidaria a los demás. Hay que tener tiempo para sonreír, jugar, “perder tiempo” con los familiares y amigos.


Finalmente, ante los bienes materiales sigamos la consigna de san Ignacio de Loyola: “en tanto cuanto”. La regla del «tanto cuanto» es importante para todos los mortales. No se trata de una doctrina filosófica, ni de una planificación económica, ni de un proyecto político, pero pudiera servir para todo. El gran San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, lo presenta con las siguientes expresiones. “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe privarse de ellas, cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos, de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados”(Ejercicios, nº 23). Esta regla, de alguna forma la emplean todas las personas, pero no en el sentido en el que exige San Ignacio, porque todos buscan las criaturas, tanto en cuanto lo puedan enriquecer, deleitar, distraer, divertir. Es una óptica totalmente diversa, ya que la mayoría emplea la filosofía del tanto cuanto, sólo en logros terrenos, humanos, materiales, olvidando aplicar esta fórmula en nuestras relaciones con Dios, en el negocio más importante: la salvación del alma. Sólo cuando tenemos a Cristo como Señor de nuestras vidas, podemos estar seguros de que moriremos más y más al pecado y viviremos más y más para El, interesándonos por la salvación del alma.

Para reflexionar: ¿Dónde pongo mi felicidad: en las cosas materiales y perecederas o en las cosas eternas e incorruptibles? ¿Podría afirmar de verdad que uso y deseo todo «tanto cuanto» me es provechoso para mi salvación eterna? ¿Peco de codicia, aceptando sobornos, aprovechándome del débil para mi beneficio, defendiendo al injusto, ardiendo de envidia, viviendo siempre descontento con lo que tengo?

Para rezar: Dios Todopoderoso que impulsaste a san Antonio Abad a abandonar las cosas de este mundo para seguir en pobreza y soledad el Evangelio de tu Hijo, te pedimos que, a ejemplo suyo sepamos desprendernos interior y exteriormente de todo lo que nos impide amarte y servirte con todo el corazón, el alma y las fuerzas. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor. Amén.


32.-
REFLEXION Evangelio Lucas capítulo 12,13-21

Este Evangelio es engañador para quien lo lee superficialmente: ¿es malo tener grandes cosechas? ¿es malo construir graneros donde guardarlas? Nada de eso. Cristo elogiará siempre a los hombres sagaces y prudentes.

El problema está en el alma. El desdichado protagonista de la parábola invita al alma a descansar, a dejar todo esfuerzo porque tiene todo lo suficiente para vivir. Cristo está refiriéndose en estas líneas a la eterna tentación de todo pueblo y toda persona que alcanza cierto nivel de bienestar: creer que ya no necesita de Dios por tener cubiertas las necesidades corporales.

Cuando el hombre tiene pan, placeres, seguridad social y pasatiempos apetecibles, no siente la necesidad de Dios y tampoco cree que el demonio actúe, pues a él no le toca. Pero también los hay que gozan de su avanzada sociedad occidental, que tienen su casa, su coche, su salario que les permite vivir holgadamente, pero eso sí, no olvidan que el alma necesita trabajar y hacer obras buenas, y además, comparten lo que tienen poniéndolo al servicio del Evangelio y de sus hermanos. Por buenos que ya seamos, por muchas conquistas que hayamos logrado con nuestras oraciones, sufrimiento y esfuerzos no es suficiente si seguimos en la tierra y no estamos exentos de sucumbir a la tentación.

La vida es el periodo de tiempo, corto, que tenemos para decidir nuestra eternidad, y para amar. Cada día mueren millones de personas, un día será el tuyo y el mío. Un día todo esto habrá acabado y tenemos en nuestras manos que ese día sea el mejor de nuestra vida. Hemos de trabajar sin descanso, pensando en el día que todo será descanso. Puede que la idea del cielo no nos incentive demasiado, que prefiramos un premio terrenal, que creamos que el cielo es una levitación aburrida..., no desconfiemos, cuentan de aquel pobre vagabundo que pidió a un rey una moneda y éste le miró con cariño y le lavó, le vistió con las mejores galas y lo llevó a palacio. No nos quedemos con la moneda de la felicidad terrenal, confiemos en nuestro Rey que mirándonos con amor nos dará muy por encima de lo que pidamos e imaginemos. Todo lo que deseamos y mucho más está en el cielo, pues ¡vamos a llenarlo!, vamos a dedicar nuestra vida a hacer felices a los hombres, a llevarles al ciel