La
nueva vida (2ª lectura del domingo
pasado) que hemos recibido es una vida
«en el espíritu», es decir, según el hombre renovado por la acción del
Espíritu de Dios que habita en nosotros. El Espíritu de Dios es también el
Espíritu de Cristo, pues es el Espíritu que el Señor Jesús envía y que nos
une a él para formar con él un solo cuerpo.
Pero
nuestra vida, a diferencia de la vida de Jesús resucitado, es aún una vida en
esperanza que camina a su plenitud alentada por el mismo Espíritu, fuerza de
Dios, que se manifestó en la gloria de la resurrección de Jesús.
Es
necesario que hagamos sitio en nuestra vida para el Espíritu de Dios. Si nos
dejamos llevar por el Espíritu, seremos efectivamente hijos de Dios. Y si somos
hijos, también seremos herederos de aquella gloria que ya posee Cristo, el
Señor, que es «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
A
simple vista, pudiéramos pensar que Pablo distingue entre dos clases de
hombres: los que sirven a la «carne» (los infieles) y los que recibieron el
Espíritu de Dios (los fieles). Pero San Pablo amonesta precisamente a los
fieles, en los que supone que «habita el Espíritu de Dios» (v. 11), para que
no vivan «según la carne» (v. 13). Esta amonestación a los fieles sólo
puede explicarse si entendemos que la frontera que separa el ámbito influido
por la «carne» del ámbito influido por el Espíritu de Dios, pasa por el
corazón de cada uno de los creyentes, comprometiéndolos en un conflicto
interior. No se trata, pues, de dos clases de hombres, los buenos y los malos,
sino de la división que padece el hombre en sí mismo. El cristiano, conducido
por el Espíritu, ha de operar su salvación día a día y dar muerte a las
obras del cuerpo, de la «carne», para resucitar con Cristo a una vida eterna
según Dios.
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Jesús
acaba de fracasar en una serie de ciudades de Galilea, su patria. Allí ha
realizado numerosos milagros, pero no ha hecho brotar la conversión ni la fe. Y
a pesar de su fracaso -es preciso observar la paradoja- Jesús prorrumpe en una
acción de gracias: «Te doy gracias, Padre, porque estas cosas se las has
revelado a la gente sencilla». Sólo la gente sencilla, los que no tienen
doblez, los de corazón ancho, los que no tiene ánimo de complicar las cosas,
los que ellos mismos no están complicados con las cosas, los abiertos, los
limpios de corazón, los pobres, los disponibles, etc., sólo esos acogen el
Reino que Jesús anuncia.
Los
sencillos son aquellos que interpretan la vida y la historia como un viaje con
Dios a lo largo del cual Dios puede ir educándoles. Un tránsito desde lo que
son a lo que tienen que ser, con la seguridad de que, pase lo que pase, Dios
siempre estará a su favor. Que ocurra lo que ocurra, siempre hacen, porque
pueden y deben, una lectura positiva que les ayuda a crecer en santidad.
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«Cargad
con mi yugo». Se aplicaba esta imagen a la ley judía. Sabemos que era
insoportable, con sus 643 preceptos, que nadie podía cumplir, y apenas saber.
Más insoportable aún por el rigor de su interpretación, como se prueba en lo
relativo a las purificaciones, ofrendas y sacrificios, descanso del sábado.
Jesús se compadece de los que soportaban este yugo deshumanizador. Por eso
dice: «venid a mí». Yo os quito ese yugo que os fatiga. Yo pongo sobre
vuestros hombros otro yugo que os libera. Yo os quito esa carga que os deprime.
Yo echo sobre vuestras espaldas una carga que os fortalece. Mi yugo y mi carga,
mi ley es una sola: el amor.
Los
«cansados y agobiados» son todos los que se afanaban inútilmente en el
cumplimiento de la Ley y de las tradiciones de los judíos. Los fariseos
imponían a la gente sencilla un fárrago de leyes y obligaciones que ellos
mismos no podían soportar y no cumplían (23, 2-4). De esta manera, lo único
que conseguían era atormentar las conciencias y dominar sobre los que se
sentían culpables. Jesús quiere ser un alivio para todos estos. El había
dicho que la ley es para el hombre y no a la inversa («No es el hombre para el
sábado, sino el sábado para el hombre»), y en muchas ocasiones contesta con
obras y palabras al legalismo de los fariseos. Sin embargo, este alivio es a su
vez un yugo, sólo que mucho más ligero, porque es el yugo único del amor. Y
es «suave» porque el mismo Jesús lleva ese yugo como ningún otro.
-La
carga del amor. El amor es el peso menos pesado. Es peso, porque te fuerza,
porque echa sobre ti los pesos de los otros, porque te compromete, te
responsabiliza y, a veces, te tritura. Pero es el peso menos pesado, porque te
regala una energía inmensa, porque es más fuerte que la muerte, porque te
sientes feliz y gratificado. El que ama se transciende.
«Cargad
con mi yugo, cargad con mi amor. Nada tan pesado como el amor, pero nada tan
ligero como el amor, «Amor meus, pondus meum». El amor es el peso de nuestro
corazón. Mi amor es mi peso, pero es también mi estímulo, mi alimento, mi
gozo, mi fiesta, mi perfume y mi fuerza». Luz, voz, fragancia, alimento y
deleite de mi hombre interior» (San AGUSTIN, Confesiones, X,6,8).
Esta
es la única carga indispensable. Por eso Jesús, en la despedida de sus
discípulos, les habla de guardar su palabra y de vivir en el amor. «El que me
ama guardará mi palabra, y vendremos a él y haremos morada en él». Fijaos
qué carga, infinita y llevadera a la vez: el que ama carga con Dios. Dios,
nuestro único peso y la fuerza para sobrellevar todos los pesos. Dichoso el que
va siempre con esta carga divina.
Subyugados.
Se trata, sobre todo, de cargar con el yugo de Jesús. Mejor dicho, se trata de
dejarse subyugar por Cristo y el evangelio. Esta palabra -subyugar- expresa a
las mil maravillas el profundo sentido evangélico de las palabras de Jesús,
pues cuando el yugo es el amor, el único que puede cargar con el yugo es el
enamorado. No se trata en consecuencia de cargar con nada, sino de hacerse cargo
del amor de Dios para realizarlo en y con los hermanos, con todos los hombres.
Sabéis muy bien que, para el que ama, todas las obligaciones están de más. No
hace falta que nadie le diga qué tiene que hacer, pues se lo dicta su corazón.
Y también sabéis que, cuando falta el amor, todas las leyes son insuficientes.
Por eso el evangelio es algo muy sencillo, tan sencillo como amar. Y por eso es
sólo para gente sencilla, para los que se dejan llevar del amor: enamorarse y
no especular con los sentimientos. Ser cristiano es dejarse llenar del amor de
Dios y rebosarlo en los hermanos. Eso es todo.
Una
de las invitaciones más cordiales del Evangelio: «Venid a mí...» Una
invitación conmovedora. No es complicado. Es cuestión de sencillez, de dejarse
arrebatar por la persona de Cristo. Y, para que no todo quede en bellas
palabras, valdría la pena meditar esta semana sobre este evangelio. Convertirlo
en oración personal. Hacer el propósito de confiar a Cristo las
preocupaciones, las fatigas, los desencantos, las trabas de la vida... Aprender
a encontrar algún momento diario de silencio para confiarse al Señor a través
de la contemplación de su existencia reflejada en los evangelios.
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