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H O M I L Í A S 

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DOMINGO XIV
TIEMPO ORDINARIO

CICLO A

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La nueva vida (2ª lectura del domingo pasado) que hemos recibido es una vida «en el espíritu», es decir, según el hombre renovado por la acción del Espíritu de Dios que habita en nosotros. El Espíritu de Dios es también el Espíritu de Cristo, pues es el Espíritu que el Señor Jesús envía y que nos une a él para formar con él un solo cuerpo.

Pero nuestra vida, a diferencia de la vida de Jesús resucitado, es aún una vida en esperanza que camina a su plenitud alentada por el mismo Espíritu, fuerza de Dios, que se manifestó en la gloria de la resurrección de Jesús.

Es necesario que hagamos sitio en nuestra vida para el Espíritu de Dios. Si nos dejamos llevar por el Espíritu, seremos efectivamente hijos de Dios. Y si somos hijos, también seremos herederos de aquella gloria que ya posee Cristo, el Señor, que es «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).

A simple vista, pudiéramos pensar que Pablo distingue entre dos clases de hombres: los que sirven a la «carne» (los infieles) y los que recibieron el Espíritu de Dios (los fieles). Pero San Pablo amonesta precisamente a los fieles, en los que supone que «habita el Espíritu de Dios» (v. 11), para que no vivan «según la carne» (v. 13). Esta amonestación a los fieles sólo puede explicarse si entendemos que la frontera que separa el ámbito influido por la «carne» del ámbito influido por el Espíritu de Dios, pasa por el corazón de cada uno de los creyentes, comprometiéndolos en un conflicto interior. No se trata, pues, de dos clases de hombres, los buenos y los malos, sino de la división que padece el hombre en sí mismo. El cristiano, conducido por el Espíritu, ha de operar su salvación día a día y dar muerte a las obras del cuerpo, de la «carne», para resucitar con Cristo a una vida eterna según Dios.

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Jesús acaba de fracasar en una serie de ciudades de Galilea, su patria. Allí ha realizado numerosos milagros, pero no ha hecho brotar la conversión ni la fe. Y a pesar de su fracaso -es preciso observar la paradoja- Jesús prorrumpe en una acción de gracias: «Te doy gracias, Padre, porque estas cosas se las has revelado a la gente sencilla». Sólo la gente sencilla, los que no tienen doblez, los de corazón ancho, los que no tiene ánimo de complicar las cosas, los que ellos mismos no están complicados con las cosas, los abiertos, los limpios de corazón, los pobres, los disponibles, etc., sólo esos acogen el Reino que Jesús anuncia.

Los sencillos son aquellos que interpretan la vida y la historia como un viaje con Dios a lo largo del cual Dios puede ir educándoles. Un tránsito desde lo que son a lo que tienen que ser, con la seguridad de que, pase lo que pase, Dios siempre estará a su favor. Que ocurra lo que ocurra, siempre hacen, porque pueden y deben, una lectura positiva que les ayuda a crecer en santidad.

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«Cargad con mi yugo». Se aplicaba esta imagen a la ley judía. Sabemos que era insoportable, con sus 643 preceptos, que nadie podía cumplir, y apenas saber. Más insoportable aún por el rigor de su interpretación, como se prueba en lo relativo a las purificaciones, ofrendas y sacrificios, descanso del sábado. Jesús se compadece de los que soportaban este yugo deshumanizador. Por eso dice: «venid a mí». Yo os quito ese yugo que os fatiga. Yo pongo sobre vuestros hombros otro yugo que os libera. Yo os quito esa carga que os deprime. Yo echo sobre vuestras espaldas una carga que os fortalece. Mi yugo y mi carga, mi ley es una sola: el amor.

Los «cansados y agobiados» son todos los que se afanaban inútilmente en el cumplimiento de la Ley y de las tradiciones de los judíos. Los fariseos imponían a la gente sencilla un fárrago de leyes y obligaciones que ellos mismos no podían soportar y no cumplían (23, 2-4). De esta manera, lo único que conseguían era atormentar las conciencias y dominar sobre los que se sentían culpables. Jesús quiere ser un alivio para todos estos. El había dicho que la ley es para el hombre y no a la inversa («No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre»), y en muchas ocasiones contesta con obras y palabras al legalismo de los fariseos. Sin embargo, este alivio es a su vez un yugo, sólo que mucho más ligero, porque es el yugo único del amor. Y es «suave» porque el mismo Jesús lleva ese yugo como ningún otro.

-La carga del amor. El amor es el peso menos pesado. Es peso, porque te fuerza, porque echa sobre ti los pesos de los otros, porque te compromete, te responsabiliza y, a veces, te tritura. Pero es el peso menos pesado, porque te regala una energía inmensa, porque es más fuerte que la muerte, porque te sientes feliz y gratificado. El que ama se transciende.

«Cargad con mi yugo, cargad con mi amor. Nada tan pesado como el amor, pero nada tan ligero como el amor, «Amor meus, pondus meum». El amor es el peso de nuestro corazón. Mi amor es mi peso, pero es también mi estímulo, mi alimento, mi gozo, mi fiesta, mi perfume y mi fuerza». Luz, voz, fragancia, alimento y deleite de mi hombre interior» (San AGUSTIN, Confesiones, X,6,8).

Esta es la única carga indispensable. Por eso Jesús, en la despedida de sus discípulos, les habla de guardar su palabra y de vivir en el amor. «El que me ama guardará mi palabra, y vendremos a él y haremos morada en él». Fijaos qué carga, infinita y llevadera a la vez: el que ama carga con Dios. Dios, nuestro único peso y la fuerza para sobrellevar todos los pesos. Dichoso el que va siempre con esta carga divina.

Subyugados. Se trata, sobre todo, de cargar con el yugo de Jesús. Mejor dicho, se trata de dejarse subyugar por Cristo y el evangelio. Esta palabra -subyugar- expresa a las mil maravillas el profundo sentido evangélico de las palabras de Jesús, pues cuando el yugo es el amor, el único que puede cargar con el yugo es el enamorado. No se trata en consecuencia de cargar con nada, sino de hacerse cargo del amor de Dios para realizarlo en y con los hermanos, con todos los hombres. Sabéis muy bien que, para el que ama, todas las obligaciones están de más. No hace falta que nadie le diga qué tiene que hacer, pues se lo dicta su corazón. Y también sabéis que, cuando falta el amor, todas las leyes son insuficientes. Por eso el evangelio es algo muy sencillo, tan sencillo como amar. Y por eso es sólo para gente sencilla, para los que se dejan llevar del amor: enamorarse y no especular con los sentimientos. Ser cristiano es dejarse llenar del amor de Dios y rebosarlo en los hermanos. Eso es todo.

Una de las invitaciones más cordiales del Evangelio: «Venid a mí...» Una invitación conmovedora. No es complicado. Es cuestión de sencillez, de dejarse arrebatar por la persona de Cristo. Y, para que no todo quede en bellas palabras, valdría la pena meditar esta semana sobre este evangelio. Convertirlo en oración personal. Hacer el propósito de confiar a Cristo las preocupaciones, las fatigas, los desencantos, las trabas de la vida... Aprender a encontrar algún momento diario de silencio para confiarse al Señor a través de la contemplación de su existencia reflejada en los evangelios.

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