37 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
32-37

32. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general

Sobre la Primera Lectura (Zac 9, 9-10)

El Profeta traza un cuadro muy original del Mesías y de la Obra Mesiánica:

El retrato que nos hace del Mesías no es frecuente en la literatura Profética. Tiene rasgos muy parecidos a los del "Siervo de Yahvé" de Is 42 y 45: Llega a la Capital de su Reino, Sión, Salvador. Con su Epifanía hace estallar el júbilo. Trae a todos: Justicia y Salvación. Estas dos palabras sintetizan todos los bienes Mesiánicos. Hasta aquí Zacarías coincide con los demás Profetas. La novedad está en la presentación amable, humilde, asequible de tan gran Rey: "Viene humilde y montado sobre una asna". ¡Manera inusitada de celebrar la entronización del Rey!

La Era Mesiánica que el Rey inaugura con su entronización es la de una paz absoluta y universal: "Suprimirá los carros de Efraim y los caballos de Jerusalén; el arco de combate será suprimido; y dictará la paz a las naciones. Y su imperio se extenderá de mar a mar y del río hasta los confines de la tierra". Este idilio Mesiánico lo han cantado y prometido todos los Profetas.

Los Evangelistas, con el cuidado que tienen de presentarnos a Jesús como el Mesías en quien se cumplen todas las profecías, nos cuentan muy al pormenor el cumplimiento de la presente en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos. Cuando ya no había peligro de que pudiera ser interpretado y tergiversado el sentido Redentor de su Mesianismo, cuando faltan breves días para ser entronizado en la Cruz, Jesús, el Rey humilde y manso, el Rey de la paz, el Rey Salvador, entra en la Capital del Reino montado en el jumentillo (Mt 21, 1-11; Mc 11, 1-11; Lc 19, 29-38).

Sobre la segunda Lectura (Rom 8, 9. 11-13)

San Pablo nos declara las riquezas espirituales de que gozamos por la fe en Cristo. Con esto entendemos qué nos prometían los Profetas al llamar al Mesías Rey de la Paz y Salvador:

Por nuestra inserción en Cristo recibimos el Espíritu Santo. Espíritu que nos inhabita. En virtud de este Espíritu somos hijos de Dios y poseemos la vida de Dios. El dinamismo de esta vida ha de llegar hasta la resurrección de nuestro cuerpo. Hemos de morir y pagar nuestro tributo de pecadores; pero hemos de resucitar y la vida de Cristo glorificado ha de empaparnos en alma y cuerpo. El Espíritu de Cristo que nos inhabita llevará su obra vivificante hasta resucitar nuestros cuerpos gloriosos con la gloria del de Cristo. Otra riqueza de nuestra inserción en Cristo es que, por la participación que El nos hace de su Espíritu, nosotros somos hijos y herederos de Dios, herederos con el Hijo: "Quia filios, quos longe peccati crimen abstulerat, per sanguinem FiIii tui Spiritusque virtute, in unum ad te denuo congregare voluisti: ut plebs, de unitate Trinitatis adunata, in tuae laudem sapientiae multiformis Cristi corpus templumque Spiritus nosceretur Ecclesia" (Pref per ann 8).

De parte de Dios la dádiva está ya hecha y plenamente garantizada. Sólo queda un riesgo. Nosotros podemos rechazar esta dádiva y hacernos indignos de gozarla. Los habrá que preferirán la vida de la carne a la vida del Espíritu. Vivir según la carne es no sólo dar rienda suelta a los apetitos sensuales, sino también afianzarse en una autosuficiencia y autonomía de orgullo y de egoísmo. Con esto, como Adán, elegimos la muerte y rechazamos la vida. Con todo, después que el Redentor ha expiado el pecado de Adán y con su Muerte nos ha devuelto la vida, reincidir en la torpeza del orgullo de Adán es más imperdonable: "Las apetencias de la carne acaban en muerte; mas los deseos del Espíritu son vida y paz". Por tanto, a una mayor inserción en Cristo, a un grado más intenso de fe y de amor, corresponde mayor riqueza de vida divina y de paz. Unión mística con Cristo, íntima y progresiva, que nos hace concrucificados con El, partícipes ahora de su Cruz, con derecho a serio de su gloria: "Oh Sacrum convivium-in quo Christus sumitur-Mens impletur gratia-et futurae gloriae nobis pignus datur".

Sobre el Evangelio (Mt 11, 25-30)

Para poder poseer estas riquezas Mesiánicas, Mateo dirá para poseer el secreto de Cristo, precisa en nosotros una disposición de humildad, docilidad, disponibilidad:

San Mateo nos guarda estas preciosas palabras en las que el mismo Jesús nos habla del misterio de su Persona: Misterio inefable e incomprensible. Sólo el Padre le conoce perfectamente. Se trata, por tanto, de una Filiación divina, propia, ontológica. Jesús es único en esta relación: Padre-Hijo. Único en gozarla y único en conocerla.

Misterio al que sólo están abiertos los humildes. El orgullo será siempre el mayor obstáculo para aceptar la Sabiduría de Dios y entrar en el Reino.

Misterio de amor infinitamente amable. El Hijo es el Amor Infinito del Padre que se nos revela y se nos acerca. Enviado a nosotros por el Padre, nos amará el Hijo con un amor al que no podremos resistir. Desde la Encarnación tenemos un Corazón que nos ofrece el amor y la benignidad de Dios en latidos humanos: el Corazón benigno y humilde de Jesús que a todos nos llama para que en El encontremos cobijo y calor, paz y gozo, gracia y salvación (28-30). Jesús es el Maestro dulce, humilde, amable. Es el Rey que nos trae paz y salvación (Zac. 9, 9). La trae porque El es la Paz (Ef. 2, 14). El es Reposo y Sábado pleno (cf. Heb 4, 6, 11). Pero sólo los pobres y humildes, los cansados y abatidos, los que se reconocen pecadores y enfermos son capaces de acogerle, de reconocerle, de creer y esperar en El.

Y no pesa su yugo: su ley; pues no lo llevamos solos, sino Él en nosotros (Gál. 2, 20).

En este florilegio de "loguions" de Jesús quedan acentuadas tres disposiciones que deben adquirir y cultivar todos los seguidores del Maestro:

a) Humildad (v 25): Sólo los humildes reciben luz y gracia del Padre para conocer a Cristo y serle fieles.

b) Confianza (v 28): "Venid a mí cuantos andáis fatigados y cuantos sufrís." El Corazón de Cristo se abre a todos y llama a todos.

c) Docilidad (v 29): "Tomad y cargad mi yugo. Sed dóciles discípulos míos. Y hallaréis el reposo para vuestras almas." He ahí un hermoso y gozoso programa cristiano.

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.

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San Bernardo

De los doce grados de humildad

Capítulo I

Cristo es el camino de la humildad que lleva a la verdad

Habiendo, pues, de hablar de los diversos grados de humildad que San Benito nos propone para que comencemos a subirlos más bien que para que nos entretengamos en contarlos, mostraré antes, si puedo, adónde hemos de llegar por ellos, porque así, oído el fruto que habremos de alcanzar a la llegada, nos pesen menos las fatigas de la subida. El Señor, pues, proponiéndonos el trabajo del camino, nos promete al mismo tiempo el premio de este trabajo, y así dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida. El camino es la humildad, que lleva a la verdad: la una es el trabajo, la otra es el premio. ¿Cómo sabremos, me dices, que se habla aquí de, humildad, cuando tan vagamente dice: Yo soy el camino? Mira cuán bien precisado y cuán claro lo tienes: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Dase, pues, a sí mismo como ejemplar de humildad y dechado de mansedumbre. Si le sigues e imitas, no andarás en tinieblas, sino en plena luz de vida. Porque ¿qué es la luz de vida sino la verdad? La verdad, en efecto, alumbra a todo hombre que viene a este mundo y le señala dónde está la vida verdadera. Por eso después de haber dicho: Yo soy el camino y la verdad, añade: y la vida; como si dijera: Yo soy el camino que lleva a la verdad; soy la verdad que promete la vida; soy la vida que se da. Porque, en efecto, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado. O así, como si dijeras: Considero el camino, o sea la humildad; deseo el fruto, que es la verdad; pero ¡ay!, ¿qué será de mí, si tanta es la fatiga que me aguarda que me temo no llegaré nunca al codiciado galardón? A esto el Señor te respondería: Yo soy el camino, o sea el viático con que te sustentará en el andar. Grita, pues, a los extraviados y a los que ignoran el camino, diciendo: Yo soy el camino; vocea a los que dudan y flaquean por no tener fe, y les dice: Yo soy la verdad; da voces a los que desmayan al caminar cuesta arriba, diciendo: Yo soy la vida. Creo quedar bastante demostrado por este capítulo del Evangelio que el conocimiento de la verdad es fruto de la humildad. Recibe este otro: Glorificote, Padre mío, Señor de cielo y tierra, por haber escondido estas cosas (no cabe duda que son los secretos de la verdad) a los sabios y prudentes (es decir, a los soberbios) y habérselas revelado a los pequeñuelos (que son los humildes). Claro se ve por este texto que la verdad, escondida a los soberbios, es revelada a los humildes.

La definición de la humildad puede ser ésta: LA HUMILDAD ES UNA VIRTUD POR LA QUE EL HOMBRE, CONSIDERANDO Y VIENDO SUS DEFECTOS Y MISERIAS, TIÉNESE EN POCO A SÍ MISMO. Conviene esta definición a aquellos que dispusieron en su corazón como subidas por donde van ascendiendo de virtud en virtud, como si realmente progresaran de peldaño en peldaño, hasta llegar a la cima de la humildad, en la cual hacen alto, y levantados como sobre Sión, es decir, como en una atalaya, pueden contemplar la verdad. El Legislador, dice, le dará su bendición; porque quien impuso la ley, dará su bendición para cumplirla; es decir, quien impuso la humildad, conducirá a la verdad. ¿Y quién es este Legislador, sino el Señor, bondadoso y justo, que dirige a los pecadores por el camino que han de seguir? ¿Y quiénes son esos pecadores, sino los que abandonaron la verdad? Pero ¿acaso serán ellos abandonados de igual modo por el bondadoso Señor? No, sino que con su dulzura y rectitud les da la ley de la humildad, por la cual vengan de nuevo en conocimiento de la verdad. Dales ocasión de poder recuperar el bien perdido, porque es dulce y bueno; pero esto no sin imponerles la disciplina de la ley, por ser también recto y justo. Dulce es, pues no sufre se pierdan; y recto es, pues no se olvida de castigar.

CAPITULO II

CON QUÉ FRUTO SE SUBEN LOS DIVERSOS GRADOS DE HUMILDAD

Esta ley de la humildad, por la que se vuelve a la verdad, dispónela San Benito en doce grados; de manera que así como a Cristo se va por los diez preceptos de la Ley y las dos circuncisiones, que completan el número de doce, así también por los doce grados de la humildad se sube al conocimiento de la verdad. El haber aparecido el Señor apoyado en lo más alto de aquella escala misteriosa que le fué mostrada a Jacob como símbolo de la humildad, ¿qué otra cosa significa sino que el conocimiento de la verdad se halla como establecido y situado sobre las más elevadas cumbres de la humildad? Por esto el Señor desde lo alto de la escala miraba a los hijos de los hombres, siendo El la verdad esencial, cuyos ojos ni pueden jamás engañar ni ser engañados, para ver si hay quien conozca o quien busque a Dios. ¡Qué! ¿No te parece oírla clamar desde arriba, diciendo a los que le buscan, pues El conoce muy bien a los suyos: Venid a mí todos los que me codiciáis y saciaos de mis frutos? Y en otra parte añade: Venid a mí todos los trabajados y cargados, que yo os aliviaré. Venid, dice. ¿Adónde? A mí, que soy la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Con qué esperanza de fruto? Yo os aliviaré, nos dice. Pero ¿qué clase de alivio y consolación es esa que promete la Verdad a los que van subiendo cuesta arriba y que da a los que ya llegaron a la cumbre? ¿Acaso será la caridad? Porque, según San Benito, a esta virtud es a la que llega el monje una vez ascendidos todos los grados de la humildad. ¡Oh dulcísimo y suavísimo cebo de la caridad, que a los cansados recrea, y a los flacos comunica nuevas fuerzas, y a los tristes llena de alegría deleitosa, y a todos nos hace suave el yugo de la Verdad y liviana su carga!

¡Manjar sabroso por cierto el de la caridad, el cual, servido en el festín de Salomón, harta a los famélicos y recrea a los convidados que ya están saciados con el exquisito aroma de diversas virtudes, como con la suavísima fragancia que exhalan de sí los más ricos perfumes ! Porque en este regio festín sírvese a los convidados, junto con la caridad la paz, la paciencia, la benignidad, la longanimidad, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos de la Verdad y de la Sabiduría. También la humildad halla en este convite sus alimentos apropiados, que son el pan del dolor y el vino de la compunción, la cual presenta la Verdad en primer lugar a los participantes, a quienes dice: Levantaos, después de haber reposado, los que coméis el pan del dolor. Tiene aquí la contemplación el manjar sólido de la sabiduría, que es la flor del trigo, juntamente con el vino, que alegra el corazón del hombre. A que coman de él invita la Verdad a los perfectos, diciéndoles: Comed vosotros, amigos, y embriagaos, carísimos. El ha colocado la caridad en el centro de la mesa del festín, añade, a causa de las hijas de Jerusalén, o sea en atención a las almas imperfectas, las cuales, como no son capaces aún de tomar manjares sólidos, necesitan ser, nutridas con leche de caridad, en vez de pan, y con óleo de suavidad, en vez de vino. Por eso no sin razón se coloca la caridad en el centro de la mesa del festín, porqué su suavidad ni es todavía saboreada por los principiantes, a causa del temor que se lo estorba, ni suficiente para los perfectos, por cuanto éstos saborean más regaladas dulcedumbres en su contemplación. Los primeros han de purgarse de los malos humores que les dejaron los delitos carnales, con la purga amarguísima del temor, antes de que puedan paladear a su sabor la dulzura de esta leche; los segundos, como ya destetados, regálanse más gloriosamente participando en cierto modo del festín de la gloria; de forma que quedan en medio los proficientes, los que de tal manera han gustado ciertos sorbitos de miel de caridad, que ya están por ahora contentos, dada su dulzura.

Luego el primer manjar es de humildad, purgante, con amargura; el segundo es de caridad, consolatorio, con dulzura; el tercero es de contemplación, sólido, con fortaleza. ¡Ay de mí, Señor Dios de las virtudes! ¿Hasta cuándo te irritarás contra la oración de tu siervo, me alimentarás con pan de lágrimas y me darás bebida con lágrimas? ¿ Quién me invitará siquiera a aquel convite medio y dulce de caridad, en el que los justos se regalan en presencia de Dios y se deleitan en la alegría, para que, no hablando ya con amargura de mi alma, diga a Dios: No me condenes!, sino que, regalándome con ácimos de sinceridad y de verdad, cante alegre en los caminos de Dios qué grande es la gloria del Señor? Bueno, sin embargo, es el camino de la humildad, porque se busca la verdad, se adquiere la caridad, participan de la sabiduría las generaciones. Finalmente, así como el fin de la ley es Cristo, así la perfección de la humildad es el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino, trajo la gracia; la verdad, a los que se da a conocer, dales la caridad. Y como se da a conocer a los humildes, da la gracia a los humildes.

(Obras de San Bernardo, BAC, Madrid, 1957, Pag 1291)

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San Juan Crisóstomo

"Te alabo Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios..."

¿Significa esto que El goce de las ruinas y de que aquellos no conocieran tales cosas? ¡De ninguna Manera! Sino que este es el mas excelente camino de salvación: que quienes rechazan y no quieren oír lo que se les predica, de ningún modo sean obligados; para que pues siendo llamados, no se hicieron mejores, sino que se apartaron y despreciaron la predicación, al menos con verse rechazados, queden invitados y se le conduzca a desear las cosas que se han predicado. A parte de que por este medio, los que atendieran se tornarían mas empeñosos. Que a los segundos se le revelen es cosa que causa gozo; que a estos otros se les escondan, es cosa que causa no gozo, sino lagrimas de compasión.

Así lo practicó Jesús cuando lloró sobre la ciudad ingrata por conmiseración.

De manera que no se goza de la ruina, sino porque lo que no conocieron los sabios, lo conocen los apóstoles. Es como dijo San Pablo: "pero gracias sean dadas a Dios porque siendo esclavos del pecado obedecisteis de corazón la norma de doctrina a que os disteis.." ( Rom. 6,17).

No se alegra Pablo porque fueron siervos del pecado, sino porque siendo tales al fin lograron tan grandes bienes.

Llama aquí sabios a los escribas y fariseos. Y se expresa así para ser mas prestos a los discípulos y para manifestar cuan grandes dones han alcanzado ellos, pecadores; dones que aquellos otros en absoluto perdieron.

Y cuando los llama sabios, no habla de la verdadera y laudable sabiduría, sino de la otra aparente que creían haber conseguido con su porte majestuoso y grave. Por eso no dijo, que revelaste a los necios, sino a los pequeñuelos, es decir a los sinceros y sencillos.

Nos enseña a huir de la soberbia y a buscar la sencillez.

San Pablo escribe respecto a esto: " ...si alguno de vosotros cree ser sabio según este siglo, hágase necio para llegar a ser sabio..." (1 Cor. 3,18)

¿Por qué motivos se hubieran escondido tales cosas a los a los sabios?

Oye como Pablo lo declara: "porque buscando la justicia propia, no se sometieron a la justicia de Dios..."( Rom.10,3).

Considera en que estado de animo se encontrarían los discípulos al oír aquellas cosas, es a saber: que ellos conocían lo que los sabios ignoraban; y lo conocían permaneciendo en su pequeñez y por revelación de Dios.

Lucas dice que en aquel tiempo, cuando regresaron los setenta refiriendo lo de echar demonios, El se alegro en gran manera, y que fue entonces cuando dijo esas palabras con que los volvía más empeñosos y al mismo tiempo los preparaba para ser moderados.

Porque era verosímil que les produjera vanagloria el arrojar demonios; y así por aquí les bajaba los humos. Ya que lo que sabían no era fruto de sus estudios, sino de la revelación.

Los escribas y sabios por juzgarse a si mismos prudentes a causa de su hinchazón perdieron semejantes dones. Como si les dijera: Puesto que a esos a causa de su hinchazón se les oculto la revelación, tened vosotros moderación y permaneced pequeños.

Finalmente los llamo hacia sí diciendo: " venid a mi todos los estáis fatigados y agobiados que yo os aliviare.." .

No es este o aquel, sino todos los que vivís en solicitudes, en tristezas, en pecados. Venid no para que yo os castigue sino para perdonaros vuestros pecados.

Venid no porque yo necesite de vosotros o de vuestra gloria sino porque tengo sed de vuestra salvación.

" Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón...porque mi yugo es suave y mi carga ligera."

Como si dijera: no temáis al oír yugo, puesto que es suave; no tembléis al oír carga puesto que es ligera.

(San Juan Crisóstomo. Homilías sobre San Mateo, BAC T. I Madrid, 1955, 700)

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P Juan Lehman V.D.

Humildad

1. Necesidad de la humildad para el cristiano. — De Jesucristo son estas palabras: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mat., 11,29). Así pues, Jesucristo se constituye en maestro de la humildad, y sólo de El podremos aprender esta virtud desconocida en el mundo. En éste reina la soberbia. ¿En qué hace consistir el mundo toda su sabiduría y virtud, sino en ser estimado y en dejar gran fama de sí?... No puede ser discípulo de Jesús el que no aprende de El a ser manso y humilde de corazón.

a) Sin humildad, la salvación es imposible. "En verdad os digo que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos" (Mat., 18, 3). "Quien se ensalzare será humillado, y quien se humillare será ensalzado" (Mat., 23, 12). "Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia" (I Pedro, 5, 5). Todas estas palabras de la Sagrada Escritura son suficientemente claras, y no dejan lugar a duda. "Si me preguntas cuál es el camino para llegar a la verdad; qué es lo principal en la religión y en la escuela de Cristo, te responderé: Lo primero es la humildad. Y si me preguntas cuál es lo segundo, te responderé también la humildad. Y si me preguntas cuál es lo tercero, todavía te responderé: la humildad. Y si cien veces me preguntases, cien veces te daría la misma respuesta" (San Agustín).

b) Sin humildad no es posible adquirir las virtudes sobrenaturales de fe, esperanza y caridad. Para recibir el influjo de la divina gracia es menester arrancar del corazón la soberbia, puesto que Dios resiste a los soberbios. "¿Acaso no estáis construyendo un gran edificio que trata de elevarse no sólo hasta el cielo sino hasta el trono de Dios? Pues bien, lo primero en que debéis pensar es en el fundamento de la humildad. Cuanto más alto ha de ser el edificio, tanto más profundo ha de ser el cimiento" (San Agustín). Sólo los humildes, que creen no poder hacer nada sin el auxilio de Dios, pueden tener verdadera esperanza. Sólo los humildes, que reconocen los innumerables beneficios y el afecto paternal de Dios, pueden tener caridad.

c) Sin humildad no es posible conservarse en gracia de Dios. El hombre no puede estar indiferente y neutral ante Dios: o se postra en su presencia, o se levanta contra El. "Y Dios ensalza a quien se postra, y arroja lejos de sí a quien se levanta" (San Agustín). Cualesquiera obras buenas que hagamos, oraciones, ayunos, limosnas, mortificaciones... se deshacen y desaparecen como el humo, si no van acompañadas por la humildad" (San Juan Crisóstomo).

2. Concepto de la humildad. — "La humildad consiste esencialmente en refrenar el deseo desordenado de cosas grandes, y en regular la estima y el amor exagerado de nosotros mismos" (Sto. Tomás).

a) Conocimiento de sí mismo. Preciso es, por lo tanto, que la estima en que nos tenemos, corresponda a la verdad; es preciso que nos examinemos a nosotros mismos para conocernos debidamente, y entonces llegaremos a convencernos de nuestra nada; de que somos pecadores, pero hermanos de Jesucristo, por la gracia de Dios, hijos del Eterno Padre y participantes de su misma naturaleza divina. Vemos así de un lado nuestra propia miseria, y del otro la misericordia de Dios; reconocemos lealmente el bien y el mal que en nosotros se encuentra, pero dando a Dios toda la gloria del bien, y atribuyéndonos a nosotros toda la culpa del mal.

Al conocernos exactamente a nosotros mismos comprenderemos mejor el triste mundo en que vivimos y aprenderemos que nada deben esperar del mundo los fieles servidores de Cristo; que todo es, en efecto, vanidad y aflicción de espíritu; que la menor obra hecha en gracia de Dios y por amor de Dios vale infinitamente más que todas las riquezas y honras de la tierra.

A fin de llegar al exacto conocimiento del mundo y de nosotros mismos debemos exclamar con San Agustín: "¡Señor Dios, que sois siempre el mismo, que os conozca a Vos y que me conozca a mí!". Preguntemos como San Francisco de Asís: "Señor, ¿quién sois Vos y quién soy yo?". Cuanto más profundicemos en el conocimiento de nosotros mismos, tanto más nos elevaremos al conocimiento de Dios; tanto más descenderemos al abismo de nuestra miseria. La luz celestial, al descubrir a nuestra vista hasta lo más recóndito, nos hará sentir vergüenza y repugnancia de todo lo que aparece como espléndido a los ojos del mundo.

b) Efectos: 1º) En nuestra alma. Una vez que hayamos adquirido este conocimiento, sabremos dominar el deseo innato de grandezas de la tierra. Ningún atractivo tendrán para nosotros las que el mundo llama grandezas y ante Dios son necedades. Entonces aspiraremos a cosas más elevadas, es decir, al reino de Dios y a su justicia, dejando todo lo demás al arbitrio de Dios. Para aspirar al reino de Dios y su justicia, hemos de negar nuestra voluntad, hemos de someternos a la dirección de quienes nos pueden guiar por el camino del cielo, y no hemos de retroceder ante obstáculo alguno, confiando siempre en la gracia de Dios que nos conforta.

2º) En nuestro exterior. "De la disposición interior de la humildad proceden también las señales exteriores de esta virtud, en palabras, gestos y acciones, como suele acontecer con cualquier otra virtud que se manifiesta al exterior" (Sto. Tomás de Aquino). Por ejemplo: evitar todo lo chocante, hablar poco y sosegadamente, no persistir en la propia opinión, y menos exigir que todos piensen como nosotros; no darse por sentido cuando se recibe una reprensión o una sencilla observación, sino antes bien mostrarse agradecido por aquel acto de caridad; no ser propenso a burlarse o a criticar; disculpar, siempre que se pueda, las faltas ajenas; tratar a todos con afabilidad; refrenar la curiosidad y la excesiva libertad de la vista; ocultar los carismas celestiales; escoger el último lugar cuando se halla con varias personas; desviar la conversación, cuando se escuchan elogios de sí mismo. En una palabra; la humildad viene a confundirse y a hacerse una sola cosa con aquella caridad que en frase del Apóstol "es sufrida, es bienhechora; no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, complácese sí en la verdad; a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera, y lo soporta todo" (I Cor., XIII, 4-7).

(Salió el Sembrador…, Tomo III Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1947 Pag. 472-477)

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Juan Pablo II

CAPÍTULO I - LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS

Jesús revela al Padre

7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. « Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina ».5 Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.

8. Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino de la inteligencia de la fe, reflexionando sobre la Revelación a la luz de las enseñanzas bíblicas y de toda la tradición patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres habían puesto en evidencia el carácter sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que, además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta porque Dios ni engaña ni quiere engañar.6

9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia ».7 La fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la « plenitud de gracia y de verdad » (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32).

10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su naturaleza del modo siguiente: « En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación ».8

11. La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que « en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental ».9 En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).

La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: « Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. « Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo » (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, « hombre enviado a los hombres », habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación ».10

La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que « la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios ».11

12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.

La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: « Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado », afirma la Constitución Gaudium et spes.12 Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?

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5 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

6 Cf. Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008.

7 Ibíd., cap. IV: DS 3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.

8 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

9 Cart. ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.

10 N. 4.

11 N. 8.

12 N. 22.

(Tomado de la Encíclica « Fides et ratio » (1998/09/14)

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CATECISMO

El conocimiento de Dios según la Iglesia

36 "La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas" (Cc. Vaticano I: DS 3004; cf. 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado "a imagen de Dios" (cf. Gn 1,26).

37 Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón:

A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. "Humani Generis": DS 3875).

38 Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (ibid., DS 3876; cf. Cc Vaticano I: DS 3005; DV 6; S. Tomás de A., s.th. 1,1,1).

Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2)

Dios ha dicho todo en su Verbo

65 "De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:

Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).

No habrá otra revelación

66 "La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo" (DV 4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.

La fe cristiana no puede aceptar "revelaciones" que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes "revelaciones".

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Ejemplos Predicables

El misionero católico Padre Liebermann, hijo de padres judíos (+ 1852), consoló de la siguiente manera a una señora que se le acercó para desahogar la amargura que sentía a causa de una grande e injusta humillación de que había sido víctima: Señora mía —le dijo—, Nuestro Señor ha sufrido hoy mayor humillación al descender en la santa Comunión al corazón de Usted.

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En tiempo de San Felipe de Neri vivía en Roma una religiosa que gozaba fama de gran santidad. El Papa, al tener noticia de las cosas extraordinarias que se decían de aquella persona, mandó a San Felipe de Neri al convento de aquellas Hermanas, para que, en su nombre, se informara con mayor seguridad sobre la tal Hermana, a quien muchos tenían por santa.

En un día de lluvia, llegó al monasterio San Felipe, calado hasta los huesos, y lleno de barro el calzado. Sin más dilación pidió que se le presentara la referida Hermana. Llegó ésta y preguntó al Santo qué deseaba. El Santo despojóse entonces de su calzado todo enlodado y sucio, y dijo a la Hermana: "Ante todo pido a la Hermana que me limpie los botines". "¿Yo —replicó la religiosa, hecha una avispa— yo limpiar su calzado? ¿Por quién me ha tomado Vuestra Reverencia? ¿Acaso soy un limpia-botas de Vuestra Reverencia?". Y así continuó ensartando otras lindezas la meliflua boca de la santa señora. San Felipe no tuvo más remedio que volverse a poner los botines sucios como los trajo. Sin decir palabra, salió del locutorio el delegado pontificio, y al presentarse ante el Papa le dijo estas palabras: "Padre Santo, aquella monja no es Santa, porque no es humilde".

Tuvo razón San Felipe de Neri. La humildad es la piedra de toque de la perfección y la base de todas las virtudes. La humildad es para el hombre lo que la raíz es para el árbol.


33. 3 de julio de 2005

HUMILDAD Y MANSEDUMBRE

1. "Mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica" Zacarías 9,9. Muchos siglos antes de que Jesús entrara el domingo de Ramos en Jerusalén montado en un asno, lo había visto Zacarías iluminado con la luz profética, en esa actitud mansa y humilde. Pocos eran los que comprendían un Mesías tan modesto como el profetizado por Zacarías. Los que no vivían la interioridad, siempre los más, no entendían un libertador que no viniera como vencedor y triunfador, encumbrado y fortificado en el poder, en los carros, en los caballos, y empuñando los arcos y las armas de la guerra. Pero los pensamientos de los hombres distan de los de Dios como dista el cielo de la tierra (Is 55,9). El hombre, nacido de la tierra, del humus, en latín, tierra, polvo, en castellano, es humilde hasta etimológicamente, pues es homo, hombre, que deriva de la misma raiz, del humus. Sin embargo, nada hay que más le consuma que sobresalir, siendo polvo de la tierra, quiere subir como el humo, sobresalir, superar a todos: el mejor médico, el mejor abogado, el mejor empresario, para terminar en el mejor, más poderoso, más rico, más trinfador del cementerio.

2. La capital de Siria, Damasco, y Tiro y Sidón pertenecen al Señor con el mismo derecho que todas las tribus de Israel. El Señor desposeerá a Tiro de la plata y del oro que había amontonado, como experto comerciante por pueblo fenicio; arrojará sus riquezas al mar y lo entregará a las llamas del fuego. Igualmente Ascalón, Gaza y Asdod serán exterminados y el orgullo de los filisteos aniquilado, aunque un resto de ellos acabará siendo de nuestro Dios.

3. ¿Cómo se va a llevar a cabo esta derrota de los enemigos? ¿Con carros y caballos y poder militar? ¿Con la vara de la tiranía empuñada por un jefe vengador? No. La tiranía anidaba en el corazón de aquellas ciudades y de sus reyes. El rey de ese resto, considerado como una tribu más de Judá, viene cabalgando en un asno, y destruirá los carros de Efraín, el reino del Norte, y los caballos de Judá, el reino del Sur. Les vencerá como David a Goliat, con la humilde modestia pobre de una honda. Su victoria será una victoria singular: instalará la paz destruyendo las armas de la guerra. Ese rey y esa victoria están apuntando a Jesús de Nazaret, cuyo reino es interior, también su revolución y su guerra. "El reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17,21). "El reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan".

4. Los violentos, contra la ira propia, que luchan con sus pasiones para ser mansos. Los violentos, contra el odio que ruge en su corazón, y lo vencen con el amor. Los violentos contra su propio egoísmo e interés y triunfan con la caridad y justicia. Así es como la mansedumbre de Jesús triunfará del pecado y vencerá al mal. ”No pagando el mal con el mal, sino pagando el mal con el bien” (Rm 12,21), la injusticia con la justicia. Este rey dictará desde dentro la paz a las naciones, porque todas están convocadas a vivir en su reino.

5. Pero ¿quién es el que entiende este mensaje? El evangelio permanece escondido para los sabios del mundo, para los racionalistas que todo lo quieren experimentar, tocar y medir y escudriñar y contar las divisiones del Papa de Roma, como Stalin: "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla" Mateo 11,25. No está contra la inteligencia, ni contra la sabiduría, sino contra el engreimiento y la soberbia, que se cierra a la luz, que mira a todos por encima del hombro, que se lo sabe todo y nadie tiene que enseñarle nada. Los sencillos son los que se abren a la luz de la revelación, los que tienen puesta su esperanza en Dios, los "anawim", pobres de Yahvé que confían en él, y no en los poderes y en la ciencia de la tierra. Jesús da gracias al Padre porque eso le ha parecido mejor, porque la característica de su reino es la humildad y la mansedumbre, con las que él viene a este mundo, engreído y razonador, lleno de soberbia y de pretendida mayoría de edad, pero comprobada inhumanidad. Por eso a sus discípulos les dice que aprendan de él, "que es manso y humilde de corazón".

El, el más grande, el más santo, “¿quién me puede argüir de pecado? El, el maestro y el Señor” se hace el más pequeño de todos, se rebaja a crear el mundo, a revelarnos su Palabra, a nacer en un establo, a morir como un condenado en un patíbulo, el que le dice a la mística Gabriela Bossis en Lourdes cuando es llevado por un Cardenal en la custodia, rodeado de arzobispos y obispos: “Yo, el más pequeño”, en la hostia chiquita…El más grande se hace el más pequeño. Y no quiere que nosotros nos sintamos pequeños por complejo de inferioridad, que conduce a la depresión y al malestar, lo que no es humildad sino exceso de soberbia, que no acepta su mediocridad.

6. Y no es que Jesús no quiera que seamos los primeros, aspiración humana, pero cambia la categoria de los valores: “El que quiera ser el primero, sea vuestro servidor”. Como el agua que según San Francisco de Asís es útil, humilde, preciosa y casta, y escoge siempre el último lugar, bajando bajando hasta llegar al lugar más hondo, el cristiano ha de ser el primero en el servicio, siendo el último de todos y el servidor de todos, no ser el que quiere sobresalir y brillar por encima de todos, sino el que ayuda a que todos crezcan por su servicio de palabra o de obra con mansedumbre y humildad, como el servicio del padre, que quiere y procura el crecimiento y la madurez de todos sus hijos a costa de sus propios sacrificios y así "encontraréis vuestro descanso". El psicólogo Yung afirma que muchas enfermedades provienen de carencia de humildad y que no se curan hasta que no hay sometimiento. Con el descanso y la serenidad, llega la alegría. Y encontraréis vuestra alegría. Sólo el que es humilde de verdad puede vivir en alegría constante. El soberbio es incapaz de vivir contento con el gozo del Espíritu Santo y se conduce con agresividad. El egoísmo concentrado en sí mismo, hace imposible el descanso, que sólo lo proporciona la humildad. Directamente Jesús se refiere a los doctores de la ley, que habían enmarañado el amor. Y el hombre troquelado en la humildad es el que atiende, escucha, compadece y ése es el hombre buscado para descargar las conciencias por su discreción, humildad, compasión, sensibilidad, en cambio el altivo y engreido es preterido. “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” Mateo 11,25. Como los semitas, sitúa Jesús en el corazón la fuente de la vida emotiva, afectiva y sentimental. Y en el suyo vive la mansedumbre, contraria a la cólera y al frenesí y a la aspereza y a la dureza de corazón. Está describiendo una antítesis entre la persona y actitud de los jefes religiosos de Israel y la suya propia, tan humana, humilde y compasiva. Y también la humildad, contraria igualmente al modo de proceder altanero y soberbio de los fariseos, que se creían sabérselas todas, y juzgaban al pueblo, no ya como un menor de edad, sino como unos malditos: ”Esos malditos que no conocen la ley” (Jn 7,49). Y por eso su magisterio estaba lleno de soberbia, que no buscaba otra cosa que "la vanagloria de su sabiduría unos de otros" (Jn 5,44); de donde nacía el despotismo y las palabras ásperas e iracundas con que trataban a las personas que no admitían sus mandatos y seguían otros caminos, como hacían con Jesús, a quien odiaban porque no se sometía a sus interpretaciones y a su concepción religiosa, que ellos creían infalible. Junto a este defecto pecaban de pormenizadores y minuciosos. “Colaban el mosquito y se tragaban el camello” (Mt 23,24). Era un contrasentido su magisterio: “Están sentados en la cátedra de Moisés, pero no hagáis lo que ellos hacen” (Mt 23,3). Ese rabinismo secaba el alma, quedaba en obras exteriores, era incapaz de entusiasmar. Por el contrario, Jesús anuncia que aceptando el yugo del Señor, se hace ligera la carga, y suave el yugo, porque el evangelio, promovido por el Espíritu Santo, es descanso vida y paz. Lo duro se hace blando, la rigidez se ablanda y enternece, el amor todo lo allana. “Donde se ama, no se trabaja y si se trabaja, se ama el trabajo”, dice San Agustín. El Espíritu de Jesús y del Padre lava lo que está manchado, pone paz donde hay guerra, hace humilde al soberbio, en fin, llena a la persona del Espíritu de Cristo. No faltan personas que piensan que son de Cristo, pero no tienen sus sentimientos de reconciliación y misericordia, amor y dulzura, paciencia y magnanimidad, docilidad y obediencia, y sí seguridad excesiva en sus criterios y altanería. A los tales, les dice San Pablo: “El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de él” (Rm 8,9).

7. Creo que es oportuno que nos preguntemos, si nuestra práctica religiosa, no ha decaído en el rabinismo, porque entonces tendríamos la explicación de la esterilidad de la comunidad cristiana, sobre todo, en cuanto a vocaciones de consagrados. Me da la impresión de que se ha hecho una religión tan light, que ha perdido su mordiente y atractivo. Se ha relegado al Espíritu Santo a la sombra. La doctrina del Concilio y las Encíclicas de los Papas, sobre todo de Juan Pablo II, yacen empolvadas en los archivos y la doctrina primorosa, se predica en muy limitados círculos eclesiales. La delicadeza del amor de Cristo, la herida de su costado, las filigranas del amor, están demodés, y a todo lo que se aspira es a tener un neófito más para darle motivos de hinchamiento mayor: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mares y tierras para hacer un prosélito y, cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la gehenna dos veces más que vosotros” (Mt 23,15). "Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera". Jesús contrapone la suavidad de su carga a la dureza de los mandatos de la ley humana. Pues la religión verdadera suprime todo lo que sea yugo pesado e impropio de ser llevado por la persona humana; hace desaparecer los gestos amenazadores, el hablar altanero y suficiente, a fin de suscitar una genuina igualdad y fraternidad leal y desinteresada, que suprime el cálculo de beneficios que la amistad puede reportar. Y sustituye la ley del "do ut des", por la gratuidad. De esta manera, la ley del Señor, aunque parece yugo, es suave, porque él la lleva con nosotros, y nos da fuerza amorosa para llevarla. El yugo, que es cosa de dos, cuando es insoportable es cuando nos empeñamos en llevarlo a solas. Ya madura Santa Teresa, escribía "ahora todo va con amor". Con las fuerzas de Dios, "nada hay más dulce que guardar los mandamientos del Señor" (Eccl). Quienes los guardan, cuentan con la ayuda del "Señor, que sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan. El, que es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, bueno con todos y cariñoso con todas sus criaturas" Salmo 144.

8. Alguna vez llamó a sus discípulos torpes, tardos para entender, necios e incluso satanás a Pedro, pero hoy, arrebatado de gozo del Espíritu, experimentando un cariño inmenso por aquellos pobrecitos, da gracias al Padre porque a ellos les ha revelado los misterios que ha escondido a los sabios y entendidos. No son los defectos y limitaciones y debilidades humanas las que cierran el don de la gracia, sino el engreimiento, la altanería y la soberbia de quienes se creen superiores y no aceptan ideas nuevas de nadie. He visto sabios creyentes y científicos agnósticos y ateos. Pero no dejo de recordar lo que Pasteur decía: “porque he estudiado mucho tengo la fe de un bretón; si hubiera estudiado más tendría la fe de una bretona”.

9. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Es éste un momento excepcional en la vida de Cristo en que pone de manifiesto con alborozo, que su alma goza de la visión beatífica, que es uno de los misterios que nunca llegaremos a comprender de la Persona Divina y naturaleza humana de Jesús; y que además tiene el poder de revelar su filiación divina y la paternidad del Padre, que se complace en él, y está dispuesto a compartir con los hombres sencillos de corazón y humildes de alma y de costumbres.

10. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Para ser recibido en audiencia por los grandes hay que solicitarla, buscarse recomendaciones y ponerse en cola. El Señor nos llama a todos sin distinción, porque es manso y humilde y su amor es infinito. Llama a todos los que están atormentados por las preocupaciones, abatidos por la tristeza, hundidos en el pecado, no para amenazarlos y castigarlos, sino para perdonarlos y aliviarlos, porque tiene sed infinita de salvarlos y de que sean felices. No quiere vernos abrumados como gente sin pastor y sin fe y sin amor de nadie.

11. En este momento privilegiado, en que nos estamos encontrando con el Señor, en su Palabra y en su Eucaristía, ejerce él su misión de pastor, consolador, padre, comida y bebida, que nos confortan. La presencia de Cristo en la Eucaristía, es una presencia activa, que no se limita a contemplarnos desde lejos; ahí y por ella actúa por el Espíritu Santo en los cristianos y de modo especial en el sacerdote, desarrollando la obra de la salvación. Pidámosle al Padre que nos quiera revelar su acción misteriosa, que nos redime.

JESUS MARTI BALLESTER

jmarti@ciberia.es


34. ¿Padeces estrés o depresión?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Cordova

Reflexión

Leía en una revista italiana –no recuerdo en cuál– un artículo que decía que casi el 25% de la gente de las grandes ciudades padece un fuerte estrés, y que otras personas llegan incluso a sufrir hondas depresiones emocionales. ¡Es tan intenso y acelerado el ritmo del hombre de hoy que a veces no se reserva tiempo ni para sus necesidades más elementales: para comer, descansar o convivir con la propia familia! Como es obvio, muchas son las causas de estos problemas, pero no voy a entrar ahora en detalles, pues el tema de esta reflexión es otro. Por ahora sólo me limito a constatar el hecho. Lo que sí es muy lamentable es que muchas veces también Dios pasa a un segundo, tercer o décimo lugar en nuestra vida... Y así no es de extrañar que andemos como andamos: sin sentido, sin rumbo fijo, sin paz ni serenidad interior.

Hoy en día es cada vez más común que muchísimas personas, ante cualquier pequeño problema de la índole que sea, acudan al psicólogo o al psiquiatra como si éste fuera el mago Merlín, el genio de la lámpara maravillosa o el dueño de la piedra filosofal y de todas las panaceas. No digo yo que esté mal. En ocasiones éstos pueden prestar valiosos apoyos. Pero hace varias décadas, nuestros padres y abuelos preferían acudír al sacerdote a pedir un consejo, a la confesión sacramental o a la oración. Y, a juzgar por las opciones de tantos hombres y mujeres de hoy, parecería que el sacerdote ya “ha pasado de moda”....

Bueno, el caso es que, cuando una persona sufre estrés o ansiedad y acude a su médico, éste suele recetarle un medicamento llamado “paxil”. Por lo visto, es un buen analgésico, pero en ocasiones esta droga produce también efectos negativos; por ejemplo, hace que las personas sientan un profundo letargo, debilidad y náuseas, que no tengan fuerzas para nada y les resulte sumamente penoso mantener su atención en sus normales actividades cotidianas. Y es que, lo que realmente necesita la gente no es tanto “paxil” sino la “pax” del corazón, es decir la paz profunda del alma.

En el Evangelio de hoy nuestro Señor sale una vez más al paso de nuestras necesidades más íntimas y personales: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados –nos dice– y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. ¡Qué palabras tan confortantes y consoladoras! ¡La verdadera paz del corazón! Eso es justamente lo que necesitamos, pues todos nos sentimos a veces cansados, agobiados y deprimidos. Y sólo Cristo puede curarnos.

Pero, ¿cómo es posible que éste sea el medicamento que realmente necesitamos? Pues sí. Verás. La medicina y la psicología moderna reconocen hoy el valor terapéutico de la humildad. El prestigioso psicólogo Carl Jung dice en un libro suyo que todos los pacientes que se habían dirigido a él sufrían por algo que se podría definir “falta de humildad”, y que no curaban sino hasta el momento en que tomaban una actitud de respeto y de aceptación de una realidad más grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.

¡Cuántas veces la causa de nuestras angustias, problemas, temores y desalientos somos nosotros mismos! Yo diría que ésta es siempre la verdadera causa de nuestros sufrimientos íntimos: la falta de humildad, que es autosuficiencia, orgullo, deseo de poder y del aprecio de los demás; o, simplemente, el no querer aceptar nuestra debilidad, nuestra fragilidad y los propios límites. Todos queremos sentirnos fuertes, poderosos, capaces y, sobre todo, nos gusta dar esa imagen de nosotros mismos a los demás. Y, cuando experimentamos ese sentimiento de debilidad que no aceptamos, es cuando nos viene toda esa agonía y esa tormenta interior que no nos permite ser lo que realmente somos. Sufrimos, nos rebelamos, agonizamos, pero no damos el brazo a torcer. Ésta es, tristemente, la cultura en la que hemos nacido y vivimos: no manifestar nunca nuestra debilidad. Y si a esto se suma cierto “machismo” en el que hemos sido educados, las cosas se complican todavía más. De ahí viene todo ese deseo de aparentar que somos los “duros” y que no nos “ablandamos” ante los golpes de la vida. Por eso nos da tanta vergüenza, por ejemplo, llorar en público y nos resistimos tanto a mostrar nuestros sentimientos a los demás: porque creemos que esa es una debilidad.

Y, sin embargo, Cristo hoy nos invita a aceptar nuestra flaqueza, nuestras enfermedades, debilidades y miserias; a reconocer nuestros propios límites, cansancios, agobios y desconsuelos. Y, sobre todo, una vez que reconocemos nuestra condición de creaturas profundamente necesitadas, quiere que nos acerquemos a Él: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” –nos dice–, y Él nos acogerá así como somos: inermes y frágiles, pero desnudos ya de falsas caretas y de disfraces. Y entonces sí, “Yo os aliviaré”, porque Él es el verdadero Médico de nuestras almas.

También san Pablo lo experimentó en primera persona: “Muy gustosamente continuaré gloriándome en mis debilidades... y me complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (II Cor 12, 9-10). Nuestra fortaleza es Cristo y sólo la experimentamos cuando aceptamos nuestra debilidad para dejarnos consolar y ayudar por Él. Sólo quien reconoce su necesidad de Dios está preparado para recibirlo a Él dentro de su corazón. Y sólo cuando nos decidimos a ceder, agachamos la cabeza y doblegamos las rodillas de nuestra alma ante el Señor es cuando comenzamos a encontrar la solución a todos nuestros problemas.

Un filósofo y literato español del siglo pasado, Miguel de Unamuno, de un temperamento ardiente y apasionado, muy combativo y enérgico, padeció dramáticos conflictos interiores y tremendas agonías en su fe precisamente por no querer aceptar con humildad y sencillez esta realidad de su condición. Y cuando al fin, reconocía su debilidad, bellamente lo expresaba con estos versos: “Agranda la puerta, Padre/ porque no puedo pasar;/ la hiciste para niños,/ y yo he crecido a mi pesar./ Si no me la agrandas,/ achícame a mí, por piedad;/ vuélveme a la edad bendita/ en la que vivir es soñar./ Gracias, Padre, que ya siento/ que se va mi pubertad;/ vuelvo a los años rosados/ en los que era niño, y nada más”.

Sí, en la humildad y en la sencillez de la fe encontramos nuestra verdadera paz.“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. Cristo nos lo prometió y Él es fiel a sus promesas. Ese descanso para nuestra alma es la paz del niño que duerme, plácido, en los brazos de su madre o de su padre. Y al niño no le da vergüenza sentirse débil y pequeño. Allí está su fortaleza y su seguridad. ¿De qué le serviría al niño un alarde de fuerza ante un lobo o un león? Sería para su propia ruina. Sólo si aceptamos ser como niños ante nuestro Padre del cielo llegaremos a buen puerto. “Hazme humilde, hazme pequeño y así no me perderé” leí en una ocasión. Esta humildad de los niños nos lleva a un total abandono, filial y confiado en los brazos de Dios, a pesar de todos los problemas. Por eso, no en vano Cristo nos dijo que “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los cielos”.


35.

Fuente: Buzón Católico www.buzoncatolico.com
Autor: Mario Santana Bueno

Homilía
Jamás en la historia de la humanidad hemos tenido tantas posibilidades de estudio, de investigación y de desentrañar misterios como en el momento presente. El ser humano se ha convertido en un recreador de lo que Dios hizo. En algunas ocasiones al ver la grandeza de las cosas recreadas ha sentido un gran orgullo intelectual que le impide ver la simplicidad de la vida, de las cosas, de los mecanismos sencillos que nos hacen ser feliz. Esta es la paradoja del ser humano: inventa cosas para vivir mejor, pero no consigue ser feliz. Sabemos mucho sobre las cosas que nos rodean y muy poco sobre nosotros mismos y de los caminos de la felicidad que en Dios encontramos.

Decía una poetisa rusa contemporánea que la vida se ha vuelto un lugar imposible para vivir… Y algo de esto hay cuando nos olvidamos de Dios y de lo que Dios hace en nuestra vida de cada día.

Jesús hablaba a las personas que estaban desesperadas porque buscaban a Dios y no lo encontraban; trataban de ser buenas, pero ya estaban cansadas y desesperadas de buscar siempre la felicidad y llegar al mismo punto de partida… Para un judío de aquella época, la religión era algo así como un catálogo de normas y normas y más normas, reglas interminables que no llegaban al corazón del ser humano. El dios de las normas permanentes no es el Dios que salva.

Las enseñanzas de Jesús fueron rechazadas por los doctores de la ley y fueron reveladas a todos los que lo recibieron con sencillez, como niños.

En el evangelio vemos la alabanza que Jesús eleva al Padre.

¿Qué es alabar a Dios?

Es reconocer lo que Él hace en mí, saber a ciencia cierta que lo que Él hace en mi vida es el mejor remedio para el desfallecimiento de nuestros corazones.

En la sociedad actual tan estructurada y organizada, sabemos acudir al sitio preciso ante la problemática adecuada. La falta de evangelización de muchas personas hace que muchos no acudan al Señor que da la paz interior. Todos tenemos que saber acudir al Maestro y al Médico de nuestra vida. Lo que ocurre con bastante frecuencia, es que incluso los creyentes no terminan de estar convencidos que Dios actúa en sus vidas y en sus acciones; que Dios es capaz de rehacer su creación perfeccionando lo que nosotros con nuestros pecados hemos deformado.

Al comienzo de este evangelio Jesús nos da la clave de este texto: Jesús nombra a Dios Padre y Señor del cielo y de la tierra

¿Reconoces al Padre como el Señor de tu vida?

Los humanos divinizamos con mucha facilidad a personas, a nuevas ideologías, etc. pero uno sólo es el Señor que puede llenar nuestros corazones.

¿A quiénes has divinizado en tu vida? ¿Quién te ha robado el corazón?

El motivo por el que alaba a Dios Padre es: Porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos, y las revelaste a los sencillos. Las cosas son el mensaje del reino de Dios.

¿Sabes acoger el mensaje de salvación con sencillez?

Una persona puede ser un intelectual en las cosas del mundo y, sin embargo, ser un perfecto ignorante, indiferente y equivocado sobre los misterios de Dios.

Dios es el que ha revelado sus misterios a quien es capaz de escucharlo y aceptarlo, los demás es muy difícil que lo entiendan…

Cada vez hay más tensiones en el ser humano, hablamos incluso de un desarrollo deshumanizante y de esta manera vamos perdiendo la paz interior. Quien está lejos de Dios no puede tener verdadera paz en su conciencia. Quien se reconoce pecador ante Jesús para buscar su alivio, tendrá paz y perdón. Mientras tanto iremos dando tropiezos por la vida sin saber a qué atenernos.

Jesús nos promete que nos hará descansar. ¿Crees tú en esto?

Como los médicos y abogados nos indican sus prescripciones para sanarnos o aliviarnos de nuestra carga, así Jesús nos indica sus prescripciones.

El descanso que el Señor nos promete no es para que seamos convertidos en holgazanes, ni personas indiferentes; todo lo contrario, el descanso que nos da es para seguir en el camino de Dios.

El yugo que el Mesías nos propone es el del amor, que se adapta a nuestras posibilidades reales, que no nos destruye ni anula sino que nos hace más plenamente humanos, más felices. Dios tiene paciencia con nosotros, con nuestras limitaciones. Es algo así como si Dios nos dice: La vida que yo te doy encaja perfectamente con la tuya, con lo que necesitas, con lo que te hace falta para ser feliz…

* * *

¿Siento que Dios llena mi vida?
¿Qué papel tiene el amor en mi vida diaria con los demás?
¿Procuro ser más bueno/a cada día?
¿Vivo en paz conmigo mismo/a?
¿Alabo al Señor con frecuencia? ¿De qué modo?


36. ¿Padeces estres o depresión?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Cordova

Reflexión

Leía en una revista italiana –no recuerdo en cuál– un artículo que decía que casi el 25% de la gente de las grandes ciudades padece un fuerte estrés, y que otras personas llegan incluso a sufrir hondas depresiones emocionales. ¡Es tan intenso y acelerado el ritmo del hombre de hoy que a veces no se reserva tiempo ni para sus necesidades más elementales: para comer, descansar o convivir con la propia familia! Como es obvio, muchas son las causas de estos problemas, pero no voy a entrar ahora en detalles, pues el tema de esta reflexión es otro. Por ahora sólo me limito a constatar el hecho. Lo que sí es muy lamentable es que muchas veces también Dios pasa a un segundo, tercer o décimo lugar en nuestra vida... Y así no es de extrañar que andemos como andamos: sin sentido, sin rumbo fijo, sin paz ni serenidad interior.

Hoy en día es cada vez más común que muchísimas personas, ante cualquier pequeño problema de la índole que sea, acudan al psicólogo o al psiquiatra como si éste fuera el mago Merlín, el genio de la lámpara maravillosa o el dueño de la piedra filosofal y de todas las panaceas. No digo yo que esté mal. En ocasiones éstos pueden prestar valiosos apoyos. Pero hace varias décadas, nuestros padres y abuelos preferían acudír al sacerdote a pedir un consejo, a la confesión sacramental o a la oración. Y, a juzgar por las opciones de tantos hombres y mujeres de hoy, parecería que el sacerdote ya “ha pasado de moda”....

Bueno, el caso es que, cuando una persona sufre estrés o ansiedad y acude a su médico, éste suele recetarle un medicamento llamado “paxil”. Por lo visto, es un buen analgésico, pero en ocasiones esta droga produce también efectos negativos; por ejemplo, hace que las personas sientan un profundo letargo, debilidad y náuseas, que no tengan fuerzas para nada y les resulte sumamente penoso mantener su atención en sus normales actividades cotidianas. Y es que, lo que realmente necesita la gente no es tanto “paxil” sino la “pax” del corazón, es decir la paz profunda del alma.

En el Evangelio de hoy nuestro Señor sale una vez más al paso de nuestras necesidades más íntimas y personales: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados –nos dice– y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. ¡Qué palabras tan confortantes y consoladoras! ¡La verdadera paz del corazón! Eso es justamente lo que necesitamos, pues todos nos sentimos a veces cansados, agobiados y deprimidos. Y sólo Cristo puede curarnos.

Pero, ¿cómo es posible que éste sea el medicamento que realmente necesitamos? Pues sí. Verás. La medicina y la psicología moderna reconocen hoy el valor terapéutico de la humildad. El prestigioso psicólogo Carl Jung dice en un libro suyo que todos los pacientes que se habían dirigido a él sufrían por algo que se podría definir “falta de humildad”, y que no curaban sino hasta el momento en que tomaban una actitud de respeto y de aceptación de una realidad más grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.

¡Cuántas veces la causa de nuestras angustias, problemas, temores y desalientos somos nosotros mismos! Yo diría que ésta es siempre la verdadera causa de nuestros sufrimientos íntimos: la falta de humildad, que es autosuficiencia, orgullo, deseo de poder y del aprecio de los demás; o, simplemente, el no querer aceptar nuestra debilidad, nuestra fragilidad y los propios límites. Todos queremos sentirnos fuertes, poderosos, capaces y, sobre todo, nos gusta dar esa imagen de nosotros mismos a los demás. Y, cuando experimentamos ese sentimiento de debilidad que no aceptamos, es cuando nos viene toda esa agonía y esa tormenta interior que no nos permite ser lo que realmente somos. Sufrimos, nos rebelamos, agonizamos, pero no damos el brazo a torcer. Ésta es, tristemente, la cultura en la que hemos nacido y vivimos: no manifestar nunca nuestra debilidad. Y si a esto se suma cierto “machismo” en el que hemos sido educados, las cosas se complican todavía más. De ahí viene todo ese deseo de aparentar que somos los “duros” y que no nos “ablandamos” ante los golpes de la vida. Por eso nos da tanta vergüenza, por ejemplo, llorar en público y nos resistimos tanto a mostrar nuestros sentimientos a los demás: porque creemos que esa es una debilidad.

Y, sin embargo, Cristo hoy nos invita a aceptar nuestra flaqueza, nuestras enfermedades, debilidades y miserias; a reconocer nuestros propios límites, cansancios, agobios y desconsuelos. Y, sobre todo, una vez que reconocemos nuestra condición de creaturas profundamente necesitadas, quiere que nos acerquemos a Él: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” –nos dice–, y Él nos acogerá así como somos: inermes y frágiles, pero desnudos ya de falsas caretas y de disfraces. Y entonces sí, “Yo os aliviaré”, porque Él es el verdadero Médico de nuestras almas.

También san Pablo lo experimentó en primera persona: “Muy gustosamente continuaré gloriándome en mis debilidades... y me complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (II Cor 12, 9-10). Nuestra fortaleza es Cristo y sólo la experimentamos cuando aceptamos nuestra debilidad para dejarnos consolar y ayudar por Él. Sólo quien reconoce su necesidad de Dios está preparado para recibirlo a Él dentro de su corazón. Y sólo cuando nos decidimos a ceder, agachamos la cabeza y doblegamos las rodillas de nuestra alma ante el Señor es cuando comenzamos a encontrar la solución a todos nuestros problemas.

Un filósofo y literato español del siglo pasado, Miguel de Unamuno, de un temperamento ardiente y apasionado, muy combativo y enérgico, padeció dramáticos conflictos interiores y tremendas agonías en su fe precisamente por no querer aceptar con humildad y sencillez esta realidad de su condición. Y cuando al fin, reconocía su debilidad, bellamente lo expresaba con estos versos: “Agranda la puerta, Padre/ porque no puedo pasar;/ la hiciste para niños,/ y yo he crecido a mi pesar./ Si no me la agrandas,/ achícame a mí, por piedad;/ vuélveme a la edad bendita/ en la que vivir es soñar./ Gracias, Padre, que ya siento/ que se va mi pubertad;/ vuelvo a los años rosados/ en los que era niño, y nada más”.

Sí, en la humildad y en la sencillez de la fe encontramos nuestra verdadera paz.“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas”. Cristo nos lo prometió y Él es fiel a sus promesas. Ese descanso para nuestra alma es la paz del niño que duerme, plácido, en los brazos de su madre o de su padre. Y al niño no le da vergüenza sentirse débil y pequeño. Allí está su fortaleza y su seguridad. ¿De qué le serviría al niño un alarde de fuerza ante un lobo o un león? Sería para su propia ruina. Sólo si aceptamos ser como niños ante nuestro Padre del cielo llegaremos a buen puerto. “Hazme humilde, hazme pequeño y así no me perderé” leí en una ocasión. Esta humildad de los niños nos lleva a un total abandono, filial y confiado en los brazos de Dios, a pesar de todos los problemas. Por eso, no en vano Cristo nos dijo que “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los cielos”.



37. Predicador del Papa: El orgullo intelectual, ceguera espiritual
Comentario al evangelio del XIV Domingo del tiempo ordinario

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 4 julio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia del próximo domingo.

XIV Domingo del tiempo ordinario

Zacarías 9, 9-10; Romanos 8, 9.11-13; Mateo 11, 25-30

Lo escondido a los sabios y revelado a los pequeños


El pasaje evangélico de este domingo, una de las páginas más intensas y profundas del Evangelio, se compone de tres partes: una oración ("Te alabo, Padre..."), una declaración sobre él mismo ("Todo me ha sido dado por mi Padre...") y una invitación ("Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados..."). Me limitaré a comentar el primer elemento, la oración, pues contiene una revelación de una importancia extraordinaria: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido".

Acaba de comenzar el Año Paulino y el mejor comentario a estas palabras de Jesús lo presenta Pablo en la primera carta a los Corintios: "¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios" (1 Cor 1, 26-29).

Las palabras de Cristo y de Pablo arrojan una luz particular para el mundo de hoy. Es una situación que se repite. Los sabios y los inteligentes se quedan alejados de la fe, con frecuencia ven con pena a la muchedumbre de los creyentes que reza, que cree en los milagros, que se agrupa alrededor del Padre Pío. Aunque a decir verdad no son todos los doctos, y quizá ni siquiera la mayoría, pero ciertamente es la parte más influyente, que tiene a disposición los micrófonos más potentes, la chatting society, como se dice en inglés, la sociedad que tiene acceso a los grandes medios de comunicación.

Muchos de ellos son personas honestas y sumamente inteligentes y su posición se debe a la formación, al ambiente, a experiencias de vida, y no tanto a una resistencia ante la verdad. Por tanto, no se trata de emitir un juicio sobre estas personas con nombres y apellidos. Yo mismo conozco a algunas de ellas y les tengo una gran estima. Pero esto no debe impedirnos descubrir el núcleo del problema. La cerrazón a toda revelación de lo alto, y por tanto a la fe, no es causada por la inteligencia, sino por el orgullo. Un orgullo particular que consiste en el rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una autonomía absoluta por parte del pensador.

Se esconde tras la trinchera de la palabra mágica "razón", pero en realidad no es la famosa "razón pura", que lo exige, ni una razón "soberana", sino una razón esclava, con las alas recortadas. Filósofos, que no pueden ser acusados de falta de inteligencia o de capacidad dialéctica, han escrito: "El acto supremo de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan" (Pascal). Otro decía: "Hasta ahora siempre se ha dicho esto: 'Decir que no se puede comprender esto o lo otro no satisface a la ciencia que quiere comprender'. Este es el error. Hay que decir lo contrario: cuando la ciencia humana no quiere reconocer que hay algo que no puede comprender, o de manera más precisa, algo que con claridad puede 'comprender que no puede comprender', entonces todo queda trastocado. Por tanto, una tarea del conocimiento humano consiste en comprender que hay cosas que no puede comprender y descubrir cuáles son éstas" (Kierkegaard). Quien no reconoce esta capacidad trascendente pone un límite a la razón y la humilla; no lo hace por tanto el creyente, que lo reconoce.

Lo que he dicho explica el motivo por el que el pensamiento moderno, después de Nietzsche, ha sustituido el valor de la verdad por el de la búsqueda de la verdad y, por tanto, de la sinceridad. En ocasiones, esta actitud se confunde con la humildad (¡hay que contentarse con el "pensamiento débil"!) y la actitud de quien cree en verdades absolutas se considera presunción, pero es un juicio muy superficial. Mientras la persona está en búsqueda ella es al protagonista, dirige el juego. Una vez encontrada la verdad, la verdad tiene que subir al trono y el buscador debe inclinarse ante ella y esto, cuando se trata de la Verdad trascendente, cuesta el "sacrificio del intelecto".

En este panorama cultural cae como una provocación lo que dice Jesús en el Evangelio de Juan: "Yo soy la Verdad", así como lo que dice en la continuación del pasaje evangélico: "Nadie va al Padre sino por mí... Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré". Pero es una invitación, no es un reproche y está dirigido también a los cansados de buscar sin encontrar nada, a quienes han pasado la vida atormentándose, dando coces cada vez contra la roca impenetrable del misterio. El psicólogo C.G. Jung, en su libro, dice que todos los pacientes de una cierta edad a los que había atendido sufrían de algo que podía llamarse "ausencia de humildad" y no se curaban hasta que no lograban una actitud de respeto por una realidad mas grande que ellos, es decir, una actitud de humildad.

Jesús repite también a tantos inteligentes y sabios honestos que hay en el mundo de hoy su invitación llena de amor: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré ese alivio y esa paz que buscáis en vano en vuestros atormentados razonamientos.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]