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HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
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32. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentario general
Sobre la Primera Lectura (Zac 9, 9-10)
El Profeta traza un cuadro muy original del Mesías y de la Obra Mesiánica:
El retrato que nos hace del Mesías no es frecuente en la literatura Profética.
Tiene rasgos muy parecidos a los del "Siervo de Yahvé" de Is 42 y 45: Llega a la
Capital de su Reino, Sión, Salvador. Con su Epifanía hace estallar el júbilo.
Trae a todos: Justicia y Salvación. Estas dos palabras sintetizan todos los
bienes Mesiánicos. Hasta aquí Zacarías coincide con los demás Profetas. La
novedad está en la presentación amable, humilde, asequible de tan gran Rey:
"Viene humilde y montado sobre una asna". ¡Manera inusitada de celebrar la
entronización del Rey!
La Era Mesiánica que el Rey inaugura con su entronización es la de una paz
absoluta y universal: "Suprimirá los carros de Efraim y los caballos de
Jerusalén; el arco de combate será suprimido; y dictará la paz a las naciones. Y
su imperio se extenderá de mar a mar y del río hasta los confines de la tierra".
Este idilio Mesiánico lo han cantado y prometido todos los Profetas.
Los Evangelistas, con el cuidado que tienen de presentarnos a Jesús como el
Mesías en quien se cumplen todas las profecías, nos cuentan muy al pormenor el
cumplimiento de la presente en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el
Domingo de Ramos. Cuando ya no había peligro de que pudiera ser interpretado y
tergiversado el sentido Redentor de su Mesianismo, cuando faltan breves días
para ser entronizado en la Cruz, Jesús, el Rey humilde y manso, el Rey de la
paz, el Rey Salvador, entra en la Capital del Reino montado en el jumentillo (Mt
21, 1-11; Mc 11, 1-11; Lc 19, 29-38).
Sobre la segunda Lectura (Rom 8, 9. 11-13)
San Pablo nos declara las riquezas espirituales de que gozamos por la fe en
Cristo. Con esto entendemos qué nos prometían los Profetas al llamar al Mesías
Rey de la Paz y Salvador:
Por nuestra inserción en Cristo recibimos el Espíritu Santo. Espíritu que nos
inhabita. En virtud de este Espíritu somos hijos de Dios y poseemos la vida de
Dios. El dinamismo de esta vida ha de llegar hasta la resurrección de nuestro
cuerpo. Hemos de morir y pagar nuestro tributo de pecadores; pero hemos de
resucitar y la vida de Cristo glorificado ha de empaparnos en alma y cuerpo. El
Espíritu de Cristo que nos inhabita llevará su obra vivificante hasta resucitar
nuestros cuerpos gloriosos con la gloria del de Cristo. Otra riqueza de nuestra
inserción en Cristo es que, por la participación que El nos hace de su Espíritu,
nosotros somos hijos y herederos de Dios, herederos con el Hijo: "Quia filios,
quos longe peccati crimen abstulerat, per sanguinem FiIii tui Spiritusque
virtute, in unum ad te denuo congregare voluisti: ut plebs, de unitate
Trinitatis adunata, in tuae laudem sapientiae multiformis Cristi corpus
templumque Spiritus nosceretur Ecclesia" (Pref per ann 8).
De parte de Dios la dádiva está ya hecha y plenamente garantizada. Sólo queda un
riesgo. Nosotros podemos rechazar esta dádiva y hacernos indignos de gozarla.
Los habrá que preferirán la vida de la carne a la vida del Espíritu. Vivir según
la carne es no sólo dar rienda suelta a los apetitos sensuales, sino también
afianzarse en una autosuficiencia y autonomía de orgullo y de egoísmo. Con esto,
como Adán, elegimos la muerte y rechazamos la vida. Con todo, después que el
Redentor ha expiado el pecado de Adán y con su Muerte nos ha devuelto la vida,
reincidir en la torpeza del orgullo de Adán es más imperdonable: "Las apetencias
de la carne acaban en muerte; mas los deseos del Espíritu son vida y paz". Por
tanto, a una mayor inserción en Cristo, a un grado más intenso de fe y de amor,
corresponde mayor riqueza de vida divina y de paz. Unión mística con Cristo,
íntima y progresiva, que nos hace concrucificados con El, partícipes ahora de su
Cruz, con derecho a serio de su gloria: "Oh Sacrum convivium-in quo Christus
sumitur-Mens impletur gratia-et futurae gloriae nobis pignus datur".
Sobre el Evangelio (Mt 11, 25-30)
Para poder poseer estas riquezas Mesiánicas, Mateo dirá para poseer el secreto
de Cristo, precisa en nosotros una disposición de humildad, docilidad,
disponibilidad:
San Mateo nos guarda estas preciosas palabras en las que el mismo Jesús nos
habla del misterio de su Persona: Misterio inefable e incomprensible. Sólo el
Padre le conoce perfectamente. Se trata, por tanto, de una Filiación divina,
propia, ontológica. Jesús es único en esta relación: Padre-Hijo. Único en
gozarla y único en conocerla.
Misterio al que sólo están abiertos los humildes. El orgullo será siempre el
mayor obstáculo para aceptar la Sabiduría de Dios y entrar en el Reino.
Misterio de amor infinitamente amable. El Hijo es el Amor Infinito del Padre que
se nos revela y se nos acerca. Enviado a nosotros por el Padre, nos amará el
Hijo con un amor al que no podremos resistir. Desde la Encarnación tenemos un
Corazón que nos ofrece el amor y la benignidad de Dios en latidos humanos: el
Corazón benigno y humilde de Jesús que a todos nos llama para que en El
encontremos cobijo y calor, paz y gozo, gracia y salvación (28-30). Jesús es el
Maestro dulce, humilde, amable. Es el Rey que nos trae paz y salvación (Zac. 9,
9). La trae porque El es la Paz (Ef. 2, 14). El es Reposo y Sábado pleno (cf.
Heb 4, 6, 11). Pero sólo los pobres y humildes, los cansados y abatidos, los que
se reconocen pecadores y enfermos son capaces de acogerle, de reconocerle, de
creer y esperar en El.
Y no pesa su yugo: su ley; pues no lo llevamos solos, sino Él en nosotros (Gál.
2, 20).
En este florilegio de "loguions" de Jesús quedan acentuadas tres disposiciones
que deben adquirir y cultivar todos los seguidores del Maestro:
a) Humildad (v 25): Sólo los humildes reciben luz y gracia del Padre para
conocer a Cristo y serle fieles.
b) Confianza (v 28): "Venid a mí cuantos andáis fatigados y cuantos sufrís." El
Corazón de Cristo se abre a todos y llama a todos.
c) Docilidad (v 29): "Tomad y cargad mi yugo. Sed dóciles discípulos míos. Y
hallaréis el reposo para vuestras almas." He ahí un hermoso y gozoso programa
cristiano.
*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros
de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.
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San Bernardo
De los doce grados de humildad
Capítulo I
Cristo es el camino de la humildad que lleva a la verdad
Habiendo, pues, de hablar de los diversos grados de humildad que San Benito nos
propone para que comencemos a subirlos más bien que para que nos entretengamos
en contarlos, mostraré antes, si puedo, adónde hemos de llegar por ellos, porque
así, oído el fruto que habremos de alcanzar a la llegada, nos pesen menos las
fatigas de la subida. El Señor, pues, proponiéndonos el trabajo del camino, nos
promete al mismo tiempo el premio de este trabajo, y así dice: Yo soy el camino,
la verdad y la vida. El camino es la humildad, que lleva a la verdad: la una es
el trabajo, la otra es el premio. ¿Cómo sabremos, me dices, que se habla aquí
de, humildad, cuando tan vagamente dice: Yo soy el camino? Mira cuán bien
precisado y cuán claro lo tienes: Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón. Dase, pues, a sí mismo como ejemplar de humildad y dechado de
mansedumbre. Si le sigues e imitas, no andarás en tinieblas, sino en plena luz
de vida. Porque ¿qué es la luz de vida sino la verdad? La verdad, en efecto,
alumbra a todo hombre que viene a este mundo y le señala dónde está la vida
verdadera. Por eso después de haber dicho: Yo soy el camino y la verdad, añade:
y la vida; como si dijera: Yo soy el camino que lleva a la verdad; soy la verdad
que promete la vida; soy la vida que se da. Porque, en efecto, ésta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado. O
así, como si dijeras: Considero el camino, o sea la humildad; deseo el fruto,
que es la verdad; pero ¡ay!, ¿qué será de mí, si tanta es la fatiga que me
aguarda que me temo no llegaré nunca al codiciado galardón? A esto el Señor te
respondería: Yo soy el camino, o sea el viático con que te sustentará en el
andar. Grita, pues, a los extraviados y a los que ignoran el camino, diciendo:
Yo soy el camino; vocea a los que dudan y flaquean por no tener fe, y les dice:
Yo soy la verdad; da voces a los que desmayan al caminar cuesta arriba,
diciendo: Yo soy la vida. Creo quedar bastante demostrado por este capítulo del
Evangelio que el conocimiento de la verdad es fruto de la humildad. Recibe este
otro: Glorificote, Padre mío, Señor de cielo y tierra, por haber escondido estas
cosas (no cabe duda que son los secretos de la verdad) a los sabios y prudentes
(es decir, a los soberbios) y habérselas revelado a los pequeñuelos (que son los
humildes). Claro se ve por este texto que la verdad, escondida a los soberbios,
es revelada a los humildes.
La definición de la humildad puede ser ésta: LA HUMILDAD ES UNA VIRTUD POR LA
QUE EL HOMBRE, CONSIDERANDO Y VIENDO SUS DEFECTOS Y MISERIAS, TIÉNESE EN POCO A
SÍ MISMO. Conviene esta definición a aquellos que dispusieron en su corazón como
subidas por donde van ascendiendo de virtud en virtud, como si realmente
progresaran de peldaño en peldaño, hasta llegar a la cima de la humildad, en la
cual hacen alto, y levantados como sobre Sión, es decir, como en una atalaya,
pueden contemplar la verdad. El Legislador, dice, le dará su bendición; porque
quien impuso la ley, dará su bendición para cumplirla; es decir, quien impuso la
humildad, conducirá a la verdad. ¿Y quién es este Legislador, sino el Señor,
bondadoso y justo, que dirige a los pecadores por el camino que han de seguir?
¿Y quiénes son esos pecadores, sino los que abandonaron la verdad? Pero ¿acaso
serán ellos abandonados de igual modo por el bondadoso Señor? No, sino que con
su dulzura y rectitud les da la ley de la humildad, por la cual vengan de nuevo
en conocimiento de la verdad. Dales ocasión de poder recuperar el bien perdido,
porque es dulce y bueno; pero esto no sin imponerles la disciplina de la ley,
por ser también recto y justo. Dulce es, pues no sufre se pierdan; y recto es,
pues no se olvida de castigar.
CAPITULO II
CON QUÉ FRUTO SE SUBEN LOS DIVERSOS GRADOS DE HUMILDAD
Esta ley de la humildad, por la que se vuelve a la verdad, dispónela San Benito
en doce grados; de manera que así como a Cristo se va por los diez preceptos de
la Ley y las dos circuncisiones, que completan el número de doce, así también
por los doce grados de la humildad se sube al conocimiento de la verdad. El
haber aparecido el Señor apoyado en lo más alto de aquella escala misteriosa que
le fué mostrada a Jacob como símbolo de la humildad, ¿qué otra cosa significa
sino que el conocimiento de la verdad se halla como establecido y situado sobre
las más elevadas cumbres de la humildad? Por esto el Señor desde lo alto de la
escala miraba a los hijos de los hombres, siendo El la verdad esencial, cuyos
ojos ni pueden jamás engañar ni ser engañados, para ver si hay quien conozca o
quien busque a Dios. ¡Qué! ¿No te parece oírla clamar desde arriba, diciendo a
los que le buscan, pues El conoce muy bien a los suyos: Venid a mí todos los que
me codiciáis y saciaos de mis frutos? Y en otra parte añade: Venid a mí todos
los trabajados y cargados, que yo os aliviaré. Venid, dice. ¿Adónde? A mí, que
soy la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Con qué esperanza de fruto? Yo os
aliviaré, nos dice. Pero ¿qué clase de alivio y consolación es esa que promete
la Verdad a los que van subiendo cuesta arriba y que da a los que ya llegaron a
la cumbre? ¿Acaso será la caridad? Porque, según San Benito, a esta virtud es a
la que llega el monje una vez ascendidos todos los grados de la humildad. ¡Oh
dulcísimo y suavísimo cebo de la caridad, que a los cansados recrea, y a los
flacos comunica nuevas fuerzas, y a los tristes llena de alegría deleitosa, y a
todos nos hace suave el yugo de la Verdad y liviana su carga!
¡Manjar sabroso por cierto el de la caridad, el cual, servido en el festín de
Salomón, harta a los famélicos y recrea a los convidados que ya están saciados
con el exquisito aroma de diversas virtudes, como con la suavísima fragancia que
exhalan de sí los más ricos perfumes ! Porque en este regio festín sírvese a los
convidados, junto con la caridad la paz, la paciencia, la benignidad, la
longanimidad, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos de la Verdad
y de la Sabiduría. También la humildad halla en este convite sus alimentos
apropiados, que son el pan del dolor y el vino de la compunción, la cual
presenta la Verdad en primer lugar a los participantes, a quienes dice:
Levantaos, después de haber reposado, los que coméis el pan del dolor. Tiene
aquí la contemplación el manjar sólido de la sabiduría, que es la flor del
trigo, juntamente con el vino, que alegra el corazón del hombre. A que coman de
él invita la Verdad a los perfectos, diciéndoles: Comed vosotros, amigos, y
embriagaos, carísimos. El ha colocado la caridad en el centro de la mesa del
festín, añade, a causa de las hijas de Jerusalén, o sea en atención a las almas
imperfectas, las cuales, como no son capaces aún de tomar manjares sólidos,
necesitan ser, nutridas con leche de caridad, en vez de pan, y con óleo de
suavidad, en vez de vino. Por eso no sin razón se coloca la caridad en el centro
de la mesa del festín, porqué su suavidad ni es todavía saboreada por los
principiantes, a causa del temor que se lo estorba, ni suficiente para los
perfectos, por cuanto éstos saborean más regaladas dulcedumbres en su
contemplación. Los primeros han de purgarse de los malos humores que les dejaron
los delitos carnales, con la purga amarguísima del temor, antes de que puedan
paladear a su sabor la dulzura de esta leche; los segundos, como ya destetados,
regálanse más gloriosamente participando en cierto modo del festín de la gloria;
de forma que quedan en medio los proficientes, los que de tal manera han gustado
ciertos sorbitos de miel de caridad, que ya están por ahora contentos, dada su
dulzura.
Luego el primer manjar es de humildad, purgante, con amargura; el segundo es de
caridad, consolatorio, con dulzura; el tercero es de contemplación, sólido, con
fortaleza. ¡Ay de mí, Señor Dios de las virtudes! ¿Hasta cuándo te irritarás
contra la oración de tu siervo, me alimentarás con pan de lágrimas y me darás
bebida con lágrimas? ¿ Quién me invitará siquiera a aquel convite medio y dulce
de caridad, en el que los justos se regalan en presencia de Dios y se deleitan
en la alegría, para que, no hablando ya con amargura de mi alma, diga a Dios: No
me condenes!, sino que, regalándome con ácimos de sinceridad y de verdad, cante
alegre en los caminos de Dios qué grande es la gloria del Señor? Bueno, sin
embargo, es el camino de la humildad, porque se busca la verdad, se adquiere la
caridad, participan de la sabiduría las generaciones. Finalmente, así como el
fin de la ley es Cristo, así la perfección de la humildad es el conocimiento de
la verdad. Cristo, cuando vino, trajo la gracia; la verdad, a los que se da a
conocer, dales la caridad. Y como se da a conocer a los humildes, da la gracia a
los humildes.
(Obras de San Bernardo, BAC, Madrid, 1957, Pag 1291)
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San Juan Crisóstomo
"Te alabo Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios..."
¿Significa esto que El goce de las ruinas y de que aquellos no conocieran tales
cosas? ¡De ninguna Manera! Sino que este es el mas excelente camino de
salvación: que quienes rechazan y no quieren oír lo que se les predica, de
ningún modo sean obligados; para que pues siendo llamados, no se hicieron
mejores, sino que se apartaron y despreciaron la predicación, al menos con verse
rechazados, queden invitados y se le conduzca a desear las cosas que se han
predicado. A parte de que por este medio, los que atendieran se tornarían mas
empeñosos. Que a los segundos se le revelen es cosa que causa gozo; que a estos
otros se les escondan, es cosa que causa no gozo, sino lagrimas de compasión.
Así lo practicó Jesús cuando lloró sobre la ciudad ingrata por conmiseración.
De manera que no se goza de la ruina, sino porque lo que no conocieron los
sabios, lo conocen los apóstoles. Es como dijo San Pablo: "pero gracias sean
dadas a Dios porque siendo esclavos del pecado obedecisteis de corazón la norma
de doctrina a que os disteis.." ( Rom. 6,17).
No se alegra Pablo porque fueron siervos del pecado, sino porque siendo tales al
fin lograron tan grandes bienes.
Llama aquí sabios a los escribas y fariseos. Y se expresa así para ser mas
prestos a los discípulos y para manifestar cuan grandes dones han alcanzado
ellos, pecadores; dones que aquellos otros en absoluto perdieron.
Y cuando los llama sabios, no habla de la verdadera y laudable sabiduría, sino
de la otra aparente que creían haber conseguido con su porte majestuoso y grave.
Por eso no dijo, que revelaste a los necios, sino a los pequeñuelos, es decir a
los sinceros y sencillos.
Nos enseña a huir de la soberbia y a buscar la sencillez.
San Pablo escribe respecto a esto: " ...si alguno de vosotros cree ser sabio
según este siglo, hágase necio para llegar a ser sabio..." (1 Cor. 3,18)
¿Por qué motivos se hubieran escondido tales cosas a los a los sabios?
Oye como Pablo lo declara: "porque buscando la justicia propia, no se sometieron
a la justicia de Dios..."( Rom.10,3).
Considera en que estado de animo se encontrarían los discípulos al oír aquellas
cosas, es a saber: que ellos conocían lo que los sabios ignoraban; y lo conocían
permaneciendo en su pequeñez y por revelación de Dios.
Lucas dice que en aquel tiempo, cuando regresaron los setenta refiriendo lo de
echar demonios, El se alegro en gran manera, y que fue entonces cuando dijo esas
palabras con que los volvía más empeñosos y al mismo tiempo los preparaba para
ser moderados.
Porque era verosímil que les produjera vanagloria el arrojar demonios; y así por
aquí les bajaba los humos. Ya que lo que sabían no era fruto de sus estudios,
sino de la revelación.
Los escribas y sabios por juzgarse a si mismos prudentes a causa de su hinchazón
perdieron semejantes dones. Como si les dijera: Puesto que a esos a causa de su
hinchazón se les oculto la revelación, tened vosotros moderación y permaneced
pequeños.
Finalmente los llamo hacia sí diciendo: " venid a mi todos los estáis fatigados
y agobiados que yo os aliviare.." .
No es este o aquel, sino todos los que vivís en solicitudes, en tristezas, en
pecados. Venid no para que yo os castigue sino para perdonaros vuestros pecados.
Venid no porque yo necesite de vosotros o de vuestra gloria sino porque tengo
sed de vuestra salvación.
" Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de
corazón...porque mi yugo es suave y mi carga ligera."
Como si dijera: no temáis al oír yugo, puesto que es suave; no tembléis al oír
carga puesto que es ligera.
(San Juan Crisóstomo. Homilías sobre San Mateo, BAC T. I Madrid, 1955, 700)
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P Juan Lehman V.D.
Humildad
1. Necesidad de la humildad para el cristiano. — De Jesucristo son estas
palabras: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mat., 11,29). Así
pues, Jesucristo se constituye en maestro de la humildad, y sólo de El podremos
aprender esta virtud desconocida en el mundo. En éste reina la soberbia. ¿En qué
hace consistir el mundo toda su sabiduría y virtud, sino en ser estimado y en
dejar gran fama de sí?... No puede ser discípulo de Jesús el que no aprende de
El a ser manso y humilde de corazón.
a) Sin humildad, la salvación es imposible. "En verdad os digo que si no os
volvéis y hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos"
(Mat., 18, 3). "Quien se ensalzare será humillado, y quien se humillare será
ensalzado" (Mat., 23, 12). "Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes
les da su gracia" (I Pedro, 5, 5). Todas estas palabras de la Sagrada Escritura
son suficientemente claras, y no dejan lugar a duda. "Si me preguntas cuál es el
camino para llegar a la verdad; qué es lo principal en la religión y en la
escuela de Cristo, te responderé: Lo primero es la humildad. Y si me preguntas
cuál es lo segundo, te responderé también la humildad. Y si me preguntas cuál es
lo tercero, todavía te responderé: la humildad. Y si cien veces me preguntases,
cien veces te daría la misma respuesta" (San Agustín).
b) Sin humildad no es posible adquirir las virtudes sobrenaturales de fe,
esperanza y caridad. Para recibir el influjo de la divina gracia es menester
arrancar del corazón la soberbia, puesto que Dios resiste a los soberbios.
"¿Acaso no estáis construyendo un gran edificio que trata de elevarse no sólo
hasta el cielo sino hasta el trono de Dios? Pues bien, lo primero en que debéis
pensar es en el fundamento de la humildad. Cuanto más alto ha de ser el
edificio, tanto más profundo ha de ser el cimiento" (San Agustín). Sólo los
humildes, que creen no poder hacer nada sin el auxilio de Dios, pueden tener
verdadera esperanza. Sólo los humildes, que reconocen los innumerables
beneficios y el afecto paternal de Dios, pueden tener caridad.
c) Sin humildad no es posible conservarse en gracia de Dios. El hombre no puede
estar indiferente y neutral ante Dios: o se postra en su presencia, o se levanta
contra El. "Y Dios ensalza a quien se postra, y arroja lejos de sí a quien se
levanta" (San Agustín). Cualesquiera obras buenas que hagamos, oraciones,
ayunos, limosnas, mortificaciones... se deshacen y desaparecen como el humo, si
no van acompañadas por la humildad" (San Juan Crisóstomo).
2. Concepto de la humildad. — "La humildad consiste esencialmente en refrenar el
deseo desordenado de cosas grandes, y en regular la estima y el amor exagerado
de nosotros mismos" (Sto. Tomás).
a) Conocimiento de sí mismo. Preciso es, por lo tanto, que la estima en que nos
tenemos, corresponda a la verdad; es preciso que nos examinemos a nosotros
mismos para conocernos debidamente, y entonces llegaremos a convencernos de
nuestra nada; de que somos pecadores, pero hermanos de Jesucristo, por la gracia
de Dios, hijos del Eterno Padre y participantes de su misma naturaleza divina.
Vemos así de un lado nuestra propia miseria, y del otro la misericordia de Dios;
reconocemos lealmente el bien y el mal que en nosotros se encuentra, pero dando
a Dios toda la gloria del bien, y atribuyéndonos a nosotros toda la culpa del
mal.
Al conocernos exactamente a nosotros mismos comprenderemos mejor el triste mundo
en que vivimos y aprenderemos que nada deben esperar del mundo los fieles
servidores de Cristo; que todo es, en efecto, vanidad y aflicción de espíritu;
que la menor obra hecha en gracia de Dios y por amor de Dios vale infinitamente
más que todas las riquezas y honras de la tierra.
A fin de llegar al exacto conocimiento del mundo y de nosotros mismos debemos
exclamar con San Agustín: "¡Señor Dios, que sois siempre el mismo, que os
conozca a Vos y que me conozca a mí!". Preguntemos como San Francisco de Asís:
"Señor, ¿quién sois Vos y quién soy yo?". Cuanto más profundicemos en el
conocimiento de nosotros mismos, tanto más nos elevaremos al conocimiento de
Dios; tanto más descenderemos al abismo de nuestra miseria. La luz celestial, al
descubrir a nuestra vista hasta lo más recóndito, nos hará sentir vergüenza y
repugnancia de todo lo que aparece como espléndido a los ojos del mundo.
b) Efectos: 1º) En nuestra alma. Una vez que hayamos adquirido este
conocimiento, sabremos dominar el deseo innato de grandezas de la tierra. Ningún
atractivo tendrán para nosotros las que el mundo llama grandezas y ante Dios son
necedades. Entonces aspiraremos a cosas más elevadas, es decir, al reino de Dios
y a su justicia, dejando todo lo demás al arbitrio de Dios. Para aspirar al
reino de Dios y su justicia, hemos de negar nuestra voluntad, hemos de
someternos a la dirección de quienes nos pueden guiar por el camino del cielo, y
no hemos de retroceder ante obstáculo alguno, confiando siempre en la gracia de
Dios que nos conforta.
2º) En nuestro exterior. "De la disposición interior de la humildad proceden
también las señales exteriores de esta virtud, en palabras, gestos y acciones,
como suele acontecer con cualquier otra virtud que se manifiesta al exterior"
(Sto. Tomás de Aquino). Por ejemplo: evitar todo lo chocante, hablar poco y
sosegadamente, no persistir en la propia opinión, y menos exigir que todos
piensen como nosotros; no darse por sentido cuando se recibe una reprensión o
una sencilla observación, sino antes bien mostrarse agradecido por aquel acto de
caridad; no ser propenso a burlarse o a criticar; disculpar, siempre que se
pueda, las faltas ajenas; tratar a todos con afabilidad; refrenar la curiosidad
y la excesiva libertad de la vista; ocultar los carismas celestiales; escoger el
último lugar cuando se halla con varias personas; desviar la conversación,
cuando se escuchan elogios de sí mismo. En una palabra; la humildad viene a
confundirse y a hacerse una sola cosa con aquella caridad que en frase del
Apóstol "es sufrida, es bienhechora; no tiene envidia, no obra precipitadamente,
no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no
piensa mal, no se huelga de la injusticia, complácese sí en la verdad; a todo se
acomoda, cree todo, todo lo espera, y lo soporta todo" (I Cor., XIII, 4-7).
(Salió el Sembrador…, Tomo III Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1947 Pag. 472-477)
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Juan Pablo II
CAPÍTULO I - LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS
Jesús revela al Padre
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la
conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf.
2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su
propia especulación, aunque fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido
en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como
creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un
misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora
revelado. « Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y
manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra
hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina ».5 Ésta es una iniciativa totalmente
gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como
fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de
Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia
existencia que su mente es capaz de alcanzar.
8. Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius
del Concilio Vaticano I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el
Concilio Tridentino, la Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el
secular camino de la inteligencia de la fe, reflexionando sobre la Revelación a
la luz de las enseñanzas bíblicas y de toda la tradición patrística. En el
Primer Concilio Vaticano, los Padres habían puesto en evidencia el carácter
sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel
período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas,
consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades
naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que,
además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de
llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este
conocimiento expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se
revela, y es una verdad muy cierta porque Dios ni engaña ni quiere engañar.6
9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la
reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden,
ni una hace superflua la otra: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto no
sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio,
primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe
divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural
puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los
que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia ».7 La
fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de
la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento
filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la
experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las
ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe,
iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la «
plenitud de gracia y de verdad » (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en
la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9:
Jn 5, 31-32).
10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús
revelador, han ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la
historia y han expresado su naturaleza del modo siguiente: « En esta revelación,
Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres
como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por
obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la
historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades
que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y
explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre
que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de
toda la revelación ».8
11. La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún,
la encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la « plenitud de los tiempos » (Ga
4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de
reafirmar con fuerza que « en el cristianismo el tiempo tiene una importancia
fundamental ».9 En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación
y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios
vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb
1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se
inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada
de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras
elocuentes la Constitución Dei Verbum: « Dios habló a nuestros padres en
distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. « Ahora en esta etapa
final nos ha hablado por el Hijo » (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra
eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les
contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne,
« hombre enviado a los hombres », habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y
realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4).
Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia
y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su
muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a
plenitud toda la revelación ».10
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por
entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos
gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña
asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que « la Iglesia camina a
través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en
ella plenamente las palabras de Dios ».11
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios
en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más
familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano,
sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que
la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar:
el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el
rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede
encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a
todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para
dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en
efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer
Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre
la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «
Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado », afirma la Constitución Gaudium et spes.12 Fuera de esta
perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble.
¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el
dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota
del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
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5 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
6 Cf. Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008.
7 Ibíd., cap. IV: DS 3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.
8 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
9 Cart. ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87
(1995), 11.
10 N. 4.
11 N. 8.
12 N. 22.
(Tomado de la Encíclica « Fides et ratio » (1998/09/14)
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CATECISMO
El conocimiento de Dios según la Iglesia
36 "La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin
de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la
razón humana a partir de las cosas creadas" (Cc. Vaticano I: DS 3004; cf. 3026;
Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la
revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado "a
imagen de Dios" (cf. Gn 1,26).
37 Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre
experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón:
A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por
sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de
un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como
de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay
muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su
poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres
sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben
traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y
renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades,
padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los
malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes
materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la
incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc.
"Humani Generis": DS 3875).
38 Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no
solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las
verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin
de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin
dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (ibid., DS 3876; cf. Cc
Vaticano I: DS 3005; DV 6; S. Tomás de A., s.th. 1,1,1).
Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2)
Dios ha dicho todo en su Verbo
65 "De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a
nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha
hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la
Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá
otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo
expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:
Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene
otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más
que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha
hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora
quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría
una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en
Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida al
monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p.
184.).
No habrá otra revelación
66 "La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no
hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación
de nuestro Señor Jesucristo" (DV 4). Sin embargo, aunque la Revelación esté
acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana
comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.
67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas
de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin
embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de "mejorar" o
"completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más
plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la
Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo
que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus
santos a la Iglesia.
La fe cristiana no puede aceptar "revelaciones" que pretenden superar o corregir
la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones
no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes
"revelaciones".
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Ejemplos Predicables
El misionero católico Padre Liebermann, hijo de padres judíos (+ 1852), consoló
de la siguiente manera a una señora que se le acercó para desahogar la amargura
que sentía a causa de una grande e injusta humillación de que había sido
víctima: Señora mía —le dijo—, Nuestro Señor ha sufrido hoy mayor humillación al
descender en la santa Comunión al corazón de Usted.
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En tiempo de San Felipe de Neri vivía en Roma una religiosa que gozaba fama de
gran santidad. El Papa, al tener noticia de las cosas extraordinarias que se
decían de aquella persona, mandó a San Felipe de Neri al convento de aquellas
Hermanas, para que, en su nombre, se informara con mayor seguridad sobre la tal
Hermana, a quien muchos tenían por santa.
En un día de lluvia, llegó al monasterio San Felipe, calado hasta los huesos, y
lleno de barro el calzado. Sin más dilación pidió que se le presentara la
referida Hermana. Llegó ésta y preguntó al Santo qué deseaba. El Santo despojóse
entonces de su calzado todo enlodado y sucio, y dijo a la Hermana: "Ante todo
pido a la Hermana que me limpie los botines". "¿Yo —replicó la religiosa, hecha
una avispa— yo limpiar su calzado? ¿Por quién me ha tomado Vuestra Reverencia?
¿Acaso soy un limpia-botas de Vuestra Reverencia?". Y así continuó ensartando
otras lindezas la meliflua boca de la santa señora. San Felipe no tuvo más
remedio que volverse a poner los botines sucios como los trajo. Sin decir
palabra, salió del locutorio el delegado pontificio, y al presentarse ante el
Papa le dijo estas palabras: "Padre Santo, aquella monja no es Santa, porque no
es humilde".
Tuvo razón San Felipe de Neri. La humildad es la piedra de toque de la
perfección y la base de todas las virtudes. La humildad es para el hombre lo que
la raíz es para el árbol.
33. 3 de julio de 2005
HUMILDAD Y MANSEDUMBRE
1. "Mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un
asno, en un pollino de borrica" Zacarías 9,9. Muchos siglos antes de que Jesús
entrara el domingo de Ramos en Jerusalén montado en un asno, lo había visto
Zacarías iluminado con la luz profética, en esa actitud mansa y humilde. Pocos
eran los que comprendían un Mesías tan modesto como el profetizado por Zacarías.
Los que no vivían la interioridad, siempre los más, no entendían un libertador
que no viniera como vencedor y triunfador, encumbrado y fortificado en el poder,
en los carros, en los caballos, y empuñando los arcos y las armas de la guerra.
Pero los pensamientos de los hombres distan de los de Dios como dista el cielo
de la tierra (Is 55,9). El hombre, nacido de la tierra, del humus, en latín,
tierra, polvo, en castellano, es humilde hasta etimológicamente, pues es homo,
hombre, que deriva de la misma raiz, del humus. Sin embargo, nada hay que más le
consuma que sobresalir, siendo polvo de la tierra, quiere subir como el humo,
sobresalir, superar a todos: el mejor médico, el mejor abogado, el mejor
empresario, para terminar en el mejor, más poderoso, más rico, más trinfador del
cementerio.
2. La capital de Siria, Damasco, y Tiro y Sidón pertenecen al Señor con el mismo
derecho que todas las tribus de Israel. El Señor desposeerá a Tiro de la plata y
del oro que había amontonado, como experto comerciante por pueblo fenicio;
arrojará sus riquezas al mar y lo entregará a las llamas del fuego. Igualmente
Ascalón, Gaza y Asdod serán exterminados y el orgullo de los filisteos
aniquilado, aunque un resto de ellos acabará siendo de nuestro Dios.
3. ¿Cómo se va a llevar a cabo esta derrota de los enemigos? ¿Con carros y
caballos y poder militar? ¿Con la vara de la tiranía empuñada por un jefe
vengador? No. La tiranía anidaba en el corazón de aquellas ciudades y de sus
reyes. El rey de ese resto, considerado como una tribu más de Judá, viene
cabalgando en un asno, y destruirá los carros de Efraín, el reino del Norte, y
los caballos de Judá, el reino del Sur. Les vencerá como David a Goliat, con la
humilde modestia pobre de una honda. Su victoria será una victoria singular:
instalará la paz destruyendo las armas de la guerra. Ese rey y esa victoria
están apuntando a Jesús de Nazaret, cuyo reino es interior, también su
revolución y su guerra. "El reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17,21).
"El reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan".
4. Los violentos, contra la ira propia, que luchan con sus pasiones para ser
mansos. Los violentos, contra el odio que ruge en su corazón, y lo vencen con el
amor. Los violentos contra su propio egoísmo e interés y triunfan con la caridad
y justicia. Así es como la mansedumbre de Jesús triunfará del pecado y vencerá
al mal. ”No pagando el mal con el mal, sino pagando el mal con el bien” (Rm
12,21), la injusticia con la justicia. Este rey dictará desde dentro la paz a
las naciones, porque todas están convocadas a vivir en su reino.
5. Pero ¿quién es el que entiende este mensaje? El evangelio permanece escondido
para los sabios del mundo, para los racionalistas que todo lo quieren
experimentar, tocar y medir y escudriñar y contar las divisiones del Papa de
Roma, como Stalin: "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente
sencilla" Mateo 11,25. No está contra la inteligencia, ni contra la sabiduría,
sino contra el engreimiento y la soberbia, que se cierra a la luz, que mira a
todos por encima del hombro, que se lo sabe todo y nadie tiene que enseñarle
nada. Los sencillos son los que se abren a la luz de la revelación, los que
tienen puesta su esperanza en Dios, los "anawim", pobres de Yahvé que confían en
él, y no en los poderes y en la ciencia de la tierra. Jesús da gracias al Padre
porque eso le ha parecido mejor, porque la característica de su reino es la
humildad y la mansedumbre, con las que él viene a este mundo, engreído y
razonador, lleno de soberbia y de pretendida mayoría de edad, pero comprobada
inhumanidad. Por eso a sus discípulos les dice que aprendan de él, "que es manso
y humilde de corazón".
El, el más grande, el más santo, “¿quién me puede argüir de pecado? El, el
maestro y el Señor” se hace el más pequeño de todos, se rebaja a crear el mundo,
a revelarnos su Palabra, a nacer en un establo, a morir como un condenado en un
patíbulo, el que le dice a la mística Gabriela Bossis en Lourdes cuando es
llevado por un Cardenal en la custodia, rodeado de arzobispos y obispos: “Yo, el
más pequeño”, en la hostia chiquita…El más grande se hace el más pequeño. Y no
quiere que nosotros nos sintamos pequeños por complejo de inferioridad, que
conduce a la depresión y al malestar, lo que no es humildad sino exceso de
soberbia, que no acepta su mediocridad.
6. Y no es que Jesús no quiera que seamos los primeros, aspiración humana, pero
cambia la categoria de los valores: “El que quiera ser el primero, sea vuestro
servidor”. Como el agua que según San Francisco de Asís es útil, humilde,
preciosa y casta, y escoge siempre el último lugar, bajando bajando hasta llegar
al lugar más hondo, el cristiano ha de ser el primero en el servicio, siendo el
último de todos y el servidor de todos, no ser el que quiere sobresalir y
brillar por encima de todos, sino el que ayuda a que todos crezcan por su
servicio de palabra o de obra con mansedumbre y humildad, como el servicio del
padre, que quiere y procura el crecimiento y la madurez de todos sus hijos a
costa de sus propios sacrificios y así "encontraréis vuestro descanso". El
psicólogo Yung afirma que muchas enfermedades provienen de carencia de humildad
y que no se curan hasta que no hay sometimiento. Con el descanso y la serenidad,
llega la alegría. Y encontraréis vuestra alegría. Sólo el que es humilde de
verdad puede vivir en alegría constante. El soberbio es incapaz de vivir
contento con el gozo del Espíritu Santo y se conduce con agresividad. El egoísmo
concentrado en sí mismo, hace imposible el descanso, que sólo lo proporciona la
humildad. Directamente Jesús se refiere a los doctores de la ley, que habían
enmarañado el amor. Y el hombre troquelado en la humildad es el que atiende,
escucha, compadece y ése es el hombre buscado para descargar las conciencias por
su discreción, humildad, compasión, sensibilidad, en cambio el altivo y engreido
es preterido. “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón” Mateo 11,25. Como los semitas, sitúa Jesús en el corazón la fuente de
la vida emotiva, afectiva y sentimental. Y en el suyo vive la mansedumbre,
contraria a la cólera y al frenesí y a la aspereza y a la dureza de corazón.
Está describiendo una antítesis entre la persona y actitud de los jefes
religiosos de Israel y la suya propia, tan humana, humilde y compasiva. Y
también la humildad, contraria igualmente al modo de proceder altanero y
soberbio de los fariseos, que se creían sabérselas todas, y juzgaban al pueblo,
no ya como un menor de edad, sino como unos malditos: ”Esos malditos que no
conocen la ley” (Jn 7,49). Y por eso su magisterio estaba lleno de soberbia, que
no buscaba otra cosa que "la vanagloria de su sabiduría unos de otros" (Jn
5,44); de donde nacía el despotismo y las palabras ásperas e iracundas con que
trataban a las personas que no admitían sus mandatos y seguían otros caminos,
como hacían con Jesús, a quien odiaban porque no se sometía a sus
interpretaciones y a su concepción religiosa, que ellos creían infalible. Junto
a este defecto pecaban de pormenizadores y minuciosos. “Colaban el mosquito y se
tragaban el camello” (Mt 23,24). Era un contrasentido su magisterio: “Están
sentados en la cátedra de Moisés, pero no hagáis lo que ellos hacen” (Mt 23,3).
Ese rabinismo secaba el alma, quedaba en obras exteriores, era incapaz de
entusiasmar. Por el contrario, Jesús anuncia que aceptando el yugo del Señor, se
hace ligera la carga, y suave el yugo, porque el evangelio, promovido por el
Espíritu Santo, es descanso vida y paz. Lo duro se hace blando, la rigidez se
ablanda y enternece, el amor todo lo allana. “Donde se ama, no se trabaja y si
se trabaja, se ama el trabajo”, dice San Agustín. El Espíritu de Jesús y del
Padre lava lo que está manchado, pone paz donde hay guerra, hace humilde al
soberbio, en fin, llena a la persona del Espíritu de Cristo. No faltan personas
que piensan que son de Cristo, pero no tienen sus sentimientos de reconciliación
y misericordia, amor y dulzura, paciencia y magnanimidad, docilidad y
obediencia, y sí seguridad excesiva en sus criterios y altanería. A los tales,
les dice San Pablo: “El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de él” (Rm
8,9).
7. Creo que es oportuno que nos preguntemos, si nuestra práctica religiosa, no
ha decaído en el rabinismo, porque entonces tendríamos la explicación de la
esterilidad de la comunidad cristiana, sobre todo, en cuanto a vocaciones de
consagrados. Me da la impresión de que se ha hecho una religión tan light, que
ha perdido su mordiente y atractivo. Se ha relegado al Espíritu Santo a la
sombra. La doctrina del Concilio y las Encíclicas de los Papas, sobre todo de
Juan Pablo II, yacen empolvadas en los archivos y la doctrina primorosa, se
predica en muy limitados círculos eclesiales. La delicadeza del amor de Cristo,
la herida de su costado, las filigranas del amor, están demodés, y a todo lo que
se aspira es a tener un neófito más para darle motivos de hinchamiento mayor:
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mares y tierras
para hacer un prosélito y, cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la gehenna
dos veces más que vosotros” (Mt 23,15). "Porque mi yugo es llevadero y mi carga
ligera". Jesús contrapone la suavidad de su carga a la dureza de los mandatos de
la ley humana. Pues la religión verdadera suprime todo lo que sea yugo pesado e
impropio de ser llevado por la persona humana; hace desaparecer los gestos
amenazadores, el hablar altanero y suficiente, a fin de suscitar una genuina
igualdad y fraternidad leal y desinteresada, que suprime el cálculo de
beneficios que la amistad puede reportar. Y sustituye la ley del "do ut des",
por la gratuidad. De esta manera, la ley del Señor, aunque parece yugo, es
suave, porque él la lleva con nosotros, y nos da fuerza amorosa para llevarla.
El yugo, que es cosa de dos, cuando es insoportable es cuando nos empeñamos en
llevarlo a solas. Ya madura Santa Teresa, escribía "ahora todo va con amor". Con
las fuerzas de Dios, "nada hay más dulce que guardar los mandamientos del Señor"
(Eccl). Quienes los guardan, cuentan con la ayuda del "Señor, que sostiene a los
que van a caer, endereza a los que ya se doblan. El, que es clemente y
misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, bueno con todos y cariñoso
con todas sus criaturas" Salmo 144.
8. Alguna vez llamó a sus discípulos torpes, tardos para entender, necios e
incluso satanás a Pedro, pero hoy, arrebatado de gozo del Espíritu,
experimentando un cariño inmenso por aquellos pobrecitos, da gracias al Padre
porque a ellos les ha revelado los misterios que ha escondido a los sabios y
entendidos. No son los defectos y limitaciones y debilidades humanas las que
cierran el don de la gracia, sino el engreimiento, la altanería y la soberbia de
quienes se creen superiores y no aceptan ideas nuevas de nadie. He visto sabios
creyentes y científicos agnósticos y ateos. Pero no dejo de recordar lo que
Pasteur decía: “porque he estudiado mucho tengo la fe de un bretón; si hubiera
estudiado más tendría la fe de una bretona”.
9. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar”. Es éste un momento excepcional en la vida de Cristo en que pone de
manifiesto con alborozo, que su alma goza de la visión beatífica, que es uno de
los misterios que nunca llegaremos a comprender de la Persona Divina y
naturaleza humana de Jesús; y que además tiene el poder de revelar su filiación
divina y la paternidad del Padre, que se complace en él, y está dispuesto a
compartir con los hombres sencillos de corazón y humildes de alma y de
costumbres.
10. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.
Para ser recibido en audiencia por los grandes hay que solicitarla, buscarse
recomendaciones y ponerse en cola. El Señor nos llama a todos sin distinción,
porque es manso y humilde y su amor es infinito. Llama a todos los que están
atormentados por las preocupaciones, abatidos por la tristeza, hundidos en el
pecado, no para amenazarlos y castigarlos, sino para perdonarlos y aliviarlos,
porque tiene sed infinita de salvarlos y de que sean felices. No quiere vernos
abrumados como gente sin pastor y sin fe y sin amor de nadie.
11. En este momento privilegiado, en que nos estamos encontrando con el Señor,
en su Palabra y en su Eucaristía, ejerce él su misión de pastor, consolador,
padre, comida y bebida, que nos confortan. La presencia de Cristo en la
Eucaristía, es una presencia activa, que no se limita a contemplarnos desde
lejos; ahí y por ella actúa por el Espíritu Santo en los cristianos y de modo
especial en el sacerdote, desarrollando la obra de la salvación. Pidámosle al
Padre que nos quiera revelar su acción misteriosa, que nos redime.
JESUS MARTI BALLESTER
jmarti@ciberia.es
34. ¿Padeces estrés o depresión?
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Cordova
Reflexión
Leía en una revista italiana –no recuerdo en cuál– un artículo que decía que
casi el 25% de la gente de las grandes ciudades padece un fuerte estrés, y que
otras personas llegan incluso a sufrir hondas depresiones emocionales. ¡Es tan
intenso y acelerado el ritmo del hombre de hoy que a veces no se reserva tiempo
ni para sus necesidades más elementales: para comer, descansar o convivir con la
propia familia! Como es obvio, muchas son las causas de estos problemas, pero no
voy a entrar ahora en detalles, pues el tema de esta reflexión es otro. Por
ahora sólo me limito a constatar el hecho. Lo que sí es muy lamentable es que
muchas veces también Dios pasa a un segundo, tercer o décimo lugar en nuestra
vida... Y así no es de extrañar que andemos como andamos: sin sentido, sin rumbo
fijo, sin paz ni serenidad interior.
Hoy en día es cada vez más común que muchísimas personas, ante cualquier pequeño
problema de la índole que sea, acudan al psicólogo o al psiquiatra como si éste
fuera el mago Merlín, el genio de la lámpara maravillosa o el dueño de la piedra
filosofal y de todas las panaceas. No digo yo que esté mal. En ocasiones éstos
pueden prestar valiosos apoyos. Pero hace varias décadas, nuestros padres y
abuelos preferían acudír al sacerdote a pedir un consejo, a la confesión
sacramental o a la oración. Y, a juzgar por las opciones de tantos hombres y
mujeres de hoy, parecería que el sacerdote ya “ha pasado de moda”....
Bueno, el caso es que, cuando una persona sufre estrés o ansiedad y acude a su
médico, éste suele recetarle un medicamento llamado “paxil”. Por lo visto, es un
buen analgésico, pero en ocasiones esta droga produce también efectos negativos;
por ejemplo, hace que las personas sientan un profundo letargo, debilidad y
náuseas, que no tengan fuerzas para nada y les resulte sumamente penoso mantener
su atención en sus normales actividades cotidianas. Y es que, lo que realmente
necesita la gente no es tanto “paxil” sino la “pax” del corazón, es decir la paz
profunda del alma.
En el Evangelio de hoy nuestro Señor sale una vez más al paso de nuestras
necesidades más íntimas y personales: “Venid a mí todos los que estáis cansados
y agobiados –nos dice– y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras
almas”. ¡Qué palabras tan confortantes y consoladoras! ¡La verdadera paz del
corazón! Eso es justamente lo que necesitamos, pues todos nos sentimos a veces
cansados, agobiados y deprimidos. Y sólo Cristo puede curarnos.
Pero, ¿cómo es posible que éste sea el medicamento que realmente necesitamos?
Pues sí. Verás. La medicina y la psicología moderna reconocen hoy el valor
terapéutico de la humildad. El prestigioso psicólogo Carl Jung dice en un libro
suyo que todos los pacientes que se habían dirigido a él sufrían por algo que se
podría definir “falta de humildad”, y que no curaban sino hasta el momento en
que tomaban una actitud de respeto y de aceptación de una realidad más grande
que ellos, es decir, una actitud de humildad.
¡Cuántas veces la causa de nuestras angustias, problemas, temores y desalientos
somos nosotros mismos! Yo diría que ésta es siempre la verdadera causa de
nuestros sufrimientos íntimos: la falta de humildad, que es autosuficiencia,
orgullo, deseo de poder y del aprecio de los demás; o, simplemente, el no querer
aceptar nuestra debilidad, nuestra fragilidad y los propios límites. Todos
queremos sentirnos fuertes, poderosos, capaces y, sobre todo, nos gusta dar esa
imagen de nosotros mismos a los demás. Y, cuando experimentamos ese sentimiento
de debilidad que no aceptamos, es cuando nos viene toda esa agonía y esa
tormenta interior que no nos permite ser lo que realmente somos. Sufrimos, nos
rebelamos, agonizamos, pero no damos el brazo a torcer. Ésta es, tristemente, la
cultura en la que hemos nacido y vivimos: no manifestar nunca nuestra debilidad.
Y si a esto se suma cierto “machismo” en el que hemos sido educados, las cosas
se complican todavía más. De ahí viene todo ese deseo de aparentar que somos los
“duros” y que no nos “ablandamos” ante los golpes de la vida. Por eso nos da
tanta vergüenza, por ejemplo, llorar en público y nos resistimos tanto a mostrar
nuestros sentimientos a los demás: porque creemos que esa es una debilidad.
Y, sin embargo, Cristo hoy nos invita a aceptar nuestra flaqueza, nuestras
enfermedades, debilidades y miserias; a reconocer nuestros propios límites,
cansancios, agobios y desconsuelos. Y, sobre todo, una vez que reconocemos
nuestra condición de creaturas profundamente necesitadas, quiere que nos
acerquemos a Él: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” –nos
dice–, y Él nos acogerá así como somos: inermes y frágiles, pero desnudos ya de
falsas caretas y de disfraces. Y entonces sí, “Yo os aliviaré”, porque Él es el
verdadero Médico de nuestras almas.
También san Pablo lo experimentó en primera persona: “Muy gustosamente
continuaré gloriándome en mis debilidades... y me complazco en las enfermedades,
en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por
Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (II Cor 12,
9-10). Nuestra fortaleza es Cristo y sólo la experimentamos cuando aceptamos
nuestra debilidad para dejarnos consolar y ayudar por Él. Sólo quien reconoce su
necesidad de Dios está preparado para recibirlo a Él dentro de su corazón. Y
sólo cuando nos decidimos a ceder, agachamos la cabeza y doblegamos las rodillas
de nuestra alma ante el Señor es cuando comenzamos a encontrar la solución a
todos nuestros problemas.
Un filósofo y literato español del siglo pasado, Miguel de Unamuno, de un
temperamento ardiente y apasionado, muy combativo y enérgico, padeció dramáticos
conflictos interiores y tremendas agonías en su fe precisamente por no querer
aceptar con humildad y sencillez esta realidad de su condición. Y cuando al fin,
reconocía su debilidad, bellamente lo expresaba con estos versos: “Agranda la
puerta, Padre/ porque no puedo pasar;/ la hiciste para niños,/ y yo he crecido a
mi pesar./ Si no me la agrandas,/ achícame a mí, por piedad;/ vuélveme a la edad
bendita/ en la que vivir es soñar./ Gracias, Padre, que ya siento/ que se va mi
pubertad;/ vuelvo a los años rosados/ en los que era niño, y nada más”.
Sí, en la humildad y en la sencillez de la fe encontramos nuestra verdadera
paz.“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para
vuestras almas”. Cristo nos lo prometió y Él es fiel a sus promesas. Ese
descanso para nuestra alma es la paz del niño que duerme, plácido, en los brazos
de su madre o de su padre. Y al niño no le da vergüenza sentirse débil y
pequeño. Allí está su fortaleza y su seguridad. ¿De qué le serviría al niño un
alarde de fuerza ante un lobo o un león? Sería para su propia ruina. Sólo si
aceptamos ser como niños ante nuestro Padre del cielo llegaremos a buen puerto.
“Hazme humilde, hazme pequeño y así no me perderé” leí en una ocasión. Esta
humildad de los niños nos lleva a un total abandono, filial y confiado en los
brazos de Dios, a pesar de todos los problemas. Por eso, no en vano Cristo nos
dijo que “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los
cielos”.
35.
Fuente: Buzón Católico www.buzoncatolico.com
Autor: Mario Santana Bueno
Homilía
Jamás en la historia de la humanidad hemos tenido tantas posibilidades de
estudio, de investigación y de desentrañar misterios como en el momento
presente. El ser humano se ha convertido en un recreador de lo que Dios hizo. En
algunas ocasiones al ver la grandeza de las cosas recreadas ha sentido un gran
orgullo intelectual que le impide ver la simplicidad de la vida, de las cosas,
de los mecanismos sencillos que nos hacen ser feliz. Esta es la paradoja del ser
humano: inventa cosas para vivir mejor, pero no consigue ser feliz. Sabemos
mucho sobre las cosas que nos rodean y muy poco sobre nosotros mismos y de los
caminos de la felicidad que en Dios encontramos.
Decía una poetisa rusa contemporánea que la vida se ha vuelto un lugar imposible
para vivir… Y algo de esto hay cuando nos olvidamos de Dios y de lo que Dios
hace en nuestra vida de cada día.
Jesús hablaba a las personas que estaban desesperadas porque buscaban a Dios y
no lo encontraban; trataban de ser buenas, pero ya estaban cansadas y
desesperadas de buscar siempre la felicidad y llegar al mismo punto de partida…
Para un judío de aquella época, la religión era algo así como un catálogo de
normas y normas y más normas, reglas interminables que no llegaban al corazón
del ser humano. El dios de las normas permanentes no es el Dios que salva.
Las enseñanzas de Jesús fueron rechazadas por los doctores de la ley y fueron
reveladas a todos los que lo recibieron con sencillez, como niños.
En el evangelio vemos la alabanza que Jesús eleva al Padre.
¿Qué es alabar a Dios?
Es reconocer lo que Él hace en mí, saber a ciencia cierta que lo que Él hace en
mi vida es el mejor remedio para el desfallecimiento de nuestros corazones.
En la sociedad actual tan estructurada y organizada, sabemos acudir al sitio
preciso ante la problemática adecuada. La falta de evangelización de muchas
personas hace que muchos no acudan al Señor que da la paz interior. Todos
tenemos que saber acudir al Maestro y al Médico de nuestra vida. Lo que ocurre
con bastante frecuencia, es que incluso los creyentes no terminan de estar
convencidos que Dios actúa en sus vidas y en sus acciones; que Dios es capaz de
rehacer su creación perfeccionando lo que nosotros con nuestros pecados hemos
deformado.
Al comienzo de este evangelio Jesús nos da la clave de este texto: Jesús nombra
a Dios Padre y Señor del cielo y de la tierra
¿Reconoces al Padre como el Señor de tu vida?
Los humanos divinizamos con mucha facilidad a personas, a nuevas ideologías,
etc. pero uno sólo es el Señor que puede llenar nuestros corazones.
¿A quiénes has divinizado en tu vida? ¿Quién te ha robado el corazón?
El motivo por el que alaba a Dios Padre es: Porque ocultaste estas cosas a los
sabios y entendidos, y las revelaste a los sencillos. Las cosas son el mensaje
del reino de Dios.
¿Sabes acoger el mensaje de salvación con sencillez?
Una persona puede ser un intelectual en las cosas del mundo y, sin embargo, ser
un perfecto ignorante, indiferente y equivocado sobre los misterios de Dios.
Dios es el que ha revelado sus misterios a quien es capaz de escucharlo y
aceptarlo, los demás es muy difícil que lo entiendan…
Cada vez hay más tensiones en el ser humano, hablamos incluso de un desarrollo
deshumanizante y de esta manera vamos perdiendo la paz interior. Quien está
lejos de Dios no puede tener verdadera paz en su conciencia. Quien se reconoce
pecador ante Jesús para buscar su alivio, tendrá paz y perdón. Mientras tanto
iremos dando tropiezos por la vida sin saber a qué atenernos.
Jesús nos promete que nos hará descansar. ¿Crees tú en esto?
Como los médicos y abogados nos indican sus prescripciones para sanarnos o
aliviarnos de nuestra carga, así Jesús nos indica sus prescripciones.
El descanso que el Señor nos promete no es para que seamos convertidos en
holgazanes, ni personas indiferentes; todo lo contrario, el descanso que nos da
es para seguir en el camino de Dios.
El yugo que el Mesías nos propone es el del amor, que se adapta a nuestras
posibilidades reales, que no nos destruye ni anula sino que nos hace más
plenamente humanos, más felices. Dios tiene paciencia con nosotros, con nuestras
limitaciones. Es algo así como si Dios nos dice: La vida que yo te doy encaja
perfectamente con la tuya, con lo que necesitas, con lo que te hace falta para
ser feliz…
* * *
¿Siento que Dios llena mi vida?
¿Qué papel tiene el amor en mi vida diaria con los demás?
¿Procuro ser más bueno/a cada día?
¿Vivo en paz conmigo mismo/a?
¿Alabo al Señor con frecuencia? ¿De qué modo?
36. ¿Padeces estres o depresión?
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Cordova
Reflexión
Leía en una revista italiana –no recuerdo en cuál– un artículo que decía que
casi el 25% de la gente de las grandes ciudades padece un fuerte estrés, y que
otras personas llegan incluso a sufrir hondas depresiones emocionales. ¡Es tan
intenso y acelerado el ritmo del hombre de hoy que a veces no se reserva tiempo
ni para sus necesidades más elementales: para comer, descansar o convivir con la
propia familia! Como es obvio, muchas son las causas de estos problemas, pero no
voy a entrar ahora en detalles, pues el tema de esta reflexión es otro. Por
ahora sólo me limito a constatar el hecho. Lo que sí es muy lamentable es que
muchas veces también Dios pasa a un segundo, tercer o décimo lugar en nuestra
vida... Y así no es de extrañar que andemos como andamos: sin sentido, sin rumbo
fijo, sin paz ni serenidad interior.
Hoy en día es cada vez más común que muchísimas personas, ante cualquier pequeño
problema de la índole que sea, acudan al psicólogo o al psiquiatra como si éste
fuera el mago Merlín, el genio de la lámpara maravillosa o el dueño de la piedra
filosofal y de todas las panaceas. No digo yo que esté mal. En ocasiones éstos
pueden prestar valiosos apoyos. Pero hace varias décadas, nuestros padres y
abuelos preferían acudír al sacerdote a pedir un consejo, a la confesión
sacramental o a la oración. Y, a juzgar por las opciones de tantos hombres y
mujeres de hoy, parecería que el sacerdote ya “ha pasado de moda”....
Bueno, el caso es que, cuando una persona sufre estrés o ansiedad y acude a su
médico, éste suele recetarle un medicamento llamado “paxil”. Por lo visto, es un
buen analgésico, pero en ocasiones esta droga produce también efectos negativos;
por ejemplo, hace que las personas sientan un profundo letargo, debilidad y
náuseas, que no tengan fuerzas para nada y les resulte sumamente penoso mantener
su atención en sus normales actividades cotidianas. Y es que, lo que realmente
necesita la gente no es tanto “paxil” sino la “pax” del corazón, es decir la paz
profunda del alma.
En el Evangelio de hoy nuestro Señor sale una vez más al paso de nuestras
necesidades más íntimas y personales: “Venid a mí todos los que estáis cansados
y agobiados –nos dice– y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras
almas”. ¡Qué palabras tan confortantes y consoladoras! ¡La verdadera paz del
corazón! Eso es justamente lo que necesitamos, pues todos nos sentimos a veces
cansados, agobiados y deprimidos. Y sólo Cristo puede curarnos.
Pero, ¿cómo es posible que éste sea el medicamento que realmente necesitamos?
Pues sí. Verás. La medicina y la psicología moderna reconocen hoy el valor
terapéutico de la humildad. El prestigioso psicólogo Carl Jung dice en un libro
suyo que todos los pacientes que se habían dirigido a él sufrían por algo que se
podría definir “falta de humildad”, y que no curaban sino hasta el momento en
que tomaban una actitud de respeto y de aceptación de una realidad más grande
que ellos, es decir, una actitud de humildad.
¡Cuántas veces la causa de nuestras angustias, problemas, temores y desalientos
somos nosotros mismos! Yo diría que ésta es siempre la verdadera causa de
nuestros sufrimientos íntimos: la falta de humildad, que es autosuficiencia,
orgullo, deseo de poder y del aprecio de los demás; o, simplemente, el no querer
aceptar nuestra debilidad, nuestra fragilidad y los propios límites. Todos
queremos sentirnos fuertes, poderosos, capaces y, sobre todo, nos gusta dar esa
imagen de nosotros mismos a los demás. Y, cuando experimentamos ese sentimiento
de debilidad que no aceptamos, es cuando nos viene toda esa agonía y esa
tormenta interior que no nos permite ser lo que realmente somos. Sufrimos, nos
rebelamos, agonizamos, pero no damos el brazo a torcer. Ésta es, tristemente, la
cultura en la que hemos nacido y vivimos: no manifestar nunca nuestra debilidad.
Y si a esto se suma cierto “machismo” en el que hemos sido educados, las cosas
se complican todavía más. De ahí viene todo ese deseo de aparentar que somos los
“duros” y que no nos “ablandamos” ante los golpes de la vida. Por eso nos da
tanta vergüenza, por ejemplo, llorar en público y nos resistimos tanto a mostrar
nuestros sentimientos a los demás: porque creemos que esa es una debilidad.
Y, sin embargo, Cristo hoy nos invita a aceptar nuestra flaqueza, nuestras
enfermedades, debilidades y miserias; a reconocer nuestros propios límites,
cansancios, agobios y desconsuelos. Y, sobre todo, una vez que reconocemos
nuestra condición de creaturas profundamente necesitadas, quiere que nos
acerquemos a Él: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados” –nos
dice–, y Él nos acogerá así como somos: inermes y frágiles, pero desnudos ya de
falsas caretas y de disfraces. Y entonces sí, “Yo os aliviaré”, porque Él es el
verdadero Médico de nuestras almas.
También san Pablo lo experimentó en primera persona: “Muy gustosamente
continuaré gloriándome en mis debilidades... y me complazco en las enfermedades,
en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por
Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (II Cor 12,
9-10). Nuestra fortaleza es Cristo y sólo la experimentamos cuando aceptamos
nuestra debilidad para dejarnos consolar y ayudar por Él. Sólo quien reconoce su
necesidad de Dios está preparado para recibirlo a Él dentro de su corazón. Y
sólo cuando nos decidimos a ceder, agachamos la cabeza y doblegamos las rodillas
de nuestra alma ante el Señor es cuando comenzamos a encontrar la solución a
todos nuestros problemas.
Un filósofo y literato español del siglo pasado, Miguel de Unamuno, de un
temperamento ardiente y apasionado, muy combativo y enérgico, padeció dramáticos
conflictos interiores y tremendas agonías en su fe precisamente por no querer
aceptar con humildad y sencillez esta realidad de su condición. Y cuando al fin,
reconocía su debilidad, bellamente lo expresaba con estos versos: “Agranda la
puerta, Padre/ porque no puedo pasar;/ la hiciste para niños,/ y yo he crecido a
mi pesar./ Si no me la agrandas,/ achícame a mí, por piedad;/ vuélveme a la edad
bendita/ en la que vivir es soñar./ Gracias, Padre, que ya siento/ que se va mi
pubertad;/ vuelvo a los años rosados/ en los que era niño, y nada más”.
Sí, en la humildad y en la sencillez de la fe encontramos nuestra verdadera
paz.“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para
vuestras almas”. Cristo nos lo prometió y Él es fiel a sus promesas. Ese
descanso para nuestra alma es la paz del niño que duerme, plácido, en los brazos
de su madre o de su padre. Y al niño no le da vergüenza sentirse débil y
pequeño. Allí está su fortaleza y su seguridad. ¿De qué le serviría al niño un
alarde de fuerza ante un lobo o un león? Sería para su propia ruina. Sólo si
aceptamos ser como niños ante nuestro Padre del cielo llegaremos a buen puerto.
“Hazme humilde, hazme pequeño y así no me perderé” leí en una ocasión. Esta
humildad de los niños nos lleva a un total abandono, filial y confiado en los
brazos de Dios, a pesar de todos los problemas. Por eso, no en vano Cristo nos
dijo que “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los
cielos”.
37. Predicador del Papa: El orgullo intelectual, ceguera espiritual
Comentario al evangelio del XIV Domingo del tiempo ordinario
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 4 julio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario
del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia, a la
liturgia del próximo domingo.
XIV Domingo del tiempo ordinario
Zacarías 9, 9-10; Romanos 8, 9.11-13; Mateo 11, 25-30
Lo escondido a los sabios y revelado a los pequeños
El pasaje evangélico de este domingo, una de las páginas más intensas y
profundas del Evangelio, se compone de tres partes: una oración ("Te alabo,
Padre..."), una declaración sobre él mismo ("Todo me ha sido dado por mi
Padre...") y una invitación ("Venid a mí todos los que están afligidos y
agobiados..."). Me limitaré a comentar el primer elemento, la oración, pues
contiene una revelación de una importancia extraordinaria: "Te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a
los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has
querido".
Acaba de comenzar el Año Paulino y el mejor comentario a estas palabras de Jesús
lo presenta Pablo en la primera carta a los Corintios: "¡Mirad, hermanos,
quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos
poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo
para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para
confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo
que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en
la presencia de Dios" (1 Cor 1, 26-29).
Las palabras de Cristo y de Pablo arrojan una luz particular para el mundo de
hoy. Es una situación que se repite. Los sabios y los inteligentes se quedan
alejados de la fe, con frecuencia ven con pena a la muchedumbre de los creyentes
que reza, que cree en los milagros, que se agrupa alrededor del Padre Pío.
Aunque a decir verdad no son todos los doctos, y quizá ni siquiera la mayoría,
pero ciertamente es la parte más influyente, que tiene a disposición los
micrófonos más potentes, la chatting society, como se dice en inglés, la
sociedad que tiene acceso a los grandes medios de comunicación.
Muchos de ellos son personas honestas y sumamente inteligentes y su posición se
debe a la formación, al ambiente, a experiencias de vida, y no tanto a una
resistencia ante la verdad. Por tanto, no se trata de emitir un juicio sobre
estas personas con nombres y apellidos. Yo mismo conozco a algunas de ellas y
les tengo una gran estima. Pero esto no debe impedirnos descubrir el núcleo del
problema. La cerrazón a toda revelación de lo alto, y por tanto a la fe, no es
causada por la inteligencia, sino por el orgullo. Un orgullo particular que
consiste en el rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una
autonomía absoluta por parte del pensador.
Se esconde tras la trinchera de la palabra mágica "razón", pero en realidad no
es la famosa "razón pura", que lo exige, ni una razón "soberana", sino una razón
esclava, con las alas recortadas. Filósofos, que no pueden ser acusados de falta
de inteligencia o de capacidad dialéctica, han escrito: "El acto supremo de la
razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan" (Pascal).
Otro decía: "Hasta ahora siempre se ha dicho esto: 'Decir que no se puede
comprender esto o lo otro no satisface a la ciencia que quiere comprender'. Este
es el error. Hay que decir lo contrario: cuando la ciencia humana no quiere
reconocer que hay algo que no puede comprender, o de manera más precisa, algo
que con claridad puede 'comprender que no puede comprender', entonces todo queda
trastocado. Por tanto, una tarea del conocimiento humano consiste en comprender
que hay cosas que no puede comprender y descubrir cuáles son éstas" (Kierkegaard).
Quien no reconoce esta capacidad trascendente pone un límite a la razón y la
humilla; no lo hace por tanto el creyente, que lo reconoce.
Lo que he dicho explica el motivo por el que el pensamiento moderno, después de
Nietzsche, ha sustituido el valor de la verdad por el de la búsqueda de la
verdad y, por tanto, de la sinceridad. En ocasiones, esta actitud se confunde
con la humildad (¡hay que contentarse con el "pensamiento débil"!) y la actitud
de quien cree en verdades absolutas se considera presunción, pero es un juicio
muy superficial. Mientras la persona está en búsqueda ella es al protagonista,
dirige el juego. Una vez encontrada la verdad, la verdad tiene que subir al
trono y el buscador debe inclinarse ante ella y esto, cuando se trata de la
Verdad trascendente, cuesta el "sacrificio del intelecto".
En este panorama cultural cae como una provocación lo que dice Jesús en el
Evangelio de Juan: "Yo soy la Verdad", así como lo que dice en la continuación
del pasaje evangélico: "Nadie va al Padre sino por mí... Venid a mí todos los
que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré". Pero es una invitación, no es
un reproche y está dirigido también a los cansados de buscar sin encontrar nada,
a quienes han pasado la vida atormentándose, dando coces cada vez contra la roca
impenetrable del misterio. El psicólogo C.G. Jung, en su libro, dice que todos
los pacientes de una cierta edad a los que había atendido sufrían de algo que
podía llamarse "ausencia de humildad" y no se curaban hasta que no lograban una
actitud de respeto por una realidad mas grande que ellos, es decir, una actitud
de humildad.
Jesús repite también a tantos inteligentes y sabios honestos que hay en el mundo
de hoy su invitación llena de amor: Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados y yo os daré ese alivio y esa paz que buscáis en vano en vuestros
atormentados razonamientos.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]