SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

Rom 8,9.11-13: Nada se atribuya a sí la fragilidad humana

También ahora están en lucha quienes combaten contra el pecado, y quienes son conscientes de esa lucha desean la corona. He de exponeros de qué se trata. Lo escuchasteis cuando se leía al Apóstol. Repito sus mismas palabras: Pues, si vivís según la carne -dijo- moriréis; si, por el contrario, mortificáis las obras de la carne con el Espíritu, viviréis (Rom 8,13). En esto consiste el combate cristiano: en mortificar con el espíritu las obras de la carne. Es normal que la carne desee la mujer ajena: el mismo deleitarse en ello y el desearla es ya un placer carnal. Aún no ha cometido el adulterio, pero la concupiscencia llama a sus puertas. ¿Quién hay que no sufra tal guerra? Todos la sufren, pero no todos vencen. Mas, de la misma manera que no todos vencen, así tampoco todos son vencidos. Hay gente que ni siquiera lucha. Nada más aparecer en su corazón el mal deseo, le dan su consentimiento. Y si no lo lleva a efecto es porque no encuentra lugar. Quien no lo lleva a efecto por no hallar lugar, al mismo tiempo que no halló lugar en la tierra, lo perdió en el cielo.

Surgió la concupiscencia, mas no puedes llegarte a la mujer ajena. Ya caminas derrotado, porque tu consentimiento significó el quedar cautivo. En cambio, a quien no consiente no lo vence la concupiscencia. Ella se sirve, para su combate, del placer; lucha tú contradiciéndola. Ella te dirá: «Hagámoslo para vivir en el placer». Respóndele tú: «No lo hagamos, para vivir sin fin». Mientras dura tu combate con ella, empieza a no levantarse. O, si alguna vez se levanta un poquito, inmediatamente se ruboriza y perece. Lo que he dicho sobre el amor de la mujer ajena puede decirse del amor a la embriaguez, al dinero, del amor a la soberbia y a todas las demás cosas donde se dan los malos amores y las malas costumbres.

Quien contradice a los malos amores, se hace cristiano de buenas costumbres. Lucha cada día en su conciencia para pedir, una vez que haya vencido, la corona a quien lo ve luchar. Mas ¿vencería acaso si luchase él mismo? Déjale a él solo allí, y caerá derrotado. Así, pues, cuando no das tu consentimiento a los deseos de la carne presumiendo de tus fuerzas, actúas en solitario. En cambio, cuando no atribuyes nada a tus fuerzas y te entregas totalmente a Dios, es Dios quien obra por ti el querer y el obrar según tu buena voluntad (Flp 2,13). Por eso dijo: Si mortificáis las obras de la carne con el Espíritu, viviréis (Rom 8,13). Nada se atribuya aquí la fragilidad humana, nada ponga en la cuenta de sus esfuerzos y de sus fuerzas, porque, si se lo atribuye a si misma, abre las puertas a la soberbia, y la soberbia a la ruina. Quien, en cambio, asigna a Dios todo su progreso, hace sitio al Espíritu Santo. Por eso dice el Apóstol: Quienes se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). Por tanto, si somos hijos de Dios, el Espíritu de Dios nos guía y el Espíritu de Dios actúa en nosotros. Cuanto hagamos de malo es de nuestra cosecha. Cuanto hagamos de bueno es obra de Dios, quien obra en nosotros el querer y el obrar según nuestra buena voluntad (Flp 2,13).

Sermón 335 J, 2-3