21. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
El último enemigo: la muerte
Pasamos al pasaje evangélico: ¡es una marcha triunfal hacia la vida! Seguramente
el evangelista vio bajo esta luz aquel breve pero memorable viaje de Jesús desde
la orilla del lago hasta la casa de Jairo. En el camino, una mujer lo toca y se
cura de una penosa enfermedad incurable; al llegar a la casa, encuentra muerta a
la muchacha; sin inmutarse, le toma la mano, y le dice “Niña, levántate”, como
poco antes le había dicho al mar “¡Calla, cálmate!”. De nuevo, hay estupor, ¡no
sólo el mar lo obedece, también la muerte! Si el hombre pudiera volver a
vivir... suspiraba Job; he aquí un signo concreto de que puede volver a hacerlo.
Hoy somos llamados a renovar nuestra fe en Jesús, Señor de la vida y de la
muerte; en Jesús que salva, porque ésta es la nota dominante de hoy: la
salvación. Una salvación que no se limita, a la mente, al corazón o al alma,
sino que abraza integralmente al hombre, a su carne no menos que a su espíritu.
También la salud forma parte de la salvación.
Hemos tocado una tecla delicada en la que resulta fácil hacer trampa y tenemos
el deber de ser honestos con respecto al hombre que escucha la palabra, sin
ilusionarlo con fáciles promesas ilusorias. ¿Qué promete el Evangelio de hoy:
curaciones milagrosas para todos, resurrección de la muerte? Desde siempre el
hombre se encuentra en la búsqueda ansiosa de remedios para sus enfermedades
especialmente ante las que -y cada generación tiene la suya- se siente impotente
¡Cuando el médico es decir la ciencia se declara vencido se recurre al curandero
o al exorcista! Aceptamos cualquier esperanza ¿Acaso Jesús es uno de estos
curanderos de la última hora al cual dirigirse cuando todo lo demás ha
fracasado? Ciertamente que no. Las curaciones realizadas por Jesús no son
manifestaciones taumatúrgicas limitadas a sí mismas; son signos, son como los
sacramentos en acción. Su grandeza no reside en lo que se ve o se produce en lo
externo, sino en lo que significan y prometen.
¿Y qué significan, en nuestro caso, la curación de la mujer enferma y la
resurrección de la hija de Jairo? Significan que Dios, en Jesucristo, ha
retomado en su mano la suerte del hombre, que ha vuelto a manifestarse como
aquello que en realidad es, el Dios de los vivos y no de los muertos (cfi. Mt.
22, 32); el Dios que hace triunfar la vida y que preserva la existencia de sus
criaturas. Todo esto lo hace no eliminando la enfermedad, el deterioro y la
muerte, sino rescatándolas, abriendo en ellas un pasaje a la vida. Un día la
muerte no existirá más, ni el luto, el lamento o la angustia: todas estas cosas
habrán pasado (cfr. Apoc. 21, 4). El último enemigo -la muerte- será aniquilado
(cfr. Cor. 15, 26). He aquí la promesa contenida en aquellos signos, que hace de
los milagros de Jesús otros tantos sacramentos de la esperanza.
¿Quién dice que eso es de veras una esperanza y no una ilusión? El hecho de que
por lo menos uno recorrió todo ese camino: ¡Jesús! Él pasó por la muerte y ahora
-lo sabemos- está vivo. El Evangelio de hoy sirve de prólogo a la Pascua de
Cristo. Revela su sentido con anticipación.
Todo esto tiene sentido sólo en la fe: Tu fe te 1a salvado , dice Jesús a la
mujer. También hoy, lo que puede salvarnos es nuestra fe vivida “en la
esperanza” (cfr. Rom. 8, 24).
Pero también así -es decir, en el riesgo de la fe y en el corazón de la
esperanza- ¡qué grandiosa aparece la promesa de Dios! Toda ideología terrenal se
detiene ante ese límite oscuro que es la muerte. Aun dentro del marxismo se abre
camino esta duda: ¿qué Sentido tiene liberar al hombre de todo el resto
(opresión económica, miseria, injusticia, alienación), si después se lo deja
solo, sin esperanza, frente a la muerte? ¿Acaso no es como acompañar a alguien
hasta el momento de la ejecución, tratando de distraerla a lo largo del camino?
Sólo la fe puede ir más allá y llevar al hombre de la mano hasta ese paso
extremo, serenando sus pensamientos. Pablo exclama: ¿Quién nos separará del amor
de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la muerte? Nosotros venceremos todas
estas cosas (cfr. Rom. 8, 35 ssq.). San Francisco saluda a su muerte desde
lejos, llamándola hermana: “Alabado seas, Señor mío, por nuestra hermana, la
muerte corporal”. Cada vez que la muerte toque a alguno de lo que nos rodean,
seguiremos llorando por él y por nosotros mismos pero será un llanto distinto al
de Job: Jesús nos ha liberado del miedo de la “segunda muerte” (Apoc. 20, 14),
la muerte eterna.
Aquel día, en la casa de Jairo, Jesús les mandó insistentemente que nadie se
enterara de lo sucedido . No deseaba despertar entusiasmos mesiánicos y
comprometer el desarrollo de su ministerio. Ahora ya no es así, hoy nos
recomienda al contrario que lo hagamos saber a todos, que gritemos a los cuatro
vientos lo que nos dijeron al oído; que lo hagamos saber sobre todo a los
hermanos que se encuentran agobiados por la enfermedad o que luchan contra la
muerte. Quizás hoy mismo encontremos a alguno de ellos, en casa o visitándolo en
el hospital. En este momento, Jesús nos confía un mensaje para él: ¡Valor, yo he
vencido a la muerte!
(Raniero Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As.,
1994, pp. 201-204)
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SAN JERÓNIMO
Mc. 5, 30-43
¿Quién me ha tocado? pregunta, mirando en derredor, para descubrir a la que lo
había hecho. ¿No sabía el Señor quién lo había tocado? Entonces, ¿por qué
preguntaba por ella? Lo hacía como quien lo sabe, pero quiere ponerlo de
manifiesto. Y la mujer, llena de temor y temblorosa, conociendo lo que en ella
había sucedido... etc. Si no hubiese preguntado y hubiese dicho: ¿Quién me ha
tocado?, nadie hubiera sabido que se había realizado un signo. Habrían podido
decir: no ha hecho ningún signo, sino que se jacta y habla para gloria rse. Por
ello pregunta, para que aquella mujer confiese y Dios sea glorificado.
Y se postró ante él y le dijo toda la verdad Observad los pasos, ved el
progreso. Mientras padecía flujo de sangre, no había podido venir ante él: fue
sanada y vino ante él. Y se postró a sus pies. Todavía no osaba mirarle a la
cara apenas ha sido curada, le basta con tener sus pies. «Y le dijo toda la
verdad». Cristo es la verdad. Y como había sido curada por la verdad, confesó la
verdad.
Y él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado» La que así había creído digna es de
ser llamada hija. La multitud, que lo apretuja, no puede ser llamada hija, mas
esta mujer, que cae a sus pies y confiesa, merece recibir el nombre de hija. «Tu
fe te ha salvado». Observad la humildad: es él mismo el que sana y lo refiere a
la fe de ella. «Tu fe te ha salvado».
Tu fe te ha sanado: vete en paz . Antes de que creyeses en Salomón, esto es, en
el pacífico, no tenias paz, ahora, sin embargo, vete en paz. «Yo he vencido al
mundo». Puedes estar segura de que tienes la paz, porque ha sido sanado el
pueblo de los gentiles.
Llegan de la casa del jefe de la sinagoga diciendo: «Tu hija ha muerto: ¿por qué
molestar más al maestro?». Resucitó la Iglesia y murió la sinagoga. Aunque la
niña había muerto, le dice, no obstante, el Señor al jefe de la sinagoga: No
temas, ten sólo fe, Digamos también nosotros hoy a la sinagoga, digamos a los
judíos: ha muerto la hija del jefe de la sinagoga, mas creed y resucitará.
No permitió que nadie le siguiera más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de
Santiago'. Alguien podría preguntar, diciendo: ¿por qué son siempre elegidos
estos tres, y los demás son dejados aparte? Pues también cuando se transfiguró
en el monte, tomó consigo a estos tres Así, pues, son tres los elegidos: Pedro,
Santiago y Juan. En primer lugar, en este número se esconde el misterio de la
Trinidad , por lo que este número es santo de por sí. Pues también Jacob, según
el Antiguo Testamento, puso tres varas en los abrevaderos”. Y está escrito en
otro lugar: «El esparto triple no se rompe», Por tanto, es elegido Pedro, sobre
el que ha sido fundada la Iglesia, Santiago, el primero entre los apóstoles que
fue coronado con el martirio, y Juan, que es el comienzo de la virginidad.
Y llegó a la casa del jefe de la sinagoga y vio un alboroto y unas lloronas
plañideras Incluso hoy sigue habiendo alboroto en la sinagoga. Aunque afirmen
que cantan los salmos de David, su canto, sin embargo, es llanto.
Y entrando les dice: ¿Por qué estáis turbados y lloráis? La niña no ha muerto,
sino que duerme. Es decir, la niña, que ha muerto para vosotros, vive para mí:
para vosotros está muerta, para mí duerme. Y el que duerme puede ser despertado.
Y se burlaban de él. Pues no creían que la hija del jefe de la sinagoga pudiera
ser resucitada por Jesús.
Pero él, echando a todos fuera, tomó consigo al padre y a la madre de la niña.
Dirijámonos a los santos varones, que realizan signos, a quienes el Señor les
concedió ciertos poderes. He aquí que Cristo, cuando iba a resucitar a la hija
del jefe de la sinagoga, echa fuera a todos, para que no pareciera que lo hacía
por jactancia. Así, pues, habiendo echado a todos, él tomó consigo al padre y a
la madre de la niña. E incluso a ellos les hubiera echado probablemente, si no
hubiera sido por consideración a su amor de padres, para que vieran a su hija
resucitada.
Y entra donde estaba la niña, y tomándola de la mano... e tc. En primer lugar
tomó su mano, sanó sus obras y de este modo la resucitó. Entonces se cumplió
verdaderamente esto: «Cuando haya entrado la plenitud de las naciones, entonces
todo Israel será salvo». Dice, pues, Jesús: Talitha kumi, que significa: Niña,
levántate para mí. Si hubiera dicho: «Talitha kum», significaría: «Niña,
levántate», pero como dijo «Talitha kumi», esto significa, tanto en lengua siria
como en lengua hebrea: «Niña, levántate para mí». «Kumi» significa: «Levántate
para mí». Observad, pues, el misterio de la misma lengua hebrea y siria. Es como
si dijese: niña, que debías ser madre, por tu infidelidad continúas siendo niña.
Lo que podemos expresar de este otro modo: porque vas a renacer, serás llamada
niña. «Niña, levántate para mí», o sea, no por tu propio merito, sino por mi
gracia. Levántate, por tanto, para mí, porque serás curada por tus virtudes.
Y al instante se levantó la niña y echó a andar. Que nos toque también a
nosotros Jesús y echaremos a andar. Aunque seamos paralíticos, aunque poseamos
malas obras y no podamos andar, aunque estemos acostados en el lecho de nuestros
pecados y de nuestro cuerpo, si nos toca Jesús, al instante quedaremos curados.
La suegra de Pedro estaba dominada por las fiebres: la tocó Jesús y se levantó,
e inmediatamente se puso a servirle. Ved qué diferencia. Aquella es tocada, se
levanta, y se pone a servir, a ésta le basta sólo andar.
Y quedaron fuera de si presos de gran estupor, y les mandó insistentemente que
callaran y que no lo dijeran a nadie ¿Veis el motivo, por el que había echado a
la turba para realizar los signos? Les mandó -y no solo les mandó, sino que
además les mandó insistentemente- que nadie lo supiera. Mandó a los tres
apóstoles, y mandó también a los padres que nadie lo supiera. Lo mandó el Señor
a todos, mas la niña, que resucitó, no puede callar.
Y dijo que le dieran de comer: para que la resucitada no se tomara por un
fantasma. Él mismo también, por este motivo, después de su resurrección comió
del pescado y de la miel «Y dijo que le dieran de comer». Te pido, Señor, que
también a nosotros, que estamos tendidos, nos tomes de la mano, nos levantes del
lecho de nuestros pecados y nos hagas caminar. Y cuando caminemos, manda que nos
den de comer; estando yacentes, no podemos hacerlo. Si no nos levantamos, no
somos capaces de recibir el cuerpo de Cristo. A Él la gloria , juntamente con el
Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
(San Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Marcos , Ed. Ciudad Nueva, Madrid,
1988, Pág. 49-53)
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SAN AGUSTÍN
Curación de la hija de Jairo y de la hemorroisa (MT 9,18-26).
1. Los hechos pasados, al ser narrados, son luz para la mente y encienden la
esperanza en las cosas futuras. Iba Jesús a resucitar a la hija del jefe de la
sinagoga, cuya muerte le había sido ya anunciada. Y, estando él de camino, como
de través, se cruza una mujer aquejada de enfermedad, llena de fe, con flujos de
sangre, que había de ser redimida de la sangre. Dijo en su corazón: Si tocare
aunque sólo fuera la orla de su vestido, quedaré sana. Cuando lo dijo, tocó. A
Cristo se le toca con la fe. Se acercó, tocó y se hizo lo que creyó. El Señor,
sin embargo, preguntó diciendo: ¿Quién me ha tocado? Algo desea saber aquel a
quien nada se le oculta; investiga quién es el autor de aquella acción, cosa que
ya sabía desde antes de que se hiciera. Existe, pues, un misterio. Veamos y, en
la medida del don de Dios, comprendámoslo.
2. La hija del jefe de la sinagoga significa al pueblo judío; esta mujer, en
cambio, significa la Iglesia de los gentiles. Cristo, el Señor, nació de los
judíos según la carne, a ellos se presentó en la carne; a los gentiles envió a
otros, no fue él personalmente. Su vida corporal y visible se desarrolló en
Judea. Por esto dice el Apóstol: Digo que Cristo fue ministro de la circuncisión
al servicio de la veracidad de Dios para confirmar las promesas hechas a los
padres (en efecto, a Abrahán se le dijo: En tu linaje serán benditos todos los
pueblos); que los gentiles, en cambio, glorifican a Dios por su misericordia.
Cristo, por tanto, fue enviado a los judíos. Iba a resucitar a la hija del jefe
de la sinagoga. Se cruza la mujer, y queda curada. Primeramente es curada
mediante la fe, y parece ser ignorada por el Salvador. ¿Por qué, si no, dijo:
¿Quién me ha tocado? La ignorancia de Dios nos afianza en la existencia de un
misterio. Algo quiere indicarnos, cuando ignora algo quien nada puede ignorar.
¿Qué significa, pues? Significa la curación de la Iglesia de los gentiles que
Cristo no visitó con su presencia corporal. Suya es aquella voz del salmo: El
pueblo que no conocí me sirvió, con la obediencia del oído me obedeció. Oyóle el
orbe de la tierra y creyó; le vio el pueblo judío y primeramente le crucificó,
pero después también se llegó a él. Creerán también los judíos, pero al final de
los tiempos.
3. Mientras esto llega, sálvese esta mujer, toque la orla del vestido. En el
vestido entended al coro de los Apóstoles. De él formaba parte el apóstol Pablo,
el último y el menor, a modo de orla. El fue enviado a los gentiles, él que
dice: Yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de ser llamado Apóstol.
Dice también: Yo soy el último de los Apóstoles. Esta orla, lo último y lo
menor, es necesaria a aquella mujer no sana, pero que ha de ser sanada. Lo que
hemos oído se ha realizado ya; lo que hemos oído se está realizando ahora. Todos
los días toca esta mujer la orla, todos los días es curada. El flujo de la
sangre no es otra cosa que el flujo carnal. Cuando se oye al Apóstol, cuando se
escucha aquella orla, la última y la menor que dice: Mortificad vuestros
miembros terrenos, se contiene el flujo de la sangre, se contienen la
fornicación, la embriaguez, los placeres del mundo temporal, se contienen todas
las obras de la carne. No te cause maravilla: ha sido tocada la orla. Cuando el
Señor dijo: ¿Quién me ha tocado?, conociéndola, no la conoció: significaba y
designaba a la Iglesia , que él no vio con el cuerpo, pero que redimió con su
sangre.
(San Agustín, Obras Completas, X-2º , Sermones , BAC, Madrid, 1983, Pág.
227-229)
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DR. ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS
RESURRECCIÓN DE LA HIJA DE JAIRO Y CURACION DE LA HEMORROISA :
Explicación. —Mc. y Lc. sitúan este hecho inmediatamente después de los sucesos
de Gerasa, y éste parece ser el lugar que le corresponde según el orden
cronológico. San Mateo anticipa mucho la narración de estos dos milagros,
siguiendo su plan sistemático. La más completa e interesante de las tres
narraciones es sin duda la de Mc.; y en ella se descubre, como otras veces, la
influencia de Pedro, testigo ocular de los hechos, que narraría a Mc.
minuciosamente prodigios tan estupendos. Por esto se ha puesto el texto de Mc.
como base de la concordia.
PETICIÓN DE JAIRO (21-24). — De regreso de la región de Gerasa, donde había
abordado Jesús después de calmar la tormenta, llegó de nuevo a la playa
occidental del lago, tomando tierra seguramente en Cafarnaúm, según se colige de
los relatos. Allí estaba todavía la multitud que había dejado el día anterior, o
al menos se rehizo de nuevo al saber su llegada. No es improbable que hubiese
llegado a Cafarnaúm la noticia de los milagros de la tempestad calmada y de la
liberación del poseso de Gerasa: Y habiendo pasado otra vez Jesús en la barca a
la otra orilla, reunióse en torno suyo una gran multitud, pues todos le
esperaban, después de los ruidosos hechos, recibiéndole en el mismo borde del
mar: Y estaba junto al mar.
La fama de su regreso ha corrido por la ciudad. Tan grande es esta fama, que no
ya los plebeyos vienen a demandar gracias a Jesús, sino un personaje de tanto
viso como un príncipe de la sinagoga. Y he aquí que vino uno de los príncipes
reconociendo en él algo más que un simple hombre; que presidía el culto y la
asamblea en los actos religiosos de la sinagoga: ejercía también las funciones
judiciales. Era «uno de los príncipes» que así se llamaba los que formaban el
consejo superior de la sinagoga, si no es que hubiese en la localidad varias
sinagogas, cosa no improbable si se trataba de Cafarnaúm, la más importante de
las ciudades de aquel litoral.
Al ver el ilustre judío a Jesús, cae de hinojos a sus pies, reconocíendo en él
algo más que un simple hombre: Y luego que lo vio se arrojó a sus pies, y le
adoraba, rogándole que entrase en su casa. Jesús no rehúsa estos obsequios, y en
ello aparece su voluntad de aparecer como Dios, en esta y otras ocasiones
análogas. El príncipe judío ruega con mucha instancia a Jesús: Y le suplicaba
mucho, exponiéndole los motivos de su gran dolor, diciendo: ¡ Señor! Mi hija
está en los últimos; no tardará mucho en saber su muerte: Ven a imponer sobre
ella tu mano -gesto usado con frecuencia por Jesús para curar a los enfermos (Mc.
6, 5; 7, 32; 8, 23, etc.) y que es signo de bendición (Gen. 48, 14 sigs.)- para
que sane y viva. El Evangelista, de un trazo, pinta la angustiosa situación de
aquella familia: Por que tenía una hija única, como de doce años, y ésta se
estaba muriendo. Soledad y muerte van a sustituir en casa de Jairo la amable
compañía de una bella vida. No tiene Jairo la fe del Centurión; pero cree, y
Jesús va a premiar su fe: Y levantándose Jesús, se fue con él, también sus
discípulos. La enorme multitud de la playa sigue a Jesús y Jairo, camino de la
casa de éste: Y aconteció que, mientras iba, seguíanle una gran multitud; y le
apretujaban, en la angostura de las calles.
CURACIÓN DE LA HEMORROÍSA (25-34). — Durante el trayecto de la tierra a casa de
Jairo, va a dar Jesús una prueba de su poder soberano y de su omnisciencia. Los
Evangelistas convergen en darnos una pintura trágica de una pobre enferma: Y he
aquí que una mujer que padecía flujo de sangre, doce años atrás, y que había
sufrido mucho en manos de muchos médicos; primera calamidad, enfermedad vieja y
dolorosa; Y gastado todo cuanto tenía, ocasionándole la calamidad de la miseria;
Y que por ninguno había podido ser curada, ni había adelantado nada, la
aflicción del desahucio Antes empeoraba más, la calamidad de una vida
desgraciada, fácil presa de muerte próxima.
El flujo de la pobre mujer era uterino; enfermedad grave y vergonzosa, que
llevaba la extenuación de la paciente a veces la muerte, y que entre los judíos
producía la impureza legal. Por ello la enferma, cuando oyó hablar de Jesús,
cuyo poder sólo de fama conocía, pero que le había inspirado gran confianza, va
por detrás a Jesús, pues a nadie, ni al mismo divino Médico quería revelar su
vergüenza: Acercóse por detrás, entre la muchedumbre, y tocó la orla de su
vestido, no obstante no saber si Jesús había curado a alguien por el simple
contacto de sus vestidos; Pues decía dentro de sí: Tan sólo con tocar su vestido
seré sana: tal era la fe en la santidad y poder taumatúrgico de Jesús.
Los médicos judíos, ignorantes, como todos los de aquellos tiempos en lo tocante
a enfermedades internas, tenían una serie de recetas inverosímiles, mezcla de
curandería y de magia, para atajar los flujos de sangre, totalmente ineficaces.
La hemorroisa del Evangelio es más afortunada sólo tocando a Jesús que en largos
años de terapéutica: Y en aquel mismo instante secóse el flujo de su sangre, y
sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal, por la sensación que tuvo del
vigor readquirido.
No quiso Jesús que el milagro permaneciese oculto, y esta su voluntad dio lugar
a un nuevo episodio: Y al momento Jesús, conociendo en si mismo la virtud que de
él había salido. Habla aquí Jesús según una locución vulgar y acomodándose a la
inteligencia del pueblo; sale de él la virtud curativa en su efecto,
permaneciendo entera en su esencia, como la doctrina que enseña. Conoce Jesús
que ha salido fuerza de él, porque sabe que ha curado. La hemorroísa «sintió» la
curación; Jesús «supo» que le había tocado por detrás la mujer, pues tal es en
el original griego la equivalencia de «conociendo». Para llamar la atención
sobre el hecho, Jesús decía: ¿Quién ha tocado mí vestidura? Niegan todos le
hayan tocado con intención: Y negándolo todos, decíanle sus discípulos, que
estaban en contacto inmediato con él, Pedro y los que con él estaban: Maestro,
ves la multitud que te aprieta y sofoca, tocándote por todos lados, y dices
¿quién me ha tocado?
La interpelación de Jesús determinaría un alto en la comitiva; Jesús repite su
pensamiento: Y dijo Jesús: Alguien me ha tocado, porque he conocido que ha
salido virtud de mí. Quiere Jesús a todo trance descubrir el milagro y la con él
favorecida: Y miraba alrededor por ver a la que esto había hecho. Miraba porque
conociendo a la mujer en su omnisciencia, quería que ésta declarase pública
mente lo ocurrido. Por el aspecto de Jesús comprendió la mujer que no debía
quedar oculto lo que en ella se había hecho. Temió y tembló, por si había obrado
mal en tocar clandestinamente a Jesús, y pensando que por ello podía venirle de
nuevo el mal: Entonces la mujer, medrosa y temblando, sabiendo lo que en ella se
había realizado, venciendo la muralla de gente y los humanos respetos, llegó, se
postró ante él, buscando una segunda misericordia en quien tan grande se la
había ya tenido, y díjole toda la verdad, con confesión humilde, timorata,
general. Y no sólo a Jesús lo dice, sino que declaró delante de todo el pueblo
la causa por que le había tocado, y cómo al momento había quedado sana.
Jesús, obtenida la confesión de la mujer y hecho público el milagro, lleno de
dignidad y misericordia, le quita todo temor y la confirma en su salud: Y Jesús
le dijo: Ten confianza, hija, tu fe te ha sanado; no el simple contacto de mi
vestido, sino tu fe en mi poder y bondad. Vete en paz, sigue Jesús; vive vida
feliz y próspera; y, ratificando su curación para siempre, añade: Y sé curada de
la enfermedad. Es eficaz la palabra de Jesús; el milagro fue completo y duradero
en sus efectos. Y quedó sana la mujer desde aquella hora.
RESURRECCIÓN DE LA HIJA DE JAIRO (35-43). — Sigamos a Jesús y a la compacta
multitud que desde el mar le acompaña a casa del arquisinagogo. El milagro de la
hemorroísa no ha causado más que un breve alto en la ruta. Entretanto, y en la
ausencia del padre, la jovencita ha muerto; de la casa del arquisinagogo vienen
a darle al padre la infausta nueva: Cuando aún estaba él hablando, llegaron de
casa del príncipe de la Sinagoga, diciendo: Ha muerto tu hija, ¿para qué cansas
al Maestro? Creen en el poder de sanar que tiene Jesús, no en el de resucitar
los muertos. Antes que rompa la pena el corazón del padre, Jesús lo sostiene con
la esperanza: Mas Jesús, cuando oyó lo que decían, dijo al príncipe de la
Sinagoga , padre de la niña: No temas: solamente cree, y será salva; no le será
al príncipe tan difícil creer, después del milagro que acaba de presenciar.
Crecería su confianza al ver que Jesús, a pesar del infausto anuncio, no desiste
de ir a su casa, aunque no consiente más testigos que a tres discípulos: Y no
dejó ir consigo a ninguno, sino a Pedro, por razón de su preeminencia; y a
Santiago, que debía ser el primero en confirmar su fe con el martirio; y a Juan,
hermano de Santiago, el que más altamente había de escribir de la divinidad de
Jesús.
Y llegan a casa del príncipe de la Sinagoga no hay que dudar de la muerte de la
niña: hija única de un hombre principal ha atraído la noticia multitud de gente
a la casa, en la que, como de costumbre, sobre todo en Oriente —hemos sido
testigos de una de estas exageradísimas manifestaciones— se había desarrollado
una desgarradora escena de duelo: Y ve a los tañedores de flauta, y el tumulto,
y a los que lloraban y plañían. A las plañideras y lloronas de oficio, que para
estos casos se alquilaban, y que, por ser familia principal eran numerosas, se
habían añadido los parientes y amigos. Los tañedores de flauta tocaban aires
lúgubres; grandes eran la confusión y el ruido, que todos lloraban y se
lamentaban por ella.
Y habiendo entrado, les dijo, ante la expectación de todos por la presencia del
taumaturgo: ¿Por qué os conturbáis y lloráis? Retiraos; no es hora aún de estas
manifestaciones ni de que acompañéis a un supuesto difunto: No lloréis; no está
muerta la niña, sino que duerme. Muerto está aquel que ha acabado el curso de la
vida en la tierra; la joven no ha hecho más que interrumpirlo, como en una
especie de sueño. Las palabras de Jesús producen decepción en quienes las oyen:
ellos están segurísimos de la muerte de la niña; no será tan gran profeta quien
desconoce el hecho: Y se mofaban de él, sabiendo que estaba muerta. Su escasa fe
no merece que estén en su presencia: Pero él, echándolos a todos fuera —y
saldrían al imperio de Jesús, cuyo poder les impondría temor y reverencia—, toma
consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que con él estaban, Pedro,
Santiago y Juan, y entra donde la niña yacía.
La escena que en la cámara de la difunta se desarrolló es tan sublime como
sencilla su descripción en los Evangelios. Están suspensos los ánimos de los
testigos, por la solemnidad que da Jesús al acto. Y tomando la mano de la niña,
en actitud de incorporarla, clamó, como se suele llamar a los que están
dormidos, y le dijo, acompañando la voz al gesto: TALITHA CUMI, que quiere
decir: Niña, a ti te digo: levántate. Dijo, y fue hecho; el que vino a triunfar
de la muerte, arráncale esta presa como primicia de su victoria: Y volvió el
espíritu a ella, uniéndose de nuevo el alma al cuerpo; y se levantó en seguida,
sin rastro de su pasada dolencia. No sólo se levantó, sino que demostró la
plenitud de la vida recobrada: Y echó a andar, pues tenía doce años, entrando en
la normalidad de sus funciones.
Un muerto que resucita inspira el terror del misterio en él obrado; lo insólito
del caso, pues sólo se lee de tres difuntos resucitados por el Señor, contribuye
al miedo: Y sus padres quedaron atónitos de un grande espanto. Jesús les impone
un grave mandato: no dirán a nadie el prodigio, contra lo que había ocurrido con
la hemorroísa, que él mismo quiso se publicara: Y les mandó vehementemente que a
nadie lo dijeran, que nadie lo supiese. Era natural que la multitud que había
seguido a Jesús hasta la casa de Jairo estuviese aguardando el resultado de la
intervención del taumaturgo. Para prevenir la explosión de entusiasmo que ello
hubiese producido y para que no se creyese que debía prodigar las resurrección
corno las curaciones, les ha impuesto silencio. Y dijo que dieran de comer a
ella, para que vieran que nada había de ficción en el hecho. No podía éste
ocultarse; la niña, que ha sido vista muerta, lo será viva: Y corrió esta fama
por toda aquella tierra. A pesar de tamaño prodigio, y que la ley mandaba que
fuera reconocida como profeta aquel cuya palabra se verificase (Jer. 28, 9; Deut.
18, 22), aquel pueblo protervo no reconocerá la mesianidad de Jesús con tales
portentos confirmada.
Lecciones morales. —A) v. 23.— Ven a imponer sobre ella tu mano, para que sane y
viva. — Estas palabras de Jairo revelan su fe profunda. Mayor fue sin duda la
del centurión, que creyó en el poder de una sola palabra de Jesús, sin necesidad
de su presencia; pero aun la desproporción entre la imposición de las manos y la
curación de una moribunda es grande para que no veamos en Jairo un gran
creyente. Esta fe en el contacto espiritual de Jesús es la que debemos tener
nosotros, y decirle, en la seguridad de ser oídos, especialmente en los momentos
de la comunión eucarística: «Pon, Señor, tu mano sobre mi alma, y vivirá; sobre
mis potencias, y se vigorizarán; sobre toda mi vida, y se remozará
espiritualmente; y se levantará, como la hija de Jairo, del lecho de sus culpas;
y andará, como ella, con pie firme por el camino de tus mandamientos; y, como
ella, tendrá hambre de las cosas divinas, prueba de su total curación y de la
plenitud de su vida.»
B) v. 28.— Tan sólo con tocar su vestido seré sana. — Esta profunda fe en la
eficacia del contacto de Jesús es la que debemos tener al acercarnos a él. ¿Qué
importa suframos el hediondo flujo de toda suerte de pecados? El que vino al
mundo para purificarle a ellos no espera más que tocarnos para dejarnos sanos y
para que se seque la fuente de nuestros crímenes. Y para tocarnos no espera sino
que nos acerquemos a Él con voluntad de tocarle y sacar de Él la virtud
curativa. «Tocadme, Señor, y seré sano, debemos decirle. Tocabais a los ciegos y
veían; imponíais las manos a los enfermos, y se curaban; dabais la mano a la
hija de Jairo, y le devolvíais la vida; más caras que sus cuerpos os son
nuestras almas: tocadlas, infiltradles vuestra virtud, y sentirán el vigor de la
vida divina que les falta por haberos dejado a Vos.»
C) v. 34. Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado. — Estas dulcísimas palabras
de Jesús, en su sentido moral encierran todo el misterio de nuestra vivificación
y de nuestra salud espírituai. Llámala «hija», dice el Crisóstomo, porque la fe
es la que nos da la filiación de Dios, por cuanto ella es el principio de
nuestra justificación. Como al tocar la hemorroísa el vestido de Jesús salió
virtud curativa del mismo, así cuando nosotros tocamos a Cristo por la fe, se
nos dan asimismo sus virtudes: porque la fe es como el punto de contacto entre
Dios y nuestra alma. Y si el simple contacto de la orla del vestido de Jesús
produjo la radical curación del cuerpo de la enferma crónica, ¿qué efectos no
causará nuestro contacto total, substancial, por decirlo así, con Jesús, con
todo Jesús, en el sacramento de la Eucaristía ?
D) v. 39. — No está muerta la niña... — Para Jairo y los suyos, estaba muerta la
niña. No lo estaba para Jesús, sino solamente dormida. Descansaba el cuerpo de
la muchacha, mientras su alma estaba a las órdenes de Dios que la había criado,
y que iba a mandarle informar de nuevo el cuerpo que por unos momentos dejó. De
aquí, dice San Beda, viene la costumbre de que llamen los cristianos. a sus
muertos «durmientes», o «dormidos»: «Se ha dormido en la paz de los justos»,
decimos: es que todos hemos de resucitar, según nuestro dogma nos lo enseña.
Desde este momento, la muerte no es más que un sueño: ¿qué importa sea breve,
como el de los resucitados del Evangelio, o largo, como el de quienes hemos de
esperar la resurrección final? Nuestro Redentor vive, y él nos vivificará en su
día: tengamos guardada en nuestro pecho esta esperanza.
E) v. 40. —Y entra donde la niña yacía... — Resucita Jesús a esta muchacha en su
casa; al joven de Naím, fuera de las puertas de la ciudad; a Lázaro, en el
sepulcro. Para significar moralmente, dice San Gregorio, que está todavía en su
casa quien muerto está por pecados ocultos; fuera de la ciudad es conducido
quien revela su iniquidad por la pública perpetración del pecado; está oprimido
por la losa del sepulcro quien está bajo la mole de la perversa costumbre. Todos
los pecadores pueden resucitar a la gracia, dice San Beda, pero como en la
gradación que hay en estos tres milagros respecto a la manifestación de la
fuerza de Jesús, así crece la dificultad de la espiritual resurrección, según
sean los pecadores ocultos, públicos o contumaces.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed.,
Barcelona, 1966, p. 619-626)
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JUAN PABLO II (1º)
Las mujeres del Evangelio
Recorriendo las páginas del Evangelio pasan ante nuestros ojos un gran número de
mujeres, de diversa edad y condición. Nos encontramos con mujeres aquejadas de
enfermedades o de sufrimientos físicos, como aquella mujer poseída por «un
espíritu que la tenía enferma; estaba encorvada y no podía en modo alguno
enderezarse» ( Lc 13, 11), o como la suegra de Simón que estaba «en cama con la
fiebre» ( Mc 1, 30), o como la mujer «que padecía flujo de sangre» (cf. Mc 5,
25-34) y que no podía tocar a nadie porque pensaba que su contacto hacía al
hombre «impuro». Todas ellas fueron curadas, y la última, la hemorroísa, que
tocó el manto de Jesús «entre la gente» (Mc 5, 27), mereció la alabanza del
Señor por su gran fe: «Tu fe te ha salvado» ( Mc 5, 34). Encontramos también a
la hija de Jairo a la que Jesús hizo volver a la vida diciéndole con ternura:
«Muchacha, a ti te lo digo, levántate» ( Mc 5, 41). En otra ocasión es la viuda
de Naím a la que Jesús devuelve a la vida a su hijo único, acompañando su gesto
con una expresión de afectuosa piedad: «Tuvo compasión de ella y le dijo: "No
llores"» ( Lc 7, 13). Finalmente vemos a la mujer cananea, una figura que
mereció por parte de Cristo unas palabras de especial aprecio por su fe, su
humildad y por aquella grandeza de espíritu de la que es capaz sólo el corazón
de una madre: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» ( Mt 15, 28).
La mujer cananea suplicaba la curación de su hija.
A veces las mujeres que encontraba Jesús, y que de él recibieron tantas gracias,
lo acompañaban en sus peregrinaciones con los apóstoles por las ciudades y los
pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios; algunas de ellas «le asistían
con sus bienes». Entre éstas, el Evangelio nombra a Juana, mujer del
administrador de Herodes, Susana y «otras muchas» (cf. Lc 8, 1-3). En otras
ocasiones las mujeres aparecen en las parábolas con las que Jesús de Nazaret
explicaba a sus oyentes las verdades sobre el Reino de Dios; así lo vemos en la
parábola de la dracma perdida (cf. Lc 15, 8-10), de la levadura (cf. Mt 13, 33),
de las vírgenes prudentes y de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-13).
Particularmente elocuente es la narración del óbolo de la viuda. Mientras «los
ricos (...) echaban sus donativos en el arca del tesoro (...) una viuda pobre
echaba allí dos moneditas». Entonces Jesús dijo: «Esta viuda pobre ha echado más
que todos (...) ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (
Lc 21, 1-4). Con estas palabras Jesús la presenta como modelo, al mismo tiempo
que la defiende, pues en el sistema socio-jurídico de entonces las viudas eran
unos seres totalmente indefensos (cf. también Lc 18, 1-7).
En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra
nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por
el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor
debido a la mujer. La mujer encorvada es llamada «hija de Abraham» (Lc 13, 16),
mientras en toda la Biblia el título de «hijo de Abraham» se refiere sólo a los
hombres. Recorriendo la vía dolorosa hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres:
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí» Lc 23, 28). Este modo de hablar sobre
las mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara
«novedad» respecto a las costumbres dominantes entonces.
Todo esto resulta aún más explícito referido a aquellas mujeres que la opinión
común señalaba despectivamente como pecadoras: pecadoras públicas y adúlteras. A
la Samaritana el mismo Jesús dice: «Has tenido cinco maridos y el que ahora
tienes no es marido tuyo». Ella, sintiendo que él sabía los secretos de su vida,
reconoció en Jesús al Mesías y corrió a anunciarlo a sus compaisanos. El diálogo
que precede a este reconocimiento es uno de los más bellos del Evangelio (cf. Jn
4, 7-27).
He aquí otra figura de mujer: la de una pecadora pública que, a pesar de la
opinión común que la condena, entra en casa del fariseo para ungir con aceite
perfumado los pies de Jesús. Este, dirigiéndose al huésped que se escandalizaba
de este hecho, dirá de la mujer: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque
ha mostrado mucho amor» (cf. Lc 7, 37-47).
Y, finalmente, fijémonos en una situación que es quizás la más elocuente: la de
una mujer sorprendida en adulterio y que es conducida ante Jesús. A la pregunta
provocativa: «Moisés nos mandó en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que
dices?». Jesús responde: «Aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la
primera piedra». La fuerza de la verdad contenida en tal respuesta fue tan
grande que «se iban retirando uno tras otro comenzando por los más viejos».
Solamente quedan Jesús y la mujer. «¿Dónde están? ¿Nadie te condena?» -«Nadie,
Señor»- «Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más» (cf. Jn 8,
3-11).
Estos episodios representan un cuadro de gran transparencia. Cristo es aquel que
«sabe lo que hay en el hombre» (cf. Jn 2, 25), en el hombre y en la mujer.
Conoce la dignidad del hombre, el valor que tiene a los ojos de Dios. El mismo
Cristo es la confirmación definitiva de este valor. Todo lo que dice y hace
tiene cumplimiento definitivo en el misterio pascual de la redención. La actitud
de Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con él a lo largo del
camino de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que,
al crear a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo (cf. Ef 1, 1-5 ). Por
esto, cada mujer es la «única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí
misma», cada una hereda también desde el «principio» la dignidad de persona
precisamente como mujer. Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda,
la renueva y hace de ella un contenido del Evangelio y de la redención, para lo
cual fue enviado al mundo. Es necesario, por consiguiente, introducir en la
dimensión del misterio pascual cada palabra y cada gesto de Cristo respecto a la
mujer. De esta manera todo tiene su plena explicación.
(...)
Guardianas del mensaje evangélico
El modo de actuar de Cristo, el Evangelio de sus obras y de sus palabras, es un
coherente reproche a cuanto ofende la dignidad de la mujer. Por esto, las
mujeres que se encuentran junto a Cristo se descubren a sí mismas en la verdad
que él «enseña» y que él «realiza», incluso cuando ésta es la verdad sobre su
propia «pecaminosidad». Por medio de esta verdad ellas se sienten «liberadas»,
reintegradas en su propio ser; se sienten amadas por un «amor eterno», por un
amor que encuentra la expresión más directa en el mismo Cristo. Estando bajo el
radio de acción de Cristo su posición social se transforma; sienten que Jesús
les habla de cuestiones de las que en aquellos tiempos no se acostumbraba a
discutir con una mujer. Un ejemplo, en cierto modo muy significativo al
respecto, es el de la Samaritana en el pozo de Siquem. Jesús -que sabe en efecto
que es pecadora y de ello le habla- dialoga con ella sobre los más profundos
misterios de Dios. Le habla del don infinito del amor de Dios, que es como «una
fuente que brota para la vida eterna» ( Jn 4, 14); le habla de Dios que es
Espíritu y de la verdadera adoración, que el Padre tiene derecho a recibir en
espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24); le revela, finalmente, que Él es el Mesías
prometido a Israel (cf. Jn 4, 26).
Estamos ante un acontecimiento sin precedentes; aquella mujer -que además es una
«mujer-pecadora»- se convierte en «discípula» de Cristo; es más, una vez
instruída, anuncia a Cristo a los habitantes de Samaria, de modo que también
ellos lo acogen con fe (cf. Jn 4, 39-42). Es éste un acontecimiento insólito si
se tiene en cuenta el modo usual con que trataban a las mujeres los que
enseñaban en Israel; pero, en el modo de actuar de Jesús de Nazaret un hecho
semejante es normal. A este propósito, merecen un recuerdo especial las hermanas
de Lázaro; «Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro» (cf. Jn 11, 5).
María, «escuchaba la palabra» de Jesús; cuando fue a visitarlos a su casa él
mismo definió el comportamiento de María como «la mejor parte» respecto a la
preocupación de Marta por las tareas domésticas (cf. Lc 10, 38-42). En otra
ocasión, la misma Marta - después de la muerte de Lázaro- se convierte en
interlocutora de Cristo y habla acerca de las verdades más profundas de la
revelación y de la fe.
- «Señor si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano».
- «Tu hermano resucitará».
- «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá;
y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».
«Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir
al mundo» (Jn 11, 21-27).
Después de esta profesión de fe Jesús resucitó a Lázaro. También el coloquio con
Marta es uno de los más importantes del Evangelio.
Cristo habla con las mujeres acerca de las cosas de Dios y ellas le comprenden;
se trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón, una respuesta de fe.
Jesús manifiesta aprecio por dicha respuesta, tan «femenina», y -como en el caso
de la mujer cananea (cf. Mt 15, 28) - también admiración. A veces propone como
ejemplo esta fe viva impregnada de amor; él enseña, por tanto, tomando pie de
esta respuesta femenina de la mente y del corazón. Así sucede en el caso de
aquella mujer «pecadora» en casa del fariseo, cuyo modo de actuar es el punto de
partida por parte de Jesús para explicar la verdad sobre la remisión de los
pecados: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A
quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7, 47). Con ocasión de otra
unción Jesús defiende, delante de sus discípulos y, en particular, de Judas, a
la mujer y su acción: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues una "obra buena" ha
hecho conmigo (...) al derramar ella este ungüento sobre mi cuerpo, en vista de
mi sepultura lo ha hecho. Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena
Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para
memoria suya» ( Mt 26, 6-13).
En realidad los Evangelios no sólo describen lo que ha realizado aquella mujer
en Betania, en casa de Simón el leproso, sino que, además, ponen en evidencia
que, en el momento de la prueba definitiva y decisiva para toda la misión
mesiánica de Jesús de Nazaret, a los pies de la Cruz estaban en primer lugar las
mujeres. De los apóstoles sólo Juan permaneció fiel; las mujeres eran muchas. No
sólo estaba la Madre de Cristo y «la hermana de su madre, María, mujer de Clopás,
y María Magdalena» ( Jn 19, 25), sino que «había allí muchas mujeres mirando
desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (
Mt 27, 55). Como podemos ver, en ésta que fue la prueba más dura de la fe y de
la fidelidad las mujeres se mostraron más fuertes que los apóstoles; en los
momentos de peligro aquellas que «aman mucho» logran vencer el miedo. Antes de
esto habían estado las mujeres en la vía dolorosa, « que se dolían y se
lamentaban por él» ( Lc 23, 27). Y antes aun había intervenido también la mujer
de Pilatos, que advirtió a su marido: «No te metas con ese justo, porque hoy he
sufrido mucho en sueños por su causa» (Mt 27, 19).
Las primeras testigos de la Resurrección
(...) El hecho de ser hombre o mujer no comporta aquí ninguna limitación, así
como no limita absolutamente la acción salvífica y santificante del Espíritu en
el hombre el hecho de ser judío o griego, esclavo o libre, según las conocidas
palabras del Apóstol: «Porque todos sois uno en Cristo Jesús» ( Gál 3, 28). Esta
unidad no anula la diversidad. El Espíritu Santo, que realiza esta unidad en el
orden sobrenatural de la gracia santificante, contribuye en igual medida al
hecho de que «profeticen vuestros hijos» al igual que «vuestras hijas».
«Profetizar» significa expresar con la palabra y con la vida «las maravillas de
Dios» (cf. Act 2, 11), conservando la verdad y la originalidad de cada persona,
sea mujer u hombre. La «igualdad» evangélica, la «igualdad» de la mujer y del
hombre en relación con «las maravillas de Dios», tal como se manifiesta de modo
tan límpido en las obras y en las palabras de Jesús de Nazaret, constituye la
base más evidente de la dignidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en el
mundo. Toda vocación tiene un sentido profundamente personal y profético.
Entendida así la vocación, lo que es personalmente femenino adquiere una medida
nueva: la medida de las «maravillas de Dios», de las que la mujer es sujeto vivo
y testigo insustituible.
(...)
(Juan Pablo II, “ Mulierem Dignitatis “ (15/08/1988), vatican.va , nnº 13. 15.
16 )
JUAN PABLO II (2º)
La fe en Cristo
Catequesis de S.S. Juan Pablo II durante la audiencia general de los miércoles -
18 de marzo de 1998
1. Mirando al objetivo prioritario del jubileo, que es «el fortalecimiento de la
fe y del testimonio de los cristianos» (Tertio millennio adveniente, 42),
después de trazar en las anteriores catequesis los rasgos fundamentales de la
salvación traída por Cristo, nos detenemos hoy a reflexionar en la fe que él
espera de nosotros.
A Dios, que se revela -como enseña la Dei Verbum -, se le debe « la obediencia
de la fe » (cf. n. 5). Dios se reveló en la Antigua Alianza , pidiendo al pueblo
por él elegido una adhesión fundamental de fe. En la plenitud de los tiempos
esta fe ha de renovarse y desarrollarse, para responder a la revelación del Hijo
de Dios encarnado. Jesús la exige expresamente, dirigiéndose a los discípulos en
la última Cena: « Creéis en Dios: creed también en mí » (Jn 14, 1).
2. Jesús ya había pedido al grupo de los doce Apóstoles una profesión de fe en
su persona. Cerca de Cesarea de Filipo, después de interrogar a los discípulos
qué pensaba la gente sobre su identidad, les pregunta: « Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo? » (Mt 16, 15). Simón Pedro responde: « Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo » (Mt 16, 16).
Inmediatamente Jesús confirma el valor de esta profesión de fe, subrayando que
no procede simplemente de un pensamiento humano, sino de una inspiración
celestial: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado
esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16, 17).
Estas palabras, de marcado color semítico, designan la revelación total absoluta
y suprema: la que se refiere a la persona de Cristo, el Hijo de Dios.
La profesión de fe que hace Pedro seguirá siendo expresión definitiva de la
identidad de Cristo. San Marcos utiliza esas palabras para introducir su
Evangelio (cf. Mc 1, 1). San Juan las refiere al concluir el suyo, cuando afirma
que lo escribió para que se crea « que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios », y
para que, creyendo, se pueda tener vida en su nombre (cf. Jn 20, 31).
3. ¿En qué consiste la fe? La constitución Dei Verbum explica que por ella « el
hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece "el homenaje total de su
entendimiento y voluntad", asintiendo libremente a lo que Dios revela » (n. 5).
Así pues, la fe no es sólo adhesión de la inteligencia a la verdad revelada,
sino también obsequio de la voluntad y entrega a Dios, que se revela. Es una
actitud que compromete toda la existencia.
El Concilio recuerda también que, para la fe, es necesaria « la gracia de Dios
que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo,
que mueve el corazón, lo dirige a Dios abre los ojos del espíritu y concede "a
todos gusto en aceptar y creer la verdad" » (ib.). Así se ve cómo la fe, por una
parte, hace acoger la verdad contenida en la Revelación y propuesta por el
magisterio de quienes, como pastores del pueblo de Dios, han recibido un «
carisma cierto de la verdad » (ib., 8). Por otra parte, la fe lleva también a
una verdadera y profunda coherencia, que debe expresarse en todos los aspectos
de una vida según el modelo de la de Cristo.
4. Al ser fruto de la gracia, la fe influye en los acontecimientos. Se ve
claramente en el caso ejemplar de la Virgen Santísima. En la Anunciación , su
adhesión de fe al mensaje del ángel es decisiva incluso para la venida de Jesús
al mundo. María es Madre de Cristo porque antes creyó en él.
En las bodas de Cana, María por su fe obtiene el milagro. Ante una respuesta de
Jesús que parecía poco favorable, ella mantiene una actitud de confianza,
convirtiéndose así en modelo de la fe audaz y constante que supera los
obstáculos.
Audaz e insistente fue también la fe de la cananea. A esa mujer, que acudió a
pedirle la curación de su hija, Jesús le había opuesto el plan del Padre, que
limitaba su misión a las ovejas perdidas de la casa de Israel. La cananea
respondió con toda la fuerza de su fe y obtuvo el milagro: « Mujer, grande es tu
fe que te suceda como deseas » (Mt 15, 28).
5. En muchos otros casos el Evangelio testimonia la fuerza de la fe. Jesús
manifiesta su admiración por la fe del centurión: « Os aseguro que en Israel no
he encontrado en nadie una fe tan grande ». (Mt 8, 10). Y a Bartimeo le dice: «
Vete, tu fe te ha salvado » (Mc 10, 52). Lo mismo repite a la hemorroísa (cf. Mc
5, 34).
Las palabras que dirige al padre del epiléptico, que deseaba la curación de su
hijo, no son menos impresionantes: « Todo es posible para quien cree » (Mc 9,
23).
La función de la fe es cooperar con esta omnipotencia. Jesús pide hasta tal
punto esta cooperación, que, al volver a Nazaret, no realiza casi ningún milagro
porque los habitantes de su aldea no creían en él (cf. Mc 6, 5-6). Con miras a
la salvación, la fe tiene para Jesús una importancia decisiva.
San Pablo desarrollará la enseñanza de Cristo cuando en oposición con los que
querían fundar la esperanza de salvación en la observancia de la ley judía,
afirmará con fuerza que la fe en Cristo es la única fuente de salvación: «
Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley
» (Rm 3, 28). Sin embargo, no conviene olvidar que san Pablo pensaba en la fe
auténtica y plena, « que actúa por la caridad » (Gál. 5, 6). La verdadera fe
está animada por el amor a Dios, que es inseparable del amor a los hermanos.
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P. LEONARDO CASTELLANI
DOMINGO VIGESIMOTERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
El evangelio de hoy (vigesimotercero después de Pentecostés, Mateo IX, 18) narra
dos milagros enchufados, el de la Hemorroísa y el de la Hija de Jairos, que son
interesantes para reflexionar -entre otras cosas- sobre la física del milagro ;
porque están ornados de varias circunstancias sorprendentes. Mateo cuenta el
hecho en un resumen seco y Lucas con varios pormenores nuevos; pero Marcos, el
meturgemán de San Pedro, hace un relato movido y vívido de testigo presencial,
donde creería uno oír la misma voz de Pedro, que fue de él no solamente
espectador, sino en cierto modo actor. En efecto, Pedro pone las dos palabras
mágicas de Cristo en arameo “Talitha koum (i)” (“Niña, despierta, te digo”),
llama a Juan “hermano de Jácome”; seguramente fue quien respondió a Jesús:
“preguntas quién te ha tocado si la turba te está atropellando y pechando?”; y
fue introducido con los dos hermanos Zebedeo y los dos padres al dormitorio de
la finadita a presenciar el milagro: “cinco medio-hombres”, dice San Agustín;
porque el dolor y el temor los tenían allí en suspenso y como alelados.
Un milagro depende de la voluntad del taumaturgo y de la fe del que lo recibe; y
aparentemente está sometido a ciertas leyes que desconocemos: son conocidas las
circunstancias en que se producen los milagros de Lourdes. Naturalmente, Dios no
tiene leyes; pero evidentemente también si quiere hacer un hecho propio suyo,
que lo señale a El, no necesita descompaginar la creación con una especie de
alcaldada o acto de violencia, sino manejar las naturas de las cosas que El ha
hecho, y que El únicamente conoce hasta el fino fondo. Dios está dentro de las
cosas y de sus leyes y no fuera de ellas. Aquí está el error de los que niegan
el milagro, como Le Dantec, alegando que Dios no puede destruir las leyes
naturales: puesto que no necesita destruirlas. Aquí también está el error de los
que, viendo una cierta uniformidad en el modo en que ocurren los milagros,
sostienen que no son milagros, sino efectos de leyes naturales que lo
desconocemos; como Beresford y los modernistas en general.
J. D. Beresford, arquitecto y gran escritor inglés, ha encarnado la doctrina
modernista de la “fe-que-cura” (“the healing faith” ) en su novela The
Hampdenshire Wonder y en otros libros. Trata de desarmar el mecanismo del
milagro, atribuyéndolo a la voluntad humana exaltada e inflamada por la fe y el
amor; aunque la “Fe” de que habla no es la fe sobrenatural sino una especie de
confianza ciega y frenética; y el “Amor” no es el amor de Dios sino el amor
humano. Dice con razón que debe haber un lazo genético entre el espíritu y la
materia, la cual del espíritu, procede; y por tanto, todo lo que hace falta es
que el espíritu, en un momento de exaltación pasional -y aquí es donde yerra-
recupere por un momento ese lazo e influjo escondido; pero sabemos que ese
influjo escondido no está en manos del hombre, sino sólo del Creador, y a lo
más, del ángel. La teoría es muy bonita, y la novela está bien hecha; pero con
todo lo que sabe, Beresford no ha podido jamás resucitar un muerto, ni siquiera
curar un dolor de muelas. Eso sí, ha ganado fama y dinero con sus novelas
agradablemente religiosas en los medios protestantes. Esta misma teoría la
enseña una secta protestante, muy poderosa en Norteamérica, que se llama la
Cristian Science.
Cristo exigía la fe a sus milagrados ; y a veces el milagro dependía del grado o
existencia de esa fe; pero no exigía fe a los muertos que resucitó. La fe, pues,
es causa (concausa) del milagro; pero no es causa física de él- como yerra
Beresford- sino causa moral: en el sentido de que Cristo se interesaba en sus
milagros sólo en cuanto eran medios de llevar a los hombres a la conversión
interior, y a creer en El y en sus tremendas palabras. De ahí viene la curiosa
circunstancia-en este milagro tan acusada- de la prohibición de contarlos, que
impartía a sus favorecidos. “Echó a todos fuera, menos a los padres... y les
mandó enérgicamente que no dijeran nada...” ¿Para qué, si como nota Mateo, en
seguida no supieron todos? Pues simplemente para no fomentar en el pueblo la
angurria de milagros: que no pusiesen el milagro delante de la predicación; y no
convirtiesen al Mesías en un Supercurandero, así como querían convertirlo los
fariseos en un Superdictador o un Súperpolítico nacionalista.
Lo primero que le interesa a Cristo es la predicación del Evangelio: hasta el
milagro viene después de eso. Aquí en Buenos Aires me parece ver -y ojalá me
equivoque- un fenómeno monstruoso: el único lazo religioso que une a los fieles
con la jerarquía y da a la jerarquía su razón de ser, que es la predicación, no
existe; o digamos, más moderadamente, como si no existiera.
“Id y enseñad a todas las gentes”. En las parroquias no se enseña nada, ni en
las “cátedras” de las Catedrales. ¿Qué es una gran parroquia de Buenos Aires?
Ciertamente no es una parroquia medioeval, un núcleo de gente unida por la fe,
que se conoce, conoce al Pastor y es conocida por él: “mis ovejas me conocen y
yo las conozco”, dice Cristo. Hablando breve y mal, una parroquia de Buenos
Aires es un gran edificio donde concurren masas desconocidas a comprar
“sacramentos” que para muchos, que no tienen fe sobrenatural sino simple
superstición -justamente por falta de enseñanza-, no son sacramentos, sino
ceremonias mágicas. Hay excepciones. Hablo en general.
El único lazo unitivo que quedaría para formar mal que bien una verdadera
comunidad religiosa sería la predicación del Evangelio; y no se predica el
Evangelio. Yo he recorrido las principales parroquias de Buenos Aires, he oído a
los principales “oradores” y sé que no se predica el Evangelio, no se enseña la
fe.
Si San Pedro y San Pablo volviesen al mundo, esto es lo que dirían. Pero dejen
no más, ya volverán Enoch y Elías.
A todo esto, por meterme a criticón, no he contado el milagro de la rusita
Jairós, tan repicado por los tres Evangelistas Sinópticos.
Jesús estaba “cerca del mar”, es decir, en la playa de Cafarnaúm. Vino un
archisinagogo, se echó a sus pies y lloró; y cuando un fariseo llora, ya no es
fariseo. Y le “suplicaba grandemente” que fuese a su casa y pusiese sus manos
sobre la cabeza de su hija única para que viva, “por que está en las últimas”.
Jesús se puso en camino sin decir palabra; mas si el eclesiástico hubiese tenido
la fe del Centurión Romano y hubiese dicho: “Rabbí, no es necesario que te
molestes haciendo este camino: tú puedes curarla desde aquí con una sola
palabra” se hubiese ahorrado un gran disgusto y susto.
Más fe tuvo la Hemorroísa. Jesús caminaba como llevado en andas por una
turbamulta. De repente se detuvo y preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Los
Discípulos -Pedro sin duda- le dijeron que esa pregunta era chusca: muchísima
gente lo tocaba. “No, porque yo he sentido salir virtud de mí”, y miró
alrededor. Entonces una mujer se adelantó, se postró delante, y “confesó”, dice
Pedro-Marcos: contó todo.
Sufría de hemorragias doce años hacía. Había gastado toda su fortuna en médicos,
la habían hecho sufrir mucho y la habían dejado peor. San Lucas, que fue médico,
omite este detalle, pero Marcos lo particulariza casi con ferocidad: “Había
visto muchos médicos, la habían atormentado, y dejado peor que antes”. También,
los médicos de aquel tiempo no se andaban en chiquitas. Los libros judíos (el
Talmud ) de aquel tiempo, nos dejan conocer algunas recetas; para curar el flujo
de sangre, por ejemplo: sentarse en una encrucijada teniendo en la mano un vaso
de vino nuevo; el médico venía por detrás en puntillas y le daba un gran grito
para asustar al flujo de sangre; si el vino no se derramaba, el flujo se debía
sanar; el médico ya estaba pagado, de modo que si no se sanaba, la culpa era de
la enferma. Otro remedio era buscar granos de avena en la bosta de un mulo
blanco; comiendo uno, el flujo debía cesar por dos días; comiendo dos por tres
días; y comiendo uno durante tres días, debía cesar para siempre. Otro remedio y
éste decisivo: azotarse los muslos con ortigas a la media noche un día sí y otro
no durante un mes de Kislew -que corresponde a nuestro noviembre-diciembre- y la
enfermedad debía desaparecer; pero no desapareció. Otros remedios que seguían,
hacían desaparecer las ganas de sanarse. La medicina era ejercida por los
Escribas, y consistía en un poco de empirismo y mucha superstición. En la Mishna
( Talmud ) existe esta sentencia: “El mejor de los médicos merece el infierno”.
“Hija, tu fe te ha curado, vete en paz y sé sana de tu plaga”. La tradición
retiene que la mujer favorecida se llamaba “Ber-niké” o Verónica, y fue la misma
que en la Vía Dolorosa enjugó con un lienzo el rostro de su Salvador caído-y
allí había también flujo de sangre- el cual quedó estampado en él. Esta había
pensado entre sí: “si llego solamente a tocar la orla de su vestido, seré
salva”. El pudor la cohibía de exponer su enfermedad delante de todos; y sentía
altamente del Rabbí de Nazareth.
Estaba aún hablando con ella, cuando llegó mensaje al dignatario sinagoga de que
su hija había muerto. Jesús interrumpió: “No temas, cree solamente”. Cuando
llegó estaban preparando el entierro y estaban allí las Lloronas y los
Ululantes, según esa costumbre oriental que se conserva todavía en lugares de
Suditalia y yo he visto en el Andalucía: llorar, gemir y hacer largos y
sollozantes monólogos elegíacos; costumbre que tiene una raíz psicológica y aun
higiénica, pues el dolor interno se templa y se encauza por medio de su
manifestación externa, así como todas las emociones por medio de su expresión
cuerdamente graduada; como atestigua la famosa teoría de “la purificación por la
tragedia”, de Aristóteles. Esta ceremonia de los llantos teatrales, ridícula
para nosotros los “civilizados”, tiene por fin hacer salir la pena para fuera y
que no se vaya para adentro y dañe.
Cristo paró el tumulto gritando: “¿Por qué lloráis y alborotáis? No está muerta
la niña, duerme.” Para Cristo la muerte es un sueño (“Lázaro duerme”), y eso ha
de ser para el cristiano... Se burlaron de Él.
Hizo salir a todos y tomando de la mano a la niña, la “despertó”.
Se despierta al que duerme, no se despierta al que está muerto. Pero ésa es la
locura del amor, que no quiere creer que haya cadáveres. “No está muerta la
niña: duerme.” Había allí siete hombres, es decir: cinco medio hombres, uno que
ya no era hombre, y uno que era más que hombre... -éstas son florituras de San
Agustín-. La niña comenzó a caminar y los presentes “quedaron estupendamente
estupefactos”. Mandó que le diesen de comer, y ordenó “vehementemente” que no lo
contaran a nadie.
Tenía doce años. La leyenda ha querido también seguir los pasos de la niña
resucitada. Se casó poco después y de sus hijos naturalmente uno fue obispo,
otro fue sacerdote y otro centurión romano; todos mártires. Eso ya no lo sabemos
cierto; pero es muy probable que de su estada en el más allá sólo conservó el
recuerdo borroso de un sueño, lo mismo que Lázaro; porque de otro modo, no sería
fácil seguir viviendo.
¿Por qué hizo salir a todos antes de obrar el portento? Primero, por que se
habían reído de El y no merecían verlo. Segundo y principal, por la razón antes
dicha, de que Cristo no quería hacer espectáculos sino crear fe. Hoy día hay
gente que piensa que hay que hacer espectáculos clamorosos y multitudinosos para
crear la fe. Ojalá que les vaya bien con su sistema, pero me parece que eso más
que fe es política. Bueno, ojalá que les vaya bien con su política. Pero hasta
ahora no lo hemos visto. La fe es interior, la fe no ama los alborotos, la fe no
hace aspavientos, la fe se nutre en el silencio: ella es callada y operosa, es
sosegada, es modesta, es fecunda, es más amiga de las obras que de las palabras,
es fuerte, es aguantadora, es discreta. Es pudorosa. Los hombres profundamente
religiosos no ostentan su religiosidad, como los Don Juan Tenorio de la
religión, porque todo amor profundo es ruboroso; lo cual no impide que
reconozcan a Cristo ante los hombres cuando es necesario.
(P. Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo , Ed. Vórtice, Bs. As.,
1957, Pág. 308-312)
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GIUSEPPE RICCIOTTI
LA HIJA DE JAIRO. - LA MUJER CON FLUJO DE SANGRE.
Cruzado de nuevo el lago, Jesús tornó a Cafarnaúm, donde le acogió la multitud,
porque todos le esperaban (Lucas, 8, 40). Más ansiosamente quizá que ninguno le
aguardaba un judío notable, archisinagogo, llamado Jairo, quien, sabiendo que
Jesús llegaba, corre y cae a sus pies y le ruega encarecidamente, diciendo: “Mi
hijita está agonizando, Ven, pues, impón las manos sobre ella para que se salve
y viva” (Mc.5, 22-23). El relato de Lucas no es tan vívido, pero añade el
detalle de que la muchacha moribunda era unigénita y de unos doce años.
Sin más, Jesús se pone en camino con el angustiadísimo padre, seguido,
naturalmente, de mucha multitud que se apiña en torno al taumaturgo, quien le
empuja, quien le aclama, quien le suplica, quien le besa el vestido, quien trata
de abrirle paso. Mientras avanza de esta manera, Jesús de pronto se detiene, se
vuelve y mirando a su alrededor pregunta ¿Quién me ha tocado? Ante la inesperada
interrogación todos permanecieron perplejos, no sabiendo, en verdad, lo que
Jesús quiere decir. Pedro y discípulos que le rodean expresan en palabras el
motivo de la perplejidad: Maestro, las turbas te aprietan y oprimen (Lucas, 8,
45). Pero la explicación de Pedro no explica nada. El maestro replica que ha
sentido salir una virtud de sí al ser especialmente tocado por alguien. Mas he
aquí (una pobre mujer llégase, temblorosa, a postrarse ante Jesús y refiere a la
gente lo que ha sucedido.
La mujer sufría pérdidas de sangre desde hacía doce años y ha sufrido mucho por
parte de muchos médicos, y después de haber consumido toda su hacienda no había
conseguido alivio alguno, sino más bien había ido peor. Esta franca información,
de Marcos es directamente soslayada por el médico Lucas, ya sabemos por qué.
En rigor, los remedios contra aquella molestia eran muchos y los rabinos, que a
menudo actuaban también de médicos, nos han conservado una buena lista de
oportunas. Por ejemplo un remedio muy eficaz era el de hacer sentar a la mujer
enferma en bifurcación de un sendero haciéndole tener en la mano un vaso de
vino. Alguien, llegando de improviso a sus espaldas, debía gritarle que cese el
flujo de sangre. Otro remedio, y absolutamente decisivo, era el de tomar un
grano de cebada encontrado en la cuadra de un mulo blanco. Tomándolo un día, el
flujo cesaría por dos, tomándolo dos días cesaría por tres y tomándolo tres días
se obtendría la curación completa y para siempre.
Otras recetas exigían el empleo de drogas raras y costosas, y en consecuencia
grandes gastos por parte de la paciente.
La mujer que acudió a Jesús quizá las hubiera experimentado todas, ya que había
consumido toda su hacienda, quedándose siempre con su mal. Perdida toda fe en la
medicina, la enferma halló su medicina en la fe. Aquel Jesús de quien tanto se
hablaba en aquellos lugares estaba, sin duda, en condiciones de curarla, y ella
concibió tanta fe en él, que andaba diciéndose: Si toco aún sólo sus vestidos,
seré salvada. No pretendía la confiada mujer tocar precisamente la persona del
profeta, sino sólo su vestido, o incluso la orla o franja (hebr. Sisijjoth;
griego kraspedon ; Vulgata, fimbria; Mateo, 9, 20) que todo israelita observante
debía llevar en los cuatro ángulos de su manto conforme a las prescripciones de
la Ley (Números, 15, 38 sigs.; Deuter., 22, 12).
Sostenida por tal fe, la mujer había tocado a escondidas la orla del vestido de
Jesús y al instante se había sentido curada.
El médico, obtenida la curación, aprobó la medicina elegida por la enferma, ya
que, volviéndose a ella, dijo: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y quédate
sana de tu mal.
El incidente de la mujer estaba solventado y Jesús podía continuar su camino
hacia la casa de Jairo, cuando he aquí que precisamente de la morada vienen a
anunciar al desgraciado padre: Tu hija ha muerto; no incomodes más al maestro.
Jesús oye el anuncio y, como continuando el discurso sobre la fe dirigido a la
mujer, añade al padre:
No temas. Cree solamente y serás salva. Llegan en breve a casa de la muerta y
Jesús no permite entrar sino a sus discípulos predilectos, Pedro, Juan y
Santiago, y a los padres de la jovencita. Ya se han reunido los flautistas y
plañideras de ritual en las ceremonias fúnebres, pero Jesús declara no ser
necesarios: ¿Por qué os alborotáis y lloráis? La muchachita no murió, sino
duerme. Los concurrentes hallan la broma de pésimo gusto al lado de un cadáver y
contestan con escarnios. Los padres están desconcertados, vacilando entre la
realidad de los hechos y las firmes palabras del invocado taumaturgo. Jesús les
hace entrar, con los tres discípulos, en la cámara de la muerta, una vez que han
salido todos los extraños. Quedan dentro cinco seres humanos enternecidos, a más
de uno que ya no es ser humano y de otro que es más que ser humano. De fuera
llega el confuso rumor del gentío. El más que humano se acerca a quien ya no lo
es, le, toma la mano ya fría y pronuncia dos solas palabras. El discípulo del
testigo Pedro nos ha conservado en su originario sonido estas dos palabras que
él oiría repetir muchas veces a su maestro: Talita qumi, es decir: Muchacha,
¡levántate! El efecto de estas dos palabras es descrito así por el evangelista
médico: Y retornó el espíritu de ella, y se levantó al instante, Y (Jesús)
ordenó que se le diese de comer: Y quedaron fuera de sí los padres de ella; pero
él les prescribió no decir a nadie lo acaecido. Esta prescripción respondía a la
norma seguida por Jesús y que ya señalamos, mas los ya serenados padres, con
toda su buena voluntad, sólo podrían observarla en mínima parte, ya que hablaba
elocuentemente de lo ocurrido la presencia en su casa de aquella hija que todos
habían visto partir para ultratumba y que luego había vuelto. Tanto es así que
el práctico Mateo concluye el razonamiento diciendo que se propagó la fama de
esto en toda la región.
(Giuseppe Ricciotti, Vida de Jesucristo , Ed. Miracle, 3ª Ed., Barcelona, 1948,
Pág. 386-389)
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EJEMPLOS PREDICABLES
Dios concede el don de la fe a los que viven en su santo temor
San Eustaquio y el ciervo de la cruz resplandeciente
San Eustaquio era romano de nacimiento, y en premio de su valor fue nombrado
jefe general del ejército por el emperador Trajano. Tanto él como su mujer eran
paganos, pero muy benéficos para con los pobres, siendo esta liberalidad la que
movió a Dios a concederles el don de la fe. Estaba un día Eustaquio montado a
caballo y cazando en un bosque cuando advirtió la presencia de un ciervo muy
grande. Acercóse a él y divisó con grande asombro suyo un objeto brillante entre
los cuernos del animal: era una cruz resplandeciente. Detúvose entonces el
ciervo y Eustaquio oyó las siguientes palabras: «Tus limosnas y demás obras
buenas han subido hasta mí y las he recibido con agrado.» Eustaquio bajó del
caballo, arrodillóse en el suelo, y dijo: «Señor, ¿quién eres?» Y oyó que le
respondían: “Yo soy Cristo. Ve al obispo de Roma y hazte bautizar”. Eustaquio
obedeció y recibió el bautismo junto con su consorte y sus dos hijos. Habiendo
más tarde Eustaquio alcanzado grandes victorias bajo los emperadores romanos
Trajano y su sucesor Adriano, ordenó este último la celebración de una gran
fiesta triunfal, con ofrecimiento de sacrificios solemnes en los templos de los
dioses. Como Eustaquio faltara a aquellos oficios, interrogóle el Emperador
sobre ello, y el insigne general contestó declarando abiertamente su fe
cristiana. En vista de ello, el Emperador hizo calentar al rojo un toro de
bronce, dentro del cual mandó que fuese introducido Eustaquio con toda su
familia. Ocurrieron estos hechos el año 120 de nuestra era. Semejante a ésta fue
la conversión del centurión Cornelio en Cesarea, al cual aparecióse un ángel del
cielo ordenándole que se dirigiese a San Pablo. También a Cornelio dijo el
ángel: «Tus limosnas y oraciones han subido a la presencia del Señor.» (Act.
Apost., X, 4.) Se ve por esos ejemplos que los paganos reciben de Dios con
frecuencia el don de la fe por efecto de sus buenas obras.
Dios comunica el don de la fe al que se esfuerza por conseguir la verdad
San Justino y el anciano en la orilla del Tíber
San Justino, que murió el año 166 mártir de la fe, había sido en un principio
filósofo pagano y había estudiado los más diversos sistemas filosóficos, sin
poder hallar en ninguno de ellos el sosiego del corazón, Cierto día paseábase en
Roma por las orillas del Tíber, meditando algunas cuestiones filosóficas, cuando
le salió al encuentro un anciano que, después de haberlo saludado cortésmente,
le preguntó qué le tenía tan pensativo. Respondióle Justino que meditaba Ciertas
cuestiones filosóficas en busca de la verdad. Hízole notar entonces el anciano
que todos los filósofos paganos se habían equivocado fundamentalmente y que la
verdad pura se encontraba solamente en la Sagrada Escritura , cuyos libros,
escritos por varones iluminados por Dios, daban solución acerca del origen y el
destino de todas las cosas. No consiguió Justino, a pesar de todos sus
esfuerzos, ver de nuevo al anciano, cuyas palabras hicieron en él una profunda
impresión. Empezó en seguida a estudiar la Sagrada Escritura , y adquirió pronto
la convicción de que la verdad se hallaba en el Cristianismo. Hízose bautizar y
llegó a ser uno de los más poderosos apologistas de la Religión cristiana. Entre
los años 150 y 160 publicó diversos escritos, titulados Apologías, que envió al
mismo Emperador romano, en las cuales defiende la Religión católica contra las
calumnias de los paganos. Las obras de Justino son muy valiosas aun para
nosotros, pues nos informan acerca del culto cristiano de aquellos tiempos, en
especial del sacrificio de la Misa. Justino desempeñó también en Roma una
cátedra pública de instrucción cristiana, siendo por esto el blanco de las
calumnias de un filósofo pagano llamado Crescencio. Justino fue entonces
encarcelado y después azotado y decapitado por haber rehusado el sacrificio a
los ídolos.
(Spirago, Catecismo en ejemplos , tomo I, Ed. Políglota, 1ª Ed., Barcelona,
1941, nnº 104.106)
22.
Sab 1, 13-15; 2,23-24: Entró la muerte en el mundo
Salmo: 29, 2.4-6.11-13
2Cor 8,7.9.13-15:Distínganse por su responsabilidad
Mc 5,21-43 (ó 5, 21-24.35-43): Curación de la hija de Jairo
Jairo viene de vuelta de la sinagoga. A pesar de ser jefe de esa institución no
ha encontrado en ella la salvación para su hija; el judaísmo, representado por
la institución más importante después del templo, no conduce a la vida; la hija
de Jairo, imagen del pueblo, está abocada a una muerte irremediable. Por eso
Jairo, tal vez desesperado y desilusionado con aquel viejo sistema, acude a
Jesús, buyscando vida para su hija. Y estando con él se entera de que su hija ha
muerto: ¿Para qué molestar más al maestro?, le dicen. La gente piensa que se
molesta al maestro pidiéndole que dé vida. No saben que “el ha venido para que
tengan vida y vida abundante”, como dice el evangelista Juan. Jesús, en estas
circunstancias extremas, no se arredra: “No temas, ten fe y basta...” Para quien
cree –y Jairo ha comenzado ya a adherirse a Jesús, a creer en él, en la medida
en que se ha distanciado de la sinagoga-, la muerte es un sueño del que se puede
despertar. Los primeros cristianos lo entendieron así cuando comenzaron a llamar
a la necróplis (= ciudad de los muertos) cementerio (= dormitorio). No lo ve así
la gente que, al enterarse de la muerte de la hija de Jairo, lloraba gritando
sin parar –gesto de desesperanza total-, y que, cuando Jesús dice que la niña
“no está muerta, sino dormida”, se reía de él considerando la situación
irreversible. Ante tanta incredulidad no hay nada que hacer. Por eso, Jesús echa
fuera a la gente –para quien no cree, la muerte es el final- y entra adonde está
la niña con sus padres junto con tres de sus discípulos a quienes quiere mostrar
especialmente la fuerza de vida que hay en él. Curiosamente estos tres
discípulos están presentes también en la transfiguración y en el Huerto y, en
ambas escenas, se duermen. Este sueño es todo un símbolo. En la Transfiguración,
Jesús habla con Moisés y Elías de su éxodo –esto es, de su paso de la muerte a
la vida-; en el Huerto, Jesús pide a Dios fuerzas para aceptar el camino que le
lleva a la muerte, como paso para la vida definitiva. Pedro, Santiago y Juan no
tienen interés en aceptar este camino del maestro hacia la muerte, porque –al
igual que los judíos- no creen que sea un paso hacia la vida definitiva. Tal
vez, por esto, para que aprendan que Jesús es la imagen de un Dios que da vida,
Jesús se los lleva consigo. Sorprende, no obstante, que, cuando Jesús devuelve
la vida a la niña, insista vivamente a los discípulos para que no digan nada a
nadie. Orden lógica, pues todavía no están capacitados para digerir y asimilar y
proclamar este mensaje de vida.
Se asemeja a veces la sinagoga, de la que Jairo es jefe, a nuestra vieja iglesia
y a algunos de sus jefes, que no son capaces de sanar los males del mundo por
estar centrados en mantener unas estructuras que no dan vida. Al igual que
Jairo, nuestra iglesia, si quiere seguir siendo la iglesia de Jesús, tendrá que
salir al encuentro del maestro, rompiendo viejas estructuras que la mantienen
cerrada al mundo. Y en ese encuentro con Jesús y su evangelio, oirá las mismas
palabras que Jesús le dirigió a Jairo: “No temas, ten fe y basta”. Tal vez sea
este el mal de nuestra iglesia: tiene demasiado miedo y poca fe, y este miedo a
perder seguridades, prestigio y poder le impide lanzarse a la aventura de
remediar los males de un mundo abocado a la muerte; tal vez tenga que adjerirse
más al mensaje de Jesús y a su estilo de vida pobre, libre, solidario y
entregado a los que viven en las márgenes del mundo. Sólo así podrá devolver la
vida a tanto muerto que hay vivo, a tantos que gritan llorando sin parar,
lamentándose de que no es posible luchar contra este injusto sistema mundano que
ha marginado a tanta gente, llevándola a las puertas de la muerte. Pablo, en su
carta a los corintios, invita a resolver el problema de la injusticia y la
desigualdad con generosidad. Y para ello pone el ejemplo de Jesús que, siendo
rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” y hacer un mundo más
igualitario donde “la abundancia de unos remedie la carencia de otros”, y brote
la igualdad. Un verdadero milagro que está en nuestras manos realizar para
devolver la vida a cuantos carecen de las mínimas condiciones de vida, para
hacer de nuevo el milagro del maná por el que Dios impedía que unos acumulasen
lo que era necesario para otros: “al que recogía mucho no le sobraba y al que
recogía poco no le faltaba” (Ex 16,18). Un mundo de iguales, un mundo regido por
un Dios que, como dice el libro de la Sabiduría, “no hizo la muerte ni goza
destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera.. Dios creó al
ser humano para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser”...
Para la revisión de vida
Nos gusta la vida, nos gusta estar vivos, tenemos eso que se llama “instinto de
supervivencia” y que nos hace alejarnos rápida y eficazmente de todo lo que
amenaza nuestra existencia, pero que también nos puede llevar a poner en el
centro de todo (como absoluto, como "dios" camuflado) nuestra propia
supervivencia, dejando muy al margen la preocupación por la vida de los demás.
Nuestro Dios es un Dios de vida y de vivos, que tiene su mayor gloria en las
personas vivas, que envió a su Hijo para que "tuviésemos vida y vida en
abundancia"...
¿Soy de los que se preocupan por la vida de todos, por la vida de todo (también
de la naturaleza), por la vida sobre todo de los que la tienen más amenazada,
por aquellos para quienes sobrevivir es una dura tarea diaria, porque el mundo
se organice en favor de la Vida, de la vida para todos y especialmente para los
más pequeños?
- El amor a la vida, fruto de nuestra fe en el Dios de vida y de vivos, debe
traducirse en obras concretas de solidaridad con los hermanos, y no sólo en
buenas palabras; la fraternidad debe traducirse en igualdad, en ese “nivelar las
posibilidades de las personas” a que hace referencia el apóstol san Pablo.
¿Sabemos compartir lo mío con los demás o somos de los que piensan que lo mío es
mío, que nos lo he ganado y que hacemos con ello lo que nos da la gana?
Para la reunión de grupo
- Ya el Antiguo Testamento proclama que Dios no es el autor de la muerte sino el
autor de la vida. ¿De dónde nos viene esa tendencia a atribuir a Dios el mal,
las desgracias naturales, la enfermedad, la muerte de los amigos...
- Si Dios es un Dios de Vida y quiere "la vida en abundancia"... ¿de dónde nos
viene en la tradición ascética el pensar que podemos agradar a Dios ofreciendo
"sacrificios", "morti-ficándonos", actuando contra nosotros mismos ("agere
contra")...? ¿Son acaso influencias extra-bíblicas o extra-cristianas?
- Podemos refugiarnos en la excusa de que nosotros no tenemos capacidad para
resucitar a nadie, como hacía Jesús (evangelio de hoy) ¿Acaso ya no podemos
hacer ninguna otra cosa a favor de la vida de las personas? Si lo pienso en
serio, ¿cuántas cosas puedo hacer, aun desde mi pequeñez, desde mi pobreza,
desde mis limitaciones, a favor de la vida de las personas?
Para la oración de los fieles
- Por la Humanidad, para que se una en defensa de la vida de todos los seres
humanos, especialmente de los más pequeños y humildes, de los marginados y
explotados, roguemos al Señor.
- Por todos los hombres y mujeres que habitamos esta casa común que es el
planeta: para que como "hermanos mayores" de todas las criaturas asumamos el
cuidado de la creación con amor, con ternura incluso, con responsabilidad,
roguemos al Señor.
- Por todas las religiones de la humanidad, para que comprendan que todas ellas
son destellos únicos del Dios único, y que el "Dios de todos los nombres" quiere
la paz y la armonía entre todas las religiones de la tierra, roguemos al Señor.
- Para que las religiones de la humanidad comprendan que el Dios de la Vida las
quiere a todas en una alianza macroecuménica, rindiéndole el culto del cuidado
de la vida de la naturaleza y del ser humano, roguemos al Señor.
- Por nuestra Iglesia católica, para que haga su aportación específica a este
concierto universal según la voluntad de Dios, roguemos al Señor.
- Por todos aquellos que viven desesperados y acarician la idea de la muerte
como única salida, para que descubran que la vida merece la pena y para que
quienes los rodeamos hagamos con nuestro amor esa "resurrección" de la vida,
roguemos al Señor.
- Por todos nuestros seres queridos difuntos, para que gocen de la plenitud de
vida de la resurrección. Oremos.
- Por esta comunidad nuestra, para que reviva su vida comunitaria con el
compromiso por la defensa y la promoción de la Vida, roguemos al Señor.
Oración comunitaria
Señor, Dios, Padre nuestro, que no quieres la muerte de las personas ni te
complaces con los sacrificios, sino que has puesto tu gloria en el ser humano
vivo, en la Vida en plenitud. Haz que te sepamos imitar acogiendo, defendiendo y
promoviendo la vida, sobre todo la de nuestros hermanos necesitados u oprimidos.
Por J.N.S.
SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO
23. Fray Nelson
Temas de las lecturas: La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo *
Vuestra abundancia remedia la falta que tienen los hermanos pobres * Contigo
hablo, niña, levántate
1. Parte de la bondad de lo bueno es durar
1.1 Enseña la teología clásica que las nociones trascendentales terminan siendo
equivalentes. El ejemplo más fácil de entender es la verdad y la bondad. Nadie
que aspire seriamente ha ser verdadero y honesto en todas sus cosas dejará de
ser al final una persona buena. Y lo contrario: nadie que quiera ser
genuinamente bueno podrá pactar con mentiras o trampas.
1.2 Esto viene a cuento porque la muerte, si lo pensamos bien, es como una
intrusa que arruina la bondad de nuestros sueños. La muerte está siempre ahí,
lista para burlarse de lo que amamos; lista para decirnos con dejo de ironía:
"nada vale la pena;" o también: "no te esfuerces; no construyas; concéntrate en
gozar hoy y nada más." Es fácil entender que la muerte es nuestra enemiga, como
es enemiga de Dios.
1.3 Por eso la primera lectura explica el origen de la muerte en "la envidia del
diablo." En efecto, la decisión satánica de no servir a Dios implica apartarse
de la fuente de la vida, es decir, degustar la muerte. El que sigue ese camino
encuentra el mismo sabor. La vida sabe a muerte, lejos de Dios.
1.4 Lo otro que sucede es que nuestros actos tienen consecuencias también más
allá de ellos mismos. Una Humanidad sin el pecado original seguramente habría
sido una Humanidad llena de luz, de meditación y de conformidad entre la mente y
el cuerpo. En esa clase de vida lo material estaría subordinado en pacífica
armonía a lo espiritual de modo que aquellos seres tratarían la vejez y la
enfermedad de modos radicalmente distintos.
1.5 Todo esto, por supuesto, es especulación y nunca los sabremos con absoluta
certeza. Lo que sí sabemos es que, allí donde sentimos que la voz de nuestra
conciencia hace eco a la voz de Dios, nuestra alma se rebela y rechaza la
muerte.
2. Una fuerza de vida
2.1 En el evangelio vemos a Jesús restaurando la vida, en dos momentos
distintos: en una persona enferma, primero, y en una niña ya difunta, después.
Llama la atención que él se sabe y siente dueño de esa fuerza de vida, y que
sabe cuándo ha "salido" de él, como se nota por la historia de la mujer que
quiso "sacarle" un milagro a escondidas.
2.2 Es decir: Jesús es propiamente Señor de la vida. No sólo la tiene y la
concede, sino que sabe el don que ofrece y a quién lo da. Este "saber" es
importante porque marca la diferencia entre un depósito de medicinas y un
médico. Del depósito yo podría sacar lo que yo quisiera pero es sólo el médico
quien conoce qué es lo que puede hacerme mayor bien y en qué dosis.
2.3 Miremos, por último, la escena cargada de fuerza y de ternura en la que el
Señor Jesús levanta con su mano y con su voz a la niña muerta. Esa palabra no va
hacia un muerto sino a crear de nuevo la vida. Y esa mano extendida tiene su
sentido espiritual también. La Ley de Moisés prohibía tocar cadáveres, y quien
los tocara quedaba "inmundo" por siete días (Números 19,11). Pero Jesús no se
ensucia al tocar a la niña sino que la limpia de las sombras de la muerte.
24.
1. "Hija, tu fe te ha curado" Marcos 5, 21. La fe es una actitud humana total
frente a Dios, sólo posible con la gracia. Es una respuesta a la Palabra de
Dios, una apertura a la Revelación, una réplica amorosa al amor de Dios. La fe
es la aceptación de Dios que viene hasta nosotros y la entrega total al Dios que
habita en nosotros. La fe cree que Dios existe como Creador: "Credere Deum esse".
La fe tiene confianza en Dios, y se abre a su Palabra: "Credere Deo". La fe no
sólo es una aceptación de la verdad, ni aferrarse a un bien que se espera, sino
que es una relación personal con Dios, una comunión de vida con Dios por Cristo:
"Credere in Deum". La fe es comunión de pensamiento con Cristo. Por la fe
nuestro propio pensamiento participa en el de Jesús. Por la fe Cristo habita en
nuestros corazones; la fe cautiva nuestro pensamiento en la obediencia a Cristo.
Así mismo la fe es conocimiento. Creer y saber. Cuya luz no es propia del
hombre, sino participación de la luz de Dios, que engendra certeza. Pura gracia,
no acción ni realización personal. Por eso hemos de pedir la fe.
2. "Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes"
Sabiduría 1, 13. Quien crea algo, no lo hace para destruirlo. Quiere que
permanezca. Hasta en las fallas de Valencia, cuyo fin es la destrucción en
cenizas se da la necesidad de no destruirlas todas, por eso simbólicamente "se
indulta al ninot". Dios crea no para destruir. Dios no quiere la muerte. No creó
la muerte. Fue consecuencia de una desobediencia. La muerte fue colada en el
mundo de la creación por el diablo, y además por envidia. “Dios creó al hombre
incorruptible, le hizo imagen de su naturaleza. Por envidia del diablo entró la
muerte en el mundo” Muerte anunciada y Vida recuperada también anunciada: "Una
mujer aplastará tu cabeza"[1]. El primer resucitado es Cristo. Pero El es la
Cabeza, luego también nosotros, sus miembros, resucitaremos. "Cristo resucitó de
entre los muertos como primicias de los que mueren"[2].
Cristo, que es la Vida, resucita a la hija de Jairo: "Señor, mi niña está en las
últimas". Todavía estaba hablando, cuando llegaron de la casa del jefe de la
sinagoga: "Tu hija se ha muerto". Como diciendo: no hay nada que hacer. Cuando
se ha perdido la confianza, siempre es demasiado tarde. Pero Jesús, que oyó los
comentarios, dijo al jefe de la sinagoga: "No temas, basta que tengas fe".
3. La niña tiene doce años, está muerta. Jesús le dice: "Niña, levántate". La
mujer que padece flujos de sangre, es vieja, y estéril por su enfermedad, está
también prácticamente muerta. Jesús le dice: "Vete en paz y con salud". Las dos,
la niña y la vieja, encuentran, más allá de su muerte, la vida, la fuerza que
sale de Cristo. Las dos resucitadas, tienen toda una vida por delante. Por eso
la niña echó a andar, y a la mujer Jesús le dice, "vete en paz". La resurrección
es un punto de partida hacia la vida. Y Jesús dijo que dieran de comer a la
niña. Comida y vida caminan juntas. ¿Qué tenemos los cristianos para dar de
comer a los que el Señor resucita con la fe? El Cuerpo y la Sangre de Cristo,
“quien come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre”. Cristo no omite
los detalles. Cristo da más de lo que se pide. El padre de la niña ha pedido
curación y ha recibido resurrección. Y Jesús ordena que le den de comer,
necesario para que esa vida recuperada se pueda desarrollar cumpliendo sus
exigencias biológicas.
4. Ante esta resurrección, con gratitud y confianza rezamos: "El Señor cambia
nuestro luto en danzas. Al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el
júbilo. Sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa"
Salmo 29.
5. Jesús nos ha dejado comida y bebida eucarísticos para alimentar la vida nueva
de resucitados, que renueva la resurrección: Su Cuerpo y Sangre, memorial de su
muerte y de su propia resurrección, que con firme fe vamos a consagrar y a
partir con vosotros. Basta que tengamos fe en el Señor de la vida.
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[1] (Gn 3, 15).
[2] (1 Cor 15,20)
JESUS MARTI BALLESTER.