SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

 

Mt 10,37-42: Deduce del amor que sientes por tus padres cuánto has de amar a Dios y a la Iglesia

En esta vida toda tentación es una lucha entre dos amores: el amor del mundo y el amor de Dios; el que vence de los dos atrae hacia sí, como por gravedad, a su amante. A Dios llegamos con el afecto, no con alas o con los pies. Y, al contrario, nos atan a la tierra los afectos contrarios, no nudos o cadena alguna corporal. Cristo vino a transformar el amor y a hacer de un amante de la tierra un amante de la vida celestial; por nosotros se hizo hombre quien nos hizo hombres: Dios asumió al hombre para hacer de los hombres dioses. He aquí el combate que tenemos delante: la lucha contra la carne, contra el diablo, contra el mundo. Pero tenemos confianza, porque quien concertó el combate es espectador que aporta su ayuda y nos exhorta a que no presumamos de nuestras fuerzas. En efecto, quien presume de ellas, en cuanto hombre que es, presume de las fuerzas de un hombre y maldito todo el que pone su esperanza en el hombre (Jr 17,5). Los mártires, inflamados en la llama de este piadoso y santo amor, hicieron arder el heno de su carne con el roble de su mente, pero llegaron íntegros en su espíritu hasta aquel que les había prendido fuego. En la resurrección de los cuerpos se otorgará el debido honor a la carne que ha despreciado esas mismas cosas. Así, por tanto, fue sembrada en la ignominia, para resucitar en la gloria.

Ardiendo en este amor o, mejor, para que ardamos en él, dice: Quien ama a su padre o a su madre más que a no es digno de mí, y quien no toma su cruz y me sigue no es digno de ml (Mt 10,37-38). No ha eliminado el amor a los padres, a la esposa, a los hijos, sino que lo ha colocado en el lugar que le corresponde. No dijo: «Quien ama», sino: Quien ama más que a mí. Es lo que dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares: Ordenó en mí el amor (Cant 2,4). Ama a tu padre, pero no más que al Señor; ama a quien te ha engendrado, pero no más que a quien te ha creado. Tu padre te ha engendrado, pero no fue él quien te dio forma, pues al hacerlo ignoraba quién o cómo ibas a nacer. Tu padre te alimentó, pero no sacó de sí el pan para saciarte. Por último, sea lo que sea lo que tu padre te reserva en la tierra, él muere para que tú le sucedas, y con su muerte te hace sitio en la vida. En cambio, Dios es Padre y lo que reserva, lo reserva juntamente consigo, para que poseas la herencia juntamente con el mismo Padre y no tengas que esperar a que él muera para sucederle, sino que, permaneciendo siempre en él, te adhieras a quien permanece siempre. Ama, pues, a tu padre, pero no por encima de Dios; ama a tu madre, pero no por encima de la Iglesia, que te engendró para la vida eterna.

Finalmente, deduce del amor que sientes por tus padres cuánto debes amar a Dios y a la Iglesia. Pues si tanto ha de amarse a quienes te engendraron para la muerte, ¡con qué amor han de ser amados quienes te engendraron para que llegues a la vida eterna y permanezcas por la eternidad? Ama a tu esposa, ama a tus hijos según Dios, inculcándoles que adoren contigo a Dios. Una vez que te hayas unido a él, no has de temer separación alguna. Por tanto, no debes amar más que a Dios a quienes con toda certeza amas mal, si descuidas el llevarlos a Dios contigo. Llegará la hora de la prueba. Quieres confesar a Cristo. Quizá te sobrevenga, por confesarlo, un tormento temporal; quizá la muerte. Tu padre o tu esposa o tu hijo te halagarán para que no vayas a la muerte, y con sus halagos te procurarán la muerte. Para que no suceda eso ha de venirte a la mente: Quien ama al padre o a la madre o a la esposa más que a mí, no es digno de mí.

Sermón 344,1-2