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HOMILÍAS PARA EL DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO
15-20
15. JESÚS MARTÍ BALLESTER 9 de junio de 2002
LA ESPOSA INFIEL Y LA MISERICORDIA CON EL PUBLICANO MATEO
LA MISERICORDIA Y EL CONOCIMIENTO DE DIOS SON MEJORES QUE LOS SACRIFICIOS
1. "Te desposaré conmigo para siempre" Oseas 2,21. Oseas es un profeta encarnacionista, integrado en su pueblo y con unas experiencias raras e impresionantes. El caos moral en que vive el pueblo de Israel en el reino del Norte, necesitaba una fuerte sacudida para volver al Señor. La religión fácil de Baal, su culto sensual que fomentaba las pasiones humanas, habían invadido al pueblo que Dios se había escogido. Aquellos templos llenos de sacerdotisas que practicaban la prostitución sagrada como acto de culto, con efectos cuasisacramentales y mágicos, satisfacían la lascivia y a la vez, aseguraban la fertilidad de los campos, y la fecundidad de los animales y de las personas.
2. Vino la palabra del Señor a Oseas, que le ordenó desposarse con una de aquellas sacerdotisas fornicarias de Baal. La amó mucho. Y ella le correspondió con su infidelidad, incapaz de controlar sus malas costumbres.
Con redoblado cariño Oseas consiguió ganar su amor de nuevo. Así es como desde su propia dolorida experiencia, ha podido comprender Oseas mejor al Señor. El Señor había amado a su pueblo como a una esposa. La esposa le ha sido infiel. El Señor se encoleriza: "No es ya ella mi mujer, ni yo su marido" (Os 2,4). "Derramaré mi enojo sobre ellos como agua" (Os 5,10). "Voy a cerrar su camino con espinos, la cerraré con tapial y no hallará más sus senderos" (Os 2,8).
3. Cuando el pueblo comprende que aquello va en serio, decide convertirse: "Vamos a volver al Señor: él nos despedazó y nos sanará, nos hirió y nos vendará la herida" (Os 6,1).
Pero el Señor sabe muy bien que su arrepentimiento es fugaz "como nube mañanera, como rocío que se evapora al alba". Aquí encaja el texto que comentamos: "Quiero misericordia, no sacrificios; conocimiento de Dios, no holocaustos"Oseas 6, 3.
No quiero ritos vacíos, sino corazones ardientes de amor. Quiero conversión verdadera, que me demuestre que aprecia mi amor que perdona tanta infidelidad. Quiero que mi gran amor encuentre reciprocidad. Nos cuesta creer que Dios nos ame y que nos ame tanto, hasta mendigar nuestro amor, porque le imaginamos a nuestra imagen y le implantamos nuestros sentimientos y reacciones. Por eso no comprendemos la gran fiesta que se organiza en el cielo por la vuelta al amor de una persona alejada del Amor de Dios, por El la sigue amando siempre.
4. Es el texto que usará Jesús para justificar la elección de Mateo, el publicano, su vocación y su seguimiento. Para celebrar el acontecimiento de su llamada y de su decisión de seguir a Jesús, Mateo celebró un banquete, al que invitó a sus compañeros y amigos publicanos y pecadores.
No faltó la crítica de los fariseos, gente de mente estrecha y corazón endurecido, que nunca ha comprendido la actuación del Maestro. La murmuración llegó a Jesús, y dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa "misericordia quiero y no sacrificios" Mateo 9, 9.
El ha venido a buscar a los pecadores, porque les ama y no quiere que se pierdan, sino que gocen de su amistad y de su misma vida.
Lo que estaba ocurriendo es que los fariseos no comprendían que ellos también necesitaban médico. Su orgullo les impedía reconocerlo. Se apoyaban en su propia justicia, la que viene de la ley, y no aceptaban que Jesús también a ellos les traía la paz, que ellos se empeñaban en rechazar.
5. La paz, el amor y el perdón que nos trae también hoy a nosotros, que "ofrecemos a Dios un sacrificio de alabanza y de Eucaristía y le invocamos, como él quiere y nos manda. Le daremos gloria y él nos librará de nuestros enemigos en el día del peligro" Salmo 49.
6 Unámonos para ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia que abre el cielo en catarata de amor y de salvación.
16. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentarios Generales
OSEAS 6, 3-6:
El Profeta quiere orientar a su Pueblo a una auténtica conversión a Dios:
—Pone en boca del Pueblo una fórmula de Liturgia penitencial. Atemorizados con
los castigos que el Profeta les conmina, se exhortan ellos mismos a conversión.
Saben que si retornan a Dios alboreará para ellos la bondad de Dios (3). A la
luz de la bondad divina y con la oportuna lluvia que el cielo les regalará,
gozarán una paz idílica (4).
—El Profeta les echa en cara que su conversión es tan interesada como insincera.
El Señor, que ve los corazones, no puede contentarse con expresiones formularias
y provisorias: « ¿Qué he de hacer contigo, Efraim? ¿Qué he de hacer contigo,
Judá? ¡Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal que se evapora! »
(4). Los Profetas tenían la labor de educar a aquel duro pueblo. Reacio a una
conversión interior y verdadera, fácilmente se contentaba con ritos y fórmulas.
—El Señor tiene varios medios para educar a su Pueblo hasta conseguir adoradores
fieles y sinceros. Tiene los Profetas, enviados de Dios, para con sus oráculos y
enseñanzas orientar la religión a zonas de mayor profundidad. Los Profetas
(Isaías y Oseas muy particularmente) insistirán en que Dios busca ante todo el
corazón. Esta labor de los Profetas solía ser poco fructífera. De ordinario, los
Profetas a más de desoídos eran perseguidos. Por esto el Señor usaba con su
Pueblo otro instrumento de purificación y de educación: los castigos (5).
El v 6 merece toda nuestra atención. Jesús lo ha valorizado citándolo al menos
en dos ocasiones en sus discursos. Oseas con esta máxima orienta la vida
religiosa hacia una primacía de lo interior sobre lo exterior, de lo espiritual
sobre lo material, de la verdad y autenticidad sobre lo meramente ritual o
cultual. El amor es el alma de toda relación con Dios. Este amor debe
anteponerse a todo lo demás. Para un semita, «conocer» a Dios no es un acto
puramente intelectivo. En este versículo es sinónimo de «amor» a Dios. Implica,
por tanto, la entrega total del corazón. Es a la vez luz y calor, amor y obras,
fidelidad y compromiso. Es vivir con Dios en relación íntima, personal, sincera,
total, fiel. Oseas ha prestado un servicio invalorable a cuantas almas buscan a
Dios. Incluso las almas místicas hallan en Oseas elevaciones espirituales
preciosas.
ROMANOS 4, 18-25:
San Pablo ve en Abraham, cuya fe Dios premia con la Promesa, el prototipo de los
creyentes:
—La fe que Abraham presta a Dios es de verdad maravillosa. Cree en el poder de
Dios cuando el cielo le promete que su esposa Sara, estéril y ya anciana, le
dará un hijo. El hijo nace milagrosamente. Y de nuevo Dios pone a prueba la fe
del Patriarca. Cree Abraham que Dios es poderoso para devolverle aquel hijo,
cuando le pide que se lo inmole en sacrificio: «Creyó que Dios da vida a los
muertos y llama a existir aquello que no existe» (17). «Plenamente persuadido de
que cuanto promete, poderoso es también para cumplirlo» (21). Esta fe le es
justicia; es decir, es la disposición que Dios le exige para entrar en el plan
salvífico de Dios.
—Ahora a nosotros se nos sujetará a una prueba semejante. Y si en esta prueba
respondemos con fe serena y firme, se nos da en premio la Justicia (=
Salvación): «Y no fue escrito por él sólo que le fue computado como justicia,
sino también por nosotros a quienes se va a computar: A cuantos creemos en Aquel
que hizo resucitar de entre los muertos a Jesús Señor nuestro» (23. 24). La fe
en el Resucitado nos salva. El Cristo Resucitado irradia justicia (= Salvación)
sobre todos los que creen en El. Con ello, San Pablo pone singular énfasis en la
eficacia salvífica de la Resurrección de Cristo: «El cual fue entregado para
expiación de nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (25).
Cristo, al subir a la cruz, expió todos los pecados; y al resucitar irradia luz,
gracia, justicia, salvación desde el cenit de su Gloria sobre cuantos creen en
El.
—No nos extrañe que Dios haya condicionado la salvación de los hombres todos,
judíos y gentiles, a la fe. En esta economía todo es dádiva de Dios. Y así nadie
tiene de qué gloriarse: «Pues por la Gracia sois salvados, mediante la fe. Y
esto es don de Dios, no cosa de vosotros. No en virtud de obras para que nadie
se gloríe» (Ef 2, 8-9). Evidentemente la economía de la fe es la que mayor
gloria presta a Dios. «Abraham dio gloria a Dios» (20). Y se la damos nosotros
al creer en Cristo.
MATEO 9, 9-13:
Jesús nos da una lección clara del valor que tiene la fe cuando es sincera y
eficiente:
—Jesús llama para formar en el grupo de los Doce a un publicano. Esta fuerza
tiene en boca de Jesús el: «Sígueme» (9; 4, 18. 21). Mateo presta a Jesús
inmediatamente fe y adhesión total y perenne.
—Pero en la formulística religión de los fariseos acercarse a un publicano era
mancillarse. Y Jesús come con publicanos y pecadores (10). El escándalo de los
fariseos es máximo (11). Jesús les responde con palabras del Profeta Oseas
invitándoles a una religión de amor y no de discriminaciones; de don sincero de
sí mismo a Dios y no de ritos externos. Mateo, a quien condenan como pecador,
los supera a ellos en sinceridad, en entrega, en amor. Los que al presente somos
invitados a la Mesa de Cristo, fusionémonos en un amor sin recelos, sin
disgregacionismos, sin críticas.
— No pasemos por alto la Palabra de Jesús: «He venido a llamar a los pecadores,
no a los justos; a curar a los enfermos, no a los sanos» (12. 13). La intención
de Jesús al decir esto es clara: Los fariseos que se tienen por justos y sanos
no acuden a Jesús y se quedan, por carecer de fe, en su miseria. Los pecadores,
en cambio, conscientes de su necesidad, corren a pedir el remedio a Jesús.
Tienen fe en El. Están salvados.
P Juan Lehman V.D.
No hay caridad sin humildad
— No se descubrió el secreto de la caridad, ni es posible que se descubra, donde
no existe el fundamento indispensable de la caridad: la humildad. Desde el punto
en que el hombre tiene conocimiento exacto de sí mismo y de su miseria, usa de
mayor circunspección al observar la vida de los demás y de mayor clemencia para
juzgarlos; y si continuara profundizando en la consideración de sí mismo,
acabaría por ser del todo compasivo, mostrándose perfecto cristiano, como Cristo
lo desea.
Para que lleguemos a ser verdaderamente cristianos, es preciso que nos
convenzamos de que no se trata de una cuestión de sentimiento o de imaginación,
sino de convencimiento, de estudio y de buena voluntad.
El Evangelio no se opone a la antigua sentencia de la filosofía griega:
"conócete a ti mismo"; antes bien, la completa y perfecciona, al darle un fin
mucho más noble y elevado: conócete a ti mismo para no despreciar a los demás,
para que no formes juicios temerarios, para que no seas propenso a interpretar
maliciosamente dichos e ideas.
En resolución, el conocimiento de sí mismo engendra en el cristiano la humildad;
ésta, a su vez, es la base de la caridad, la vida del cristianismo.
Juicios temerarios.
— ¿Por qué juzgamos a los demás? ¿Por qué observamos, exageramos y condenamos
sus culpas? Porque no nos acordamos de que tal vez somos mayores pecadores.
Se juzga mal del prójimo, con lamentable ligereza, sin tener para nada en cuenta
el temperamento, el carácter y las circunstancias, que bien pueden modificar, y
hasta cambiar por completo el aspecto de las cosas.
Lo que para unos es una pequeña dificultad fácilmente superable, para otros
puede ser violentísima tentación; lo que a nosotros nos parece de suma gravedad
para otros puede ser una bagatela. Y siendo esto así ¿cómo podemos condenarlos
definitivamente? Al pobre que cayó se le desprecia, pero el que así juzga es
fácil que jamás se haya visto en idénticas circunstancias. Al que corre y por
correr tropieza se le condena sin compasión; y el que así juzga se divierte
complacido con el infortunio ajeno; ¿y por qué no? ¡Cuándo cómodamente sentado
en su poltrona, sin correr peligro alguno puede presenciar el espectáculo!
Tenemos ojos de lince para descubrir la más leve mancha en el vestido de los
otros; y de topo, para no ver nuestros propios defectos.
Hay quien dice: "Mi vecino tiene este y aquel defecto, hace esto y aquello, y
procede muy mal": pero si bien quisiera examinarse echaría de ver que tiene los
mismos defectos que en los demás le escandalizan. Y si no tenemos los mismos,
tendremos con seguridad otros, tal vez mayores.
Si acontece que alguno comete una falta grave —un pecado público, que nos causa
horror— ¡qué escándalo! ¡qué ruido! ¡Qué comentarios! pronto lanzamos el grito
de reprobación: "crucifige"; pero no nos preocupamos de descubrir en el fondo de
nuestro corazón la envidia secreta que envilece nuestra vida, los celos que nos
corroen; no percibimos la rabia y la cólera que se albergan en nuestro pecho; no
nos damos cuenta de que nuestra alma se dejó prender en los lazos de la
avaricia. Claro está: estos pecados no son públicos. Rara vez se manifiestan al
exterior; y con todos estos vicios tan feos en el alma, se puede hacer una
brillante figura en la sociedad.
Pero si estas mismas miserias se descubrieran en otras personas, ah, no las
trataríamos con la misma indulgencia que tenemos para nuestra sensualidad y
demás pasiones que secretamente alimentamos. La pajita, la mota en el ojo de
nuestro hermano nos incomoda; pero la viga en el nuestro nos deja perfectamente
tranquilos.
Y entonces ¿qué derecho tenemos nosotros, sintiéndonos culpados, para erigirnos
en jueces de nuestro prójimo? ¿Cómo podremos ser justos, serenos y competentes?
Aun suponiendo que no tuviésemos falta alguna, nuestra vista es siempre bien
corta y limitada. Ni los ojos ni la mente pueden relacionar las causas íntimas
de las cosas. No es posible abarcar de un vistazo todas las múltiples
relaciones. No podemos pesar las almas, ni sondear los abismos del corazón; no
nos es dado medir las fuerzas de la naturaleza, y mucho menos aún las de la
libertad y de la gracia.
Pues si nosotros no sabemos darnos cuenta de nuestras propias miserias, que se
originan de nuestro carácter y proceden inmediatamente de nuestra naturaleza
¿cómo podremos entonces, sentenciar y condenar las mismas cosas en el prójimo,
cuando carecemos absolutamente del conocimiento íntimo?
Remedios.
— Uno de los mejores remedios para no juzgar mal del prójimo es reflexionar
sobre sí mismo. Acordémonos de la seria amenaza de Cristo: "Con el mismo juicio
que juzgareis habéis de ser juzgados; y con la misma medida que midiereis seréis
medidos vosotros" (Mat., 7, 2).
Si ocurre que el prójimo ha cometido una falta grave y manifiesta; si el
escándalo que esto nos produce viene a tentar nuestro corazón y a incitarnos a
juzgar mal con detrimento de la caridad, ah, pensemos entonces en las
circunstancias atenuantes; busquémoslas y seguramente las hallaremos. La caridad
halla siempre disculpas suficientes para no tirar piedras a los pobres
pecadores.
Pensemos en el ambiente saturado de vicio y de pecado, en que vivieron ciertas
almas desde su más tierna infancia; consideremos la educación deficiente y
errada que recibieron y los malos ejemplos que presenciaron; reflexionemos que
tal vez en la hora de la tentación les faltó a aquellos pobres delincuentes una
voz amiga que les guiase por el camino del bien. Tal vez no conocieron a su
madre; o todavía peor, quizá recibieron de sus mismos progenitores las pésimas
lecciones del mal ejemplo. ¿Quién sabe si tuvieron malos profeso-res? Si
hubieran estado en nuestro lugar, con la educación que nosotros recibimos, en el
ambiente de virtud que nos rodea, tal vez serían mejores cristianos y más
virtuosos de lo que nosotros lo somos. Y si nosotros hubiésemos estado en su
lugar ¡quién sabe si hubiésemos sido pecadores, mucho peores de lo que ellos
fueron!
Si así pensásemos ¿no tendríamos sentimientos de misericordia y de perdón?
Ahora bien, si esta debe ser nuestra conducta frente a las graves culpas de los
malhechores públicos ¿cuál deberá ser nuestra actitud ante las ligeras faltas de
nuestros parientes y amigos?
Estas breves reflexiones nos han de ayudar a ser más circunspectos y prudentes
en nuestras apreciaciones; a practicar mejor la caridad que compadece y
disculpa. Así participaremos más de la bondad misericordiosa del Padre
celestial, que hace salir el sol para todos, y que manda a la lluvia sobre los
campos de los buenos y de los malos.
Examinándonos a nosotros mismos, no podemos ser exigentes para con los demás.
Teniendo los ojos fijos en Dios seremos bondadosos, ya que vivimos de su bondad,
y por ella esperamos la felicidad eterna.
(Salió el Sembrador…, Tomo III Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1947 Pag. 60-64)
P. Alfonso Torres S.J.
El festín de San Mateo
El hecho del banquete en sí mismo apenas si necesita declaración. Leví o Mateo,
transportado de gratitud y gozo por la gracia recibida, quiso celebrarla a su
modo ofreciendo un festín al Señor, al cual asistieron sus antiguos compañeros
de profesión, los publicanos, en gran número. San Mateo mismo es quien lo dice
del modo más expresivo, escribiendo: muchos publicanos y pecadores... estaban a
la mesa con Jesús. No tuvo Mateo nada que se pareciera a los respetos humanos de
Nicodemo, aunque su ambiente era más descaradamente pecaminoso que el de este,
antes al contrario hizo fervorosa ostentación de su cambio de vida y de su amor
a Jesucristo.
Ya en los antiguos imperios de la Mesopotamia era costumbre comer recostado en
un lecho. Desde los tiempos helenísticos debió introducirse esta costumbre en
Palestina como en Grecia y Roma. Conforme a ella se celebró el festín de Mateo y
por eso nos dice el Evangelio que los comensales estaban, recostados a la mesa.
Si San Mateo hollaba los respetos humanos celebrando un banquete en honor de
Jesús, mucho más los hollaba el mismo Jesús comiendo con los publicanos. Sabía
muy bien el divino Maestro que los fariseos pondrían el grito en el cielo cuando
le vieran sentado a la mesa con hombres tan despreciados, y sin embargo aceptó
la invitación, para enseñar y probar pública y solemnemente su amor a los
pecadores, con obras y palabras. Con las obras lo probó por el hecho de sentarse
con ellos a la mesa; con palabras por lo que vamos a oír.
Como vieran los escribas y fariseos que Jesús comía con los pecadores, se
acercaron a los discípulos, sin duda hallándolos acaso fuera de la sala del
festín, y les dijeron: ¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?
Según San Mateo y San Marcos la acusación embebida en esta pregunta iba dirigida
singularmente contra Jesús, y sin duda tal era la intención de aquellos hombres,
aunque englobaran en sus palabras a Jesús y a sus discípulos, como refiere San
Lucas. Punto de obligación y de honra era para aquellos sepulcros blanqueados
apartarse altaneramente de los pecadores como ya dijimos en otra ocasión.
Fue Jesús mismo quien respondió a la insidiosa pregunta, y quien nos ha
conservado la respuesta íntegra es precisamente San Mateo. Los otros
evangelistas la abrevian, mientras San Mateo la escribe de este modo: No han
menester médico los sanos, sino los que están malos, Id, pues, y aprended qué
quiere decir: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar
justos, sino pecadores (Mt. 9, 12-13). ¡Palabras benditas que son el fundamento
de toda nuestra esperanza! ¡Qué bendición hubiera sido para los escribas y
fariseos si las hubieran oído con humildad en vez de encastillarse en la propia
soberbia!
Como el buen medico acude a los enfermos y no a los sanos Jesús Médico divino de
les hombres, acude a los pecadores, a los que padecen la peor de las
enfermedades del alma, que es, el pecado. Y acude antes que se le llame. Con
amorosa solicitud nos busca para sanarnos, hasta cuando nosotros nos olvidamos
de nuestra salud espiritual.
Si los escribas, y fariseos en vez de acudir a los enfermos del alma huyen de
ellos y los rechazan es porque, leyendo las escrituras asiduamente, no entienden
lo que ellas, enseñan. El Señor había dicho por boca del profeta Oseas:
Misericordia quiero y no sacrificio (Os. 6,6). Quien conoce la índole de la
lengua hebrea sabe que el Señor no había querido decir con esta frase de un modo
absoluto que le desagradaban los sacrificios—lo cual por otra parte hubiera sido
un contrasentido, puesto que El mismo los había mandado—pero sí que prefería a
ellos la misericordia. La suprema ley es la del amor y a ella se han de
subordinar todas las demás. La misericordia no es más que una forma del amor.
Por eso dice Jesús a los escribas y fariseos como a discípulos tardos y
desaprovechados: Id y aprended qué quiere decir: Misericordia quiero y no
sacrificio. Meticulosos hasta el ridículo en todo lo que era práctica exterior,
ignoraban lo más hondo y santo de la ley, que es la caridad. Si lo hubieran
conocido, ellos hubieran sido los primeros en desvivirse por los pecadores, en
vez de despreciarlos. Jesús al buscar a éstos no hacía más que ejercitar la
caridad, cifra a la vez y cumbre de todos los preceptos divinos. Aquellos
doctores infatuados, en vez de escandalizarse al ver a Jesús entre los
pecadores, hubieran debido imitar su divina misericordia y su celo insaciable.
¡Qué consuelo hubieran tenido los escribas y fariseos al oír tales palabras a
Jesús, si hubieran reconocido los pecados que llevaban en el alma! Pero
prefirieron embriagarse de soberbia a pedir humildemente la salud al Medico
divino, y a la vez se incapacitaron para gozar uno de los goces más puros e
íntimos del alma: el goce de sacrificarse por los pecadores y trabajar por
sacarlos del pecado.
Tácitamente fueron rechazados cuando Jesús siguió diciendo: Porque no he venido
a llamar justos, sino pecadores. Pues aunque Jesús había venido al mundo para
todos los hombres, si alguien se podía considerar excluido, no por voluntad de
Cristo, sino por propia voluntad, de su divino llamamiento era quien creía
bastarse, a sí mismo, quien se tenía por tan santo que rechazaba la gracia del
Redentor. Y tales eran los fariseos.
Pero veamos con más precisión el alcance de una sentencia tan consoladora para
nosotros. El sentido general de ella es el mismo que tiene la parábola de la
oveja perdida. Jesús, Buen Pastor, deja si es preciso las noventa y nueve ovejas
que tiene en el redil para buscar la oveja que se le extravió. Por eso puede
decir que no ha venido para llamar justos, sino pecadores. A la luz de este
sentido general se puede precisar todavía más el alcance de la sentencia, Cuadra
perfectamente con ella la doctrina de Santo Tomás, según la cual si el hombre no
hubiera pecado no se hubiera encarnado el Verbo de Dios; tan perfectamente
cuadra, que para defender lo contrario hay que retorcer de algún modo las
palabras que comentamos. Si se rechaza la doctrina de Santo Tomás, ¿que sentido
se podrá dar a la frase: no he venido a llamar justos? Pero bajando de estas
esferas doctrinales a lo más concreto y práctico, hemos de añadir algo que
sugiere la misma historia evangélica.
Cuando vino Jesús al mundo, encontró almas justas y a ellas se manifestó en
primer termino. Recordemos a la Virgen Santísima. San José, Zacarías, Isabel,
Simeón, Ana la profetisa y al Santo Precursor cuya vida y apostolado
considerábamos al comenzar el presente curso. Esto nos enseña que la frase no he
venido a llamar justos, ha de entenderse con las convenientes atenuaciones. Por
otra parte al empezar su ministerio público empezó Jesús a encontrar pecadores
en su camino. Todavía está fresco en nuestra memoria el encuentro con la
samaritana, y en la última lección sacra hubimos de comentar la conversión de
Mateo, el publicano que ahora obsequia al Señor con un banquete. Estas dos
series de hechos contrapuestos se armonizan pensando que aun los justos que
halló Jesús, lo eran por gracia de El mismo; pero sobre todo recordando una
delicada doctrina de San Agustín en su comentario a la primera epístola de San
Juan.
Para declarar el amor de los enemigos se vale el santo doctor de esta sencilla
imagen. Cuando un carpintero ve caído un tronco deforme y tosco, se alegra y
goza pensando en lo que de aquel tronco puede hacer. Su arte lo transformará en
objetos útiles y bellos. Pues así hemos de hacer nosotros al encontrar enemigos,
puesto que así hace Dios, cuando encuentra al pecador. Se goza viendo lo que su
poder divino y misericordioso puede hacer de, él. Como decía San Pablo: todos
los hombres pecaron y están privados de la gloria de Dios (Rom. 3,23). Con ellos
despliega Jesús su amor de celo, para poder luego poner en ellos su amor de
complacencia. En los justos se complace y con los pecadores despliega el cedo
que le devora.
Como expresión de ese celo exclama: no he venido a llamar justos sino pecadores.
El amor de celo, fruto de infinito deseo de hallar sus complacencias en los,
hijos de los hombres para bien de ellos, le trajo del cielo a la tierra y
gobierna como norma suprema sus trabajos y sus sacrificios. Su deseo de poder
complacerse en los hombres le hace entregarse sin reserva y ante todo a
convertir pecadores.
(Lecciones Sacras sobre los Santos Evangelios, Ed. Escelicer, 1945, Pág.
389-394)
R Garrigou Lagrange o.p.
El motivo de la Encarnación fue un motivo de misericordia
Existe una opinión según la cual el Verbo, en el plan actual de la Providencia,
se habría encarnado incluso si el hombre no hubiese pecado. Cristo habría venido
entonces no como Salvador y Víctima, sino como Cabeza del reino de Dios y Doctor
supremo para dar mayor gloria a Dios y coronar, así, la creación. Habría venido,
de este modo, con un cuerpo inmortal no sujeto al dolor. Pero, añade esta
opinión, habiendo sobrevenido el pecado, Cristo vino en carne mortal, in carne
passibili, como Salvador y Víctima para nuestra salvación.
Según esta opinión, se trata de algo accidental, por así decir, el que, en el
plan actual de la Providencia, Jesús sea Salvador y Víctima; ante todo Él es Rey
de reyes, Cabeza del reino de Dios.
Santo Tomás, que examinó el valor de esta opinión, ya propuesta en su época,
escribe a este propósito: Parece preferible seguir la enseñanza contraria de los
que dicen que, según el plan actual de la Providencia, el Verbo no se habría
encarnado si el hombre no hubiese pecado. En efecto, lo que depende de la sola
libertad de Dios por encima de todo lo que es debido a la criatura, no puede
sernos conocido más que por la revelación contenida en la Escritura. Ahora bien,
la Escritura dice por todas partes que la razón de la Encarnación fue la
redención del género humano. Es, pues, preferible decir que la Encarnación ha
sido ordenada por Dios como un remedio y que si el primer hombre no hubiese
pecado, el Verbo, según el plan actual de la Providencia, no se hubiese
encarnado, aunque, según otro plan, la Encarnación habría podido tener lugar sin
esa condición. (STh. III q1 a3).
En otros términos, según Santo Tomás, y los tomistas y muchos otros teólogos
antiguos y modernos, el motivo de la Encarnación fue, sobre todo, un motivo de
misericordia, para levantar a la humanidad caída. Desde este punto de vista,
Jesús es, ante todo, Salvador y Víctima, más que Rey; es éste el rasgo
primordial de su fisonomía espiritual.
Se funda esta respuesta en numerosos textos de la Escritura y en testimonios muy
fuertes de la Tradición. Daniel (9,24) y Zacarías (3,9) anuncian que el Mesías
vendrá para poner fin al pecado, para borrar las iniquidades de la tierra. Jesús
mismo dice en San Lucas (19,10): El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar
lo que estaba perdido. También dice en San Juan (3,17): Porque tanto amó Dios al
mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca,
sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
que juzgue al mundo, sino PARA QUE EL MUNDO SEA SALVO POR ÉL. San Pablo (1Tim
1,15) escribe: Cierto es, y digno de ser por todos recibido, que Cristo Jesús
vino al mundo para salvar a los pecadores. San Juan añade en su primera Epístola
(1,7): ... Y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado Si alguno
peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiación
por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo
(2,2). Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación de nuestros pecados
(4,10).
Por otra parte, el nombre de Jesús no quiere decir Rey, ni Doctor, sino que
quiere decir Salvador, y los nombres dados por Dios expresan el rasgo primordial
de la fisonomía espiritual de los que lo reciben. El ángel Gabriel, enviado de
Dios, dice a María: Darás a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús (Lc
1,31). A José, el ángel le dijo: Dará a luz a un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21). Así, el
motivo de la Encarnación es aquello por lo que ha sido necesaria: para salvarnos
por una reparación perfecta de la ofensa hecha a Dios, por un acto de amor
reparador que agrada a Dios más que le desagradan todos los pecados y que sea
una fuente infinita de gracias para nosotros.
La Tradición no es menos afirmativa que la Escritura tal como se ve por el
Símbolo de Nicea que canta en la misa: Credo in filium Dei unigenitum..., qui
propter nos homines et propter nostram salutem descendit de caelis: Creo en
Jesucristo, Hijo único de Dios... que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió de los cielos. Es éste el sentido de toda la liturgia del
Adviento y de la Natividad, que, desde hace muchos siglos, prepara a los fieles
para celebrar el nacimiento del Salvador.
También los Padres de la Iglesia enseñan generalmente que según el plan actual
de la Providencia, el Verbo no se habría encarnado si los hombres no hubiesen
tenido necesidad de redención. Es ésta en particular la doctrina de San Irineo y
de San Atanasio, de San Gregorio Nacianceno, de los más grandes Padres griegos,
San Juan Crisóstomo y del más ilustre de los Padres de la Iglesia latina, San
Agustín.
San Juan Crisóstomo dice expresamente: La Encarnación no tiene otra causa que
ésta: Dios nos vio caídos, en la abyección, oprimidos por la tiranía de la
muerte y tuvo misericordia. Del mismo modo dice San Agustín: Si el hombre no
hubiese caído, el Hijo del hombre no habría venido. El motivo de la Encarnación
fue un motivo de misericordia. Es lo que repiten Santo Tomás, todos los tomistas
y muchos otros teólogos.
Más en particular, los tomistas añaden esta razón: Dios, después de haber
decidido el plan de la Providencia, no lo modifica a causa de un accidente
imprevisto. Ha previsto todo de antemano; ningún bien llega sin que Él lo haya
querido, ningún mal sin que Él lo haya permitido por un mayor bien. Así, pues,
no se puede decir que Dios ha modificado el plan actual a consecuencia del
pecado del primer hombre. El decreto divino, eficaz sobre el mundo, se extendía
en conjunto a todo lo que debía llegar, de una manera positiva al bien y de una
manera permisiva al mal. Ahora bien, de hecho, el Verbo ha venido en una carne
mortal y sujeto al dolor, lo que presupone el pecado, según confesión de todos.
Así, pues, en virtud del primitivo decreto, eficaz, el Verbo no se habría
encarnado si el hombre no hubiese pecado. Por otra parte, ya lo hemos visto, es
lo que dice muy claramente la Escritura y la Tradición. En otros términos: el
motivo de la Encarnación ha sido un motivo de misericordia. Como ha dicho
Nuestro Señor: el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba
perdido. Es extremadamente consolador para nosotros: los mayores pecadores que
suplican al Salvador encuentran la salvación.
(El Salvador y su amor por nosotros, Ed. Rialp S.A., Madrid, Págs. 171-176)
San Agustín
Oseas 6, 3-6.
«Centraos, hermanos míos, en el amor que la Escritura alaba de tal manera que
admite que nada puede comparársele. Cuando Dios nos exhorta a que nos amemos
mutuamente, ¿acaso te exhorta a que ames solamente a quienes te amen a ti? Este
es un amor de compensación, que Dios nos considera suficiente. Él quiso que se
llegara a amar a los enemigos. (Mt 5, 44-45). Quien te enseñó a orar es quien
ruega por ti, puesto que eras culpable. Salta de gozo, porque entonces será tu
juez quien ahora es tu abogado. Dado que tendrás que orar y defender tu causa
con pocas palabras, has de llegar a aquellas: Perdónanos nuestras deudas, como
nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12) (Sermón 386,1)
Romanos 4,18-25
«Conservemos esta justificación en la medida que la poseamos, aumentémosla en la
proporción que requiere nuestra pequeñez para que sea plena.. Todo proviene de
Dios, sin que esta afirmación signifique que podamos echarnos a dormir o que nos
ahorremos cualquier esfuerzo o hasta el mismo querer. Si t ú no quieres, no
residirá en ti la justicia de Dios. Pero aunque la voluntad no es sino tuya, la
justicia no es más que de Dios. LA justicia de Dios puede existir sin tu
voluntad... Serás obra de Dios, no sólo por ser hombre... Quien te hizo sin ti,
no te santificará sin ti... La participación en los dolores de Cristo será tu
fuerza.» (Sermón 169,13)
San Efrén
Mateo 9, 9-13
«El escogió a Mateo el publicano (Mt 9,9-13) para estimular a sus colegas a
venirse con él. Él ve a los pecadores y los llama, y les hace sentarse a su
lado. ¡Espectáculo admirable; los ángeles están de pie temblando, mientras los
publicanos, sentados, gozan; los ángeles temen, a causa de su grandeza, y los
pecadores comen y beben con Él; los escribas rabian de envidia y los publicanos
exultan y se admiran de su misericordia!
«Los cielos viven este espectáculo y se admiran, los infiernos lo vieron y
deliraron. Satanás lo vio ardiendo de furor, la muerte lo vio y experimentó su
debilidad; los escribas lo vieron y quedaron ofuscados por ello. Hubo gozo en
los cielos y alegría en los ángeles, porque los rebeldes eran dominados, los
indóciles sometidos, los pecadores enmendados, y porque los publicanos eran
justificados. A pesar de las exhortaciones de sus amigos, Él no renunció a la
ignominia de la cruz y, a pesar de las burlas de los enemigos, no renunció a la
compañía de los publicanos. Él ha despreciado la burla y desdeña las alabanzas,
así contribuía mejor a la utilidad de los hombres. . (Comentario sobre
Diatésaron 5, 17)
Material tomado de Año Patrístico Litúrgico, P Manuel Garrido, O:S:B, 4
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Juan Pablo II
Amor más fuerte que la muerte más fuerte que el pecado
La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la fuerza del mal
contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que, único entre los hijos de los
hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y libre de pecado, y cuya
venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la herencia del
pecado original. Y he ahí que, precisamente en El, en Cristo, se hace justicia
del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia « hasta la muerte », Al
que estaba sin pecado, « Dios lo hizo pecado en favor nuestro ». Se hace también
justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del hombre, se
había aliado con el pecado. Este hacer justicia de la muerte se lleva a cabo
bajo el precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único que podía
—mediante la propia muerte— infligir la muerte a la misma muerte. De este modo
la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena
justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir,
del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la
historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.
La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo
que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su
infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más
dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el
final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de
Nazaret y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista. Según las
palabras ya escritas en la profecía de Isaías, tal programa consistía en la
revelación del amor misericordioso a los pobres, los que sufren, los
prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el misterio pascual
es superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en
su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las
raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la
cruz se convierte en un signo escatológico Solamente en el cumplimiento
escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos
los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente
maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El
fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de
Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo « ha resucitado al tercer día »
constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera
revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a
la vez el signo que preanuncia «un cielo nuevo y una tierra nueva», cuando Dios
« enjugará las lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni
llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado ».
En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras
que en la temporalidad, en la historia del hombre —que es a la vez historia de
pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante todo como misericordia y
actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, —programa de
misericordia— se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al
centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación del amor
misericordioso alcanza su punto culminante. Mientras « las cosas de antes no
hayan pasado », la cruz permanecerá como ese « lugar », al que aún podrían
referirse otras palabras del Apocalipsis de Juan: « Mira que estoy a la puerta y
llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con
él y él conmigo ». De manera particular Dios revela asimismo su misericordia,
cuando invita al hombre a la « misericordia » hacia su Hijo, hacia el
Crucificado.
Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa; es el que está a la
puerta y llama al corazón de todo hombre, sin coartar su libertad, tratando de
sacar de esa misma libertad el amor que es no solamente un acto de solidaridad
con el Hijo del Hombre que sufre, sino también, en cierto modo, « misericordia »
manifestada por cada uno de nosotros al Hijo del Padre eterno. En este programa
mesiánico de Cristo, en toda la revelación de la misericordia mediante la cruz,
¿cabe quizá la posibilidad de que sea mayormente respetada y elevada la dignidad
del hombre, dado que él, experimentando la misericordia, es también en cierto
sentido el que « manifiesta contemporáneamente la misericordia »?
En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto al hombre, cuando
dice: « cada vez que habéis hecho estas cosas a uno de éstos..., lo habéis hecho
a mí »? Las palabras del sermón de la montaña: « Bienaventurados los
misericordiosos porque alcanzarán misericordia », ¿no constituyen en cierto
sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el « cambio admirable » (admirabile
commercium) en ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y « dulce » a la
vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras del sermón de la
montaña, al hacer ver las posibilidades del « corazón humano » en su punto de
partida (« ser misericordiosos »), ¿no revelan quizá, dentro de la misma
perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el
camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable
misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras
pronunciadas en el Cenáculo: « Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre ».
Efectivamente, Cristo, a quien el Padre « no perdonó » en bien del hombre y que
en su pasión así como en el suplicio de la cruz no encontró misericordia humana,
en su resurrección ha revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por El y,
en El, por todos los hombres. « No es un Dios de muertos, sino de vivos ». En su
resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente
porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando
recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra
esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que « la tarde de aquel mismo
día, el primero después del sábado... se presentó en medio de ellos » en el
Cenáculo, « donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos y les dijo:
recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados
y a quienes los retengáis les serán retenidos ».
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera
radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más
fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al
término —y en cierto sentido, más allá del término— de su misión mesiánica, se
revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que,
en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe
confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo pascual es la
encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente: histórico-salvífico
y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia del tiempo pascual
pone en nuestros labios las palabras del salmo: « Cantaré eternamente las
misericordias del Señor ».
(Tomado de la encíclica Dives in Misericordia 30 de Noviembre de 1980)
Catecismo de la Iglesia Católica
JESÚS Y LA FE DE ISRAEL EN EL DIOS ÚNICO Y SALVADOR
587 Si la Ley y el Templo pudieron ser ocasión de "contradicción" (cf. Lc 2, 34)
entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús,
para la redención de los pecados –obra divina por excelencia–, acepta ser
verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal
118, 22).
588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores
(cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37;
14, 1). Contra algunos de los "que se tenían por justos y despreciaban a los
demás" (Lc 18, 9; cf Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: "No he venido a llamar a
conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al
proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf
Jn 8, 33–36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con
respecto a sí mismos (cf Jn 9, 40-41).
589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa
hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf Mt 9,
13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los
pecadores (cf Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf Lc 15, 22-32).
Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las
autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente
asombradas, "¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?" (Mc 2, 7). Al
perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende
hacerse igual a Dios (cf Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace
presente y revela el Nombre de Dios (cf Jn 17, 6.26).
590 Sólo la Identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una
exigencia tan absoluta como ésta: "El que no está conmigo está contra mí" (Mt
12, 30); lo mismo cuando dice que él es "más que Jonás... más que Salomón" (Mt
12, 41-42), "más que el Templo" (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que
David llama al Mesías su Señor (cf Mt 12, 36-37), cuando afirma: "Antes que
naciese Abraham, Yo soy" (Jn 8, 58); e incluso: "El Padre y yo somos una sola
cosa" (Jn 10, 30).
591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén creer en El en virtud
de las obras de su Padre que el realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe
debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo "nacimiento de lo
alto" (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf Jn 6, 44). Tal exigencia de
conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf Is 53,
1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús
merecía la muerte como blasfemo (cf Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban
así tanto por "ignorancia" (cf Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el
"endurecimiento" (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la "incredulidad" (Rm 11, 20).
EJEMPLOS PREDICABLES
La Princesa mendiga
En Inglaterra acaeció el siguiente suceso: Uno de los días más crudos de un
riguroso invierno, cuando la vida se hace más dura para las gentes necesitadas,
una Princesa de muy ilustre casa y linaje, por nombre Lady Grey, quiso vestirse
con ropas astrosas y harapientas, tomó en una mano un bastón y en la otra un
cesto viejo y casi desfondado, y anduvo pidiendo limosna por aquellos
andurriales para probar por sí misma la bondad y misericordia de las gentes.
Muchas fueron las casas en que fue recibida con modales hoscos y cara de pocos
amigos, y despedida con dureza de corazón; en otras, con mucha frialdad le
dieron limosnas irrisorias de puro mezquinas, y sólo en una halló acogida
cordial. Un hombre no muy sobrado de recursos la condujo a su pobre casa, la
hizo sentar junto al fuego que chisporroteaba en el hogar, y la esposa del
compasivo varón le ofreció una buena tajada de pastel y un poco de cerveza.
A la mañana siguiente fueron invitadas al palacio de la Princesa todas aquellas
personas a quienes ésta pidiera limosna el día antes. Aquellas gentes,
asombradas por honor tan inesperado, fueron conducidas por la servidumbre del
palacio al comedor de gala y acomodadas, con gentiles palabras, alrededor de una
espaciosa mesa. Ya en ésta, los criados sirvieron a cada uno de los invitados lo
mismo que el día antes habían dado a la Princesa convertida en pordiosera. Quien
vió en su plato un mendrugo de pan, quien una patata cruda, quien una manzana
podrida. Otros, como para más crecida deshonra, tenían el plato vacío. Sólo a un
hombre y a una mujer sirvieron exquisitos manjares. Al poco rato se presentó la
Princesa en el comedor y habló a sus convidados de semejante manera: "Ayer quise
andar por estos contornos ataviada como una mendiga, y fui pidiendo limosna para
experimentar por mí misma la generosidad de las gentes. He aquí por qué ahora os
ofrezco lo mismo que me ofrecisteis. ¡Dios quiera que muchos de vosotros podáis
en el otro mundo ser regalados más ricamente!" Casi todos los habitantes de
aquel lugar trabajaban en las tierras del Príncipe y vivían de sus bondades; es,
pues, natural, que ninguno se atreviera a murmurar, ni añadir palabra alguna.
Debemos ponderar y tener muy presentes las palabras que dirá Jesucristo a los
que estén a su izquierda.
El Emperador José II como médico.
Cuidar enfermos es una obra de misericordia, y, en verdad, excelentísima. El
Emperador José II, hijo de aquella grande Emperatriz María Teresa, dió muestras
en cierta ocasión de su pecho noble y caritativo, practicando un acto meritorio
muy digno de ser recordado. Paseando aquel Emperador por un paseo de Viena,
acercósele un mozalbete pobremente vestido, y entre grandes sollozos le pidió
una moneda. El infeliz no reconoció al Emperador y creía tener ante sí
simplemente a un hombre rico. Preguntóle el noble señor cuál era la razón de
tantas lágrimas, y el muchacho, arreciando en sus sollozos, le contestó: "Señor,
tengo a mi madre enferma, y es tan extremada nuestra miseria, que me es menester
andar pidiendo limosna para reunir un gulden, que es el anticipo que me exige el
médico por ir a visitarla". En esta sazón, sacó el Emperador un gulden de su
bolsa, y dióselo, preguntándole asimismo cuál era su nombre y donde habitaba. Ya
en esto, corrió el muchacho a buscar al médico, y en tanto dirigióse el
Emperador a la casa de la pobre enferma. La infeliz mujer, que vió en su
camaranchón aquel caballero tan principal, tomóle por el médico, a quien
aguardaba confiando en la diligencia del hijo, y comenzó a describirle sus
molestias y padecimientos. Oyóla el Emperador con mucha atención, y cuando hubo
terminado la mujer su relato, extendió aquél una receta con mucha parsimonia y
fuése. Poco después, entró el muchacho con el verdadero médico. Maravillóse la
enferma de que aun otro médico la visitase, y mostróles la receta que el
Emperador dejara sobre la mesa. El doctor tomóla y exclamó: Fue el propio
Emperador José quien estuvo en esta casa; con esta esquela podrán ustedes cobrar
25 ducados". La satisfacción de la pobre enferma es excusado referirla. No debía
ser pequeña la vergüenza que sintiera aquel médico que no quiso asistir a la
enferma si no le pagaban por anticipado con buenos dineros contantes y sonantes!
Donde el Emperador daba tan bonísimos ejemplos, había derecho a exigir en los
súbditos mayor compasión de la que daba muestras aquel médico desalmado.
(Dr. Francisco Spirago, Catecismo en Ejemplos, III, Ed. Políglota Barcelona 1929
Pág. 4-5/18-19)
17.
A partir de este domingo, que llamamos
décimo del tiempo normal u ordinario y durante 23 domingos más, iremos
reviviendo y profundizando las consecuencias de estos tres grandes misterios;
sus luces, sus verdades, sus amores y los apoyos para nuestra vida cristiana.
Llegaremos así hasta finales de noviembre y acabar así este nuevo año litúrgico,
que es una gracia o don de Dios para dar un paso adelante y progresar en nuestra
vida humana y cristiana.
Todos estos domingos, nos llevará de la mano el evangelista San Mateo Estamos
proclamado o leyendo ya, en este domingo 10, el capítulo 9, desde el versículo 9
al 13
Este décimo domingo, el 11 y el 12 forman los tres una catequesis o enseñanza para la orientación y el progreso en nuestra vida cristiana. En el 10 se nos revela y se nos enseña que Jesús necesita colaboradores para su gran misión de redención y salvación. El 11, Jesús enviará a su misión a cuantos ha sido llamados y que ellos, generosamente han respondido a su llamada. Y el 12 se nos revelará que cuantos anuncien esta nueva manera de vivir, esta nueva escala de valores de la vida, este nuevo hombre, libre del pecado y de la muerte, serán perseguidos. Pero se nos dirá que, en esas circunstancias adversas: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”.
No olvidéis, pues, esta enseñanza unitaria de estos tres domingos: COLABORADORES. ELEGIDOS. PERSEGUIDOS.
Veamos, pues, la enseñanza de este domingo: ser COLABORADORES de JESÚS:
Para ser colaboradores de Jesús, para ser sus seguidores, para ser cristianos, hay que ser amigos. Un enemigo destruye y persigue, no colabora, ni construye.
Si soy pecador, si no soy amigo, si mi amor y mi “ piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada, que se evapora”, todo cuanto haga de ceremonias y ritos de arrepentimiento son vanos, vacíos, huecos y a Dios no le agradan, ni le contentan. Son como ritos sin fe, es algo idolátrico, porque no me he preocupado de conocer a Dios, ya que mis conocimientos son infantiles, elementales, imprecisos y hasta equivocados. Y si no tengo un conocimiento claro de Dios, conforme a mi nivel cultural y a mi edad, entonces mi amor será también pura sensiblería, que no va más allá del simple nivel humano y de mis imágenes fantasiosas.
Así nos lo ha dicho el profeta Oseas: “Quiero misericordia”, es decir, que tu corazón, cordia, o corde, esté en la miseria de ti y de tus hermanos. “Y no sacrificios”, ceremonias y ritos rutinarios y vacíos de conocimiento y vacíos de amor. “Quiero conocimiento de Dios” y no imaginaciones y sueños y cuentos e historietas infantiles. “Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora”. No sirve de nada. Así te estás engañando.
La fe que se nos pide, es primero conocimiento y después, compromiso de amor, de cariño y de entrega a aquello que he conocido y que lo he aceptado en mi corazón, porque he conocido al que me habla y me revela lo que soy, lo que valgo y lo que él es: el todo otro, la realidad primera, lo que trasciende este mudo y da sentido a lo que hay y a lo que no hay. Es la raíz, la fuente de la vida.
La fe cristiana no es solo intelectual (interpretar el mundo), sino también, la fe es operante (transformar el mundo).
La fe cristiana no es solo conocer cosas de Dios, sino comprometerme con las cosas de Dios que conozco. Si me quedo solo a nivel de conocimientos, entonces seré tan solo un hombre culto en el área de lo religioso, pero no cristiano.
Lo malo que en lo que llamamos occidente cristiano (Europa, América y un poco África), donde predomina el cristianismo como cultura y muy poco como religión, el pueblo llano, la mayoría, pues, sus conocimientos cristianos son muy deficientes. Su compromiso es más bien con aspectos míticos, supersticiosos y folklóricos de la interpretación que hacen del cristianismo y a medida que el progreso científico y económico, desbarata ese mundo de la magia y superstición por la sociedad del bienestar, que no necesita acudir a ese mundo oscuro de lo mágico para conseguir vivir cómodamente, las iglesias se vacían y la vida sacramental se abandona. La crisis es fuerte. El remedio nos lo acaba de decir el profeta Oseas:
“Quiero conocimiento de Dios” y no imaginaciones y sueños y cuentos e historietas infantiles. “Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora”. No sirve de nada. Así te estás engañando.
Abraham tiene fe, tiene confianza en el que le hace una promesa, más que en la promesa misma, de que a pesar de su vejez y de la esterilidad de su mujer Sara, tendrá un descendiente, un hijo. Abraham ligado más a Aquel que le había hecho una promesa, que a lo que le había prometido: tener un hijo. Confía en Dios, quiere a Dios y no fija su pensamiento y sus intereses y en el contenido de la promesa. Abraham podría muy bien recitar en su corazón aquellos versos del soneto, ante el Cristo crucificado: “No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera”. Es decir, te quiero, porque te quiero y no por lo que me das. Y no me preguntes más.
Dios, dando vida al cuerpo de Abraham y al seno de Sara, anticipa y anuncia ya la resurrección de Jesucristo. De la muerte biológica, sale la vida nueva de un hijo. De la muerte del espíritu y del ser, surge la resurrección y la nueva vida eterna.
Y Jesucristo viene a este mundo a revelar, enseñar y proclamar este prodigio de perdón, de redención, de salvación y de nueva vida divina para la humanidad. Y nos quiere asociar en esta gran empresa y proyecto de salvación. No importa cómo somos y cómo estamos. No busca ni llama a gentes sabias, ricas o poderosas, sino a personas disponibles con lo poco que tienen, con lo poco que son. A ti también, seas niño, joven, mayor o anciano, sano o enfermo, culto o ignorante, con euros o dólares en tu billetera, o con los bolsillos vacíos. Llama a todos.
Jesucristo, hoy nos dice que personas, como los fariseos de su tiempo, que solo piensan en la justicia distributiva, que es dar a cada uno según su trabajo y rendimiento, no pueden comprender la misericordia de Dios.
Lo mismo que aquellos obreros que fueron a trabajar a su viña por un buenísimo salario y que después murmuraban del dueño, porque daba a los que habían trabajado tan solo una hora, tanto como a ellos.
Y si queréis, pensad en el hijo mayor del padre del hijo pródigo, que a lo mejor te ves retratado en él. Nunca dejó de mala manera la casa paterna, siempre trabajó con fidelidad y responsabilidad, nunca pidió ningún extra y ahora no comprende, que a ese hijo, que todo lo gastó de mala manera, y que no lo siente ni hermano, el padre le reciba con fiestas, música y un gran banquete.
Y si queréis también, como aquel fariseo, que pagaba todo religiosamente y que en el templo, despreciaba al pobre publicano, pecador, que no sería escuchado por el dios que él se fabricaba.
Dios rechaza el valor de tan solo los ritos y ceremonias vacías, en provecho del amor y de la misericordia.
Las comidas de Cristo, son comidas de perdón. Comidas con los pecadores, comida de perdón dada por el padre al hijo de las locura, comida de la última cena, buscando sintiera Judas el perdón que le estaba ofreciendo. Porque, claro, el perdón no se impone, el perdón se recibe, si uno quiere.
Hoy también Jesús pasa por esta comunidad cristiana para llamar a muchos, que no os atrevéis a dar testimonio de vuestras vidas cristianas, porque os veis y os ven, llenos de sombras y sois mal vistos por los vecinos. Llama a esos hombre y mujeres, jóvenes o no tan jóvenes, que tienen nombre propio, como este recaudador de impuesto. Su nombre, Mateo. No es un ser anónimo. Tiene su personalidad. Es un alguien, pero que no está conforme con su vida, como tantos jóvenes y personas, que se drogan y beben, pero no están conformes con su estilo de vida.
Mateo lo siguió al momento y dejó tras sí, toda una vida sin sentido, toda su vida de pecado. Y lleno de alegría le invitó a una comida con sus gentes, mal vistas como él, pero deseosos de dejar atrás lo que no les dejaba ser lo que eran. Porque con Jesús se sentían comprendidos y valorados. No eran basura de la sociedad. El barría la hojarasca de sus vidas para descubrir y ellos poder encontrar el verdadero valor de sus personas y la dimensión cósmica de su existencia.
Jesús gritaba: “Andad, aprended lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”.
A este Jesús le lo vamos a encontrar una vez más en la Eucaristía que vamos a celebrar. ¿Le conoces de verdad o tus conocimientos elementales solo te dibujan una caricatura de su persona? ¿Cuánto tiempo dedicas a la semana para saber quién es él, qué te está descubriendo de ti y qué te está revelando de él? ¿Qué está esperando de ti, como lo esperó de Mateo, para cambiar la escala de valores de este mundo, demasiado materialista y hacer un mundo de hermanos y de amigos?
El camino para conocerle, ya lo sabes: la lectura trabajada y reflexionada, sobre todo del Evangelio. Suerte y decisión, que él también te espera a ti, seas cómo seas.
Eduardo Martínez Abad
Escolapio
18. Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa --predicador de la Casa Pontificia-- a las lecturas del próximo domingo
Dios quiere misericordia
Hay algo conmovedor en el Evangelio del día. Mateo no nos narra algo que Jesús
dijo o hizo un día a alguien, sino lo que le dijo y le hizo personalmente a él.
Es una página autobiográfica, la historia del encuentro con Cristo que cambió su
vida.
«Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le
dijo: “Sígueme”. Él se levantó y le siguió». El episodio, sin embargo, no es
citado en los Evangelios por la importancia personal que revestía Mateo. El
interés se debe a lo que sigue al momento de la llamada. Mateo quiso ofrecer un
gran banquete en su casa para despedirse de sus ex compañeros de trabajo, «publicanos
y pecadores».
A la indefectible reacción de los fariseos Jesús responde: «No necesitan médico
los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa
aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio».¿Qué significa tal frase en
la que Jesús cita al profeta Oseas? ¿Tal vez que es inútil todo sacrificio y
mortificación y que basta amar para que todo vaya bien? De este pasaje se puede
llegar a rechazar la dimensión ascética del cristianismo, como residuo por
superar de una mentalidad aflictiva o maniquea.
Ante todo hay que observar un profundo cambio de perspectiva. En Oseas, la
expresión se refiere al hombre, a lo que Dios quiere de él. Dios quiere del
hombre amor y conocimiento, no sacrificios exteriores y holocaustos de animales.
En boca de Jesús, la expresión se refiere en cambio a Dios. El amor del que se
habla no es el que Dios exige del hombre, sino el que da al hombre.
«Misericordia quiero, que no sacrificio» quiere decir: quiero usar misericordia,
no condenar. Su equivalente bíblico es la palabra que se lee en Ezequiel: «No
quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (33,11).
Dios no quiere «sacrificar» a su criatura, sino salvarla. Con esta
puntualización se entiende mejor también la expresión de Oseas. Dios no quiere
el sacrificio a toda costa, como si gozara viéndonos sufrir; no quiere tampoco
el sacrificio hecho para alegar derechos y méritos ante él, o por un
malentendido sentido del deber. Quiere en cambio el sacrificio que es requerido
por su amor y por la observancia de los mandamientos. «No se vive en amor sin
dolor», dice la Imitación de Cristo, y la misma experiencia diaria lo confirma.
No hay amor sin sacrificio. En este sentido, Pablo nos exhorta a hacer de toda
nuestra vida «un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rm 12,1).
Sacrificio y misericordia son cosas buenas, pero pueden convertirse en malas si
se distribuyen mal. Son cosas buenas si (como hizo Cristo) se elige el
sacrificio para uno y la misericordia para los demás; se vuelven malas si se
hace lo contrario y se elige la misericordia para uno y el sacrificio para los
demás. Si se es indulgente con uno mismo y riguroso con los demás, dispuestos
siempre a excusarnos a nosotros y despiadados al juzgar a los otros. ¿No tenemos
nada que revisar al respecto en nuestra conducta?
No podemos concluir el comentario de la llamada de Mateo sin dedicar un
pensamiento afectuoso y reconocido a este evangelista que nos acompaña, con su
Evangelio, en el curso de todo este primer año litúrgico.
Caravaggio, que pintó la «vocación de Mateo», también dejó un cuadro del
evangelista mientras escribe su Evangelio. Una primera versión fue destruida en
Berlín en la última guerra; en una segunda versión, que ha llegado hasta
nosotros, está arrodillado sobre el escabel, con la pluma en la mano, atento a
escuchar al ángel (su símbolo) que le transmite la inspiración divina. Gracias,
san Mateo. Sin ti, ¡cuánto más pobre sería nuestro conocimiento de Cristo!
[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por
Zenit]
19 FLUVIUM 2005
Dios quiere nuestra salvación
No puede sino asombrarnos la escena evangélica que nos presenta la Iglesia en
este domingo. Se trata precisamente de las circunstancias que rodearon a la
llamada a seguirle, que Jesús dirigió al que sería el apóstol y evangelista
Mateo, cuando pasaba junto a donde recaudaba impuestos. Mateo se ocupaba, como
publicano, de cobrar el tributo que la autoridad romana exigía al pueblo de
Israel. Entre otras, era ésta una de las obligaciones que pesaba sobre el pobre
elegido, como consecuencia de haber sido dominados política y militarmente por
los romanos.
Podríamos detenernos en bastantes detalles del relato, que no deben pasarnos
inadvertidos: la majestad de Jesús que, sin más, llama mientras va pasando a
seguirle de por vida; lo que descubriría Mateo: hombre práctico como pocos, sin
duda, difícil de engañar, para que una sola palabra le bastara para comprender
nítidamente que valía la pena cambiar su vida actual por el seguimiento de
Cristo; el entusiasmo suyo tras la decisión, que le lleva a organizar una fiesta
invitando a sus amigos; la actitud, en cambio, de los fariseos, que parecen
incapaces de ver con buenos ojos algo de lo que el Señor realiza; el afán
salvador, en fin, de Jesucristo: no he venido a llamar a los justos sino a los
pecadores, concluye.
Podemos esta vez detenernos precisamente en esto último, que parece inundar el
alma del Señor, y así lo manifiesta en bastantes momentos de su paso por la
tierra: Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban
maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor...; tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él...; no temáis, pequeño
rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. En muchos más
momentos manifiesta Jesús el cariño divino a los hombres. Concluimos con la
conversión de Zaqueo, que era jefe de publicanos y lo hospeda en su casa. En
aquella ocasión Jesús manifiesta: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues
también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y
salvar lo que estaba perdido.
Parece necesario, con una necesidad gozosamente imprescindible, que nos sintamos
muy queridos por Dios. Conviene que meditemos hasta el fondo, en la medida de
nuestras fuerzas humanas –aunque siempre sean pequeñas, de pobre criatura– que
un gran Amor nos quiere, y ha pensado para los hombres la mayor de las
felicidades posibles. Aunque no sea fácil de entender, porque habitualmente
pensamos en términos de derechos y de obligaciones –según una lógica humana–, el
plan creador de Dios, que hace posible nuestra existencia, nos conduce –si
libremente somos dóciles a él– al inimaginable deleite de su intimidad. No cabe
pensar en mayor bien que aquél que de suyo satisface cada potencia de nuestra
carne y nuestro espíritu.
No se trata, desde luego, de una cuestión de derechos adquiridos que logremos en
virtud de unos ciertos méritos. Diríamos, para entendernos en una cuestión en la
que las palabras resultará siempre pobres, que así ha sido el plan de Dios:
gratuitamente nos ha amado, sin iniciativa alguna de nuestra parte; no tenemos,
al respecto, nada que decir, nada que objetar que sea razonable. Sería tan
absurdo como plantear objeciones respecto a que las personas en este mundo
puedan ser hombres o mujeres, o que caminamos habitualmente sobre nuestros pies.
Se trata, en efecto, de un convencimiento primario, básico de la fe cristiana:
la vida del hombre únicamente se consuma en Dios; y en Él y sólo en Él,
compartiendo su Vida Eterna, logra el hombre su plenitud.
La llamada al apostolado de Mateo, discípulo del Señor y autor del primer
evangelio, por las circunstancias que la rodearon, es una manifestación práctica
y eficaz del deseo salvador universal divino concretado por Jesucristo al llegar
a la plenitud de los tiempos, en palabras de San Pablo. Cabría pensar que los
justos por su justicia ya caminan con sus pasos orientados hacia Dios. Se apoyan
en la Gracia, efecto primario de la Redención, en su progreso ilusionado hacia
la santidad. Pero los pecadores, los que viven de modo habitual en la
injusticia, en franca oposición a los preceptos divinos, esos precisan más; esos
sí que necesitan una asistencia más específica que los anime a retirarse de sus
desvíos cuando ejercitan su libertad. Les es tanto más necesaria esa ayuda,
cuanto menos la echan en falta, porque, siendo imprescindible para la salvación,
no la quieren. Son, evidentemente –aunque no sepan– los más necesitados de
auxilio divino.
No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Parece la declaración
más sencilla y sincera que se podría hacer acerca del amor de Dios, y así se
expresaba Jesucristo, Dios mismo encarnado. Dios, que quiere que todos los
hombres se salven, como manifiesta el Apóstol a su discípulo Timoteo, no se
comporta, en Jesús como tantas veces los humanos, que excluimos de nuestro trato
–casi sistemáticamente– a quienes nos ofenden. Nuestro Señor vino al mundo
porque los hombres –simplificando– somos malos, pecadores. He ahí la razón de su
venida, tomando carne humana de Santa María. Su vida de infancia y de trabajo en
este mundo nuestro, su predicación y su Pasión, muerte y Resurrección, han sido,
ciertamente, por amor a todo el género humano: para que pueda alcanzar aquella
Gloria a la que el hombre fue destinado. Pero siempre en razón del pecado y de
los pecadores.
Que el entusiasmo agradecido de Mateo nos contagie también a cada uno, y nos
ayude a contemplar a Nuestro Señor como al amigo incondicional que nunca se
desdice de su amistad, aunque no seamos merecedores de ella. Sin duda, con esa
actitud positiva nos sentiremos más dispuestos a evitar lo que ofende a Dios;
más aún, desearemos agradarle, amarle, en nuestro comportamiento de cada día.
La Madre de Dios, Madre nuestra, aliente nuestros deseos.
20. Fray Nelson Domingo 5 de Junio de 2005
Temas de las lecturas: Yo quiero misericordia y no sacrificios * Se fue
robusteció y dio con ello gloria a Dios * No he venido a llamar a los justos,
sino la los pecadores.
1. Dios se reserva sus respuestas
1.1 Existe siempre la tendencia en el corazón humano de ajustar sus relaciones
con los demás en términos de negocios y contraprestaciones. Al fin y al cabo, la
lógica del intercambio es sencilla, práctica y omnipresente: doy algo y recibo
algo más o menos equivalente.
1.2 La primera lectura de hoy viene a romper ese esquema, sin embargo. El pueblo
de Israel se estaba acostumbrando demasiado a ver su relación con Dios como un
intercambio: ofrecemos sacrificios y Dios se pone de nuestra parte. El problema
es que Dios no juega ese juego. Por boca de los profetas propone preguntas
difíciles como aquello que leemos en un salmo: "No te reprendo por tus
sacrificios, ni por tus holocaustos, que están continuamente delante de mí. No
tomaré novillo de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos. Porque mío es todo
animal del bosque, y el ganado sobre mil colinas. Toda ave de los montes
conozco, y mío es todo lo que en el campo se mueve. Si yo tuviera hambre, no te
lo diría a ti; porque mío es el mundo y todo lo que en él hay. ¿Acaso he de
comer carne de toros, o beber sangre de machos cabríos?" (Sal 50,8-13)
1.3 Lo que Dios busca en nosotros es más bien lo que él ha puesto en nosotros, a
saber, el entendimiento de su voluntad y el deseo de amar como él ama. Somos
semejanza suya, según cuenta el Génesis, pues que brille esa semejanza amando a
la manera de él. Y esa manera tiene un nombre: misericordia. El que ama sin
esperar retorno ama por pura compasión, por puro deseo del bien del necesitado.
Ese es el corazón que él quiere para nosotros.
2. Llamado por Misericordia
2.1 Y misericordia es lo que destilan las palabras y acciones de Jesucristo.
Ello es patente en sus milagros y exorcismos, pero no está ausente de su
predicación ni tampoco del acto libre y misterioso por el que ha llamado a
algunos, asociándolos particularmente a su misión. Es lo que hoy vemos cuando
Jesús llama a un hombre detestado con toda razón, un explotador y traidor de su
propio pueblo. Mateo, o también Leví: así se le conoce.
2.2 Jesús confirma con sus palabras que esta elección no ha sido una especie de
accidente o un impulso intempestivo que configura una anécdota. Es parte de su
misión, es una descripción de su tarea en esta tierra: "no he venido a llamar a
los justos, sino a los pecadores."
2.3 Aunque suene ingenuo o inoportuno, preguntemos: ¿por qué no ha venido a
llamar a los justos? Porque los justos no sienten necesidad de ser enderezados o
"ajustados." Jesús viene a responder a una necesidad; quien no descubre esa
necesidad no descubre tampoco a Jesús.
2.4 Pero no se trata de cualquier necesidad. Es algo profundo, que sólo puede
ser colmado con la palabra misericordia. Y uno necesita misericordia cuando ha
alcanzado su propio límite. No cualquiera entonces entiende el mensaje de
Jesucristo; no cualquiera está en disposición de aceptarle como Señor y
Salvador. De algún modo es preciso haberse encontrado con el propio límite y
haber percibido que sólo con el regalo de un amor no merecido la propia vida
puede seguir adelante y florecer. Por supuesto, una vez recibida esta gracia,
este regalo, quien lo recibe se siente pertenecer a Cristo y a su palabra. Eso
hizo Mateo y eso haremos nosotros cuando vivamos la experiencia que él vivió.