REFLEXIONES
(Más Reflexiones sobre las Bienaventuranzas en DOMINGO/04A)

1.

Yo les confieso a ustedes -y supongo que no se extrañarán en absoluto- que intentar comentar el "pasaje de las bienaventuranzas" es dificilísimo. Más diría: casi imposible. Es dificilísmo hacerlo sin caer en una auténtica hipocresía.

Porque, ¿cómo vamos a comentar y aplicar en nuestra vida las palabras que Cristo pronuncia hoy desde el monte para todos los oyentes del mundo y, por supuesto, para todos y cada uno de los cristianos que en el mundo han sido y serán?, ¿cómo comentar este pasaje sin que entre un rubor insoportable y se tenga la tentación inmediata de pasar hoja y quedarse callado, deseando que tal pasaje no existiera en el Evangelio? Pues yo no sé cómo se puede hacer un comentario de las bienaventuranzas sin decir, primero, que no hemos entendido nada de ellas (yo, al menos, no las he entendido) y que resulta muy arriesgado intentar comprenderlas.

Porque, vamos a ver, ¿a quién queremos los cristianos y a quién queremos parecernos? Pues no hay duda: a los ricos, a los que ríen, a los que gozan, a los que mandan. A ésos los queremos los cristianos y los quieren todos los hombres de todas las latitudes y de todas las épocas. A ser de los ricos, de los que gozan, de los que mandan y de los que ríen, aspiramos todos los hombres de cualquier hemisferio, color y raza. Las revistas que leemos, los "telefilmes" que vemos, el ambiente que nos rodea, no es sino una incitación constante al triunfo de esas cualidades, que ocupan el lugar de honor entre todas las cualidades que pueden darse en el mundo. Y a conseguirlas nos empuja todo nuestro entorno y nuestro más profundo e inconfesado deseo. Esto es verdad. Y somos felices cuando gozamos de la compañía de los poderosos y de los que ríen.

Por contraste, no es menos verdad que nadie, nadie, ama a los pobres, a los que sufren, a los desgraciados, a los que son un estorbo, a los que complican la vida, a los feos, a los ordinarios (y eso que la ordinariez se lleva hoy bastante); nadie se precia de ser amigo de los perseguidos, de los que no tienen dónde caerse muertos; todos olvidamos incluso a los parientes pobres, a los que quisiéramos ver desaparecer del árbol genealógico.

Y cuando esto es así -y es así-, llega Cristo y pone todo patas arriba. Pero, claro, lo decía El que era pobre (no tenía dónde reclinar su cabeza), era uno del montón, no tenía poder y sería perseguido sañudamente por causa de la justicia, de la más pura e inmaculada justicia.

Buena jugada nos hizo Cristo con las bienaventuranzas; no hay que ver más que las elucubraciones mentales que se han hecho para aguar su contenido. Y se comprende, porque, tomadas directamente, no hay quien las aguante, ni quien se apunte decididamente a ese estilo de vida, que es la más completa oposición al estilo de vida que nos gusta a todos.

Y como, ciertamente, es preferible confesar con valentía que nos hemos saltado, frecuentemente, esta página del Evangelio, tanto corporativa como individualmente, yo no me atrevo a comentar nada, sino sencillamente a admitir la parte de responsabilidad que me toca en esta realidad colectiva que es innegable. A mí sólo se me ocurre que hoy, en la Eucaristía, nos quedemos sentados tranquilamente un rato, leamos el pasaje de las bienaventuranzas y pidamos al Señor que, poco a poco, vaya desgranando en el interior de nuestro corazón, abierto de par en par, el sentido y la profundidad que El quiso dar a cada una de sus bienaventuranzas y a cada una de sus malaventuranzas. Que nos dé la intención que El tenía al pronunciarlas, para que seamos capaces de mirar el mundo desde ese monte en el que El las dijo, con ojos nuevos, con ojos a los que los hombres aparezcan adornados con los dones que El prefería y amados precisamente por esos dones; con ojos nuevos para conseguir que la pobreza, el dolor, la marginación, la persecución, no pueden nunca justificarse con las bienaventuranzas, porque no hay sarcasmo mayor que decirle al pobre o al que sufre que será bienaventurado sin poner a su alcance la inmediata bienaventuranza, que es la de que deje de sufrir y de ser pobre.

Es cierto que pobres y ricos los habrá siempre, y habrá risas y lágrimas, y feos y guapos, y personas que tienen estrella y otros que parecen estrellados, pero lo importante es que las manos del hombre, de cualquier hombre y, por supuesto, del cristiano, se afanen en acortar las distancias, en secar las lágrimas y en hacer que en la tierra el hombre, por el hecho de serlo, tenga un sitio indiscutible, que no dependa nunca de otra cualidad que la de ser hombre, que ya es suficiente cualidad.

Este es un domingo inquietante. Y ésta es una página evangélica muy dura. En ocasiones, cuando se oyen interpretaciones literales del Evangelio y se pretenden justificar en estas interpretaciones determinadas actitudes maximalistas, esta página me viene a la imaginación, pensando que pocas veces la hemos interpretado literalmente.

DABAR 1983, 15


2. BENDICION/MALDICION

La bienaventuranza es una forma literaria bíblica que se caracteriza por empezar con la expresión "dichoso el que...". Con su forma antitética, la conminación, forma una pareja semejante aunque no coincidente, con la pareja bendición-maldición. La bendición (hebreo barukh; griego euloguetos; latín benedictus) es una palabra creadora, eficaz, que opera lo que anuncia: p.ej. Isaac no es capaz de retirar la bendición que equivocadamente ha dado a Jacob y transferirla a su primogénito Esaú; todo lo que puede hacer es darle otra, manifiestamente inferior (Gn 27).

Además de esta bendición descendente está la bendición ascendente, que se emparenta con la eucaristía o acción de gracias (p.ej. Lc 1,68: "Bendito sea el Señor, Dios de Israel..."). Nuestra plegaria eucarística es al propio tiempo bendición ascendente, que alaba al Padre, y descendente, que consagra las ofrendas. La maldición propiamente dicha (hebreo arur, griego epikatáratos, latín maledictus) es una palabra también eficaz pero destructora, que realiza aquello con que amenaza (p.ej., Mt 21,18-19=Mc 11,12-14.20-21; la higuera estéril, maldecida por Jesús se seca).

La bienaventuranza (hebreo astrá, griego makarios, latín beatus) es una congratulación por la felicidad que ya existe, o que viene. En el lenguaje popular primitivo era una forma de cumplimentar a alguien, como cuando nosotros decimos "¡enhorabuena!", o "¡te felicito!".

Un ejemplo curioso es el de 1 R 10,8, en que la reina de Saba, para elogiar la sabiduría de Salomón, felicita a sus cortesanos: "Dichosos tus dignatarios, que están siempre ante ti escuchando tu sabiduría!"; o aquel delicado elogio a Jesús, a través de una felicitación a su madre (Lc 11,27). El lenguaje religioso tomó esta forma literaria popular y la convirtió en fórmula hímnica (se celebra a Dios proclamando dichosos al pueblo que él ha escogido, los fieles que le sirven y los piadosos que ponen en él su confianza); o también en una forma de bendición sacerdotal dirigida a los fieles que acudían al templo. Antiguas formas de bendición fueron utilizadas más adelante como conclusión de un mensaje escatológico o de un canto apocalíptico. Finalmente, las bienaventuranzas pasaron al lenguaje sapiencial (especialmente en los salmos) para hacer el elogio de las ventajas que procura la sabiduría y de los beneficios que provienen de vivir según las enseñanzas de los sabios. pero aunque muchas bienaventuranzas se encuentran en salmos sapienciales (22 sobre 36, o sea el 61 por ciento de las bienaventuranzas del A.T.) es porque los salmos recogen textos litúrgicos más antiguos; son los sabios los que, en más de un caso, han sido influenciados por los salmistas, y no al revés (en este análisis seguimos, contra la opinión más habitual, las investigaciones de E. Lipinski).

La antítesis de la bienaventuranza es la conminación, amenaza o ay (hebreo hoi, griego ouai, latín vae), que a menudo, más que expresar el deseo de que se produzca una desgracia, es un anuncio profético, que no pocas veces implica una exhortación a convertirse para escapar del mal amenazado, o a escarmentar viendo el mal que ha caído sobre una persona o un pueblo (como en los "ayes" de Jesús contra las ciudades impenitentes de Galilea, a las que recuerda la suerte de Tiro, Sidón y Sodoma: Mt 11,20-24). De este modo, estas formas literarias se prestan a un uso parenético o moral, para inculcar un juicio de valores, recomendar un estilo de vida y, en definitiva, indicar las condiciones para entrar en el Reino de Dios.

HILARI RAGUER
MISA DOMINICAL 1977, 4


3.

-Entrar en el clima de la bienaventuranzas es algo muy difícil. Conseguir que los demás entren, también. Es una especie de mundo refractario; y es posible que no lo comprendamos porque no lo aceptamos y que no lo aceptamos porque en realidad nos molesta.

Es muy cierto que nosotros encabezaríamos al revés las "bendiciones y maldiciones". Interpretar las bienaventuranzas es difícil y su predicación puede parecer un ofrecimiento de palabras de consuelo a los "pobrecitos"... El mensaje no se debe debilitar. Nótese la trascendencia (importancia) que Jesús da a sus palabras a través de la actitud en que lo sitúa el evangelio. Su sentido podría ser: ¡qué felicidad tan inmensa la de los pobres (los que esperan de Dios su salvación, los humildes que dependen desesperadamente de la misericordia del Altísimo), la de los que tienen hambre (de la Palabra), la de los que lloran, la de los que pueden compartir el rechazo de que fue objeto Jesucristo! No olvidemos que contienen un grito de alegría (que hay que poseer ahora), de alegría mesiánica que hallará su expansión en el cielo.

La segunda parte del mensaje -puesto que el evangelista juega con esta antítesis- deberá presentarse, tal vez, como una acusación a nosotros mismos: todos buscamos el consuelo en las riquezas, no experimentamos como plenamente necesarias las cosas de Dios, la alegría tiene sólo una dimensión terrena, se hacen muchas cosas por el popularismo... Estos elementos sitúan en vía muerta en orden a la salvación, cuando predominan no hay camino.

A partir de ahí se podrá volver al denominador común de las bienaventuranzas (y también de la primera lectura): el corazón se debe poner en el Reino, la verdad, el amor, la justicia; en cambio, la búsqueda de sí mismo, el olvido de la donación... conducen a la fatalidad. Queramos o no, nos guste o no, Jesús presenta como modelo de felicidad a los sencillos, a los que no tienen nada y sufren.

Se puede invitar a los oyentes a pensar en cómo debemos deshacernos de seguridades. Este punto resulta difícil de concretar, pero sí que permite abrir algunos interrogantes: ¿Cómo es Dios el primer valor de la vida? ¿Sentido de los consejos evangélicos? ¿Valor del sufrimiento? ¿Sentido de esperanza? ¿Sencillez o cálculo? ¿Sentido de ostentación? ¿Hambre de Dios? A veces uno piensa que los creyentes hablamos de compartir mucho, de "socialización", etc... pero en realidad cada uno procura vivir a distancia del "vocabulario" que emplea. Es peligroso vivir el vocabulario.

Quizás se podría añadir que las bienaventuranzas no paralizan el progreso humano, ni la lucha justa, puesto que el Reino empieza aquí y ahora. Nos invitan, sin embargo, a dar sentido a la vida sólo a través de la fe y nos recuerdan, sin falsos espiritualismos, que la motivación única debe ser el Reino; nos recuerdan, aunque resulte más o menos duro, que la salvación sólo es viable (permanente) si uno vive orientado hacia Dios. Habría que insistir en que en la tensión que crea el "compromiso temporal" hay que tener en cuenta el sentido de las bienaventuranzas.

JUAN GUITERAS VILANOVA
MISA DOMINICAL 1974, 2b


4.

¡SI YO FUERA RICO!

Quién no ha soñado, despierto, con ser. rico, y ha pensado en lo que haría si por la lotería, una herencia o cualquier otro motivo, recibiese una lluvia de millones. ¡Ay, si yo fuera rico! Cuánto envidiamos a esos personajes que la TV, las revistas o los periódicos nos presentan con esos lujos que sólo el dinero puede dar. Algunos, tal vez desde su ingenuidad, suelen decir, que si fueran ricos, harían tal o cual cosa en favor de los demás.

Ninguno nos queremos casar con la «dama pobreza», como Francisco de Asís, y la excusa puede ser ésta: si tenemos dinero, podemos hacer más bien a los pobres. Pero no se trata de hacer bien a los pobres, sino de ser nosotros pobres, y pobre es aquel que necesita de los demás, que no se basta a sí mismo, que depende de los demás. Por eso, rico no es sólo el que nada en la abundancia y sobresale por encima de todos o en el mundo en que vive.

Y la palabra del Señor no nos invita a que ayudemos sólo a los pobres, sino a que nosotros seamos pobres, no viviendo por encima de nuestras necesidades, para que seamos felices.

Todos queríamos ser ricos, porque así creemos tener la felicidad asegurada, ya que vemos que al que tiene dinero se le abren todas las puertas.

Un inmigrante sin dinero, no es bienvenido en ningún país, y menos en los países ricos, que no tienen ningún reparo en aceptar a los que vienen con dinero, y el que tiene dinero se puede pagar una mejor educación y una mejor sanidad que el que no lo tiene. No acabamos de creer al Señor que llama malditos a los que no confían sólo en él, y avisa con desgracias a los que ahora viven «bien».

Los medios de comunicación social nos presentan cada día la felicidad de los que han puesto su confianza en el dinero, y también nos presentan las desgracias de los que no lo tienen.

No hacen sin embargo lo mismo con los que ponen su confianza en el Señor: monjes, monjas, matrimonios que dedican unos años de su vida al tercer mundo, maestros, médicos que hacen lo mismo, religiosos, religiosas en residencias de ancianos, centros hospitalarios para drogadictos, catequistas...

Son testimonios vivos de otra felicidad vivida desde otros valores que no son el dinero, compartiendo la miseria, el sufrimiento, la injusticia, la persecución, la calumnia, buscando la felicidad por el camino opuesto.

El que pone su confianza en el dinero es aquel que piensa que todo se acaba con esta vida. Y al que esto crea, Pablo lo llama desgraciado. Y lo dice a los mismos cristianos que negaban la resurrección.

Hasta ahora, parece que el problema iba con unos pocos, pero nos afecta a muchos más, países Norte-Sur, primer mundo y tercer mundo.

Las recetas económicas son difíciles, difícil el mundo de la economía, pero hoy parece que todo va al «sálvese quien pueda», y el que produzca más barato, ese es el que más venderá. Y como el que compra es el que más tiene, pues sueldos de miseria en el tercer mundo, y productos más baratos en el primero.

Todas las batallas por favorecer y ayudar al tercer mundo, quedan reducidas, en gran medida, a la buena voluntad de las organizaciones no gubernamentales (ONGs), y eso que la solidaridad de la gente es mucha, aunque no toda la que podría ser.

Pero faltan los gobiernos y las instituciones públicas, que son reacias a dar el 0,7% del producto interior bruto al tercer mundo. Y el tercer mundo lo necesita, es más, en justicia se le debe, porque no es de seres humanos que viven en un mismo planeta, el que unos despilfarren y otros no puedan comer.

La sociedad del bienestar tiene un límite y es la vida digna de todas las personas. No es cuestión de darlo todo hecho, sino de tender una mano para que con el esfuerzo de los destinatarios, la situaci6n pueda mejorar. La dignidad por encima de todo. Lo que nos sobra, después de cubrir nuestras necesidades básicas, no nos pertenece, y si lo guardamos, se lo estamos quitando al que lo necesita. Por eso necesitamos compartir.

Aunque los bancos nos inviten a poner la confianza en sus dep6sitos, nosotros sabemos muy bien, que donde únicamente se puede confiar es en el Señor, porque todo lo demás, por muy seguro que sea, puede fallar, y si no lo hace, podemos fallar nosotros.

GONZALO GONZALVO EZQUERRA
DABAR 1995, 13


5.

BIENAVENTURANZAS Y MALDICIONES

Las bienaventuranzas, la carta magna del Reino de Cristo, nos las sabemos, pero no vivimos según Su espíritu. Tenemos miedo a las bienaventuranzas, las cambiamos, las dulcificamos, las ponemos adjetivos, porque escucharlas como salieron de los labios de Cristo, nos parece excesivamente duro.

Evidentemente que Cristo no quiere la pobreza, no quiere que todos estén llorando, no quiere que todos estén perseguidos, no quiere que todos padezcan hambre. Quiere todo lo contrario: quiere la justicia, la fraternidad, la igualdad para que no haya gente que vivo en la abundancia y gente que carece de todo.

Cristo quiere que todos seamos iguales, que aceptemos su Reino, Reino que nos comprometa a todos, que nos haga compartirlas riquezas delos ricos y superarla pobreza de los pobres. Un Reino en el que no haya llantos ni risas estentóreas, sino que haya paz y alegría y comprensión y gusto por vivir. Un reino en el que nadie se erija como juez sino en servidor de su hermano; en el que no haya opresiones y víctimas injustas sino que todos nos amemos y trabajemos en una misma empresa y en una misma esperanza.

Este es el gran mensaje de Jesús, este es el espíritu de las bienaventuranzas; esta es nuestra conquista y nuestra meta. Jesús nos quiere decir con esas cuatro maldiciones que en el evangelio de San Lucas apostillan a las bienaventuranzas, que no podemos poner la felicidad en las riquezas de este mundo; en las alegrías fáciles y efímeras, en la hartura delas cosas de aquí abajo; en la fama y en el incienso de nuestra sociedad .

Las bienaventuranzas hay que proclamarlas en la asamblea, en el contexto religioso de la reunión de cristianos, para que nosotros refresquemos nuestras posturas y situaciones espirituales y materiales y veamos en qué debemos cambiar, y superar.

A todos nos tocan las bienaventuranzas y a todos nos tocan las maldiciones de Cristo. Todos tenemos que aceptarlo y asimilarlo; ver lo bueno y lo luminoso de nuestra vida y ver lo que necesitamos urgentemente superar y cambiar.

Andrés Pardo


6.

La visión de Dios

No es una novedad decir que el texto del evangelio de hoy es de los difíciles de entender, de aplicar a lo concreto y de asimilarlo para provecho de nuestra vida cristiana. La lectura narra que Jesús bajó del monte -allí había pasado la noche en oración y, a la mañana, había elegido a los Doce- y que, en la llanura, se paró con un grupo grande de discípulos y de pueblo. Es pena que se hayan omitido dos versículos en los que se especifica que, entre la gente que rodeaba a Jesús, había un número importante de pobres, enfermos y endemoniados que intentaban tocarle para obtener su curación.

Ante aquel espectáculo, Jesús comenzó su "discurso de la pradera" con cuatro "dichosos" y otros tantos "¡ay de vosotros!", que resumen la visión que Dios tiene de los distintos grupos de hombres.

¿Qué significa "dichosos"? - se pregunta y responde von Balthasar- Ciertamente no "feliz" en el sentido que los hombres dan a esta palabra... Se trata del valor que este hombre tiene para Dios y en Dios, que se manifestará al hombre a su debido tiempo. Y análogamente para las maldiciones.

Los pobres - los pobres de Yaveh- ,a los que pertenece el Reino de Dios, muestran que a su pobreza corresponde una posesión de Dios: Dios los posee, y por eso mismo, ellos poseen a Dios.

Si los pobres han de ser considerados como pobres en Dios, entonces también los ricos han de ser considerados como ricos sin Dios, ricos para sí mismos, saciados y sonrientes, alabados de los hombres; estos no tienen tesoro en el cielo, y por eso cuanto poseen no es más que una apariencia pasajera. Urge meditar estas palabras de Jesús para no errar el camino.

Antonio-Luis-Mtnez
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
Núm. 242 - Año V - 15 de febrero de 1998


7. IGUALDAD/JUSTICIA

Somos hijos de la Ilustración; hijos y alumnos, porque la Ilustración antes que nada y sobre todo es la Escuela de la modernidad. De esta madre y maestra, como hijos y alumnos, hemos recibido en herencia grandes palabras. Una de estas palabras es la Igualdad. Pero hay otras muchas que van en el mismo paquete.

Recordemos, por ejemplo, las siguientes: la Razón, la Naturaleza, el Hombre, la Libertad. Eran palabras antiguas, tan antiguas como los mejores sueños siempre insatisfechos y nunca abandonados, como el paraíso perdido al que siempre hemos querido volver. Pero los ilustrados, para darles aún mayor importancia, empezaron a escribirlas con mayúscula, y casi, casi, se llegó al acuerdo de que debían introducirse siempre en el discurso y anunciar su presencia con una exclamación: "¡Oh la Naturaleza!", y así con todas las demás. De modo que parecía como si estas grandes palabras, cada una con su propia majestad, fueran un todo indivisible. Y se dijo entonces: "¡Oh la Igualdad! La Igualdad es la Igualdad".

Pero los hombres, que seguían divididos aunque todos comenzaron a llamarse ciudadanos, reconocieron al fin que eso de la Igualdad, en las actuales circunstancias, sólo podía entenderse de hecho como "igualdad ante la ley". Y de pronto se dieron cuenta de que ya estaban escribiendo su nombre otra vez con minúscula, y de que no era indivisible sino que eso de la igualdad estaba muy repartido. De modo que unos eran "más iguales que otros", es decir, que les tocaba a más. Porque seguía habiendo ricos y pobres, y los ricos, como todo el mundo sabe, son más iguales ante la ley. Y algunos empezaron a burlarse de esa Igualdad tan desigualmente repartida y, para poner en ridículo su falta de formalidad, la llamaron "formal". Anatole France escribió con fina ironía: "¡Oh la sublime Majestad de la Ley, que prohíbe por igual a ricos y pobres robar leña o dormir debajo de un puente!" Pues bien, hasta aquí hemos llegado y ésta es nuestra situación.

Lo que, aparte la ironía que Dios nos conserve, no es poco, si consideramos que todavía hay en el mundo muchas naciones en las que ni siquiera disfrutan los ciudadanos de esa igualdad ante la ley. Pero no es todo, claro está, ni mucho menos.

Mientras haya ricos y pobres -mientras haya pobres porque hay ricos-, tenemos la obligación de luchar para que las leyes y los gobiernos traten con desigualdad a los que son desiguales. Para que los que tienen más paguen más impuestos, y los que tienen menos igualmente menos. Para que los recursos públicos se canalicen hacia donde se encuentren los más necesitados, hacia los barrios y suburbios de las grandes ciudades, hacia la población rural, hacia las regiones menos subdesarrolladas. Hasta que no haya nadie que, por tener menos, tenga más derecho a recibir más.

EUCARISTÍA 1983, 9


8. POBREZA/RIQUEZA

La cuestión puede disimularse de muchas maneras. Puede camuflarse con lenguajes científicos; pero es sangrante e indiscutible.

Podemos llamarlas clases sociales o estamentos, productores y directivos, patronos y obreros, económicamente débiles o fuertes, riquezas y pobreza... Pero lo cierto es que hay ricos y pobres. Y también que, dada la escasez de los bienes, lo que les falta a los unos es lo que a los otros les sobra. Hay pobres porque hay ricos. Y hay ricos y pobres porque se consiente que los haya.

Nadie tiene la culpa de haber nacido rico. Pero ¿tienen culpa los pobres de haber nacido pobres y seguir siéndolo? No somos culpables de haber nacido en un mundo así; pero nadie está exento de culpa, si el mundo sigue siendo así. La injusticia heredada es un hecho inevitable. Injusto, pero hecho. La injusticia de hoy, en cambio, es un crimen que pesa sobre todos, por más que nos amparemos en unas Leyes que lo toleran; pues contra la justicia va la ley, si consiente que se enriquezcan los unos a costa de los otros.

Es fácil justificar las desigualdades apelando a la necesidad de un estímulo. Pero es una apelación falaz. ¿Qué estímulo reciben los pobres para seguir trabajando? Y, sin embargo, siguen trabajando para vivir. Hay que reconocer de una vez que todos trabajamos para vivir, que eso es lo humano y digno; no trabajamos para vivir mejor que los demás, que eso es inhumano y estúpido. ¿O acaso los ricos son de peor condición que los pobres? Cabe, sí, alguna desigualdad razonable; pero nunca esas diferencias que hacen que haya hombres que mueran de hambre, sólo porque otros no acaban de morirse de vergüenza. La causa de la pobreza está, sin duda, en la riqueza. Pero de ahí no se sigue que la culpa de que siga habiendo pobres pese sólo sobre los ricos. Tampoco están libres de responsabilidad los pobres que se resignan y no hacen nada para erradicar la injusticia. Se puede abrazar voluntariamente la pobreza, pero no se puede obligar a nadie a permanecer en ella por desidia. Ni se puede permitir que siga habiendo ricos, pues está claro para un creyente que la riqueza es un impedimento para la salvación y que los ricos no tienen parte en el reino de Dios.

EUCARISTÍA 1977, 9