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HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO
(18-26)
18. COMENTARIO 1
DICHOSOS LOS POBRES
Durante mucho tiempo, los cristianos hemos tenido como ideario el Antiguo
Testamento judío. Hasta hace poco -y aún hoy para muchos-, la vida cristiana
giraba en torno a los diez mandamientos. De éstos, se nos grabaron con especial
intensidad aquellos que comenzaban por un 'no' absoluto e incondicional: 'No
tomarás el nombre de Dios en vano, no cometerás actos impuros, no hurtarás, no
dirás falso testimonio ni mentirás, no consentirás pensamientos ni deseos
impuros, no codiciarás los bienes ajenos.'
El pueblo estaba especialmente sensibilizado hacia dos:
'No matarás y no robarás.' Un modo de confesar la propia inocencia era la
consabida frase: 'Yo ni robo ni mato.' Los eclesiásticos -frailes o curas-, por
lo común célibes, hacían hincapié en el sexto y en el noveno, explicitación del
sexto; ambos mandamientos, incluso mal traducidos e interpretados. Según el
libro del Exodo (20,14), el sexto mandamiento es «no cometerás adulterio», pero
el catecismo decía: 'No cometerás actos impuros', algo más amplio y genérico;
según la Biblia, el noveno y décimo mandamientos son el mismo y se formulan así:
«No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo,
ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él», de
lo que se deduce que mujer, esclavo, esclava, buey o asno son propiedad del
prójimo; el catecismo, sin embargo, los formulaba así: 'No consentirás
pensamientos ni deseos impuros' (noveno mandamiento) y 'no codiciarás los
bienes ajenos' (décimo). En realidad, en ambos casos, en su versión bíblica
original, se trata de un único mandamiento, concreción de 'no robarás',
mandamiento que nada tenía que ver con el sexto.
Tras los mandamientos de la ley de Dios seguían los de la Santa Madre Iglesia.
Curiosos mandamientos éstos, que suponían un cristianismo enfermizo, con poca
vitalidad. A los cristianos se les mandaba, entre otras cosas, oír misa entera
todos los domingos y fiestas de guardar, confesar y comulgar una vez al año,
como si esto se debiera mandar. Mal andaban las cosas cuando muchos cristianos
se desinteresaban de acercarse a la penitencia o a la eucaristía, y había que
obligarles a ello bajo pena de pecado.
El espíritu del evangelio va, sin duda, por otros derroteros. La religión de
Jesús no obliga a cumplir una serie de mandamientos como condición necesaria
para poder salvarse. Jesús vino, más bien, a proponer un estilo, una alternativa
de vida. Por eso, un día, «dirigiendo la mirada a los discípulos, dijo: Dichosos
los pobres, porque tenéis a Dios por Rey. Dichosos los que ahora pasáis hambre,
porque os van a saciar. Dichosos los que ahora lloráis, porque vais a reír.
Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os expulsen y os insulten y
propalen mala fama de vosotros por causa de este hombre. Alegraos ese día y
saltad de gozo, mirad que os va a dar Dios una gran recompensa; porque así es
como los padres de éstos trataban a los profetas» (Lc 6,20-23).
Jesús hablaba a los discípulos y les proponía como alternativa de vida el
camino de la solidaridad con los de abajo. Los invitaba a elegir un estilo de
vida pobre y austera, para poder -desde abajo y con los de abajo- luchar contra
la injusticia de un mundo dividido en clases enfrentadas. Los animaba a
desterrar de sus vidas ese deseo insano de acaparar más y más bienes de la
tierra, para que así -libres de ataduras- pudieran dedicarse por entero a amar
a Dios y al prójimo. Luchando por esa causa, llegarían a ser dichosos. Pero, por
esa causa precisamente, habrían de pasar hambre, llorar y sufrir persecución.
Y es que, según creo, todas las bienaventuranzas se reducen a una: «Dichosos
los pobres.» Las otras son consecuencia de ésta. En nuestra sociedad de consumo
comienza a ser feliz, ya desde ahora, quien se cierra al insaciable deseo de
tener y acaparar cada vez más.
Pero sucede que este tipo de personas, de pobres voluntarios, molesta,
inquieta, intranquiliza, denuncia. Pues la pobreza, así entendida, es sinónimo
de libertad, y la libertad es preocupante para quien fomenta la opresión. « ¡Ay
de vosotros los ricos!...» (Lc 6,24).
19.
COMENTARIO 2
¿QUIENES SON LOS POBRES?
Estos números no cantan, lloran: cada año el hambre provoca cincuenta y cinco
millones de muertes (casi dos por segundo); doscientos millones de niños menores
de quince años trabajan y son explotados; la prostitución infantil mueve
seiscientos millones de pesetas al año; el cólera acabará con la vida de seis
millones de latinoamericanos y el SIDA en Africa... Las cifras lloran. Pero no
se nos cae la cara de vergüenza cuando algún estómago satisfecho, en un tono que
pretende ser científicamente neutral, formula esta pregunta: «pero, para el
evangelio, ¿quiénes son los pobres 2»
EL EVANGELIO NO ES NEUTRAL
El evangelio no es neutral, y la ciencia -cualquier ciencia, pero sobre todo la
que se refiere al Dios liberador, a Jesús de Nazaret y a su proyecto sobre el
hombre- no puede ser neutral ante la pobreza, porque ésta es siempre un fracaso
y, desde el punto de vista del evangelio, consecuencia del pecado, porque
pecado es todo aquello que hace sufrir a los hombres, porque Dios no soporta el
sufrimiento de quienes él destinó a la felicidad. Por eso Dios no es neutral ni
el evangelio tampoco: «Dichosos vosotros, los pobres...»; «¡Ay de vosotros, los
ricos...!»
Las bienaventuranzas de Mateo (5,1-12), por aquello de los pobres del espíritu,
se han manipulado y malinterpretado para no molestar a los ricos. Pero Lucas no
dice nada del espíritu y, además, opone un ¡ay! a cada una de las promesas de
felicidad.
Eso significa, en primer lugar, que Dios y el evangelio de Jesús han tomado
partido por una de las partes, se han puesto del lado de los pobres y en contra
de los ricos (véase Lc 1,51-53).
En segundo lugar, que cuando el evangelio dice «pobre» se refiere a esos
millones que no tienen lo suficiente para comer o para vestirse, a los que no
les llega el agua o la electricidad, a los que carecen de un techo bajo el que
cobijarse.
Y en tercer lugar, que siguiendo la línea del Antiguo Testamento, el evangelio
considera que los ricos son los culpables de la miseria de los pobres.
¿DICHOSOS? ¿POR QUE? ¿DESDE CUANDO?
¿Dichosos los pobres porque son pobres? ¡No! Porque van a dejar de serlo:
«porque tenéis a Dios por rey», porque sobre ellos Dios ejerce su reinado,
porque en ellos se hace realidad el proyecto de Dios, el reino de Dios. El reino
de Dios no es un lugar, no es ni el cielo ni la tierra: el reino de Dios es el
grupo de hombres sobre los que Dios reina, el grupo de personas que intentan
vivir de acuerdo con el proyecto que, a través de Jesús, Dios propone a la
humanidad. A medida que los hombres vayan aceptando y realizando ese proyecto, a
medida que el reinado de Dios se vaya consolidando en la tierra, los pobres
irán dejando de sufrir, porque dejarán de ser pobres, su hambre se verá saciada
y su llanto se cambiará en risa.
Dios quiere la felicidad para el hombre -«dichosos», promete el evangelio-, y
esa felicidad es para el presente -"tenéis"- o para el futuro inmediato. No se
trata de una promesa para el más allá, no es que Dios va a compensar los
sufrimientos de los pobres dándoles un premio en la otra vida; lo que Jesús dice
es que si dejamos que Dios reine sobre nosotros, entre nosotros no habrá pobres
porque no habrá ricos, nadie pasará hambre porque nadie acaparará lo que otros
necesitan, no habrá quien sufra porque nadie hará sufrir. Al contrario, allí
donde se deje reinar a Dios, todos compartirán el alimento y la vida, y
queriéndose, reirán felices.
Y la advertencia o amenaza para los ricos también es para esta vida: aferrados
como están a una sociedad injusta, culpables como son del sufrimiento de los
pobres y puesto que se niegan a cambiar y se resisten a que nada cambie, no
podrán participar de la alegría de un mundo de hermanos; ellos mismos se
cierran las puertas a la felicidad que nace de la experiencia del amor
compartido.
¿DICHOSOS? ¿HASTA CUANDO?
Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan y os insulten y
proscriban vuestro nombre como malo por causa del Hombre. Alegraos ese día y
saltad de gozo, que grande es la recompensa que Dios os da, pues lo mismo hacían
sus padres con los profetas.
El evangelio no es un cuento de hadas. Jesús tiene los pies firmemente asentados
en la tierra. Sabe que construir una sociedad nueva, hacer una revolución,
aunque sea mediante la palabra, ganando uno a uno los corazones de los que se
adhieran a ella, no es empresa fácil. Los ricos, los que se benefician de que la
sociedad esté tan mal organizada, los que prefieren a la ternura el consuelo del
dinero, los que piensan que si su estómago está lleno no importa cuántos se
quedan vacíos, los que en la injusticia presente encuentran motivos para la
risa, se resistirán a que la situación cambie, y aunque los que proponen y
luchan por una nueva sociedad utilicen medios pacíficos, ellos les responderán
con la violencia, con la persecución y, si lo creen necesario, con la muerte.
Pero tampoco en ese caso Dios abandonará a los que han querido que El sea su
rey. En medio de la persecución y el dolor les hará sentir con fuerza la alegría
de una recompensa presente, pero que se proyecta a un futuro sin término: el
amor de los hermanos y su propio amor, razón suficiente para alegrarse y saltar
de gozo. Por eso, con Pablo (primera lectura), sabemos que la esperanza que
tenemos en el Mesías no es sólo para esta vida: Dios acogerá en su casa de Padre
a todos los que hayan querido vivir como hermanos.
20.
COMENTARIO 3
PRESENTACION A ISRAEL DEL PROGRAMA DEL REINO
Lucas presenta el auditorio: «Una gran muchedumbre del pueblo, procedente de
todo el país judío, incluida Jerusalén, y de la costa de Tiro y Sidón, que
habían ido a oírlo y a quedar sanos de sus enfermedades, y también los
atormentados por espíritus inmundos, se curaban; y toda la multitud trataba de
tocarlo, porque salía de él una fuerza que los sanaba a todos» (6, 17b- 19).
También el auditorio es compuesto: están presentes en él tanto las tribus
establecidas en la tierra prometida como las que viven en la diáspora
(representada por «Tiro y Sidón»).
Las multitudes habían acudido con una doble intención: oír al Maestro de Israel
y hacerse curar de sus males.
Antes de hablarles, Jesús, con la «fuerza» del Espíritu, les restituye la
integridad humana. Mezclados con ellas, están los poseídos por «espíritus
inmundos», los fanatizados por una ideología que se ha posesionado de ellos y
les ha arrebatado la capacidad de pensar y actuar como hombres libres: son los
que actúan por consignas -como los que con un mando a distancia explosionan un
coche bomba-, sin preocuparse para nada de si los demás son personas; éstos no
compartían ninguna de las dos intenciones señaladas; más bien habían venido a
ver si podían aprovecharse de la presencia masiva de Israel para pronunciarse
contra los romanos. Jesús los libera de sus ideologías destructoras.
Enfermos física y psíquicamente continúa habiendo, tantos o más que en los
tiempos de Jesús.
¡QUIEN LO DIRIA, QUE LOS RICOS SON UNOS DESGRACIADOS!
La primera parte del sermón del llano va dirigida a los discípulos (6,20-26).
Jesús los coloca ante una alternativa de felicidad/ desgracia, invirtiendo los
valores de la sociedad. A una situación presente (pobreza/riqueza) corresponde
la contraria en el futuro. Las cuatro bienaventuranzas van seguidas de cuatro
malaventuranzas. Las cuatro primeras están organizadas en forma de tríptico
(«los pobres, los que ahora pasáis hambre, los que ahora lloráis»), donde se
describe la actual situación de sufrimiento y se promete un cambio radical
mediante la práctica del mensaje de Jesús, y un colofón, en el que se comprueba
la persecución de que serán objeto por parte de la sociedad, al presentir que
los pobres hacen tambalear sus fundamentos (6,20-22). Las cuatro
malaventuranzas presentan la misma estructura: un tríptico («los ricos, los que
ahora estáis repletos, los que ahora reís») y un colofón, en el que se les
advierte que la aprobación de la sociedad significaría que han traicionado el
mensaje (6,23-26).
El «reino de Dios» es la sociedad alternativa que Jesús se propone llevar a
término. La proclama del reino no la efectúa desde la cima del monte, sino desde
el «llano», en el mismo plano en que se halla la sociedad construida a partir de
los falsos valores de la riqueza y el poder.
«Pobres» no son los miserables -pese a que éstos lo tienen más fácil, porque no
han de renunciar a nada-, sino los que libremente renuncian a considerar el
dinero como valor supremo -un ídolo- y optan por construir una sociedad justa,
eliminando la causa de la injusticia, la riqueza; son los que se dan cuenta de
que aquello que ellos consideraban un valor -éxito, dinero, eficacia, posición
social, poder- de hecho va contra el hombre.
Jesús no promete felicidad a los pobres: los declara «felices», porque tienen ya
a Dios como Rey; mientras se construye esta sociedad alternativa, continuará
habiendo hambre y sollozos, pero la esperanza de que esto puede cambiar espolea
a los que ya empiezan a vivir esta nueva realidad. Los «ricos», en cambio, los
que quieren mantener la injusticia, puesto que de esta manera aseguran su
posición privilegiada, están condenados a la miseria.
21.
COMENTARIO 4
Jeremías proclama la conversión, como el camino adecuado y seguro para que
hombres y mujeres vuelvan al camino de Dios y purifiquen su corazón corrompido y
dañado por la sublimación que han hecho del egoísmo humano. El ministerio
profético de Jeremías se centró en la llamada a la misericordia, al amor y a la
experiencia de Dios que constantemente sigue invitando a sus hijos a que vuelvan
al camino perdido, camino que Dios siempre ha ido mostrando pero que el ser
humano por su ambigüedad ha ido perdiendo de vista, entregándose a todo aquello
que margina del amor de aquél que nos amó primero: Dios. La conversión propuesta
por Jeremías tiene una sola forma de ser manifestada y de ser vivida por los
seres humanos. Sólo viviendo para los demás, dándonos por los demás y trabajando
por la humanización de los demás, entonces podemos descubrir el proceso de
conversión en nuestras vidas.
Jesús quiere que el grupo de sus discípulos y que todo el pueblo que lo escucha
y lo sigue, aprenda la gran lección de humanidad que él ha asumido en su propia
vida. Jesús descubrió que lo que agobia al pueblo es el mal estructural que se
ha ido divinizando en medio de los pobres y del pueblo en general. Jesús le hace
frente a este mal estructural, enseñándole al pueblo una nueva forma de entender
la vida, la historia y las relaciones. Jesús intuye el Reino de forma contraria
a la organización social. Las bienaventuranzas son para Jesús la mejor forma de
hacerle frente al mal que padece su sociedad y es en esencia el fundamento de la
doctrina del Reino.
Para que el Reino de Dios llegue plenamente y para que pueda ser una realidad
vivida plenamente por los discípulos, Jesús sabe que es necesario que se dé en
sus seguidores un cambio total en la vida interior de ellos. Por lo tanto, para
Jesús, una verdadera conversión radica en romper con la raíz de la ambición y de
la injusticia. Mientras no se rompa con esta raíz profunda que se encuentra
sembrada en el corazón de los seres humanos, Dios no será el soberano de los
seguidores del Reino y por ende el modelo social no podrá ser cambiado en su
totalidad.
Con las bienaventuranzas, Jesús plantea un nuevo modelo de sociedad. Este nuevo
modelo social es llamado por Jesús: el Reino de Dios. A este Reino se puede
entrar si se combate y aniquila el poder de dominio y si se es capaz de asumir
la propuesta de Jesús de forma adulta y responsable. Por eso, para Jesús, sólo
Dios ejerce su reinado total sobre aquellos que han hecho plenamente una opción
radical de transformación de sus conciencias y han desechado de sus vidas la
ambición y han podido renunciar a sus propios intereses.
Es necesario combatir el espiral de injusticia que vive la sociedad. Jesús sabe
que no es una tarea fácil, y que dicha tarea le traerá la oposición más fuerte
de todos aquellos que ejercen el poder en medio del pueblo, pero también traerá
oposición de muchos hombres y mujeres oprimidos que han asimilado la injusticia
en el mundo como realidad querida por Dios.
Por todo lo anterior, Jesús sabe que el anuncio de todo lo hermoso del Reino y
de todos los valores de justicia que este Reino encarna, no es tarea sencilla.
La persecución será el fin seguro de todos aquellos que como Jesús se han
atrevido a tocar el orden vigente y a proponer un modelo de sociedad como Dios
siempre lo ha querido.
Las bienaventuranzas, siguen estando en vigencia. Ellas son una norma de vida
abierta para toda la humanidad. Es la ética adecuada para anunciar un Reino
donde todos tienen cabida. Ojalá que nosotros como Iglesia, como comunidad de
creyentes, entendamos y asumamos las Bienaventuranzas en conexión con el Reino
de Dios, para que ellas no pierdan el sentido revolucionario que Jesús le dio.
COMENTARIOS
1. Jesús Peláez, La otra lectura de los evangelios II, Ciclo C, Ediciones El
Almendro, Córdoba
2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Para que seáis hijos". Ciclo C.
Ediciones El Almendro, Córdoba 1991
3. J. Mateos, Nuevo Testamento (Notas al evangelio de Juan). Ediciones
Cristiandad Madrid.
4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de
Latinoamérica).
22. DOMINICOS 2004
¡Dichoso tú!
¡Dichoso tú, yo y el otro! Dichosos si tomamos nota de las lecturas que nos
propone la liturgia de este 6º domingo del Tiempo Ordinario. Dichosos nosotros
si al escuchar la Palabra de Dios nos acercamos al estilo de vida que Jesús
propone.
Las bienaventuranzas tienen dos diferentes versiones, la que ofrece Lucas y la
de Mateo. Para Mateo las bienaventuranzas son ocho, a las que añade un cierre de
todas ellas. Las de Lucas sólo son cuatro, pero van acompañadas de otras cuatro
maldiciones paralelas.
Jesús, en el evangelio de Lucas, no se anda por las ramas, es claro e incluso
radical al proponernos las actitudes que debemos tener en nuestro actuar. Él nos
propone la felicidad; y nos avisa crudamente de lo que sucede a los que no se
ajusten a ese proyecto de felicidad. Las bienaventuranzas constituyen la
plenitud de la ley mosaica, que Cristo “vino a dar”.
Comentario Bíblico
Las Bienaventuranzas, corazón del Evangelio
Iª Lectura: Jeremías (17,5-8): Feliz quien se fía
de Dios
I.1. Con ese texto tan bello, del hombre que confía en el Señor, el texto de
Jeremías nos prepara para abrir el alma al texto evangélico. Un contraste entre
makarismo y lamentación construyen este texto profético, que tiene mucho de
radical y de sapiencial. El simbolismo del desierto como ámbito de muerte, de
sequedad, es una lección que debe aplicarse a la vida del creyente, en este caso
del israelita. Una serie de términos hebreos describen el mundo del desierto (el
hombre –adam-, carne -bashar- y corazón leb); en la otra parte está Dios. Es en
Yahvé en quien hay que tener confianza (ybth), porque en él está la experiencia
del agua en el desierto de la vida.
I.2. Poner la confianza (el corazón) en el mundo de la carne, del hombre y sus
intereses es un desafío moral y antropológico. El mensaje no tiene dobleces; es
simple y directo, de escuela elemental: es el mundo del Dios y el mundo de los
hombres lo que está en la palestra del profeta que aquí se vale de la
experiencia sapiencial para comunicar su mensaje de confianza. Es tan sencillo
como lo que podemos aprender en la escuela de la vida de cada día. ¿No es así?
El dualismo entre el mundo de Dios y el mundo del hombre es un desafío. Si
queremos tener vida hay que estar junto a la corriente, de lo contrario seremos
como el tamarisco de la Arabá (que es un desierto inmenso).
IIª Lectura: Iª Corintios (15,12.16-20): Sin resurrección no hay futuro
II.1. La carta de Pablo a los Corintios, segunda lectura de este domingo,
continúa después el “credo” de la resurrección (vv. 1-11) con sus consecuencias
para todos los hombres. Si no hay resurrección de Jesucristo no hay perdón de
los pecados y no habrá vida eterna. Entonces ¿qué nos espera?, ¿la nada?, ¿el
caos? Algunos niegan la resurrección de los muertos, no la ven necesaria. Por lo
tanto tampoco sería la de Cristo (v.12). Con eso el cristianismo pierde su
sentido y Pablo lo hace ver con claridad meridiana. Porque la lógica se impone:
si los muertos no resucitan, tampoco Cristo debía haber resucitado.
II.2. Pero si Cristo no ha resucitado la fe de los cristianos no tiene sentido;
la lógica sigue imponiéndose frente a los que se permiten esas afirmaciones. Y
si ponemos en Cristo nuestra esperanza únicamente para esta vida, somos los más
tontos de todos los hombres. Estamos en el centro del debate: si no hay
resurrección ¿para qué ser cristianos? ¿Para vivir con un sentido ético en esta
vida? No sería totalmente negativo, pero se empobrecería sobremanera el sentido
de la fe y de la vida cristiana. Y se arruinaría una dimensión fundamental del
cristianismo: ofrecer vida verdadera, vida eterna a los hombres. La resurrección
de Jesucristo es el paradigma de la oferta verdadera de Dios a los hombres.
II.3. Cristo no ha venido a otra cosa sino a “resucitarnos” en el mejor sentido
de la palabra. No solamente a resucitarnos moralmente (que así ha sido), sino
para que resucitemos como Él. Es verdad que la acción de la resurrección recae
directamente en Dios. Pero de alguna manera, como apunta Sto. Tomas, la
resurrección de Jesús es la causa de nuestra resurrección (S. T. q. 56). Habría
que precisar algunos aspectos de las afirmaciones teológicas de Tomás de Aquino,
porque la antropología actual y la hermenéutica lo requieren. Su resurrección,
poder de Dios, es la fuerza transformadora de nuestra historia de pecado y de
muerte. Pero si no hay resurrección de los muertos tampoco podríamos hablar del
valor eficiente de la resurrección de Jesús para todos los hombres ¡no habría
futuro para nadie! ¡ni siquiera para Dios!, porque nadie lo buscaría y nadie
diría su nombre. Pero la resurrección de Jesucristo nos ha revelado que sí hay
futuro para todos, para Dios y para nosotros.
Evangelio: Lucas (6,20-26): Las opciones del Reino
III.1. Hoy la liturgia, y muy concretamente el evangelio, nos ofrece uno de los
textos más impresionantes de la historia de la humanidad, por el que muchos han
dado su vida y por el que otros han detestado al cristianismo y a Jesús de
Nazaret. El texto de las bienaventuranzas de Lucas es escueto, dialéctico,
radical. Pero en el fondo se trata simplemente de describir dos ámbitos bien
precisos: el de los desgraciados de este mundo y el de los bien situados en este
mundo a costa de los otros. Lucas nos ofrece las bienaventuranzas en el contexto
del sermón de la llanura (Lc 6,17), cuando toda la gente acude a Jesús para
escuchar su palabra; no es un discurso en la sinagoga, en un lugar sagrado, sino
al aire libre, donde se vive, donde se trabaja, donde se sufre.
III.2. Es un discurso catequético; por lo mismo, Lucas estaría haciendo una
catequesis cristiana, como Mateo lo hizo con el sermón de la montaña (5-7).
Entre uno y otro evangelista hay diferencias. La principal de todas es que Lucas
nos ofrece las bienaventuranzas y a continuación las lamentaciones (no son
maldiciones, viene del hebreo hôy y en latín se expresa con vae: un grito de
dolor, de lamento, un grito profético) como lo contrario en lo que no hay que
caer. Otra diferencia, también, es que en Mateo tenemos ocho y en Lucas
solamente cuatro bienaventuranzas. Sobre su significado se han escrito cientos
de libros y aportaciones muy técnicas. ¿Son todas inútiles? ¡No!, a pesar de que
sintamos la tentación de simplificar y de ir a lo más concreto. No debemos
entrar, pues, en la discusión de si las “malaventuranzas” o lamentaciones son
palabras auténticas de Jesús o de los profetas itinerantes cristianos que
predicaban con esta radicalidad tan genuina. Hay opiniones muy diversas al
respecto. Ahora están en el evangelio y deben interpretarse a la luz de lo que
Lucas quiere trasmitir a su comunidad.
III.3. Jesús hablaba así, casi como las escuchamos hoy en el texto de Lucas, más
directo y menos recargado que el de Mateo. Jesús habló así al pueblo, a la
gente: Jesús piensa y vive desde el mundo de los pobres y piensa y vive desde
ese mundo para liberarlos. El pobre es ´ebîôn/´anaâw en hebreo; ptôchos en
griego, pauper en latín: se trata de quien no tiene alimento, casa y libertad y
en el AT es el que apela a Dios como único defensor. Así debemos entender la
primera aproximación al mensaje de hoy. Esa es una realidad social, pero a la
vez es una realidad teológica. Es en el mundo de los pobres, de los que lloran,
de los perseguidos por la justicia, donde Dios se revela. Y lógicamente, Dios no
quiere, ni puede revelarse en el mundo de los ricos, de poder, de la ignominia.
El Reino que Jesús anuncia es así de escandaloso. No dice que tenemos que ser
pobres y debemos vivir su miseria eternamente. Quiere decir, sencillamente, que
si con alguien está Dios inequívocamente es en el mundo de aquellos que los
poderosos han maltratado, perseguido, calumniado y empobrecido. Las
lamentaciones, pues, significan que no intentemos o pretendamos encontrar a Dios
en las riquezas, en el poder, en el dominio, en la corrupción; allí solamente
encontraremos ídolos de muerte.
III.4. La teología de la liberación ha sabido expresar estas vivencias para dar
esperanza a los pobres del Tercer Mundo. Y la verdad es que la fe más evangélica
la viven los pobres que creen; los pueblos más ricos y poderosos están más
descristianizados. Es el mundo de los pobres y de las miserias, el que más
espera en Jesucristo; en el mundo de los poderosos habita un gran vacío. El
evangelio de Lucas hoy, pues, nos propone dos horizontes: un horizonte de vida y
un horizonte de muerte. ¿Dónde encontrar a Dios? Todos lo sabemos, porque la
equivocación radical sería buscarlo donde El ha dicho que no lo encontraremos.
El texto de Jeremías es suficientemente explícito al respecto: ¿como podría
crecer un árbol de vida en el mundo de las lamentaciones?.
III.5. La luz no es lo que se ve, pero es aquello que produce el milagro para
que veamos. Y las bienaventuranzas de Jesús son la luz de su predicación del
Reino. Con las bienaventuranzas se hará posible ver a Dios; desde el mundo de
las lamentaciones nunca encontraremos al Dios verdadero, aunque Él no rechace a
nadie. El mundo de las bienaventuranzas nos impulsa a confiar en un Dios que ha
resucitado a Jesús de entre los muertos y, por eso mismo, a cada uno de nosotros
nos resucita y resucitará. Pero a ese Dios ya sabemos dónde debemos buscarlo: no
en la ignominia del poder de este mundo, sino en el mundo de los pobres, de los
que lloran, de los afligidos y de los que son perseguidos a causa de la
justicia: ahí es donde está el Dios de vida, el Dios de la resurrección. Y esto
es así, porque Dios ha hecho su opción, y un Dios con corazón solamente puede
aparecer donde está la vida y el amor.
Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org
Pautas para la homilía
El camino de la felicidad.
Jesús comienza la predicación de su Reino con un gran mensaje centrando todas
las expectativas de la humanidad: la felicidad. Es un deseo fundamental del
hombre. Pero la felicidad que anuncia y promete Jesús la coloca no en el poseer,
no en el dominar, no en el triunfar, no en el gozar; sino en el amar y ser
amado.
Habría que preguntarnos: ¿Quiénes son los realmente felices? Jeremías nos dice:
“bendito quién confía en el Señor”. El salmo refuerza esta misma idea: “dichoso
el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni se sienta en reunión con los
cínicos”. Jesús afirma con autoridad: “dichosos los...”.
En todas estas afirmaciones, la felicidad está en querer a Dios y ser queridos
por él. Pero en Jesús este amor de Dios no consistirá en abundancia, ni en
triunfo, ni en gloria, sino que se descubrirá en la pobreza, en el hambre y en
la persecución. Es una locura evangélica que produce el desprendimiento, el
compartir, el estar pendiente del otro.
Es el camino de la felicidad. Los llamados bienaventurados son los que están en
mejor posición para descubrir y contempla el rostro de Dios. Y también de
entender mejor a la condición humana. Otros modelos que nos presenta nuestro
mundo no dan la felicidad y están basados en el egoísmo, en el tener.
¡Dichoso tú, yo y el otro!
Lucas presenta la contrapartida de las bienaventuranzas terminando con las
malaventuranzas. Nos hemos quedado con las de Mateo y las hemos dulcificado
dejando a un lado la versión de Lucas. Nos cuesta escucharla. Es dura. Es como
el aguijón que se introduce en nuestro ser y espolea nuestras conciencias.
Y es que las bienaventuranzas de Jesús distan mucho de ser una bella historia
sentimental y dulce. No son una especie de prólogo brillante y literario del
sermón de la montaña. Son el punto central de su mensaje. Son ocho fórmulas (en
Mateo) o cuatro (en Lucas), que resumen todo el nuevo espíritu que se anuncia;
son la apuesta del hombre entre dos caminos. La apuesta es radical, y sin
intermedios: o la bienaventuranza o bien ¡ay de vosotros…!
Si comprendemos la novedad del mensaje de Jesús, distinto de la mentalidad del
antiguo testamento, estaremos en la vida con otra óptica. Para Jesús es una
actitud de vida: la vida es el objetivo de sus bienaventuranzas no cabe otro.
Pero si nos preocupamos de nosotros mismos la “cosa” se hace difícil. Tenemos la
alternativa presentada o emprendemos el camino de la felicidad o lo dejamos, eso
depende de nosotros.
Jesús el primer “bienaventurado”. Las bienaventuranzas son el retrato de Jesús:
centro su ser en saber de hambre y sed, en compartir el dolor, en comprometerse
con la causa de Dios, la salvación de sus hijos, enfrentando la persecución, el
odio.
Ajustar la vida a las bienaventuranzas es seguir a Jesús, comprometerse con su
persona y su causa; asumir su proyecto de salvación y felicidad.
En la medida que lo hagamos podemos “alegrarnos y saltar de gozo” ya –“en este
día”-, adelantando la felicidad que será plena en el cielo.
Fray Antonio González Lorente, O.P.
aglorente@dominicos.org
23.
NEXO ENTRE LAS LECTURAS
Parece entreverse en las lecturas una antítesis. Se contraponen la bendición
para quien confía en Dios a la maldición para quien confía en el hombre (primera
lectura, salmo responsorial). Lucas en el Evangelio opone la dicha de los pobres
y hambrientos, de los que lloran y son odiados a los ayes de los ricos y de los
satisfechos, de los que ríen y de los que son alabados por todos. Finalmente, en
la segunda lectura, se da una contraposición entre los que no creen en la
resurrección de los muertos (algunos corintios) y los que en ella creen, ya que
Cristo ha resucitado (Pablo y toda la tradición cristiana).
MENSAJE DOCTRINAL
1. Bendito quien confía en el Señor. La vida humana es un ejercicio
continuo de confianza. Los hijos confían en sus padres, los padres en los hijos.
El esposo confía en la esposa y viceversa. El alumno confía en el maestro, y el
viajero aéreo confía en el piloto del avión...En la vida espiritual toda la
confianza se ha de poner en Dios, porque esa vida es completamente obra de Dios,
los hombres son sólo colaboradores. Puedo confiar en un sacerdote, pero en
cuanto representa el poder, la bondad y la misericordia de Dios; puedo poner mi
confianza en una religiosa, en un catequista, en la Palabra de Dios, en los
sacramentos, pero no es tanto en ellos cuanto en el Dios que a través de ellos
me habla, en el Dios que me comunican. Si pusiera sólo mi confianza en el
sacerdote, religiosa, catequista, Biblia, sacramentos, sin llegar hasta Dios,
tarde o temprano esa confianza se apagaría, quedaría decepcionado de todos
ellos, mi vida perdería su brújula y su rumbo, y comenzaría a ser juguete de mí
mismo y del ambiente que me rodea. La liturgia de hoy nos lo enseña mediante
antítesis, a primera vista desconcertantes, pero que tienen un único fondo:
confianza en Dios o confianza en los medios humanos. El pobre, el hambriento, el
que llora y el que es odiado, es llamado dichoso porque, al no tener seguridades
humanas, pone toda su confianza en el Señor (evangelio). La primera lectura nos
dice que el que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, su
follaje se conserva verde, y en año de sequía no deja de dar fruto. Es decir,
Dios le infunde constantemente vida, juventud, dinamismo, que fructifican en
buenas obras. Y ¿quiénes pueden creer en la resurrección de los muertos, sino
aquellos que confían totalmente en que Dios ha resucitado a Jesucristo, como
primicia de quienes duermen el sueño de la muerte? (segunda lectura).
2. "Maldito" el que confía en el hombre. Conviene aclarar que aquí no se
habla del hombre "como mediador" entre Dios y los hombres, sino que se refiere a
las cualidades, a las fuerzas y a las seguridades humanas, a los medios humanos,
sean los míos, sean los de otros. En el campo espiritual, el poner la confianza
en las "cosas humanas" termina en fracaso seguro. Por ello, el rico, el
satisfecho, el que ríe y el que es por todos alabado, es llamado "maldito", no
porque sea rico, satisfecho..., sino porque pone su seguridad en su riqueza, su
satisfacción, su diversión, la alabanza humana; es decir, confía en sí y en sus
cosas, y no en Dios (evangelio). Igualmente, el que confía en el hombre o en sí
mismo es como un cardo en la estepa, seco y sin fruto. O sea, una vida estéril,
improductiva para el Reino de Cristo. En la primera carta a los corintios, san
Pablo habla de algunos que no creen en la resurrección de los muertos. ¿Por qué
no creen, sino porque confían demasiado en los consejos de la sabiduría humana,
de la propia inteligencia, de la evidencia de los sentidos?
SUGERENCIAS PASTORALES
1. Una nueva escala de valores variados: los deportes, la música, la
ciencia, la invención tecnológica, la literatura, la medicina, incluso el
crimen, o cualquier otra cosa de la vida real de los hombres. Lo importante es
sobresalir, llamar la atención, ser visto por los demás, salir en la tele o en
los periódicos. ¿Por qué no "sobresalir" en la confianza en Dios? ¿Por qué no
confiar más en Dios que en la propia excelencia musical, científica, literaria,
deportiva o delictiva?
Otro valor de nuestra sociedad es la salud. La salud es un gran bien, un don de
Dios, pero no puede entronizarse como reina de toda actividad y de todo otro
valor. ¿Se puede sacrificar la conciencia a la salud? ¿Es digno del hombre el
"culto del cuerpo", descuidando con ello el cultivo del espíritu? ¿Es tan
importante la salud de una mujer que a ella se inmole la vida del ser que lleva
en sus entrañas? ¿Pero es que la salud es la única, la verdadera fuente de toda
felicidad? ¿Acaso no es un bien que se deteriora y se acaba? ¿No es la eutanasia
la última consecuencia de una excesiva valoración social de la salud? ¿Y qué
sentido tiene, entonces, el dolor, la enfermedad, sobre todo la crónica o la
terminal? Confiar ciegamente en la salud es confiar en un fundamento
inconsistente. ¡Qué bellamente canta el salmista: "Confiaré en el Dios de mi
salud, de mi salvación". Examinemos nuestros valores, aquello en lo que ponemos
nuestra confianza y seguridad en la vida. ¿Tendremos que cambiar nuestra escala?
¿Habrá que hacer, tal vez, algún reajuste?
2. Entre realidad y esperanza: La dicha, la felicidad de quien confía en
el Señor (los pobres, los hambrientos, los que lloran, los odiados por los
hombres...), ¿es una realidad ya aquí en la tierra o más bien una proyección
para la eternidad en el cielo? En pocas palabras: ¿Puede un hombre, que sufre la
pobreza, la enfermedad, el desprecio...ser feliz, si confía en el Señor? La
respuesta es claramente afirmativa. Hay millones de hombres y mujeres, en los
conventos y fuera de ellos, que viven al día, sin cuenta bancaria, "de la
limosna que reciben", a quienes Dios hace felices en su pobreza. Evidentemente,
esa felicidad será siempre limitada, pequeña, en espera de la felicidad de
llegar a poseer eternamente a Dios, su verdadera riqueza. Hay miles y miles de
enfermos que sufren, algunos con dolores indecibles, a quienes Dios les regala
una sonrisa siempre fresca y estimulante. Claro que la perfección de esa sonrisa
tendrá lugar en el cielo, cuando puedan abrazar definitivamente al Dios de su
consuelo. Hay muchos seres humanos que han sido calumniados, olvidados, vejados
por sus hermanos, y no guardan rencor alguno, y saben perdonar, y atesoran en su
interior una paz y dicha inimaginables. Paz y dicha que lograrán su coronamiento
en la otra ribera de la vida, cuando triunfe la justicia y la verdad... Parece
claro que las bienaventuranzas evangélicas no son sólo para vivirlas en "el más
allá"; son una experiencia que se vive entre la realidad y la esperanza.
P. Antonio Izquierdo
24.
Nos ha dicho el profeta Jeremías: “Maldito quien confía en el hombre” y “Bendito quien confía en el Señor”. Es decir, el ser humano se encuentra en una encrucijada de caminos: entre la maldición y la bienaventuranza (Deut.11/26-32)
Jeremías espiritualiza esa felicidad o maldición materiales, como dice el Deuteronomio. No se trata de que el justo posea solamente numerosos árboles ricos en fruto, sino que el mismo justo será él, un árbol fecundo, que no dejará de dar fruto. (7,8). No se trata ya de poseer, sino de ser.
De la misma manera y en igual proporción, el malvado no solo será castigado con la esterilidad de sus campos, convertidos en desierto, sino que él mismo será un desierto estéril, en el que nada, ni nadie acudirá a buscar cobijo (6).
Es un método sapiencial, para gente sensata, gentes sabias, y que consiste en contraponer las dos caras de la realidad. La antítesis de la confianza en lo solo humano, teniendo una visión corta de las cosas y de la vida; y a la que se contrapone la otra cara de la realidad, la tesis, que es poner toda nuestra confianza en Dios, que da un sentido de plenitud a las cosas y a la vida. Maldición, pues, y Bendición o vida llena, bendita, que nos lanza hacia lo infinito, hacia lo absoluto, hacia Dios.
Para presentarnos la antítesis, del que confía solo en lo humano, el profeta empleará imágenes y comparaciones del mundo vegetal.
Hay pues, que hacer una elección entre Dios, poniendo en él nuestra confianza o ponerla en el hombre y, buscando en la carne toda nuestra fuerza. Hay que elegir entre la maldición del desierto o la bendición del árbol frondoso, plantado junto a las corrientes de agua, que no deja de dar fruto. Hay que elegir entre dichosos, bienaventurados vosotros o entre el ¡ay de vosotros, malditos!
El drama del hombre que “se fía de él mismo”, estriba en buscar una felicidad a su medida; este hombre edifica a partir de las reservas seguras, que ha podido acumular, frecuentemente con malas artes: dinero, amor, profesionalidad… Pero el corazón se sitúa en una nueva e inesperada alternativa, desde la que se siente llamado, para remontar la noción de una felicidad hecha a su mediocre medida, y lanzarse a vivir en comunión con el Absoluto y descubrir a aquel que puede hacerle totalmente feliz.
Esta idea clave sobre la felicidad viene concretizada en el sermón de la montaña, donde Jesucristo revela la carta magna del cristianismo. Es como su DNI: El discurso o sermón de las bienaventuranzas: Dichosos, dichosos, felices, felices. Es la primera palabra de todas las bienaventuranzas. El tema clave es, pues, la felicidad. Jesús viene a manifestarnos el proyecto del Padre. Sabemos bien que Dios ha creado al hombre para ser feliz. Lo contrario sería inverosímil e imposible por parte de un Dios que se nos ha revelado como Padre.
Efectivamente, Dios había puesto a Adán y Eva, símbolos que son de toda la humanidad, en un paraíso; la humanidad misma está destinada desde su creación a un paraíso, a ser feliz. Basta por otra parte, mirar alrededor de sí y en nuestro propio corazón para comprobar cómo aspira el hombre a la felicidad. Es una verdadera carrera, llena de avidez y empeño
Y esto no nos debe extrañar, porque Dios mismo es dichoso, Dios vive en la alegría y en la felicidad. Y es hacia Dios hacia donde camina esta misma humanidad: “Nos hiciste a tu imagen y semejanza, Señor, nos dirá San Agustín, y nuestro corazón permanecerá inquieto y desasosegado mientras no descanse en ti”
¿Cómo alcanzaremos esta felicidad profunda y auténtica, esta bienaventuranza? La interpretación de las bienaventuranzas según San Lucas, invita a todos los hombres ricos o pobres, a todos sin excepción, a transformar las estructuras de la sociedad para que haya menos gente pobre y abandonada. Buscar un nuevo orden internacional. Es un mensaje claramente social y está en la línea de todo su evangelio, pues los primeros convertidos al cristianismo se produjeron, de hecho, en las clases sociales desfavorecidas.
Lucas se dirige a pobres reales, a las clases sociales materialmente más pobres que los otros: “vosotros los pobre, vosotros que tenis hambre, vosotros que lloráis, vosotros los que sois despreciados”. Se trata de circunstancias bien concretas, históricas, pues el adverbio, ahora, refuerza esta impresión: “los que ahora tenéis hambre, los que ahora lloráis”.
San Mateo hace una interpretación más mística, de las bienaventuranzas en su evangelio. El pensamiento de Jesús comporta los dos sentidos. En San Mateo se invita a todos los hombres, ricos y pobres, ha despojarse espiritualmente, se nos invita a la conversión del corazón, a una actitud o talante de desprendimiento de las cosas, de lo material. Que las riquezas no te encadenen, que las riquezas no te hagan esclavo, que las riquezas no te ahoguen.
No podré transformar las estructuras injustas de la sociedad para que haya primero más justicia y después más felicidad, si antes no convierto mi corazón, si antes no me desprendo de las cosas, de los bienes que he acumulado: materiales: mi dinero; culturales: mis ideas y mis títulos. Si mi tesoro está en esta dicha de lo material, mi corazón estará allí apresado, porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón.
San Juan de la Cruz nos lo dirá con palabras parecidas, que nos introducen en el mundo místico y no por ello menos real, que es en definitiva, la más verdadera y profunda solución al problema del hombre: su encuentro amoroso con Dios, su creador y su señor.
“Para venir a poseerlo todo, nos dice San Juan de la Cruz, no quieras poseer algo en nada, puesto que cuando reparas en algo dejas de entregarte al todo. Porque para venir de todo al todo has de dejar del todo, todo. Y cuando lo vengas todo a tener, has de tenerlo sin nada querer. Porque, si quieres tener algo en todo, no tiene puro en Dios tu tesoro”.
Conversión del corazón y compromiso temporal, social, son los dos ejes para logra esta bienaventuranza prometida por Jesús
Que en esta Eucaristía logremos entrar en este diálogo de la felicidad, de la bienaventuranza, para que llenos de ella, la podamos compartir con nuestros hermanos, creyentes o no creyentes, cristianos o no cristianos. AMEN
P. Eduardo Martínez Abad, escolapio
25.
LECTURAS: JER 17, 5-8; SAL 1; 1COR
15, 12. 16-20; LC 6, 17. 20-26
ALÉGRENSE PORQUE SU RECOMPENSA SERÁ GRANDE EN EL CIELO.
Comentando la Palabra de Dios
Jer. 17, 5-8. El corazón del hombre, dice la Escritura, es la cosa más
traicionera. Nuestra experiencia personal nos lleva a ser conscientes de cómo
somos cambiantes en nuestro trato con los demás. A pesar de que podemos decirnos
maduros en nuestra relación de amistad, no faltarán momentos de traiciones, de
envidias, de malas interpretaciones que, finalmente, terminan en divisiones y
alejamiento de quienes pensábamos que habían llegado a ser parte de nuestra
vida. Contemplemos el mismo amor familiar y veremos que lo que empezó como un
gran amor, al paso del tiempo se ha deteriorado, incluso gravemente. ¿Podemos
confiar nuestra vida totalmente en otra persona humana como nosotros? ¿Habrá
alguien, tan perfecto entre nosotros, que sea capaz de darnos la seguridad que
necesitamos para caminar hacia nuestra plena realización? Quienes somos hombres
de fe sabemos que sí existe ese Alguien, y que es el Hijo de Dios, hecho uno de
nosotros para que, desde Aquel que se hizo de nuestra propia naturaleza
lleguemos a conocer a Dios y vayamos tras sus huellas, tal vez muy dolorosas,
pues la perfección no se nos da gratis; algo tenemos que entregar, algo debemos
sacrificar; tal vez incluso tengamos que renunciar a nosotros mismos para que
sea el Señor, en quien confiadamente ponemos nuestra vida de un modo total,
quien lleve a cabo su obra de salvación en nosotros.
Sal. 1. Pongamos nuestra vida en manos de Dios. Él nos
conducirá con gran amor y hará que, si somos fieles a sus enseñanzas y mandatos,
lleguemos a dar frutos abundantes de buenas obras. Quien vive lejos del Señor se
hace fecundo en obras de maldad y de muerte. El Señor quiere que todos lleguemos
a ser santos como Él es Santo; pero recordemos que sin Él nada podemos hacer.
Debemos preguntarnos en quién o en qué hemos hundido las raíces de nuestra vida,
pues eso será lo que llenará nuestro corazón y lo que hará de nuestras obras una
manifestación de nuestro propio interior. Ojalá y sea Dios quien habite en
nosotros y guíe nuestros pasos por el camino del bien.
1Cor. 15, 12. 16-20. Trabajamos ardua y constantemente en este mundo,
preocupándonos por tener cada día una vida más confortable, más libre de
enfermedades y con una técnica cada vez más perfecta al servicio de los hombres.
Por ningún motivo hemos de querer frenar este avance, de cuyos frutos hemos de
disfrutar todos. Así, nosotros, hombres de fe, debemos ser los primeros
esforzados por construir también una ciudad terrena digna para todos. Sin
embargo corremos el riesgo de perder la visión de lo infinito. Podemos llegar a
pensar que toda la felicidad del hombre se encuentra en este mundo, y que hay
que disfrutarla intensamente antes de que se nos acabe el tiempo; no sea que al
final perezcamos como los animales y hayamos trabajado para la felicidad de los
demás, y nosotros nos hayamos quedado en un sacrificio que le puede llegar a dar
perfección y felicidad a la sociedad, mientras nosotros nos quedamos con las
manos vacías y el corazón hueco de felicidad. Quienes realmente creemos en
Cristo creemos en la resurrección de los muertos; y sabemos que al trabajar
constantemente por el bien y la felicidad no sólo personal sino de todos
podemos, finalmente, hacer nuestra aquella frase vital de Jesús: Era necesario
que el Hijo del Hombre padeciera todo esto para entrar así en su Gloria.
¿Creemos en eso realmente? ¿Qué sentido tiene nuestro trabajo: sólo la felicidad
temporal o buscamos también los bienes eternos y tratamos de que todos juntos
lleguemos a ellos?
Lc. 6, 17. 20-26. Aprendamos a ser discípulos fieles de Jesús. En un ambiente de
fe oremos y meditemos a profundidad su Palabra iluminados por el Espíritu Santo,
que nos haga escuchar amorosamente al Señor. Que la Palabra de Dios sea sembrada
en nuestros corazones como en un buen terreno, de tal forma que, por la Fuerza
de lo Alto, pueda producir abundantes frutos de salvación en nosotros. Pero no
nos quedemos sólo en esa Palabra que ha hecho fecunda nuestra vida y la ha
iluminado con la Luz del Señor. Él ha encendido esa Luz en nosotros para que nos
convirtamos en apóstoles suyos. Por eso hemos de preocuparnos por propagar
constantemente su Palabra en el mundo. Lo haremos desde nuestra propia
experiencia personal, sin hacer a un lado la profundización de la misma Palabra
por medio del estudio y de la interpretación auténtica de la misma, conforme al
Magisterio de la Iglesia. Sabemos que por convertirnos en testigos de Cristo no
podremos sólo anunciar con los labios esa Palabra, sino que hemos de
convertirnos en la cercanía amorosa y misericordiosa de Dios para los demás. Y
no importa que, por esta causa, seamos perseguidos o maldecidos, o que, incluso,
hayamos de entregar nuestra vida como muestra de nuestro amor hasta el extremo
hacia Cristo y hacia el prójimo. No pongamos nuestra confianza, ni busquemos
nuestra paz o nuestra felicidad en lo pasajero. Tal vez el mundo que pasa podría
deslumbrarnos. Pongamos nuestro corazón firmemente afianzado sólo en Dios. El
mundo pasa y todo su aparato con él. ¿Qué caso tiene anclar en él nuestro
corazón? Administremos el poder y los bienes de la tierra para estar al servicio
de los demás y no para que los convirtamos en nuestros ídolos.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
Reunidos en esta Eucaristía hemos venido, convocados por el Señor, para hacer
nuestra su vida; para que su Palabra habite en nosotros; para que nuestras
buenas obras den testimonio de que el Señor guía nuestros pasos por el camino
del bien. Hemos venido para confiar totalmente nuestra vida en manos de Dios. Él
llevará a cabo su obra de salvación en nosotros. Traemos como ofrenda agradable
a Él, junto con la ofrenda de su propio Hijo, nuestra vida, con sus gozos y
esperanzas, con nuestra firme decisión de continuar trabajando para que el Reino
de Dios se afiance cada vez con mayor fuerza entre nosotros. Mientras sólo nos
conformemos en ofrecer al Señor nuestra oración y todo nuestro culto de un modo
externo, pero no nos involucremos nosotros mismos, ofreciéndole de un modo total
e incondicional nuestra vida, estaremos honrando al Señor sólo con los labios,
mientras nuestro corazón estará lejos de Él.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
El Señor nos pide vivir en pobreza para ser dichosos. Y esto nos ha de llevar a
no vivir apegados a lo pasajero, sino a saber compartir lo que tenemos con los
que nada tienen. Es necesario que haya personas que posean una economía
desahogada y que puedan generar fuentes de trabajo; sin embargo no por el poder
económico del que gocen tienen derecho a convertirse en injustos en el pago de
salarios, ni en manipuladores de las mentes, queriendo llevar a todos hacia una
sociedad de consumo, o hacia un esquema neoliberalista donde sólo cuenta quien
es capaz de consumir o de trabajar, mientras se desprecia o se trata de acabar
con los que, además de ser considerados inútiles, se les tiene como una carga
para la sociedad y para el estado. Cristo nos pide trabajar para que a todos
llegue el mensaje de salvación que ayude a todos a entender, no tanto con
palabras elocuentes pero tal vez huecas de amor, sino mediante obras y
actitudes, que Dios se ha hecho cercano a ellos con todo su amor. Tal vez en
razón de esto tengamos que sufrir persecuciones, e incluso hayamos de entregar
nuestra vida por dar razón de nuestra esperanza. Pero no tengamos miedo, pues
nuestra recompensa será grande en el cielo.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, que nos conceda la gracia de vivir totalmente confiados en su amor, para
que, transformados por el Espíritu Santo conforme a la imagen del Hijo de Dios,
abramos los ojos ante los que sufren por cualquiera de los males que azotan a
muchas personas de nuestro tiempo, y vayamos a ellos con el amor y el consuelo
de Cristo, sabiendo que lo que hagamos a los demás es al mismo Cristo a quien se
lo hacemos. Sólo entonces podremos tener la esperanza cierta de alcanzar los
bienes eternos. Amén.
www.homiliacatolica.com
26. Fray Nelson
Temas de las lecturas: Maldito
quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor * Si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene sentido * Dichosos los pobres; ¡ay de vosotros,
los ricos!
1. Misterio del Corazón Humano
1.1 Sólo puede calificarse de
pesimista y sombrío el diagnóstico que Jeremías hace sobre el corazón humano en
la primera lectura de hoy, y sin embargo, ¡cuántas veces la vida parece
respaldarlo!
1.2 Podemos decir que son muchos los caminos por los que uno llega a confiar en
Dios. No debemos descartar aquel que va a través de decepciones y desengaños.
1.3 En efecto, a veces hay que descubrir todo lo que es frágil para luego
maravillarse de lo que es fuerte, y a veces hay que llegar al asco contra todo
lo que es falso para luego saborear la dulzura de la verdad.
2. Contrastes
2.1 Algo parecido sucede en el
evangelio que hemos escuchado. La versión que san Lucas ofrece de las
bienaventuranzas incluye también lamentaciones que van en paralelo, de modo que
a cada bienaventuranza le corresponde una lamentación.
2.2 Es interesante la causa del anuncio de desdicha, que aparece expresamente
sólo para el caso de los ricos: "ya tenéis vuestro consuelo." Eso es una
desdicha y si llegamos a comprenderlo hemos comprendido mucho de la Buena Nueva
que Cristo trajo a este mundo.
2.3 El que ya encontró su "consuelo" ya también se detuvo. La vida es un camino
y un caminar pero el que encontró su consolación está demasiado tentado de
detenerse. Por supuesto, el camino no se acaba porque yo acabe mi caminar, y de
ahí se sigue lo que Cristo agrega, y que no es amenaza, sino el reclamo de la
sensatez: "tendréis hambre..."
2.4 Aquel que declara que ha llegado a su meta sólo porque se ha detenido en el
camino un día descubrirá la insuficiencia de lo que podía ofrecerle ese consuelo
pasajero. El hecho de que Cristo nos ayude a ver lo corta que se queda cada
estación del camino no es sino misericordia suya: es su manera de decirnos que
fuimos creados y que somos llamados para un gozo más alto, una felicidad más
duradera, una amistad más dulce y noble, la de Dios mismo.